III

New Hall, con su aspecto bizantino, con su patio hundido y su brillante vestíbulo con cúpula como una naranja mondada, trajo a la mente de Cordelia la idea de un harén; de acuerdo, un harén propiedad de un sultán de ideas liberales y con extraña predilección por las chicas inteligentes, pero un harén, al fin y al cabo. El colegio universitario era seguramente demasiado bonito para que pudiese inducir a un estudio serio. Tampoco estaba segura de si aprobaba la agresiva feminidad de su ladrillo blanco, la amanerada belleza de los estanques, poco hondos, en los que unos peces rojos se deslizaban como sombras de sangre por entre los nenúfares, con sus vástagos hábilmente plantados. Cordelia concentró su crítica en el edificio; ello contribuyó a evitar que se sintiera intimidada.

No había ido a la portería a preguntar por la señorita Tilling, temiendo que esta quisiera conocer el asunto que la llevaba allí o se negase a recibirla; parecía prudente limitarse a entrar y confiar en la suerte. La suerte estuvo con ella. Después de preguntar dos veces infructuosamente por la habitación de Sophie Tilling, una estudiante que caminaba de prisa volvió la cabeza para decirle:

—No vive en el colegio, pero ahora está allí sentada en el césped con su hermano.

Cordelia salió de la sombra del patio hacia el claro sol y por el césped mullido como musgo en dirección al pequeño grupo. Había cuatro estudiantes recostados en la olorosa hierba. Los dos Tilling eran inconfundiblemente hermano y hermana. El primer pensamiento que tuvo Cordelia fue que le recordaban a un par de retratos prerrafaelistas, con su cabeza robusta de cabellos oscuros, sostenida por un cuello insólitamente corto, y su nariz recta por encima de un labio superior curvo y breve. Al lado de la vigorosa distinción de los dos hermanos, la segunda muchacha era toda suavidad. Si era la que había visitado a Mark en la cabaña, la señorita Markland tuvo razón al decir que era hermosa. Poseía un rostro ovalado con una fina nariz, boca pequeña pero bien formada y ojos rasgados, de un azul sorprendentemente profundo, que conferían a su cara un aspecto oriental en contraste con el color claro de su piel y su larga cabellera rubia. Llevaba un vestido que le llegaba a los tobillos, de fino algodón estampado de color malva, abrochado en la cintura pero sin otra sujeción. El apretado corpiño le sostenía los turgentes senos y la falda caía abierta mostrando unos ajustados pantalones cortos del mismo tejido. Por lo que Cordelia pudo observar, no llevaba nada más. Iba descalza y sus piernas largas y bien torneadas no habían sido bronceadas por el sol. Cordelia reflexionó sobre el hecho de que aquellos muslos blancos y voluptuosos debían encerrar mayor carga erótica que una ciudad entera de extremidades tostadas por el sol y de que la muchacha lo sabía. La belleza morena de Sophie Tilling sólo servía de fondo a esta otra belleza más fina, más seductora.

A primera vista, el cuarto miembro del grupo era de aspecto más corriente. Era un joven robusto, con barba, pelo rojizo rizado y cara ancha, y se hallaba recostado al lado de Sophie Tilling.

Todos ellos, excepto la chica rubia, llevaban tejanos viejos y camisas de algodón de cuello abierto.

Cordelia se había acercado al grupo y estuvo de pie, junto a ellos, por espacio de unos breves segundos, antes de que tuvieran tiempo de advertir su presencia. Dijo:

—Estoy buscando a Hugo y Sophie Tilling. Mi nombre es Cordelia Gray.

Hugo Tilling levantó los ojos y dijo:

—Lo que Cordelia debe hacer es amar y callar.

Cordelia dijo:

—Las personas que sienten la necesidad de hacer chistes con mi shakesperiano nombre, generalmente me preguntan por mis hermanas. Resulta muy aburrido.

—Tiene que serlo. Lo siento. Yo soy Hugo Tilling, esta es mi hermana, ella es Isabelle de Lasterie y él es Davie Stevens.

Davie Stevens se incorporó como un muñeco en una caja de resorte y emitió un amistoso «Hola».

Miró a Cordelia fijamente, como intrigado. Cordelia se preguntaba acerca de este Davie. Su primera impresión del pequeño grupo, influida quizá por la arquitectura del colegio universitario, había sido la de un sultán que estaba reposando con dos de sus favoritas y asistido por el capitán de la guardia. Pero, al tropezarse sus ojos con la firme e inteligente mirada de Davie Stevens, aquella impresión se desvaneció. Sospechó que, en aquel serrallo, era el capitán de la guardia la personalidad dominante.

Sophie Tilling inclinó la cabeza y dijo:

—Hola.

Isabelle no habló, pero una sonrisa bella aunque inexpresiva se extendió por su cara. Hugo dijo:

—¿No quieres sentarte, Cordelia Gray, y explicarnos la naturaleza de tus necesidades?

Cordelia se arrodilló con cuidado, temiendo mancharse con la hierba la fina cabritilla de su falda. Era una extraña manera de entrevistar a unos sospechosos —sólo que, naturalmente, aquellas personas no eran sospechosas—, arrodillada como un ser suplicante delante de ellos. Dijo:

—Soy una detective privada. Sir Ronald Callender me ha contratado para averiguar por qué murió su hijo.

El efecto de sus palabras fue asombroso. Los miembros del pequeño grupo, que hasta aquel momento habían estado allí relajados, descansando como guerreros extenuados, se pusieron instantáneamente rígidos por la sorpresa, como si se hubiesen convertido en mármol. Después, casi imperceptiblemente, fueron tranquilizándose. Cordelia podía oír el lento fluir de su reprimida respiración. Miró la cara de aquellos muchachos. Davie Stevens parecía el menos afectado. Esbozó una sonrisa medio triste, con interés pero sin preocupación, y dirigió una rápida mirada a Sophie como de complicidad. La mirada no fue correspondida; ella y Hugo miraban fijamente al frente. Cordelia tuvo la impresión de que los dos Tilling evitaban cuidadosamente mirarse el uno al otro. Pero era Isabelle la que parecía más afectada. Abrió la boca y se llevó la mano a la cara, como una actriz de segunda categoría, simulando sorpresa. Sus ojos se ensancharon hasta insondables profundidades de un azul violeta y luego los volvió hacia Hugo, en desesperada demanda de ayuda. Estaba tan pálida que Cordelia casi esperaba que se desmayase. Pensó. «Si me encuentro en medio de una conspiración, ya sé quién es el más débil de sus miembros».

Hugo Tilling dijo:

—Nos dices que Ronald Callender te ha empleado para averiguar por qué murió Mark, ¿no?

—¿Es eso tan extraordinario?

—Lo encuentro increíble. No mostró particular interés por su hijo cuando estaba vivo, ¿por qué empieza a tenerlo ahora que está muerto?

—¿Cómo sabes que no mostró interés?

—Esa es la idea que yo tenía.

Cordelia dijo:

—Bien, está interesado ahora, aunque sólo se trate del impulso de un científico por descubrir la verdad.

—Entonces, más le valdría que no se apartase de su microbiología y descubriese el modo de hacer que el plástico fuese soluble en agua salada, o cosas así. Los seres humanos no son susceptibles de su clase de tratamiento.

Davie Stevens dijo, afectando indiferencia:

—No sé cómo puedes apechugar con ese arrogante fascista.

Esta frase tocó demasiadas fibras en la memoria de Cordelia. Voluntariamente ignorante, dijo:

—Yo no pregunté cuál es el partido político que apoya sir Ronald.

Hugo se echó a reír.

—Davie no quiere decir eso. Con la palabra fascista Davie quiere decir que Ronald Callender sustenta algunas opiniones insostenibles. Por ejemplo, que todos los hombres puede que no hayan sido creados iguales, que el sufragio universal es posible que no contribuya forzosamente a la felicidad general de la humanidad, que las tiranías de la izquierda no son perceptiblemente más liberales ni soportables que las tiranías de la derecha, que el hecho de que los negros maten negros supone una pequeña mejora con respecto al hecho de que los blancos maten negros en lo que se refiere a las víctimas y que el capitalismo puede que no sea responsable de todos los males que son herencia de la carne, desde la adicción a las drogas hasta la mala sintaxis. Yo no sugiero que Ronald Callender defienda todas o alguna de estas reprensibles opiniones. Pero Davie piensa que sí.

David lanzó un libro contra Hugo y dijo sin enfadarse:

—¡Cállate! Hablas como el Daily Telegraph. Y estás aburriendo a nuestra visitante.

Sophie Tilling preguntó de pronto:

—¿Fue sir Ronald el que sugirió que nos interrogase?

—Él dijo que erais amigos de Mark; os vio en la investigación y en el funeral.

Hugo se echó a reír.

—Por Dios, ¿es esa la idea que él tiene de la amistad?

Cordelia dijo:

—Pero ¿estuvisteis o no?

—Fuimos a la investigación, sí, todos nosotros, menos Isabelle, que, pensamos, habría resultado más decorativa que fiable. Fue algo aburrido. Hubo una gran cantidad de irrelevantes pruebas médicas acerca del estado del corazón, pulmones y aparato digestivo de Mark. A juzgar por ellas, habría seguido viviendo eternamente si no se hubiese puesto un cinturón alrededor de su cuello.

—Y al funeral, ¿fuisteis también?

—Estuvimos en el crematorio de Cambridge. Una ceremonia poco lucida. Sólo éramos seis los presentes, además de los dos de la funeraria; nosotros tres, Ronald Callender aquella secretaria o ama de llaves suya y una vieja vestida de negro, que proyectó un aire más bien lúgubre a todo aquello, pensé yo. En realidad, hasta tal punto parecía una vieja criada de la familia, que sospecho que era una policía disfrazada.

—¿Por qué? ¿Tenía ese aspecto?

—No, pero es que tú tampoco tienes el aspecto de una detective.

—¿No tienes idea de quién pudiera ser?

—No, no fuimos presentados; no fue un funeral con camaradería. Ahora lo recuerdo, ninguno de nosotros dijo una sola palabra a los otros. Sir Ronald llevaba una máscara de duelo público: el rey llorando la muerte del príncipe heredero.

—¿Y la señorita Leaming?

—Hacía el papel de reina consorte; tenía que haber llevado un velo negro sobre el rostro.

—Yo pensé que su dolor era bastante real —dijo Sophie.

—No puedes decirlo. Nadie puede decirlo. Define el dolor, vamos, define lo que es real.

De pronto, Davie Stevens habló, dejándose caer boca abajo sobre la hierba como un perro juguetón.

—A mí la señorita Leaming me pareció bastante afectada. Digamos también de paso que a aquella vieja la llamaban Pilbeam; de todas maneras, ese era el nombre que figuraba en la corona.

Sophie se echó a reír.

—¿Aquella horrible cruz de rosas con la tarjeta con el borde negro? Yo podía haber adivinado que procedía de ella, pero ¿cómo lo sabes tú?

—Porque miré, cielo. Los de la funeraria sacaron la corona del ataúd y la apoyaron contra la pared, y yo eché una ojeada. La tarjeta rezaba: «Con sincera condolencia de Tata Pilbeam».

Sophie dijo:

—Ahora me acuerdo de que lo hiciste. ¡Qué gesto tan bellamente feudal! ¡Pobre viejecita, debió de gastarse mucho dinero en esa cruz!

—¿Habló Mark alguna vez acerca de una tal Tata Pilbeam? —preguntó Cordelia.

Se miraron rápidamente unos a otros. Isabelle negó con la cabeza. Sophie dijo:

—A mí, no.

Hugo Tilling respondió:

—Nunca habló de ella, pero pienso que la vi una vez antes del funeral. Llegó al colegio hará una seis semanas, precisamente el día en que Mark cumplía veintiún años, y pidió hablar con él. Yo estaba en aquel momento en la portería y Robbins me preguntó si Mark estaba en el colegio. Ella subió a la habitación de él y estuvieron juntos como cosa de una hora. Yo la vi cuando se marchaba, pero él no me la mencionó entonces ni más tarde.

Y poco después, pensó Cordelia, dejó la universidad. ¿Podía haber alguna relación? Había sólo una ligera pista, pero tendría que seguirla.

Movida por una curiosidad que parecía a la vez perversa e irrelevante, preguntó:

—¿Había otras flores?

—Encima del ataúd había un sencillo ramo de flores de jardín. Ninguna tarjeta. De la señorita Leaming, supongo. No creo que fuese el estilo de sir Ronald.

Cordelia dijo:

—Vosotros erais sus amigos. Habladme de él, por favor.

Se miraron unos a otros como para decidir quién debía hablar. Su perplejidad era casi palpable. Sophie Tilling estaba arrancando hojitas de hierba y las hacía rodar en sus manos. Sin levantar los ojos, dijo:

—Mark era una persona muy reservada. No estoy segura de hasta qué punto le conocía cualquiera de nosotros. Era callado, amable, autosuficiente, poco ambicioso. Era inteligente sin ser listo. Era muy amable; se preocupaba por las personas, pero sin abrumarlas con su interés por ellas. Tenía poco amor propio, pero esto no parecía preocuparle. No creo que haya más que podamos decir sobre él.

De pronto, Isabelle habló con voz tan baja que Cordelia apenas pudo oírla. Dijo:

—Era de una gran dulzura.

Hugo dijo con súbita impaciencia airada:

—Era dulce y está muerto. Eso es todo. No podemos decirte más que esto acerca de Mark Callender Ninguno de nosotros le vio después de largarse del colegio. No nos consultó antes de marcharse y tampoco nos consultó antes de matarse. Era, como te ha dicho mi hermana, una persona muy reservada. Sugiero que le dejes en su carácter reservado.

—Oye —dijo Cordelia—, fuisteis a la investigación, fuisteis al funeral. Si habíais dejado de verle, si tan poco interés sentíais por él, ¿por qué os molestasteis?

—Sophie fue por afecto. Davie fue porque fue Sophie. Yo fui por curiosidad y respeto; mi aire de despreocupado no debe hacerte pensar que no tengo corazón.

Cordelia continuó obstinadamente:

—Alguien le visitó en la cabaña en la tarde en que murió. Alguien tomó café con él. Yo tengo la intención de averiguar quién fue esa persona.

¿Fue su imaginación la que hizo creer que esta noticia les sorprendía? Sophie Tilling estaba a punto de hacer una pregunta, cuando su hermano intervino rápidamente:

—Ninguno de nosotros fue allí. La noche en que Mark murió, nosotros estábamos en la segunda fila de la galería del Arts Theatre viendo una obra de Pinter. No sé si podría probarlo. Dudo de que la taquillera conserve la lista de aquella noche, pero yo reservé las localidades y es posible que ella me recuerde. Si te empeñas en ser aburridamente meticulosa, probablemente pueda presentarte a un amigo que conocía mi intención de llevar a un grupo a ver la obra; a otro que vio por lo menos a alguno de nosotros en el bar durante el descanso; y a otro con el que posteriormente hablé de la representación. Esto nada probará, mis amigos forman un conjunto homogéneo. Sería para ti más sencillo que admitieses que estoy diciendo la verdad. ¿Por qué habría de mentir? Los cuatro estuvimos en el Arts Theatre la noche del veintiséis de mayo.

Davie Stevens dijo en tono sosegado:

—¿Por qué no le dices a ese arrogante cabrón de Callender que se vaya al infierno y deje a su hijo en paz y luego tú te buscas un lindo y sencillo caso de robo?

—O de asesinato —dijo Hugo Tilling.

Como obedeciendo a algún código, empezaron a levantase, juntando sus libros y sacudiéndose los trocitos de hierba de su ropa. Cordelia les siguió a través de los patios y fuera del colegio. Formando aún un grupo silencioso, se encaminaron hacia un Renault blanco aparcado en el patio anterior.

Cordelia llegó hasta ellos y habló directamente a Isabelle.

—¿Te gustó la obra de Pinter? ¿No te dio miedo aquella terrible escena última, cuando Wyatt Gillman es muerto a tiros por los nativos?

Resultó tan fácil, que Cordelia casi se despreció a sí misma. Los inmensos ojos violeta se agrandaron intrigados.

—¡Oh, no!, no tuve miedo en absoluto. Estaba con Hugo y los otros, ¿sabes?

Cordelia se volvió hacia Hugo Tilling.

—Al parecer, tu amiga no conoce la diferencia entre Pinter y Osborne.

Hugo se estaba acomodando en el asiento del conductor. Torció el cuerpo para abrir la portezuela trasera para Sophie y Davie. Dijo tranquilamente:

—Mi amiga, como dices tú, vive en Cambridge, y va a los sitios sin la mirada escrutadora de una carabina, me complazco en decirlo, con el fin de aprender inglés. Hasta ahora sus progresos han sido irregulares y en algunos aspectos decepcionantes. Uno nunca puede estar seguro de hasta qué punto mi amiga ha comprendido.

Empezó a oírse el ruido del motor. El coche comenzó a moverse. Fue entonces cuando Sophie Tilling sacó la cabeza por la ventanilla y dijo, como obedeciendo a un impulso:

—No me importa hablar de Mark si piensas que va a servirte de algo. No te servirá, pero, si quieres, puedes venir a mi casa esta tarde, el 57 de la calle Norwich. No tardes; Davie y yo iremos al río. Tú también puedes venir, si te apetece.

El coche aceleró la marcha. Cordelia lo siguió con los ojos hasta que se perdió de vista. Hugo levantó la mano en irónica despedida, pero ninguno de ellos volvió la cabeza.

Cordelia fue murmurando la dirección para sí misma hasta que quedó anotada con seguridad: el número 57 de la calle Norwich. ¿Era esa la dirección donde se alojaba Sophie, o quizás una casa de huéspedes para estudiantes, o es que su familia vivía en Cambridge? Bien, pronto lo averiguaría. ¿Cuándo debía llegar? Demasiado pronto indicaría que estaba excesivamente ansiosa; si llegaba demasiado tarde, a lo mejor ya se habrían ido al río. Sea cual fuere el motivo que había inducido a Sophie Tilling a hacer aquella tardía invitación, Cordelia ya no tenía que perder contacto con ellos.

Sabían algo sospechoso; eso había sido evidente. ¿Por qué, si no, habían reaccionado tan fuertemente a su llegada? Querían que los hechos de la muerte de Mark Callender quedasen tal como estaban. Tratarían de persuadirla, engatusarla, incluso avergonzarla, para que abandonase el caso. ¿La amenazarían también?, se preguntaba. Pero ¿por qué? La teoría más verosímil era que estaban encubriendo a alguien. Pero, de nuevo, ¿por qué? Un asesinato no era un asunto como llegar tarde al colegio, una infracción venial de las reglas que un amigo perdonaría y ocultaría automáticamente. Mark Callender había sido amigo suyo. Alguien a quien él conocía y en quien había confiado le había atado fuertemente una correa al cuello, había contemplado y escuchado su agonía por asfixia y había suspendido su cuerpo de un gancho como si se tratara del cuerpo de una res muerta. ¿Cómo podía compaginarse aquel espantoso conocimiento con la mirada ligeramente divertida y apesadumbrada que Davie Stevens dirigió a Sophie, con la cínica tranquilidad de Hugo, con los ojos amistosos y llenos de interés de Sophie? Si eran conspiradores, entonces eran unos monstruos. ¿E Isabelle? Si estaban encubriendo a alguien, lo más probable era que fuese a ella. Pero Isabelle de Lasterie no podía haber asesinado a Mark. Cordelia recordaba aquellos frágiles hombros inclinados, aquellas manos inútiles, casi transparentes al sol, las largas uñas pintadas, como elegantes garras rosadas. Si Isabelle era culpable, no había actuado sola. Sólo una mujer alta y muy robusta podía haber levantado aquel cuerpo inerte hasta la silla para suspenderlo del gancho.

La calle Norwich era de dirección única y, al principio, Cordelia se acercó a ella desde la dirección equivocada. Tardó algún tiempo en hallar el camino para retroceder hasta la calle Hills, pasar por delante de la iglesia católica romana y bajar por la cuarta a la derecha. La calle estaba escalonada con pequeñas casas de ladrillo, evidentemente victorianas de la primera época. También era evidente que la calle estaba en su punto ascendente. La mayoría de las casas parecían bien cuidadas; la pintura de las puertas principales, idénticas, era reciente y brillante; sencillos visillos habían sustituido los encajes de las ventanas de la planta baja. El número cincuenta y siete tenía la puerta principal pintada de negro, con el número en blanco. Cordelia vio con alivio que había sitio para aparcar el Mini. No había señales del Renault entre la hilera casi continua de viejos coches y estropeadas bicicletas que se alineaban al borde de la acera.

La puerta principal estaba abierta de par en par. Cordelia pulso el timbre y entró lentamente en un estrecho zaguán pintado de blanco. El interior de la casa le resultó enseguida familiar. A partir de los siete años de edad había vivido dos años en una de estas casitas victorianas con la señora Gibson, en las afueras de Romford. Reconoció la escalera empinada y angosta inmediatamente delante, con la puerta de la derecha, que daba acceso a la sala anterior, y la segunda puerta, que conducía a la sala posterior y a través de esta a la cocina y al patio. Sabía que habría armarios y un hueco a cada lado de la chimenea; sabía dónde encontrar la puerta debajo de la escalera. El recuerdo era tan intenso que imponía en aquel interior limpio y soleado el fuerte olor de servilletas no lavadas, de col y de grasa, que había impregnado la casa de Romford.

Casi podía oír las voces de los niños llamándola por su nombre desde el patio de la escuela primaria situada al otro lado de la calle, pateando el asfalto con las botas Wellington que llevaban en todas las estaciones del año, agitando sus delgados brazos cubiertos por los jerseis: «¡Cor, Cor, Cor!».

La puerta más lejana estaba entreabierta, y Cordelia pudo vislumbrar una habitación pintada de amarillo claro e inundada por la luz del sol. Apareció la cabeza de Sophie.

—¡Oh, eres tú! Entra. Davie ha ido al colegio a recoger unos libros y a comprar comida para esta tarde. ¿Quieres tomar té ahora o prefieres que esperemos? Enseguida termino de planchar.

—Preferiría esperar, gracias.

Cordelia se sentó y estuvo mirando mientras Sophie enrollaba el cordón eléctrico alrededor de la plancha y doblaba la ropa. Echó una mirada por la habitación. Resultaba acogedora y atractiva, amueblada sin un estilo particular, una mezcolanza agradable de cosas baratas y valiosas, de cosas sin pretensión y de cosa agradables. Había una robusta mesa de roble arrimada a la pared; cuatro sillas de comedor más bien feas; una silla Windsor con un gran cojín amarillo; un elegante sofá victoriano tapizado de terciopelo marrón bajo la ventana; tres figuras, buenas, de Staffordshire sobre la repisa de la chimenea. Una de las paredes estaba casi totalmente cubierta con un tablón de anuncios de corcho de color oscuro en el que se exhibían carteles, tarjetas, memoranda y fotografías recortadas de revistas. Dos de estas, vio Cordelia, eran desnudos bellamente fotografiados y atractivos.

A través de la ventana de visillos amarillos se veía el pequeño jardín exuberante de verdor, rodeado por una pared. Una inmensa malva loca llena de flores crecía junto a un enrejado; había rosas plantadas en tinajas de Alí Babá y una hilera de macetas de geranios rosados en lo alto de la pared.

Cordelia dijo:

—Me gusta esta casa. ¿Es tuya?

—Sí, es mía. Nuestra abuela murió hace dos años y nos dejó a Hugo y a mí una pequeña herencia. Yo empleé la mía para el pago al contado de esta casa y obtuve del Ayuntamiento un préstamo para los gastos de reformas. Hugo se gastó todo el dinero en comprar viñedos. Se estaba asegurando el futuro. Yo me aseguré el presente. Supongo que esta es la diferencia que hay entre nosotros dos.

Dobló sobre un extremo de la mesa la ropa que había planchado y la guardó en uno de los armarios. Cuando se sentó frente a Cordelia, le espetó a bocajarro:

—¿Te gusta mi hermano?

—No mucho. Me pareció algo rudo conmigo.

—No tenía intención de serlo.

—Pues me parece aún peor. La rudeza debería ser intencionada, de lo contrario indica falta de sensibilidad.

—Hugo no muestra lo mejor de sí mismo cuando se encuentra con Isabelle. Ella tiene ese efecto sobre él.

—¿Estaba enamorada de Mark Callender?

—Tendrás que preguntárselo a ella misma, Cordelia, pero yo no lo creo. Apenas se conocían. Mark era mi amante, no el suyo. Pensé que era mejor hacerte venir aquí para decírtelo yo misma, puesto que alguien va a hacerlo más tarde o más temprano si andas por Cambridge averiguando hechos relacionados con él. No vivía aquí conmigo, por supuesto. Él tenía alojamiento en el colegio. Pero fuimos amantes casi todo el año pasado. La cosa terminó poco después de Navidad, cuando conocí a Davie.

—¿Estabais enamorados?

—No estoy segura. Toda relación sexual es una especie de explotación, ¿no? Si te refieres a si explorábamos nuestras propias identidades a través de la personalidad del otro, entonces supongo que estábamos o creíamos estar enamorados. Mark necesitaba creer en el amor. Yo no estoy segura de lo que significa esa palabra.

Cordelia sintió un impulso de simpatía. Ella tampoco estaba segura. Pensaba en sus dos amantes: en George, con el que se había acostado porque era amable y desgraciado y la llamaba Cordelia, su nombre real, no Delia, el de la pequeña fascista de papá; y en Carl, que era joven y colérico y le gustaba tanto que le parecía una descortesía no demostrárselo de la única manera que a él le parecía importante. Ella nunca había considerado la virginidad más que como un estado provisional e inconveniente, parte de la inseguridad general y de vulnerabilidad de la juventud. Antes de George y Carl, ella había sido solitaria e inexperta. Después, continuó siendo solitaria, pero con un poco más de experiencia. Ninguna de las dos relaciones le había dado la anhelada seguridad en el trato con papá ni con las patronas, ninguna de ellas había influido de un modo extraordinario en su corazón. Pero por Carl había sentido ternura. Fue cuando él se marchó a Roma, antes de que la relación sexual llegase a ser demasiado placentera para él y el hombre demasiado importante para ella. Era intolerable pensar que esa extraña gimnasia pudiera un día hacerse necesaria. Hacer el amor, había decidido Cordelia, estaba superado, algo no doloroso, pero sorprendente. La separación entre pensamiento y acción era así completa. Dijo:

—Supongo que yo sólo quería decir si sentíais afecto el uno por el otro y si os gustaba ir a la cama juntos.

—Las dos cosas.

—¿Por qué terminó, entonces, la relación? ¿Os peleasteis?

—Nada de eso, tan natural como poco civilizado. Nadie se peleaba con Mark. Esa era una de las dificultades que había con él. Le dije que no quería seguir con la relación y él aceptó mi decisión tan tranquilamente, como si sólo estuviese cancelando una cita para ir a ver una obra en el Arts. No intentó discutir ni disuadirme. Y si te preguntas si la ruptura tuvo algo que ver con su muerte, pues te diré que estás equivocada. No creo que alguien se matase por mí, y menos que menos Mark. Probablemente me gustaba más él a mí que yo a él.

—Entonces, ¿por qué terminó todo?

—Yo me sentía como si estuviera bajo un escrutinio moral. No era cierto: Mark no era un pedante. Pero eso era lo que yo sentía o me imaginaba sentir. No podía vivir a la altura de su modo de ser y tampoco quería. Estaba Gary Webber, por ejemplo. Quisiera hablarte de él; ello explica muchas cosas con respecto a Mark. Se trata de un niño autista, uno de esos autistas incontrolables, violentos. Mark le conoció a él y a sus padres y sus otros dos hijos en Jesus Green, hará cosa de un año, los niños estaban allí jugando en los columpios. Mark habló a Gary y el niño le respondió. Los niños siempre lo hacen. Se comprometió a visitar a la familia y a cuidar de Gary una noche por semana, para que los Webber pudieran ir al cine. Durante sus dos últimas vacaciones, se quedó en la casa cuidando él solo de Gary mientras que la familia en pleno se iba de vacaciones por su lado. Los Webber no podían soportar la idea de mandar al niño al hospital; ya lo habían intentado una vez y no resultó. Pero se sentían perfectamente felices dejándolo con Mark. Yo solía ir algunas tardes a verlos juntos. Mark sentaba al niño en sus rodillas y lo balanceaba hacia atrás y hacia adelante durante horas enteras. Era la única manera de poder calmarlo. No estábamos de acuerdo con respecto a Gary. Yo pensaba que estaría mejor muerto y así se lo dije. Todavía pienso que sería mejor que se muriese, mejor para sus padres, mejor para el resto de la familia, mejor para él. Mark no estaba conforme. Recuerdo que yo le decía: «Bien, si crees que es razonable que los niños sufran para que tú puedas disfrutar de la emoción de aliviarles…». Después de esto, la conversación se volvió aburridamente metafísica. Mark dijo: «Ni tú ni yo estaríamos dispuestos a matar a Gary. Él existe. Su familia existe. Ellos necesitan una ayuda que nosotros podemos darles. No importa lo que sintamos. Las acciones son importantes, los sentimientos no».

Cordelia dijo:

—Pero las acciones nacen de los sentimientos.

—¡Oh, Cordelia, no empieces tú ahora! Ya he tenido precisamente esta clase de conversación demasiadas veces. ¡Claro que las acciones nacen de los sentimientos!

Guardaron silencio un instante. Entonces Cordelia, temerosa de destruir el tenue lazo de confianza y amistad que percibía se estaba formando entre ambas, hizo un esfuerzo para preguntar:

—¿Por qué se suicidó, si es que se suicidó?

La respuesta de Sophie fue tan categórica como un portazo.

—Dejó una nota.

—Una nota quizá sí, pero, como indicó su padre, no dejó una explicación. Es un hermoso pasaje de prosa, al menos así lo creo yo, pero, como justificación para un suicidio, no es precisamente convincente que digamos.

—Convenció al jurado.

—A mí no me convence. ¡Piensa, Sophie! Seguramente sólo hay dos razones para suicidarse. Para escapar de algo o hacia algo. Lo primero es racional. Si una persona se encuentra en medio de un dolor intolerable, desesperada o mentalmente angustiada y no hay probabilidad razonable de curación, entonces quizá se comprende que prefiera acabar con todo. Pero no es comprensible que uno se suicide con la esperanza de ganar una existencia mejor o de ampliar la propia sensibilidad con la experiencia de la muerte. No se puede experimentar la muerte. Ni siquiera estoy segura de si es posible experimentar el morir. Uno sólo puede experimentar los preparativos para la muerte, e incluso esto parece inútil, puesto que no puede luego hacer uso de la experiencia. Si hay alguna clase de existencia después de la muerte, todos nosotros ya lo sabremos bastante pronto. Si no la hay, no existiremos para quejarnos de que hemos sido engañados. Las personas que creen en una vida después de la muerte son perfectamente razonables. Son las únicas que están a salvo de una decepción póstuma.

—Has pensado mucho en todo ello, ¿verdad? No estoy segura de que lo hagan los suicidas. El acto es probablemente a la vez impulsivo e irracional.

—¿Era Mark impulsivo e irracional?

—Yo no conocí a Mark.

—¡Pero fuisteis amantes! ¡Te acostabas con él!

Sophie la miró y rompió a llorar, con dolor y con ira al mismo tiempo.

—¡Yo no le conocía! Yo pensaba que sí, ¡pero en realidad nada sabía de él en absoluto!

Estuvieron sentadas sin hablar por espacio de casi dos minutos. Luego preguntó Cordelia:

—Tú fuiste a cenar a Garforth House, ¿verdad? ¿Qué te pareció?

—La comida y el vino estaban estupendos, pero supongo que no era a esto a lo que te referías. Los comensales nada tenían de particular. Sir Ronald estuvo bastante amable cuando se dio cuenta de que yo estaba allí. La señorita Leaming, cuando era capaz de desviar su obsesiva atención del genio que presidía la mesa, me miraba como una suegra en potencia. Mark estaba más bien callado. Creo que me había llevado allá para demostrarme algo, o quizá para demostrárselo a sí mismo; no estoy segura de qué. Nunca me habló sobre la velada ni me preguntó qué me había parecido. Un mes después, fuimos a cenar allí Hugo y yo, los dos. Fue cuando conocí a Davie. Era el invitado de uno de los investigadores de biología y Ronald Callender estaba tratando de pescarlo. Davie hizo allí un trabajo de vacaciones en su último año de carrera. Si quieres conocer detalles del interior de Garforth House, deberías preguntarle a él.

Cinco minutos después, llegaron Hugo, Isabelle y Davie. Cordelia había subido al cuarto de baño y desde allí oyó detenerse el coche y rumor de voces en el vestíbulo. Oyó ruidos de pasos por debajo de donde estaba, en dirección a la sala trasera. Abrió el grifo del agua caliente. El calentador de gas de la cocina inmediatamente emitió un rugido, como si la pequeña casa fuese activada por una dinamo. Cordelia dejó abierto el grifo, luego salió del cuarto de baño y cerró con cuidado la puerta tras de sí. Fue subiendo sigilosamente hasta lo alto de la escalera. No estaba bien hacerle desperdiciar a Sophie tanta agua caliente, pensó con sentimiento de culpa; pero aún era peor el sentimiento de traición y vulgar oportunismo cuando bajó los tres primeros peldaños y se puso a escuchar. La puerta de la calle había sido cerrada, pero la de la sala de atrás estaba abierta. Oyó la voz de Isabelle que decía:

—Pero si ese sir Ronald le paga para que investigue sobre Mark, ¿por qué no puedo pagarle yo para que deje de investigar?

Luego la voz de Hugo, divertida, un tanto desdeñosa:

—Querida Isabelle, ¿cuándo te enterarás de que no todo el mundo puede ser comprado?

Entonces habló Sophie.

—Desde luego, a ella no se la compra. Esta mujer me gusta.

—Nos gusta a todos —repuso su hermano—. La cuestión es cómo desembarazarnos de ella.

Luego, durante unos minutos, hubo un murmullo de voces, voces indistinguibles, interrumpidas por Isabelle al decir:

—Me parece que ese trabajo no es apto para mujeres.

Se oyó el sonido de una silla rozando el suelo y rumor de pies. Cordelia corrió, culpable, otra vez al cuarto de baño y cerró el grifo. Recordó la complaciente advertencia de Bernie en respuesta a la pregunta que ella le había hecho sobre si necesitaban aceptar un caso de divorcio: «Uno no puede hacer, querida socia, el trabajo que hacemos, y al mismo tiempo ser un caballero». Se quedó, pues, mirando hacia la puerta entreabierta. Hugo e Isabelle se marchaban. Esperó hasta que oyó que se cerraba la puerta de la calle y que el coche se alejaba. Entonces bajó a la sala. Sophie y Davie estaban juntos, sacando el contenido de una gran bolsa de comestibles. Sophie sonrió y dijo:

—Isabelle da una fiesta esta noche. Tiene una casa muy cerca de aquí, en la calle Panton. El tutor de Mark, Edward Horsfall, probablemente estará allí y pensamos que podría serte útil que le hablases de Mark. La fiesta es a las ocho, pero puedes venir a buscarnos aquí. Ahora estamos empaquetando una merienda; pensábamos coger una batea para navegar por el río durante una hora más o menos. Ven, si quieres. Es realmente la manera más agradable de ver Cambridge.

Posteriormente, Cordelia recordaba la excursión por el río como una serie de breves pero vívidos cuadros, momentos en los que la vista y el sentimiento se fundían y el tiempo parecía detenerse momentáneamente, mientras la imagen, iluminada por el sol, quedaba impresa en su mente. La luz del sol brillando sobre el río y dorando el vello que cubría el pecho y los brazos de Davie; Sophie levantando el brazo para secarse el sudor de la frente, mientras descansaba un momento después de utilizar la vara con que, apoyándola en el fondo del río, hacía avanzar la batea; hierbas de un verde negruzco arrastradas por la vara desde las misteriosas profundidades, que se retorcían sinuosamente por debajo de la superficie del agua; un pato que movía su blanca cola antes de desaparecer en las agitadas aguas verdes. Cuando cruzaron por debajo del puente de la calle Silver, un amigo de Sophie pasó nadando junto a la embarcación, deslizándose como una nutria, con los negros cabellos cubriéndole las mejillas. Apoyó las manos en la batea y abría la boca para ser cebado con trozos de bocadillo que le daba una Sophie que no cesaba de protestar. Las bateas y canoas se rozaban y chocaban unas con otras en la turbulencia de la blanca agua que corría rápida bajo el puente. El aire resonaba con las voces y las risas, y las verdes orillas estaban pobladas de cuerpos semidesnudos que yacían tumbados con la cara hacia el sol.

Davie manejó la vara de la batea hasta que llegaron al nivel más alto del río y Cordelia y Sophie se tendieron sobre los cojines en extremos opuestos de la embarcación. Así distanciadas era imposible sostener una conversación de carácter privado; Cordelia supuso que era esto precisamente lo que Sophie había planeado. De vez en cuando, soltaba fragmentos de información como para hacer resaltar que la excursión era estrictamente educativa.

—Esa especie de pastel de boda es John’s, estamos pasando por debajo del puente de Clare, uno de los más bonitos, creo. Fue construido por Thomas Grumbald en 1639. Dicen que sólo le pagaron tres chelines por el diseño. Ya conoces esa vista, naturalmente; es una buena vista de Queen’s.

Cordelia sintió que le fallaba el valor ante la idea de interrumpir esta inconexa charla de turista con la brutal pregunta de «¿Matasteis tú y tu hermano a tu amante?».

Allí, balanceándose agradablemente en el río bañado por la luz del sol, la pregunta parecía a la vez inoportuna y absurda. Cordelia corría el peligro de adormecerse en una amable aceptación de la derrota; de considerar todas sus sospechas como un anhelo neurótico de dramatismo y notoriedad, una necesidad de justificar lo que habría de cobrarle a sir Ronald Callender. Ella creía que Mark Callender había sido asesinado porque quería creerlo. Se había identificado con él, con su soledad, su autosuficiencia, su alienación con respecto a su padre, su infancia solitaria. Había llegado —esta era la presunción más peligrosa de todas— a considerarse su vengadora. Cuando Sophie se encargó de la batea, cuando acababan de pasar por delante del hotel Garden House, y Davie anduvo por el borde de la batea, que se balanceaba suavemente, y fue a tenderse al lado de ella, Cordelia sabía que sería incapaz de mencionar el nombre de Mark. Fue una vaga curiosidad lo que la impulsó a preguntar:

—¿Es sir Ronald un buen científico?

Davie cogió un pequeño canalete y empezó a remover perezosamente la brillante agua del río.

—Su ciencia es perfectamente respetable, como dirían mis queridos colegas. Algo más que respetable, en realidad. Actualmente, el laboratorio está trabajando sobre el modo de extender el uso de los monitores biológicos para fijar la contaminación del mar y de los estuarios; esto significa estudios regulares de vegetales y animales que podrían servir como indicadores. Y el año pasado realizaron una labor preliminar, muy útil, sobre la degradación de los plásticos. El propio Ronald Callender no es tan bueno, que digamos, pero, al fin y al cabo, no se puede esperar mucha ciencia original a partir de los cincuenta. Pero es un gran descubridor de talentos y ciertamente conoce el modo de dirigir un equipo, si tú te imaginas que lo es esa pandilla de hermanos devotos, uno para todos. Yo no. Incluso publican sus artículos como Laboratorio de Investigación Callender, no bajo nombres individuales. Eso no es para mí. Cuando yo publico algo es para la mayor gloria de David Forbes Stevens y, de paso, para satisfacción de Sophie. A los Tilling les gusta el éxito.

—¿Fue por eso por lo que no te quedaste con ellos cuando te ofrecieron un empleo?

—Sí, entre otras razones. Paga muy generosamente y exige demasiado. No me gusta que me compren ni estoy dispuesto a ponerme cada noche un esmoquin como si fuese un mono que se exhibe en un parque zoológico. Yo soy un biólogo molecular. No estoy buscando el Santo Grial. Papá y mamá me educaron en la fe metodista y no veo razón para rechazar una religión perfectamente buena y que me ha servido mucho durante doce años, sólo para poner en su lugar el gran principio científico o a Ronald Callender. Desconfío de esos científicos sacerdotales. Es un milagro que ese pequeño grupo de Garforth House no haga tres genuflexiones diarias en dirección al Cavendish.

—¿Y qué me dices de Lunn? ¿Cómo encaja en el grupo?

—¡Oh, ese muchacho sí que es un milagro! Ronald Callender lo encontró en un hogar de niños cuando contaba quince años, no me preguntes cómo, y lo preparó para ser ayudante de laboratorio. No podrías encontrar algo mejor. No se inventa un solo instrumento que Chris Lunn no pueda aprender a manejar y cuidar. Él mismo ha desarrollado uno o dos, y Callender los ha patentado. Si en el laboratorio hay alguien que sea indispensable, ese es probablemente Lunn. Ciertamente Ronald Callender tiene más interés por él del que tuvo por su hijo. Y Lunn, como puedes suponer, considera a Callender un Dios todopoderoso, cosa que resulta muy satisfactoria para ambos. Realmente, es extraordinario que toda aquella violencia que solía manifestarse en peleas callejeras haya sido domesticada y encauzada para el servicio de la ciencia. Esto tienes que atribuirlo a Callender. No hay duda de que sabe cómo escoger a sus esclavos.

—¿Y la señorita Leaming es una esclava?

—Bueno, yo no sabría decirte qué es realmente Eliza Leaming. Ella es responsable de la gerencia del negocio y, al igual que Lunn, probablemente es indispensable. Lunn y ella parecen tener una relación amor-odio, o quizás una relación odio-odio. No soy muy ducho en detectar estos matices psicológicos.

—Pero ¿cómo demonios paga sir Ronald todo eso?

—Bueno, ahí está la cuestión de los mil dólares, ¿no? Se rumorea que la mayor parte del dinero provenía de su mujer y que entre él y Elizabeth Leaming lo invirtieron con bastante inteligencia. Ciertamente necesitaban hacerlo. Y luego él saca cierta cantidad de trabajo contratado. Aun así, es una afición costosa. Mientras yo estuve allí les oí decir que los de la Compañía Wolvington estaban interesados. Si obtuvieran algo grande, y supongo que no consideran digno de ellos obtener algo pequeño, entonces se acabarían las preocupaciones de Ronald Callender. La muerte de Mark tuvo que afectarle. Mark tenía que entrar en posesión de una bonita fortuna dentro de cuatro años y le dijo a Sophie que tenía la intención de entregar la mayor parte de ella a su padre.

—¿Por qué tenía que hacer eso?

—Dios lo sabe. Algún cargo de conciencia, quizá. De todos modos, era evidente que pensaba que era algo que Sophie tenía que saber.

Cargo de conciencia ¿por qué?, se preguntaba Cordelia, somnolienta. ¿Por no amar bastante a su padre? ¿Por rechazar su entusiasmo? ¿Por ser menos que el hijo que él había esperado que fuese? ¿Y qué le ocurriría entonces a la fortuna de Mark? ¿Quién iba a salir ganando con la muerte de Mark? Cordelia supuso que tendría que consultar el testamento del abuelo y averiguarlo. Pero eso significaría un viaje a Londres. ¿Valía realmente la pena?

Levantó la cara hacia el sol y sumergió una mano en la corriente. El agua levantada por la vara de la batea la salpicó en los ojos. Los abrió y vio que la batea se estaba acercando a la orilla, bajo la sombra de unos árboles que se extendían por encima del agua. Justo frente a ella, una rama desgajada, hendida en el extremo y gruesa como el cuerpo de un hombre, pendía por un hilo de corteza, y giró suavemente cuando la batea pasó por debajo de ella. Cordelia fue consciente de la voz de Davie; debía de haberle estado hablando durante mucho rato. Qué raro que no pudiera recordar lo que le estaba diciendo.

—Uno no necesita una razón para suicidarse; lo que uno necesita es una razón para no suicidarse. Fue suicidio, Cordelia, yo lo dejaría tal como está.

Cordelia pensó que debía de haberse quedado dormida un instante, puesto que él parecía responder a una pregunta que ella no recordaba haberle hecho. Pero entonces había otras voces, más fuertes y más insistentes. La de sir Ronald Callender: «Mi hijo está muerto. “Mi” hijo. Si yo soy de algún modo responsable, preferiría saberlo. Si alguien más es responsable, quiero saberlo también». La del sargento Maskell: «¿Cómo usaría usted esto para ahorcarse, señorita Gray?». La sensación del tacto del cinturón, liso y sinuoso, deslizándose como un ser vivo a través de sus dedos.

Se incorporó rápidamente, rodeando con sus manos las rodillas, de manera tan repentina que la embarcación se balanceó violentamente y Sophie tuvo que agarrarse a una rama que sobresalía de la orilla para mantener el equilibrio. Su cara morena, con el dibujo que sobre ella proyectaba la sombra de las hojas, miraba hacia Cordelia como desde una inmensa altura. Los ojos de las dos jóvenes se encontraron. En aquel momento, Cordelia fue consciente de lo cerca que había estado de abandonar el caso. Había sido sobornada por la belleza del día, por el sol, la indolencia, la promesa de camaradería, incluso de amistad, a cambio de olvidar la razón por la que se encontraba allí. Al darse cuenta de ello, se horrorizó. Davie había dicho que sir Ronald era un buen cazador de talentos. Bien, la había cazado a ella. Este era su primer caso y nadie iba a impedirle que lo resolviera.

Dijo, con toda seriedad:

—Habéis sido muy amables al dejarme venir aquí con vosotros, pero no quiero perderme la fiesta de esta noche. Tendría que hablar con el tutor de Mark y quizás haya allí otras personas que puedan contarme algo. ¿No es hora de que pensemos en regresar?

Sophie se volvió para mirar a Davie. Este se encogió casi imperceptiblemente de hombros. Sin hablar, Sophie hundió fuertemente la vara contra la orilla. La batea empezó a girar lentamente.

La fiesta de Isabelle debía empezar a las ocho, pero eran casi las nueve cuando llegaron Sophie, Davie y Cordelia. Se encaminaron hacia la casa, que distaba sólo cinco minutos de la calle Norwich; Cordelia nunca supo la dirección exacta. Le gustaba el aspecto de la casa y se preguntaba cuánto le costaría el alquiler al padre de Isabelle. Era una quinta larga, blanca, de dos plantas, con altas ventanas curvas y postigos verdes, muy apartada de la calle, con un semisótano y un tramo de escalera que conducía a la puerta principal. Un tramo similar descendía desde la sala de estar hacia el largo jardín.

La sala de estar se hallaba ya bastante llena de gente. Al mirar a los otros invitados, Cordelia se alegró de haberse comprado el caftán. La mayoría de las personas parecían haberse cambiado de ropa, aunque no necesariamente, pensó ella, para resultar más atractivas. Lo que se pretendía era la originalidad, la espectacularidad, la extravagancia, incluso.

La sala de estar había sido amueblada con elegancia, pero de modo poco consistente, e Isabelle había impreso en ella su propia feminidad desordenada, poco práctica e iconoclasta. Cordelia dudada de si habían sido los propietarios de la casa los que habían puesto allí la ornamentada habitación, o los numerosos cojines de seda que conferían a las austeras proporciones de la estancia algo de la ostentosa opulencia del gabinete de una cortesana. También los cuadros debían de ser de Isabelle. Ningún dueño de una casa que alquilase su propiedad dejaría cuadros de aquella calidad en las paredes. Uno de ellos, que colgaba encima de la chimenea, era de una niña abrazando un perrito. Cordelia lo miró con placer emocionado. Seguramente no pudo dejar de reconocer aquel azul inconfundible del vestido de la niña, el maravilloso colorido de las mejillas y los torneados brazos, que simultáneamente absorbía y reflejaba la luz… carne hermosa, tangible. Involuntariamente lanzó una exclamación que hizo que la gente se volviese a mirar hacia ella:

—¡Pero si es un Renoir!

Hugo la tocó por el codo y se echó a reír.

—Sí; pero no te sorprendas tanto, Cordelia. Es sólo un Renoir pequeño. Isabelle le pidió a papá un cuadro para su sala de estar. No esperarías que le regalase una reproducción del Haywain o una de aquellas reproducciones baratas de aburrida carne vieja de Van Gogh.

—¿Habría notado Isabelle la diferencia?

—Oh, sí. Isabelle reconoce cualquier objeto caro cuando lo ve.

Cordelia se preguntaba si la amargura, el punto de desdén que había en la voz de Hugo iba dirigido hacia Isabelle o hacia él mismo. Miraron a través de la habitación hacia donde se encontraba ella, de pie, sonriéndoles. Hugo se encaminó hacia ella como un hombre que anda en medio de un sueño y le cogió la mano. Cordelia miraba. Isabelle había peinado sus cabellos en forma de una elevada torre de rizos, al estilo griego. Llevaba un vestido, largo hasta los tobillos, de seda crema mate, con un escote bajo cuadrado y mangas cortas con complicados pliegues. Era evidentemente un modelo y, pensó Cordelia, tenía que haber resultado por completo fuera de lugar en una fiesta que no fuera de etiqueta. Pero no era así. Simplemente hacía que el vestido de las demás mujeres pareciese una improvisación y reducía el suyo, cuyos colores le habían parecido discretos cuando lo compró, a la ínfima categoría de un trapo vistoso y chillón.

Cordelia estaba resuelta a encontrarse a solas con Isabelle en algún momento de la velada, pero comprendió que no iba a resultarle fácil. Hugo estaba tenazmente pegado a ella, guiándola por entre sus invitados, rodeándola por la cintura con una mano posesiva. Parecía estar bebiendo constantemente, y el vaso de Isabelle estaba siempre lleno. Quizá cuando hubiera transcurrido más tiempo, estarían un poco más descuidados y habría una ocasión para separarlos. Entretanto, Cordelia decidió explorar la casa, y la manera más práctica de hacerlo era buscar dónde se encontraba el lavabo antes de que tuviera necesidad de utilizarlo. Era la clase de fiesta en la que a los invitados se les dejaba que averiguasen estas cosas por sí mismos.

Subió al primer piso y al bajar por el pasillo abrió, empujándola suavemente, la puerta de la habitación que se encontraba en el extremo del mismo. El olor de whisky le llenó inmediatamente la nariz; era tan fuerte que Cordelia instintivamente se deslizó en el interior del cuarto y cerró la puerta tras de sí, temiendo que aquel olor pudiera impregnar toda la casa. La habitación, que se hallaba en un desorden indescriptible, no estaba desierta. En la cama, y medio cubierta por la colcha, yacía una mujer, una mujer de cabellos rojizos que vestía una bata de color rosa. Cordelia se acercó al lecho y miró a la mujer. Se hallaba inconsciente a causa de la bebida. Estaba allí tendida, emitiendo bocanadas de un aliento repugnante, cargado de whisky, que se elevaban como invisibles bolas de humo desde una boca entreabierta. El labio y la mandíbula inferiores estaban tensos y arrugados, lo que daba al semblante una expresión de austera censura, como si desaprobase fuertemente su propia condición. Sus finos labios estaban muy pintados, y el intenso púrpura se había infiltrado en las grietas que rodeaban la boca, de suerte que el cuerpo parecía como yerto por el frío. Las manos, los nudosos dedos, teñidos de marrón por la nicotina y cargados de anillos, yacían tranquilamente posados sobre la colcha. Dos de las uñas, parecidas a garras, estaban rotas y el barniz rojo ladrillo de las otras estaba agrietado o se había saltado.

La ventana estaba obstruida por un tocador. Apartando los ojos del batiburrillo de ropa arrugada, frascos de crema facial abiertos, polvos derramados y tazas medio vacías de lo que parecía café, Cordelia introdujo su cuerpo entre el tocador y la ventana y la abrió de par en par. Llenó sus pulmones de aire fresco, purificador. Debajo de ella, en el jardín, pálidas sombras se movían silenciosas por la hierba y por entre los árboles, como fantasmas de libertinos muertos mucho tiempo atrás. Dejó abierta la ventana y volvió junto a la cama. Nada había que pudiera ella hacer allí, pero puso aquellas frías manos bajo la colcha y, cogiendo de un gancho que había en la puerta una segunda bata de más abrigo, arropó con ella el cuerpo de la mujer. Esto, al menos, la compensaría del aire fresco que corría por encima de la cama.

Hecho esto, Cordelia se deslizó de nuevo hacia el pasillo, en el instante preciso para ver cómo Isabelle salía de la habitación contigua. Extendió un brazo y casi arrastró a la joven hacia el interior del dormitorio. Isabelle lanzó un pequeño grito, pero Cordelia apretó firmemente su espalda contra la puerta y dijo en voz baja y apremiante:

—Cuéntame lo que sabes acerca de Mark Callender. Los ojos de color violeta pasaron de la puerta a la ventana, buscando desesperadamente la salida.

—Yo no estaba allí cuando lo hizo.

—¿Cuando quién hizo qué?

Isabelle se retiró hacia el lecho, como si aquella inerte figura, que en ese momento gemía ruidosamente, pudiera ofrecerle algún apoyo. De pronto, la mujer se volvió de lado y emitió un fuerte ronquido, como un animal que está sufriendo. Las dos jóvenes la miraron sobresaltadas. Cordelia repitió:

—¿Cuando quién hizo qué?

—Cuando Mark se suicidó, yo no estaba allí.

La mujer de la cama lanzó un pequeño suspiro. Cordelia bajó la voz:

—Pero tú estuviste allí algunos días antes, ¿no? Fuiste a la casa y preguntaste por él. La señorita Markland te vio. Después te sentaste en el huerto y aguardaste a que él hubiese terminado su trabajo.

¿Fueron imaginaciones de Cordelia o realmente la muchacha pareció de pronto más relajada, aliviada por la inocuidad de la pregunta?

—Yo sólo fui a ver a Mark. Me dieron su dirección en el colegio Lodge. Fui a hacerle una visita.

—¿Por qué?

La brusquedad de la pregunta pareció desconcertarla. Respondió sencillamente:

—Porque era amigo mío.

—¿Era también tu amante? —preguntó Cordelia. Esta brutal franqueza era seguramente mejor que preguntar si habían dormido juntos o si se habían acostado juntos, estúpidos eufemismos que quizás Isabelle no habría entendido: resultaba difícil decir, a juzgar por aquellos bellos pero asustados ojos, hasta qué punto la joven comprendía.

—No, Mark nunca fue mi amante. Estaba trabajando en el huerto y yo tuve que esperarle en la cabaña. Me dio una silla al sol y un libro hasta que él quedara libre.

—¿Qué libro?

—No me acuerdo, era muy aburrido. Yo también estaba aburrida hasta que vino Mark. Luego tomamos té con unas tazas muy graciosas que tenían una franja azul, y después del té fuimos a dar un paseo y luego cenamos. Mark preparó una ensalada.

—¿Y luego?

—Cogí el coche y regresé a casa.

Ya estaba completamente tranquila. Cordelia continuó apremiándola, consciente del sonido de pasos arriba y abajo de la escalera, del rumor de las voces.

—¿Y la vez anterior a eso? ¿Cuándo le viste antes de que tomaseis el té en la cabaña?

—Fue unos días antes de que Mark abandonase el colegio. Fuimos en mi coche a hacer una excursión a la orilla del mar. Pero primero paramos en una ciudad, la ciudad de St. Edmunds, ¿verdad?, y Mark fue a ver a un médico.

—¿Por qué? ¿Estaba enfermo?

—Oh no, no estaba enfermo, y no estuvo el tiempo suficiente para lo que podría llamarse… un examen. Sólo estuvo en la casa unos pocos minutos. Era una casa muy pobre. Yo le esperé en el coche, pero no delante mismo de la casa, como comprenderás.

—¿Dijo él por qué había ido?

—No, pero creo que no consiguió lo que quería. Después estuvo triste un rato, pero luego fuimos al mar y volvió a sentirse feliz.

También ella parecía feliz en ese momento. Sonrió a Cordelia, con aquella su sonrisa dulce, inexpresiva. Cordelia pensó: «Es solamente la cabaña lo que la aterra. No le importa hablar del Mark vivo, es en la muerte de él en lo que no quiere pensar». Y, con todo, esta repugnancia no provenía de una pena personal. Había sido su amigo; era dulce; a ella le gustaba. Pero podía muy bien pasar sin él.

Llamaron a la puerta. Cordelia se hizo a un lado y entró Hugo. Levantó una ceja mirando a Isabelle, sin hacer caso de la presencia de Cordelia, y dijo:

—Es tu fiesta, ¿no, querida?; ¿bajas conmigo?

—Cordelia quería hablarme de Mark.

—Sin duda. Espero que le hayas contado que pasaste un día con él yendo en coche al mar y una tarde en Summertrees, que después ya no le volviste a ver.

—Me lo ha contado —dijo Cordelia—. Ha estado prácticamente perfecta a ese respeto. Pienso que ahora ya puede ir donde quiera.

Hugo dijo con calma:

—No deberías ser sarcástica, Cordelia, no te va. El sarcasmo está muy bien para algunas mujeres, pero no para las mujeres que son tan guapas como tú.

Bajaban juntos la escalera en dirección al vestíbulo, donde estaba reunidos muchos de los invitados. El cumplido irritó a Cordelia. Dijo:

—Supongo que la mujer que está en la cama es la carabina de Isabelle. ¿Se emborracha a menudo?

—¿Mademoiselle de Congé? No está borracha con tanta frecuencia como eso, pero admito que raramente está sobria.

—Entonces, ¿no deberías hacer algo para evitarlo?

—¿Qué quieres que haga? ¿Entregarla a la Inquisición del siglo XX…, a un psiquiatra como mi padre? ¿Qué nos ha hecho para merecer eso? Además, es fastidiosamente consciente en las pocas ocasiones en que está sobria. Sucede que sus compulsiones y mi interés coinciden.

Cordelia dijo con severidad:

—Eso puede ser muy cómodo, pero no creo que sea muy responsable, y, desde luego, no es amable.

Él se detuvo y se volvió hacia ella, sonriéndole directamente a los ojos.

—Oh, Cordelia, hablas como la hija de unos padres progresistas que ha sido criada por un aya no conformista y educada en una escuela de monjas. ¡De veras que me gustas!

Todavía le estaba sonriendo, cuando Cordelia se escabulló y se infiltró en el grupo de invitados a la fiesta. Pensó que el diagnóstico de Hugo sobre ella no era muy equivocado.

Se sirvió un vaso de vino, luego empezó a deambular despacio por la sala, escuchando descaradamente retazos de conversación, esperando oír a alguien mencionando el nombre de Mark. Lo oyó solamente una vez. Dos chicas y un hombre muy guapo, algo soso, estaban de pie detrás de ella. Una de las chicas decía:

—Sophie Tilling parece que se ha recobrado muy deprisa del suicidio de Mark Callender Ella y Davie fueron a la cremación, ¿sabéis? Es típico de Sophie el llevar a su amante actual a ver cómo incineran al anterior. Supongo que esto la excitó un poco.

Su compañera se echó a reír.

—Y el hermanito se apodera de la chica de Mark. Si no puedes tener belleza, dinero e inteligencia, confórmate con las dos primeras cosas. ¡Pobre Hugo! Padece de complejo de inferioridad. No es bastante guapo, no es bastante listo, las brillantes notas obtenidas por su hermana en los exámenes tienen que haberle traumatizado, no es lo suficientemente rico. No es extraño que tenga que confiar en el sexo para tenerse a sí mismo por algo.

—E incluso en eso, tampoco es que…

—Querida, tendrías que saberlo.

Se echaron a reír y se alejaron. Cordelia sintió que la cara le ardía. Le tembló la mano, y casi derramó el vino. Se sorprendía al descubrir cuánto se preocupaba por Sophie, hasta qué punto había llegado a simpatizar con ella. Pero eso, naturalmente, formaba parte del plan, era la estrategia Tilling. Si no puedes avergonzarla y hacer que abandone el caso, sobórnala; llévala al río; sé amable con ella; tenla a tu lado. Y era verdad, estaba al lado de ellos, al menos contra sus maliciosos detractores. Se consoló con la severa reflexión de que aquellos individuos eran tan detestables como los invitados de una fiesta de barrio. Nunca en su vida había asistido a una de aquellas insulsas y aburridas reuniones organizadas para la rutina del chismorreo, la ginebra y los canapés, pero, al igual que su padre, que tampoco había asistido a una de ellas, no encontraba dificultad en creer que constituían caldos de cultivo de esnobismo, despecho e insinuaciones de carácter sexual.

Sintió que un cuerpo caliente se arrimaba a ella. Se volvió y vio a Davie. Llevaba tres botellas de vino. Era evidente que había oído por lo menos parte de la conversación, y sin duda las chicas habían tenido la intención de que así fuese, pero sonrió amistosamente.

—Es gracioso ver cómo las mujeres que Hugo ha desdeñado llegan siempre a odiarle tanto. Con Sophie es algo completamente diferente. Sus examantes abarrotan la calle Norwich con sus bicicletas y sus coches. Siempre me los encuentro en la sala de estar bebiéndose mi cerveza y confiándole a ella las terribles cuitas que tienen con sus chicas actuales.

—¿Te preocupa?

—No, si no pasan de la sala de estar. ¿Te diviertes?

—No mucho.

—Ven a conocer a un amigo mío. Me estaba preguntando quién eres.

—No, gracias, Davie. Tengo que mantenerme libre para el señor Horsfall. No quiero perdérmelo.

Davie sonrió, como si la compadeciese, pensó ella, y pareció que iba a decir algo. Pero cambió de idea y se alejó, estrechando las botellas contra su pecho y profiriendo animados gritos de advertencia al abrirse paso por entre la multitud.

Cordelia continuó deambulando por la habitación, mirando y escuchando. Estaba intrigada por aquella manifiesta sexualidad; ella había creído que los intelectuales respiraban un aire demasiado enrarecido para interesarse tanto por la carne. Evidentemente, estaba equivocada. Recordó que los camaradas, de quienes cabía suponer que vivían en desordenada promiscuidad, habían sido curiosamente juiciosos y serios. A veces había pensado que sus actividades sexuales obedecían más al deber que al instinto, era más un arma revolucionaria o un gesto contra las costumbres burguesas que ellos despreciaban, que una respuesta a una necesidad humana. Sus energías básicas estaban todas ellas dedicadas a la política. No resultaba difícil ver hacia dónde estaban dirigidas las energías de los allí presentes.

No tenía por qué preocuparse del éxito de su caftán. Cierto número de hombres se mostraban dispuestos o incluso ansiosos por separarse de sus respectivas parejas por el placer de hablar con ella. Con uno particularmente, un joven historiador decorativo e irónicamente divertido, comprendió Cordelia que podía haber pasado una entretenida velada. Disfrutar de la atención exclusiva de un hombre agradable y ninguna atención en absoluto de todos los demás era todo lo que ella había esperado siempre de una fiesta. Ella no era de natural gregaria y, separada durante los últimos seis años de su propia generación, se encontraba intimidada por el ruido, por la despreocupación y las convenciones medio entendidas de aquellas reuniones tribales. Y se decía firmemente a sí misma que no estaba allí para divertirse a expensas de sir Ronald. Ninguna de sus posibles parejas conocía a Mark Callender ni mostraba interés alguno por él, muerto o vivo. No debía atarse durante la velada a una gente que no tenía la menor información que darle. Cuando esto parecía un peligro o la charla se hacía demasiado seductora, murmuraba un pretexto y se escabullía hacia el cuarto de baño o hacia las sombras del jardín, donde había pequeños grupos sentados en el césped fumando un porro. Cordelia no podía equivocarse con aquel olor evocador. Aquellos jóvenes no manifestaban disposición alguna a charlar y aquí, al menos, podía pasear entregada a sus pensamientos y hacer acopio de valor para la siguiente correría, para la siguiente pregunta, hecha hábilmente como quien no quiere la cosa, la siguiente respuesta inevitable.

—¿Mark Callender? Lo siento mucho. No le conocí. ¿No fue uno que abrazó una vida sencilla y acabó por ahorcarse o algo parecido?

Una vez fue a refugiarse a la habitación de Mademoiselle de Congé, pero vio que la inerte figura había sido tirada sin contemplaciones sobre un montón de almohadones, encima de la alfombra, y que la cama estaba ocupada para un fin completamente diferente.

Se preguntaba cuándo llegaría Edward Horsfall o si llegaría en realidad. Y si llegaba, ¿se acordaría Hugo o se molestaría en presentarla? No podía ver ninguno de los dos Tilling en la multitud de cuerpos que gesticulaban y que atestaban la sala de estar e invadían el vestíbulo y parte de la escalera.

Empezaba a pensar que aquella sería una velada perdida, cuando Hugo posó una mano sobre su brazo y le dijo:

—Ven a conocer a Edward Horsfall. Edward, ella es Cordelia Gray, que quiere hablar acerca de Mark Callender.

Edward Horsfall fue otra sorpresa. Cordelia había evocado subconscientemente la imagen de un caballero entrado en años, un poco distraído, con el peso de su erudición, un benévolo aunque despistado mentor de jóvenes. Pero Horsfall no debía de tener mucho más de treinta años. Era muy alto, con el cabello largo que le caía sobre un ojo, con su flaco cuerpo curvado como una corteza de melón, comparación reforzada por la plisada pechera de la camisa amarilla bajo una combada corbata.

Si Cordelia, medio conscientemente, medio avergonzada, había alimentado la esperanza de que el hombre sentiría enseguida interés por ella y se mostraría feliz de dedicarle su tiempo mientras estuviesen juntos, pronto se desvaneció tal esperanza. Los ojos de Horsfall se clavaban inquietos en la puerta.

Cordelia supuso que deseaba estar solo, manteniéndose deliberadamente libre de la compañía hasta que llegase la persona a la que esperaba. Se mostraba tan impaciente que no resultaba difícil sentirse contagiado por tal impaciencia, Cordelia dijo:

—No tiene que estar usted conmigo toda la velada, ¿sabe? Yo únicamente quiero alguna información.

La voz de Cordelia tuvo la virtud de hacerle ser consciente de la presencia de ella y de que hiciera algún intento de ser más cortés.

—Eso no representaría precisamente una penitencia. Lo siento. ¿Qué quiere usted saber?

—Todo lo que pueda contarme sobre Mark. Usted le enseñaba Historia, ¿no es cierto? ¿Era buen estudiante?

No era una pregunta particularmente importante, Cordelia la juzgó adecuada para empezar a charlar con un profesor

—Era más gratificante enseñársela a él que a algunos otros estudiantes con los que tengo que pelear. No sé por qué eligió Historia. Podía muy bien haber estudiado Ciencias. Sentía una viva curiosidad por el fenómeno físico. Pero decidió estudiar Historia.

—¿Cree usted que lo hizo para no complacer a su padre?

—¿Para no complacer a sir Ronald? —dijo Horsfall, mientras alargaba un brazo para alcanzar una botella. ¿Qué bebe usted? Las fiestas de Isabelle de Lasterie tienen una cosa, y es que la bebida es excelente, supongo que es cosa de Hugo. Hay una admirable ausencia de cerveza.

—¿Es que Hugo no bebe cerveza, pues? —preguntó Cordelia.

—Él pretende no beberla. ¿De qué estábamos hablando? Ah, sí, de no complacer a sir Ronald. Mark decía que había escogido Historia porque no tenemos oportunidad de comprender el presente si no comprendemos el pasado. Esta es la clase de irritante explicación estereotipada que la gente saca en las entrevistas, pero es posible que él lo creyera. En realidad, naturalmente, la verdad es lo contrario, nosotros interpretamos el pasado mediante el conocimiento que tenemos del presente.

—¿Iba bien en la asignatura? —preguntó Cordelia—. Quiero decir si habría obtenido un sobresaliente.

Un sobresaliente, creía ingenuamente Cordelia, era lo más elevada inteligencia que el que lo obtenía podía ostentar orgulloso a lo largo de toda su vida. Quería saber si la inteligencia de Mark era merecedora de un sobresaliente.

—Esas son dos preguntas separadas y distintas. Parece que usted confunde el mérito con el logro. Imposible predecir la nota de Mark, difícil era la de un sobresaliente. Mark era capaz de una labor extraordinariamente buena y original, pero limitaba su material al número de sus ideas originales. El resultado tendía a ser más bien exiguo. A los examinadores les gusta la originalidad, pero uno tiene antes que haberse tragado los hechos admitidos y las opiniones ortodoxas, aunque sólo sea para demostrar que las ha aprendido. Una memoria excepcional y una escritura rápida y que sea legible: he ahí el secreto de un sobresaliente. A propósito, ¿dónde está usted?

Horsfall percibió en Cordelia una breve mirada de incomprensión.

—¿En qué colegio universitario?

—En ninguno; trabajo. Soy detective privada.

Horsfall acogió esta información con aire distraído.

—Mi tío —dijo— empleó a uno de esos detectives privados para averiguar si su mujer le engañaba con el dentista. Le engañaba, sí, pero él podía haberlo averiguado más fácilmente por el sencillo medio de preguntárselo directamente a ellos. De aquel modo perdió los servicios de una mujer y de un dentista simultáneamente y pagó por una información que podía haber obtenido a cambio de nada. El asunto produjo en aquel tiempo un gran revuelo en la familia. Yo habría creído que ese trabajo…

Cordelia terminó la frase por él:

—Era inadecuado para una mujer, ¿verdad?

—No, en absoluto, enteramente adecuado, habría creído yo, porque requiere, me imagino, una ilimitada curiosidad, una paciencia ilimitada y una tendencia a interferir en los asuntos de otras personas. —Su atención volvía a desviarse. Un grupo a su lado estaba conversando y hasta ellos llegaban retazos de la conversación:

—… lo típico de la escritura académica de la peor clase. Un desprecio de la lógica; una generosa profusión de nombres en boga; profundidad espúrea y una gramática horrorosa.

El tutor prestó a los que hablaban la atención de un segundo, desdeñó la charla académica que sostenían, como indigna de tal atención, y condescendió a trasladar esta, aunque no su mirada, otra vez hacia Cordelia.

—¿Por qué demuestra usted tanto interés por Mark Callender?

—Su padre me empleó para que averiguase por qué murió. Yo esperaba que usted pudiera ayudarme. Quiero decir si alguna vez le sugirió él la idea de que pudiera ser desgraciado, lo suficientemente desgraciado para suicidarse. ¿Le explicó a usted por qué abandonó el colegio?

—No, a mí no. Nunca tuve la impresión de estar cerca de él. Se despidió de mí de una manera formal, me dio las gracias por lo que él quiso considerar que era mi ayuda, y se fue. Yo pronuncié las frases habituales para expresar que sentía que se fuese. Nos estrechamos la mano. Yo me sentía cohibido, pero Mark no. Pienso que no era hombre susceptible de sentirse cohibido.

Hubo una pequeña conmoción junto a la puerta y un grupo de recién llegados se abrió paso ruidosamente entre los invitados. Entre ellos se encontraba una joven alta, morena, con una blusa encarnada, abierta casi hasta la cintura. Cordelia vio que el tutor se ponía rígido, con los ojos clavados en la chica recién llegada, con una mirada intensa, ansiosa, suplicante, que ella había visto en él antes. Se daría por afortunada si pudiera obtener alguna otra información. Tratando desesperadamente de recuperar la atención de Horsfall, dijo:

—No estoy segura de que Mark se suicidase. Pienso que pudo haber sido asesinado.

Horsfall habló distraídamente, con los ojos puestos en los que acababan de llegar.

—No es probable. ¿Quién le habría asesinado? ¿Por qué razón? Era una personalidad que pasaba inadvertida. Ni siquiera provocaba un ligero desagrado, salvo, posiblemente, por parte de su padre. Pero Ronald Callender no pudo haberlo hecho, si es eso lo que está usted suponiendo. Estaba cenando en Hall, en High Table, la noche en que Mark falleció. Aquella noche se celebraba una fiesta en el colegio universitario. Yo estaba sentado a su lado. Su hijo le telefoneó.

Cordelia preguntó ansiosa, casi tirándole de la manga.

—¿A qué hora?

—Poco después de que empezásemos a cenar, supongo. Benskin, que es uno de los sirvientes del colegio, entró y le dio el mensaje. Debió de ser entre las ocho y las ocho y cuarto. Callender desapareció por espacio de unos diez minutos, luego regresó y continuó con su sopa. Los demás aún no habíamos llegado al segundo plato.

—¿Dijo lo que quería Mark? ¿Parecía contrariado?

—Ni lo uno ni lo otro. Apenas habló durante la cena. Sir Ronald no malgasta sus dotes de conversador con los que no son científicos. Discúlpeme, ¿quiere?

Y se marchó, abriéndose paso entre la concurrencia en dirección a su presa. Cordelia dejó su vaso y fue en busca de Hugo.

—Oye, Hugo —le dijo—, quiero hablar con Benskin, un sirviente de tu colegio. ¿Estará allí esta noche?

Hugo dejó la botella que tenía en la mano.

—Es posible. Es uno de los pocos que vive en el colegio. Pero dudo de que tú sola logres hacerle salir de su cubil por tus propios medios. Pero si es tan urgente, será mejor que yo te acompañe.

El portero del colegio se aseguró con curiosidad de que Benskin estaba en el colegio y le hizo llamar. Acudió tras cinco minutos de espera, durante los cuales Hugo charló con el portero y Cordelia salió de la portería y se entretuvo leyendo los anuncios del colegio. Llegó Benskin, sin prisa, imperturbable. Era un anciano de cabellos plateados, correctamente vestido, con la cara arrugada y la piel gruesa como una naranja sanguina anémica, que habría parecido, pensó Cordelia, el anuncio del mayordomo ideal de no haber sido por una expresión de lúgubre y astuto desdén.

Cordelia le enseñó su nota de autorización de sir Ronald y entró enseguida y de lleno en las preguntas. Nada iba a obtener con sutilezas, y, dado que había conseguido la ayuda de Hugo, no tenía más remedio que hablar claro. Dijo:

—Sir Ronald me ha pedido que investigue las circunstancias de la muerte de su hijo.

—Ya lo veo, señorita.

—Me han dicho que el señor Mark Callender telefoneó a su padre mientras sir Ronald estaba cenando en High Table, la noche en que su hijo murió, y que usted le pasó el mensaje a sir Ronald poco después de que comenzase la cena. ¿Es cierto?

—En aquel momento, yo estaba bajo la impresión de que era el señor Callender el que estaba llamando por teléfono, señorita, pero estaba equivocado.

—¿Cómo puede usted estar seguro de eso, señor Benskin?

—El propio sir Ronald me lo dijo, señorita, cuando le vi en el colegio algunos días después de la muerte de su hijo. Yo conozco a sir Ronald desde que era un simple estudiante y me atreví a manifestarle mi pésame. Durante nuestra breve conversación, hice referencia a la llamada telefónica del veintiséis de mayo y sir Ronald me dijo que yo estaba equivocado, que no era el señor Callender el que había llamado.

—¿Dijo quién había sido?

—Sir Ronald me informó de que había sido su ayudante de laboratorio, el señor Chris Lunn.

—¿Le sorprendió a usted? Estar equivocado, quiero decir.

—Confieso que me quedé algo sorprendido, sí, señorita, pero el error era tal vez disculpable. Mi subsiguiente referencia al incidente fue fortuita y, dadas las circunstancias, lamentable.

—¿Cree usted realmente que oyó mal el nombre?

Aquella vieja cara obstinada no se relajó.

—Sir Ronald no podía tener la menor duda acerca de la persona que le telefoneó.

—¿Era habitual que el señor Callender llamase a su padre por teléfono mientras estaba cenando en el colegio?

—Yo nunca había cogido anteriormente una llamada de él, pero, al fin y al cabo, contestar al teléfono no forma parte de mis obligaciones normales. Es posible que alguno de los otros sirvientes del colegio pueda ayudarle a usted, pero no creo que una investigación sirviese de algo o que la noticia de que los sirvientes del colegio han sido interrogados pudiera ser del agrado de sir Ronald.

—Cualquier investigación que contribuyese a descubrir la verdad es casi seguro que resultase agradable a sir Ronald —dijo Cordelia.

«Realmente —pensó—, el estilo de la prosa de Benskin se está haciendo contagioso». Añadió de manera más natural:

—Sir Ronald está muy ansioso por averiguar todo lo posible acerca de la muerte de su hijo. ¿Hay algo que pueda usted decirme, alguna ayuda que pueda usted ofrecerme, señor Benskin?

Esto se parecía peligrosamente a una apelación, pero no obtuvo respuesta alguna.

—Nada, señorita. El señor Callender era un señorito tranquilo y agradable, que parecía, según pude yo observar, gozar de buena salud y un feliz estado de ánimo hasta el momento en que nos dejó. Su muerte ha sido muy sentida en el colegio. ¿Hay algo más, señorita?

Estaba esperando pacientemente que se le despidiera y Cordelia le dejó ir. Cuando ella y Hugo salieron juntos del colegio y se encaminaron de regreso hacia la calle Trumpington, dijo amargamente:

—Ese hombre no se preocupa, ¿verdad?

—¿Por qué tendría que hacerlo? Benskin ha estado en el colegio durante sesenta años y las ha visto de todos los colores. Desde su punto de vista mil años no son más que una noche. Solamente vi a Benskin trastornado una vez, por el suicido de un estudiante, y este era hijo de un duque. Benskin pensaba que había algunas cosas que este colegio no debía permitir que sucediesen.

—Pero no estaba equivocado sobre la llamada de Mark. Podías haberlo visto por toda su manera de comportarse, al menos yo pude verlo. Sabe bien lo que oyó. No va a admitirlo, por supuesto, pero él sabe en su interior que no estaba equivocado.

Hugo dijo:

—Se ha mostrado como el antiguo sirviente del colegio, muy correcto, muy propio; así es Benskin. «Los señoritos ya no son lo que eran cuando yo vine por primera vez al colegio». ¡Espero que no! Entonces llevaban patillas y los nobles lucían batas de fantasía para distinguirse de los plebeyos. Benskin volvería a traer todo aquello, si pudiese. Es un anacronismo viviente, que añora un pasado más majestuoso y solemne.

—Pero no está sordo. Yo le hablaba deliberadamente en voz baja y me oía perfectamente. ¿Crees tú de veras que se equivocó?

—Chris Lunn y «su hijo» suenan de un modo muy parecido.

—Pero Lunn no se anuncia a sí mismo de esa manera. Mientras yo estuve con sir Ronald y la señorita Leaming, sola mente le llamaban Lunn.

—Mira, Cordelia, ¡no es posible que sospeches que Ronald Callender ha podido tener algo que ver en la muerte de su hijo! Tienes que ser lógica. Tú admites, supongo, que un asesino racional espera no ser descubierto. Admites, sin duda que Ronald Callender, aun siendo un cabrón, es un ser racional. Mark está muerto y su cadáver ha sido incinerado. Nadie más que tú ha mencionado el asesinato, entonces sir Ronald te emplea a ti para que remuevas las cosas. ¿Por qué habría de hacerlo, si tuviese algo que ocultar? Ni siquiera necesita alejar las sospechas, puesto que no hay sospecha.

—Naturalmente que yo no sospecho que él haya matado a su hijo. Él no sabe cómo murió Mark y necesita desesperadamente saberlo. Por eso me ha contratado. Pude decirlo en nuestra entrevista; no podía equivocarme sobre eso. Pero no comprendo por qué habría de mentir acerca de la llamada telefónica.

—Si miente, podría haber una docena de explicaciones inocentes. Si fue Mark el que llamó al colegio, debe de haberse tratado de algo muy urgente, quizás algo que su padre no querría que se hiciese público, algo que da una pista del suicidio de su hijo.

—Entonces, ¿para qué emplearme a mí para que averigüe por qué se suicidó?

—Es cierto, sabia Cordelia; lo intentaré de nuevo. Mark pidió ayuda, quizás una visita urgente a la que papá se negó. Puedes imaginar su reacción. «No seas ridículo, Mark, estoy cenando en High Table con el director. Es obvio que no puedo dejar las chuletas y el clarete sólo porque tú me telefoneas de esa manera histérica diciendo que quieres verme. Recapacita». Una cosa así no sonaría tan bien en un juicio; los jueces son notoriamente hipercríticos. —La voz de Hugo adquirió un profundo tono magistral—. «No me corresponde a mí añadir una mayor tristeza a la aflicción de sir Ronald, pero fue, quizá, desafortunado de su parte que quisiera ignorar lo que evidentemente era un grito de auxilio. Si él hubiese abandonado inmediatamente su cena y hubiese acudido al lado de su hijo, este brillante joven estudiante podía haberse salvado». Los suicidas de Cambridge, por lo que he observado, son siempre brillantes: todavía estoy esperando leer el informe de una investigación en la que las autoridades del colegio declaren que el estudiante se suicidó justamente en el momento antes de ser expulsado.

—Pero Mark murió entre las siete y las nueve de la tarde. ¡Esa llamada telefónica es la coartada de sir Ronald!

—Él no lo consideraría así. No necesita una coartada. Si tú sabes que no estás implicado y nunca surge la cuestión de un juego sucio, no piensas en términos de coartadas. Sólo piensan en ello los que son culpables.

—Pero ¿cómo supo Mark dónde podía encontrar a su padre? En su declaración, sir Ronald dijo que no había hablado con su hijo desde hacía más de dos semanas.

—Puedo ver que ahí tienes un detalle. Pregúntaselo a la señorita Leaming. Mejor aún, pregúntale a Lunn si fue él quien en realidad telefoneó al colegio. Si estas buscando a un villano, Lunn encajaría admirablemente en ese papel. Lo encuentro totalmente siniestro.

—No sabía que le conocieses.

—Oh, es muy conocido en Cambridge. Conduce de un lado a otro, con feroz dedicación, esa furgoneta cerrada como si estuviera llevando a estudiantes recalcitrantes a las cámaras de gas. Todo el mundo conoce a Lunn. Rara vez sonríe, y sonríe de una manera que es como si se burlase de sí mismo y se burlase de su espíritu, que pudiera inducirle a sonreír ante algo. Yo me concentraría en Lunn.

Caminaban en silencio a través de la cálida y perfumada noche, mientras cantaban las aguas de los arroyuelos de la calle Trumpington. Las luces brillaban en las puertas de los colegios y en las porterías y los lejanos jardines y los patios que se intercomunicaban, vislumbrados momentáneamente cuando pasaban, parecían remotos y etéreos como en un sueño.

Cordelia se vio de pronto oprimida por una sensación de soledad y melancolía. Si Bernie estuviese vivo, discutirían el caso, escondidos en el más remoto rincón de algún bar de Cambridge, aislados por el ruido y el humo y el anonimato de la curiosidad de sus vecinos; hablando en voz baja en su propia jerga particular. Estarían especulando sobre la personalidad de un joven que dormía bajo aquella pintura amable e intelectual y que, sin embargo, había comprado una vulgar revista de obscenos desnudos. ¿O la habría comprado él en realidad? Y si no, ¿cómo había ido a parar al huerto de la cabaña? Estarían hablando acerca de un padre que mentía con respecto a la última llamada telefónica de su hijo; especulando en feliz complicidad sobre una laya sin limpiar, una hilera de tierra revuelta a medias, una taza de café sin lavar, una cita de Blake meticulosamente mecanografiada. Estarían hablando de Isabelle, que estaba aterrada, y de Sophie, que era seguramente sincera, y de Hugo, que ciertamente sabía algo acerca de la muerte de Mark y que era listo pero no tan listo como necesitaba ser. Por primera vez desde que había empezado el caso, Cordelia dudó de su capacidad para resolverlo por sí sola. Si hubiese alguien en quien pudiese confiar, alguien que viniera a reforzar su confianza… Volvió a pensar en Sophie, pero Sophie había sido la amante de Mark y era la hermana de Hugo. Ambos se hallaban involucrados. Sólo dependía de ella misma, y esto, cuando se puso a considerarlo, no era diferente de cómo esencialmente había sido siempre. Irónicamente, el hecho de ser consciente de ello le infundió consuelo y una nueva esperanza.

En la esquina de la calle Panton se detuvieron y él dijo:

—¿Vas a volver a la fiesta?

—No, gracias, Hugo; tengo trabajo que hacer.

—¿Vas a quedarte en Cambridge?

Cordelia se preguntó a sí misma si la pregunta era formulada por algo más que por un interés inspirado por la cortesía. Volviéndose de pronto cautelosa, dijo:

—Sólo por unos días. He encontrado una pensión muy fea, pero barata, para dormir y desayunar, cerca de la estación.

Hugo aceptó la mentira sin hacer comentario alguno y se desearon buenas noches. Cordelia emprendió el regreso a la calle Norwich. El pequeño coche estaba aún frente al número cincuenta y siete, pero la casa estaba a oscuras y silenciosa, como para subrayar su exclusión, y las tres ventanas estaban cerradas como unos lúgubres ojos muertos.

Estaba cansada cuando regresó a la cabaña y aparcó el Mini al borde del matorral. La portezuela del huerto chirrió bajo su mano. La noche estaba oscura y Cordelia palpó en su bolso buscando su linterna y fue siguiendo la luz que esta proyectaba alrededor del lado de la cabaña y hacia la puerta trasera. Guiada por esta luz, introdujo la llave en la cerradura. Le dio la vuelta y, ciega por el cansancio, entró en el cuarto de estar. La linterna, todavía encendida, pendía flojamente de su mando, haciendo erráticos dibujos de luz sobre el suelo embaldosado. Entonces, en un movimiento involuntario, saltó hacia arriba e iluminó plenamente el objeto que pendía del gancho central del techo. Cordelia lanzó un grito y se agarró a la mesa. Era el almohadón de su cama, el almohadón con un cordón firmemente atado alrededor de uno de sus extremos, formando una grotesca y bulbosa cabeza, y el otro extremo metido dentro de unos pantalones de Mark. Las piernas pendían patéticamente planas y vacías, una más baja que la otra. Mientras lo contemplaba con fascinado horror, martilleándole el corazón dentro del pecho, una ligera brisa entró por la puerta abierta e hizo girar el objeto lentamente, como movido por una mano viviente.

Debió de estar allí paralizada por el miedo y mirando con ojos extraviados el almohadón sólo por espacio de unos segundos, que le parecieron minutos, antes de encontrar la fuerza suficiente para coger una silla de la mesa y bajar aquella cosa. Incluso en el momento de repulsión y terror, tuvo la idea de examinar el nudo. El cordón estaba unido al gancho por un simple lazo y dos medias vueltas. De manera que su secreto visitante no había querido repetir su táctica primera o no sabía cómo había sido hecho el primer nudo. Puso el almohadón encima de la silla y salió a buscar la pistola. En su cansancio se había olvidado del arma, pero en ese momento anhelaba la tranquilidad que podía ofrecerle al tener el duro y frío metal en la mano. Se detuvo junto a la puerta trasera y escuchó. El huerto pareció llenarse de pronto de ruidos, misteriosos crujidos, hojas que se movían en la ligera brisa como suspiros humanos, movimientos precipitados y furtivos entre las matas, el chillido de un murciélago u otro animal a alarmante proximidad. La noche parecía retener el aliento mientras Cordelia se encaminaba hacia el saúco. Esperó un instante, escuchando el latir de su propio corazón, antes de encontrar el valor suficiente para volver la espalda y extender la mano para buscar, palpando, la pistola. Todavía estaba allí. Suspiró audiblemente con alivio y enseguida se sintió mejor. La pistola no estaba cargada, pero eso apenas parecía importar. Se apresuró a volver a la cabaña, un poco aliviada de su terror.

Transcurrió casi una hora antes de que se decidiera por fin a acostarse. Encendió la linterna y, pistola en mano, efectuó un registro de toda la cabaña. A continuación, examinó la ventana. Resultaba bastante evidente la manera en que había entrado el intruso. La ventana no tenía pestillo y era fácil de abrir empujando desde fuera. Cordelia sacó un rollo de cinta adhesiva de su maletín de la escena del crimen, cortó dos tiras muy estrechas y las pegó a través del cristal y el marco de madera. Dudó de si las ventanas delanteras podrían abrirse, pero no quiso exponerse al riesgo y las selló de la misma manera. No detendrían al intruso, pero al menos ella sabría a la mañana siguiente que había entrado. Por último, tras lavarse en la cocina, subió la escalera y fue a acostarse. La puerta no tenía cerradura, pero ella la dejó ligeramente abierta y puso en equilibrio, en la parte superior, la tapadera de una cacerola. Si alguien conseguía entrar, no la pillaría por sorpresa. Cargó la pistola y la puso sobre la mesilla de noche, recordando que tenía que habérselas con un asesino. Examinó el cordón. Era un cordón fuerte, corriente, de un metro y medio de longitud, que evidentemente no era nuevo y estaba gastado en uno de sus extremos. Se sintió decepcionada al ver que no podía identificarlo. Pero lo etiquetó cuidadosamente tal como Bernie le había enseñado, y lo guardó en su maletín de la escena del crimen. Lo mismo hizo con el papel mecanografiado con el pasaje de Blake, pasándolo del fondo de su bolso a los sobres de plástico. Estaba tan cansada, que incluso esta tarea de rutina le costó un esfuerzo de voluntad. Luego volvió a colocar en la cama el almohadón, resistiendo el impulso de arrojarlo al suelo y dormir sin él. Pero, en aquellos momentos, nada —ni el temor ni la incomodidad— podía mantenerla despierta. Estuvo acostada sólo unos minutos escuchando el tictac de su reloj antes de que la fatiga la venciese y la sumiese en un profundo sueño.