A la mañana siguiente, fue a la oficina de la calle Kingly a las nueve en punto. El tiempo caluroso, poco natural, había cambiado finalmente, y cuando Cordelia abrió la ventana, un airecillo frío removió las capas de polvo de la mesa escritorio y del archivo. Sólo había una carta. Estaba dentro de un largo sobre rígido y llevaba el membrete con el nombre y la dirección de los abogados de Ronald Callender. Era muy breve.
«Distinguida señora: le incluyo un cheque por valor de treinta libras esterlinas por los gastos que usted tuvo en la investigación que realizó a petición del difunto sir Ronald Callender sobre la muerte de su hijo, Mark Callender. Si está conforme con esta suma, le agradeceré se sirva firmar y remitir el recibo adjunto».
Bien, como había dicho la señorita Leaming, tendría por lo menos para pagar parte de su multa. Tenía dinero suficiente para seguir haciendo funcionar la agencia durante otro mes. Si para entonces no había más casos, siempre quedaba el recurso de la señorita Feakins y otro trabajo provisional. Cordelia pensaba sin entusiasmo en la Agencia de secretarias Feakins. La señorita Feakins operaba, y esta era la palabra adecuada, desde una pequeña oficina tan escuálida como la de Cordelia, pero que tenía una desesperada alegría impuesta sobre ella bajo el aspecto de paredes multicolores, flores de papel y una variedad de recipientes en forma de urna, adornos de porcelana y un póster. El póster había fascinado siempre a Cordelia. Una rubia llena de curvas, sucintamente cubierta por un breve pantalón y riendo histéricamente, aparecía saltando como una rana por encima de su máquina de escribir, proeza que procuraba realizar con la máxima exposición mientras tenía en cada mano un puñado de billetes de cinco libras. El póster decía:
«Conviértete en una Chica Viernes y únete a la gente divertida. Todos los mejores robinsones los encontrarás en nuestros libros».
Debajo de este póster, la señorita Feakins, flaca, infatigablemente animada y engalanada como un árbol de Navidad, entrevistaba a una recua desalentada de mujeres viejas, feas y prácticamente inempleables. Sus vacas lecheras raramente encontraban un empleo permanente. La señorita Feakins solía advertir contra los indeterminados peligros de aceptar un empleo fijo casi tanto como las madres victorianas advertían contra el sexo. Pero Cordelia la quería. La señorita Feakins la volvería a recibir bien, tras haberle perdonado la defección que cometió cuando pasó a trabajar con Bernie, y tendría lugar otra de aquellas furtivas conversaciones telefónicas con el afortunado Robinson, hechas sin quitar la vista de encima de Cordelia, como una madama de burdel que recomendase su último hallazgo a uno de sus clientes más exigentes. «Muchacha con mucha clase, bien educada, le gustará a usted… ¡y muy trabajadora!». El énfasis de asombrada extrañeza puesto en la última palabra estaba justificado. Pocas de las temporeras de la señorita Feakins, atraídas por los anuncios, esperaban seriamente tener que trabajar. Había otras y más eficientes agencias, pero solamente una señorita Feakins. Ligada por la compasión y una excéntrica lealtad, Cordelia tenía pocas esperanzas de escapar a aquellos vivos ojillos. Una serie de empleos provisionales con los robinsones de la señorita Feakins podría ser ciertamente su único recurso. ¿El ser convicta del delito de posesión ilegal de un arma según el artículo primero de la Ley sobre Armas de Fuego de 1968 no se consideraría un antecedente penal que la privaría de por vida de ejercer empleos socialmente responsables y seguros en el servicio civil y en el gobierno local?
Se sentó a la máquina de escribir, teniendo a mano la guía telefónica de las páginas amarillas, para terminar de enviar la carta circular a los veinte últimos abogados de la lista. La carta misma la dejó un poco deprimida. La había redactado Bernie tras llenar una docena de borradores preliminares y en aquellos momentos no había parecido demasiado absurda. Pero su muerte y el caso Mark Callender lo habían cambiado todo. Las pomposas frases acerca de un amplio servicio profesional, asistencia inmediata en cualquier parte del país, operadores discretos y experimentados y precios moderados se le antojaron pretensiones ridículas, incluso peligrosas. ¿No se decía algo sobre las descripciones falsas en la Ley de Descripciones Comerciales? Pero la promesa de precios moderados y discreción absoluta era suficientemente válida. Era una lástima, pensó fríamente, que no pudiera obtener una referencia de la señorita Leaming. Arreglo de coartadas; realización de investigaciones; asesinatos eficientemente ocultados; perjurio; todo con nuestras tarifas especiales.
El ronco sonido del teléfono la sobresaltó. La oficina estaba tan silenciosa y tranquila, que había dado por sentado que nadie llamaría. Se quedó mirando el aparato durante varios segundos, con los ojos muy abiertos y repentinamente asustada, antes de extender la mano.
La voz era sosegada y segura, cortés pero de ningún modo deferente. No profirió amenaza alguna, pero para Cordelia cada una de las palabras sonaba amenazadora.
—¿La señorita Cordelia Gray? Aquí New Scotland Yard. Nos preguntábamos si regresaría usted alguna vez a su oficina. ¿Tendría la bondad de procurar pasar por aquí algo más tarde, hoy mismo? Al comisario Dalgliesh le agradaría tener una entrevista con usted.
Diez días más tarde, Cordelia fue llamada por tercera vez a New Scotland Yard. Aquel bastión de hormigón y cristal de la calle Victoria le resultaba ya bastante familiar, aunque todavía entraba en él con la sensación de perder provisionalmente una parte de su identidad, como si dejase el calzado a la entrada de una mezquita.
El comisario Dalgliesh había impuesto a su despacho poco de su personalidad. Los ejemplares que había en la librería de reglamento eran evidentemente libros de texto sobre leyes, copias de reglamentos y leyes del Parlamento, diccionarios y libros de consulta. El único cuadro era la acuarela del viejo edificio sobre el malecón, pintado desde el río, un agradable estudio en grises y suaves ocres iluminado por las brillantes alas doradas del Monumento a la RAF. En esta visita, como en ocasiones anteriores, había un jarrón de rosas sobre su mesa, rosas de jardín de robustos tallos y espinas curvadas como fuertes picos, no las flores descoloridas y sin perfume de una floristería del West End.
Bernie nunca le había descrito; se había limitado a atribuirle su propia filosofía obsesiva, antiheroica, tosca. Cordelia, aburrida de tanto oír su nombre, no le hacía preguntas. Pero el comisario que ella se había imaginado era muy diferente de la figura alta, austera que se había levantado para estrecharle la mano cuando ella entró por primera vez en su despacho, y la dicotomía entre sus imaginaciones particulares y la realidad había sido desconcertante. De un modo irracional, se sintió algo irritada contra Bernie. El Comi era viejo, desde luego, más de cuarenta años, por lo menos, pero no tan viejo como ella había esperado. Era moreno, muy alto y desenvuelto, mientras que ella había esperado que fuese rubio, bajo y rechoncho. Era serio y le hablaba como a una persona adulta responsable, no de modo paternalista y condescendiente. Su cara era sensible sin ser débil, y a ella le gustaban sus manos y su voz. Parecía gentil y amable, lo que no dejaba de ser una astucia, porque Cordelia sabía que era peligroso y cruel y se veía obligada a recordar de qué modo había tratado a Bernie. En algunos momentos, durante el interrogatorio, se había preguntado realmente si era posible que fuese Adam Dalgliesh, el poeta.
Nunca habían estado los dos solos. En cada una de sus visitas, una policía, que fue presentada como sargento Mannering, se había hallado presente, sentada al lado de la mesa con su libreta de notas. A Cordelia le parecía como si conociese bien a la sargento Mannering, porque guardaba una gran semejanza con su compañera de escuela Teresa Campion Hook. Las dos muchachas habrían podido pasar por hermanas. Jamás acné alguno había marcado sus pieles brillantemente limpias; su rizado cabello rubio con la largura reglamentaria por encima de los cuellos de sus uniformes; ambas tenían la voz autoritaria, decididamente animada pero nunca estridente; exhalaban una inefable confianza en la justicia y en la lógica del universo y en lo justo que era el puesto que ellas ocupaban en el mismo. La sargento Mannering había sonreído brevemente a Cordelia cuando entró. La mirada era franca, no abiertamente amistosa, ya que una sonrisa demasiado generosa podría perjudicar el caso, pero tampoco era de censura. Era una mirada que predisponía a Cordelia a la imprudencia; pero ella no quería parecer una tonta ante aquella mirada de competencia.
Por lo menos había tenido tiempo, antes de su primera visita, para decidir en cuanto a su táctica. Había poca ventaja y mucho peligro en ocultar hechos que un hombre inteligente podía fácilmente descubrir por sí mismo. Confesaría, si se lo preguntaban, que había hablado sobre Mark Callender con los Tilling y su tutor; que había buscado a la señora Goddard y la había entrevistado; que había visitado al doctor Gladwin. Decidió no decir una palabra sobre el intento de asesinato de que había sido objeto ni sobre su visita a Somerset House. Sabía qué hechos serían de vital importancia ocultar: el asesinato de Ronald Callender; la pista en el libro de oraciones; la verdadera manera en que había muerto Mark. Se dijo firmemente a sí misma que no debía dejarse inducir a hablar del caso, no debía hablar de sí misma, de su vida, de su trabajo actual, de sus ambiciones. Recordaba lo que le había dicho Bernie: «En este país, si la gente no quiere hablar, es inútil que intentes obligarla a ello. Afortunadamente para la policía, la mayoría de las personas no son capaces de tener cerrada la boca. Los inteligentes son los peores. Sólo quieren demostrar lo listos que son, y una vez que consigues hacerles hablar del caso, incluso discutiéndolo en términos generales, ya los tienes». Cordelia procuraba no olvidar el consejo que le había dado a Elizabeth Leaming: «No se embrolle, no invente, no tenga miedo de decir que no puede recordar».
Dalgliesh estaba hablando:
—¿Ha pensado usted en consultar a un abogado, señorita Gray?
—No tengo abogado.
—La Asociación de Abogados puede darle a usted los nombres de algunos muy valiosos y dignos de confianza. Yo, en su lugar, pensaría seriamente en ello.
—Pero, tendría que pagarle, ¿no? ¿Por qué habría de necesitar un abogado, si estoy diciendo la verdad?
—Es cuando la gente empieza a decir la verdad cuando con mayor frecuencia siente la necesidad de un abogado.
—Pero yo siempre he dicho la verdad. ¿Por qué habría de mentir?
Aquella retórica pregunta era una equivocación. Él respondió a ella seriamente, como si Cordelia hubiera querido realmente saber.
—Bien, podría ser para protegerse a usted misma (cosa que no creo probable) o para proteger a alguien más. El motivo para ello podría ser amor, temor o un sentido de justicia. No creo que haya usted conocido a alguna persona de este caso el tiempo suficiente para preocuparse profundamente por ella y no creo que usted sea muy fácil de amedrentar. De modo que nos queda el motivo de la justicia. Un concepto muy peligroso, señorita Gray.
Cordelia había sido muy estrechamente interrogada con anterioridad. La policía de Cambridge había sido muy minuciosa. Pero esa era la primera vez que estaba siendo interrogada por alguien que sabía; sabía que ella estaba mintiendo; sabía todo lo que había que saber, y ella se daba desesperadamente cuenta de ello. Tuvo que obligarse a sí misma a aceptar la realidad. No era posible que él estuviese seguro. No tenía la menor prueba legal y jamás la tendría. Nadie había con vida para decirle la verdad, excepto Elizabeth Leaming y ella misma. Y ella no iba a decírsela. Dalgliesh podía tratar de forzar su voluntad con su implacable lógica, su curiosa amabilidad, su cortesía, su paciencia. Pero ella no hablaría, y en Inglaterra no había un medio que pudiese obligarla a hacerlo.
Al ver que no respondía, Dalgliesh dijo en tono animado:
—Bien, veamos adónde hemos llegado. Como resultado de sus indagaciones, usted sospechaba que Mark Callender pudiera haber sido asesinado. Usted no lo ha admitido ante mí, pero dejó bien claras sus sospechas cuando visitó al sargento Maskell de la policía de Cambridge. A continuación buscó usted a la antigua aya de Mark y se enteró por medio de ella de algo de los primeros años de su vida, del matrimonio Callender, de la muerte de la señora Callender. Después de esa visita, fue usted a ver al doctor Gladwin, médico de cabecera que había atendido a la señora Callender antes de morir. Mediante un sencillo ardid, pudo usted conocer el grupo sanguíneo de Ronald Callender. Ese habría sido el único punto que le hizo sospechar que Mark no era el hijo del matrimonio de sus padres. Entonces hizo usted lo que habría hecho yo en su caso, visitar Somerset House para examinar el testamento del señor George Bottley. Era comprensible. Si uno tiene la sospecha de un asesinato, siempre considera quién puede salir beneficiado por ello.
De modo que había descubierto lo de Somerset House y la llamada al doctor Venables. Bien, era de esperar. Él la había distinguido con su propia marca de inteligencia. Ella se había comportado como se habría comportado él.
No obstante, Cordelia no habló. Él dijo:
—Usted nada me dijo de su caída en el pozo. La señorita Markland sí lo hizo.
—Aquello fue un accidente. Nada recuerdo acerca de ello, pero seguramente decidí explorar el pozo y perdí el equilibrio. Siempre me intrigó un poco.
—No creo que fuese un accidente, señorita Gray. Usted no pudo haber apartado la cubierta del pozo sin una cuerda. La señorita Markland tropezó con una, pero estaba muy bien enrollada y medio escondida en la maleza. ¿Se habría usted molestado en desprenderla del gancho si sólo hubiese estado explorando?
—No lo sé. No recuerdo lo que ocurrió antes de caerme. Mi primer recuerdo es el contacto con el agua. Y no sé qué tiene esto que ver con la muerte de sir Ronald Callender.
—Podría tener mucho que ver Si alguien intentó matarla, y creo que así fue, esa persona podía proceder de Garforth House.
—¿Por qué?
—Porque el atentado contra su vida se relacionaba probablemente con su investigación de la muerte de Mark Callender. Usted había llegado a ser un peligro para alguien. Matar es un asunto grave. A los profesionales no les gusta a menos que sea absolutamente esencial, e incluso los aficionados son menos despreocupados de lo que usted supone en lo referente a asesinar. Usted debe de haber llegado a ser una mujer muy peligrosa para alguien. Alguien volvió a colocar en su sitio aquella cubierta, señorita Gray. Usted no cayó a través de sólida madera.
Cordelia aún nada decía. Hubo una pausa, entonces él volvió a hablar:
—La señorita Markland me contó que después de haberla salvado del pozo, no quería dejarla sola. Pero usted insistió en que se fuera. Usted le dijo que no tenía miedo de estar sola en la cabaña porque tenía una pistola.
Cordelia se sorprendió de que le doliera tanto esta pequeña traición. Sin embargo, ¿cómo podía censurar por ello a la señorita Markland? El comisario habría sabido cómo manejarla y probablemente la persuadió de que el hablar con franqueza redundaría en interés de la propia Cordelia. Bien, ella podía por lo menos traicionarla a su vez. Y esta explicación, al menos, tendría la autoridad de la verdad.
—Yo deseaba desembarazarme de ella. Me contó una terrible historia acerca de un hijo ilegítimo suyo que se cayó al pozo y murió. Yo acababa de ser salvada de la muerte No quería oír aquella historia, no podía soportarla en esos momentos. Le dije una mentira acerca de la pistola sólo para que se fuese. Yo no le pedía que me hiciera confidencias, no estaba bien. Era una manera de pedir ayuda, y no podía dársela.
—¿Y no quería usted librarse de ella por otra razón? ¿No sabía usted que su asaltante tendría que volver aquella noche; que la cubierta del pozo tenía que volver a retirarse si la muerte de usted tenía que parecer un accidente?
—Si hubiese pensado realmente que estaba en peligro, le habría rogado que me llevase con ella a Summertrees House. No habría esperado sola en la cabaña sin mi pistola.
—Desde luego que no, señorita Gray, lo creo. No habría esperado usted sola en la cabaña aquella noche sin su pistola.
Por primera vez, Cordelia se sintió desesperadamente asustada. Aquello no era un juego. Nunca lo había sido, aunque en Cambridge el interrogatorio de la policía había tenido algo de la irrealidad de un juego formal en el que el resultado era a la vez predecible y exento de preocupación, dado que uno de los contrincantes ni siquiera sabía que estaba jugando. Pero en ese momento era bien real. Si Cordelia llegaba a ser víctima de un truco, llegaba a ser persuadida, coaccionada para decir la verdad, iría a la cárcel. Era algo que seguiría inevitablemente al hecho. ¿Cuántos años se le imponen como castigo a uno por ayudar a encubrir un asesinato? Le quitarían la ropa. Le encerrarían en una claustrofóbica celda. Había remisión por buena conducta, pero ¿cómo podía uno ser bueno en la cárcel? Quizá la enviarían a una prisión abierta. Abierta. Era una contradicción en los términos. ¿Y cómo viviría después? ¿Cómo obtendría un empleo? ¿Qué verdadera libertad personal podría haber jamás para quienes la sociedad etiquetaba como delincuentes?
Sentía miedo por la señorita Leaming. ¿Dónde estaba en ese momento? Nunca se había atrevido a preguntárselo a Dalgliesh y el nombre de la señorita Leaming apenas se había mencionado. ¿Estaría acaso siendo interrogada en alguna otra habitación de New Scotland Yard? ¿Hasta qué punto era de fiar bajo presión? ¿Estarían planeando carear a las dos conspiradoras? ¿Se abriría de pronto la puerta y harían entrar a una señorita Leaming deshaciéndose en excusas, llena de remordimientos, fuera de sí? ¿No era ese el truco que solía emplearse, interrogar a los conspiradores por separado hasta que el más débil se rendía? ¿Y quién resultaría ser la más débil?
Oía la voz del comisario. Y creyó percibir en ella cierto matiz de conmiseración.
—Tenemos alguna confirmación de que la pistola estaba en posesión de usted aquella noche. Un automovilista nos dice que vio un coche aparcado en la carretera a unos cinco kilómetros de Garforth House y cuando se paró para preguntarle si podía ayudar en algo, se vio amenazado por una joven con una pistola.
Cordelia recordó aquel momento, la suavidad y el silencio de la noche de verano dominados de repente por el aliento caliente y alcohólico de aquel hombre.
—Debió de haber estado bebiendo. Supongo que la policía le detuvo posteriormente aquella noche para hacerle una prueba de alcoholemia y entonces decidió salir con este cuento. No sé lo que espera ganar con ello, pero no es cierto. Yo no llevaba una pistola. Sir Ronald me quitó el arma la primera noche que estuve en Garforth House.
—La policía metropolitana le detuvo por exceso de velocidad. Creo que puede persistir en su relato. Fue muy preciso en su declaración. Naturalmente, no la ha identificado a usted todavía, pero pudo describir el coche. Él dice que creyó que usted tenía dificultades con su coche y paró para ayudarla. Usted interpretó mal sus motivos y le amenazó con una pistola.
—Yo interpreté sus motivos perfectamente. Pero no le amenacé con una pistola.
—¿Qué dijo usted, señorita Gray?
—Déjeme o le mato.
—Sin la pistola sin duda era una vana amenaza, ¿no?
—Siempre habría sido una vana amenaza. Pero hizo que se marchase.
—¿Qué sucedió exactamente?
—Yo tenía una tuerca en la guantera del coche y cuando asomó la cara por la ventanilla la cogí y le amenacé con ella.
—¡Pero nadie en sus cabales habría podido confundir una tuerca con una pistola!
Pero él no estaba en sus cabales. La única persona que había visto la pistola en posesión de Cordelia aquella noche era un automovilista que no estaba sobrio. Cordelia sabía que esta era una pequeña victoria. Había resistido a la tentación de cambiar su historia. Bernie había tenido razón. Recordaba sus consejos; los consejos del comisario; esa vez casi podía oírlos pronunciados con su voz profunda, ligeramente ronca: «Si te ves tentada al crimen, aférrate a tu declaración original. Nada hay que impresione más al jurado que la congruencia. He visto triunfar la defensa más improbable simplemente porque el acusado se atuvo a su relato. Después de todo, sólo se trata de la palabra de alguien contra la tuya; con un abogado competente, esto es la mitad del camino para llegar a una duda razonable».
El comisario hablaba de nuevo. Cordelia habría deseado poder concentrarse más en lo que estaba diciendo. No había dormido muy profundamente durante los últimos diez días, quizás eso tenía algo que ver con esa perpetua fatiga.
—Creo que Chris Lunn le hizo a usted una visita la noche en que murió. No pude descubrir otra razón de su presencia en aquella carretera. Uno de los testigos del accidente dijo que salió de aquella carretera lateral con su furgoneta como si todos los demonios del mundo le estuvieran persiguiendo. Alguien le estaba persiguiendo… Usted, señorita Gray.
—Ya tuvimos antes esta conversación. Yo iba a ver a sir Ronald.
—¿A aquella hora? ¿Y con tanta prisa?
—Quería verle urgentemente para decirle que había decidido dejar el caso. No podía esperar
—Pero pudo esperar, ¿no? Fue a dormir en el coche al lado de la carretera. Por eso transcurrió casi una hora desde que vio el accidente hasta que llegó a Garforth House.
—Tuve que parar. Estaba cansada y sabía que no era seguro continuar conduciendo.
—Pero también sabía que era seguro dormir. Sabía que la persona de la que tenía más que temer estaba muerta.
Cordelia no respondió. Se produjo un silencio en la habitación, pero le parecía que ese silencio más bien la acompañaba en vez de acusarla. Habría deseado no estar tan cansada. Más que nada, habría deseado tener alguien con quien hablar acerca del asesinato de Ronald Callender. Bernie no habría sido aquí de la menor ayuda. Para él, el dilema moral que constituía el meollo del crimen carecía de interés, de validez, le habría parecido una obstinada confusión de hechos sencillos. Podía imaginar los comentarios groseros y fáciles sobre las relaciones de Eliza Leaming con Lunn. Pero el comisario habría comprendido. Podía imaginarse a sí misma hablando con él. Recordaba las palabras de Ronald Callender de que el amor era tan destructivo como el odio. ¿Estaría conforme Dalgliesh con aquella fría filosofía? Habría deseado poder preguntarle. Ese, reconoció Cordelia, era el verdadero peligro que corría, no la tentación de confesar, sino el anhelo de hacer confidencias. ¿Sabía él lo que ella sentía? ¿Acaso eso formaba también parte de su técnica?
Llamaron a la puerta. Un policía de uniforme entró y entregó una nota a Dalgliesh. En el despacho reinó un profundo silencio mientras él estuvo leyendo. Cordelia hizo un esfuerzo para mirarle a la cara. Tenía una mirada grave e inexpresiva y continuó con los ojos clavados en el papel un buen rato después de haber asimilado el breve mensaje de la nota.
Cordelia pensó que estaba tomando alguna decisión. Luego Dalgliesh dijo:
—Esto se refiere a alguien a quien usted conoce, señorita Gray. Elizabeth Leaming ha muerto. Se mató hace dos días al salirse su coche de la carretera de la costa, al sur de Amalfi. Esta nota es una confirmación de identidad.
Cordelia fue inundada por una oleada de alivio tan inmensa que se sintió físicamente enferma. Apretó el puño y sintió que empezaba a brotar el sudor en su frente. Comenzó a temblar de frío. Ni por un momento se le ocurrió que Dalgliesh pudiera estar mintiendo. Sabía que era despiadado e inteligente, pero siempre había dado por supuesto que a ella no le mentiría. Dijo en un susurro:
—¿Puedo irme a casa ahora?
—Sí. No creo que haya motivo alguno para que se quede aquí, ¿no es cierto?
—Ella no mató a sir Ronald. Él me había quitado la pistola. Él cogió la pistola…
Algo pareció haberle sucedido en la garganta. Las palabras no querían salir
—Eso es lo que ha venido usted diciéndome. No creo que tenga necesidad de molestarse en decirlo de nuevo.
—¿Cuándo tengo que volver?
—No creo que tenga necesidad de volver, a menos que decida que hay algo que quiera decirme. En aquella conocida frase, a usted se le pidió que ayudase a la policía. Usted ha ayudado a la policía. Gracias.
Ella había ganado. Estaba segura y, con la muerte de la señorita Leaming, aquella seguridad dependía únicamente de ella misma. No necesitaba volver a aquel horrible lugar El alivio, tan inesperado y tan increíble, era demasiado grande para poder ser soportado. Cordelia estalló en un llanto dramático e incontrolable. Fue consciente de una ligera exclamación de la sargento Mannering y de un doblado pañuelo blanco ofrecido por el comisario. Hundió la cara en el blanco lino que olía a limpio y dio rienda suelta a su reprimida aflicción y a su ira. Cosa extraña —tan extraña que a ella misma la sorprendió en medio de su angustia—, su aflicción se hallaba centrada en Bernie. Levantando una cara desfigurada por las lágrimas y sin preocuparse por lo que pudiera pensar de ella, profirió una última e irracional protesta:
—Y después de haberlo despedido, nunca quiso usted averiguar cómo le iban las cosas. ¡Ni siquiera estuvo usted en el funeral!
Dalgliesh había acercado una silla y se había sentado al lado de Cordelia. Le dio un vaso de agua. El vaso estaba frío, pero resultaba reconfortante, y la joven se sintió sorprendida al darse cuenta de que tenía mucha sed. Fue tomando a pequeños sorbos aquella agua fría y le dio un ligero acceso de hipo. El hipo le hizo sentir ganas de reír histéricamente, pero consiguió dominarse. Transcurridos unos minutos, Dalgliesh dijo amablemente:
—Lo siento por su amigo. No me había dado cuenta de que su socio era el Bernie Pryde que una vez trabajó conmigo. En realidad, es aún peor que eso. Me había olvidado de todo lo relacionado con él. Si ha de servirle de consuelo, le diré que este caso podría haber terminado de un modo algo diferente, si no lo hubiese olvidado.
—Usted le despidió. Todo cuanto él quería era ser detective y usted no quiso darle una oportunidad.
—Los reglamentos de la policía metropolitana sobre contrataciones y despidos no son tan sencillos. Aunque es cierto que todavía habría podido ser un policía de no haber sido por mí. Pero no habría sido un detective.
—No era tan malo.
—Pues sí, lo era, ¿sabe usted? Pero estoy empezando a preguntarme si en realidad no le subestimé.
Cordelia se volvió para devolverle el vaso y sus ojos se encontraron con los de él. Se sonrieron mutuamente. La joven habría deseado que Bernie hubiera podido oír lo que el comisario acababa de decir de él.
Media hora después, Dalgliesh se hallaba sentado frente al subcomisario jefe en el despacho de este último. No simpatizaban, pero sólo uno de ellos lo sabía y era aquel a quien esto no le importaba. Dalgliesh hizo su informe, concisamente, lógicamente, sin consultar sus notas. Era su costumbre invariable. El subcomisario jefe había considerado esto poco ortodoxo y un tanto vanidoso y en ese momento lo consideraba también así. Dalgliesh terminó con estas palabras:
—Como puede usted imaginar, señor, no estoy proponiendo confiar todo eso al papel. No hay verdaderas pruebas y, como Bernie solía decirnos, la idea es un buen sirviente pero un mal amo. ¡Dios, cómo podía ese hombre concebir tan horribles perogrulladas! No dejaba de ser inteligente, no carecía totalmente de buen juicio, pero todo, incluidas las ideas, se deshacía en sus manos. Tenía una mente como un cuaderno de notas de un policía. ¿Se acuerda usted del caso Clandon, homicidio por disparo de pistola? Fue en 1954, creo.
—¿Debería acordarme?
—No. Pero habría sido útil que lo hubiese recordado yo.
—No sé realmente de lo que está usted hablando, Adam. Pero comprendo que tiene razón; usted sospecha que sir Ronald mató a su hijo. Ronald Callender está muerto. Usted sospecha que Chris Lunn trató de asesinar a Cordelia Gray. Lunn está muerto. Usted sugiere que Elizabeth Leaming mató a Ronald Callender. Elizabeth Leaming está muerta.
—Sí, todo está convenientemente en orden.
—Yo sugiero que lo dejemos así. El comisario jefe ha tenido incidentalmente una llamada telefónica del doctor Hugh Tilling, el psiquiatra. Se siente ofendido porque su hijo y su hija han sido interrogados en relación con la muerte de Mark Callender. Estoy dispuesto a explicarle sus deberes civiles al doctor Tilling, de sus derechos ya es bien consciente, si usted realmente lo considera necesario. Pero ¿se ganará algo con volver a ver a los dos Tilling?
—Yo creo que no.
—¿O con molestar a la Sureté acerca de aquella joven francesa que la señorita Markland pretende que visitó a Mark en la cabaña?
—Pienso que podemos ahorrarnos esa molestia. Ahora sólo hay una persona viva que conoce la verdad de esos crímenes, y ella está a salvo de cualquier interrogatorio que podamos emplear. Puedo consolarme con la razón. Con la mayoría de los sospechosos tenemos un inapreciable aliado que está acechando en el fondo de su mente para traicionarlos. Pero cualesquiera mentiras que ella haya estado diciendo, está absolutamente libre de culpa.
—¿Piensa usted que ella se engaña a sí misma creyendo que todo es verdad?
—Yo no creo que esa joven se engañe a sí misma en absoluto. Le he cobrado afecto, pero me alegro de no tener que volverme a enfrentar con ella. No me gusta que en un interrogatorio completamente normal se me haga sentir como si estuviese corrompiendo a los jóvenes.
—¿De modo que podemos decirle al ministro que su compañero de clases murió por su propia mano?
—Puede usted decirle que estamos convencidos de que ningún dedo viviente apretó aquel gatillo. Pero quizá no. Incluso él podría ser capaz de dar a esto una mala interpretación. Dígale que puede admitir con seguridad el veredicto de la investigación.
—Nos habría ahorrado una gran cantidad de tiempo público si él lo hubiese admitido desde el primer momento.
Los dos hombres permanecieron un momento silenciosos. Luego Dalgliesh dijo:
—Cordelia Gray tenía razón. Yo tenía que haberme informado de lo que le había sucedido a Bernie Pryde.
—No cabía esperar que lo hiciese. No formaba parte de sus obligaciones.
—Claro que no. Pero, al fin y al cabo, los olvidos más graves de uno raramente forman parte de sus obligaciones. Y encuentro irónico y extrañamente lógico que Pryde se vengase. Sean cuales fueren las dificultades con que esa criatura tropezó en Cambridge, ella estaba actuando bajo la dirección de él.
—Se está usted volviendo más filosófico, Adam.
—Sólo menos obsesivo, o quizá simplemente más viejo. Es bueno poder sentir en ocasiones que hay algunos casos que es mejor dejarlos sin resolver.
El edificio de la calle Kingly tenía el mismo aspecto, el mismo olor. Siempre sería así. Pero había una diferencia. Fuera de la oficina había un hombre esperando, un hombre de mediana edad con un ceñido traje azul y unos vivos ojillos que brillaban entre los pliegues carnosos de su cara.
—¿Señorita Gray? Ya estaba a punto de irme. Me llamo Fielding. He visto su placa cuando pasaba por aquí por casualidad, ¿sabe?
En sus ojillos había un brillo de avaricia y de lujuria.
—Bueno, veo que no es usted exactamente lo que yo esperaba, no es la clase corriente de detective privado.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted, señor Fielding?
El hombre miró furtivamente alrededor del rellano y pareció como si su sordidez le resultase tranquilizadora.
—Se trata de mi amiga. Tengo motivos para sospechar que me la pega. Bueno…, a uno le gusta saber a qué atenerse, ¿no?
Cordelia introdujo la llave en la cerradura.
—Comprendo, señor Fielding. ¿No querrá usted entrar?