El discordante parloteo de los pájaros y la intensa clara luz de otro hermoso día despertaron a Cordelia temprano. Permaneció acostada por espacio de varios minutos, desperezándose dentro de su saco de dormir, saboreando el olor del campo, esa sutil y evocadora mezcla de olor de tierra, hierba húmeda y corral de granja. Se lavó en la cocina, tal como evidentemente lo había hecho antes Mark, de pie dentro de la bañera que había llevado del cobertizo y abriendo la boca por la impresión que le causaba el agua fría del grifo que con ayuda de una cacerola iba echando sobre su cuerpo desnudo. En la sencilla vida del campo había algo que predisponía a estas austeridades. Cordelia pensaba que, en cualquier otra circunstancia, no era probable que hubiera sentido el deseo de bañarse con agua fría en Londres o disfrutado tanto con el olor apetitoso que despedía el bacon que se estaba friendo en la sartén, o el aroma de su primera taza de té.
La cabaña estaba inundada por la luz del sol, santuario cálido y amigable desde el cual podía aventurarse a emprender lo que la jornada pudiera depararle. En la tranquila paz de una mañana de verano, el pequeño cuarto de estar no mostraba huellas de la trágica muerte de Mark Callender. El gancho del techo parecía tan inocuo como si jamás hubiera servido para su terrible propósito. El horror del momento en que su linterna había hecho aparecer la hinchada sombra del almohadón balanceándose por efecto de la brisa de la noche tenía entonces la irrealidad de un sueño. Incluso el recuerdo de las precauciones de la noche anterior desencajaba en aquella clara luz del día. Se sentía un poco tonta mientras descargaba la pistola, envolvía las municiones con su ropa interior y volvía a esconder el arma en el saúco, vigilando con atención para cerciorarse de que nadie la estaba observando. Después de fregar los platos y tender el mantel de la mesita de té, fue al extremo del jardín a coger un ramillete de pensamientos, prímulas y reinas de los prados y lo puso encima de la mesa, en una taza.
Había decidido que lo primero que tenía que hacer era buscar a Tata Pilbeam. Aun cuando la mujer nada tuviera que contarle acerca de la muerte de Mark Callender o de la razón por la que abandonó el colegio universitario, podría hablarle de su infancia y de su adolescencia; quizá mejor que nadie, sabía cuál había sido su verdadera naturaleza. Se había preocupado lo suficiente para asistir al funeral y enviar una costosa corona de flores. Había ido a visitarle al colegio en el día de su vigésimo primer cumpleaños. Él quizá se había mantenido en contacto con ella, podía incluso haber confiado en ella. Mark no tenía madre, y Tata Pilbeam pudo haber sido, en algún sentido, una sustituta de su madre.
Mientras conducía su coche hacia Cambridge, Cordelia iba pensando en la táctica que iba a emplear. Probablemente la señorita Pilbeam vivía en algún lugar del distrito y, seguramente, no en la ciudad, puesto que Hugo Tilling sólo la había visto una vez. Por la breve descripción que Hugo había hecho de ella, debía de ser vieja y, muy posiblemente, pobre. Era poco probable, por lo tanto, que hubiese viajado desde lejos para asistir al funeral. Resultaba evidente que no formaba parte del duelo oficial de Garforth House, no había sido invitada por sir Ronald. Según Hugo, ninguna de las personas del grupo había hablado con el resto de los asistentes al acto. Esto difícilmente sugería que la señorita Pilbeam fuese una vieja criada de confianza, casi una persona de la familia. La manera en que sir Ronald había hecho caso omiso de ella en tal ocasión intrigaba a Cordelia, que se preguntaba cuál habría sido la posición de la señorita Pilbeam en la familia.
Si la anciana señora vivía cerca de Cambridge, probablemente habría encargado la corona en una de las floristerías de la ciudad. Los pueblos no solían tener esa clase de servicio. Había sido una corona de flores ostentosa, lo que sugería que la señorita Pilbeam había estado dispuesta a gastar generosamente y, quizás había ido a una de las floristerías más importantes. Seguramente había ido en persona a encargar la corona. Las señoras mayores, aparte el hecho de que rara vez utilizan el teléfono, gustan de atender estos asuntos directamente, pues sospechan con razón, pensaba Cordelia, que sólo el trato cara a cara y el meticuloso recitado de lo que se necesita exactamente pueden garantizar el mejor servicio. Si la señorita Pilbeam había llegado de su pueblo en tren o en autobús, quizás había elegido una tienda que se encontrase cerca del centro de la ciudad. Cordelia decidió iniciar su búsqueda preguntando a los transeúntes si podían recomendarle el nombre de una buena floristería.
Ya había aprendido que Cambridge no era una ciudad idónea para el automovilista. Sacó y consultó el mapa plegable de su guía y decidió dejar el Mini en el aparcamiento cercano a Parker’s Piece. Su búsqueda podría llevar algún tiempo y lo mejor sería efectuarla a pie. No quería exponerse a una multa ni a que su coche sufriera algún daño si lo dejaba en la calle. Consultó su reloj. Pasaban sólo unos minutos de las nueve. Era un buen momento para empezar su jornada.
La primera hora resultó decepcionante. Las personas a las que preguntó se esforzaban por ayudarla, pero sus ideas sobre lo que constituía una floristería de confianza en algún lugar cerca del centro eran peculiares. Cordelia fue enviada a pequeños comerciantes de ultramarinos que vendían, como artículo complementario, algunos ramilletes de flores cortadas, a un suministrador de útiles de jardinería que comerciaba con plantas pero no con coronas, y, una vez, al director de una funeraria. Las dos floristerías que a primera vista parecían posibles nunca habían oído hablar de la señorita Pilbeam y no habían suministrado coronas de flores para el funeral de Mark Callender. Un poco cansada de tanto andar, y como empezaba a desanimarse, Cordelia decidió que toda aquella búsqueda había sido acometida estúpidamente con excesivo entusiasmo. Quizá la señorita Pilbeam había llegado de Bury St. Edmunds o de Newmarket y había comprado la corona en su propia ciudad.
Pero la visita al establecimiento de pompas fúnebres no fue tiempo perdido. En respuesta a su pregunta, le recomendaron el nombre de una firma que suministraba «una clase de coronas muy bonita, señorita, realmente muy bonita». La tienda se hallaba más lejos del centro de la ciudad de lo que Cordelia había esperado. Ya desde la acera le pareció que el establecimiento olía a bodas o a funerales, y cuando abrió la puerta, empujándola, le salió al encuentro una bocanada de aire caliente que se le atascó en la garganta. Había flores por todas partes. Grandes cubos verdes, alineados junto a las paredes, que contenían azucenas, lirios y altramuces; recipientes más pequeños contenían, muy apretadas, caléndulas y alhelíes dobles; había ramos muy apretados de capullos de rosa en tallos sin espinas, todas las flores idénticas en tamaño y color, como si hubieran sido cultivadas en un tubo de ensayo. Macetas de plantas interiores, decoradas con cintas de varios colores, flanqueaban el camino que conducía hacia el mostrador, como una guardia de honor floral.
En la trastienda había dos empleados trabajando. Cordelia las veía a través de la puerta abierta. La más joven, una lánguida y pecosa rubia, era una suerte de ayudante de verdugo, que iba colocando rosas abiertas, cual predestinadas víctimas, encima de una mesa, clasificándolas según el tipo y el color. La de más edad, cuya categoría estaba indicada por una bata mejor ajustada a su cuerpo y cierto aire de autoridad, atravesaba con un alambre cada una de las mutiladas flores y las iba juntando en un enorme lecho de musgo en forma de corazón. Cordelia apartó los ojos de semejante horror.
Una señora rolliza con una blusa de color rosa apareció detrás del mostrador como surgida de la nada. Olía tan fuerte como la tienda, pero evidentemente había decidido que ningún perfume floral corriente pudiera competir con el suyo y había preferido confiar en lo exótico. Olía de modo tan intenso a pino y a polvo de especias para preparar la salsa de curry que el efecto era casi anestesiante.
Cordelia recitó el discurso que traía preparado:
—Vengo de parte de sir Ronald Callender, de Garforth House. Me pregunto si ustedes podrían ayudarnos. Su hijo fue incinerado el tres de junio y su anciana aya tuvo la amabilidad de enviar una corona, en realidad una cruz de rosas rojas. Sir Ronald ha perdido las señas de esa señora y tiene muchísimo interés en escribirle. Su apellido es Pilbeam.
—No creo que realizáramos un encargo de ese tipo el tres de junio.
—Si fuese usted tan amable de mirar en su libro…
De pronto, la joven rubia levantó los ojos de su trabajo y dijo:
—Es Goddard.
—¿Cómo dices, Shirley? —dijo la señora rolliza.
El nombre es Goddard. La tarjeta de la corona ponía Tata Pilbeam, pero la compradora era un tal señora Goddard. Otra señora vino a preguntar de parte de sir Ronald Callender y este fue el nombre que ella dio. La miré. Señora Goddard, Lavender Cottage, Ickleton. Una cruz de un metro veinte de largo en rosas rojas. Seis libras. Ahí figura en el libro.
—Muchísimas gracias —dijo Cordelia, muy contenta. Les dio las gracias a las tres con una sonrisa y salió rápidamente para no enzarzarse en una discusión sobre la otra persona que había ido a preguntar de parte de Garforth House. Eso debió de parecerles extraño, pero no tenía la menor duda de que se entretendrían discutiendo ese asunto cuando ella se hubiera marchado. Lavender Cottage, Ickleton. Fue repitiendo la dirección en su interior hasta que se halló a prudente distancia de la tienda para poder hacer una pausa y anotarla.
Su cansancio parecía haberla abandonado milagrosamente cuando regresó presurosa al aparcamiento del coche. Consultó su mapa. Ickleton era un pueblo cerca del límite de Essex, a unos quince kilómetros de Cambridge. No estaba lejos de Duxford, de modo que tendría que volver sobre sus pasos. Podría estar allí en menos de media hora.
Pero tardó más de lo que esperaba en abrirse paso entre el tráfico de Cambridge y habían transcurrido treinta y cinco minutos cuando llegó a la bella iglesia de pedernal y guijarro de Ickleton, con su esbelto chapitel; condujo el Mini muy cerca de la puerta de la iglesia. Era una tentación echar un vistazo al interior, pero Cordelia supo resistir. La señora Goddard podría estar en aquel momento disponiéndose a coger el autobús para ir a Cambridge. Fue en busca de Lavender Cottage.
Era una pequeña casa de feo ladrillo rojo que se encontraba al final de la calle High. Había sólo una estrecha franja de hierba entre la puerta principal y la calle y no se olía a lavanda ni se veía rastro alguno de dicha planta. El picaporte de hierro, en forma de cabeza de león, cayó pesadamente, sacudiendo la puerta. La respuesta vino, no de Lavender Cottage, sino de la casa de al lado. Apareció una mujer entrada en años, delgada, casi desdentada, que llevaba un delantal con dibujos de rosas. Calzaba zapatillas y cubría su cabeza con un gorro de lana adornado con una borla. La expresión de su cara era la de un vivo interés en los asuntos del mundo en general.
—¿Quería usted ver a la señora Goddard, si no es indiscreción?
—Sí. ¿Podría usted decirme dónde podría encontrarla?
—Sin duda estará en el cementerio. Es donde suele ir cuando hace una mañana tan buena como esta.
—Ahora mismo vengo de la iglesia y allí no he visto a nadie.
—¡Dios la bendiga señorita! ¡No está en la iglesia! Hace muchos años que no nos entierran allí. Su anciano marido está donde la pondrán a ella cuando le llegue la hora, en el cementerio de la calle Hinxton. Siga usted recto, no tiene pérdida.
—Tendré que volver a la iglesia a buscar mi coche —dijo Cordelia. Era evidente que sería vigilada hasta que se perdiera de vista y le pareció necesario explicar por qué se iba en la dirección opuesta a la que acababan de indicarle. La anciana sonrió y saludó con la cabeza, y salió para apoyarse en su puerta y observar mejor cómo iba bajando Cordelia por la calle High, moviendo la cabeza como una marioneta mientras la borla de su gorro danzaba bajo la luz del sol.
Fue fácil dar con el cementerio. Cordelia aparcó el Mini en una adecuada parcela de hierba donde un poste indicaba el sendero que conducía a Duxford, y anduvo los metros que la separaban de las puertas de hierro del cementerio. Había una pequeña capilla de pedernal con un ábside en el extremo oriental y junto a ella un antiguo banco de madera, verde por el liquen y salpicado de excrementos de pájaro, desde el que se divisaba todo el terreno del cementerio. Un ancho camino de césped lo atravesaba y a ambos lados estaban las tumbas, marcadas de diversas maneras con cruces de mármol blancas, lápidas grises, y pequeños círculos herrumbrosos que sobresalían de la hierba y hermosos parterres de flores que se extendían por la tierra recién cavada. Reinaba una gran paz. El terreno de inhumación estaba rodeado de árboles, y sus hojas apenas se movían en el aire tranquilo y caliente. Casi no se oía más que los grillos en la hierba y de vez en cuando el sonido de la campanilla del cercano paso a nivel de un ferrocarril y la sirena de un tren que en aquel momento pasaba.
Sólo había otra persona en el cementerio, una mujer entrada en años que se hallaba inclinada sobre una de las tumbas. Cordelia se sentó tranquilamente en el banco, con los brazos cruzados sobre el regazo, antes de encaminarse silenciosamente, a través del sendero de hierba, hacia donde se encontraba la anciana. Sabía con certeza que aquella entrevista iba a ser crucial y, con todo, paradójicamente, no tenía la menor prisa por iniciarla. Se acercó a la mujer y, sin ser advertida aún, se quedó un momento al pie de la tumba.
Era una mujer bajita, vestida de negro, cuyo anticuado sombrero de paja, con el ala adornada con una ajada redecilla, se hallaba sujeto al pelo mediante un alfiler enorme de cabeza negra. Estaba arrodillada de espaldas a Cordelia, mostrando las suelas de unos deformados zapatos, de los que salían unas piernas delgadas como bastones. Estaba quitando las malas hierbas de la tumba; sus dedos, moviéndose rápidamente sobre la hierba como la lengua de un reptil, iban arrancando plantitas casi imperceptibles. A su lado tenía una cajita en la que de vez en cuando dejaba caer las hierbas que arrancaba.
Después de un par de minutos, durante los cuales Cordelia la estuvo contemplando en silencio, hizo una pausa, satisfecha, y se puso a alisar con la mano la superficie del césped, como queriendo consolar los huesos que había dejado. Cordelia leyó la inscripción grabada con profundidad en la lápida. «A la memoria de Charles Albert Goddard, esposo bienamado de Annie, que abandonó esta vida el 27 de agosto de 1962, a los 70 años de edad. Descanse en paz». Descanse en paz, el epitafio más corriente de una generación para la cual el descanso debía de parecer el último lujo, la suprema bendición.
La mujer descansó un segundo, cargando su cuerpo sobre los talones, y contempló la tumba con satisfacción. Fue entonces cuando se percató de la presencia de Cordelia. Volvió su arrugada cara hacia la joven y dijo sin curiosidad ni incomodidad por su presencia:
—Es una piedra bonita, ¿verdad?
—Sí que lo es. Estaba admirando la inscripción.
—Fue muy bien grabada. Costó un dineral, pero valía la pena. Así durará. La mitad de las inscripciones que hay aquí no durarán, porque son poco profundas. Y eso le quita el placer a un cementerio. A mí me gusta leer las lápidas, me gusta saber quiénes eran las personas y cuándo murieron y cuánto tiempo vivieron las mujeres después de haber enterrado a sus hombres. Eso hace que uno se pregunte cómo se las arreglaron para seguir adelante y si se sentían solas. De nada sirve una lápida si uno no puede leer la inscripción. Naturalmente, esta lápida parece un poco grande, ahora. Es porque les pedí que dejasen espacio para mí. «También a Annie, su mujer, que abandonó esta vida…» y luego la fecha: quedará muy bonito. Ya he dejado el dinero para pagarlo.
—¿Qué texto había pensado usted poner? —preguntó Cordelia.
—¡Oh, ningún texto! «Descanse en paz» será suficiente para ambos. ¿Qué más le vamos a pedir al Señor, pobres de nosotros?
Cordelia dijo:
—Aquella cruz de rosas que usted envió al funeral de Mark Callender era muy bonita.
—Ah, ¿la vio usted? Usted no estaba en el funeral, ¿verdad? Sí, quedé muy satisfecha. Hicieron realmente un buen trabajo, pensé. Pobre muchacho, no tuvo mucho más que eso, ¿verdad? —Miró a Cordelia con bondadoso interés—. ¿De modo que conocía usted al señor Mark? ¿Acaso era usted su novia?
—No, no lo era, pero estoy interesada por él. Es raro que él nunca hablase de usted, su antigua aya.
—Pero es que yo no fui su aya, querida, o, por lo menos, sólo lo fui durante un mes o dos. Era entonces un bebé y yo nada significaba para él. No, yo fui aya de su querida madre.
—Pero usted visitó a Mark el día en que cumplió veintiún años, ¿verdad?
—¿De modo que se lo contó? Yo me alegré de volver a verle después de todos esos años, pero no me habría atrevido a ir a verle por mi cuenta. No habría estado bien, teniendo presente los sentimientos de su madre, a hacer algo que ella me había pedido que hiciese cuando se estaba muriendo. ¿Sabe?, no había visto al señor Mark desde hacía más de veinte años (es extraño, realmente, considerando que no vivíamos muy lejos unos de otros), pero enseguida le reconocí. Se parecía mucho a su madre, pobre muchacho.
—¿Podría usted hablarme de ello? No es por simple curiosidad; es importante para mí saberlo.
Apoyándose en el asa de su cesta, la señora Goddard se puso dificultosamente de pie. Se quitó unas briznas de hierba que se le habían adherido a la falda, palpó en su bolsillo en busca de unos guantes grises de algodón y se los puso. Juntas fueron bajando despacio por el sendero.
—¿Dice usted que es importante? No veo por qué habría de serlo. Ya todo es pasado. Ella está muerta, pobre señora, y él también. Tantas esperanzas y promesas para nada. A nadie he hablado de todo esto, pero, al fin y al cabo, ¿quién habría de preocuparse por saberlo?
—¿Qué le parece si nos sentásemos en este banco y hablásemos un rato?
—No veo por qué no. De momento, no hay prisa por volver a casa. ¿Sabe usted, querida?, yo no me casé hasta los cincuenta y tres años y, sin embargo, echo de menos a mi marido como si nos hubiéramos amado desde niños. La gente dijo que estaba loca por casarme a esa edad, pero ¿sabe?, yo había conocido a su mujer durante treinta años, habíamos ido juntas a la escuela, y también le conocía a él. Si un hombre es bueno para una mujer, será bueno para otra. Eso fue lo que yo calculé y tuve razón.
Estaban sentadas la una al lado de la otra en el banco, contemplando la alfombra de hierba que rodeaba la tumba. Cordelia dijo:
—Hábleme de la madre de Mark.
—Era la señorita Bottley, Evelyn Bottley. Yo trabajé de segunda niñera para su madre antes de que ella naciese. Entonces todavía estaba sólo el pequeño Harry. Murió en la guerra en su primer ataque contra Alemania. Su padre lo llevó muy mal; nadie había para él como Harry, había sido toda la ilusión de su vida. El señor nunca se preocupó verdaderamente por la señorita Evie y esto pudo marcar una diferencia. La gente lo dice, pero yo nunca lo he creído. He conocido a padres que incluso amaron más a un bebé, pobrecillas criaturas inocentes, ¿cómo se las puede culpar? Si usted me lo pregunta, le diré que pensar que ella había matado a su madre sólo fue una excusa para no encariñarse con la niña.
—Sí, yo sé de un padre al que también eso le sirvió de pretexto. Pero no es culpa suya. No podemos obligar a una persona a que nos ame sólo porque nosotros queremos que nos amen.
—Pues es una lástima, querida, porque, de lo contrario, el mundo iría muchísimo mejor. Pero su propia hija, ¡eso no es natural!
—¿Y ella amaba a su padre?
—¿Cómo no podía amarle? No se le puede exigir amor a una criatura si no se le da amor. Pero ella nunca recurrió al ardid de querer agradarle, de ponerle de buen humor. Él era un hombre corpulento, fiero, que hablaba con voz estentórea, como para asustar a una criatura. Le habría ido mejor si hubiera tenido que habérselas con una chiquilla respondona, que no le hubiera tenido miedo.
—¿Qué le ocurrió a ella? ¿Cómo conoció a sir Ronald Callender?
—Él no era sir Ronald entonces, querida. ¡Oh, no! Era Ronny Callender, el hijo del jardinero. Vivían en Harrowgate, ¿sabe? ¡Oh, qué casa tan bonita tenían! Cuando yo entré por primera vez a su servicio, había tres jardineros. Eso fue antes de la guerra, claro. El señor Bottley trabajaba en Bradford; en el comercio de la lana. Pero, bueno, usted me pregunta por Ronny Callender. Le recuerdo bien, un muchacho tenaz, bien parecido, pero que guardaba sus pensamientos para sí mismo. Ese sí que era listo, ¡vaya si lo era! Obtuvo una beca para el instituto y lo hizo muy bien.
—¿Y Evelyn Bottley se enamoró de él?
—Pudo haberse enamorado, querida. ¿Quién puede decir lo que hubo entre ellos cuando eran jóvenes? Pero entonces vino la guerra y él se marchó. Ella quería a toda costa hacer algo útil y la admitieron como enfermera, aunque cómo llegó a los exámenes de medicina es algo que nunca sabré. Y luego volvieron a encontrarse en Londres, tal como se encontraba la gente durante la guerra, y la siguiente cosa que supimos fue que se habían casado.
—¿Y vinieron a vivir aquí, fuera de Cambridge?
—No hasta después de la guerra. Al principio ella siguió con lo de enfermera y él fue enviado a ultramar Tuvo los que los hombres llaman una buena guerra; nosotros lo llamaríamos una mala guerra, me atrevería a decir, todo matanzas y luchas, prisiones y fugas. Esto tenía que haber hecho que el señor Bottley se sintiera orgulloso de él y se reconciliase con ellos por lo del casamiento, pero no fue así. Creo que él creía que Ronny iba por el dinero, porque dinero había en cantidad, no le quepa a usted duda. Puede que tuviera razón, pero ¿quién iba a reprocharle algo al muchacho? Mi madre solía decir: «No te cases por dinero, pero cásate donde lo haya». No hay mal alguno en buscar dinero mientras haya también bondad y gentileza.
—¿Y cree usted que hubo bondad?
—Por lo que yo podía ver, nunca hubo falta de bondad, y ella estaba loca por él. Después de la guerra, fue a Cambridge. Él siempre había querido ser un científico y obtuvo una subvención porque era excombatiente. Ella tenía algún dinero de su padre y compraron la casa en la que él vive ahora, para que pudiera vivir en el hogar mientras estudiaba. Entonces las cosas no eran como ahora, naturalmente. Desde entonces, ha hecho muchas cosas. En aquel momento eran muy pobres y la señorita Evie se las arreglaba prácticamente sin la menor ayuda, sólo con la mía. El señor Bottley solía venir y quedarse con nosotros de vez en cuando. A ella, pobrecilla, le daban miedo estas visitas de su padre. Y entonces el señor Callender terminó los estudios en la universidad y obtuvo un empleo como profesor. Él quería continuar en el colegio universitario para ser profesor o algo por el estilo, pero allí no le quisieron. Solía decir que fue porque no tenía influencias, pero yo pienso que quizá no fuera lo bastante inteligente. En Harrowgate pensábamos que era el chico más inteligente del instituto. Pero, luego Cambridge está lleno de gente inteligente.
¿Y entonces nació Mark?
—Sí, el 25 de abril de 1951, al cabo de nueve años de matrimonio. Nació en Italia. El señor Bottley se puso tan contento de que ella estuviera embarazada que aumentó la asignación, y solían pasar muchas vacaciones en Toscana. Mi señora amaba Italia, siempre la había amado, y pienso que quería que su hijo naciese allí. De lo contrario, no habría ido allí de vacaciones en el último mes de su embarazo. Yo fui a visitarla un mes aproximadamente después de que hubiera regresado, con el bebé, y nunca he visto tan feliz a una mujer. ¡Oh, era un niño precioso!
—Pero ¿por qué fue usted a visitarla? ¿Es que no vivía y trabajaba allí?
—No, querida. No viví ni trabajé allí durante algunos meses. Ella no estaba bien en los primeros días de su embarazo. Pude ver que vivía bajo una gran tensión y era desgraciada y un día el señor Callender me llamó y me dijo que ella estaba contra mí y que tenía que marcharme. Yo no me lo habría creído, pero cuando fui a verla, se limitó a extender la mano y decirme: «Lo siento, Tata, pero pienso que sería mejor que te marchases».
»Ya sé que las mujeres embarazadas tienen caprichos extraños, y el bebé era muy importante para los dos. Pensé que quizá más adelante me pediría que volviese, y así lo hizo, pero no vivía con ellos. Tomé una habitación para dormir en casa de la señora del director general de correos, en el pueblo, y solía dedicar cuatro mañanas a la semana a mi señora y el resto a otras señoras del pueblo. La cosa iba muy bien, realmente, pero cuando no estaba con el niño, lo echaba de menos. No veía con frecuencia a mi señora durante su embarazo, pero una vez nos encontramos en Cambridge. Debió de ser hacia el final de su embarazo. Estaba muy pesada, la pobre, arrastrándose con dificultad de un lado a otro. De momento, fingió que no me había visto y luego lo pensó mejor y cruzó la calle para ir a mi encuentro.
»“Nos vamos a Italia la semana que viene, Tata”, me dijo. “¿No es maravilloso?”.
»Yo le dije: “Si se descuida, querida, ese bebé será un italianito”. Y ella se rio con satisfacción. Parecía estar muy impaciente, como si no pudiera esperar a regresar al sol que tanto apreciaba.
—¿Y qué ocurrió después de que hubo vuelto a casa?
—Falleció al cabo de nueve meses, querida. Nunca había sido fuerte, como le he dicho, y cogió la gripe. Yo ayudé a cuidarla, y habría hecho más, pero el señor Callender quiso cuidarla él mismo. No podía soportar a alguien más cerca de ella. Sólo estuvimos juntas unos pocos minutos antes de que se muriera, y fue entonces cuando me pidió que entregase su libro de oraciones a Mark el día que cumpliese veintiún años. Aún la estoy oyendo: «Dáselo a Mark cuando cumpla veintiún años, Tata. Envuélvelo con cuidado y llévaselo cuando tenga esa edad. No te olvidarás ¿verdad que no?». Yo le dije: «No lo olvidaré, querida, bien lo sabe usted». Entonces dijo una cosa extraña: «Si lo haces, o si te mueres antes de ese momento, o si él no comprende, no importará en realidad. Querrá decir que Dios lo quiere así».
—¿A qué cree usted que se refería?
—¿Quién podría decirlo, querida? Era muy religiosa la señorita Evie, demasiado religiosa para su propio bien, pensaba yo en ocasiones. Yo pienso que deberíamos aceptar nuestras propias responsabilidades, resolver nuestros propios problema y no dejarlo todo en las manos de Dios, como si Él no tuviera suficiente con pensar en el mundo, en el estado en que se encuentra. Pero eso fue lo que ella dijo tres horas antes de morir, y eso fue lo que yo le prometí. Así, cuando el señor Mark cumplió los veintiún años, me informé del colegio en que estaba y fui a verle.
—¿Qué sucedió?
—Oh, juntos pasamos un rato muy feliz. ¿Sabe usted? Su padre nunca le había hablado de su madre. Eso a veces ocurre, cuando muere una esposa, pero opino que un hijo debería saber cosas de su madre. No paraba de hacerme preguntas, sobre cosas que yo creía que su padre ya le habría contado.
»Se alegró de recibir el libro de oraciones. Pocos días después, vino a verme. Me preguntó el nombre del médico que había tratado a su madre. Le dije que era el viejo doctor Gladwin. El señor Callender y ella nunca tuvieron otro médico. Yo a veces pensaba que eso era una lástima, siendo tan frágil la señorita Evie. El doctor Gladwin debía de tener a la sazón setenta años, y aunque había personas que no habrían dicho una palabra en su contra, a mí personalmente nunca me hizo mucha gracia. La bebida, ¿sabe usted, querida? Nunca estaba realmente como para fiarse de él. Pero supongo que hace mucho tiempo que descansa en paz, pobre hombre. De todas maneras, yo le dije el nombre, al señor Mark y él se lo apuntó. Después de eso tomamos té y charlamos un poco y se fue. Ya no volví a verle más.
—¿Y nadie más tiene conocimiento del libro de oraciones?
—Nadie en el mundo, querida. La señorita Leaming vio el nombre de la floristería en mi tarjeta y fue a pedirles mi dirección. Vino aquí el día después del funeral para darme las gracias por mi asistencia, pero pude ver que sólo era curiosidad. Si ella y sir Ronald estaban tan complacidos de verme, ¿qué les había impedido venir a mi encuentro y estrecharme la mano? Ella vino más o menos a sugerir que yo estaba allí sin invitación. ¡Una invitación a un funeral! ¿Quién ha oído semejante cosa?
—¿De modo que usted nada le contó? —preguntó Cordelia.
—A nadie lo he contado más que a usted, querida, y a decir verdad, nunca me gustó esa mujer. No estoy insinuando que hubiese algo entre ella y sir Ronald, al menos mientras vivió la señorita Evie. Nunca oí la menor crítica y ella vivía en un piso en Cambridge, y vivía sola, supongo. El señor Callender la conoció cuando él enseñaba ciencias en una de las escuelas del pueblo. Ella era la profesora de literatura inglesa. No fue hasta después de que muriera la señorita Evie, cuando él montó su propio laboratorio.
—¿Quiere usted decir que la señorita Leaming está graduada en Letras?
—¡Oh, sí, querida! No había estudiado para secretaria. Naturalmente, dejó la enseñanza cuando empezó a trabajar para el señor Callender.
—¿De modo que usted abandonó Garforth House después de que falleciera la señora Callender? ¿No se quedó para cuidar del niño?
—No me lo pidieron. El señor Callender empleó a una de esas chicas recién salidas del colegio y entonces, Mark, cuando era aún sólo un bebé, fue enviado a la escuela. Su padre me dio a entender claramente que no quería que yo viese al niño, y, al fin y al cabo, un padre tiene sus derechos. Yo no quise continuar viendo al señorito Mark sabiendo que su padre no lo aprobaba. Ello sólo habría sido poner al niño en una falsa situación. Pero ahora está muerto y todos le hemos perdido. El forense dijo que se había suicidado y puede que tuviese razón.
Cordelia dijo:
—Yo no creo que se suicidase.
—¿No lo cree, querida? Eso está bien, por su parte. Pero está muerto, ¿no?, de modo que, ¿qué importa ahora? Creo que es hora de que me vuelva a casa. Si no le importa, no la invito a tomar el té, querida. Estoy un poco fatigada hoy. Pero ya sabe dónde puede encontrarme y si alguna vez quiere volver a verme, siempre será bien recibida.
Salieron juntas del recinto del cementerio. Al llegar a las puertas, se separaron. La señorita Goddard dio unos golpecitos a Cordelia en el hombro, con el torpe afecto que habría podido mostrar a un animal, y luego se encaminó despacio hacia el pueblo.
Mientras Cordelia seguía con su coche la curva de la carretera, apareció a la vista el paso a nivel. Acababa de pasar un tren y se estaban levantando las barreras. Tres vehículos habían quedado atrapados en el cruce y el último de la fila se puso en marcha enseguida, y aceleró para adelantar a los dos primeros automóviles mientras avanzaban lentamente dando sacudidas por encima de los raíles. Cordelia vio que era una furgoneta pequeña de color negro.
Más tarde, Cordelia recordaba poca cosa del viaje de regreso a la cabaña. Conducía de prisa, fijaba su atención en la carretera que tenía delante y trataba de dominar su creciente excitación concentrándose en el manejo de los pedales. Llevó el Mini muy cerca del seto delantero, sin preocuparse de si alguien podía verlo. La cabaña estaba y olía tal y como ella la había dejado. Casi había esperado encontrarla saqueada y desaparecido el libro de oraciones. Dando un suspiro de alivio, vio que el blanco lomo del libro aún estaba allí, entre las cubiertas más altas y más oscuras. Cordelia lo abrió. Apenas sabía lo que esperaba encontrar; quizás una dedicatoria, o un mensaje, críptico o llano, una carta doblada entre las hojas. Pero la única dedicatoria que halló posiblemente no guardaba la menor relación importante con el caso. Estaba escrita con una letra trémula, anticuada; la plumilla de acero había garabateado como una araña sus trazos sobre la página. «Para Evelyn Mary en el día de su confirmación, con el amor de su madrina, 5 de agosto de 1934».
Cordelia sacudió el libro. Ningún trozo de papel salió volando de sus hojas. Pasó las páginas rápidamente. Nada. Fue a sentarse en la cama, desconcertada. ¿Había sido absurdo imaginar que había algo importante en el legado del libro de oraciones? ¿Se había levantado Cordelia un prometedor edificio de conjeturas y misterio sobre los confusos recuerdos de una anciana, recuerdos de una acción perfectamente corriente y comprensible… de una madre devota y moribunda que dejaba en herencia a su hijo un libro de oraciones? Y aun suponiendo que no estuviese equivocada, ¿por qué había de encontrarse el mensaje todavía allí? Si Mark hubiese encontrado una nota de su madre, colocada entre las hojas, bien podía haberla destruido después de leerla. Y si él no la hubiese destruido, alguien más podría haberlo hecho. La nota, si había existido, en ese momento ya formaba probablemente parte del montón de ceniza blanca y restos carbonizados de la chimenea de la cabaña.
Hizo un esfuerzo para salir de su desaliento. Todavía había una línea de investigación que seguir; intentaría localizar al doctor Gladwin. Tras reflexionar un breve instante, puso en su bolso el libro de oraciones. Al mirar su reloj vio que era casi la una. Decidió comer un poco de queso y fruta en el jardín y luego dirigirse otra vez a Cambridge para visitar la biblioteca central y consultar la guía médica.
Aún no había transcurrido una hora cuando encontró la información que quería. Sólo había un doctor Gladwin en el registro que pudiera haber atendido a la señora Callender pues era un anciano de más de setenta años, veinte años antes. Era Emlyn Thomas Gladwin, que había hecho sus prácticas como médico en el hospital St. Thomas en 1904. Cordelia anotó la dirección en su agenda: 4 Pratts Way, carretera de Ixworth, Bury St. Edmunds. ¡La ciudad de Edmunds! La que, según Isabelle, ella y Mark habían visitado en su camino hacia el mar.
De modo que, después de todo, el día no se había perdido. Estaba siguiendo los pasos de Mark Callender. Impaciente por consultar un mapa, fue a la sección de atlas de la biblioteca. Eran las doce y cuarto. Si tomaba la carretera A45 directamente a través de Newmarket, podría estar en Bury St. Edmunds en una hora aproximadamente. Si invertía una hora en la visita al doctor y otra en el viaje de regreso, podría estar de nuevo en la cabaña antes de las cinco y media.
Conducía a través de la agradable campiña que rodeaba Newmarket, cuando advirtió que la furgoneta negra la estaba siguiendo. Se hallaba demasiado lejos para ver quién la conducía, pero pensó que era Lunn y que iba solo. Aceleró, tratando de mantener la distancia entre los dos vehículos, pero la furgoneta se aproximó un poco más. No había razón, naturalmente, para que Lunn no pudiera estar conduciendo hacia Newmarket por encargo de sir Ronald Callender pero el reflejo resultaba desconcertante. Cordelia decidió procurar que Lunn la perdiese de vista. La carretera por la que estaba viajando presentaba pocos recodos, y el paisaje no le era familiar. Decidió esperar hasta llegar a Newmarket, y entonces aprovecharía la primera ocasión que se le presentase.
La travesía principal de la ciudad era una maraña de tráfico y todas las bocacalles parecían estar bloqueadas. Cordelia no vio su oportunidad hasta que llegó al segundo semáforo. La furgoneta quedó atrapada en el cruce, a unos cincuenta metros detrás del Mini. Al aparecer la luz verde, Cordelia aceleró rápidamente y giró a la izquierda. Enfiló por la primera travesía a la izquierda, y luego torció a la derecha. Conducía por calles que no le eran familiares; luego, pasados unos cinco minutos, se detuvo en un cruce y esperó. La furgoneta negra no se veía. Aparentemente había conseguido escapar a la vista de Lunn. Esperó otros cinco minutos y entonces retrocedió despacio hacia la carretera principal y se unió al flujo del tráfico que se dirigía hacia el este. Media hora más tarde atravesó Bury St. Edmunds y fue bajando lentamente por la carretera de Ixworth, buscando con los ojos Pratts Way. Lo encontró cincuenta metros más allá: era una calleja formada por una hilera de seis casitas de estuco. Detuvo el coche frente al número cuatro y se acordó de la obediente y dócil Isabelle, a la que se le había dicho que condujese un poco más allá y esperase dentro del coche. ¿Fue porque a Mark le pareció que el Renault blanco llamaba demasiado la atención? Incluso la llegada del Mini había suscitado interés. Había caras en las ventanas superiores y había aparecido misteriosamente un pequeño grupo de niños, arracimados junto a la puerta de una casa vecina y mirándola con grandes e inexpresivos ojos.
El número cuatro pertenecía a una casa de aspecto deprimente; el jardín delantero estaba sin escardar y la valla presentaba boquetes en los que las tablas se habían podrido o habían sido arrancadas. La pintura externa había saltado dejando la madera desnuda y la puerta principal, de color marrón, se había pelado y estaba cubierta de ampollas de pintura provocadas por el sol. Pero Cordelia vio que las ventanas inferiores brillaban y los visillos blancos estaban limpios. La señora Gladwin era probablemente una cuidadosa ama de casa que se esforzaba por mantenerlo todo correctamente, pero demasiado vieja para el trabajo pesado y demasiado pobre para procurarse una ayuda. Cordelia sintió benevolencia hacia ella. Pero la mujer que, al cabo de algunos minutos, abrió la puerta para responder a la llamada hecha con los nudillos por la joven —el timbre estaba estropeado—, fue un decepcionante antídoto a su piedad sentimental. La compasión se extinguió ante aquellos ojos duros y desconfiados, aquella boca de labios apretados como una trampa, aquellos brazos delgados, cruzados como una barrera de hueso a través de su pecho como para repeler todo contacto humano. Era difícil adivinar su edad. Su pelo, atado en la nuca en un pequeño moño, era todavía negro, pero la cara estaba surcada por profundas arrugas y los nervios y las venas resaltaban en el delgado cuello como cordones. Llevaba zapatillas y una bata de algodón de colores chillones. Cordelia dijo:
—Mi nombre es Cordelia Gray. Me preguntaba si podría tal vez hablar con el doctor Gladwin, si está en casa. Se trata de una antigua paciente.
—Está en casa, ¿en qué otro sitio podría estar? Está en el jardín. Es mejor que pase.
La casa olía horriblemente, una amalgama de extrema vejez, excrementos y comida pasada, con una capa odorífera de fuerte desinfectante. Cordelia entró y se dirigió directamente hacia el jardín, haciendo todo lo posible para no mirar el zaguán ni la cocina, porque la curiosidad podía parecer impertinente.
El doctor Gladwin estaba sentado en un alta silla Windsor, colocada al sol. Cordelia nunca había visto a un hombre tan anciano. Parecía llevar un traje de lana, sus pies hinchados estaban embutidos en inmensas zapatillas de fieltro y encima de las rodillas tenía un chal hecho de punto. Sus manos colgaban por encima de los brazos de la silla, como si fuesen demasiado pesadas para las frágiles muñecas, unas manos pecosas y quebradizas como hojas de otoño, que temblaban con suave insistencia. El cráneo, alto y abovedado, del que salían unas pocas cerdas grises, parecía tan pequeño y vulnerable como el de un niño. Los ojos eran como dos pálidas yemas de huevo flotando en sus glutinosas claras veteadas de venas azules.
Cordelia se acercó a él y le llamó cariñosamente por su nombre. No hubo respuesta. La joven se arrodilló en la hierba junto a sus pies y levantó los ojos hacia su cara.
—Doctor Gladwin, quería hablar con usted acerca de una paciente. Hace mucho tiempo. La señora Callender. ¿Recuerda usted a la señora Callender, de Garforth House?
Tampoco hubo respuesta. Cordelia supo que no la habría. Volver a preguntar parecía incluso un ultraje. La señora Gladwin estaba de pie a su lado, como si lo exhibiera ante un mundo que lo contemplaba intrigado.
—¡Adelante, pregúntele! Todo está en su cabeza, ¿sabe usted? Eso es lo que decía siempre. «No estoy para registros y notas. Todo está en mi cabeza».
Cordelia dijo:
—¿Qué le sucedió a su archivo médico cuando dejó la práctica de la medicina? ¿Se hizo cargo de él otra persona?
—Eso es lo que acabo de decirle. Nunca hubo archivo alguno. Y de nada le servirá preguntarme a mí. Lo mismo le dije a aquel muchacho. El doctor se alegró de casarse conmigo cuando necesitaba una enfermera, pero nunca me hablaba de sus pacientes. ¡Oh no, querida! Gastaba todo lo que ganaba en bebida, pero todavía era capaz de hablar sobre la ética médica.
La amargura que había en la voz de la mujer era horrible. Cordelia no pudo sostener con su mirada la mirada de ella. Fue entonces cuando le pareció ver que los labios del viejo se movían. Inclinó la cabeza y captó una sola palabra: «Frío».
—Creo que está tratando de decir que tiene frío. ¿Hay quizás otro chal que se le pudiera poner sobre los hombros?
—¡Frío! ¡Con este sol! Siempre tiene frío.
—Pero quizás otra manta ayudaría. ¿Quiere que vaya a buscarla?
—Déjele estar, señorita. Si quiere cuidar de él, cuide de él. Ya verá cómo disfruta usted manteniéndolo limpio como un bebé, lavándole el culo, cambiándole la ropa de la cama todas las mañanas. Iré a buscarle otro chal, pero al cabo de dos minutos, se lo quitará. No sabe lo que quiere.
—Lo siento —dijo Cordelia, no sabiendo qué hacer. Se preguntaba si la señora Gladwin estaba recibiendo toda la ayuda disponible, si iba a visitarles la enfermera del distrito, si esta había pedido a su médico que tratase de encontrar una cama de hospital. Pero estas eran preguntas inútiles. Incluso ella sabía lo que es rechazar desesperadamente una ayuda, la desesperación que carece ya de la energía necesaria incluso para buscar alivio. Dijo:
—Lo siento; no quiero seguir molestando a ninguno de los dos.
Retrocedieron de nuevo a través de la casa. Pero había una pregunta que Cordelia tenía por hacer. Cuando llegaron a la puerta de la calle, dijo:
—Usted ha hablado de un muchacho que les había visitado. ¿Se llamaba Mark?
—Mark Callender. Preguntaba por su madre. Y luego, unos diez días más tarde, vino a vernos el otro.
—¿Qué otro?
—Era un perfecto caballero. Entró como si fuera el amo. No quiso decir su nombre, pero yo he visto su cara en alguna parte. Pidió ver al doctor Gladwin y yo le hice pasar. Aquel día estábamos sentados en la salita de atrás, porque soplaba un poco de aire. Subió a donde estaba el doctor y dijo: «Buenos días, Gladwin», con voz fuerte, como si hablase a un sirviente. Luego se inclinó y le miró. Después se incorporó, me dijo buenos días y se fue. ¡Vaya, que nos vamos haciendo populares! Algunos más de ustedes, y tendré que cobrar por el espectáculo.
Estuvieron un instante de pie junto a la puerta. Cordelia se preguntaba si debía tenderle la mano, pero le pareció que la señora Gladwin no deseaba que se marchase todavía. De pronto la mujer habló en voz alta y con un tono áspero y desagradable, mirando delante de sí:
—Aquel amigo suyo, el muchacho que vino aquí. Dejó sus señas. Dijo que no le importaría venir a hacer compañía al doctor un domingo si yo quería descansar; dijo que podía preparar para ambos algo para cenar. A mí me haría ilusión ir a ver a mi hermana en Haverhill este domingo. Dígale que puede venir, si quiere.
La capitulación resultaba grotesca, la invitación hecha a regañadientes. Cordelia podía adivinar el esfuerzo que le había costado. Dijo impulsivamente:
—Yo podría venir el domingo, en vez de él. Tengo coche, podría llegar más pronto.
Sería un día perdido para sir Ronald Callender, pero no se lo cobraría. Y hasta un detective tenía realmente derecho a un día de descanso en domingo.
—No querrá la compañía de una chica. Hay que ayudarle en cosas para las que hace falta un hombre. Simpatizó con aquel muchacho. Me di cuenta. Dígale que puede venir.
Cordelia se volvió hacia la mujer.
—Vendría, yo sé que lo haría. Pero no puede. Está muerto.
La señora Gladwin no habló. Cordelia extendió una mano y le tocó la manga. No hubo respuesta. Dijo en voz baja:
—Lo siento. Ahora me iré.
Y estuvo a punto de añadir: «Si nada hay que pueda hacer por ustedes». Pero se detuvo a tiempo. Nada había que ella ni alguna otra persona pudiera hacer.
Volvió la cabeza para mirar una vez, mientras la carretera discurría hacia Bury, y vio la rígida figura todavía de pie junto a la puerta.
Cordelia no estaba segura de lo que la había decidido a parar en Bury y permanecer durante diez minutos en los jardines de la Abadía. Pero sentía que no podía regresar a Cambridge sin antes sosegar su espíritu, y la vista de la hierba y las flores a través de la puerta normanda resultaba irresistible. Aparcó el Mini en Angel Hill, luego atravesó los jardines en dirección a la orilla del río. Allí estuvo cinco minutos sentada, tomando el sol. Recordó que tenía que anotar en su libreta el dinero que había gastado en gasolina y palpó dentro del bolso en busca de la libreta. Su mano sacó el blanco libro de oraciones. Estaba allí, sentada tranquilamente, pensando. Supongamos que ella hubiera sido la señora Callender y hubiera querido dejar un mensaje, un mensaje que Mark encontrase y pudiera pasar inadvertido para otros buscadores. ¿Dónde lo pondría? La respuesta parecía puerilmente sencilla. Seguramente en algún lugar de la página en la que estaba la colecta, el evangelio y la epístola para el día de San Marcos. Él había nacido el 25 de abril. Y le habían puesto el nombre del santo. Rápidamente encontró el lugar. Bajo la clara luz del sol reflejada por el agua del río, vio lo que, al hojear el libro precipitadamente, había pasado por alto. Allí frente a la dulce petición de Cranmer para recibir la gracia de resistir el maligno influjo de la falsa doctrina, había un pequeño jeroglífico tan débilmente trazado que la marca que había dejado en el papel era poco más que una tiznadura. Cordelia vio que era un grupo de letras y cifras.
E M C
A A
14.1.52
Las tres primeras letras, naturalmente, eran las iniciales de la madre de Mark. La fecha debía de ser de cuando escribió el mensaje. ¿No había dicho la señora Goddard que la señora Callender había muerto cuando su hijo contaba unos nueve meses? Pero ¿y las dos aes? La mente de Cordelia buscó rápidamente una multitud de asociaciones antes de recordar la tarjeta que había encontrado en la cartera de Mark. Seguramente aquellas dos letras debajo de unas iniciales sólo podían indicar una cosa, el grupo sanguíneo. Mark era B. Su madre era AA. Sólo existía una razón por la que ella querría que él tuviera aquella información. El paso siguiente consistía en descubrir el grupo sanguíneo de sir Ronald Callender.
Lanzó casi una exclamación de triunfo, mientras atravesaba corriendo los jardines, y volvió a conducir el Mini hacia Cambridge. No había pensado en las implicaciones de este descubrimiento y tampoco en si eran válidos sus argumentos. Pero al menos tenía algo que hacer, al menos tenía una guía. Conducía deprisa, desesperada por llegar a la ciudad antes de que cerrasen la oficina de correos. Allí, parecía recordar era posible obtener una copia de la lista del Ayuntamiento de los médicos locales. Se la entregaron. Y, entonces, a buscar un teléfono. Sólo sabía de una casa en Cambridge en la que tendría la oportunidad de que la dejasen telefonear en paz durante una hora. Se dirigió al número 57 de la calle Norwich.
Sophie y Davie estaban en casa jugando al ajedrez en el cuarto de estar, la cabeza rubia y la cabeza castaña casi tocándose por encima del tablero. No mostraron la menor sorpresa cuando Cordelia les pidió usar el teléfono para hacer una serie de llamadas.
—Voy a pagarlo, naturalmente. Haré la cuenta.
—Supongo que querrás la habitación para ti, ¿no? —dijo Sophie—. Terminaremos la partida en el jardín Davie.
Con una bendita falta de curiosidad se llevaron el tablero de ajedrez con cuidado a través de la cocina y lo colocaron sobre la mesa del jardín. Cordelia acercó una silla a la mesa y se sentó con su lista. Era terriblemente larga. No existía una pista por donde empezar, pero quizá lo mejor sería empezar por aquellos doctores con prácticas de grupo y direcciones próximas al centro de la ciudad. Empezaría por ellos, tachando sus nombres después de cada llamada. Recordó otra perla referida por Bernie acerca de la sabiduría del comisario: «La resolución requiere una paciente persistencia que llega a la obstinación». Pensaba en él mientras marcaba el primer número. ¡Qué jefe tan insoportablemente exigente e irritante tenía que haber sido! Pero ya sería con seguridad viejo: cuarenta y cinco años por lo menos. En estos momentos probablemente ya estaría un poco gastado.
Pero una hora de obstinación resultó infructuosa. Sus llamadas eran invariablemente respondidas; una ventaja de telefonear al consultorio de un cirujano era que el aparato estaba atendido por una persona, no por un contestador automático. Pero las respuestas, dadas con cortesía, con brusquedad o en tono de prisa por una variedad de interlocutores, desde los doctores mismos hasta amables mujeres dispuestas a transmitir un mensaje, eran las mismas. Sir Ronald Callender no era paciente de aquel doctor. Cordelia repetía su fórmula. «Siento mucho haberle molestado. Debo de haber entendido mal el nombre».
Pero al cabo de casi setenta minutos de marcar números, la suerte le sonrió. Respondió la mujer del médico.
—Temo que se haya equivocado usted. Es el doctor Venables el médico de la familia de sir Ronald Callender.
¡Era estar de suerte, ciertamente! El doctor Venables no figuraba en la lista preliminar de Cordelia y para llegar a la V habría tardado al menos otra hora. Fue recorriendo los nombres con el dedo e hizo la última llamada.
Respondió la enfermera del doctor Venables. Cordelia pronunció su preparado discurso:
—Llamo de parte de la señorita Leaming de Garforth House. Siento molestarles, pero ¿sería usted tan amable de recordarnos el grupo sanguíneo de sir Ronald Callender? Quiere saberlo antes de la Conferencia de Helsinki del próximo mes.
—Un momento, por favor.
Hubo una breve espera; el rumor de pasos que volvían.
—Sir Ronald pertenece al grupo A. Yo de usted lo anotaría bien. Su hijo hizo una llamada hará cosa de un mes preguntando lo mismo.
—¡Gracias, muchísimas gracias! Tendré cuidado en hacer una nota. —Cordelia decidió asumir un riesgo y añadió—: Es que soy nueva aquí, ayudando a la señorita Leaming, y la otra vez ella me dijo que lo anotase, pero yo, estúpida de mí, me olvidé de hacerlo. En el caso de que ella llamase, por favor, no le diga que he tenido que molestarla a usted de nuevo.
La voz rio, indulgente con la falta de eficiencia de los jóvenes. Al fin y al cabo, era poco probable que le hubiese ocasionado una gran molestia.
—No se preocupe, no se lo diré. Me alegro de que al final haya encontrado a alguien para que la ayudase. Espero que todos estén bien.
—¡Oh, sí! Todos están estupendamente.
Cordelia colgó el auricular. Miró por la ventana y vio que Sophie y Davie en aquel momento habían terminado su partida y estaban guardando de nuevo las piezas en la caja. Habían terminado a tiempo. Sabía la respuesta que darían a su pregunta, pero, con todo, tenía que comprobarlo. La información era demasiado importante para confiarla a su vago recuerdo de las leyes de Mendel sobre la herencia, sacadas del capítulo acerca de la sangre y la identidad del libro de Bernie sobre medicina forense. Davie lo sabría. El medio más rápido era preguntárselo en ese momento. Pero no podía preguntárselo a Davie. Ello significaría volver a la biblioteca pública y tendría que darse prisa si quería estar allí antes de que cerrasen.
Pero llegó a tiempo. La bibliotecaria, que ya se había acostumbrado a verla, se mostró tan servicial como siempre. Rápidamente le entregó a Cordelia el libro de consulta necesario. Cordelia comprobó lo que ya sabía. Un marido y una mujer que pertenezcan los dos al grupo sanguíneo A no pueden engendrar un hijo del grupo B.
Cordelia estaba muy cansada cuando regresó a la cabaña. Habían sucedido muchas cosas durante un solo día; había hecho muchos descubrimientos. Parecía imposible que menos de doce horas antes hubiera emprendido la búsqueda de Tata Pilbeam con sólo una vaga esperanza de que aquella mujer, si es que la encontraba, pudiera proporcionarle una pista de la personalidad de Mark Callender, pudiera contarle algo acerca de sus años de formación. Se sentía alegre por el éxito de la jornada, inquieta por la emoción, pero también exhausta mentalmente para intentar desenredar la maraña de conjeturas que yacía en el fondo de su mente. De momento, los hechos aparecían desordenados. No había una estructura clara, ninguna teoría que explicase de manera inmediata el misterio del nacimiento de Mark, el terror de Isabelle, el secreto conocimiento de Hugo y Sophie, el obsesivo interés de la señora Markland por la cabaña, las sospechas casi reacias del sargento Maskell, los hechos extraños y las incongruencias inexplicadas que rodeaban la muerte de Mark.
Se ocupó en cosas de la casa con la energía física que le infundía el cansancio mental. Fregó el suelo, encendió fuego encima del montón de cenizas de la chimenea por si al anochecer hacía frío, quitó la mala hierba del parterre de la parte trasera, luego se hizo una tortilla de champiñones y la comió sentada, como seguramente lo hacía Mark, a la sencilla mesa. Lo último que hizo fue ir a buscar la pistola al lugar donde la tenía escondida y la puso sobre la mesilla, al lado de la cama. Cerró con llave cuidadosamente la puerta trasera y corrió las cortinas de la ventana, y comprobó una vez más que los sellos estaban intactos. Pero no puso en equilibrio la tapa de cacerola encima de la puerta. Esa noche aquella particular precaución parecía pueril e innecesaria. Encendió la vela al lado de su cama y luego fue a escoger un libro. La noche estaba en calma, sin viento; la llama de la vela ardía sin que un soplo de aire la hiciera vacilar Afuera aún no había oscurecido, pero el jardín estaba silencioso, rota la paz sólo por el lejano crescendo de un coche en la carretera principal o por el grito de un ave nocturna. Y entonces, vagamente entrevista a través del crepúsculo, divisó una figura junto a la portezuela. Era la señorita Markland. La mujer titubeó, con la mano en el pestillo, como si se preguntase si debía entrar o no en el huerto. Cordelia se deslizó hacia un lado, con la espalda arrimada a la pared. La borrosa figura estaba tan quieta que parecía que percibiera la presencia de alguien que la vigilaba y se hubiera quedado paralizada como un animal al que han sorprendido. Entonces, transcurridos dos minutos, se alejó y se perdió entre los árboles del huerto. Cordelia se relajó, tomó un ejemplar de The Warden de entre los libros de Mark y se deslizó en el interior de su saco de dormir Media hora después, apagó la vela de un soplido y estiró confortablemente su cuerpo en espera del lento descenso en el sueño.
Se revolvió nerviosa en la cama en las primeras horas del día y se despertó de pronto, con los ojos inmensamente abiertos en la penumbra. El tiempo yacía suspendido; el aire tranquilo estaba expectante, como si el día hubiese sido cogido por sorpresa. Cordelia podía oír el tictac de su reloj de pulsera, encima de la mesilla y, junto a él, el curvo y reconfortante contorno de la pistola, el negro cilindro de su linterna. Permanecía acostada, prestando oído a los ruidos de la noche. Era tan extraño vivir en aquellas horas tranquilas, ya que casi siempre transcurría el tiempo durmiendo o soñando, que uno se acercaba a ellas como a tientas y sin práctica, como una escritura recién nacida. No era consciente de temor alguno, solamente de una paz que lo abarcaba todo, una suave lasitud. La respiración de Cordelia llenaba la habitación, y el aire, tranquilo y limpio, parecía respirar al unísono con ella.
De repente, se dio cuenta de qué era lo que la había despertado. Unos visitantes se acercaban a la cabaña. Subconscientemente, en alguna breve pausa de sueño inquieto, debió de haber reconocido el sonido de un automóvil. Entonces el rechinar de la portezuela, el rumor de unos pies, furtivos como un animal en la maleza, un débil e interrumpido murmullo de voces. Abandonó su saco de dormir y se acercó sigilosamente a la ventana. Mark no había intentado limpiar los cristales de las ventanas delanteras; quizá no había tenido tiempo, quizás había celebrado que su suciedad sirviera para ocultar el interior de la cabaña a los ojos indiscretos. Cordelia frotó desesperadamente con los dedos la superficie cuya costra de suciedad había ido creciendo con los años. Pero finalmente sintió la fría lisura del cristal. La fricción de sus dedos produjo un sonido estridente como el chillido de un animal, hasta el punto de pensar que este ruido podía traicionarla. A través de la estrecha franja de cristal limpió, miró en dirección al huerto.
El Renault quedaba casi oculto por el alto seto, pero pudo ver la parte delantera del coche brillando junto a la portezuela y la luz de los dos faros, que como dos lunas gemelas iluminaban la vereda. Isabelle llevaba una prenda de vestir larga y muy ajustada; su pálida figura temblaba como una onda contra la oscuridad del seto. Hugo era solamente una negra sombra a su lado. Pero entonces se volvió y Cordelia vio el brillo de la blanca pechera de una camisa. Los dos llevaban trajes de etiqueta. Subían juntos y en silencio por el sendero y cambiaron unas breves palabras ante la puerta de delante, luego se encaminaron hacia la esquina de la cabaña.
Cordelia cogió rápidamente su linterna sin hacer ruido, y, descalza, bajó presurosa la escalera y atravesó el cuarto de estar para abrir la puerta trasera, que estaba cerrada con llave. La llave giró fácil y silenciosamente dentro de la cerradura. Casi sin atreverse a respirar, retrocedió de nuevo entre las sombras, al pie de la escalera. Fue el momento oportuno. La puerta se abrió dejando entrar un poco de luz más pálida. Oyó la voz de Hugo:
—Un momento, voy a encender una cerilla.
La cerilla iluminó un instante los dos rostros de expresión grave, los inmensos y aterrados ojos de Isabelle. Luego se apagó. Oyó la maldición murmurada por Hugo y seguida del ruido que hizo al encender otra cerilla. Esta vez la sostuvo en alto. La cerilla iluminó la mesa, el gancho del techo, mudo acusador; la vigilante figura que se hallaba al pie de la escalera. Hugo quedó boquiabierto; su mano hizo un movimiento brusco y la cerilla se apagó. Inmediatamente, Isabelle empezó a chillar.
La voz de Hugo sonó aguda:
—Qué demonios…
Cordelia encendió su linterna y avanzó unos pasos.
—Soy yo, Cordelia.
Pero Isabelle nada podía oír. Los gritos subieron de tono con tal estridente intensidad que Cordelia casi temió que pudieran oírlos los Markland. El sonido no era humano, parecía el chillido de un animal aterrorizado. Fue interrumpido por el movimiento oscilante del brazo de Hugo; el sonido de una bofetada; una boca que se abría, asombrada. Hubo luego un segundo de absoluto silencio, y después Isabelle se desplomó en los brazos de Hugo, sollozando silenciosamente.
Hugo se volvió bruscamente hacia Cordelia:
—¿Por qué demonios has tenido que hacerlo?
—¿Hacer qué?
—Le has dado un terrible susto, al estar aquí espiando. De todas maneras, ¿qué haces aquí?
—Lo mismo podría preguntaros yo a vosotros.
—Hemos venido a recoger el Antonello que Isabelle le prestó a Mark cuando vino a cenar con él y a curarse de cierta morbosa obsesión con este lugar Hemos estado en el baile del Pitt Club. Nos ha parecido una buena idea entrar aquí en nuestro camino hacia casa. Es evidente que ha sido una idea estúpida. ¿Hay aquí algo para beber?
—Sólo una cerveza.
—¡Oh Dios mío, Cordelia, tendría que haber algo más fuerte! Ella lo necesita.
—No hay algo más fuerte, pero haré café. Mientras tanto, enciende tú el fuego.
Cordelia puso de pie la linterna encima de la mesa y encendió el quinqué, y puso baja la mecha, luego ayudó a Isabelle a sentarse en una de las sillas que estaban al lado de la chimenea.
La joven temblaba. Cordelia fue a buscar uno de los gruesos jerseis de Mark y se lo puso alrededor de los hombros. La leña empezó a llamear bajo las cuidadosas manos de Hugo. Cordelia fue a la cocina a hacer café y colocó la linterna de lado sobre el alféizar de la ventana para que alumbrase el infiernillo de queroseno. Encendió el más potente de los dos quemadores y tomó del estante un jarro de loza marrón, los dos vasos de borde azul y una taza para ella. En una segunda taza desportillada estaba el azúcar Tardó sólo un par de minutos en hervir media tetera de agua y verterlo sobre los granos de café. Podía oír la voz de Hugo desde el cuarto de estar, baja, apremiante, consoladora, intercalada en las respuestas monosilábicas de Isabelle. Sin esperar a que hirviese el café, lo puso en la única bandeja que había, una bandeja de estaño adornada con un dibujo del castillo de Edimburgo, y lo llevó al cuarto de estar y lo colocó en la chimenea. La leña crepitaba y ardía y una lluvia de brillantes chispas cayó y fue a adornar con estrellas el vestido de Isabelle. Luego un tizón de mayor tamaño empezó a arder con viva llamarada.
Mientras se inclinaba hacia adelante para remover el café, Cordelia vio un pequeño escarabajo que corría desesperadamente a lo largo de uno de los pequeños troncos. Cogió una ramita de la chimenea y se la presentó para ayudarle a escapar. Pero esto confundió aún más al escarabajo, que dio la vuelta, presa del pánico, y retrocedió corriendo hacia la llama y finalmente fue a caer dentro de una grieta de la madera. Cordelia se preguntó si el animalito llegó a darse brevemente cuenta de su terrible fin. Encender un fuego con una cerilla era un acto trivial capaz de causar tal agonía, tal terror.
Dio a Isabelle y a Hugo sus vasos y tomó ella el suyo. El reconfortante olor del café recién hecho se mezcló con el olor resinoso de la leña que ardía. El fuego proyectaba largas sombras en el suelo embaldosado y el quinqué iluminaba suavemente sus rostros. Con seguridad, pensaba Cordelia, ningún sospechoso de asesinato había sido interrogado en un ambiente tan confortable. Hasta Isabelle había perdido su temor. Ya fuese por la tranquilidad que le ofrecía el brazo de Hugo rodeándole los hombros, el estímulo del café o el calor de hogar y el crepitar del fuego, parecía hallarse casi cómoda.
Cordelia dijo a Hugo:
—Has dicho que Isabelle estaba morbosamente obsesionada con este lugar. ¿Por qué habría de estarlo?
—Isabelle es muy sensible; no es tan dura como tú.
Cordelia pensó para sus adentros que todas las mujeres bellas eran duras —de lo contrario, ¿cómo podrían sobrevivir?— y que las fibras de Isabelle bien podrían compararse, por su elasticidad, con las suyas. Pero nada ganaría con desafiar las ilusiones de Hugo. La belleza era frágil, transitoria, vulnerable. La sensibilidad de Isabelle debía protegerse. Las duras podían cuidar de sí mismas. Dijo:
—Según tú, ella sólo estuvo aquí una vez anteriormente. Sé que Mark Callender murió en este cuarto, pero no es probable que esperéis que yo me crea que se siente afligida a causa de Mark. Hay algo que los dos sabéis y sería mejor que me lo contaseis ahora. Si no lo hacéis, tendré que informar a sir Ronald Callender de que Isabelle, tu hermana y tú estáis de algún modo implicados en la muerte de su hijo y a él corresponderá decidir si ha de llamar o no a la policía. No me imagino a Isabelle enfrentada a un interrogatorio, incluso el más suave, de la policía. ¿Y tú, Hugo?
Incluso para Cordelia sonaron estas palabras como un pequeño y pedante discurso, una infundada acusación respaldada por una vacua amenaza. Casi esperaba que Hugo las acogiese entre divertido y desdeñoso. Pero él la miró un instante como si valorase más de lo debido la realidad del peligro. Luego dijo con toda tranquilidad:
—¿Tú no puedes aceptar mi palabra de que Mark murió por su propia mano y de que si llamas a la policía, ello causará mi infelicidad y tristeza a su padre, a sus amigos y no servirá absolutamente de la menor ayuda para nadie?
—No, Hugo, no puedo.
—Entonces, si te contamos lo que sabemos, ¿prometerás que no trascenderá de aquí?
—¿Cómo puede ir más allá de prometeros que voy a creer lo que me digáis?
De pronto, Isabelle gritó:
—¡Oh, díselo, Hugo! ¿Qué importa?
Cordelia dijo:
—Creo que debéis hacerlo. Creo que no tenéis otra alternativa.
—Eso parece. Está bien. —Dejó el vaso de café en la chimenea y miró hacia el fuego—. Te dije que habíamos ido (Sophie, Isabelle, Davie y yo) al Arts Theatre la noche en que murió Mark, pero esto, probablemente habrás adivinado, fue cierto sólo en sus tres cuartas partes. Sólo quedaban tres localidades cuando fui a la taquilla, de modo que las asignamos a los tres que con mayor probabilidad disfrutarían con la obra. Isabelle va al teatro más para ser vista que para ver y se aburre con un espectáculo en el que figuren menos de cincuenta artistas, de manera que fue a ella a la que dejamos de lado. Olvidada así por su amante habitual, muy razonablemente fue a buscar consuelo en el siguiente.
—Mark no era mi amante, Hugo —dijo Isabelle, con una sonrisa.
Hablaba sin rencor ni resentimiento. Se trataba de poner los puntos sobre las íes.
—Lo sé. Mark era un romántico. Nunca llevaba a una chica a la cama, ni a cualquier otro lugar que yo pudiera saber, hasta que consideraba que existía entre ellos una adecuada profundidad de comunicación personal, o algo así, según su jerga. En realidad, eso es injusto. Es mi padre el que emplea esas frases terriblemente vacías de significado. Pero Mark coincidía en esa idea en general. Dudo de que pudiera gozar del sexo hasta estar convencido de que él y la chica estaban enamorados. Había unos preliminares necesarios, como el desnudarse. Supongo que con Isabelle la relación no había alcanzado las profundidades necesarias, no había logrado la esencial conexión emocional. Era sólo cuestión de tiempo, naturalmente. Por lo que respecta a Isabelle, Mark era capaz de engañarse a sí mismo como el resto de nosotros.
La voz, alta y ligeramente titubeante, sonaba con un ribete de celos.
Isabelle dijo, lenta y pacientemente, como si se tratase de una madre dando una explicación a un niño voluntariamente obtuso:
—Mark nunca hizo el amor conmigo, Hugo.
—Es lo que estoy diciendo. ¡Pobre Mark! Cambió la sustancia por la sombra y ahora no tiene ni lo uno ni lo otro.
—Pero ¿qué ocurrió aquella noche?
Cordelia hablaba a Isabelle, pero fue Hugo quien respondió.
—Isabelle vino en coche hasta aquí y llegó poco después de las siete y media. Las cortinas estaban corridas en la ventana posterior, la de delante es de todas maneras impenetrable, pero la puerta estaba abierta. Entró. Mark ya estaba muerto. Su cuerpo colgaba de ese gancho con una correa. Pero su aspecto no era el que tenía cuando lo encontró la señorita Markland a la mañana siguiente. —Volviéndose hacia Isabelle, añadió—. Cuéntaselo tú.
La joven titubeó un instante. Hugo se inclinó hacia adelante y la besó ligeramente en los labios.
—Anda, díselo. Hay algunas cosas desagradables contra las cuales todo el dinero de papá no puede protegerte del todo, y esta es una de ellas, querida.
Isabelle volvió la cabeza y miró con atención hacia los cuatro rincones de la estancia como para convencerse de que los tres estaban realmente solos. Los iris de sus ojos, de notable belleza, aparecían de color de púrpura ante la luz del fuego. Se inclinó hacia Cordelia con algo de la confidencial fruición con que una aldeana se dispone a comunicar la noticia del último escándalo. Cordelia vio que el pánico la había abandonado. Las angustias de Isabelle eran elementales, violentas pero efímeras, fáciles de calmar Habría guardado el secreto mientras Hugo le hubiese aconsejado que lo hiciese, pero se alegraba de que le ordenase desvelarlo. Probablemente su instinto le decía que la historia, una vez contada, perdería el aguijón de terror. Dijo:
—Pensé que vendría a ver a Mark y quizá cenaríamos juntos. Mademoiselle de Congé no se encontraba bien y Hugo y Sophie se hallaban en el teatro y yo me aburría. Vine a la puerta trasera porque Mark me había dicho que la de delante no se abriría. Creí que podía verle en el huerto, pero no estaba allí, sólo la laya en la tierra y sus zapatos junto a la puerta. De modo que abrí la puerta empujándola. No llamé porque creía que sería una sorpresa para Mark.
Vaciló y bajó los ojos hacia el vaso de café, haciéndolo girar entre sus manos.
—¿Y entonces? —preguntó Cordelia.
—Y entonces le vi. Estaba colgado ahí con el cinturón, de ese gancho del techo. ¡Cordelia, fue espantoso! Estaba vestido como una mujer, con un sostén negro y unas bragas de encaje también negras. Nada más. ¡Y su cara! Tenía pintados los labios, totalmente, Cordelia, ¡como un payaso! Era terrible, pero también divertido. Yo quería reír y gritar al mismo tiempo. No parecía Mark. No parecía en absoluto un ser humano. Y encima de la mesa había tres fotografías. Unas fotografías que no eran bonitas, Cordelia. Fotografías de mujeres desnudas.
Sus grandes ojos se clavaron en los de Cordelia, que miraba con la vista extraviada, sin comprender. Hugo dijo:
—No mires así, Cordelia. Fue espantoso para Isabelle entonces y desagradable pensar en ello ahora. Pero no es algo infrecuente. Sucede. Es probablemente una de las aberraciones sexuales más inofensivas. Él a nadie implicaba más que a él mismo. Y no tenía la intención de matarse; sólo tuvo mala suerte. Imagino que la hebilla del cinturón resbaló y él no pudo evitarlo.
Dijo Cordelia:
—No lo creo.
—Me imaginé que no podrías. Pero es verdad, Cordelia. ¿Por qué no te vienes con nosotros y telefoneamos a Sophie? Ella lo confirmará.
—No necesito una confirmación del relato de Isabelle. Ya la tengo. Quiero decir que todavía no creo que Mark se suicidase.
Tan pronto como hubo hablado, supo que había sido un error No debía haber revelado sus sospechas. Pero ya era demasiado tarde y había algunas preguntas que tenía que hacer. Veía la cara de Hugo, su rápido movimiento de impaciencia ante la obstinación de ella. Y entonces detectó un sutil cambio en su estado de ánimo; ¿era irritación, temor, contrariedad?
Cordelia habló directamente a Isabelle.
—Has dicho que la puerta estaba abierta. ¿Te fijaste en la llave?
—Estaba en este lado de la puerta. Lo vi cuando salí.
—¿Y las cortinas?
—Estaban como ahora, corridas.
—¿Y dónde estaba el lápiz de labios?
—¿Qué lápiz de labios, Cordelia?
—El que se utilizó para pintarle los labios a Mark. No estaba en los bolsillos de sus tejanos, de lo contrario, la policía lo habría encontrado, así que, ¿dónde estaba? ¿Lo viste sobre la mesa?
—Sobre la mesa no había más que las fotografías.
—¿De qué color era el lápiz de labios?
—Púrpura. Un color de vieja. Nadie escogería tal color, creo yo.
—Y la ropa interior, ¿podrías describirla?
—¡Oh, sí! Era de M & S. La reconocí.
—¿Quieres decir que reconociste aquellas prendas porque acaso eran tuyas?
—¡Oh no, Cordelia! No eran mías. Yo nunca llevo ropa interior negra. Sólo quiero algo blanco en contacto con mi piel. Pero eran de la clase que suelo comprar. Siempre compro la ropa interior en M & S.
Cordelia reflexionó sobre el hecho de que Isabelle quizá no fuese una de las mejores clientas de los almacenes, pero ningún otro testigo habría sido más fiable en cuanto se refiere a los detalles, particularmente tratándose de ropa. Incluso en aquel momento de absoluto terror y revulsión, Isabelle se había fijado en el tipo de prendas interiores. Y si decía que no había visto el lápiz de labios, entonces era porque el lápiz de labios no había estado allí para que pudiera verlo.
Cordelia prosiguió diciendo, inexorable:
—¿Tocaste algo, quizás el cuerpo de Mark, para ver si estaba muerto?
Isabelle estaba perpleja. Ella podía desenvolverse con los hechos de la vida, pero no con los hechos de la muerte.
—¡Yo no podía tocar a Mark! No toqué nada. Y sabía que estaba muerto.
Hugo dijo:
—Un ciudadano respetable, sensible y cumplidor de la ley habría buscado el teléfono más próximo y llamado a la Policía. Afortunadamente, Isabelle no es ninguna de estas cosas. Su instinto le indicó que viniera a verme a mí. Esperó a que hubiese terminado la obra y entonces fue a reunirse con nosotros fuera del teatro. Cuando salimos, ella estaba paseando arriba y abajo en la otra acera. Davie, Sophie y yo volvimos aquí con ella en el Renault. Sólo nos detuvimos brevemente en la calle Norwich para recoger la cámara fotográfica y el flash de Davie.
—¿Por qué?
—Fue idea mía. Evidentemente no teníamos intención de dejar que la policía y Ronald Callender supieran de qué manera había muerto su hijo. Nuestra idea fue simular un suicidio. Planeamos vestirle con su propia ropa, limpiarle la cara y luego dejar que lo encontrase otro. No pensábamos falsificar una nota de suicidio; eso era un refinamiento que se hallaba fuera de nuestro alcance. Recogimos la cámara para poderlo fotografiar tal como estaba. No sabíamos que estuviéramos infringiendo alguna ley por simular un suicidio, pero debe de existir una. En estos días, no puedes prestar el menor servicio a tus amigos sin que resulte mal interpretado por la policía. Queríamos tener alguna prueba de la verdad por si surgía alguna pega. Todos queríamos a Mark, cada uno a su manera, pero no lo suficiente para exponernos a ser acusados de asesinato. Sin embargo, nuestras intenciones se vieron frustradas. Alguien más llegó aquí primero.
—Habladme de ello.
—Nada hay que contar. Les dijimos a las dos chicas que esperasen en el coche: Isabelle, porque ya había visto suficiente, y Sophie porque Isabelle estaba demasiado asustada para que se la dejase sola. Además, parecía un detalle hacia Mark el mantener alejada a Sophie, impedir que le viese. ¿No te parece extraño, Cordelia, este interés que uno tiene en no herir la susceptibilidad de los muertos?
Pensando en su padre y en Bernie, Cordelia dijo:
—Quizá solamente cuando las personas están muertas es cuando podemos con seguridad mostrar lo mucho que nos preocupábamos por ellas. Sabemos que es demasiado tarde para que ellos hagan algo.
—Cínico pero cierto. De todas maneras, nada había aquí que pudiéramos hacer nosotros. Encontramos el cuerpo de Mark y esta habitación tal como lo describió la señorita Markland en la investigación. La puerta estaba abierta, las cortinas corridas. Mark estaba desnudo, con excepción de sus tejanos. No había fotografías de revista sobre la mesa ni lápiz de labios en su cara. Pero había una nota de suicidio en la máquina de escribir y un montón de ceniza en la chimenea. Aparentemente, el visitante había realizado un trabajo completo. No nos entretuvimos. Alguien más, quizás alguien de la casa, podría volver en cualquier momento. Entonces era muy tarde, admitámoslo, pero parecía una noche adecuada para que la gente viniera a fisgonear. Mark debió de tener más visitantes aquella noche que en todo el tiempo que estuvo en la cabaña; primero, Isabelle; luego, el desconocido samaritano, después nosotros.
Cordelia pensó que tenía que haber ido alguien antes que Isabelle. El asesino de Mark había estado allí primero. De pronto, preguntó:
—Alguien me gastó una estúpida broma anoche. Cuando volvía de la fiesta, había un almohadón colgado de ese gancho. ¿Lo hiciste tú?
Si su sorpresa no era auténtica, Hugo era un actor mejor de lo que Cordelia había considerado posible.
—¡Claro que no lo hice yo! Yo creía que tú vivías en Cambridge, no aquí. ¿Y por qué tenía que hacerlo?
—Para persuadirme a abandonar el caso.
—¡Pero habría sido una tontería! ¿Verdad que ello no te habría persuadido? Podría amedrentar a algunas mujeres, pero no precisamente a ti. Nosotros queríamos convencerte de que nada había que investigar acerca de la muerte de Mark. Esa clase de broma no habría hecho más que convencerte de que lo había. Alguien más estaba intentando asustarte. Lo más probable es que se tratase de la misma persona que vino después de nosotros.
—Lo sé. Alguien se arriesgó por Mark. Él (o ella) no quiere que yo ande husmeando por aquí. Pero se habría librado mejor de mí contándome la verdad.
—¿Cómo podía saber esta persona si podía confiar en ti? ¿Qué vas a hacer ahora, Cordelia? ¿Volver a la ciudad?
Hugo procuraba conservar en su voz un tono de naturalidad, pero Cordelia detectó una cierta ansiedad subyacente. Respondió:
—Espero que sí. Primero tengo que ver a sir Ronald. Y no te preocupes, ya se me ocurrirá lo que debo decirle.
La aurora teñía de rosa la parte oriental del cielo y el primer coro de pájaros replicaba ruidosamente al nuevo día antes de que Hugo e Isabelle se marchasen. Se llevaron el Antonello. Cordelia vio cómo se lo llevaban y sintió cierto pesar, como si algo de Mark estuviese abandonando la cabaña. Isabelle examinó atentamente el cuadro con graves ojos de profesional antes de ponérselo bajo el brazo. Cordelia pensó que la joven era probablemente lo suficientemente generosa con sus posesiones, tanto personas como cuadros, con tal de que sólo estuvieran en préstamo y fueran devueltas prontamente al ser reclamadas y en el mismo estado en que se hallaban cuando ella las prestó. Observó desde la puerta delantera cómo el Renault, conducido por Hugo, salía de la sombra del seto. Levantó la mano en un formal gesto de despedida, como una fatigada anfitriona que despide a sus últimos invitados, luego regresó a la cabaña.
El cuarto de estar parecía vacío y frío sin ellos. El fuego, se apagaba y le añadió las pocas astillas que quedaban y sopló sobre ellas para avivar la llama. Se movió inquieta por la pequeña estancia. Estaba demasiado excitada para volver a la cama, aunque aquella noche corta y perturbada la había fatigado en exceso. Pero su mente estaba atormentada por algo más fundamental que la falta de sueño. Por primera vez era consciente de que tenía miedo. El mal existía —no hacía falta una educación de convento para convencerla de esa realidad— y había estado presente en aquel cuarto. Algo allí había sido más fuerte que el vicio, la dureza, la crueldad o la conveniencia. El Mal. Cordelia no dudaba de que Mark había sido asesinado, pero ¡con qué diabólica inteligencia lo habían hecho! Si Isabelle contase su historia, ¿quién no creería que no había muerto accidentalmente, sino por su propia mano? Cordelia no tenía necesidad de hacer referencia a su libro sobre medicina forense para saber qué le parecería el caso a la policía. Como había dicho Hugo, tales casos no eran muy infrecuentes. Él, como hijo de un psiquiatra, habría oído hablar o leído acerca de ellos. ¿Quién más lo sabría? Con toda probabilidad cualquier persona razonablemente sofisticada. Pero no podía haber sido Hugo. Hugo tenía una coartada. A Cordelia se le revolvió la mente ante la idea de que Davie y Sophie pudiesen haber participado en semejante horror. Pero, qué extraño que hubiesen ido a buscar la cámara fotográfica. Incluso la compasión que pudieran haber sentido había sido superada por el propio interés. ¿Habrían sido capaces Hugo y Davie de estar allí, bajo el grotesco cadáver de Mark, discutiendo tranquilamente la distancia y la exposición antes de hacer la fotografía que, en caso necesario, les exoneraría de culpa a expensas de él?
Entró en la cocina para hacer té, deseando librarse de la maligna fascinación de aquel gancho del techo. Antes casi no la había preocupado, en ese momento resultaba tan inoportuno como un fetiche. Parecía haber aumentado de tamaño desde la noche anterior, estar creciendo todavía al levantar Cordelia los ojos compulsivamente hacia él. Y el mismo cuarto de estar parecía haberse encogido; ya no era un lugar de refugio, sino una celda claustrofóbica, basta e ignominiosa como una cámara de ejecución. Hasta el aire de aquella clara mañana estaba impregnado del repugnante olor del mal.
Mientras esperaba que hirviese el agua de la tetera se dedicó a reflexionar sobre las actividades del día. Aún era demasiado pronto para teorizar; estaba demasiado aterrorizada para pensar racionalmente en sus nuevos conocimientos. El relato de Isabelle había complicado, no iluminado el caso. Pero aún quedaban por descubrir hechos importantes. Seguiría adelante con el programa que ya se había trazado. Ese mismo día iría a Londres a examinar el testamento del abuelo de Mark.
Pero todavía habían de transcurrir dos horas antes de que llegase el momento de poner manos a la obra. Había decidido ir a Londres en tren y dejar el coche en la estación de Cambridge, ya que esto resultaría más rápido y más cómodo. Era irritante tener que pasar un día en la ciudad, cuando el meollo del misterio se encontraba de un modo tan evidente en el condado de Cambridge, pero por una vez no le apenaba la perspectiva de abandonar la cabaña. Desconcertada e inquieta, iba sin rumbo fijo de una habitación a otra, y empezó a vagar por el huerto, ansiosa por marcharse. Finalmente, desesperada, cogió la laya y terminó de revolver la hilera que Mark había empezado. No estaba segura de que esto fuese sensato: la labor interrumpida de Mark formaba parte de la prueba de su asesinato. Pero pocas personas, entre ellas el sargento Maskell, lo habían visto, y podrían testificar, en caso necesario, y la vista del trabajo sólo en parte realizado y de aquella laya todavía hincada en el suelo resultaba insoportablemente irritante. Cuando la hilera estuvo concluida, Cordelia se sintió más tranquila y siguió revolviendo la tierra sin descanso por espacio de una hora antes de limpiar cuidadosamente la laya y colocarla con los otros útiles en el cobertizo del jardín.
Al fin llegó el momento de irse. El parte meteorológico de las siete había pronosticado tormentas con relámpagos y truenos en el sudeste del país, de modo que se puso el traje de chaqueta, las prendas de más abrigo que había llevado consigo. No lo había usado desde la muerte de Bernie y descubrió que la franja de la cintura le iba incómodamente floja. Había perdido algo de peso. Tras pensarlo un momento, sacó del maletín de la escena del crimen el cinturón de Mark y se lo ciñó con dos vueltas alrededor de su cintura. No experimentó la menor repugnancia al sentirse estrechamente rodeada por el cuero. Era imposible creer que algo que él hubiese tocado o poseído pudiera asustarla o entristecerla. La fuerza y pesadez del cuero tan cerca de su piel resultaban, incluso, oscuramente reconfortantes y tranquilizadoras, como si aquel cinturón fuese un talismán.