V

La tormenta estalló en el momento mismo en que Cordelia se apeaba del autobús 11 frente a Somerset House. Brilló un intenso relámpago y, casi instantáneamente, el trueno resonó ensordecedor y la joven echó a correr a través del patio interior por entre las filas de coches aparcados, a través de una cortina de agua, mientras la lluvia saltaba alrededor de sus tobillos como si las piedras del pavimento recibiesen una descarga de balas. Abrió la puerta de un empujón y se detuvo un instante, chorreando ríos de agua sobre la estera y riendo ruidosamente con alivio. Una o dos personas allí presentes, la miraron desde los pupitres donde estaban examinando testamentos, mientras una mujer de aspecto maternal, detrás del mostrador, le llamaba amablemente la atención. Cordelia sacudió su chaqueta sobre la alfombra y luego la colgó sobre el respaldo de una de las sillas e intentó en vano secarse el pelo con el pañuelo, antes de acercarse al mostrador.

La mujer de aspecto maternal resultó servicial. A requerimiento de Cordelia, le indicó los estantes de pesados volúmenes encuadernados en el centro de la sala y le explicó que los testamentos figuraban en un índice bajo el apellido del testador y el año en que el documento ingresó en Somerset House. Correspondía a Cordelia buscar el número del catálogo y llevar el volumen al mostrador y le entregarían el original y podría consultarlo tras el pago de veinte peniques.

Cordelia no sabía por dónde iniciar su búsqueda, ya que desconocía la fecha de la muerte de George Bottley. Pero dedujo que el testamento debía de haber sido hecho después del nacimiento, o al menos después de la concepción de Mark, puesto que a este le había sido legada una fortuna por su abuelo. Pero el señor Bottley había dejado dinero también a su hija y esta parte de su fortuna, a la muerte de ella, había pasado a su marido. Era muy probable que él hubiera muerto antes que ella, ya que, de lo contrario, seguramente habría hecho otro testamento. Cordelia decidió empezar a buscar a partir del año del nacimiento de Mark, 1951.

Sus deducciones resultaron correctas. George Albert Bottley, de Stonegate Lodge, Harrowgate, había fallecido el 26 de julio de 1951, tres meses y un día después de redactar su testamento. Cordelia se preguntaba si su muerte había sido repentina o si este era el testamento de un hombre moribundo. Vio que había dejado un patrimonio de tres cuartos de millón de libras. ¿Cómo lo había hecho?, se preguntaba Cordelia. Seguramente no todo había salido de la lana. Llevó el pesado libro al mostrador, el empleado anotó los detalles de un formulario y le indicó el camino del despacho del cajero. Al cabo de unos sorprendentes pocos minutos de pagar lo que a Cordelia le pareció una cantidad modesta, la joven investigadora se hallaba sentada bajo la luz de uno de los pupitres de al lado de la ventana con el testamento en las manos.

No le había gustado lo que había oído decir a Tata Pilbeam de George Bottley, y tampoco le gustó más cuando hubo leído su testamento. Había temido que el documento fuese largo, complicado y difícil de entender; era sorprendentemente corto, sencillo e inteligible. El señor Bottley disponía que todos sus bienes se vendieran, «porque deseo impedir las habituales e indecorosas disputas». Dejó sumas modestas a sirvientes que tenía empleados en la época de su muerte, pero no había la menor mención, observó Cordelia, de su jardinero. Legó la mitad del resto de su fortuna a su hija, absolutamente, «ahora que ha demostrado que tiene por lo menos uno de los atributos normales de una mujer». La mitad restante la dejaba a su bienamado nieto Mark Callender cuando cumpliese veintiún años, «en cuya fecha, si no ha aprendido el valor del dinero, habrá por lo menos llegado a una edad en la que pueda evitar ser explotado». La renta del capital fue legada a seis parientes lejanos. El testamento creaba un depósito residual; al morir cada beneficiario, su parte se distribuiría entre los supervivientes. El testador confiaba en que este arreglo promovería en los beneficiarios un vivo interés en la salud y supervivencia recíprocas, alentándoles a lograr la distinción de la longevidad, ya que no estaba a su alcance alguna otra distinción. Si Mark moría antes del día en que cumplía los veintiún años, el depósito familiar continuaría hasta que los beneficiarios hubiesen muerto y el capital se distribuiría entonces entre una formidable lista de obras de beneficencia escogidas, por lo que pudo ver Cordelia, porque eran conocidas y tenían éxito, más que porque representasen algún interés o simpatía personales por parte del testador. Era como si hubiese pedido a sus abogados una lista de las obras de beneficencia de mayor confianza, sin tener un verdadero interés en lo que le sucediera a su fortuna si su propia descendencia no viviera para heredarla.

Era un testamento extraño. El señor Bottley nada había dejado a su yerno, aunque al parecer, no le preocupaba la posibilidad de que a su hija, de la que sabía no gozaba de mucha salud, muriese y dejase su fortuna a su marido. En algunos aspectos, era el testamento de un jugador, y Cordelia volvía a preguntarse cómo habría hecho George Bottley su fortuna. Pero, a pesar de la cínica falta de amabilidad de sus comentarios, el testamento no era injusto ni falto de generosidad. A diferencia de algunos hombres muy ricos, él no había pretendido controlar su gran fortuna más allá del sepulcro, obsesivamente decidido a que ni un solo penique fuese a parar a unas manos que no gozasen de su favor. Su hija y su nieto habían heredado ambos sus fortunas de una manera absoluta. Era imposible querer al señor Bottley, pero también era difícil no sentir respeto por él. Y las implicaciones de este testamento eran muy claras. Nadie salía ganando con la muerte de Mark, excepto una larga lista de altamente respetables instituciones caritativas.

Cordelia tomó nota de las principales cláusulas del testamento, más por la insistencia de Bernie en una documentación meticulosa que por algún temor de olvidarlas; puso el recibo de los veinte peniques en la página de gastos de su libreta; añadió el coste de su barato billete de ida y vuelta a Cambridge y el del autobús, y devolvió el testamento al mostrador. La tormenta había sido tan corta como violenta. El cálido sol estaba ya secando las ventanas y los charcos brillaban en el patio lavado por la lluvia. Cordelia decidió poner en la cuenta de sir Ronald sólo medio día y pasar el resto de su tiempo en Londres en su despacho. Quizás hubiese correspondencia que recoger. Incluso podría haber otro caso esperándola.

Pero esta decisión fue un error. La oficina parecía aún más sórdida que cuando la había dejado y el aire olía a rancio en contraste con las calles lavadas por la lluvia. Había una gruesa capa de polvo sobre los muebles y la mancha de sangre de la alfombra se había oscurecido en un marrón ladrillo que parecía aún más siniestro que el rojo claro original. En el buzón no había más que la factura de la luz y otra de la papelería. Bernie había pagado caro —o más bien no había pagado— el papel de escribir no utilizado.

Cordelia rellenó un cheque para la compañía eléctrica, hizo un postrer e inútil intento de limpiar la alfombra. Luego cerró con llave la oficina y salió a pasear hacia Trafalgar Square. Buscaría consuelo en la National Gallery.

Tomó el tren de las 18:16 desde la calle Liverpool y regresó a la cabaña antes de las ocho. Aparcó el Mini, como de costumbre, en el escondrijo del matorral y procedió a dar la vuelta por el costado de la cabaña. Vaciló un instante, preguntándose si debía recoger la pistola de donde la tenía escondida, pero decidió que esto podía esperar hasta más tarde. Tenía hambre y la primera prioridad era la de procurarse algo para comer. Había cerrado cuidadosamente la puerta trasera y había pegado una fina tira de cinta adhesiva a través del alféizar de la ventana antes de marcharse aquella mañana. Si había más visitantes secretos, quería estar advertida. Pero la cinta se hallaba aún intacta. Palpó en el interior de su bolso en busca de la llave, se inclinó y la introdujo en la cerradura. Nada esperaba que le ocurriese fuera de la cabaña y el ataque la cogió completamente por sorpresa. Transcurrió medio segundo antes de que cayese la manta, pero nada pudo ver. El cordón alrededor del cuello apretaba la máscara de caliente lana asfixiante contra la boca y las ventanas de la nariz. Abrió la boca para respirar y sintió en su lengua el contacto de las fibras de la lana, secas y de fuerte olor. Luego un dolor agudo estalló en su pecho y ya nada recordó.

El movimiento de liberación fue un milagro y un horror. La manta fue apartada rápidamente de su cabeza. No llegó a ver a su asaltante. Hubo un segundo de suave aire vivificante, un vislumbre tan breve que apenas pareció existir, de un deslumbrante trozo de cielo a través del huerto y luego sintió que caía, caía en medio de un desvalido asombro, hacia una fría oscuridad. La caída fue una confusión de antiguas pesadillas, increíbles segundos de terrores infantiles rápidamente evocados. Luego su cuerpo golpeó el agua. Parecía que unas manos de hielo la arrastraban hacia un vórtice de horror. Instintivamente había cerrado la boca en el momento del impacto y pugnaba por subir a la superficie a través de lo que parecía una eternidad de una fría negrura que lo abarcaba todo. Sacudió la cabeza y, con los ojos escocidos, miró hacia arriba. El negro túnel que se extendía por encima de ella terminaba en una luna de luz azul. Mientras miraba, la tapa del pozo fue arrastrada como el obturador de una cámara fotográfica. La luna se convirtió en media luna, después en cuarto menguante. Al fin no hubo más que ochos finos resquicios de luz.

Flotando en el agua, buscaba con los pies el fondo del pozo. No lo había. Moviendo frenéticamente manos y pies procurando no dejarse dominar por el pánico, palpó a su alrededor las paredes del pozo en busca de un posible apoyo para los pies. No lo había. El embudo de ladrillos, liso y exudando humedad, se extendía alrededor y por encima de ella como una tumba circular. Al mirar hacia arriba, los ladrillos se retorcían, se extendían, oscilaban, como el vientre de una monstruosa serpiente.

Y entonces sintió una cólera salvadora. No se dejaría ahogar, no moriría en aquel horrible lugar, sola y aterrada. El pozo era profundo pero angosto, apenas mediría un metro de diámetro. Si mantenía clara la cabeza y se tomaba tiempo, podría afianzar su cuerpo con las piernas y los hombros contra los ladrillos e ir subiendo poco a poco.

Al caer, no había sufrido contusiones ni había quedado atontado al dar su cuerpo contra los ladrillos. Milagrosamente, no había sufrido lesiones. Había sido una caída limpia. Estaba viva y era capaz de pensar. Siempre había sido una superviviente. Esa vez también sobreviviría.

Flotaba de espaldas, apoyando los hombros contra las frías paredes, extendiendo los brazos y poniendo los codos en los intersticios de los ladrillos para sostenerse mejor. Después de desprenderse de los zapatos, plantó ambos pies contra la pared opuesta. Inmediatamente debajo de la superficie del agua, pudo notar que uno de los ladrillos estaba ligeramente desalineado. Curvó los dedos alrededor de él. Ello le dio un precario pero oportuno apoyo para dar comienzo a la escalada. Gracias a esto, pudo levantar el cuerpo fuera del agua y aliviar durante un momento la tensión de los músculos de la espalda y de los muslos.

Luego empezó lentamente a trepar, primero desplazando los pies, uno detrás de otro en diminutos pasos resbaladizos, luego subiendo el cuerpo dolorosamente centímetro a centímetro. Mantenía los ojos fijos en la curva opuesta de la pared, sin querer mirar ni abajo ni arriba, contando el avance por la anchura de cada ladrillo. El tiempo transcurría. No podía ver el reloj de Bernie, aunque su sonido parecía extrañamente fuerte, un regular e importuno metrónomo que midiera el palpitar de su corazón y el ritmo de su jadeante respiración. El dolor en las piernas era intenso, y sentía la camisa pegada a su espalda con una efusión caliente y casi confortante que creyó que debía de ser sangre. Hizo un esfuerzo de voluntad para no pensar en el agua, abajo, ni en los finos resquicios de luz, cada vez más anchos, arriba. Si había de sobrevivir, debía emplear toda su energía para el siguiente doloroso centímetro.

Una vez le resbalaron las piernas y bajó retrocediendo unos metros, hasta que finalmente encontró un apoyo. La caída había rozado su lastimada espalda y la hizo gimotear con contrariedad y desaliento. Hizo otro esfuerzo de voluntad, y empezó a trepar de nuevo. Otra vez le dio un calambre y estuvo un rato estirada, como en un potro de tormento, hasta que se le pasó y pudo volver a mover los agarrotados músculos. De vez en cuando los pies encontraban otro pequeño hueco entre los ladrillos para apoyarse y podía estirar las piernas y descansar. Era casi irresistible la tentación de permanecer demasiado rato en esta postura de relativa seguridad y descanso, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para proseguir su lenta y tortuosa escalada.

Parecía que llevaba horas trepando, moviéndose en una parodia de un parto difícil y desesperado. Estaba oscureciendo. En ese momento la luz que salía de lo alto del pozo era más ancha pero menos intensa. Se decía a sí misma que la escalada no era realmente difícil. Era sólo la oscuridad y la soledad lo que hacía que lo pareciese. Si esto hubiese sido una carrera de obstáculos preparada, un ejercicio en el gimnasio de la escuela, seguramente podría haberlo hecho con bastante facilidad. Llenaba su mente con las confortantes imágenes del gimnasio y la sensación de oír las exclamaciones de las niñas de la clase que la animaban. Sor Perpetua estaba allí. Pero ¿por qué no miraba a Cordelia? ¿Por qué había vuelto la cabeza? Cordelia la llamó y la figura se volvió lentamente y le sonrió. Pero no era la hermana. Era la señorita Leaming, con su pálida cara y su sonrisa sardónica bajo el blanco velo de monja.

Y entonces, cuando comprendía que, sin ayuda, no podía seguir avanzando, vio la solución. Unos palmos por encima de ella estaba el último peldaño de una corta escala de madera fijada en el último tramo del pozo. Al principio creyó que era una ilusión, un fantasma nacido de la extenuación y la desesperación. Cerró los ojos por espacio de unos minutos; sus labios se movieron. Luego volvió a abrir los ojos. La escala estaba todavía allí, vista de un modo vago pero sólido en la luz del atardecer. Levantó impotente las manos hacia ella, sabiendo, mientras lo hacía, que se encontraba fuera de su alcance. Podía salvarle la vida y ella sabía que no tenía fuerzas para alcanzarla.

Fue en ese momento, sin pensamiento consciente, cuando se acordó del cinturón. Su mano bajó hacia su cintura, palpando la pesada hebilla de latón. La deshizo y sacó de su cuerpo la larga serpiente de cuero. Con cuidado lanzó el extremo del cinturón que llevaba la hebilla hacia el último peldaño de la escala. Las tres primeras veces, el metal golpeó la madera con un agudo sonido, pero sin caer por encima del peldaño; la cuarta vez, sí. Empujó suavemente el otro extremo del cinturón hacia arriba y la hebilla fue bajando hacia ella hasta que pudo extender la mano y cogerla. La sujetó al otro extremo para formar un fuerte lazo. Entonces tiró de él, primero suave, después más fuerte, hasta que la mayor parte de su cuerpo estuvo sobre la correa. El alivio fue indescriptible. Se apoyó contra los ladrillos para reunir fuerzas para el último esfuerzo triunfal. Entonces sucedió. El peldaño, podrido en sus junturas, se soltó con un áspero ruido de rotura y se hundió en la oscuridad pasando junto a ella, rozándole casi la cabeza. Pareció que transcurrían minutos en vez de segundos antes de que el lejano chasquido de la madera sobre el agua resonase en la oquedad del pozo.

Desabrochó el cinturón y volvió a intentarlo. El peldaño siguiente estaba un palmo más alto y el lanzamiento resultaba más difícil. Incluso este pequeño esfuerzo era agotador en el estado en que se encontraba Cordelia, por lo que decidió tomarse un poco de tiempo. Cada lanzamiento infructuoso hacía más difícil el siguiente. No contó el número de intentos, pero finalmente la hebilla cayó por encima del peldaño y descendió hacia ella. Cuando bajó serpenteando hasta el alcance de su mano, Cordelia vio que casi no podía abrochar la correa. El peldaño siguiente habría sido demasiado alto. Si este se rompía, sería el fin.

Pero el peldaño aguantó. No recordaba claramente la última media hora de la escalada, pero al final alcanzó la escala y se ató fuertemente a los montantes. Por vez primera, estaba físicamente a salvo. Mientras la escala aguantase, no tenía por qué tener miedo de caer. Se dejó relajar en una breve inconsciencia, pero luego los engranajes de su mente, que habían estado rodando libremente, volvieron a controlarse y Cordelia empezó a pensar. Sabía que no tenía esperanzas de mover la pesada cubierta de madera sin ayuda. Extendió ambas manos y empujó contra ella, pero no se desplazaba, y la alta cúpula cóncava hacía imposible que pudiera apoyar los hombros contra la madera. Tendría que confiar en la ayuda de fuera, y esta no llegaría hasta que fuese de día. Podría incluso no llegar entonces, pero alejó este pensamiento de su mente. Más tarde o más temprano llegaría alguien. Podía esperar sostenerse, atada de ese modo, durante varios días. Incluso aunque perdiera el conocimiento, cabía la posibilidad de que fuese rescatada con vida. La señorita Markland sabía que ella estaba en la cabaña; sus cosas seguían allí. La señorita Markland acudiría.

Pensaba en la manera de llamar la atención. Había espacio para introducir algo entre las tablas de madera, si tuviese algo suficientemente rígido para introducir. El borde de la hebilla era posible con tal de que ella se atase de una manera más tensa. Pero debía esperar la mañana. En ese momento nada podía hacer. Se relajaría y dormiría y esperaría que la salvasen.

Y entonces el horror final estalló en su mente. No habría salvación. Alguien iría al pozo, andando con pies silenciosos y furtivos bajo el manto de la oscuridad. Pero sería su asesino. Tenía que volver; formaba parte de su plan. El ataque, que en aquel momento había parecido tan sorprendente, tan brutalmente estúpido, no lo había sido en absoluto. Estaba hecho con la intención de que pareciese un accidente. Volvería aquella noche y volvería a retirar la tapa del pozo. Entonces, al día siguiente o al cabo de unos días, la señorita Markland pasaría por el jardín y descubriría lo que había sucedido. Nadie podría probar jamás que la muerte de Cordelia no había sido un accidente. Recordó las palabras del sargento Maskell: «Lo importante no es lo que uno sospecha, sino lo que uno es capaz de probar». Pero esta vez, ¿habría siquiera sospecha? He aquí una joven impulsiva, extraordinariamente curiosa, que vivía en la cabaña sin permiso del dueño. Resultaba evidente que había decidido explorar el pozo. Había roto el candado, retirado la tapa con ayuda de la cuerda que el asesino dejaría preparada para ser descubierta, y, tentada por la escala, había descendido por aquellos pocos peldaños, hasta que el último se rompió bajo sus pies. Sus huellas y las de nadie más se encontrarían en la escala, si se tomaban la molestia de mirarlo. La cabaña se hallaba completamente desierta; la probabilidad de que alguien viera regresar al asesino era remota. No podía hacer más que esperar hasta oír sus pasos, su pesada respiración, y el ruido de la tapa al ser retirada lentamente, para descubrir la cara del asesino.

Después de la primera sensación de terror, Cordelia esperó la muerte sin esperanza y sin querer luchar más. Había incluso en ella una especie de paz en la resignación. Atada como una víctima a los montantes de la escala, se sumió en su instante de olvido y rezó para que fuese así cuando volviera el asesino, para no ser consciente del golpe final. Ya no tenía el menor interés en ver la cara de su asesino. No se humillaría rogando por su vida, no pediría clemencia a un hombre que había ahorcado a Mark. Sabía que no la habría.

Pero era consciente cuando la tapa del pozo empezó a moverse lentamente. La luz entró por encima de su cabeza inclinada. El boquete se ensanchó. Y entonces oyó un voz, una voz de mujer, baja, apremiante y llena de terror.

—¡Cordelia!

Levantó los ojos.

Arrodillada al borde del pozo, con su pálido rostro inmenso y que parecía flotar desencarnado en el espacio como el fantasma de una pesadilla, estaba la señorita Markland. Y los ojos que se clavaban en la cara de Cordelia tenían una mirada tan extraviada por el terror como los de esta.

Diez minutos después, Cordelia yacía desplomada en la silla, al lado de la chimenea. Le dolía todo el cuerpo y era incapaz de dominar su violento temblor. Su fina camisa estaba pegada a su espalda herida y cada movimiento le resultaba doloroso. La señorita Markland había encendido el fuego y estaba haciendo café. Cordelia oía cómo se movía de un lado a otro en la cocina y percibía el olor del hornillo cuando hizo subir la llama y poco después el evocador aroma del café. Estas vistas y sonidos familiares normalmente habrían sido tranquilizadores y reconfortantes, pero deseaba desesperadamente quedarse sola. El asesino volvería. Tenía que volver y, cuando lo hiciera, ella quería estar allí para conocerle. La señorita Markland llevó los dos vasos y puso uno de ellos en las manos trémulas de Cordelia. Luego subió a buscar uno de los jerseis de Mark y con él cubrió el cuello de la joven. El terror la había abandonado, pero aún se mostraba agitada. Tenía la vista extraviada y le temblaba todo el cuerpo por efecto de la emoción. Se sentó delante mismo de Cordelia y clavó en ella sus vivos ojos inquisitivos.

—¿Cómo ha sucedido? Debe usted contármelo.

Cordelia no había olvidado su modo de pensar.

—No lo sé —dijo—. No puedo recordar lo que sucedió antes de caer al agua. Seguramente había decidido explorar el pozo y perdí el equilibrio.

—Pero ¡Y la tapa! ¡La tapa estaba en su sitio!

—Lo sé. Alguien tuvo que volver a colocarla.

—Pero ¿por qué? ¿Quién habría venido por aquí?

—No lo sé. Pero alguien tuvo que haberlo visto. Alguien tuvo que haberla colocado de nuevo. —Luego dijo en tono más amable—. Usted me ha salvado la vida. ¿Cómo se dio cuenta de lo que había sucedido?

—Vine a la cabaña a ver si estaba usted aquí todavía. Hoy había venido más temprano, pero no había señales de vida de usted. Había una cuerda enrollada (la que usted usó, supongo) en el sendero y tropecé con ella. Entonces me di cuenta de que la tapa no se hallaba en su sitio y de que el candado había sido roto.

—Usted me salvó la vida —volvió a decir Cordelia—, pero, por favor, ahora váyase. Váyase, por favor. Estoy bien, de veras.

—¡Pero usted no está como para que se la deje sola! Y ese hombre, el que volvió a colocar la tapa, podría volver. No me gusta pensar que personas extrañas anden fisgando alrededor de la cabaña y que usted esté aquí sola.

—Estoy perfectamente segura. Además, tengo una pistola. Sólo quiero que se me deje en paz para descansar. Por favor, ¡no se preocupe por mí!

Cordelia pudo detectar la nota de desesperación, casi de histeria, en su propia voz.

Pero la señorita Markland parecía no oír. De pronto, se arrodilló delante de Cordelia y empezó a hablar muy excitada. Sin consideración y sin compasión, le estaba confiando a la joven su terrible historia, una historia de su hijo, el niño de cuatro años, hijo de ella y de su amante, que había atravesado el seto de la cabaña y había caído en el pozo, en el que encontró la muerte. Cordelia trataba de liberarse de aquellos ojos extraviados. Seguramente todo era una fantasía. La mujer debía de estar loca. Y si era cierto, era horrible e inconcebible y ella no podía soportar oírlo. Pasado algún tiempo lo recordaría, recordaría cada palabra, y pensaría en el niño, en su último terror, en sus gritos desesperados llamando a su madre, el agua fría y asfixiante que lo arrastraba hacia la muerte. Viviría la agonía del niño en pesadillas cuando ella reviviese la suya propia. Pero no entonces. A través del torrente de palabras, las autoacusaciones, el terror evocado, Cordelia reconoció la nota de liberación. Lo que para ella había sido horror, para la señorita Markland había sido alivio. Una vida por una vida.

De pronto, Cordelia ya no pudo oír más. Dijo violentamente:

—¡Lo siento! ¡Lo siento! Usted me ha salvado la vida y le estoy agradecida. Pero no puedo soportar escuchar. ¡No la quiero a usted aquí! ¡Por Dios se lo pido, márchese!

Toda la vida recordaría el semblante herido de la mujer, su retirada en silencio. Cordelia no la oyó marcharse, no recordaba la manera en que la puerta se cerró suavemente. Lo único que sabía era que estaba sola. Entonces ya no temblaba, aunque todavía tenía mucho frío. Subió la escalera y se puso el pantalón tejano y después se quitó de alrededor del cuello el jersey de Mark y se lo puso. Cubriría las manchas de sangre de su camisa y el calor resultó enseguida reconfortante. Se movía con mucha rapidez. Buscó las balas, cogió su linterna y salió por la puerta trasera de la cabaña. La pistola estaba aún donde la había dejado, en el hueco del árbol. La cargó y sintió en la mano su forma y peso familiares. Luego se ocultó entre los arbustos y esperó.

Estaba demasiado oscuro para ver la esfera de su reloj de pulsera, pero calculó que debía de haber estado allí, inmóvil entre las sombras, por espacio de casi media hora antes de que sus oídos percibieran el sonido que estaba esperando. Un coche se acercaba descendiendo por el sendero. Cordelia contuvo la respiración. El sonido del motor alcanzó un breve crescendo y luego fue extinguiéndose. El coche había seguido avanzado sin parar. No era corriente que un coche bajase por el sendero después de haber oscurecido y Cordelia se preguntó quién podría ser. De nuevo esperó, y retrocedió más hacia el refugio que le brindaba el saúco para poder apoyar la espalda en la corteza del arbusto. Había estado agarrando con tanta fuerza la pistola que la muñeca derecha le dolía, y pasó el arma a la otra mano e hizo girar despacio la muñeca estirando los dedos.

Otra vez a la espera. Los lentos minutos transcurrían. El silencio era sólo interrumpido por el deslizamiento furtivo en la hierba de algún pequeño animal nocturno y el repentino y salvaje ulular de un búho. Y luego oyó otra vez el sonido de un motor Esta vez el ruido era débil y ya no se aproximaba. Alguien había parado un automóvil más lejos, carretera arriba.

Empuñó la pistola con la mano derecha, y acarició la boca del arma con la izquierda. El corazón le latía tan fuertemente que le parecía que su acelerado martilleo iba a delatarla. Imaginó más que oyó el ligero rechinar de la portezuela, pero el sonido de unos pies que se movían alrededor de la cabaña era inconfundible y claro. Y entonces Cordelia pudo ver al hombre, una figura corpulenta, de ancha espalda, negro contra la luz. Avanzó hacia ella y Cordelia pudo ver su propio bolso colgando de su hombro izquierdo. Este descubrimiento la desconcertó. Había olvidado el bolso por completo. Pero entonces se daba cuenta de por qué se había apoderado de él. Él había querido registrar su contenido en busca de pruebas, pero era importante que, finalmente, el bolso fuera descubierto con su cadáver dentro del pozo.

Fue avanzando con cuidado, de puntillas, con sus largos y simiescos brazos separados rígidamente del cuerpo como una caricatura de un vaquero de película preparado para el rodaje. Cuando llegó al borde del pozo aguardó, y la luna iluminó con su claridad la córnea de sus ojos mientras miraba despacio a su alrededor. Luego se inclinó y palpó en la hierba en busca de la cuerda. Cordelia la había dejado en el sitio en que la señorita Markland la había encontrado, pero algo en ella, alguna ligera diferencia, quizás en la forma en que estaba enrollada, pareció sorprenderle. Se irguió con inseguridad y estuvo un momento con la cuerda oscilando en su mano. Cordelia intentó controlar su respiración. Parecía imposible que él no la oyese, oliese ni viese, que se pareciese tanto a un animal de presa y careciese del instinto apropiado para descubrir al enemigo en la oscuridad. Avanzó. En ese momento estaba junto al pozo. Se inclinó e hizo pasar un cabo de la cuerda a través del aro de hierro.

Cordelia dio un paso fuera de la oscuridad. Sostenía la pistola recta y firmemente, tal como Bernie le había enseñado. Esta vez el blanco estaba muy cerca. Sabía que no dispararía, pero sabía también qué era lo que podía hacer que una persona matase. Dijo en voz alta:

—Buenas noches, señor Lunn.

Cordelia jamás supo si él vio la pistola. Pero por espacio de un segundo inolvidable, mientras la luna salía de unas nubes para navegar por el cielo estrellado, vio su rostro claramente; vio el odio, la desesperación, la agonía y el rictus de terror. Lunn profirió un grito, arrojó el bolso y la cuerda y se precipitó a través del huerto, presa de un ciego pánico. Cordelia se puso a perseguirle, casi sin saber por qué o qué era lo que esperaba conseguir, resuelta tan sólo a impedir que regresara a Garforth House antes que ella. Y, sin embargo, no disparó la pistola.

Pero él llevaba ventaja. Cuando Cordelia se precipitó a través de la portezuela vio que él había aparcado la furgoneta a unos cincuenta metros de la carretera y había dejado el motor en marcha. Corrió en pos de él, pero se dio cuenta de que era inútil hacerlo. La única esperanza que tenía de alcanzarle era coger el Mini. Fue bajando por el sendero palpando en su bolso mientras corría. El libro de oraciones y su libreta de notas no estaban, pero sus dedos tropezaron con las llaves del coche. Abrió el Mini, se precipitó en su interior y lo condujo violentamente hacia la carretera. Las luces posteriores de la furgoneta se encontraban a un centenar de metros delante de ella. No sabía a qué velocidad podía ir, pero dudaba de que corriese más que el Mini. Pisó el acelerador y emprendió la persecución. Viró hacia la izquierda, en dirección a la carretera secundaria, y entonces pudo ver la furgoneta todavía delante de ella. Lunn conducía de prisa y mantenía la distancia. Delante la carretera presentaba una curva y la furgoneta se perdió de vista durante algunos segundos. Debía de estar ya muy cerca del lugar donde la carretera secundaria se unía a la de Cambridge.

Cordelia oyó la colisión antes de que ella misma llegase al lugar, una instantánea explosión de sonido que sacudió los setos e hizo temblar el pequeño coche. Las manos de la joven agarraron fuertemente el volante y el Mini dio una sacudida y se paró. Avanzó corriendo por el recodo y vio ante sí la reluciente superficie de la carretera de Cambridge iluminada por los faros. Se veían formas que corrían. El camión, una enorme masa rectangular, obstruía como una barricada la carretera. La furgoneta había quedado aplastada bajo sus ruedas delanteras como el juguete de un niño. Percibió el olor de gasolina, el grito agudo de una mujer, el chirriar de unos neumáticos al ser frenados. Cordelia se acercó despacio al camión. El conductor se hallaba todavía en su sitio, mirando fijamente ante sí, rígido, con una cara que era una máscara de intensa concentración. La gente le gritaba, extendiendo los brazos. Él no se movía. Alguien, un hombre con un pesado chaquetón de cuero y gafas, dijo:

—Tiene un shock. Lo mejor sería que lo sacáramos.

Tres figuras se movieron entre Cordelia y el conductor. Los hombros se elevaron al unísono. Se produjo un gruñido de esfuerzo. Levantaron al conductor, rígido como un maniquí, dobladas las rodillas, con las manos extendidas como si aún agarrase el inmenso volante. Los hombros se inclinaron sobre él como un cónclave secreto.

Había otras figuras de pie alrededor de la aplastada furgoneta. Cordelia se unió al círculo de caras anónimas. Las puntas de los cigarros brillaban intensamente y disminuían su fulgor como señales luminosas, alumbrando por instantes las manos temblorosas, los ojos desorbitados, horrorizados. Cordelia preguntó:

—¿Está muerto?

El hombre de las gafas respondió lacónico:

—¿A usted qué le parece?

Se oyó la voz de una muchacha que decía tímidamente:

—¿Ha llamado alguien a una ambulancia?

—Sí. Sí. Ese individuo que viaja en el Cortina ha ido a telefonear.

El grupo estaba indeciso. La muchacha y el joven al que cogía del brazo empezaron a retirarse. Otro automóvil paró. Una figura alta se abría paso entre la gente. Cordelia oyó una voz que hablaba alto, en tono autoritario.

—Soy médico. ¿Ha llamado alguien a una ambulancia?

—Sí, señor. La respuesta contenía un tono de deferencia. Se hicieron a un lado para dejar paso al facultativo. Este se volvió hacia Cordelia, quizá por ser la que estaba más cerca.

—Si usted no ha presenciado el accidente, joven, sería mejor que continuase su camino. Y los demás hagan el favor de mantenerse apartados. Nada pueden ustedes hacer. ¡Y apaguen esos cigarrillos!

Cordelia retrocedió despacio hacia el Mini, poniendo cada pie cuidadosamente delante del otro como un convaleciente que intenta sus primeros dolorosos pasos. Condujo con mucho cuidado alrededor del lugar del accidente, colocando el Mini en el margen cubierto de hierba. Se oyó el sonido de unas sirenas que se acercaban. Al tomar una curva de la carretera principal, su espejo retrovisor reflejó de repente un fulgor rojo y Cordelia oyó una explosión seguida de un rugido que fue interrumpido por el grito penetrante de una mujer. Un muro de llamas se extendía a través de la carretera. La advertencia del doctor había llegado demasiado tarde. La furgoneta se había incendiado. Ya no había esperanza para Lunn; pero, al fin y al cabo, nunca la había habido.

Cordelia era consciente de que conducía sin rumbo. Los coches que pasaban le pitaban y le hacían señas con los faros, y un motorista aminoró la marcha y le gritó unas palabras encolerizado. Se apartó de la carretera y apagó el motor El silencio era absoluto. Tenía las manos húmedas y temblorosas. Se las secó con el pañuelo y las puso sobre el regazo, sintiéndolas como si estuviesen separadas del resto de su cuerpo. Apenas se dio cuenta de que un coche que pasaba fue disminuyendo la marcha y se detuvo. Apareció un rostro en la ventanilla. La voz sonaba nerviosa, pero horriblemente insinuante. Por el aliento se conocía que el hombre había bebido.

—¿Algo va mal, señorita?

—Nada. Sólo he parado para descansar.

—Es una lástima descansar sola, una chica tan bonita como usted.

Su mano estaba en la manecilla de la puerta. Cordelia palpó en su bolsillo y sacó la pistola. La acercó a la cara del individuo.

—Está cargada. Váyase inmediatamente o disparo.

La amenaza que había en la voz sonó fría incluso a sus propios oídos. Aquella cara pálida, húmeda, se desintegró por efecto de la sorpresa, dejó caer la mandíbula. El hombre retrocedió.

—Lo siento, señorita. Me equivoqué. No quise ofenderla.

Cordelia esperó a que el hombre se perdiera de vista. Entonces volvió a poner en marcha el motor. Pero sabía que no podía seguir conduciendo. Lo apagó de nuevo. Oleadas de cansancio la invadieron, una marea irresistible, dulce como una bendición, que ni su mente ni su cuerpo extenuados tuvieron la voluntad de resistir. Su cabeza cayó hacia adelante y la joven se quedó dormida.