A la mañana siguiente, abandonó la calle Cremona antes de las siete. A pesar del cansancio de la noche anterior, había hecho sus preparativos principales antes de acostarse. No le habían llevado mucho tiempo. Tal como Bernie le había enseñado, comprobó sistemáticamente el maletín del escenario del crimen, rutina innecesaria, ya que nada de ello había sido tocado desde el día en que, para celebrar la fundación de su sociedad, él había diseñado ese maletín para ella. Dejó preparada la cámara polaroid; puso en orden los mapas de carreteras, que estaban confundidos con otros objetos en un extremo de su mesa escritorio; sacudió su saco de dormir y lo enrolló para dejarlo preparado; llenó una bolsa con latas de comida sacadas del almacén que Bernie tenía de sopa enlatada y judías cocidas; consideró y finalmente decidió tomar el ejemplar que tenían del libro sobre medicina forense del profesor Simpson y su propia radio Hacker portátil; comprobó el botiquín de primeros auxilios. Finalmente, buscó para ella una nueva agenda, en la que puso el encabezamiento de Caso Mark Callender, y reservó las últimas páginas para anotar la cuenta de sus gastos. Estos preliminares siempre habían constituido la parte más satisfactoria de un caso, antes de que el aburrimiento o el disgusto hicieran su aparición, antes de que la ilusión se convirtiese en decepción y fracaso. Los planes de Bernie siempre habían sido meticulosos y trazados con éxito; lo que la hacía desplomarse era la realidad.
Finalmente, consideró su ropa. Si continuaba aquel tiempo caluroso, su vestido a lo Jaeger, comprado con sus ahorros después de pensarlo mucho para poder llevarlo en toda clase de entrevistas, resultaría demasiado caluroso, pero podría tener que entrevistar al director de un colegio universitario y había que aspirar al dignificado profesionalismo ejemplificado del mejor modo en un vestido. Decidió viajar con su falda de color marrón claro, con una blusa de mangas cortas y unos tejanos y blusas de más abrigo para cualquier trabajo de campo. A Cordelia le encantaba la ropa, disfrutaba haciendo proyectos sobre ella y comparándola, placer limitado menos por la pobreza que por su obsesiva necesidad de poder empaquetar todo su guardarropa en una sola maleta mediana, como una refugiada perpetuamente preparada para huir.
Una vez se hubo liberado de los tentáculos del norte de Londres, Cordelia disfrutó de su viaje en coche. El Mini se deslizaba velozmente por la carretera, y Cordelia pensó que nunca había funcionado tan bien. Le agradaba la campiña del este de Inglaterra, las anchas calles de las ciudades con mercado, el modo en que los campos crecían, sin setos divisorios, hasta el borde mismo de la carretera, la claridad y libertad de los lejanos horizontes y los anchos cielos. El campo armonizaba con su propio estado de ánimo. Había llorado por Bernie y volvería a llorar por él, echando de menos su camaradería y su afecto desinteresado, pero este, en cierto sentido, era el primer caso de ella y estaba contenta de tratar de resolverlo sola. Era un caso que pensaba que ella podía resolver No la asustaba ni le desagradaba. Conduciendo ilusionada el Mini a través de los campos bañados por el sol, con su equipo bien empaquetado en el maletero, se sentía inundada por la euforia de la esperanza.
Cuando finalmente llegó al pueblo de Duxford, al principio tuvo dificultad en dar con la finca Summertrees. Al parecer, el comandante Markland creía que su importancia justificaba el omitir en sus señas el nombre de la carretera. Pero la segunda persona a la que Cordelia preguntó era un aldeano que pudo indicarle el camino, procurando darle toda clase de detalles, como si temiera que una respuesta demasiado superficial pudiera significar descortesía. Cordelia tuvo que buscar un lugar adecuado para girar y luego retroceder un par de kilómetros, porque ya había pasado Summertrees.
Y esta, al fin, tenía que ser la casa. Era un gran edificio victoriano de ladrillo rojo, con un amplio margen de césped entre la carretera y la puerta de madera abierta, que daba acceso al camino que conducía hasta la casa. Cordelia se preguntaba por qué se le había ocurrido a alguien construir una casa tan impresionantemente fea, o, habiendo decidido construirla, había colocado una monstruosidad suburbana en medio del campo. Quizás había sustituido una casa anterior, más agradable. Condujo el Mini hacia la hierba pero a alguna distancia de la puerta, y se dirigió hacia el camino. El jardín armonizaba con la casa; era formal hasta el punto de resultar artificial y demasiado bien cuidado. Incluso las plantas rupestres aparecían, como mórbidas excrecencias, a intervalos meticulosamente planeados entre las piedras que pavimentaban la terraza. Había dos parterres rectangulares en el césped, cada uno de ellos con rosales de rosas rojas y bordeados con franjas alternadas de lobelia y alhelí. Parecían una exposición patriótica en un parque público. Cordelia pensó que allí faltaba un asta para una bandera.
La puerta principal estaba abierta, y por ella se veía un oscuro zaguán pintado de color marrón. Antes de que Cordelia pudiese llamar al timbre, una mujer entrada en años apareció por la esquina de la casa empujando una carretilla llena de plantas. A pesar del calor llevaba botas Wellington, una blusa y una larga falda de tweed y un pañuelo atado a la cabeza. Al ver a Cordelia, dejó caer las varas de la carretilla y dijo:
—Buenos días. Seguramente viene usted por lo de la tómbola de la iglesia, ¿verdad?
Cordelia dijo:
—No, no es por la tómbola. Vengo de parte de sir Ronald Callender Se trata de su hijo.
—Entonces espero que haya venido a buscar sus cosas. Nos preguntábamos cuándo iba sir Ronald a mandar por ella. Todavía están en la cabaña. No hemos estado allá desde que Mark murió. La llamábamos Mark, ¿sabe usted? Bueno, él jamás nos dijo quién era, lo cual no estuvo muy bien.
—No se trata de las cosas de Mark. Quiero hablar sobre él. Sir Ronald me ha contratado para tratar de averiguar por qué se mató su hijo. Mi nombre es Cordelia Gray.
Esta noticia pareció más bien intrigar que desconcertar a la señora Markland, que miró rápidamente a Cordelia con ojos extraviados, algo estúpidos, y se agarró las varas de la carretilla, como en busca de apoyo.
—¿Cordelia Gray? Entonces no nos hemos visto antes, ¿verdad? No creo conocer a alguien llamado Cordelia Gray. Quizá sería mejor que pasase usted a la sala y hablase con mi marido y mi cuñada.
Dejó la carretilla donde estaba, en medio del sendero, y se encaminó hacia la casa, quitándose el pañuelo de la cabeza y tratando inútilmente de arreglar sus cabellos con la mano. Cordelia la siguió a través del zaguán, que olía a cera y estaba escasamente amueblado, con un montón de bastones, paraguas e impermeables colgados del pesado perchero de roble, y hacia el interior de una estancia situada en la parte trasera de la casa.
Era una habitación horrible, desproporcionada, sin libros, amueblada no con mal gusto, sino sin el menor gusto en absoluto. Un enorme sofá de repelente diseño y dos butacas rodeaban la chimenea, y una pesada mesa de caoba con adornos tallados y balanceándose sobre su pie ocupaba el centro de la habitación. Había pocos muebles más. Los únicos cuadros eran fotografías de grupo enmarcadas, pálidas caras alargadas, demasiado pequeñas para poderlas identificar, que posaron en fila ante la cámara. Una fotografía era la de un regimiento; la otra presentaba un par de remos cruzados por encima de dos filas de corpulentos adolescentes, todos los cuales llevaban gorras bajas de pico y pantalones a rayas. Cordelia supuso que era el club de remo de una escuela.
Pese a lo caluroso del día, aquella habitación, sin sol, estaba fría. Las puertaventanas estaban abiertas. Afuera, en el césped, había una mecedora con un dosel guarnecido con un fleco, tres sillas de caña con suntuosos cojines de una llamativa cretona azul, cada una de ellas con su apoyo para los pies, y una mesa de madera. Estos muebles parecían formar parte de un grupo en el que el diseñador no había logrado el efecto adecuado. Todos los muebles del jardín parecían nuevos y no utilizados. Cordelia se preguntaba por qué la familia se empeñaba en permanecer dentro de la casa en una mañana de verano, aunque el césped estaba amueblado mucho más confortablemente.
La señora Markland presentó a Cordelia barriendo el aire con el brazo, en un amplio gesto de abandono, y diciendo con voz débil a la compañía en general:
—La señorita Cordelia Gray. No viene por lo de la tómbola de la iglesia.
Cordelia estaba sorprendida por la semejanza que el marido, la mujer y la señorita Markland guardaban entre sí. Los tres le recordaban las caras de los caballos. Sus caras eran largas y huesudas, las bocas, estrechas por encima de robustas barbillas cuadradas, los ojos desagradablemente juntos y los cabellos, que las dos mujeres llevaban con espesos flequillos que les llegaban hasta los ojos, grises y ásperos. El comandante Markland estaba tomando café en una inmensa taza blanca, muy oscurecida en el borde y los lados, colocada sobre una bandeja redonda de estaño. Tenía en las manos The Times. La señorita Markland estaba haciendo calceta, ocupación que Cordelia consideró vagamente inadecuada para una calurosa mañana de verano.
Las dos caras, hostiles, sólo en parte curiosas, la miraron con un ligero disgusto. La señorita Markland podía seguir haciendo calceta sin mirar las agujas, lo cual le permitía clavar en Cordelia unos ojos de mirada dura e inquisitiva. Invitada por el comandante Markland a sentarse, Cordelia se apoyó en el borde del sofá, casi esperando que el liso cojín emitiese un desagradable ruido al hundirse bajo su peso. Sin embargo, lo encontró inesperadamente duro. Compuso su semblante en una expresión apropiada, seriedad combinada con eficiencia y un toque de humildad propiciatoria le pareció que estaría bien, pero no estaba segura de tener éxito en el empeño. Mientras se hallaba allí sentada, con las rodillas recatadamente juntas, con el bolso a sus pies, era consciente, con desagrado, de que probablemente parecía más una ansiosa adolescente de diecisiete años enfrentándose a su primera entrevista que una madura mujer de negocios, única propietaria de la Agencia de detectives Pryde.
Entregó la nota de autorización de sir Ronald y dijo:
—Sir Ronald estaba muy afligido por ustedes, quiero decir que fue terrible que tuviera que suceder en su propiedad, con lo amables que habían sido al procurar a Mark un trabajo que era de su agrado. Su padre espera que no les importe hablar de ello; lo único que él quiere es saber qué fue lo que le indujo a suicidarse.
—¿Y él la ha enviado a usted?
La voz de la señorita Markland era una combinación de incredulidad, diversión y desdén. Cordelia no se dio por ofendida ante su rudeza. Supuso que la señorita Cordelia tendría algún motivo. Dio lo que esperaba que fuese una explicación digna de crédito. Probablemente era verdad.
—Sir Ronald piensa que tiene que haber algo relacionado con la vida de Mark en la universidad. Abandonó repentinamente el colegio universitario, como quizá sepan ustedes, y a su padre jamás se le dijo por qué. Sir Ronald creyó que yo podría tener más éxito hablando con los amigos de Mark que el tipo más usual de detective privado. Le pareció que no podía molestar a la policía; al fin y al cabo, no es esta realmente su clase de trabajo.
La señorita Markland dijo con semblante grave:
—Yo creía que este era precisamente su trabajo; es decir si sir Ronald piensa que hay algo extraño en la muerte de su hijo…
Cordelia la interrumpió:
—¡Oh no, no pienso que haya la menor sugerencia de ese tipo! Él está plenamente satisfecho con el veredicto. Sólo quiere saber qué fue lo que le impulsó a hacerlo.
La señorita Markland dijo en un tono repentinamente desabrido:
—Era un fracasado. Fracasó en la universidad, al parecer, fracasó en sus obligaciones familiares, finalmente fracasó en la vida. Así, literalmente.
Su cuñada emitió un débil sonido de protesta.
—Vamos, Eleonor, ¿es del todo justo lo que dices? Aquí trabajó realmente bien. A mí el muchacho me gustaba. No creo que…
—No niego que el dinero se lo ganase. Eso no altera el hecho de que no se le crio ni educó para trabajar en el oficio de jardinero. Por lo tanto, fue un fracasado. No conozco la razón de ello y no tengo interés alguno en descubrirla.
—¿Cómo fue que le dieron ustedes el empleo? —preguntó Cordelia.
Fue el comandante Markland el que respondió.
—Vio mi anuncio en el Cambridge Evening News, en el que pedía un jardinero, y se presentó aquí una tarde en su bicicleta. Supongo que vino pedaleando desde Cambridge. Debe de hacer de eso unas cinco semanas, un martes, me parece.
Nuevamente intervino la señorita Markland:
—Era martes, el nueve de mayo.
El comandante la miró con el ceño fruncido, como si le irritase el que no pudiera equivocarse en la información.
—Sí, bien, el martes, día nueve. Dijo que había decidido dejar la universidad y coger un trabajo y que había visto mi anuncio. Admitió que no sabía mucho de jardinería, pero dijo que era fuerte y estaba dispuesto a aprender. Su inexperiencia no me preocupaba; le queríamos para el césped y para las hortalizas. Nunca puso las manos en el jardín; lo atendemos mi mujer y yo. De todos modos, a mí me gustó el aspecto del muchacho y creí que debía darle una oportunidad.
La señorita Markland dijo:
—Lo aceptaste porque era el único solicitante que estuvo dispuesto a trabajar por la miseria que tú le ofrecías.
El comandante, lejos de mostrarse ofendido por esta franqueza, sonrió complacido.
—Le pagué lo que él valía. Si hubiese más patronos que estuviesen dispuestos a hacerlo, el país no sufriría esta plaga de inflación.
Hablaba como alguien para quien la economía no tuviera secretos.
—¿No pensó usted que era raro ese cambio de ocupación? —preguntó Cordelia.
—¡Por supuesto que lo pensé! Creí que probablemente había sido expulsado: bebida, drogas, revolución, ya sabe usted cómo están ahora las cosas en Cambridge. Pero le pregunté el nombre de su tutor universitario y le llamé por teléfono, un sujeto llamado Horsfall. No puedo decir que haya sido muy amable, pero me aseguró que el muchacho se había ido voluntariamente y para usar sus propias palabras, su conducta, mientras estuvo en el colegio universitario, había sido irreprochable casi hasta el aburrimiento. No teníamos razón alguna para temer que el aire de Summertrees resultase contaminado.
La señorita Markland interrumpió su labor de punto e intervino en la exclamación de su cuñada de «¿Qué pudo haber querido decir con eso?» con este seco comentario:
—Un poco más de esa clase de aburrimiento procedente de la ciudad de los llanos sería bien recibida.
—¿Le dijo a usted el señor Horsfall por qué había abandonado Mark el colegio?
—No se lo pregunté. No era de mi incumbencia. Le hice una pregunta sencilla y obtuve una respuesta más o menos sencilla, tan sencilla como cabe esperar de esos tipos académicos. Nosotros ciertamente no tuvimos motivo de queja del muchacho mientras estuvo aquí. Le digo lo que siento.
—¿Cuándo se fue a vivir a la cabaña? —preguntó Cordelia.
—Enseguida. No fue idea nuestra, por supuesto. Nunca dijimos en el anuncio que el empleo fuera residencial. Sin embargo, él evidentemente había visto la cabaña y le había gustado el sitio y nos preguntó si no nos importaría que fuese a vivir allí. No le era posible venir desde Cambridge en bicicleta todos los días, nos hacíamos perfectamente cargo de ello, y, que supiéramos, no había en el pueblo alguien que pudiese darle alojamiento. No le puedo decir que me hiciese gracia la idea; la cabaña necesita muchos arreglos. En realidad, tenemos pensado pedir una concesión de conversión y desembarazarnos de ella. En su estado actual no sería apropiada para una familia, pero al muchacho parecía entusiasmarle la idea de vivir allá, de modo que accedimos.
Dijo Cordelia:
—De modo que él debió de inspeccionarla antes de venir a pedir el empleo, ¿no?
—¿Inspeccionar? Oh, no lo sé. Probablemente anduvo fisgoneando para ver cómo era la propiedad antes de llegar realmente a la puerta. No sé si debo censurarle por ello, yo habría hecho lo mismo.
La señora Markland intervino:
—Estaba muy ilusionado con la cabaña, muchísimo. Le indiqué que no había gas ni electricidad, pero dijo que no le importaba; se compraría un infiernillo campestre y se las arreglaría con linternas. Hay instalada agua, naturalmente, y la parte principal del tejado está realmente del todo bien. Al menos, así lo creo. Nunca vamos allí, ¿sabe? Parece que estaba muy contento de haberse instalado allí. Nosotros realmente nunca le visitamos. No había necesidad, pero por lo que pude ver, sabía perfectamente cuidar de sí mismo. Naturalmente, como ha dicho mi marido, era muy inexperto; había una o dos cosas que tuvimos que enseñarle, como venir a la cocina cada mañana temprano a recibir las órdenes. Pero el muchacho me agradaba; siempre le veía trabajar de firme, cuando me hallaba en el jardín.
Cordelia dijo:
—Me pregunto si tendría inconveniente en que yo echase un vistazo a la cabaña…
Esta petición les desconcertó. El comandante Markland miró a su mujer. Hubo un silencio embarazoso y por un momento Cordelia temió que la respuesta fuese no. Entonces la señorita Markland dejó clavadas sus agujas en el ovillo y se puso de pie.
—Iré con usted ahora mismo —dijo.
Los terrenos de Summertrees eran extensos. Primero había la rosaleda propiamente dicha, con los rosales plantados unos muy cerca de otros y agrupados según la variedad y el color, como en un puesto de venta, con los rótulos colocados exactamente a la misma altura del suelo. A continuación venía el huerto, dividido en dos por un sendero de grava, que en las escardadas hileras de lechugas y coles y en las porciones de tierra revuelta mostraba evidencias del trabajo realizado por Mark Callender. Finalmente, pasaron por una puerta que daba a un pequeño huerto de viejos manzanos sin podar. La hierba segada, que olía agradablemente a heno, yacía en densos montones alrededor de los nudosos troncos.
En el extremo del huerto había un grueso seto, tan crecido que la portezuela que daba acceso al jardín posterior de la cabaña resultaba, al principio, difícil de ver. Pero la hierba que crecía alrededor había sido recortada y la portezuela se abrió fácilmente, cediendo a la presión de la mano de la señorita Markland. Al otro lado había un grueso seto de zarzas, oscuro e impenetrable y que era evidente que se había dejado crecer libremente durante una generación. Alguien había abierto un camino a través del seto, pero la señorita Markland y Cordelia tuvieron que inclinarse mucho para evitar que se les enredasen los cabellos en sus enmarañados tentáculos de espinas.
Una vez libre de esta barrera, Cordelia levantó la cabeza y pestañeó bajo los claros rayos del sol. Lanzó una ligera exclamación de placer. En el breve período que Mark Callender había vivido allí había creado un pequeño oasis de orden y belleza, sacándolo del caos y el abandono. Antiguos parterres de flores habían sido descubiertos y las plantas supervivientes cuidadas; el sendero de piedras había sido limpiado de hierba y de musgo; un pequeño cuadrado de césped a la derecha de la cabaña había sido cortado y escardado. Al otro lado del sendero se había cavado en parte una parcela de algo más de un metro cuadrado. La laya estaba aún en la tierra, hincada profundamente a unos cincuenta centímetros de distancia del final de la hilera.
La cabaña era una construcción achaparrada de ladrillo, bajo una techumbre de pizarra. Bañada por los rayos del sol vespertino, y a pesar de su puerta erosionada por la lluvia, sus podridos marcos de ventana y la vista de unas desnudas vigas en el tejado, la cabaña poseía el suave y melancólico encanto de la vejez que aún no había degenerado en ruina. Fuera de la cabaña, junto a la puerta, dejados caer fortuitamente uno al lado del otro, había un par de zapatos de jardinero con abundante tierra incrustada.
—¿De él? —preguntó Cordelia.
—¿De quién, si no?
Estuvieron allí de pie, juntas un instante, contemplando la tierra revuelta. Ninguna de las dos habló. Luego se encaminaron hacia la puerta trasera. La señorita Markland introdujo la llave en la cerradura. Le dio la vuelta con facilidad, como si la cerradura hubiera sido recientemente untada con aceite. Cordelia la siguió al interior del cuarto de estar de la cabaña.
En contraste con el calor que reinaba en el jardín, el aire resultaba fresco pero no era puro, sino ligeramente viciado. Cordelia vio que el plano de la cabaña era sencillo. Había tres puertas: una, enfrente, que evidentemente daba acceso al jardín anterior, pero estaba cerrada y atrancada, con las junturas cubiertas de telarañas, como si no se hubiese abierto durante generaciones; la puerta de la derecha daba, como conjeturó Cordelia, a la cocina; la tercera puerta estaba abierta y la joven pudo entrever a través de ella una escalera de madera, sin alfombra, que conducía al piso superior. En medio de la habitación había una mesa con un tablero de madera, con la superficie desgastada de puro restregada, y con dos sillas de cocina, una a cada extremo. En el centro de la mesa un florero azul contenía un ramillete de flores muertas, negros y frágiles tallos que sostenían tristes pingajos de plantas inidentificables, cuyo polen manchaba la superficie de la mesa como un polvillo dorado. Chorros de luz solar cruzaban el aire tranquilo; en medio de ellos una miríada de partículas de polvo y vida infinitesimal danzaba grotescamente.
A la derecha había una chimenea. Mark había estado quemando leña y papeles; había un montón de ceniza blanca en la parrilla, y una pila de madera para encender el fuego y pequeños leños preparados para la noche siguiente. A un lado de la chimenea había una silla baja de madera, con un cojín raído y en el otro lado una silla con las patas aserradas, quizá con el objeto de hacerla lo suficientemente baja para dar el pecho a una criatura. Cordelia pensó que debía de haber sido una hermosa silla antes de su mutilación.
Dos vigas inmensas, ennegrecidas por los años, atravesaban el techo. En medio de una de ellas estaba clavado un gancho de acero, probablemente utilizado en otro tiempo para colgar tocino. Cordelia y la señorita Markland lo miraron sin hablar; no había necesidad de preguntar y responder. Pasado un instante, se encaminaron, como de mutuo acuerdo, hacia las dos sillas que estaban a ambos lados de la chimenea y se sentaron. La señorita Markland dijo:
—Yo fui la que le encontré. No había venido a la cocina a recibir las órdenes del día, de modo que después de desayunar bajé aquí para ver si se había quedado dormido. Eran las nueve y veintitrés minutos exactamente. La puerta no estaba cerrada con llave. Llamé con los nudillos, pero no hubo respuesta, entonces la abrí empujándola. Colgaba de ese gancho con un cinturón de cuero alrededor del cuello. Llevaba sus pantalones de algodón azules, los que solía llevar para trabajar, y estaba descalzo. Esa silla estaba caída sobre un lado en el suelo. Le toqué el pecho. Estaba completamente frío.
—¿Cortó usted la correa para descolgarlo?
—No. Era evidente que estaba muerto y pensé que era mejor dejar el cadáver hasta que llegase la policía. Pero puse la silla en su posición normal y la coloqué de manera que sostuviese sus pies. Fue una acción irracional, ya lo sé, pero no podía soportar verle allí colgando sin aliviar la presión sobre su garganta. Fue, ya se lo he dicho, irracional.
—Creo que fue muy natural. ¿Observó algo más en él, en la habitación?
—Había un jarro por la mitad de lo que parecía café encima de la mesa y una gran cantidad de ceniza en la parrilla de la chimenea. Parecía como si hubiera estado quemando papeles. Su máquina de escribir portátil estaba donde la ve ahora, sobre esa mesa auxiliar; la nota del suicida estaba aún en la máquina. La leí, luego volví a la casa, les dije a mi hermano y a mi cuñada lo que había sucedido y llamé a la policía. Cuando llegó la policía los traje a esta cabaña y les confirmé lo que había visto. No he vuelto aquí hasta este momento.
—¿Vio usted, o el comandante o la señora Markland, a Mark la noche en que murió?
—Ninguno de nosotros le vio después de que terminó de trabajar hacia las seis y media. Era un poco más tarde aquel día porque quería terminar de segar la hierba de la parte de delante. Todos le vimos cómo apartaba la segadora y luego atravesaba el jardín en dirección al huerto. Ya no volvimos a verle con vida. No estábamos en casa aquella noche. Tuvimos una cena en Trumpington, en casa de un antiguo compañero de armas de mi hermano. No regresamos hasta pasada la medianoche. Por entonces, según las pruebas médicas, Mark debía de llevar unas cuatro horas muerto.
Cordelia dijo:
—Hábleme de él, por favor.
—¿Qué puedo decirle? Sus horas de trabajo eran de ocho y media de la mañana a seis de la tarde, con una hora para almorzar y media para el té. Al atardecer, solía trabajar en el jardín, aquí o alrededor de la cabaña. A veces, durante su hora de almuerzo, cogía la bicicleta y se iba a la tienda del pueblo. Yo le encontraba allí de vez en cuando. No compraba mucho, un pan integral, mantequilla, el trozo de bacon más barato, té, café, las cosas corrientes. No hablábamos cuando nos encontrábamos, pero él solía sonreír. Por las noches, cuando había oscurecido, solía leer o escribir a máquina en esa mesa. Yo podía ver su cabeza contra la luz de la lámpara.
—Creo que el comandante Markland ha dicho que ustedes no visitaban la cabaña.
—Ellos no. Les recuerda cosas desagradables. Yo sí.
Hizo una pausa y miró hacia la chimenea sin fuego.
—Mi prometido y yo solíamos pasar una parte muy grande de nuestro tiempo aquí, antes de la guerra, cuando él estaba en Cambridge. Fue muerto en 1937, combatiendo en España por la causa republicana.
—Lo siento —dijo Cordelia. Sintió lo inadecuado y la falta de sinceridad de su respuesta y, con todo, ¿qué otra cosa podía decir? Todo ello había sucedido hacía unos cuarenta años. No había oído hablar de él anteriormente. El espasmo de pena, tan breve que apenas se sintió, no era más que una incomodidad transitoria, un pesar sentimental por todos los amantes que murieron jóvenes, por lo inevitable de una pérdida humana.
La señorita Markland hablaba con súbita pasión, como si alguna fuerza la obligase a proferir las palabras:
—No me gusta su generación, señorita Gray. No me gusta la arrogancia de ustedes, su egoísmo, su violencia, la curiosa selectividad de su compasión. Nada pagan ustedes con su propia moneda, ni siquiera sus propios ideales. Denigran y destruyen, nunca construyen. Invitan al castigo como niños rebeldes, luego chillan cuando se les castiga. Los hombres que yo conocí y con los que me crie no eran así.
Cordelia dijo suavemente:
—Tampoco creo que fuera así Mark Callender.
—Probablemente no. Al menos, la violencia la practicó contra sí mismo. —Levantó los ojos hacia Cordelia con mirada retadora—. No me cabe duda de que usted dirá que estoy celosa de los jóvenes. Es un síndrome bastante común en mi generación.
—No tendría que ser. Jamás puedo comprender por qué han de ser celosas las personas. Al fin y al cabo, la juventud no es una cuestión de privilegio, todos tenemos la misma porción de ella. Algunas personas pueden nacer en una época más fácil o ser más ricas o más privilegiadas que otras, pero eso nada tiene que ver con ser joven. Y ser joven es a veces terrible. ¿Recuerda cuán terrible pudo ser?
—Sí, lo recuerdo, pero también recuerdo otras cosas.
Cordelia estaba allí sentada en silencio, pensando que la conversación era extraña pero en cierto modo inevitable y que, por alguna razón, no le pesaba. La señorita Markland levantó los ojos.
—Su amiga le visitó una vez. Al menos supongo que era su amiga, si no, ¿por qué había de venir? Fue unos tres días después de que empezara a trabajar.
—¿Cómo era?
—Hermosa. Muy rubia, con un rostro como el de un ángel de Botticelli, suave, ovalado, poco inteligente. Era extranjera, francesa, creo. También era rica.
—¿Cómo puede usted decir eso, señorita Markland? —dijo Cordelia, intrigada.
—Porque hablaba con acento extranjero; porque llegó conduciendo un Renault blanco que yo consideré que era suyo; porque su ropa, aunque extraña e inadecuada para el campo, no era barata; porque se dirigió hacia la puerta principal de la casa y anunció que deseaba verle con la arrogancia, la confianza en uno mismo, que se asocia a las personas ricas.
—¿Y él la vio?
—En aquellos momentos, él estaba trabajando en el huerto, segando la hierba. La conduje hacia donde estaba él. La saludó tranquilamente y sin turbación, y la invitó a que le esperase sentada en la cabaña hasta que llegase el momento en que él terminase su trabajo. Parecía bastante complacido de verla, pero no me pareció demasiado entusiasmado ni sorprendido con su visita. No me la presentó. Los dejé juntos y regresé a casa antes de que tuviera ocasión de hacerlo. Ya no la volví a ver. —Antes de que Cordelia pudiese hablar, añadió de pronto—: Piensa usted vivir aquí algún tiempo, ¿verdad?
—No les importará, supongo. No quisiera pedírselo si van a decirme que no.
—No lo sabrán, y si lo supiesen, no les importaría.
—¿A usted tampoco le importa?
—No, no se preocupe por mí, no me importa.
Hablaban en voz baja, como en una iglesia. Entonces la señorita Markland se levantó y se encaminó hacia la puerta. Al llegar a ella se volvió.
—Usted se ha encargado de este trabajo por el dinero, ¿verdad? ¿Por qué no? Pero si yo fuese usted, lo dejaría como está. No es sensato dejarse implicar demasiado personalmente en los asuntos de otro ser humano. Y cuando ese ser humano está muerto, además de no ser sensato, hasta puede resultar peligroso.
La señorita Markland bajó por el sendero del jardín y desapareció por la portezuela. Cordelia se alegró de ver que se iba. Ardía en impaciencia por examinar la cabaña. Este era el lugar donde todo había sucedido; este era el lugar donde realmente comenzaba su trabajo.
¿Qué era lo que había dicho el Comi? «Cuando estés examinando un edificio, míralo como si mirases una iglesia rural. Primero camina a su alrededor. Mira toda la escena dentro y fuera de ella; después haz tus deducciones. Pregúntate qué has visto, no lo que esperabas ver, sino lo que has visto».
Entonces, él debía de ser un hombre a quien gustaban las iglesias rurales y eso al menos era un punto en su favor; ya que esto, con seguridad, era un genuino dogma de Dalgliesh. La reacción de Bernie ante las iglesias, ya fuesen rurales o urbanas, había sido de cautela semisupersticiosa. Cordelia decidió seguir el consejo.
Primero dirigió sus pasos hacia el lado este de la cabaña. Allí, discretamente situado y casi oculto por el seto, había un retrete de madera con su puerta con cerrojo, como la de un establo. Cordelia echó una mirada a su interior. El retrete estaba muy limpio y parecía que había sido repintado recientemente. Cuando tiró de la cadena, vio con alivio que fluía agua por la taza. Había un rollo de papel higiénico suspendido por un cordel de la puerta y, clavada junto a él, una pequeña bolsa de plástico contenía una arrugada colección de papeles de envolver naranjas y otros suaves envoltorios. Había sido un hombre ahorrador. Junto al retrete había un gran cobertizo en estado ruinoso en el que se guardaba una bicicleta de hombre, vieja, pero bien cuidada, una gran lata con pintura de emulsión blanca con la tapa muy apretada y un pincel limpio dentro de un tarro de mermelada, una bañera de estaño, unos cuantos sacos limpios y una colección de aperos de jardinería. Todos estaban limpios y brillantes y dispuestos ordenadamente contra la pared o sostenidos por clavos.
Se dirigió hacia la entrada de la cabaña. Contrastaba intensamente con el aspecto que ofrecía el lado sur. Aquí Mark Callender no había hecho el menor intento de desenmarañar las ortigas y las hierbas, altas hasta la cintura, que asfixiaban el pequeño jardín delantero y casi borraban el sendero. Un grueso arbusto trepador salpicado de florecillas blancas había extendido sus negras y espinosas ramas hasta tapar las dos ventanas de la planta baja. La puerta que conducía a la vereda se había atascado y sólo se abría lo suficiente para dejar pasar con dificultad a un visitante. A cada lado montaba guardia un árbol de acebo, con sus hojas grises por el polvo. El seto delantero, de alheña, alcanzaba la altura de la cabeza. Cordelia pudo ver que, a uno y otro lado del sendero, había habido en otro tiempo parterres gemelos bordeados por piedras redondas pintadas de blanco. Entonces la mayor parte de estas piedras se había hundido en medio de las malas hierbas, y de los parterres sólo quedaban unos cuantos rosales silvestres dispersos.
Cuando dirigía una última mirada al jardín delantero, vio que brillaba un objeto de color, medio pisoteado entre las hierbas del lado del sendero. Era una página arrugada de una revista ilustrada. La extendió y la alisó y vio que era una fotografía, en color, de una mujer desnuda. La mujer daba la espalda a la cámara y se inclinaba hacia adelante, exhibiendo unas grandes nalgas por encima de unos muslos cubiertos por altas botas. Sonreía descaradamente por encima de su hombro en una evidente invitación, aún más grotesca por la larga cara andrógina que ni siquiera una discreta iluminación podía evitar que resultase repulsiva. Cordelia observó la fecha en la parte superior de la página; era la edición del mes de mayo. De modo que la revista, o al menos la fotografía, pudo haber sido llevaba a la cabaña mientras él residía en ella.
Se detuvo con el recorte en la mano para analizar la naturaleza de su asco, que se le antojaba excesivo. La fotografía era vulgar y obscena, pero no más ofensiva ni indecente que muchas de las que se veían en las calles secundarias de Londres. Sin embargo, mientras doblaba la hoja y la guardaba en su bolso —porque representaba alguna clase de prueba—, se sentía contaminada y deprimida. ¿Había sido la señorita Markland más perspicaz de lo que ella imaginaba? ¿Estaba ella, Cordelia, en peligro de resultar sentimentalmente obsesionada con el muchacho muerto? La fotografía probablemente nada tenía que ver con Mark; fácilmente podía habérsele caído a algún visitante de la cabaña. Pero deseaba no haberla visto.
Dio la vuelta hacia el lado oeste de la cabaña e hizo otro descubrimiento. Escondido detrás de unas matas de saúcos había un pequeño pozo de algo más de un metro de diámetro. No tenía estructura superior, pero estaba cubierto por una tapa abovedada hecha de fuertes tablillas de madera y ajustada a la parte superior con un aro de hierro. Cordelia vio que la cubierta estaba unida por un candado al borde de madera del pozo, y la cerradura, aunque herrumbrosa por la edad, resistió firmemente a su tirón. Alguien se había tomado la molestia de evitar que el pozo no constituyese un peligro para niños o vagabundos curiosos.
Y entonces había llegado el momento de explorar el interior de la cabaña. Primero la cocina. Era una pequeña pieza con una ventana encima del fregadero que miraba hacia el este. Era evidente que había sido pintada hacía poco y la gran mesa que ocupaba la mayor parte de la estancia había sido cubierta con un mantel de plástico rojo. Había una astrosa despensa que contenía media docena de latas de cerveza, un tarro de mermelada, una escudilla con mantequilla y un trozo de pan enmohecido. Fue allí, en la cocina, donde Cordelia encontró la explicación del olor desagradable que percibió al entrar en la cabaña. Encima de la mesa había una botella de leche abierta y más o menos medio llena, con la tapa plateada arrugada junto a ella. La leche se había solidificado y cubierta de putrefacción; una hinchada mosca estaba chupando en el borde de la botella y continuó pegada a su festín cuando Cordelia, instintivamente, trató de ahuyentarla. Al otro lado de la mesa había un infiernillo de queroseno de dos quemadores, con una pesada marmita sobre uno de ellos. Cordelia tiró de la tapa, muy ajustada, que cedió súbitamente y dejó salir un olor fuertemente repulsivo. Abrió el cajón de la mesa y removió con una cuchara el contenido de la marmita. Parecía estofado de buey. Trozos de carne verdosa, patatas que parecían jabón y legumbres inidentificables flotaban entre la espuma, como carne ahogada y putrefacta. Al lado del fregadero había una caja de naranjas puesta sobre uno de sus lados y que hacía las veces de almacén de verduras. Las patatas estaban verdes, las cebollas se habían encogido y echado brotes, las zanahorias estaban arrugadas y flojas. Así que nada había sido limpiado, nada había sido quitado. La policía se había llevado el cuerpo y todas las pruebas que necesitaba, pero nadie, ni los Markland ni la familia ni los amigos del muchacho se había molestado en volver para limpiar los residuos patéticos de su joven vida.
Cordelia subió la escalera. El rellano conducía a dos dormitorios, uno de los cuales era evidente que no se había utilizado desde hacía años. Allí el marco de la ventana estaba podrido, el yeso del techo se había ido desprendiendo y un ajado papel con dibujos de rosas se estaba despegando a causa de la humedad. El segundo cuarto, más espacioso, era el único en el que él había dormido. Había una sola cama de hierro con un colchón de crin y sobre ella un saco de dormir con un cojín doblado en dos para hacer una almohada alta. Al lado de la cama había una vieja mesa con dos velas, pegadas con su propia cera a un plato agrietado, y una caja de cerillas. Su ropa estaba colgada en el único armario, un pantalón de pana de color verde claro, una o dos camisas, jerseis y un traje de etiqueta. Algunas prendas de ropa interior, limpias pero sin planchar, estaban dobladas en el anaquel superior. Cordelia tocó los jerseis. Estaban hechos a mano en lana gruesa y complicados dibujos, había cuatro. Alguien, pues, se había preocupado por él lo suficiente para tomarse algunas molestias. Cordelia se preguntaba quién.
Pasó las manos por su escaso guardarropa, palpando en busca de bolsillos. Nada encontró, excepto una delgada cartera de cuero marrón en el fondo del bolsillo izquierdo del traje. Emocionada, la llevó hacia la ventana con la esperanza de que contuviese una pista, una carta, quizás, una lista de nombres y direcciones, una nota personal. Pero la cartera estaba vacía salvo un par de billetes de una libra, su permiso de conducir y una tarjeta de donante de sangre expedida por el servicio de transfusión de sangre de Cambridge, que indicaba que su grupo era B Rh negativo.
La ventana sin visillos daba al jardín. Sus libros estaban colocados sobre el estante de la ventana. Había sólo unos pocos: Historia Moderna de Cambridge; algo de Trollope y Hardy; obras completas de William Blake; volúmenes de libros de texto escolares de Wordsworth, Browning y Donne; dos libros de bolsillo sobre jardinería. Al final de la hilera había un libro encuadernado en piel blanca que Cordelia vio que era un libro de oraciones. Estaba provisto de un cierre de latón finamente labrado y parecía muy usado. Se sentía contrariada con los libros; le decían poco más que los gustos superficiales del muchacho. Si había abrazado aquella vida solitaria con el fin de estudiar, escribir o filosofar, lo había hecho singularmente mal equipado.
Lo más interesante de la habitación estaba encima de la cama. Era una pequeña pintura al óleo de unos sesenta centímetros cuadrados. Cordelia la examinó. Era, desde luego, italiana y probablemente, pensó, de finales del siglo XV. Mostraba un monje tonsurado muy joven, leyendo sentado a una mesa, con sus delicados dedos introducidos entre las páginas de su libro. La cara larga, controlada, estaba tensa por la concentración, con los ojos de pesados párpados fijos en la página. Detrás del monje, se veía, a través de la ventana abierta representada en el cuadro, una deliciosa miniatura. Cordelia pensó que uno jamás se cansaría de contemplarla. Era una escena toscana que mostraba una ciudad amurallada con torres, rodeada de cipreses, un río que serpenteaba como un hilo de plata, una procesión con vestidos de vivos colores, precedida por estandartes, y bueyes uncidos que trabajaban en los campos. Vio el cuadro como un contraste entre los mundos de la inteligencia y de la acción e intentó recordar dónde había visto pinturas parecidas. Los camaradas —como designaba siempre al ubicuo grupo de revolucionarios amigos de su padre— habían sido muy aficionados a intercambiar mensajes en el interior de galerías de arte, y Cordelia se había pasado horas paseando lentamente de un cuadro a otro, esperando al fortuito visitante que se detuviese a su lado y le susurrase unas palabras de advertencia o de información. El truco siempre le había parecido una manera infantil e innecesariamente histriónica de comunicación, pero, al menos, en las galerías se estaba caliente y ella disfrutaba mirando los cuadros. Aquel cuadro le gustaba; era evidente que también le había gustado a Mark. ¿Le había gustado también la vulgar ilustración que ella había encontrado en el jardín delantero? ¿Eran ambos una parte esencial de su naturaleza?
Terminada la vuelta de inspección, se hizo café, utilizando un paquete del armario y poniendo agua a hervir en el infiernillo. Cogió una silla de la sala de estar y fue a sentarse fuera, en la puerta trasera, con la taza sobre el regazo, con la cabeza echada hacia atrás para sentir la caricia del sol. Se sentía inundada de una suave felicidad mientras estaba allí sentada, contenta y relajada, escuchando el silencio, con los ojos medio cerrados por efecto del sol. Había examinado la cabaña conforme a las instrucciones del Comi. ¿Qué sabía entonces acerca del muchacho muerto? ¿Qué era lo que había visto? ¿Qué podía deducir?
Había sido un muchacho obsesivamente limpio y ordenado. Sus útiles de jardinería habían sido limpiados después de su uso y cuidadosamente guardados, su cocina había sido pintada y estaba limpia y aseada. Sin embargo, había dejado la tarea de revolver la tierra a menos de medio metro de distancia del final de una hilera; había dejado la laya sin limpiar clavada en la tierra; había dejado caer sus zapatos de jardinero negligentemente junto a la puerta trasera. Al parecer, había quemado todos sus papeles antes de matarse, pero había dejado sin lavar su taza de café. Se había hecho un estofado para cenar y no lo había probado. La preparación de las verduras tuvo que haberla realizado a una hora más temprana de aquel mismo día, o quizás el día anterior, pero era evidente que el estofado era para cenar aquella noche. La marmita estaba aún sobre el infiernillo, y llena hasta el borde. No era una comida recalentada que hubiese quedado de la noche anterior. Esto seguramente indicaba que no había tomado la decisión de matarse hasta después de haber preparado el estofado y haberle puesto al fuego para que se cociese. ¿Por qué había de molestarse en preparar una comida si sabía que no estaría vivo para comerla?
Pero ¿era lógico, se preguntaba, que un joven sano, que entraba en la cabaña después de una o dos horas de duro trabajo de revolver tierra y con una comida caliente esperando, se encontrase en aquel estado de melancolía, acidia, angustia o desesperación que pudiera llevarle al suicidio? Cordelia podía recordar tiempos de intensa infelicidad, pero no podía recordar que hubiera seguido a un ejercicio al aire libre con un fin concreto, al sol y con una comida en perspectiva. ¿Y por qué la taza de café, la que la policía se había llevado para analizar? Había latas de cerveza en la despensa; si tenía sed cuando llegó de revolver la tierra, ¿por qué no abrir una de ellas? La cerveza habría sido el medio más rápido, más obvio, de apagar la sed. Seguramente nadie, por mucha sed que tuviese, prepararía y bebería café justamente antes de comer. El café venía después de la comida.
Pero supongamos que alguien le hubiese visitado aquella tarde. No era probable que hubiese sido alguien que pasaba por allí con un recado sin importancia; fue importante para Mark el interrumpir el trabajo de revolver la tierra cuando sólo le faltaba medio metro de una hilera, e invitar al visitante a entrar en la cabaña. Probablemente era un visitante al que no le gustaba la cerveza o no quería beberla, ¿podría tratarse de una mujer? Era una visita de la que no se esperaba que se quedase a cenar, pero, sin embargo, estuvo en la cabaña el tiempo suficiente para que se le ofreciese algo de beber. Quizás era alguien que se disponía a ir a tomar su propia cena. Evidentemente, el visitante no había sido invitado con antelación a cenar, o de haber sido así, ¿por qué habían empezado la cena tomando café y por qué había estado Mark trabajando hasta tan tarde en el jardín en vez de entrar en la cabaña a cambiarse de ropa? De modo que se trataba de una visita inesperada. Pero ¿por qué había una sola taza de café? Seguramente, Mark lo habría compartido con el invitado o, si él prefería no tomar café, habría abierto una lata de cerveza para sí mismo. Pero ninguna lata de cerveza vacía había en la cocina, y tampoco una segunda taza. ¿Tal vez había sido lavada y guardada? Pero ¿por qué había de lavar Mark una taza y no la otra? ¿Era para ocultar el hecho de que había recibido una visita aquella tarde?
El jarro de café sobre la mesa de la cocina estaba casi vacío y sólo medio llena la botella de leche. Seguramente más de una persona había tomado leche y café. Pero tal vez fuese esta una deducción peligrosa y sin garantía; también habría podido el visitante volver a llenar su taza.
Pero supongamos que no hubiera sido Mark el que había deseado ocultar el hecho de que el visitante había estado con él aquella noche; supongamos que no hubiera sido Mark el que había lavado y guardado la segunda taza; supongamos que hubiera sido la visita la que había deseado ocultar el hecho de su presencia. Pero ¿por qué debía molestarse en hacer eso?, ya que no podía saber que Mark iba a suicidarse. Cordelia hizo un brusco movimiento de impaciencia. Esto, naturalmente, era absurdo. Era evidente que el visitante no habría lavado la taza si Mark hubiese estado aún allí y con vida. Sólo habría borrado la prueba de su visita si Mark hubiera estado ya muerto. Y si Mark hubiera estado muerto, hubiera estado colgando de aquel gancho antes de que su visitante se hubiese ido de la cabaña, entones, ¿podía ser esto realmente un suicidio? Una palabra que danzaba en el fondo de la mente de Cordelia, una mezcla amorfa de letras, tomó forma de pronto y, por primera vez, apareció nítidamente deletreada la palabra manchada de sangre: asesinato.
Cordelia continuó sentada al sol durante otros cinco minutos, terminando su café, luego lavó la taza y la colgó de un gancho de la despensa. Bajó por la vereda en dirección a la carretera, donde había dejado aparcado el Mini, en el margen de hierba fuera de Summertrees, contenta del instinto que la había inducido a dejar el coche fuera de la vista de la casa. Soltando con cuidado el embrague, lo hizo descender despacio por la vereda mirando con cuidado de un lado a otro en busca de un posible sitio para aparcar; dejar el coche simplemente fuera de la cabaña no habría hecho más que delatar la presencia de su dueña. Era una lástima que Cambridge no estuviese más cerca; entonces podría haber usado la bicicleta de Mark. El Mini no era necesario para su trabajo, pero sería inconvenientemente visible dondequiera que lo dejase.
Pero tuvo suerte. A unos cincuenta metros vereda abajo, en la entrada de un campo, había un amplio margen de hierba con un pequeño matorral a un lado. Este matorral tenía un aspecto húmedo y siniestro. Era imposible creer que pudieran brotar flores de aquella tierra inficionada y entre esos árboles maltrechos y deformes. El suelo estaba cubierto de viejos potes y sartenes, se veía el armazón de un cochecillo de niño, un infiernillo de gas roto y herrumbroso. Junto a un roble achaparrado, una pila de mantas se desintegraban en la tierra. Pero encontró al fin espacio para sacar el Mini de la carretera y ponerlo, en cierto modo, a cubierto. Si lo cerraba con llave, estaría mejor allí que cerca de la cabaña y por la noche, pensó, nadie advertiría su presencia.
Pero entonces volvió con el coche a la cabaña y empezó a desempaquetar. Colocó a un costado del estante la ropa interior de Mark y puso la de ella a su lado. Extendió su saco de dormir sobre la cama, encima del saco de él, pensando disfrutar así de una comodidad extra. Había un cepillo de dientes rojo y un tubo de pasta dentífrica por la mitad en un tarro vacío de conserva, encima del alféizar de la ventana de la cocina; al lado puso su cepillo amarillo y su propio tubo de pasta. Colgó su toalla junto a la de él en el cordel que había tendido entre dos clavos, debajo del fregadero de la cocina. Luego hizo un inventario del contenido de la despensa y una lista de las cosas que iba a necesitar. Sería mejor que las comprase en Cambridge; no haría más que llamar la atención hacia su presencia si efectuaba compras en el pueblo. La cacerola de estofado y la media botella de leche le preocupaban. No podía dejarlas en la cocina, so pena de contaminar la cabaña con el olor de descomposición, pero también se sentía reacia a tirar su contenido. Pensó en fotografiarlo, pero decidió no hacerlo, pues los objetos tangibles constituían una prueba mejor. Al final lo llevó al cobertizo y lo tapó con un trozo de arpillera vieja.
Finalmente, pensó en la pistola. Era un objeto demasiado pesado para llevarlo encima todo el tiempo, pero se sentía desgraciada ante la idea de separarse de ella, aunque sólo fuese provisionalmente. Aun cuando la puerta trasera de la cabaña podía cerrarse, y la señorita Markland le había dejado la llave, un intruso no encontraría dificultad en entrar por la ventana. Decidió que el mejor plan sería esconder las municiones entre su ropa interior en el armario del dormitorio, pero ocultar la pistola por separado, dentro de la cabaña o cerca de ella. Encontrar el lugar exacto le costó pensar un poco, pero luego recordó las gruesas y retorcidas ramas del saúco que había junto al pozo; levantándose sobre las puntas de sus pies pudo encontrar, palpando donde se bifurcaba una rama, una concavidad en la que deslizó la pistola, aún envuelta dentro de la bolsa de cuerda, que quedó escondida por las hojas.
Ya estaba lista para ir a Cambridge. Miró su reloj; eran las diez y media; podría estar en Cambridge a las once y dispondría de dos horas para hacer gestiones. Decidió que su mejor plan sería visitar primero la oficina del periódico y leer el informe de la investigación, luego iría a la policía; después de esto, iría en busca de Hugo y Sophie Tilling.
Se alejó de la cabaña con una sensación parecida al pesar como si estuviera abandonando el hogar. Era, pensaba, un lugar curioso, de atmósfera pesada y que mostraba dos caras diferentes al mundo, como facetas de una personalidad humana; el norte, con sus ventanas tapadas por las plantas espinosas, la mala hierba que crecía junto a la cabaña, con su siniestro seto de alheña, era un ominoso escenario de horror y tragedia. En cambio, la parte trasera, donde él había vivido y trabajado, había limpiado y cultivado el huerto y atado las escasas flores, había escardado el sendero y abierto al sol las ventanas, era un lugar apacible como un santuario. Estando allí sentada junto a la puerta, había sentido que nada malo podría sucederle; era capaz de pensar sin temor en la posibilidad de pasar allí la noche sola. ¿Era esta atmósfera de tranquilidad curativa, se preguntaba, lo que había atraído a Mark Callender? ¿La había percibido él antes de tomar el empleo, o era en cierto misterioso modo el resultado de su transitoria y trágica estancia allí? El comandante Markland había tenido razón; evidentemente Mark había mirado la cabaña antes de subir a la casa. ¿Era la cabaña o el empleo lo que él quería? ¿Por qué los Markland eran tan reacios a ir a aquel sitio, tan reacios que evidentemente no lo habían visitado siquiera para limpiarlo después de su muerte? ¿Y por qué le había espiado la señorita Markland, ya que seguramente de ningún otro modo podía calificarse la minuciosa observación a que lo había sometido? ¿Le había confiado aquel relato acerca de su amante muerto solamente para justificar su interés por la cabaña, su obsesiva preocupación por lo que el nuevo jardinero estaba haciendo? ¿Y era incluso cierta aquella historia? ¿Aquella mujer entrada en años, llena de fuerza latente, con aquella expresión equina de perpetuo descontento, pudo haber sido realmente joven un día, haber yacido, quizá, con su amante en la cama de Mark durante los largos y calurosos atardeceres de unos veranos ya muy lejanos? Cuán remoto, cuán imposible y grotesco le parecía todo ello.
Cordelia bajaba con su coche por la calle Hills, pasó por delante de la vigorosa estatua conmemorativa de un joven soldado de 1914, por delante de la iglesia católica romana y entró en el centro de la ciudad. De nuevo deseaba haber podido cambiar el coche por la bicicleta de Mark. Todo el mundo parecía montar en bicicleta y el aire resonaba con los timbres como un festival. En aquellas calles angostas y atestadas de gente, circular con el sólido Mini constituía incluso un riesgo. Decidió aparcarlo tan pronto como pudiese encontrar un sitio y emprender a pie la búsqueda de un teléfono. Había decidido variar su programa e ir en primer lugar a ver a la policía.
Pero no le sorprendió oír, cuando al fin llamó a la puerta de la comisaría, que el sargento Maskell, que había llevado el caso Callender, estaría ocupado toda la mañana. Eso de que las personas que uno quería entrevistar estuvieran preparadas, sentadas en casa o en la oficina, con energía, tiempo e interés suficiente sólo sucedía en la ficción. En la vida real, estaban entregadas a sus propios asuntos, y uno dependía de la conveniencia de ellas, incluso si, cosa algo rara, prestaban su atención a la Agencia de detectives Pryde. Generalmente no lo hacían. Cordelia mencionó la nota de autorización de sir Ronald para impresionar a su oyente con la autenticidad de su asunto. El nombre no carecía de influencia. El policía que había recibido a Cordelia se alejó para ir a preguntar. Transcurrido menos de un minuto volvió para decir que el sargento Maskell podría atender a la señorita Gray a las dos y media de aquella tarde.
De modo que la oficina del periódico venía, pues, en primer lugar Los ficheros antiguos al menos, eran accesibles y no había inconveniente en que se consultaran. Rápidamente encontró lo que buscaba. El informe de la investigación era breve, redactado en el usual lenguaje formalista de un informe de los tribunales. Poca cosa le dijo que fuese nuevo para ella. Pero tomó buena nota de la prueba principal. Sir Ronald testificó que no había hablado con su hijo durante las dos semanas anteriores a su muerte, cuando Mark le telefoneó para comunicarle su decisión de dejar el colegio universitario y tomar un trabajo en Summertrees. No había consultado a sir Ronald antes de tomar su decisión ni había explicado sus razones. Después sir Ronald había hablado con el director, y las autoridades del colegio estaban dispuestas a volver a admitir a su hijo para el siguiente año académico si mudaba de parecer. Su hijo nunca le había hablado de suicidio y, que él supiera, no tenía preocupaciones de salud ni de dinero. El testimonio de sir Ronald iba seguido de una breve referencia a otra prueba. La señorita Markland describió cómo había encontrado el cadáver; un patólogo forense declaró que la causa de la muerte era asfixia debida a estrangulación; el sargento Maskell refirió las medidas cuya aplicación creyó más oportunas y entregó un informe del laboratorio científico forense que declaraba que se había analizado una taza de café que se había encontrado sobre la mesa y había sido hallada inocua. El veredicto fue que el fallecido murió por su propia mano durante un desequilibrio mental. Cuando cerró el pesado legajo de periódicos, Cordelia se sentía deprimida. La labor de la policía parecía exhaustiva. ¿Era realmente posible que aquellos experimentados profesionales hubiesen pasado por alto el significado de la interrupción del trabajo de revolver la tierra, los zapatos de jardinero dejados caer descuidadamente junto a la puerta trasera, la cena sin tocar?
Y entonces, a mediodía, estaba libre hasta las dos y media. Podía explorar Cambridge. Compró la guía más barata que pudo encontrar en Bowes and Bowes, resistiendo la tentación de leer un trozo de aquí y otro de allá de los libros de la librería, porque el tiempo era corto y había que racionar el placer. Llenó su bolso de pastel de cerdo y de fruta que compró en un puesto del mercado y entró en la iglesia de Santa María, para sentarse tranquilamente y preparar su itinerario. Luego, durante una hora y media, deambuló por la ciudad y sus colegios universitarios, extasiada de felicidad.
Estaba contemplando Cambridge en su aspecto más bello. El cielo era una inmensidad azul desde cuyas traslúcidas profundidades brillaba el sol, sin nubes, pero con suave claridad. Los árboles de los jardines de los colegios y las avenidas que conducían a los Backs, aún no afectados por el ardor del verano, levantaban sus verdes ramas, teniendo como fondo la piedra y el río y el cielo. Las bateas pasaban veloces bajo los puentes, asustando a las vistosas aves acuáticas y, al levantarse el nuevo puente de Garret Hostel, los sauces inclinaban sus pálidas y pesadas ramas sobre el oscuro verdor del río Cam.
Cordelia incluyó todas las vistas especiales en su itinerario. Caminó solemnemente a lo largo de la biblioteca del Trinity, visitó las viejas facultades, se sentó tranquilamente en la parte posterior de la capilla del King’s College, contemplando maravillada la ascensión vertical de la gran bóveda de John Wastell, que se extendía en curvos abanicos de delicado mármol blanco. La luz del sol, que se derramaba a través de los grandes ventanales, tiñendo el sereno aire con los colores azul, carmesí y verde. Las rosas de los Tudor bellamente labradas, los animales heráldicos que sostenían la corona, sobresalían de los paneles con arrogante orgullo. A pesar de lo que Milton y Wordsworth habían escrito, ¿era cierto que esta capilla había sido construida para la gloria de un soberano terrenal y no para el servicio de Dios? En cualquier caso, ello no invalidaba su propósito ni era menoscabo de su belleza. No dejaba de ser un edificio supremamente religioso. ¿Podía un no creyente proyectar y realizar aquel soberbio interior? ¿Había una unidad esencial entre motivo y creación? Esta era la pregunta que solamente Carl, entre los camaradas, habría tenido interés en explorar, y Cordelia le evocó en su prisión griega, tratando de no pensar en lo que pudieran estarle haciendo y deseando tener a su lado la rechoncha figura de aquel amigo.
Durante su visita de la ciudad se concedió algunos pequeños placeres. Compró un mantel de lino para la mesita de té, estampado con un grabado de la capilla desde el coro, junto a la puerta oeste; se tendió sobre la hierba a la orilla del río, junto al puente del King’s, y dejó que el agua fría y verde le acariciase los brazos; paseó por entre los puestos de libros de la plaza del mercado y, tras un cálculo minucioso, compró una pequeña edición de Keats, impresa en papel de China, y un caftán de algodón estampado en tonos verde, azul y marrón. Si el tiempo caluroso continuaba, esta prenda resultaría más fresca que una camisa o tejanos para llevar por las noches.
Finalmente, volvió al King’s College. Había una fila de asientos adosada al gran muro de piedra que se extendía desde la capilla hacia la orilla del río y se sentó allí, al sol, para comer su almuerzo. Un gorrión privilegiado daba saltitos a través del inmaculado césped y la miraba con ojos brillantes y despreocupados. Cordelia le tiraba trocitos de la corteza de su pastel de cerdo y sonreía ante sus graciosos y agitados picoteos. Del río subía el sonido de voces desde el otro lado del agua, la áspera llamada de un pato. Todo lo que la rodeaba —los guijarros brillantes como joyas en el sendero de grava, los pequeños tallos de hierba en el margen del césped, las frágiles patas del gorrión— lo veía con una extraordinaria intensidad, como si la felicidad le hubiese aclarado la vista.
Luego, la memoria le trajo el recuerdo de las voces. Primero la de su padre:
—Nuestra pequeña fascista fue educada por los papistas. Resulta extraordinario. ¿Cómo pudo suceder semejante cosa, Delia?
—¿No te acuerdas, papá? Me confundieron con otra C. Gray, que era católica romana. De once, únicamente las dos superamos la media del examen el mismo año. Cuando descubrieron el error te escribieron para preguntarte si te importaba que me quedase en el convento, porque yo me había instalado allí.
El padre, en realidad, no había contestado. La reverenda madre había intentado ocultar discretamente el hecho de que él no se había molestado en contestar y Cordelia pasó en el convento los seis años más tranquilos y felices de su vida, aislada, por el orden y la ceremonia, del caos y la inmundicia de la vida exterior, incorregiblemente protestante, sin coacciones, amablemente compadecida como una persona que vive en una ignorancia invencible. Por primera vez, aprendió que no tenía necesidad de ocultar su inteligencia, aquella mente despejada que una sucesión de madres adoptivas habían considerado en cierto modo una amenaza. Sor Perpetua había dicho:
—No debería haber la menor dificultad acerca de tu bachillerato si puedes continuar como vas ahora. Eso quiere decir que proyectamos tu ingreso en la universidad dentro de dos años a partir de este octubre. Cambridge, me parece. Realmente no veo por qué no podrías aspirar a una beca.
La propia sor Perpetua había estado en Cambridge antes de entrar en el convento y todavía hablaba de la vida académica, no con anhelo o nostalgia, sino como si hubiera sido un sacrificio digno de su vocación. Incluso la quinceañera Cordelia había reconocido que sor Perpetua era una verdadera humanista y había pensado que había sido injusto por parte de Dios conceder una vocación a alguien que, como ella, era tan feliz y útil al mundo. Pero, para la propia Cordelia, el futuro parecía, por primera vez, estabilizado y lleno de promesas. Iría a Cambridge y la hermana iría a visitarla allá. Tenía una romántica visión de amplios céspedes bajo el sol y ellas dos paseando por el paraíso de Donne. «Allí, ríos de saber hay, de allí fluyen las artes y las ciencias; jardines cercados; profundidades insondables de inescrutables consejos». Con la ayuda de su propia inteligencia y las oraciones de la hermana, ganaría la beca. Las oraciones la preocupaban ocasionalmente. No dudaba en absoluto de su eficacia, puesto que Dios debía forzosamente escuchar a una persona que con tal sacrificio personal le había escuchado a Él. Y si la influencia de la hermana le daba a ella, a Cordelia, una injusta desventaja sobre los otros candidatos, bueno, ¿qué le íbamos a hacer? En asunto de tal importancia, ni Cordelia ni sor Perpetua estaban dispuestas a discutir sobre sutilezas teológicas.
Por aquel entonces, papá había contestado a la carta. Había descubierto que necesitaba a su hija. No hubo bachillerato ni beca, y a los dieciséis años terminó Cordelia su educación convencional y comenzó su vida errabunda cumpliendo las funciones de cocinera, enfermera, mensajera y vivandera general de papá y sus camaradas.
Pero entonces, por qué caminos tan tortuosos y con qué extraño propósito, había llegado al fin a Cambridge. La ciudad no la decepcionó. En sus idas y venidas por el mundo había visto lugares más hermosos, pero ninguno en el que se hubiera sentido más feliz y más en paz. Cómo, pensaba, podía ciertamente el corazón sentirse indiferente ante una ciudad así, en la que la piedra y las vidrieras de colores, el agua y los verdes céspedes estaban dispuestos en tan ordenada belleza al servicio de la enseñanza. Pero cuando, con nostalgia, se levantó para marcharse y sacudió de su falda unas migas de pan, acudió a su mente una cita que no había buscado. La oyó con tal claridad que las palabras podían haber sido pronunciadas por una voz humana, una joven voz masculina, no reconocida y, sin embargo, misteriosamente familiar: «Entonces vi que había un camino hacia el infierno incluso desde las puertas del cielo».
El edificio de la comisaría era moderno y funcional. Representaba autoridad atemperada con discreción; el público debía sentirse impresionado, no intimidado. El despacho del sargento Maskell y el propio sargento se ajustaban a esta filosofía. Era sorprendentemente joven e iba elegantemente vestido, y su rostro, anguloso y de duras facciones, reflejaba experiencia. Llevaba el pelo algo largo, pero muy bien peinado y cuidado. Fue muy cortés, sin ser galante, y esto tranquilizó a Cordelia. No iba a ser una entrevista fácil, pero ella no deseaba ser tratada con la indulgencia que se le muestra a una niña 1inda pero inoportuna. A veces servía de ayuda el desempeñar el papel de una joven vulnerable e ingenua ansiosa de información —papel que Bernie había tratado frecuentemente de asignarle—, pero se daba cuenta de que el sargento Maskell respondería mejor a una entrevista en la que ella demostrase competencia sin coquetería. Quería parecer eficiente, pero no en exceso. Y sus secretos debían permanecer con ella; estaba allí para obtener información, no para ofrecerla.
Explicó concisamente el asunto y le mostró la nota de autorización de sir Ronald. Maskell se la devolvió y observó sin reticencia alguna:
—Sir Ronald nada me dijo que sugiriese que no quedaba satisfecho con el veredicto.
—No creo que el veredicto deba cuestionarse. Él no sospechó que se hubiese trabajado mal. Si lo hubiese sospechado, habría recurrido a usted. Pienso que siente la curiosidad de un científico por saber qué fue lo que indujo a su hijo a suicidarse, y no podía satisfacer esa curiosidad a expensas del erario público. Las miserias privadas de Mark no son realmente problema de ustedes, ¿verdad?
—Podrían serlo, si las razones para su muerte descubriesen un hecho delictivo, chantaje o intimidación, pero jamás hubo sospecha alguna de esta clase.
—¿Está usted personalmente satisfecho con la explicación de que se suicidó?
El sargento la miró con la repentina y aguda inteligencia de un perro cazador que olfatea una pista.
—¿Por qué me lo pregunta, señorita Gray?
—Lo supongo por la molestia que usted se tomó. He entrevistado a la señorita Markland y he leído el informe de la investigación publicado en el periódico. Usted llamó a un patólogo forense, hizo fotografiar el cuerpo antes de que fuera descolgado y analizó los restos de café de la taza en que él había bebido.
—Yo traté el caso como una muerte sospechosa. Es mi práctica habitual. Esta vez las precauciones resultaron innecesarias, pero pudieron no haberlo sido.
Cordelia dijo:
—Pero algo le preocupaba a usted, algo que no parecía lógico, ¿no es cierto?
Maskell, como haciendo memoria, contestó:
—Oh, fue algo bastante normal. Casi lo de siempre. Tenemos más suicidios que la ración que nos corresponde. Aquí tenemos a un joven que abandonó su curso universitario sin una razón aparente y se fue a vivir a su aire con alguna incomodidad. Tenemos la imagen de un estudiante introvertido, más bien solitario, que no confía en su familia ni en sus amigos. Al cabo de tres semanas de abandonar el colegio universitario, es hallado muerto. No hay señales de lucha; ningún desorden en la cabaña: deja convenientemente una nota de suicidio en la máquina de escribir, muy parecida a la nota de suicidio que cabría esperar. Admitamos que se tomó la molestia de destruir todos los documentos en la cabaña y, sin embargo, dejó la laya sin limpiar y su trabajo a medias, y se molestó en hacerse una cena que no comió. Pero todo eso nada prueba. La gente se comporta irracionalmente, sobre todo los suicidas. No, ninguna de esas cosas fue la que me dio motivo de preocupación; fue el nudo. —De pronto, se inclinó y se puso a revolver el cajón izquierdo de su mesa de escritorio—. Mire —dijo—. ¿Cómo emplearía usted esto para ahorcarse, señorita Gray?
La correa medía aproximadamente metro y medio de largo y poco más de veinticinco milímetros de ancho y estaba hecha de un cuero marrón fuerte pero flexible, oscurecido en algunos puntos a causa de los años. Uno de los extremos iba haciéndose más estrecho y presentaba una serie de ojetes metálicos, en el otro había una fuerte hebilla de latón. Cordelia la tomó en sus manos; el sargento Maskell dijo:
—Eso fue lo que usó. Es evidente que se trata de una correa, pero la señorita Leaming testificó que él la llevó dos o tres veces alrededor de la cintura como cinturón. Bien, señorita Gray, ¿cómo haría usted para ahorcarse?
Cordelia hizo pasar la correa a través de sus manos.
—Primeramente, claro, haría pasar el extremo más estrecho a través de la hebilla para hacer un lazo corredizo. Después, con el lazo corredizo alrededor de mi cuello, me pondría de pie sobre una silla debajo del gancho del techo y haría pasar el otro extremo de la correa por encima del gancho. La pondría bastante tensa y daría un par de tirones para mantenerla firme. Tiraría fuertemente de la correa para asegurarme de que no se deshacía el nudo y de que el gancho aguantaba bien. Entonces apartaría la silla de un puntapié.
El sargento abrió el archivador que tenía ante sí y lo empujó a través de la mesa.
—Mire eso —dijo—. Es una fotografía del nudo.
La fotografía hecha por la policía, en blanco y negro, mostraba el nudo con admirable claridad. Era una bolina en el extremo de un lazo bajo y pendía aproximadamente treinta centímetros del gancho.
El sargento Maskell dijo:
—Dudo de que él pudiera atar este nudo con sus manos por encima de su cabeza, nadie podría hacerlo. De modo que primero tuvo que hacer el lazo corredizo, tal como lo ha hecho usted, y después, atar la bolina. Pero esto tampoco puede ser. Solamente había unos cuantos centímetros de correa entre la hebilla y el nudo. Si él lo hubiera hecho así, la correa no habría tenido suficiente espacio para que él pudiera pasar el cuello a través del lazo corredizo. Sólo hay una manera por la que hubiera podido hacerlo. Primero hizo el lazo corredizo, tiró de él hasta que la correa se adaptó a su cuello como un collar y después ató la bolina. Luego se subió a la silla, colocó el lazo por encima del clavo y dio el puntapié a la silla. Mire, esto le mostrará lo que quiero decir. —Pasó otra hoja del archivador y de pronto se la tendió a ella.
La fotografía, de ruda claridad, brutal surrealismo en blanco y negro, habría parecido tan artificial como una broma morbosa si el cuerpo no hubiera estado tan evidentemente muerto. Cordelia sintió martillear su corazón dentro de su pecho. Comparado con este horror, la muerte de Bernie resultaba suave. La joven bajó la cabeza sobre el archivador y sus cabellos cayeron hacia adelante, formando una pantalla al lado de sus mejillas, y se puso a examinar con atención la espantosa fotografía que tenía ante sí.
El cuello se había estirado tanto que los descalzos pies, con los dedos de puntillas como los de un bailarín, colgaban a un palmo del suelo. Los músculos del estómago estaban tensos. Por encima de ellos, la caja torácica parecía tan frágil como la de un pájaro. La cabeza colgaba grotescamente sobre el hombro derecho, como una horrible caricatura de un muñeco descoyuntado. Los ojos habían rodado hacia arriba bajo unos párpados entreabiertos. La lengua tumefacta se había abierto paso a través de los labios.
Cordelia dijo con calma:
—Ya veo lo que quiere usted decir. Apenas hay diez centímetros de correa entre el cuello y el nudo. ¿Dónde está la hebilla?
—En la nuca, debajo de la oreja izquierda. Más adelante, en el archivador, hay una fotografía del corte que produjo en la carne.
Cordelia no miró. ¿Por qué, se preguntaba, le había mostrado esta fotografía? No hacía falta para probar su argumento. ¿Había esperado impresionarla, al hacer que se diera cuenta de aquello en lo que se estaba entrometiendo? ¿Quería castigarla por invadir el terreno de él? ¿Quería contrastar la brutal realidad de su profesionalismo con la intromisión de una aficionada como ella? ¿Quería advertirle tal vez? Pero ¿advertirle de qué? La policía no tenía una verdadera sospecha de que hubiese alguna irregularidad; el caso estaba cerrado. ¿Se trataba quizá de la inconsciente malicia, del incipiente sadismo de un hombre que no podía resistir el impulso de hacer daño o causar una fuerte impresión? ¿O acaso era consciente de sus propios motivos?
Cordelia dijo:
—Convengo en que él pudo haberlo hecho de la manera que usted ha descrito, si es que lo hizo. Pero suponga que alguien más apretó el lazo corredizo alrededor de su cuello, y luego le colgó del gancho. Él habría pesado, habría sido un peso muerto. ¿No habría sido más fácil hacer primero el nudo y luego subirlo a la silla?
—¿Habiéndole pedido primero que entregase su cinturón?
—¿Por qué emplear un cinturón? El asesino pudo haberlo estrangulado con un cordón o una corbata. ¿O habría dejado una marca más profunda e identificable bajo la impresión de la correa?
—El patólogo buscó una marca así. Y no estaba.
—Sin embargo, hay otras maneras: una bolsa de plástico, una de aquellas bolsas finas en las que se envuelven las prendas de vestir, dejada caer sobre su cabeza y apretada fuertemente contra su cara; un pañuelo de cabeza fino; una media de mujer.
—Veo que sería usted una asesina con muchos recursos, señorita Gray Es posible, pero habría hecho falta un hombre fuerte y habría tenido que haber un elemento de sorpresa. Y no encontramos la menor señal de lucha.
—Pero ¿pudo haberse hecho de ese modo?
—Naturalmente, pero no había prueba alguna en absoluto de que se hubiese hecho.
—Pero ¿y si antes le hubiesen drogado?
—Esa posibilidad también se me ocurrió a mí; por eso hice analizar el café. Pero no estaba drogado, la autopsia lo confirmó.
—¿Cuánto café había bebido?
—Sólo media taza, más o menos, según el informe de la autopsia, y murió inmediatamente después. Entre las siete y las nueve de la noche.
—¿No es raro que tomase café antes de cenar?
—No hay una ley que lo prohíba. No sabemos cuándo tenía intención de cenar. De todas maneras, usted no puede pretender establecer un caso de asesinato basándose en el orden en que una persona escoge comer y beber.
—¿Y qué me dice de la nota que dejó? Supongo que no es posible sacar huellas dactilares de las teclas de una máquina de escribir, ¿verdad?
—No es fácil en esa clase de teclas. Lo intentamos, pero no había nada identificable.
—De modo que al final admitió usted que era un suicidio, ¿no?
—Al final admití que no había posibilidad de demostrar otra cosa.
—Pero ¿tuvo usted alguna corazonada? El antiguo colega de mi socio, es un comisario del DIC, siempre hacía caso de sus corazonadas.
—Bueno, ellos pueden permitirse ese lujo. Si yo hiciese caso de todas mis corazonadas, no haría un solo trabajo; no es lo que uno sospecha, sino lo que uno puede probar, lo que cuenta.
—¿Puedo llevarme la nota del suicida y la correa?
—¿Por qué no, si usted firma que se las lleva? No parece que alguien más las necesite.
—¿Podría ver la nota ahora, por favor?
Maskell la sacó del archivador y se la entregó. Cordelia empezó a leer para sí las primeras palabras recordadas a medias:
«Hasta que debajo de nosotros apareció un inmenso vacío como el cielo inferior…».
Cordelia estaba sorprendida, no por primera vez, por la importancia de la palabra escrita, la magia de los símbolos ordenados. ¿Mantendría la poesía su teúrgia si los versos estuviesen escritos como prosa o la prosa sería tan fascinante sin el modelo y el énfasis de la puntuación? La señorita Leaming había recitado el pasaje de Blake como si reconociese su belleza y, sin embargo, allí, espaciado sobre la página, ejercía un poder aún más intenso.
Fue entonces cuando la sorprendieron dos cosas relacionadas con esta cita. La primera no era algo que ella tuviese intención de compartir con el sargento Maskell, pero no había razón para que no pudiese comentar la segunda.
—Mark Callender debió de haber sido un excelente mecanógrafo —dijo—. Esto fue hecho por un experto.
—No lo creo. Si usted se fija bien, verá que una o dos de las letras están más débilmente marcadas que el resto. Esto es siempre la señal de un aficionado.
—Pero las letras débiles no son siempre las mismas. Generalmente son las teclas de los bordes del teclado las que el mecanógrafo inexperto pulsa más ligeramente. Y el espaciado aquí es bueno hasta casi el final del pasaje. Parece que el mecanógrafo de pronto se hubiera dado cuenta de que tenía que disimular su competencia, pero no hubiese tenido tiempo de volver a picar todo el pasaje. Y es extraño que la puntuación sea tan exacta.
—Es muy probable que haya sido copiado directamente de la página impresa. Había un ejemplar de Blake en el dormitorio del muchacho. La cita es de Blake, como usted sabe.
—Sí, lo sé. Pero, si la mecanografió del libro, ¿por qué se molestó en volver a llevarlo a su dormitorio?
—Era un chico ordenado.
—Pero no lo suficiente para lavar su taza de café ni limpiar su laya.
—Eso nada prueba. Como dije, la gente se comporta de un modo absurdo cuando planea matarse. Sabemos que la máquina de escribir era suya y que la había tenido durante un año. Pero no pudimos comparar el mecanografiado con su trabajo. Todos sus papeles habían sido quemados.
El sargento Maskell miró su reloj y se puso de pie. Cordelia vio que la entrevista había terminado. Firmó un vale por la nota del suicida y el cinturón de cuero, luego estrechó la mano del sargento y le dio las gracias por su ayuda. Cuando le abría la puerta, él dijo, como obedeciendo a un impulso:
—Hay un detalle intrigante que puede que le interese conocer. Parece que estuvo con una mujer durante algún rato el día en que murió. El patólogo encontró un rastro muy ligero, sólo una fina línea, de un lápiz de labios de color púrpura sobre el labio superior del muerto.