VI

Cordelia durmió profunda pero brevemente. No sabía qué era lo que la había despertado, si la luz cegadora de un coche que pasaba y que iluminó vivamente su rostro con los ojos cerrados o su propio pensamiento, consciente de que el descanso debía ser racionado a una breve media hora, lo mínimo necesario para permitirle hacer lo que tenía que ser hecho antes de que pudiera entregarse definitivamente al sueño. Enderezó su cuerpo, sintiendo el punzante dolor de sus distendidos músculos y el prurito medio agradable de la sangre seca en su espalda. El aire de la noche era denso y estaba cargado con el calor y los olores del día; incluso la carretera, que se extendía sinuosa ante ella, resultaba atractiva iluminada por los faros de su coche. Pero Cordelia estaba helada de frío y su dolorido cuerpo agradecía el calor que le procuraba el jersey de Mark. Por primera vez, desde que se lo había puesto por encima de la cabeza, vio que era de color verde oscuro. ¡Qué raro que no se hubiera fijado antes en el color!

Condujo durante el resto de su viaje como una principiante, sentada con el cuerpo erguido, mirando fijamente hacia adelante, manos y pies tensos sobre los controles. Y allí por fin estaban las puertas de hierro forjado de Garforth House. A la luz de los faros, parecían ser mucho más altas y más ornamentales de lo que ella recordaba, y estaban cerradas. Corrió desde el Mini rezando para que no estuviesen cerradas con llave. Pero el pestillo de hierro, aunque bastante pesado, se levantó bajo la presión de sus manos. Las puertas se abrieron silenciosamente.

No había otros coches en el sendero y Cordelia aparcó el Mini a poca distancia de la casa. Las ventanas estaban oscuras y la única luz, suave e invitadora, brillaba a través de la puerta principal, que estaba abierta. Cordelia empuñó la pistola y sin llamar al timbre, entró en el vestíbulo. Estaba más extenuada físicamente que la primera vez que había ido a Garforth House, pero esa noche la veía con una nueva intensidad, con los nervios sensibles a cada detalle. El vestíbulo se hallaba totalmente desierto, al aire expectante. Parecía como si la casa la hubiera estado esperando. Encontró el mismo olor de rosas y de espliego, pero esa noche se dio cuenta de que el espliego procedía de un enorme jarrón chino puesto sobre una mesa auxiliar. Recordó el insistente tictac de un reloj de pared, pero en ese momento observó por primera vez los detalles tallados en la caja del reloj, los complicados adornos. Cordelia se encontraba de pie en medio del vestíbulo, balanceándose ligeramente, con la pistola apenas sostenida con su mano derecha, y miraba hacia el suelo. La alfombra era de diseño geométrico, de colores verde oliva, azul pálido y carmesí, cada dibujo configurado como la sombra de un hombre arrodillado. Parecía incitarla a postrarse de rodillas. ¿Era quizás una alfombra oriental utilizada para la oración?

Sintió que la señorita Leaming baja silenciosamente la escalera hacia ella, con su larga bata roja rozagante alrededor de los tobillos. La pistola le fue arrancada repentina pero firmemente de la mano, a lo que Cordelia no opuso resistencia. Sabía que la pistola se había ido porque su mano se sintió de pronto más ligera. No importaba. Jamás podría defenderse con ella, jamás mataría a una persona. Se dio cuenta de ello cuando vio huir a Lunn, apartándose de ella aterrorizado. La señorita Leaming dijo:

—Nadie hay aquí de quien tenga usted necesidad de defenderse, señorita Gray.

Cordelia dijo:

—He venido a informar a sir Ronald. ¿Dónde está?

—Donde estaba la última vez que vino usted, en su estudio.

Como antes, se hallaba sentado a su mesa escritorio. Había estado dictando, y el aparato se encontraba a su derecha. Al ver a Cordelia, apagó el aparato, fue hacia la pared y lo desenchufó. Volvió a la mesa y estuvieron sentados uno frente a otro. Sir Ronald juntó las manos bajo la luz de la lámpara del escritorio y miró a Cordelia. La joven casi profirió un grito de horror. La cara del hombre le recordó esas caras que se ven grotescamente reflejadas en las sucias ventanillas de los trenes durante la noche —cavernosas, con los huesos desencarnados, ojos hundidos en órbitas insondables—, caras resucitadas de entre los muertos.

Cuando sir Ronald Callender habló, su voz era baja, reminiscente.

—Hace media hora que me he enterado de que Chris Lunn ha muerto. Era el mejor ayudante de laboratorio que he tenido. Le saqué de un orfanato hace quince años. Nunca conoció a sus padres. Era un muchacho feo, difícil, ya en libertad provisional. La escuela nada había hecho por él. Pero Lunn era uno de los mejores talentos en ciencias naturales que he conocido. Si hubiese recibido la educación conveniente, habría sido tan bueno como yo.

—Entonces, ¿por qué no le dio usted su oportunidad?, ¿por qué no le educó?

—Porque me era más útil como auxiliar de laboratorio. He dicho que podía haber sido tan bueno como yo. Eso no significa que hubiera sido lo suficientemente bueno. Puedo encontrar un gran número de científicos igualmente buenos. Pero no podría haber encontrado otro ayudante de laboratorio que igualase a Lunn. Tenía una mano maravillosa con los instrumentos. —Levantó los ojos hacia Cordelia, pero sin curiosidad, aparentemente sin interés—. Usted ha venido a informar, naturalmente. Es muy tarde, señorita Gray, y, como usted ve, estoy cansado. ¿No puede eso esperar hasta mañana?

Cordelia pensó que eso era una súplica a la que él se veía obligado a recurrir. Dijo.

—No, yo también estoy cansada. Pero quiero terminar este caso, esta noche, ahora.

Sir Ronald cogió un cortapapel de ébano de la mesa escritorio y, sin mirar a Cordelia, lo balanceó sobre su dedo índice.

—Entonces, dígame, ¿por qué mi hijo se suicidó? Supongo que me traerá usted alguna noticia, ¿no? De no ser así no hubiese irrumpido aquí a estas horas.

—Su hijo no se suicidó. Fue asesinado. Fue asesinado por alguien a quien él conocía muy bien, alguien a quien él no vaciló en dejar entrar en la cabaña, alguien que iba preparado. Fue estrangulado o asfixiado y después colgado de aquel gancho con su propio cinturón. Por último, su asesino le pintó los labios, le vistió con prendas interiores de mujer y esparció varias fotografías de desnudos sobre la mesa frente a él. La intención era que pareciese una muerte accidental ocurrida durante un experimento sexual; tales casos no son del todo infrecuentes.

Hubo medio minuto de silencio. Entonces sir Ronald dijo con perfecta sangre fría:

—¿Y quién fue responsable de ello, señorita Gray?

—Usted. Usted mató a su hijo.

—¿Por qué razón?

Parecía un examinador formulando sus inexorables preguntas.

—Porque usted descubrió que su mujer no era la madre de Mark, y el dinero que le había sido legado a ella y a él por su abuelo procedía de un fraude. Porque él no tenía la intención de beneficiarse de ese dinero ni por un momento más, ni aceptar su herencia al cabo de cuatro años. Usted tenía miedo de que hiciera público lo que sabía. ¿Y qué me dice usted del Wolvington Trust? Si llegaba a saberse la verdad, sería el fin de la concesión que se les había prometido. El futuro de su laboratorio estaba en juego. Usted no podía permitirse el lujo de correr ese riesgo.

—¿Y quién cree usted que volvió a desvestirle, escribió a máquina aquella nota de suicidio y lavó las marcas de lápiz de labios de su cara?

—Creo que lo sé pero no voy a decírselo, sir Ronald. Para descubrir eso es para lo que usted realmente me empleó, ¿no es cierto? Eso es lo que usted no podía soportar desconocer. Pero usted mató a Mark. Incluso preparó una coartada por si le era necesaria. Usted hizo que Lunn le llamase al colegio universitario y se anunciase como su hijo. Era la única persona en la que podía confiar absolutamente. No creo que usted le dijese la verdad. Él era sólo su ayudante de laboratorio. No necesitaba explicaciones, hacía lo que usted le decía. E incluso si adivinaba la verdad, era seguro, ¿no es cierto? Usted preparó una coartada que luego no se atrevió a utilizar, porque no sabía a qué hora había sido descubierto por primera vez el cadáver de Mark. Si alguien le había encontrado y había simulado aquel suicidio antes de la hora en que usted pretendía haber hablado con él por teléfono, su coartada habría quedado destruida, y una coartada destruida significa condena. De modo que usted buscó la oportunidad de hablar con Benskin y arreglar las cosas. Le dijo la verdad; era Lunn el que le había llamado a usted. Usted podía contar con que Lunn respaldase su historia. Pero no importaba realmente, aunque hablase, ¿verdad? Nadie le creería.

—No, como tampoco le creerá a usted. Usted está decidida a ganar su dinero, señorita Gray. Su explicación es ingeniosa; hay incluso cierto grado de plausibilidad acerca de algunos detalles. Pero usted sabe, como lo sé yo, que ningún agente de la policía en el mundo la tomaría en serio. Es una desgracia para usted que no pudiese interrogar a Lunn. Pero Lunn, como le he dicho, está muerto. Murió quemado en un accidente de carretera.

—Lo sé, yo lo vi. Anoche intentó matarme. ¿Lo sabía? Y antes trató de asustarme para que abandonase el caso. ¿Fue porque había empezado a sospechar la verdad?

—Si él intentó matarla, se excedió en sus instrucciones. Yo simplemente le pedí que la vigilase. Yo había contratado sus servicios en exclusiva y a tiempo completo, si lo recuerda; quería estar seguro de que recibía algo de valor. Y de algún modo así ha sido. Pero no debe usted dar rienda suelta a su imaginación fuera de esta habitación. Ni la policía ni los tribunales simpatizan con la calumnia ni con las tonterías histéricas. ¿Y qué prueba tiene? Ninguna. Mi mujer fue incinerada. No hay nada, vivo o muerto, en esta tierra que demuestre que Mark no era hijo suyo.

Cordelia dijo:

—Usted visitó al doctor Gladwin para cerciorarse de que estaba demasiado senil para testificar contra usted. No tenía por qué preocuparse. Él nunca sospechó, ¿verdad? Usted lo escogió como médico de su mujer porque era viejo e incompetente. Pero tengo en mi poder una pequeña prueba. Lunn se la traía a usted.

—Entonces usted tenía que haber vigilado mejor el asunto. Nada de Lunn, excepto sus huesos, ha sobrevivido a aquella colisión.

—Todavía están las prendas femeninas, las bragas y el sujetador negro. Alguien podría recordar quién los compró, particularmente si aquella persona es un hombre.

—Algunos hombres compran ropa interior para sus mujeres. Pero si yo estuviese planeando un asesinato así, no creo que la compra de los accesorios me preocupase. ¿Acaso una atareada cajera de unos grandes almacenes iba a recordar una compra particular, una compra pagada al contado, uno de entre muchos artículos insignificantes, todo ello a la hora de mayor ajetreo del día? El hombre podría incluso haber ido disfrazado. Dudo de que ella se hubiese fijado en su cara. ¿Esperaría usted realmente de ella que recordase, semanas más tarde, que identificase a uno de entre miles de clientes y le identificase con suficiente certeza para convencer a un jurado? Y si lo hiciese, ¿qué probaría eso, a menos que tuviese usted la ropa en cuestión? Puede estar segura de una cosa, señorita Gray, si yo necesitase matar, lo haría con eficiencia. No sería descubierto. Si la policía se enterase de cómo fue encontrado mi hijo, cosa que puede hacer, ya que, evidentemente, alguien que no es usted lo sabe, sólo creerán con mayor certeza que se suicidó. La muerte de Mark fue necesaria y, a diferencia de la mayoría de las muertes, sirvió a un propósito. Los seres humanos tienen un impulso irresistible al sacrificio de sí mismos. Mueren por cualquier razón o por ninguna en absoluto, por abstracciones carentes de sentido tales como patriotismo, justicia, paz; por los ideales de otras personas, por el poder de otras personas, por unos palmos de tierra. Usted, sin duda, daría su vida para salvar a un niño o si estuviese convencida de que el sacrificio iba a encontrar una cura contra el cáncer.

—Es posible. Me gusta pensar que lo haría. Pero querría que la decisión fuese mía, no de usted.

—Naturalmente. Eso le procuraría a usted la necesaria satisfacción emocional. Pero no alteraría el hecho de su muerte ni el resultado de su muerte. Y no me diga que lo que yo estoy haciendo aquí no vale una sola vida humana. Ahórreme esa hipocresía. Usted no conoce y es incapaz de comprender el valor de lo que estoy haciendo aquí. ¿Cómo puede importarle la muerte de Mark? Usted jamás oyó hablar de él hasta que vino a Garforth House.

Cordelia dijo:

—Le importará a Gary Webber.

—¿Y se espera de mí que pierda todo aquello por lo que he trabajado aquí sólo porque Gary Webber quiere tener a alguien con quien jugar al squash o hablar de historia? —De pronto, miró a Cordelia fijamente a los ojos. Dijo secamente—. ¿Qué le ocurre? ¿Se encuentra mal?

—No, no me encuentro mal. Sabía que tenía razón. Sabía que lo que había razonado era cierto. Pero no puedo creerlo. No puedo creer que un ser humano pueda ser tan malvado.

—Si usted es capaz de imaginarlo, entonces yo soy capaz de hacerlo. ¿Aún no ha descubierto eso de los seres humanos, señorita Gray? Es la clave de lo que podríamos llamar la maldad humana.

De pronto Cordelia sintió que no podía seguir soportando aquella cínica antífona y gritó en apasionada protesta:

—Pero ¿de qué sirve hacer el mundo más hermoso si las personas que viven en él no pueden amarse las unas a las otras?

Al fin consiguió encolerizarle.

—¡Amor! La palabra de la que más se ha abusado en el lenguaje. ¿Tiene algún significado que no sea la particular connotación que usted quiera darle? ¿Qué quiere usted decir con la palabra amor? ¿Que los seres humanos deben aprender a vivir juntos con un hermoso interés por el bienestar recíproco? La ley obliga a ello. El mayor bien del mayor número. Al lado de esta declaración básica de sentido común, todas las otras filosofías son abstracciones metafísicas. ¿O acaso define usted el amor en el sentido cristiano de caridad? Lea la historia, señorita Gray. Vea a qué horrores, a qué violencia, odio y represión ha llevado a la humanidad la religión del amor. Pero quizá prefiera usted una definición más femenina, más individual; el amor como entrega apasionada a la personalidad de otro. La entrega, el compromiso personal intenso siempre termina en celos y esclavitud. El amor es más destructivo que el odio. Si tiene usted que dedicar la vida a algo, dedíquela a una idea.

—Me refiero al amor que sienten un padre o una madre por un hijo.

—El peor para los dos, quizá. Pero si un padre no ama, no hay poder sobre la tierra que pueda estimularle o le impulse a hacerlo. Y donde no hay amor, no puede haber obligaciones del amor.

—¡Usted podía haberle dejado vivir! El dinero no era importante para él. Él habría comprendido las necesidades de usted y habría callado.

—¿De veras? ¿Cómo podía él, o yo, explicar su rechazo de una gran fortuna al cabo de cuatro años? Las personas que siempre están a merced de lo que llaman su conciencia nunca son seguras. Mi hijo era un pedante de la rectitud. ¿Cómo podía yo ponerme a mí mismo y mi obra en sus manos?

—Usted está en las mías, sir Ronald.

—Se equivoca. Yo no estoy en las manos de nadie. Desgraciadamente para usted, esa grabadora no está funcionando. No tenemos testigos. Usted no repetirá fuera de aquí una sola palabra de lo que se ha dicho en esta habitación. Si lo hace tendré que arruinarla. Haré que nunca más pueda encontrar un empleo, señorita Gray. Y lo primero que haré será hacer quebrar este patético negocio suyo. Por lo que la señorita Leaming me ha contado, no sería difícil. La calumnia puede resultar un placer muy caro. Recuérdelo, por si alguna vez se sintiese usted tentada a hablar. Recuerde también esto. Se perjudicará a usted misma; perjudicará la memoria de Mark; a mí no me perjudicará.

Cordelia jamás supo cuánto tiempo la alta figura de la bata roja había estado mirando y escuchando en la sombra de la puerta. Nunca supo cuánto había oído la señorita Leaming o en qué momento se había alejado sigilosamente. Pero en ese momento era consciente de la sombra roja que se movía en silencio sobre la alfombra, con los ojos clavados en la figura que estaba detrás de la mesa escritorio, y empuñaba la pistola con su mano derecha. Cordelia la observó con fascinado horror, sin respirar. Sabía con toda exactitud lo que iba a suceder. No debió tardar más de tres segundos, pero estos transcurrieron lentos como minutos. Probablemente hubo tiempo para gritar, tiempo para avisar, tiempo para dar un salto hacia adelante y arrebatarle la pistola. Con toda seguridad hubo tiempo para que él gritase. Pero no profirió sonido alguno. Se levantó a medias de su asiento, asombrado, mirando la boca del arma con ciega incredulidad. Luego volvió la cabeza hacia Cordelia como en gesto suplicante. La joven jamás olvidaría aquella última mirada, una mirada que estaba más allá del terror, más allá de la esperanza. Una mirada en la que sólo había la simple aceptación de la derrota.

Fue una ejecución, limpia, sin precipitación, ritualmente precisa. La bala penetró por detrás de la oreja derecha. El cuerpo saltó en el aire, con los hombros encogidos, luego se suavizó ante los ojos de Cordelia como si los huesos se derritiesen como cera, y finalmente cayó desplomado sobre la mesa. Una cosa inerte; como Bernie; como el padre de la propia Cordelia.

La señorita Leaming dijo:

—Él mató a mi hijo.

—¿A su hijo?

—Naturalmente. Mark era mi hijo. De él y mío. Yo creía que usted lo habría adivinado.

Estaba allí de pie con la pistola en la mano, mirando con ojos sin expresión hacia el césped, a través de la abierta puertaventana. No se oyó el menor sonido. Nada se movió. La señorita Leaming dijo:

—Tenía razón al decir que nadie podía hacerle nada. No había prueba alguna.

Cordelia exclamó horrorizada:

—Entonces ¿cómo ha podido usted matarle? ¿Cómo podía estar tan segura?

Sin aflojar la presión de su mano sobre la pistola, la señorita Leaming metió la mano en el bolsillo de su bata. La mano se desplazó luego hacia la superficie de la mesa. Un pequeño cilindro dorado rodó por la pulimentada madera hace Cordelia, luego osciló un instante hasta quedar inmóvil. La señorita Leaming dijo:

El lápiz de labios era mío. Lo encontré hace un momento en el bolsillo de su frac. No se lo había puesto desde la última vez que cenó en Hall, la noche de la fiesta. Siempre ha sido una urraca. Instintivamente se metía en los bolsillos los pequeños objetos que encontraba.

Cordelia nunca había dudado de la culpabilidad de sir Ronald, pero en ese momento cada uno de sus nervios exigía desesperadamente tener la certeza de ello.

—¡Pero el lápiz pudo haber sido puesto allí por otra persona! Pudo haberlo hecho Lunn para incriminarle a él.

—Lunn no mató a Mark. Estaba en la cama conmigo en el momento en que Mark murió. Sólo me dejó durante cinco minutos y eso fue para hacer una llamada telefónica poco después de las ocho.

—¡Estaba usted enamorada de Lunn!

—¡No me mire de ese modo! Sólo amé a un hombre en mi vida y es el que acabo de matar. Hable de cosas que entienda. El amor nada tenía que ver con lo que Lunn y yo necesitábamos el uno del otro.

Hubo un momento de silencio. Entonces Cordelia dijo:

—¿Hay alguien en la casa?

—No. Los sirvientes están en Londres. Nadie trabaja hasta tarde en el laboratorio esta noche.

Y Lunn estaba muerto.

La señorita Leaming dijo con resignación:

—¿No sería mejor que llamase usted a la policía?

—¿Quiere que lo haga?

—¿Qué importa?

—La prisión importa. Perder su libertad importa. ¿Y quiere usted realmente que la verdad llegue a hacerse pública? ¿Quiere usted que todos sepan cómo murió su hijo y quién lo mató? ¿Es eso lo que el propio Mark habría querido?

—No. Mark nunca creyó en el castigo. Dígame lo que tengo que hacer.

—Hemos de actuar rápidamente y trazar nuestro plan con mucho cuidado. Hemos de confiar la una en la otra y hemos de ser inteligentes.

—Lo somos. ¿Qué debemos hacer?

Cordelia sacó su pañuelo de bolsillo y, dejándolo caer encima de la pistola, tomó el arma de la mano de la señorita Leaming y la puso sobre la mesa. Cogió la fina muñeca de la mujer y, venciendo su resistencia, empujó la mano de esta contra la palma de la de sir Ronald, y apretó los rígidos pero vivos dedos contra la mano del muerto, mano blanda y que no ofrecía resistencia.

—Pueden haber quedado residuos del disparo. No sé realmente mucho acerca de esto, pero es posible que la policía lo examine. Ahora lávese las manos y tráigame un par de guantes finos. Rápido.

La señorita Leaming se fue sin decir palabra. Una vez sola, Cordelia bajó la mirada hacía el científico muerto. Había caído con la barbilla contra la parte superior de la mesa y los brazos oscilando flojos a los lados, posición extraña y de apariencia incómoda que le daba el aspecto de estar atisbando malévolamente por encima del escritorio. Cordelia no pudo mirarle los ojos, pero era consciente de no sentir nada, ni odio, ni ira, ni piedad. Entre sus ojos y aquella figura tendida, abierta de brazos y piernas, parecía flotar la sombra de una forma alargada, con la cabeza horriblemente torcida y los dedos de los pies patéticamente puntiagudos. Se encaminó hacia la puertaventana abierta y miró al jardín con la indiferente curiosidad de un invitado al que se hace esperar en una habitación extraña.

El aire era cálido y muy tranquilo. El olor de rosas entraba en oleadas por la puertaventana abierta, alternativamente tan intenso que casi mareaba y luego tan fugitivo como un recuerdo a medias evocado.

Este curioso lapso de paz y de intemporalidad, debió de durar menos de medio minuto. Luego Cordelia comenzó a trazar su plan. Pensó en el caso Clandon. La memoria le trajo la imagen de sí misma y de Bernie, sentados a horcajadas sobre un tronco caído, en el bosque de Epping, y comiendo su almuerzo. Trajo también el recuerdo del olor de los tiernos panecillos, de la mantequilla y el queso, el olor denso del bosque en verano. Bernie había dejado la pistola encima de la corteza, entre los dos, y le había dicho, murmurando las palabras por entre el pan y el queso que tenía en la boca: «¿Cómo harías tú para dispararte a ti misma detrás de la oreja derecha? Vamos, Cordelia, muéstramelo».

Cordelia había tomado la pistola en su mano derecha, con el dedo índice ligeramente apoyado en el gatillo, y con cierta dificultad había estirado el brazo hacia atrás para colocar la boca del arma contra la base del cráneo. «¿Así?». «Así no, ¿sabes? No lo harías si estuvieses acostumbrada a usar una pistola. Ese fue el error que cometió la señora Clandon y que por poco no le costó la horca. Le disparó a su marido detrás de la oreja derecha con la pistola de servicio de él y después intentó simular un suicidio. Pero puso sobre el gatillo el dedo que no debía. Si él realmente se hubiese disparado a sí mismo detrás de la oreja derecha, habría apretado el gatillo con el pulgar y sostenido el revólver con la palma de la mano rodeando la parte posterior de la culata. Recuerdo muy bien ese caso. Fue el primer asesinato en el que trabajé con el Comi… inspector Dalgliesh era entonces. Al final, la señora Clandon confesó». «¿Qué le ocurrió, Bernie?». «Cadena perpetua. Probablemente habría salido con homicidio casual si no hubiese intentado simular un suicidio. Al jurado no le había hecho mucha gracia lo que había oído contar acerca de las costumbres del mayor Clandon».

Pero la señorita Leaming no podía salir con homicidio casual a menos que contase toda la historia de la muerte de Mark.

Entró de nuevo en la habitación. Entregó un par de finos guantes de algodón a Cordelia, que dijo:

—Creo que sería mejor que usted aguardase fuera. No tendrá que preocuparse por olvidar lo que no vea. ¿Qué estaba usted haciendo cuando salió a mi encuentro en el vestíbulo?

—Me estaba tomando un whisky.

—Entonces usted me habría vuelto a encontrar cuando yo salía del estudio, mientras usted subía el vaso a su habitación. Tómelo ahora y deje el vaso sobre la mesa auxiliar del vestíbulo. Es la clase de detalle que la policía suele observar.

Otra vez sola, Cordelia cogió la pistola. Resultaba asombroso cuán repulsivo encontraba aquel peso de metal inerte. ¡Qué extraño que siempre lo hubiese considerado un juguete inofensivo! La frotó a conciencia con el pañuelo, borrando las huellas de la señorita Leaming. Luego la toqueteó. Era su pistola. Ellos esperarían encontrar algunas de sus huellas en la culata junto con las del muerto. Volvió a dejar el arma sobre la mesa escritorio y se puso los guantes. Esta era la parte más difícil. Manejaba la pistola con cuidado y la puso en la inerte mano derecha del cadáver. Apretó firmemente el dedo pulgar del muerto contra el gatillo, luego pasó la fría mano, sin resistencia, alrededor de la parte posterior de la culata. Luego le soltó los dedos y dejó caer la pistola. El arma fue a dar en la alfombra, con un golpe sordo. Se quitó los guantes, salió al encuentro de la señorita Leaming en el vestíbulo y cerró con cuidado tras de sí la puerta del estudio.

—Ahora sería mejor que dejase estos guantes en el sitio en que estaban. No debemos dejarlos por ahí para que los encuentre la policía.

Desapareció sólo por breves segundos. Cuando volvió, Cordelia le dijo:

—Ahora debemos hacer el resto como si realmente hubiese sucedido. Usted me encuentra cuando yo salgo de la habitación. He estado con sir Ronald unos dos minutos. Usted deja su vaso de whisky sobre la mesa del vestíbulo y me acompaña hasta la puerta principal. Usted dice… ¿Qué diría usted?

—¿Le ha pagado sir Ronald?

—No, tengo que volver mañana por la mañana para recibir mi dinero. Siento que no haya sido un éxito. Le he dicho a sir Ronald que no quiero seguir con el caso.

—Haga lo que más le convenga, señorita Gray. Fue una tontería desde el primer momento.

En ese momento salían por la puerta principal. De pronto la señorita Leaming se volvió hacia Cordelia y le dijo con urgencia y en su voz normal:

—Hay una cosa que sería mejor que usted supiese. Fui yo quién encontró primero a Mark y simuló el suicidio. Me telefoneó temprano aquel día y me pidió que fuese a verle. No pude ir hasta después de las nueve, a causa de Lunn. No quería que sospechase.

—Pero, cuando encontró a Mark, ¿no se le ocurrió a usted pensar que había algo extraño acerca de su muerte? La puerta no estaba cerrada con llave, aunque las cortinas estaban corridas. Faltaba el lápiz de labios.

—Nada sospeché hasta esta noche, cuando estaba en la sombra y les oí hablar a ustedes. En estos días, abundan las sofisticaciones sexuales. Creí lo que vi. Era horroroso, pero yo sabía lo que tenía que hacer. Trabajé rápidamente, aterrada pensando que podía llegar alguien. Le limpié la cara con mi pañuelo mojado en agua del fregadero de la cocina. Parecía como si el lápiz de labios nunca fuera a desaparecer. Le desnudé y le puse los tejanos que tenía tirados sobre el respaldo de una silla. No esperé a ponerle los zapatos, no parecía importarle. Escribir a máquina la nota fue la parte peor. Sabía que él tendría su Blake en algún lugar de la cabaña y que el pasaje que escogí podría ser más convincente que una nota de suicidio corriente. El tecleteo de la máquina sonaba excesivamente fuerte en medio del silencio; tenía miedo de que alguien lo oyese. Él había estado llevando una especie de diario. No había tiempo para leerlo, pero quemé el escrito mecanografiado en la chimenea del cuarto de estar. Finalmente hice un lío con la ropa y las fotografías y lo traje aquí para quemarlo en el incinerador del laboratorio.

—Usted dejó caer una de las fotografías en el jardín. Y no logró limpiar del todo las marcas de lápiz de labios de su cara.

—¿Así fue como usted lo adivinó?

Cordelia no respondió enseguida. Pasara lo que pasase, debía mantener a Isabelle de Lasterie apartada del caso.

—Yo no estaba segura de que fuese usted quien había estado allí primero, pero pensé que había sido usted. Había cuatro cosas. Usted no quería que yo investigase la muerte de Mark; usted estudió Letras en Cambridge y podía haber sabido dónde encontrar aquella cita de Blake; usted es una experta mecanógrafa y no creí que la nota hubiese sido escrita por un aficionado, a pesar del intento de hacer que pareciese obra de Mark; cuando estuve por primera vez aquí, en Garforth House, y pregunté por la nota de suicidio, usted recitó de memoria toda la cita de Blake; a la versión mecanografiada le faltaban once palabras. Lo advertí cuando visité la comisaría y allí me enseñaron la nota. Esto apuntaba directamente hacia usted. Fue la prueba mayor que tuve.

En aquel momento llegaron a donde estaba el coche y se detuvieron. Cordelia dijo:

—Ya no debemos perder más tiempo antes de llamar a la policía. Alguien puede haber oído el disparo.

—No es probable. Estamos a alguna distancia del pueblo. ¿Lo oímos ahora?

—Sí, lo oímos ahora.

Hubo una pausa de un segundo, luego dijo Cordelia:

—¿Qué ha sido eso? Ha sonado como un tiro.

—No es posible. Probablemente ha sido el tubo de escape de un coche.

La señorita Leaming hablaba como una mala actriz, sus palabras resultaban poco convincentes. Pero las decía, las recordaría.

—Pero es que no pasan coches. Y venía de la casa.

Se miraron una a otra, luego echaron a correr de nuevo hacia la casa y entraron en el vestíbulo. La señorita Leaming hizo una pausa un momento y miró a Cordelia a la cara antes de abrir la puerta del estudio. Cordelia entró detrás de ella.

La señorita Leaming dijo:

—¡Le han disparado un tiro! Voy a llamar a la policía.

Cordelia dijo:

—¡No debería decir eso! ¡No piense algo así! Usted se acercaría primero al cadáver y luego diría: «Se ha suicidado. Voy a llamar a la policía».

La señorita Leaming miró sin emoción el cadáver de su amante, luego recorrió con los ojos la habitación. Olvidando su papel, preguntó:

—¿Qué ha hecho usted aquí? ¿Qué hay de las huellas dactilares?

—No se preocupe. Ya me he ocupado de eso. Todo cuanto tiene usted que recordar es que usted no sabía que yo tuviese una pistola cuando vine a Garforth House; no sabía que sir Ronald me la había quitado. Usted no ha visto esa pistola hasta ese momento. Cuando yo llegué esta noche, usted me hizo pasar al estudio y volvió a encontrarme cuando salía, dos minutos después. Fuimos juntas hasta el coche y hablamos como acabamos de hacerlo. Oímos el disparo. Hicimos lo que acabamos de hacer. Olvide todo lo demás que ha sucedido.

Cuando la interroguen, no se embrolle, no invente, no tenga miedo de decir que no puede recordar. Y ahora, llame a la policía de Cambridge.

Tres minutos más tarde, estaban las dos junto a la puerta abierta esperando a que llegase la policía. La señorita Leaming dijo:

—No debemos hablar entre nosotras una vez que ellos estén aquí. Y después, no debemos encontrarnos ni mostrar el menor interés la una por la otra. Ellos sabrán que esto no puede ser un asesinato a menos que las dos seamos cómplices. ¿Y por qué habríamos de conspirar juntas cuando sólo nos habíamos encontrado una vez, cuando ni siquiera simpatizamos mutuamente?

Tenía razón, pensaba Cordelia. Ni siquiera simpatizaban. A ella realmente no le importaba si Elizabeth Leaming iba a la cárcel; pero sí le preocupaba que pudiera ir a la cárcel la madre de Mark. A ella también le importaba que la verdad de su muerte jamás se supiera. La fuerza de aquella decisión la sorprendía como si fuese irracional. A él ya no podía importarle y no era un muchacho que se hubiese preocupado mucho por lo que la gente pudiera pensar de él. Pero sir Ronald había profanado su cuerpo después de muerto; había planeado hacer de él un objeto, en el peor de los casos, de desprecio; en el mejor de ellos, de piedad. Ella había plantado cara a sir Ronald. No había querido que muriese; no habría sido capaz ella misma de apretar el gatillo. Pero él estaba muerto y ella no podía sentir pesar ni podía ser un instrumento de castigo para su asesina. Era conveniente, nada más que eso, que la señorita Leaming no fuese castigada. Al contemplar hacia aquella noche de verano y mientras aguardaba el sonido de los coches de la policía, Cordelia aceptó de una vez por todas la enormidad y la justificación de lo que había hecho y aún estaba planeando hacer. En lo sucesivo, jamás iba a sentir el menor asomo de pesar o de remordimiento.

La señorita Leaming dijo:

—Hay cosas que probablemente usted querrá saber, cosas que supongo tiene el derecho de conocer. Podemos encontrarnos en la capilla del King’s College después de vísperas el domingo siguiente a la investigación. Yo entraré en el presbiterio y usted estará en la nave. Parecerá bastante natural que nos encontremos allí casualmente, es decir, si todavía estamos en libertad.

—Lo estaremos —respondió Cordelia—. Si no perdemos la serenidad, esto no puede salirnos mal.

Hubo un momento de silencio. Luego la señorita Leaming dijo:

—Veo que tardan. Seguramente ya deberían estar aquí.

—No pueden tardar mucho más.

De pronto, la señorita Leaming se echó a reír y dijo con acritud:

—¿De qué hemos de tener miedo? Al fin y al cabo, sólo tenemos que tratar con hombres.

Así pues, siguieron esperando juntas, en silencio. Oyeron aproximarse los coches antes de que la luz de los faros recorriese el sendero, iluminando cada uno de los guijarros, haciendo resaltar las pequeñas plantas del borde de los parterres, bañando con su luz las flores azules de las glicinas, deslumbrando los ojos de las mujeres que estaban esperando. Luego las luces se fueron apagando mientras los coches se balanceaban ligeramente al detenerse frente a la casa. Aparecieron unas formas oscuras que avanzaban sin prisa pero con paso firme. El vestíbulo se llenó de repente de hombres altos, tranquilos, algunos de ellos vestidos de paisano. Cordelia se apartó, arrimándose a la pared, y fue la señorita Leaming quien les salió al encuentro, les habló en voz baja y les acompañó hasta el estudio.

En el vestíbulo quedaron dos hombres uniformados. Estaban hablando entre sí, sin fijarse en la presencia de Cordelia. Sus colegas se estaban tomando su tiempo. Seguramente habían utilizado el teléfono del estudio, porque empezaron a llegar más coches y más hombres. En primer lugar, el médico de la policía, identificable por su maletín aunque no hubiese sido saludado con estas palabras:

—Buenos días, doctor Por aquí, por favor.

¡Cuántas veces habría oído esta frase! Dirigió una rápida mirada de curiosidad hacia Cordelia mientras se encaminaba con rápidos pasitos al estudio a través del vestíbulo. Era un hombrecillo gordo, despeinado, de cara arrugada y aspecto malhumorado, como un niño al que acaban de despertar a la fuerza. A continuación venía un fotógrafo civil con su cámara, trípode y todo el equipo; un experto en huellas dactilares; otros dos civiles que Cordelia, instruida en el procedimiento por Bernie, supuso que eran agentes expertos en analizar la escena del crimen. De modo que estaban tratando esto como una muerte sospechosa. ¿Y por qué no? Lo era realmente.

El dueño de la casa estaba muerto, pero la casa misma parecía haber cobrado vida. La Policía hablaba, no en susurros, sino en tono normal, confiado, sin que en sus voces influyera la presencia de la muere. Eran profesionales que hacían su trabajo, profundizado en los misterios de la muerte violenta; las víctimas de esta no les inspiraban temor alguno. Habían sido iniciados en ello. Habían visto demasiados cadáveres: cuerpos recogidos en las carreteras, cargados a trozos en las ambulancias, arrastrados por el garfio y la red de las profundidades de los ríos; extraídos putrefactos de las entrañas de la tierra. Lo mismo que los médicos, eran amables y condescendientes con los profanos, guardando inviolado su terrible saber. Este cuerpo mientras respiraba, había sido más importante que otros. Entonces ya no era importante, pero aún era capaz de crearles problemas. Por eso tenían que ser más meticulosos, actuar con mucho más tacto. Pero, con todo, no era más que uno de tantos casos.

Cordelia estaba sentada, sola, esperando. De pronto se sintió vencida por el cansancio. No anhelaba más que apoyar la cabeza en la mesa del vestíbulo y dormir. Apenas era consciente de que la señorita Leaming pasaba por el vestíbulo en dirección al salón, de que el agente alto hablaba con ella mientras pasaban por allí. Tampoco se fijaba en la figura bajita embutida en su inmenso jersey de lana, sentada contra la pared. Cordelia hizo un esfuerzo para mantenerse despierta. Sabía lo que tenía que decir; todo estaba bastante claro en su mente. Si empezasen a interrogarla y al fin la dejasen dormir…

No fue hasta que el fotógrafo y el hombre de las huellas dactilares hubieron terminado su trabajo que uno de los agentes veteranos fue a su encuentro. Posteriormente jamás pudo recordar su rostro, pero recordaba su voz, una voz cuidadosa, no enfática, de la que había sido excluido todo matiz de emoción. Tendió hacia ella la pistola. El arma descansaba en la palma de su mano, protegida por un pañuelo de la contaminación de su propia mano.

—¿Reconoce esta arma, señorita Gray?

Cordelia pensó que era extraño que emplease la palabra arma. ¿Por qué no decir simplemente pistola?

—Creo que sí. Creo que debe de ser la mía.

—¿No está usted segura?

—Debe de ser la mía, a menos que sir Ronald tuviese otra igual. Me la quitó cuando vine aquí por vez primera hace cuatro o cinco días. Prometió que me la devolvería cuando viniese mañana a cobrar mis honorarios.

—¿De modo que esta es sólo la segunda vez que está usted en esta casa?

—Sí.

—¿Se había encontrado usted anteriormente con sir Ronald o con la señorita Leaming?

—No. No hasta que sir Ronald me mandó llamar para encargarme de este caso.

El hombre se alejó. Cordelia volvió a apoyar la cabeza en la pared y descabezó varias veces en breve sueño. Llegó otro agente. Esta vez estaba acompañado por un hombre uniformado que iba tomando notas. Hubo más preguntas. Cordelia les relató lo que tenía preparado. Ellos lo anotaron sin hacer comentarios y se fueron.

Debió de quedarse dormitando. Al despertar se encontró ante sí con un agente alto, uniformado, que le dijo:

—La señorita Leaming está haciendo té en la cocina, señorita. Quizá le gustaría ir a echarle una mano. Tenemos algo que hacer, ¿sabe?

Cordelia pensó: «Ahora van a llevarse el cadáver». Dijo:

—No sé dónde está la cocina.

Vio cómo los ojos del hombre centelleaban.

—Oh, ¿no lo sabe, señorita? Es usted extraña aquí, ¿verdad? Bien, es por aquí.

La cocina se encontraba en la parte trasera de la casa. Olía a especias, aceite y salsa de tomate y le despertaba recuerdos de comidas que había hecho en Italia con su padre. La señorita Leaming estaba sacando tazas de un gran aparador Una tetera eléctrica estaba ya silbando, exhalando vapor. El agente de policía se quedó allí. De modo que no iban a dejarlas a solas. Cordelia dijo:

—¿Puedo ayudar en algo?

La señorita Leaming no la miró.

—Hay unas galletas en esa caja. Puede usted ponerlas en una bandeja. La leche está en la nevera.

Cordelia se movía como un autómata. La botella de la leche era una columna helada en sus manos, la tapa de la caja de hojalata de galletas resistió a sus dedos y se rompió una uña al querer levantarla. Observó los detalles de la cocina: un calendario de pared de santa Teresa de Ávila, con la cara de la santa exageradamente alargada y pálida como una señorita Leaming santificada; un asno de porcelana con dos alforjas de flores artificiales, con su melancólica cabeza coronada con un sombrero de paja en miniatura; un inmenso cuenco azul con huevos rubios.

Había dos bandejas. El agente de policía tomó la más grande de manos de la señorita Leaming y se encaminó hacia el vestíbulo. Cordelia le siguió con la segunda bandeja, sosteniéndola en alto contra su pecho, cual una niña a la que se le permite como un privilegio ayudar a su madre. Los agentes de policía formaron un corro. Ella cogió una taza y volvió a su silla.

Y entonces se oyó el sonido de otro coche. Entró una mujer de mediana edad acompañada de un chófer uniformado. A través de le neblina de su cansancio, Cordelia oyó su voz.

—¡Querida Eliza, esto es espantoso! Debe usted venir a mi casa esta noche. No me diga que no, insisto. ¿Está aquí el comisario?

—No, Marjorie, pero estos agentes han sido muy amables.

—Déjeles la llave. Ellos cerrarán la casa cuando hayan terminado. Usted no puede quedarse aquí sola esta noche.

Hubo presentaciones, precipitadas consultas con los detectives en las que la voz de la recién llegada era la que dominaba. La señorita Leaming subió la escalera con su visitante y reapareció cinco minutos más tarde con una pequeña maleta y su chaqueta sobre el brazo. Salieron juntas, escoltadas hasta el coche por el chófer y uno de los detectives. Ninguno de ellos dirigió una mirada hacia Cordelia.

Cinco minutos después se acercó el inspector a Cordelia, con la llave en la mano.

—Vamos a cerrar con llave la casa esta noche, señorita Gray. Es hora de que regrese usted. ¿Piensa permanecer en la cabaña?

—Sólo por unos días, si el comandante Markland me deja.

—Parece usted muy cansada. Uno de mis hombres la llevará en su coche. Me gustaría tener mañana una declaración suya por escrito. ¿Puede venir a la comisaría lo más pronto posible después de desayunar? ¿Sabe dónde está?

—Sí, lo sé.

Uno de los coches de la policía se puso en marcha primero y el Mini le siguió. El policía conducía de prisa, atento al pequeño automóvil en las curvas. La cabeza de Cordelia oscilaba contra el respaldo del asiento y de vez en cuando era arrojada contra el brazo del conductor. Este iba en mangas de camisa y Cordelia notaba el agradable calor de la carne a través de la tela de algodón. La ventanilla del coche estaba abierta y sentía sobre su rostro el aire caliente de la noche, veía las nubes que se deslizaban rápidamente por el cielo, los primeros increíbles colores del día, que teñían el cielo en su parte oriental. La ruta le parecía extraña y el tiempo mismo incoherente; se preguntó a sí misma por qué de pronto se había parado el coche y tardó un momento en reconocer el alto seto que se inclinaba sobre el sendero como una sombra amenazadora, la destartalada portezuela. Ya estaba en casa. El conductor dijo:

—¿Es este el lugar, señorita?

—Sí, este es. Pero normalmente dejo el Mini más abajo del sendero, a la derecha. Hay un matorral donde puede usted dejarlo, junto a la carretera.

—Está bien, señorita.

Se apeó del coche para ir a consultar con el otro conductor. Se desplazaron lentamente en los últimos metros del viaje. Y entonces por fin había desaparecido el coche de la policía y Cordelia se quedó sola junto a la portezuela. Hizo un esfuerzo para abrirla, empujando para vencer la resistencia de las hierbas, y miró alrededor de la cabaña en dirección a la puerta trasera, caminando como si estuviera ebria. Tardó un poco en introducir la llave en la cerradura, pero este fue su último problema. Ya no había pistola que esconder; ya no había necesidad de comprobar la cinta adhesiva con la que había sellado las ventanas. Lunn estaba muerto y ella estaba viva. Todas las noches que había dormido en la cabaña regresaba a ella cansada, pero nunca había estado tan cansada como en ese momento. Subió la escalera como una sonámbula y, demasiado exhausta incluso para abrir la cremallera del saco de dormir y meterse en él, se deslizó debajo del mismo y ya no supo más.

Y finalmente —a Cordelia le pareció que habían pasado meses, no días, de espera— hubo otra investigación. Fue tan sin prisa, tan sencillamente formal como había sido la de Bernie, pero con una diferencia. Allí, en vez de un puñado de patéticos espectadores ocasionales, que se habían deslizado al calor de los últimos bancos para oír las exequias de Bernie, había colegas y amigos de graves semblantes, frases proferidas en voz baja, los susurros preliminares de los abogados y de la policía, un indefinible sentido de las circunstancias. Cordelia supuso que el hombre del cabello gris que escoltaba a la señorita Leaming era su abogado. Observó la manera en que trabajaba, afable pero sin excesiva deferencia hacia el policía veterano, sosegadamente solícito con su cliente, irradiando una confianza que todos ellos encajaban como una necesaria pero tediosa formalidad, un ritual tan monótono como unos maitines de domingo.

La señorita Leaming estaba muy pálida. Llevaba el mismo traje sastre gris que tenía cuando conoció a Cordelia, pero con un pequeño sombrero negro, guantes negros y un pañuelo negro anudado al cuello. Las dos mujeres no se miraron. Cordelia encontró un asiento en el extremo de un banco y allí se sentó, sola. Uno o dos de los policías jóvenes le sonrió con amabilidad tranquilizadora pero compasiva.

La señorita Leaming declaró primero con una voz baja, pero clara. Afirmó, en vez de jurar, decisión que causó un breve desasosiego en su abogado. Pero ya no ocasionó otro motivo alguno de preocupación. Declaró que sir Ronald había estado muy deprimido por la muerte de su hijo y, creía ella, se acusaba a sí mismo por no haber sabido que algo preocupaba a Mark. Le había dicho que tenía la intención de llamar a un detective privado, y había sido ella la que primero se había entrevistado con la señorita Gray y la había llevado a Garforth House. La señorita Leaming dijo que se había opuesto a la sugerencia; no había visto en ella el menor fin útil y pensó que aquella fútil e infructuosa investigación no serviría más que para recordarle a sir Ronald la tragedia. No se había enterado de que la señorita Gray poseyera una pistola ni de que sir Ronald se la hubiese quitado. No había estado presente durante toda la entrevista preliminar que ellos dos habían tenido. Sir Ronald había acompañado a la señorita Gray a ver la habitación de su hijo, mientras ella, la señorita Leaming, había ido a buscar una fotografía del señor Callender que la señorita Gray había pedido.

El juez le preguntó amablemente sobre la noche en que murió sir Ronald.

La señorita Leaming dijo que la señorita Gray había llegado para dar su primer informe a poco más de las diez y media. Ella misma pasaba por el vestíbulo cuando apareció la joven. La señorita Leaming le había indicado que era muy tarde, pero la señorita Gray había dicho que quería abandonar el caso y volver a la ciudad. Había hecho pasar a la señorita Gray al estudio donde sir Ronald estaba trabajando. Habían estado juntos, creía, menos de dos minutos. La señorita Gray salió entonces del estudio y ella la acompañó hasta su coche; sólo habían hablado brevemente. La señorita Gray dijo que sir Ronald le había rogado que volviese por la mañana a cobrar sus honorarios. No hizo mención de pistola alguna.

Sólo media hora antes de eso, sir Ronald había recibido una llamada telefónica de la policía para decirle que su ayudante de laboratorio, Christopher Lunn, había perecido en un accidente de carretera. No le había dado a la señorita Gray la noticia referente a Lunn antes de su entrevista con sir Ronald; no se le había ocurrido hacerlo. La joven entró casi inmediatamente al estudio para ver a sir Ronald. La señorita Leaming dijo que estaban juntas cerca del coche conversando cuando oyeron el disparo. Al principio pensó que era el escape de un automóvil, pero luego se dio cuenta de que procedía de la casa. Las dos se precipitaron al estudio y hallaron a sir Ronald derrumbado sobre su mesa escritorio. La pistola se le había caído de la mano y había ido a parar al suelo.

No, sir Ronald jamás le había hecho pensar que pudiera estar considerando la posibilidad de suicidarse. Creía que le había afectado mucho la muerte del señor Lunn, pero era difícil de afirmar. Sir Ronald no era hombre que manifestase sus emociones. Había estado trabajando mucho últimamente y no parecía el mismo desde la muerte de su hijo. Pero la señorita Leaming jamás había pensado por un momento que sir Ronald fuese hombre que pudiera poner fin a su vida.

Fue seguida por los testigos de la policía, deferentes, profesionales, pero procurando dar la impresión de que nada de todo aquello era nuevo para ellos; lo habían visto todo antes y volverían a verlo.

Fueron seguidos por los médicos, incluido el forense, que declaró sobre algo que el tribunal evidentemente consideraba un detalle innecesario a efectos de alojar en el cráneo humano una bala de cinco gramos y medio. El juez dijo:

—Ya ha oído usted el testimonio de la policía de que encontraron la huella del pulgar de sir Ronald Callender en el gatillo de la pistola y una marca de la palma alrededor de la culata. ¿Qué deduciría usted de eso?

El forense pareció ligeramente sorprendido de que se le pidiera que dedujese algo, pero dijo que era evidente que sir Ronald había sostenido la pistola con el pulgar sobre el gatillo al apuntar contra su cabeza. El forense creía que este era probablemente el medio más cómodo, teniendo en cuenta la posición del orificio de entrada.

Por último, Cordelia fue llamada a declarar como testigo y prestó juramento. Había reflexionado un instante sobre si era propio que lo hiciese y se preguntó a sí misma si debía seguir el ejemplo de la señorita Leaming. Había momentos, generalmente en los domingos de Pascua de Resurrección en que deseaba con sinceridad ser llamada cristiana; pero durante el resto del año sabía ella muy bien lo que era: una agnóstica sin remedio, pero proclive a impredecibles recaídas en la fe. Sin embargo, este le parecía un momento en el que la escrupulosidad religiosa era un lujo que no podía permitirse. Las mentiras que se disponía a proferir no serían más odiosas por estar acompañadas de un tinte de blasfemia.

El juez le dejó hacer su relato sin interrumpirla. Cordelia se daba cuenta de que el tribunal se sentía intrigado por ella, pero no dejaba de sentir también simpatía. Por una vez, su acento de clase media, adquirido inconscientemente en los seis años que había estado en el convento, y que en otras personas frecuentemente la irritaba tanto como su propia voz había irritado a su padre, resultó ser una ventaja para ella. Llevaba su traje de chaqueta y se había comprado un pañuelo negro de gasa con el que se cubrió la cabeza. Recordaba que debía llamar señoría al juez.

Después de que Cordelia confirmara brevemente el relato de la señorita Leaming sobre cómo la habían llamado para que se encargara del caso, el juez dijo:

—Y ahora, señorita Gray, ¿querrá usted explicar al tribunal lo que sucedió la noche en que murió sir Ronald?

—Decidí, señoría, que no quería continuar con el caso. Nada útil había descubierto, y no creía que hubiese algo que descubrir. Había estado viviendo en la cabaña en que Mark Callender había pasado las últimas semanas de su vida y había llegado a pensar que lo que estaba haciendo no estaba bien, que estaba cobrando dinero por fisgonear en su vida privada. Decidí, obedeciendo a un impulso, decirle a sir Ronald que quería poner fin al caso. Me dirigí en mi coche a Garforth House. Llegué allí alrededor de las diez y media. Sabía que era tarde, pero estaba ansiosa por regresar a Londres a la mañana siguiente. Vi a la señorita Leaming atravesar el vestíbulo y me hizo pasar directamente al estudio.

—¿Tendría la bondad de describirle al tribunal cómo encontró usted a sir Ronald?

—Parecía cansado y distraído. Intenté explicarle por qué quería dejar el caso, pero no estoy segura de que me oyera. Dijo que volviera a la mañana siguiente por mi dinero y le dije que sólo me había propuesto cobrarle los gastos, pero que querría mi pistola. Se limitó a mover en el aire la mano en señal de despedida y me dijo: «Mañana por la mañana, señorita Gray, mañana por la mañana».

—¿Y entonces usted se fue?

—Sí, señoría. La señorita Leaming me acompañó hasta el coche y cuando me disponía a partir oímos el disparo.

—¿No vio usted la pistola en posesión de sir Ronald mientas estuvo en el estudio con él?

—No, señoría.

—¿No le habló de la muerte del señor Lunn ni le insinuó que pensara suicidarse?

—No, señoría.

El juez miró un instante el cartapacio que tenía delante. Luego, sin mirar a Cordelia, dijo:

—Y ahora, señorita Gray, hará usted el favor de explicarle al tribunal cómo llegó a tener sir Ronald su pistola.

Esa era la parte difícil, pero Cordelia la había ensayado. La policía de Cambridge había sido muy meticulosa. Habían hecho las mismas preguntas una y otra vez. Cordelia sabía exactamente cómo había llegado sir Ronald a estar en posesión de la pistola. Recordaba una de las lecciones de la doctrina Dalgliesh referida por Bernie y que en su día le había parecido a Cordelia un consejo más apropiado para un delincuente que para un detective. «Nunca digas una mentira innecesaria; la verdad tiene gran autoridad. Los asesinos más inteligentes fueron atrapados, no porque dijesen una mentira esencial, sino porque continuaron mintiendo sobre un detalle sin importancia cuando la verdad no podía haberles hecho el menor daño». Dijo:

—Mi socio, el señor Pryde, poseía la pistola, y estaba muy orgulloso de ella. Cuando se suicidó, yo sabía que su intención era que yo la tuviese. Por esto se cortó las muñecas en vez de pegarse un tiro, lo cual habría sido más rápido y más fácil.

El juez levantó rápidamente los ojos.

—¿Y estaba usted allí cuando se mató?

—No, señoría. Pero yo encontré el cadáver.

Hubo un murmullo de compasión en el tribunal; Cordelia pudo percibir la preocupación que sentían por ella.

—¿Sabía usted que la pistola no tenía licencia?

—No, señoría, pero creo que sospechaba que pudiera carecer de ella. La llevé conmigo en este caso porque no quería dejarla en la oficina y porque me sentía como si estuviera acompañada por ella. Tenía la intención de comprobar la licencia tan pronto como regresase. Pero no esperaba tener que hacer uso de la pistola. No pensaba realmente en ella como un arma mortífera. Se trata únicamente de que este era mi primer caso y Bernie me la había dejado y yo me sentía más feliz teniéndola conmigo.

—Comprendo —dijo el juez.

Cordelia pensó que probablemente él comprendía y el tribunal también. No tenía dificultad en creerle, porque ella estaba diciendo la verdad, aunque algo inverosímil. En ese momento que iba a mentir, continuarían creyéndola.

—¿Y ahora tendrá usted la bondad de decirle al tribunal cómo llegó sir Ronald a tener esa pistola?

—Fue en mi primera visita a Garforth House, cuando sir Ronald me estaba enseñando el dormitorio de su hijo. Él sabía que yo era la única dueña de la agencia y me preguntó si no era un trabajo difícil y algo arriesgado para una mujer. Le dije que no estaba asustada, pero que tenía la pistola de Bernie. Cuando descubrió que la llevaba en el bolso, hizo que se la entregase. Dijo que no se proponía contratar a una persona que pudiera ser un peligro para otras personas ni para sí misma. Dijo que no quería asumir la responsabilidad. Se quedó con el arma y las balas.

—¿Y qué hizo con la pistola?

Cordelia había pensado muy bien este punto. Era evidente que él no la tenía en la mano, en el estudio, de lo contrario, la señorita Leaming lo habría visto. Le habría gustado decir que la había puesto dentro de un cajón de la habitación de Mark, pero no podía recordar si la mesilla de noche tenía o no cajones.

—La sacó de la habitación cuando salió de ella; no me dijo dónde la había llevado. Sólo se alejó un momento y luego bajamos juntos la escalera.

—¿Y usted no volvió a poner los ojos en la pistola hasta que la vio en el suelo, cerca de la mano de sir Ronald, cuando usted y la señorita Leaming hallaron el cadáver?

—No, señoría.

Cordelia fue el último testigo. El veredicto se dio enseguida, un veredicto que el tribunal evidentemente pensó que habría sido agradable al cerebro escrupulosamente exacto y científico de sir Ronald. El veredicto era que el fallecido se había quitado la vida, pero no existía prueba alguna en cuanto al estado de su mente. El juez dio al final la obligatoria advertencia relativa al peligro de las pistolas. Se informó al tribunal de que las pistolas podían matar a las personas. Se las ingenió para llegar a la conclusión de que las pistolas sin licencia tendían particularmente a este peligro. No pronunció la menor censura contra Cordelia personalmente, aunque resultaba evidente que le costó un esfuerzo el abstenerse de hacerlo. Se levantó y el tribunal se levantó con él.

Cuando el juez hubo abandonado el tribunal, sus miembros se dividieron en pequeños grupos que hablaban en voz baja. La señorita Leaming fue rodeada rápidamente. Cordelia vio cómo le temblaban las manos, recibiendo pésames, escuchando con grave semblante de asentimiento los primeros intentos de propuesta de un oficio en memoria del fallecido. Cordelia se preguntaba cómo había podido temer que la señorita Leaming despertase sospechas. Ella misma quedaba un poco aparte, había delinquido. Sabía que la policía la acusaría de la posesión ilegal de la pistola. No podían dejar de hacerlo. Cierto, sería castigada ligeramente, si es que la castigaban. Pero durante el resto de su vida sería la muchacha por cuya despreocupación e ingenuidad había perdido Inglaterra uno de sus científicos más destacados.

Como había dicho Hugo, todos los suicidas de Cambridge eran brillantes. Pero sobre este apenas cabía la menor duda. La muerte de sir Ronald probablemente le elevaría a la categoría de genio.

Casi inadvertida, Cordelia salió sola del juzgado y se dirigió a Market Hill. Hugo debía de haber estado esperándola; en aquel momento le salió al encuentro.

—¿Cómo ha ido? Yo diría que la muerte parece seguirte a todas partes, ¿verdad?

—Ha ido muy bien. Más bien parece que yo sigo a la muerte.

—Supongo que se mató, ¿no?

—Sí. Se mató.

—¿Y con tu pistola?

—Tal como sabrás si has estado en la sala. No te he visto.

—No he estado, tenía clase, pero la noticia ha circulado. No me gustaría que estuvieses preocupada. Ronald Callender no era tan importante como alguna gente de Cambridge se empeña en creer.

—Tú nada sabes de él. Era un ser humano y está muerto. El hecho es siempre importante.

—No lo es, Cordelia, ¿sabes? La muerte es lo menos importante de nosotros. Consuélate con Joseph Hall. «La muerte se cierne sobre nuestro nacimiento y nuestra cuna está en el sepulcro». Y él escogió su propia arma, su propia hora. Estaba harto de sí mismo. Muchas personas estaban hartas de sir Ronald.

Bajaban juntos por el pasaje de St. Edward en dirección al paseo del King’s. Cordelia no estaba segura de adónde iban.

En ese momento sólo necesitaba hablar, pero su compañía tampoco le resultaba desagradable. Preguntó:

—¿Dónde está Isabelle?

—Isabelle está en su casa, en Lyon. Papá se presentó ayer inesperadamente y halló que mademoiselle no estaba exactamente ganando lo que cobra. Papá decidió que la querida Isabelle sacaba poco partido (o quizá menos del que podía) de su educación en Cambridge, menos del que él había esperado. Creo que no debes preocuparte por ella. Isabelle está ahora bastante a salvo. Incluso si la policía decidiese que vale la pena ir a Francia a interrogarla (¿y por qué demonios tendría que ir?), de nada les servirá. Papá la rodeará de una barrera de abogados. No está de humor para aguantar en este momento la menor tontería de los ingleses.

—Por lo que a ti respecta, si alguien te pregunta cómo murió Mark, nunca le dirás la verdad, ¿no es cierto?

—¿Tú que crees? Sophie, Davie y yo somos dignos de confianza. En mí se puede confiar siempre que se trate de cosas esenciales.

Por un momento, Cordelia deseó que fuese digno de confianza en cosas menos esenciales. Preguntó:

—¿Estás preocupado por la ausencia de Isabelle?

—Un poco. La belleza es intelectualmente desconcertante; sabotea el sentido común. Yo nunca pude admitir del todo que Isabelle fuera como es: una joven generosa, indolente, excesivamente afectuosa y estúpida. Yo creía que cualquier mujer hermosa como es ella había de tener un instinto con respecto a la vida, acceso a alguna sabiduría secreta que se encuentra más allá de la inteligencia. Cada vez que abría aquella boca deliciosa, yo esperaba que fuese a iluminar la vida. Creo que habría podido pasarme la vida mirándola y esperando el oráculo. Y de lo único que sabía hablar era de trapos.

—Pobre Hugo.

—Nada de pobre Hugo. No soy desgraciado. El secreto de estar contento estriba en que uno no se permita querer algo que la razón le dice que jamás tendrá la oportunidad de obtener.

Cordelia pensaba que era joven, de buena posición, listo, aunque quizá no lo suficiente, guapo; no era mucho lo que tenía que ambicionar en uno u otro sentido. Entonces oyó que Hugo decía:

—¿Por qué no te quedas en Cambridge una semana o así y dejas que yo te enseñe la ciudad? Sophie te dejaría su cuarto de huéspedes.

—No, gracias, Hugo. Debo volver a la ciudad.

En la ciudad nada había para ella, pero con Hugo tampoco habría algo para ella en Cambridge. Sólo había una razón para estar allí. Permanecería en la cabaña hasta el domingo y hasta su encuentro con la señorita Leaming. Después, por lo que a ella se refería, el caso de Mark Callender habría terminado.

Las vísperas de la tarde de domingo habían tocado a su fin y los fieles, que habían escuchado con respetuoso silencio el canto de respuestas, salmos y antífona por uno de los más bellos coros del mundo, se pusieron de pie y unieron sus voces con alegre abandono en el himno final. Cordelia se levantó y cantó con ellos. Se había sentado en el extremo de la fila, cerca del cancel artísticamente tallado. Desde allí podía ver el presbiterio. Las túnicas de los que cantaban en el coro brillaban en escarlata y blanco, los cirios ardían en hileras dispuestas simétricamente y en altos círculos de luz dorada; dos cirios altos y esbeltos se levantaban a cada lado del suavemente iluminado Rubens, encima del altar mayor, que se vislumbraba como una distante combinación de carmesí, azul y oro. Se dio la bendición, se cantó impecablemente el amén y el coro empezó a desfilar saliendo solemnemente del presbiterio. Se abrió la puerta meridional y la luz del sol entró a raudales en la capilla. Los miembros del colegio universitario que habían asistido al oficio iban saliendo detrás del rector y de los miembros de la junta en animado desorden, con sus sobrepellices de reglamento sucias y mal colocadas encima de una alegre incongruencia de tejido de pana y lana. El enorme órgano resopló y gruñó como un animal que recogiese aliento, antes de emitir su magnífica voz en una fuga de Bach. Cordelia estaba sentada tranquilamente en su silla, escuchando y esperando. En ese momento los feligreses descendían por la nave principal, pequeños grupos en claros trajes de algodón de verano hablando discretamente en voz baja, serios jóvenes con su sobrio traje negro de los domingos, turistas apretando en sus manos sus ilustradas guías y portando sus engorrosas cámaras fotográficas, un grupo de monjas de rostros sosegados y animados.

La señorita Leaming fue una de las últimas personas en salir, figura alta con un vestido gris de lino y guantes blancos, con la cabeza descubierta, y una chaqueta de punto blanca echada descuidadamente sobre los hombros para resguardarse del frío que reinaba en la capilla. Evidentemente iba sola y no estaba vigilada, por lo que su cuidadosa simulación de sorpresa al reconocer a Cordelia fue quizás una precaución innecesaria. Salieron juntas de la capilla.

El sendero de grava estaba atestado de gente. Un pequeño grupo de japoneses provistos de cámaras y accesorios añadían su jeringonza a las charlas de los otros individuos. Desde allí resultaba invisible la plateada corriente del Cam, pero los cuerpos truncados de los que iban en las bateas se deslizaban hacia la lejana orilla como títeres en un espectáculo, levantando los brazos por encima de la vara y volviéndose para empujarla hacia atrás como si participasen en alguna danza ritual. La gran extensión de césped yacía al sol sin sombra alguna, quintaesencia de verdor que coloreaba el perfumado aire. Un profesor frágil y entrado en años, con toga y birrete, renqueaba a través de la hierba; las mangas de su toga se hinchaban por la brisa y le daban el aspecto de un monstruoso cuervo esforzándose por volar. La señorita Leaming dijo, como si Cordelia le hubiese pedido una explicación:

—Es un miembro de la junta. Por lo tanto, el sagrado césped no queda contaminado por sus pies.

Pasaron por delante del edificio Gibbs. Cordelia se preguntaba cuándo empezaría a hablar la señorita Leaming. Cuando lo hizo, su primera pregunta resultó inesperada.

—¿Cree usted que podrá salir adelante? —Al notar la sorpresa de Cordelia, añadió con impaciencia—. Me refiero a la agencia de detectives. ¿Cree usted que sería capaz de arreglárselas con ella?

—Debo intentarlo. Es el único trabajo que sé hacer.

No tenía intención de justificar ante la señorita Leaming su afecto y lealtad hacia Bernie; habría encontrado cierta dificultad en explicárselo a sí misma.

—Sus gastos generales son demasiado elevados.

Fue una declaración hecha con toda la autoridad de un veredicto.

—¿Quiere decir la oficina y el Mini? —preguntó Cordelia.

—Sí. En su trabajo no veo cómo una sola persona pueda ganar lo suficiente para cubrir gastos. Usted no puede estar sentada en la oficina recibiendo encargos y escribiendo cartas a máquina y al mismo tiempo estar fuera resolviendo casos. Por otro lado, supongo que no puede costearse una ayuda.

—Todavía no. He estado pensando en poner un contestador automático. Grabará los encargos, aunque, naturalmente, los clientes prefieren ir a la oficina y discutir su caso. Si puedo ganar lo suficiente para vivir, cualesquiera honorarios podrán cubrir los gastos generales.

—Si hay honorarios.

Parecía que nada había que decir a eso, y siguieron caminando en silencio durante unos segundos. Entonces la señorita Leaming dijo:

—De todas maneras, habrá gastos en este caso. Esto al menos la ayudaría a usted en lo referente a la multa por posesión ilegal de pistola. He puesto el asunto en manos de mis abogados. Dentro de poco debería usted recibir un cheque.

—No puedo cobrar por este caso.

—Puedo comprenderlo. Tal como usted indicó a Ronald, ello entra en su cláusula de trato justo. Hablando estrictamente, usted a nada tiene derecho. Sin embargo, me parece que resultaría menos sospechoso si usted cobrase sus gastos. ¿Consideraría razonable treinta libras?

—Perfectamente, gracias.

Habían llegado al ángulo del césped y girado hacia el puente del King’s. La señorita Leaming dijo:

—Tendré que estarle agradecida el resto de mi vida. Eso supone para mí una humildad a la que no estoy acostumbrada y no estoy segura de que me guste.

—No la sienta, entonces. Yo pensaba en Mark, no en usted.

—Yo creía que usted quizás obraba al servicio de la justicia o de una de esas abstracciones.

—Yo no pensaba en una abstracción. Pensaba en una persona.

Habían llegado al puente y se apoyaron en él, una al lado de la otra, para mirar hacia la clara agua que discurría por debajo del mismo. Los senderos que conducían hasta el puente estuvieron desiertos durante unos minutos. La señorita Leaming dijo:

—Un embarazo no es difícil de simular, ¿sabe? Sólo se necesita un corsé holgado y rellenarlo convenientemente. Es humillante para la mujer, por supuesto, casi indecoroso, ser estéril. Pero no es difícil, en particular si no está estrechamente vigilada. Evelyn no lo estaba. Siempre había sido una mujer tímida, reprimida. La gente esperaba de ella que se mostrase excesivamente modesta con respecto al embarazo. Garforth House no estaba llena de amigos y parientes de esos que cuentan historias de horror sobre la maternidad y que dan golpecitos amistosos en el vientre. Tuvimos que librarnos de aquella fastidiosa y estúpida Tata Pilbeam, por supuesto. Ronald consideró su marcha como uno de los beneficios subsidiarios del fingido embarazo. Estaba cansado de que siempre se le dirigiera como si aún fuese Ronny Callender, el brillante muchacho del instituto de Harrowgate.

Cordelia dijo:

—La señora Goddard me dijo que Mark tenía un gran parecido con su madre.

—No me cabe la menor duda. Era una mujer tan sentimental como estúpida.

Cordelia no dijo palabra. Transcurridos unos momentos de silencio, la señorita Leaming continuó diciendo:

—Yo descubrí que estaba embarazada de Ronald aproximadamente al mismo tiempo que un especialista londinense confirmó lo que los tres suponíamos, que era sumamente improbable que Evelyn concibiese. Yo quería tener el bebé; Ronald necesitaba desesperadamente un hijo varón; el padre de Evelyn estaba obsesionado por su necesidad de tener un nieto y estaba dispuesto a desprenderse de medio millón para demostrarlo. Todo fue muy fácil. Yo dimití de mi trabajo como profesora y me refugié en el seguro anonimato de Londres y Evelyn le dijo a su padre que al final había quedado encinta. Ni Ronald ni yo teníamos conciencia de estar engañando a George Bottley. Era un tonto arrogante, brutal y engreído que no podía imaginar que el mundo pudiera continuar existiendo sin alguien de su descendencia que lo controlase. Incluso financiaba su propio engaño. Empezaron a llegar los cheques para Evelyn, cada uno con una nota que imploraba que cuidase su salud, consultase a los mejores médicos de Londres, descansase, se tomase unas vacaciones en un lugar soleado. Ella siempre había amado Italia, e Italia pasó a formar parte del plan. Los tres nos encontraríamos en Londres cada dos meses y volaríamos juntos a Pisa. Ronald alquilaría una pequeña quinta en las afueras de Florencia y, una vez allí, yo sería la señora Callender y Evelyn sería yo. Sólo teníamos sirvientes de día y no había necesidad de que viesen nuestros pasaportes. Estaban acostumbrados a nuestras visitas y lo mismo le sucedía al médico local que acudía a vigilar mi salud. A la gente de allí les halagaba que la señora inglesa estuviese tan enamorada de Italia, que regresara mes tras mes, hallándose tan próximo su alumbramiento.

Cordelia preguntó:

—Pero ¿cómo pudo ella hacer eso, cómo podía soportar estar allí con usted en la casa, viéndola con su marido, sabiendo que usted iba a tener un hijo de él?

—Lo hizo porque amaba a Ronald y no podía resignarse a perderle. No había tenido mucho éxito como mujer. Si perdía a su esposo, ¿qué le quedaba? No podía regresar al lado de su padre. Además, nosotros la teníamos sobornada. Ella iba a tener la criatura. Si rehusaba, Ronald la abandonaría y trataría de obtener el divorcio para casarse conmigo.

—Yo habría preferido dejarle y ganarme la vida fregando suelos.

—No todo el mundo tiene talento para fregar suelos y no todo el mundo tiene la capacidad para sentir la indignación moral que tiene usted. Evelyn era religiosa. Por lo tanto, estaba acostumbrada a engañarse a sí misma. Se convenció a sí misma de que estábamos haciendo lo mejor para la criatura.

—Y el padre de ella, ¿nunca llegó a sospechar?

—Él la menospreciaba por ser tan pía. Siempre lo había hecho. Psicológicamente hablando, no era probable que sintiera ese menosprecio por su devoción y al mismo tiempo la creyera capaz de engañarle. Además, necesitaba desesperadamente aquel nieto. No habría podido concebir la idea de que la criatura pudiera no ser hijo de ella. Y tenía el informe de un médico. Después de nuestra tercera visita a Italia, le dijimos al doctor Sartori que el padre de la señora Callender estaba preocupado por los cuidados de su hija. A petición nuestra, escribió un informe médico tranquilizador sobre el proceso del embarazo. Fuimos juntos a Florencia quince días antes del parto y nos quedamos allí hasta que Mark vino al mundo. Afortunadamente, llegó uno o dos días antes de tiempo. Habíamos tenido la precaución de atrasar la fecha esperada del parto, de modo que en realidad pareció como si Evelyn hubiera sido sorprendida inesperadamente por un alumbramiento prematuro. El doctor Sartori hizo lo que era necesario con perfecta competencia y los tres regresamos con el bebé y un certificado de nacimiento con el nombre correcto.

Cordelia dijo:

—Y nueve meses después la señora Callender estaba muerta.

—Él no la mató, si es eso lo que está usted pensando. No era realmente el monstruo que usted se imagina, al menos no lo era entonces. Pero, en cierto sentido, nosotros dos la destruimos. Ella necesitaba un especialista, ciertamente un médico mejor que aquel incompetente y tonto Gladwin. Pero los tres teníamos desesperadamente miedo de que un doctor eficiente se diese cuenta de que no había dado a luz un hijo. Ella estaba tan preocupada como nosotros. Insistía en no consultar a otro médico. Se había acostumbrado a amar al niño, ¿sabe? De modo que murió y fue incinerada y nosotros creímos estar a salvo para siempre.

—Le dejó a Mark una nota antes de morir, nada más que un garabateado jeroglífico en su libro de oraciones. En él indicaba el grupo sanguíneo al que ella pertenecía.

—Nosotros sabíamos que los grupos sanguíneos eran un peligro. Ronald tomó sangre de los tres e hizo las pruebas necesarias. Pero cuando ella hubo muerto, incluso esa preocupación terminó.

Hubo un largo silencio. Cordelia pudo ver cómo un pequeño grupo de turistas bajaba por el sendero en dirección al puente. La señorita Leaming dijo:

—La ironía de todo esto es que Ronald nunca amó realmente al niño. El abuelo, en cambio, lo adoraba; en eso no había dificultad. Dejó la mitad de su fortuna a Evelyn y luego pasó automáticamente a su marido. Mark habría de obtener la otra mitad a los veinticinco años. Pero Ronald nunca se preocupó por su hijo. Descubrió que nunca podía amarle y a mí no se me permitió hacerlo. Yo le veía crecer e ir a la escuela. Pero no me estaba permitido amarle. Solía hacerle interminables jerseis. Era casi una obsesión. Los dibujos se hacían más complicados y la lana más gruesa a medida que iba creciendo. Pobre Mark, debía pensar que estaba loca, esta extraña mujer descontenta de la que su padre no podía prescindir, pero con la que no quería casarse.

—En la cabaña hay uno o dos de esos jerseis. ¿Qué querría usted que hiciese con ellos?

—Lléveselos y déselos a alguien que los necesite. A menos que crea que yo debería deshacerlos y volver a hacer con la lana algo nuevo. ¿Piensa usted que eso sería un gesto adecuado, símbolo de esfuerzo malogrado, compasión, futilidad?

—Ya les encontraré un uso. ¿Y sus libros?

—Deshágase de ellos también. Yo no puedo volver a la cabaña. Deshágase de todo, si quiere.

El pequeño grupo de turistas estaba muy cerca, pero ellas parecían absortas en su conversación. La señorita Leaming sacó de su bolsillo un sobre y se lo entregó a Cordelia.

—He escrito una breve confesión. En ella nada hay sobre Mark, nada acerca de cómo murió ni lo que usted descubrió. Sólo es una breve declaración de que yo disparé contra Ronald Callender inmediatamente después de que usted abandonara Garforth House e hice presión sobre usted para que respaldase mi relato. Valdría más que la guardase en algún lugar seguro. Puede que un día llegue a necesitarla.

Cordelia vio que el sobre estaba dirigido a ella. No lo abrió.

Dijo:

—Ahora, es demasiado tarde. Si lamenta lo que hicimos, debía haber hablado antes. El caso está cerrado.

—Nada lamento. Me alegra haber obrado como lo hicimos. Pero es posible que el caso aún no esté terminado.

—¡Sí que lo está! La investigación ha dado su veredicto.

—Ronald tenía un gran número de amigos muy poderosos. Tienen influencia y, periódicamente, les gusta ejercitarla para demostrar solamente que aún la tienen.

—¡Pero no pueden hacer que este caso vuelva a abrirse! Cambiar el veredicto de un juez requiere prácticamente un decreto del Parlamento.

—Yo no digo que vayan a intentar hacer eso. Pero pueden hacer preguntas. Y las hacen.

Cordelia dijo de pronto:

—¿Tiene usted fuego?

Sin una pregunta ni una protesta, la señorita Leaming abrió su bolso y le entregó un elegante tubo de plata. Cordelia no fumaba y no estaba acostumbrada a los encendedores. Le costó un poco lograr que surgiera la llama. Entonces se inclinó sobre la barandilla del puente y prendió fuego en el ángulo del sobre.

La incandescente llama resultaba invisible bajo la luz, más intensa, del sol. Todo cuanto pudo ver Cordelia fue una estrecha franja de trémula luz púrpura al prender la llama en el papel y al ir ensanchándose y creciendo los bordes carbonizados. El intenso olor a quemado fue arrastrado por la brisa. Tan pronto como la llama rozó sus dedos, Cordelia dejó caer el sobre, todavía ardiendo, y contempló cómo se retorcía y daba vueltas mientras iba flotando y descendiendo como un pequeño y frágil copo de nieve para finalmente perderse en las aguas del Cam. Dijo:

—Su amante se suicidó. Eso es todo cuanto hemos de recordar las dos ahora y siempre.

No volvieron a hablar de la muerte de Ronald Callender, sino que fueron caminando en silencio a lo largo del camino bordeado de olmos en dirección a los Backs. En cierto momento, la señorita Leaming miró a Cordelia y dijo en un tono de airada impaciencia:

—¡Tiene usted un aspecto asombrosamente estupendo!

Cordelia supuso que este breve exabrupto era el resentimiento de la persona de mediana edad ante la resistencia de los jóvenes que tan rápidamente podían recobrarse de los males físicos. Sólo había necesitado una noche de largo y profundo sueño para recobrar su lozanía. Incluso sin la bendición de un baño caliente, la piel lastimada de sus hombros y espalda había quedado limpiamente curada. Físicamente, los acontecimientos de los últimos quince días parecían no haber hecho mella en ella. No estaba tan segura con respecto a la señorita Leaming. El suave cabello platino aparecía todavía impecablemente peinado; aún vestía con fría distinción como si fuese importante aparecer como la competente ayudante, segura de sí misma, de un hombre famoso. Pero la pálida piel presentaba en ese momento un tinte gris; sus ojos aparecían ojerosos y las incipientes arrugas junto a la boca y en la frente se habían ahondado, de suerte que la cara, por primera vez, parecía vieja y fatigada.

Pasaron por la puerta del King’s y doblaron hacia la derecha. Cordelia había encontrado un sitio y había aparcado el Mini a unos pocos metros de distancia de la puerta; el Rover de la señorita Leaming estaba un poco más abajo de la calle Queen’s. Dio a Cordelia un fuerte pero breve apretón de manos y le dijo adiós en un tono tan desprovisto de emoción como si fueran dos conocidas de Cambridge que se separasen cortés pero fríamente después de haberse encontrado por casualidad en la ceremonia de vísperas de la capilla. No sonrió. Cordelia contempló cómo aquella figura alta y angulosa bajaba con largos pasos por el sendero entre los árboles en dirección a la puerta del John’s. No volvió la cabeza para mirar. Cordelia se preguntaba cuándo volverían a verse, si es que volvían a verse alguna vez. Resultaba difícil creer que sólo se habían encontrado en cuatro ocasiones. Nada tenían en común con excepción de su sexo, aunque Cordelia, durante los días que siguieron al asesinato de Ronald Callender, se había dado cuenta de la fuerza de aquella lealtad femenina. Como había dicho la misma señorita Leaming, ni siquiera simpatizaban mutuamente. Sin embargo, cada una tenía en sus manos la seguridad de la otra. Había momentos en los que el secreto de ambas casi horrorizaba a Cordelia por su inmensidad. Pero estos momentos eran pocos y cada vez serían menos. El tiempo disminuiría inevitablemente su importancia. La vida seguiría. Ninguna de las dos olvidaría del todo mientras sus células cerebrales siguieran viviendo, pero Cordelia podía creer que llegaría un día en el que se mirarían la una a la otra en un teatro o en un restaurante o se verían automáticamente transportadas en una escalera mecánica del metro y se preguntarían para sus adentros si aquello que de pronto recordaban en su casual encuentro había sucedido realmente alguna vez. En ese mismo momento, sólo cuatro días después de la investigación, el asesinato de Ronald Callender empezaba ya a ocupar su puesto en la región del pasado.

Ya nada había que la retuviese en la cabaña. Se pasó una hora limpiando obsesivamente y poniendo orden en unas habitaciones en las que con seguridad nadie entraría durante semanas. Puso agua en el vaso de prímulas que había encima de la mesa del cuarto de estar. Dentro de otros tres días esta rían muertas y nadie se daría cuenta, pero era incapaz de tirar aquellas flores estando todavía vivas. Salió al cobertizo y contempló la botella de leche agria y el estofado de buey Su primer impulso fue coger lo uno y lo otro y vaciarlo en el lavabo. Pero formaban parte de las pruebas. Ya no volvería a necesitar aquellas pruebas, pero ¿tenían que destruirse completamente? Recordó la reiterada advertencia de Bernie: «Nunca destruyas las pruebas». El Comi disponía de muchas anécdotas que hacían resaltar la importancia de aquella máxima. Al final decidió fotografiar aquellas muestras, poniéndolas sobre la mesa de la cocina y prestando gran atención a la exposición y a la luz. Parecía un ejercicio inútil, algo ridículo, y se alegró cuando quedó hecho el trabajo y pudo tirar el desagradable contenido de la botella y de la cacerola. Después lavó cuidadosamente ambos recipientes y los dejó en la cocina.

Lo último que hizo fue empaquetar su saco de dormir y colocar en el Mini su equipo junto con los jerseis y los libros de Mark. Al doblar las prendas de gruesa lana pensó en el doctor Gladwin sentado en su jardín interior, con sus encogidas venas indiferentes al sol. El anciano encontraría útiles los jerseis, pero ella no podía llevárselos. Tal gesto podría haber sido aceptado viniendo de Mark, pero no de ella.

Cerró la puerta y dejó la llave debajo de una piedra. No podía volver a ver a la señorita Markland cara a cara y no deseaba entregar la llave a algún otro miembro de la familia. Esperaría hasta llegar a Londres, entonces enviaría una breve nota a la señorita Markland para darle las gracias por su amabilidad y explicarle dónde podría encontrar la llave. Dio por última vez un paseo por el huerto. No estaba segura de qué impulso la condujo hacia el pozo, pero llegó hasta él y quedó sorprendida. Habían quitado las malas hierbas y revuelto la tierra alrededor del borde, y alguien había plantado un círculo de pensamientos, margaritas y pequeños grupos de alhelí y lobelia, que se erguían apareciendo firmes en su hueco de tierra regada. Era un claro oasis de color entre las hierbas que querían invadirlo todo. El efecto era bonito pero ridículo e inquietantemente extraño. Así, arreglado de ese extraño modo, el pozo mismo parecía obsceno, un pecho de madera rematado por un monstruoso pezón. ¿Cómo podía ella haber considerado la cubierta del pozo una extravagancia inofensiva y ligeramente elegante?

Cordelia se sentía dividida entre la compasión y la repulsión. Eso tenía que ser obra de la señorita Markland. El pozo, que durante años había constituido para ella un objeto de horror, remordimiento e irresistible fascinación, iba desde entonces a ser atendido como un relicario. Resultaba algo deplorable y Cordelia habría preferido no haberlo visto. De pronto sintió miedo de encontrarse con la señorita Markland, de ver la incipiente demencia en sus ojos. Casi salió corriendo del huerto, tiró de la portezuela para cerrarla, venciendo el peso de las hierbas, y finalmente se alejó con su coche de la cabaña sin volverse para dirigirle una mirada. El caso de Mark Callender había terminado.