I

En la mañana de la muerte de Bernie Pryde —o quizá fuese en la mañana siguiente, puesto que Bernie murió a su propia conveniencia y no creyó que valiese la pena dejar registrada la hora en que iba a salir de este mundo— Cordelia se vio atrapada en una avería de la línea Bakerloo, fuera de Lambeth North, y llegó a la oficina con media hora de retraso. Salió del metro en Oxford Circus hacia el brillante sol del mes de junio, pasó presurosa por delante de las madrugadoras tiendas, echando una rápida ojeada a los escaparates de Dickins and Jones, y se sumergió en la cacofonía de la calle Kingly atravesando la reluciente masa de coches y furgonetas que obstruían la angosta calle. Sabía que aquella prisa era irracional, síntoma de su obsesión por el orden y la puntualidad. En su agenda no figuraba cita alguna; no había clientes para ser entrevistados; ningún caso que esperara ser resuelto; ni siquiera un informe final que escribir. Ella y la señorita Sparshott, la mecanógrafa por horas, estaban haciendo circular, a sugerencia de la propia Cordelia, información relativa a la agencia a todos los abogados de Londres con la esperanza de obtener clientela; en ese momento la señorita Sparshott seguramente estaría ocupada en esa tarea, mirando furtivamente su reloj, pulsando con irritación las teclas de la máquina a cada minuto de retraso de Cordelia. Era una mujer antipática, de labios permanentemente apretados, como para impedir que sus prominentes dientes saltasen fuera de su boca, una barbilla huidiza con un único pelo áspero y recalcitrante que volvía a brotar tan pronto como era arrancado, y unos cabellos rubios peinados en rígidas y solidificadas ondas. Aquella barbilla y aquella boca se le antojaban a Cordelia como la refutación viviente de la idea de que todos los seres humanos nacen iguales, y trataba de vez en cuando de tenerle cariño y simpatizar con la señorita Sparshott, cuya vida transcurría en habitaciones de pensión, se medía en monedas de cinco peniques con que alimentar la estufa de gas y se hallaba circunscrita por costuras sobrecosidas y dobladillos hechos a mano. Porque la señorita Sparshott era una hábil modista que frecuentaba con asiduidad las clases nocturnas de la Corporación Metropolitana. Sus vestidos estaban bien hechos, pero eran tan intemporales, que nunca estaban realmente de moda; faldas rectas en gris o en negro que constituían meros ejercicios de cómo coser un pliegue o insertar una cremallera; blusas con cuellos y puños de hombre en desvaídos tonos pasteles sobre las que distribuía sin discreción su colección de bisutería; vestidos de complicado corte y dobladillos con el largo justo para hacer resaltar sus informes piernas y el grosor de sus tobillos.

Cordelia no tuvo la menor premonición de tragedia cuando abrió la puerta de la calle, que siempre se mantenía con el pestillo echado para conveniencia de los discretos y misteriosos inquilinos y de sus igualmente misteriosos visitantes. La nueva placa de bronce en el lado izquierdo de la puerta brillaba intensamente al sol en incongruente contraste con la sucia capa de pintura. Cordelia le dirigió una breve mirada de aprobación.

AGENCIA DE DETECTIVES PRYDE

(Propietarios: Bernard G. Pryde & Cordelia Gray)

A Cordelia le había llevado algunas semanas de paciente y discreta persuasión el llegar a convencer a Bernie de que resultaría inadecuado agregar las palabras «exagente del Departamento de Investigación Criminal de la Policía Metropolitana» a su nombre o la fórmula «Señorita» al de ella. No había habido problema alguno acerca de la placa, puesto que Cordelia no había aportado a la sociedad cualificaciones especiales ni una importante experiencia, y ciertamente ningún capital, si se exceptúa su cuerpo esbelto pero macizo de veintidós años, una considerable inteligencia, que Bernie, sospechaba ella, había encontrado en ocasiones más desconcertante que digna de admiración, y un afecto, medio exasperado, medio compasivo, hacia el propio Bernie. Muy pronto resultó evidente para Cordelia que de un modo exento de dramatismo pero definitivo, la vida se había vuelto en contra de aquel hombre. Ella reconoció los signos. Bernie jamás conseguía en el autobús el envidiable asiento de la izquierda; no podía admirar la vista desde la ventanilla del tren sin que otro tren llegara enseguida a ocultársela; cuando se le caía una rebanada de pan, invariablemente era la cara untada de mantequilla la que daba contra el suelo; el coche Mini, bastante seguro cuando lo conducía ella, se le atascaba a Bernie en los cruces más concurridos y más inoportunos. A veces se preguntaba si, al aceptar su ofrecimiento de formar sociedad con él, en un acceso de depresión o de perverso masoquismo, no estaría haciendo suya, voluntariamente, la mala suerte de aquel hombre. Ciertamente, jamás se consideró a sí misma lo suficientemente fuerte para cambiarla.

La escalera olía como siempre a sudor rancio, a barniz de muebles y a desinfectante. Las paredes eran de color verde oscuro y estaban invariablemente húmedas, fuera cual fuese la estación del año, como si segregasen un miasma de desesperada respetabilidad y derrota. Los peldaños, con su balaustrada de hierro forjado, estaban cubiertos con un linóleo agrietado y manchado que el casero remendaba con diversos y desentonados colores sólo cuando algún inquilino se quejaba. La agencia estaba en el tercer piso. No se oía teclear cuando entró Cordelia y vio a la señorita Sparshott ocupada en limpiar su máquina de escribir, una vieja Imperial que era causa constante de quejas justificadas. Levantó los ojos, con expresión de enojo en la cara, y con la espalda tan rígida como la barra espaciadora de la máquina.

—Me he estado preguntando cuándo llegaría usted, señorita Gray. Estoy preocupada por el señor Pryde. Creo que debe de estar en el despacho interior, pero allí reina el silencio, un gran silencio, y la puerta está cerrada con llave.

Cordelia, acongojada, movió el pomo de la puerta.

—¿Por qué no ha hecho usted algo?

—¿Qué quería que hiciese, señorita Gray? Di unos golpecitos en la puerta, y le llamé. No me correspondía a mí hacer eso, yo sólo soy la mecanógrafa provisional. Aquí no tengo autoridad. Me habría encontrado en una situación embarazosa si él hubiese respondido. Al fin y al cabo, tiene derecho a utilizar su propio despacho, supongo. Además, no estoy segura de que esté ahí dentro.

—Tiene que estar. La puerta está cerrada con llave y su sombrero está aquí.

El sombrero de Bernie, con el ala manchada y vuelta hacia arriba todo en derredor, el sombrero de un comediante, colgaba del perchero como un símbolo de irremediable decrepitud. Cordelia revolvió en su bolso en busca de su propia llave. Como de costumbre, el objeto más necesitado había ido a parar al fondo del bolso. La señorita Sparshott empezó a hacer sonar las teclas como si se disociase a sí misma del inminente trauma. Por encima del ruido, dijo en tono defensivo.

—Hay una nota sobre la mesa.

Cordelia rasgó el sobre para abrirlo. La nota era breve y explícita. Bernie había sido siempre capaz de expresarse de manera sucinta cuando tenía algo que decir:

«Lo siento, socia, me han dicho que tengo cáncer y voy a seguir el camino más fácil. He visto lo que el tratamiento le hace a la gente y no van a hacérmelo a mí. He hecho mi testamento y lo tiene mi notario. Encontrarás su nombre en la mesa. Te he dejado el negocio. Todo, incluido todo el equipo. Buena suerte y gracias».

Debajo, con la falta de consideración propia de los condenados, había garrapateado una súplica final:

«Si me encuentras con vida, te ruego por Dios que esperes antes de pedir ayuda. Confío en que lo harás, socia. Bernie».

Cordelia abrió la puerta del despacho interior, entró, y la cerró con cuidado tras de sí.

Fue un alivio ver que no había necesidad de esperar. Bernie estaba muerto. Yacía con el cuerpo doblado encima de la mesa, como en un estado de extrema extenuación. Su mano derecha estaba medio cerrada y una navaja abierta se había deslizado encima de la mesa, dejando un fino rastro de sangre como la huella de un caracol, y se había detenido en precario equilibrio junto al borde. Su muñeca izquierda, marcada con dos corte paralelos, estaba con la palma hacia arriba dentro de la palangana esmaltada que Cordelia utilizaba para lavar. Bernie la había llenado de agua, pero en ese momento estaba colmada de un líquido rosado pálido que despedía un olor morbosamente dulzón, a través del cual los dedos, doblados como en actitud de súplica y con aspecto blanco y delicado como los de un niño, brillaban tan lisos como la cera. La mezcla de sangre y agua se había derramado por la mesa y el suelo, empapando la llamativa alfombra rectangular que Bernie había comprado recientemente con la esperanza de impresionar a sus visitas con su status social y de la que Cordelia pensaba que no hacía más que llamar la atención hacia lo viejo y raído del resto del despacho. Uno de los cortes era de tanteo y superficial, pero el otro había penetrado hasta el hueso y los bordes separados de la herida, secos de sangre, se abrían claramente como una ilustración en un libro de texto de anatomía. Cordelia recordó que Bernie había hablado una vez de que había encontrado a un hombre que había intentado suicidarse, cuando él estaba haciendo la ronda, en la época en que era policía. Se trataba de un anciano acurrucado a la puerta de un almacén, que se había cortado la muñeca con una botella rota, pero que luego había vuelto de mala gana a la vida porque un gran coágulo de sangre había obstruido las venas cortadas. Bernie, recordando esto, había tomado precauciones para que no se le coagulase la sangre. Había tomado, observó Cordelia, otra precaución; había una taza de té vacía, aquella en la que le servía el té de la tarde, sobre la parte derecha de la mesa con un grano o dos de polvo, aspirina quizás o un barbitúrico, manchando el borde y el lado. Un reguero seco de mucosidad, también manchado, colgaba de la comisura de la boca. Sus labios estaban fruncidos y entreabiertos como los de un niño dormido, confiado y vulnerable. Cordelia asomó la cabeza por la puerta del despacho y dijo sosegadamente con una serenidad de la que ella misma se sorprendió:

—El señor Pryde está muerto; no entre. Voy a llamar a la policía desde aquí.

El mensaje telefónico fue recibido con calma, alguien se presentaría. Se sentó junto al cadáver a esperar y sintiendo que necesitaba hacer algún gesto de piedad y consuelo, Cordelia pasó suavemente la mano por los cabellos de Bernie. La muerte aún no había tenido poder para disminuir aquellas frías células inertes y los cabellos resultaban al tacto áspera y desagradablemente vivos como los de un animal. Rápidamente apartó la mano y tocó con cuidado el costado de la frente. La piel estaba viscosa y muy fría. Eso era la muerte; así era también al tacto la piel de su padre cuando estaba muerto. Lo mismo que con él, el gesto de piedad carecía de significado y de importancia. No hubo más comunicación en la muerte de la que había habido en viva.

Cordelia se preguntaba cuándo había muerto Bernie exactamente. Nadie lo sabría jamás. Quizá ni el propio Bernie lo había sabido. Tuvo que haber, suponía ella, un segundo mensurable en el tiempo en el que había dejado de ser Bernie para convertirse en aquella insignificante pero engorrosamente pesada masa de carne y huesos. Qué extraño que un momento tan importante para él tuviera que transcurrir sin su conocimiento. Su segunda madre adoptiva, la señora Wilkes, habría dicho que Bernie sí lo supo, que aquel fue un momento de gloria indescriptible, torres relucientes, cánticos incesantes, cielos de triunfo. ¡Pobre señora Wilkes! Viuda, con su único hijo muerto en la guerra, su pequeña casa perpetuamente llena del ruido de los hijos adoptivos que constituían su medio de vida, había tenido necesidad de sus sueños. Había vivido su vida con consoladoras máximas almacenadas como trozos de carbón para el invierno. Cordelia pensó entonces en ella por primera vez desde hacía años y volvió a oír la cansada y resueltamente animada voz que le decía: «Si el Señor no nos visita cuando sale, nos visitará cuando vuelva». A Bernie no le había visitado a la ida ni al regreso.

Resultaba extraño, pero en cierto modo característico de Bernie, el hecho de que hubiese conservado un tenaz e invencible optimismo acerca del negocio, incluso cuando no tenían en la caja más que unas pocas monedas para el contador del gas, y, sin embargo, hubiese abandonado la esperanza de vida sin luchar siquiera. ¿Acaso había reconocido subconscientemente que ni él ni la agencia tenían un verdadero futuro y había decidido que de ese modo podría abandonar a la vez la vida y su medio de sustento con algo de honor? Lo había hecho con eficacia pero suciamente, cosa sorprendente en un expolicía versado en las maneras de morir. Y luego se dio cuenta de por qué había escogido la navaja y las drogas. La pistola. No había tomado realmente el camino más fácil. Podría haber usado la pistola, pero quiso que la tuviera ella; se la había legado junto con los viejos ficheros, la antigua máquina de escribir, los objetos para estudiar el lugar del crimen, el Mini, su reloj de pulsera a prueba de golpes y sumergible, la alfombra empapada en sangre, la gran reserva de papel de escribir con el membrete de Agencia de detectives Pryde. Ponemos orgullo en nuestro trabajo. Todo el equipo; había subrayado la palabra todo. Seguramente su intención había sido hacerle recordar la pistola.

Cordelia abrió el pequeño cajón de la base de la mesa de Bernie, del que sólo ella y él tenían la llave, y sacó la pistola. Todavía estaba dentro de la bolsa de cuerda que ella había confeccionado, con tres balas empaquetadas por separado. Era una semiautomática del 38; Cordelia nunca supo cómo se había hecho con ella Bernie, pero estaba segura de que carecía de licencia. Nunca la había considerado un arma mortífera, quizá porque Bernie con su infantil e ingenua obsesión por ella la había reducido a la impotencia de un juguete infantil. Él le había enseñado a conseguir —al menos en teoría— una buena puntería. Para hacer prácticas habían ido al interior del bosque de Epping y el recuerdo que ella tenía de la pistola iba asociado a la sombra de los árboles y al agradable olor de las hojas muertas. Bernie había puesto un blanco en un árbol adecuado; la pistola estaba cargada con balas de fogueo. Todavía le parecía oír las órdenes dadas con voz rápida y enérgica. «Dobla las rodillas ligeramente. Separa los pies. Extiende completamente el brazo. Ahora coloca la mano izquierda contra el cañón, sosteniéndolo. No apartes los ojos del blanco. ¡El brazo estirado, socia, el brazo estirado! ¡Bien! No está mal; no está mal; no está nada mal». «Pero, Bernie —le había dicho ella—, ¡nunca podremos dispararla! ¡No tenemos licencia!». Él había sonreído, con la sonrisa astuta de autosatisfacción del que se siente superior «Si alguna vez hacemos fuego, encolerizados, será para salvar nuestra vida. En semejante eventualidad, la cuestión de una licencia carece de importancia». Le había gustado esta rotunda frase y la había repetido, levantando su pesado rostro hacia el sol, igual que un perro. ¿Qué era, se preguntaba ella, lo que había visto él en su imaginación? ¿Los dos agazapados detrás de una gran piedra en algún desolado terreno pantanoso, mientras las balas rebotaban en el granito y la pistola pasaba humeante de mano en mano?

Él había dicho: «Tendremos que andar con cuidado con las municiones. No es que no pueda obtenerlas, naturalmente…». La sonrisa se le había vuelto triste, como por efecto del recuerdo de aquellos misteriosos contactos, aquellos ubicuos y obsequiosos conocidos suyos a los que una simple llamada hacía salir del mundo de las sombras.

De modo que le había dejado la pistola a ella. Había sido su posesión más preciada. Sin sacarla de la bolsa, la deslizó hacia el interior de su bolso. Seguramente era improbable que la policía examinase los cajones de la mesa en un caso de evidente suicidio, pero tampoco había que correr el riesgo. Bernie había tenido la intención de que ella tuviese la pistola y no estaba dispuesta a cederla fácilmente. Con el bolso a sus pies, volvió a sentarse junto al cadáver Rezó una breve oración aprendida en el convento al Dios de cuya existencia ella dudaba por el alma que Bernie nunca había creído poseer, y se puso a esperar tranquilamente a la policía.

El primer agente que llegó era eficiente pero joven, aún no lo suficientemente experimentado para disimular su conmoción y aversión a la vista de una muerte violenta ni su desaprobación ante el hecho de que Cordelia estuviese tranquila. No pasó mucho rato en el despacho interior. Cuando salió, reflexionó sobre la nota de Bernie, como si un minucioso examen pudiera extraer algún profundo significado de la simple frase sobre la muerte. Luego la dobló y la guardó.

—De momento, tendré que quedarme con esta nota, señorita. ¿Qué vino él a hacer aquí?

—No vino a hacer nada. Este era su despacho. Era detective privado.

—¿Y usted trabaja para este señor Pryde? ¿Era su secretaria?

—Era su socia. Tengo veintidós años. Bernie era el socio más antiguo; fue el que inició el negocio. Había trabajado para la Policía Metropolitana en el Departamento de Investigación Criminal con el comisario Dalgliesh.

Lamentó estas palabras apenas las hubo pronunciado. Eran una defensa demasiado propiciatoria, demasiado ingenua del pobre Bernie. Y vio que el nombre de Dalgliesh nada significaba para él. ¿Por qué había de significar algo? Era sólo uno de la rama local uniformada. No cabía esperar que él supiera cuántas veces había escuchado ella, con impaciencia cortésmente disimulada, los nostálgicos recuerdos de Bernie de sus años de trabajo en el DIC, antes de abandonarlo, sus elogios de las virtudes y del saber de Adam Dalgliesh. «El Comi —bueno, entonces sólo era inspector— siempre nos enseñó… El Comi una vez describió un caso… Si había algo que el Comi no podía soportar…».

Algunas veces se había preguntado ella si ese modelo había existido realmente o si había surgido impecable y omnipotente del cerebro de Bernie, como héroe y mentor necesario. Posteriormente vio con sorpresa en un periódico una foto del comisario Dalgliesh, una cara oscura, sardónica, que, mirada más cerca, se desintegró en una ambigüedad de ordenados micropuntos que nada revelaban. No se percibía allí aquel saber que Bernie tanto había ensalzado. Gran parte de ello, sospechaba Cordelia, era la propia filosofía de él. Ella, a su vez, había ideado una letanía de desdén privada: ceñudo, superior, sarcástico Comi, qué sabiduría, se preguntaba ella, tendría entonces para consolar a Bernie.

El policía había hecho discretas llamadas telefónicas. En ese momento se paseaba por el despacho exterior casi sin molestarse en disimular su intrigado desdén por los viejos muebles de segunda mano, el fichero con un cajón entreabierto que revelaba la tetera y unas tazas, el gastado linóleo. La señorita Sparshott, rígida junto a la antigua máquina de escribir, le miraba con fascinado desagrado. Al fin dijo el agente.

—Bien, supongo que se harán ustedes una taza de té mientras yo espero al médico de la policía. ¿Hay algún lugar para hacer té?

—Hay una pequeña despensa al fondo del pasillo que compartimos con los otros ocupantes de este piso. Pero no necesitarán ustedes un médico. ¡Bernie está muerto!

—No está oficialmente muerto hasta que lo diga un médico cualificado. —Hizo una pausa y añadió—. Es sólo una precaución.

«¿Contra qué? —se preguntó Cordelia—, ¿juicio, condenación, decadencia?». El policía volvió al despacho interior.

—¿No podría dejar que la señorita Sparshott se marchase? Viene de una agencia de secretarias y tenemos que pagarle por horas. No ha trabajado desde que yo he llegado y dudo de que lo haga ahora.

Cordelia vio que él se quedaba un poco sorprendido por la aparente frialdad que su preocupación por un detalle tan mercenario evidenciaba, mientras permanecía de pie muy cerca del cadáver de Bernie, casi tocándolo, pero dijo, en tono bastante amable:

—Sólo hablaré unas palabras con ella y luego podrá irse. No es un lugar agradable para una mujer.

Su tono implicaba que nunca lo había sido.

Después, esperando en el despacho exterior, Cordelia respondió a las inevitables preguntas.

—No, no sé si estaba casado. Tengo la impresión de que estaba divorciado; nunca hablaba de su esposa. Vivía en el número 15 de la calle Cremona, SE2. Me cedió una habitación allí, pero no nos veíamos mucho.

—Conozco la calle Cremona, mi tía vivía allí cuando yo era pequeño, una de esas calles próximas al Museo Imperial de la Guerra.

El hecho de conocer la calle pareció tranquilizarlo y humanizarlo. Estuvo un instante sumido felizmente en sus recuerdos.

—¿Cuándo vio con vida al señor Pryde por última vez?

—Ayer, hacia las cinco, cuando salí pronto del trabajo para hacer algunas compras.

—¿No volvió a casa anoche?

—Oí que estaba en la casa, pero no le vi. Tengo un hornillo de gas en mi habitación y suelo cocinar allí, a menos que sepa que él está fuera. Esta mañana no le he oído, lo cual no es frecuente, pero pensé que tal vez estuviese acostado. Lo hace en ocasiones cuando le toca ir al hospital.

—¿Tenía que ir hoy al hospital?

—No, tuvo una cita el pasado miércoles, pero pensé que podían haberle dicho que volviese. Debió de salir de casa anoche muy tarde o antes de que yo despertase esta mañana temprano. No le he oído.

Era imposible describir la delicadeza casi obsesiva con que se evitaban el uno al otro, tratando de no molestar, preservando la intimidad del otro, escuchando por si se oía el ruido del agua del lavabo, andando de puntillas para cerciorarse de si la cocina o el cuarto de baño estaban libres. Se habían esforzado increíblemente en no ser una molestia el uno para el otro. Viviendo en la misma casita con terraza, apenas se veían si no era en la oficina. Cordelia se preguntaba si Bernie no habría decidido suicidarse en su despacho para evitar que la casita sufriera contaminación y molestias a causa de su muerte.

La oficina estaba por fin vacía y Cordelia se quedó sola en ella. El médico de la policía había cerrado su maletín y se había ido; el cadáver de Bernie había sido hábilmente bajado por la angosta escalera, mientras varios pares de ojos le observaban desde las puertas entreabiertas de otras oficinas; el último policía se había marchado. La señorita Sparshott se había ido para no volver: una muerte violenta era un insulto peor que una máquina de escribir con la que una experta mecanógrafa no había esperado encontrarse o un lavabo al que no estuviera acostumbrada. Sola en medio de aquel vacío y de aquel silencio, Cordelia sintió la necesidad de acción física. Se puso a limpiar vigorosamente el despacho interior, fregó las manchas de sangre de la mesa y de la silla y enjugó la empapada alfombra.

A la una se encaminó ágilmente hacia el bar adonde solía ir con Bernie. Se le ocurrió la idea de que ya no había razón alguna para seguir siendo clienta del Faisán de Oro, pero siguió caminando, incapaz de resolverse a cometer tan temprana deslealtad. A ella jamás le había gustado aquel bar ni su dueña, y a menudo había deseado que Bernie hubiese encontrado un establecimiento más cercano, preferiblemente uno que tuviese una camarera de senos opulentos y corazón de oro. Sospechaba que ese era un tipo más frecuente en la ficción que en la vida real. La clientela habitual de la hora de la comida se arracimaba alrededor de la barra, que, al otro lado estaba presidida por Mavis, con su sonrisa ligeramente amenazadora y su aire de extrema respetabilidad. Mavis se cambiaba el vestido tres veces al día, el peinado una vez al año y la sonrisa nunca. Las dos mujeres jamás se habían gustado la una a la otra, aunque Bernie andaba entre ellas como un afectuoso perro viejo, pareciéndole conveniente creer que eran grandes amigas y sin darse cuenta o no queriendo ver el choque casi físico de antagonismo que existía entre las dos. Mavis le recordaba a Cordelia una bibliotecaria que había conocido en su infancia y que escondía bajo el mostrador los libros nuevos para que no se los manchasen. Quizás el pesar reprimido de Mavis se debía a que se veía obligada a exhibir sus mercancías de un modo tan ostentoso, forzada a medir su simpatía ante unos ojos vigilantes. Empujando de un lado al otro de la barra una jarra de cerveza con gaseosa y un huevo escocés en respuesta a la petición de Cordelia, dijo:

—He oído decir que han tenido ustedes a la policía en su oficina.

Observando sus ávidos rostros, Cordelia pensó: «Ya están enterados, naturalmente, y ahora quieren oír los detalles; pues que los oigan». Dijo:

—Bernie se cortó las muñecas dos veces. La primera vez no llegó a la vena, la segunda sí. Puso el brazo en agua para facilitar el desangramiento. Le habían dicho que tenía cáncer y no pudo enfrentarse al tratamiento.

Vio que pensaban que eso era diferente. Los integrantes del pequeño grupo que rodeaba a Mavis se miraron unos a otros, después apartaron sus miradas rápidamente y bebieron de sus vasos. El cortarse las venas era algo que también lo hacían otras personas, pero el pequeño siniestro cangrejo introdujo sus pinzas de temor en sus mentes. Incluso Mavis parecía como si viese la terrible enfermedad acechando por entre sus botellas. Dijo:

—Supongo que buscará usted otro empleo, ¿no? Al fin y al cabo, es difícil que usted sola pueda llevar adelante la agencia. No es un trabajo adecuado para una mujer.

—No es diferente de trabajar detrás de una barra; se conoce a toda clase de personas.

Las dos mujeres se miraron y un rápido y mudo diálogo se desarrolló entre ellas, claramente oído y comprendido por ambas.

—Y no piense usted, ahora que él está muerto, que la gente va a continuar dejando mensajes para esta agencia aquí.

—No tenía intención de pedirle tal cosa.

Mavis se puso a frotar vigorosamente un vaso, sin apartar los ojos del rostro de Cordelia.

—Me parece que su madre no aprobaría que llevase el negocio usted sola.

—Yo sólo tuve madre durante la primera hora de mi vida, de modo que no tengo que preocuparme por eso.

Cordelia vio enseguida que aquella observación les había afectado profundamente y volvió a preguntarse acerca de la facilidad de las personas mayores para sentirse ofendidas por hechos simples cuando en apariencia son capaces de admitir cualquier dosis de opiniones perversas o chocantes. Pero el silencio de ellos, grávido de censura, por lo menos la dejó en paz. Se llevó la cerveza con gaseosa y el huevo escocés a un asiento junto a la pared y se puso a pensar en su madre sin sentimentalismo. Gradualmente, a partir de una infancia privada de cariño, había ido elaborando una filosofía de la compensación. En su imaginación, había disfrutado de una vida de amor en sólo una hora sin contrariedades ni pesares. Su padre nunca le había hablado de la muerte de su madre y Cordelia había evitado preguntarle acerca de ello, temerosa de saber que su madre nunca la había tenido en sus brazos, nunca recobró el conocimiento, nunca quizá llegó a saber que tenía una hija. Esta creencia en el amor de su madre era la única fantasía que no podía permitirse perder todavía, aun cuando, con el paso de los años, cada vez sentía menos real la necesidad de entregarse a ella. Entonces, en la imaginación, consultó a su madre. Era justo lo que esperaba: su madre pensaba que aquello era un trabajo perfectamente adecuado para una mujer.

El pequeño grupo de la barra había vuelto a sus bebidas. Entre los hombros de ellos podía ver su propia imagen reflejada en el espejo que había encima de la barra. La cara de ese día no era diferente de la cara del día anterior; unos cabellos tupidos, ligeramente castaños, enmarcando unos rasgos que parecían hechos como si un gigante hubiese puesto una mano sobre la cabeza de ella y la otra debajo de su barbilla y, suavemente, hubiese ido estrujando su rostro; bajo su flequillo, unos ojos grandes entre verdes y pardos; pómulos también grandes; una boca graciosa, como de niña. «Una cara de gato», pensó ella, pero serenamente decorativa en medio del reflejo de botellas de colores y del intenso brillo del bar de Mavis. A pesar de su aspecto de engañosa juventud, podía ser un rostro impenetrable, poco comunicativo. Cordelia había aprendido a ser estoica a edad temprana. Todos sus padres adoptivos, con amabilidad y buena intención, según sus diversas maneras de ser, le habían exigido una sola cosa: tenía la obligación de ser feliz. Rápidamente, había aprendido que mostrar infelicidad era arriesgarse a perder amor. Comparados con esta primitiva disciplina de disimulo, todos los engaños subsiguientes habían resultado fáciles.

El Jeta se dirigía hacia ella. Fue a sentarse en el banco, con su grueso cuerpo casi tocando el de ella. El Jeta le resultaba antipático, aun sabiendo que había sido el único amigo de Bernie. Bernie le había explicado que el Jeta era un confidente de la policía y que lo hacía bastante bien. Y había otras fuentes de ingresos. Algunas veces sus amigos robaban cuadros famosos o joyas valiosas. Entonces, el Jeta, convenientemente instruido, sugería a la policía el lugar donde podía encontrarse el botín. Había una recompensa para el Jeta, que luego se repartía, naturalmente, entre los ladrones, y también una cantidad para el detective, que, en definitiva, había hecho la mayor parte del trabajo. Como había indicado Bernie, la compañía de seguros ahorraba dinero, los dueños recibían sus bienes intactos, los ladrones no corrían peligro de parte de la policía y el Jeta y el detective obtenían su paga. Este era el sistema. Cordelia, sorprendida, no había tenido ganas de protestar demasiado. Sospechaba que Bernie también había sido confidente en su día, aunque nunca con tanta habilidad y con resultados tan lucrativos.

El Jeta tenía los ojos llorosos, y la mano con que cogía el vaso de whisky le temblaba.

—Pobre viejo Bernie, yo ya se lo había visto venir. Había estado perdiendo peso durante el año pasado y tenía aquel aspecto grisáceo que mi padre solía decir que era el color del cáncer.

Por lo menos, el Jeta lo había notado, ella, en cambio, no. Bernie le había parecido siempre grisáceo y enfermizo. Un muslo grueso y caliente se acercó todavía más.

—El pobre, nunca tuvo suerte. Los del DIC se lo sacaron de encima. ¿No se lo dijo? Fue el comisario Dalgliesh, que entonces era inspector. Se portó como un auténtico hijo de puta. No le quiso dar una segunda oportunidad, esto se lo digo yo.

—Sí, Bernie me lo contó —mintió Cordelia. Luego añadió—. No parecía particularmente amargado por ello.

—Nada se gana con estar amargado, ¿verdad? Hay que tomar las cosas tal como vienen, este es mi lema. Supongo que estará usted buscando otro trabajo, ¿no?

Lo dijo ansiosamente, como si la defección de ella tuviera que abrirle a él las puertas de la agencia para explotarla por su cuenta.

—No, por ahora —dijo Cordelia—. No voy a buscar un nuevo trabajo por ahora.

Había tomado dos decisiones: continuaría en el negocio de Bernie hasta que no quedase con qué pagar el alquiler, y jamás, mientras viviera, volvería a poner los pies en el Faisán de Oro.

Esta decisión de continuar haciendo funcionar el negocio sobrevivió a los cuatro días siguientes, sobrevivió al descubrimiento del contrato del alquiler y el acuerdo que revelaba que Bernie, después de todo, no era el propietario de la casita de la calle Cremona y que la habitación que él le había cedido la estaba ocupando ella de manera ilegal, y ciertamente el balance del crédito de Bernie apenas bastaría para pagar los gastos del funeral; sobrevivió al hecho de enterarse de esto a través del director del banco, y de que los del garaje le comunicaran que el Mini tenía que ser revisado dentro de poco; sobrevivió al desalojo de la casa de la calle Cremona. Por todas partes encontraba los tristes detritus de una vida solitaria y desorganizada.

Las latas de estofado irlandés y de judías cocidas —¿acaso aquel hombre nunca había comido otra cosa?— estaban apiladas en una pirámide cuidadosamente construida como en el escaparate de una tienda de ultramarinos; grandes latas de barniz para metal y para el suelo, por la mitad, con su contenido seco y solidificado; un cajón de trapos viejos utilizados como bayetas para quitar el polvo, pero rígidas por una mezcla de barniz y porquería; un cesto de ropa sucia sin vaciar; pantalones de lana tiesos por haber sido lavados a máquina y con manchas de color marrón alrededor de la bragadura… ¿cómo pudo haber dejado todo aquello para que alguien algún día lo descubriera?

Iba diariamente a la oficina, limpiaba, quitaba el polvo, ordenaba los ficheros. No había llamadas ni clientes y, con todo, parecía siempre ocupada. Hubo que asistir a la indagación, deprimente con todo su frío formalismo y su inevitable veredicto. Hubo que efectuar la visita al notario de Bernie. Era un hombre de aspecto apocado, entrado en años, con un despacho inconvenientemente situado cerca de la estación de Mile End, que recibió la noticia de la muerte de su cliente con la misma lúgubre resignación que si se tratase de una afrenta personal, y, tras una breve búsqueda, encontró el testamento de Bernie y se inclinó sobre él con aire de suspicacia y extrañeza, como si no fuese el documento redactado por él mismo poco tiempo antes. Consiguió dar a Cordelia la impresión de entender que ella había sido la amante de Bernie —¿por qué, si no, había de dejarle en herencia el negocio?— pero como él era hombre de mundo no le concedía la menor importancia. No tomó parte alguna en lo referente al funeral, excepto el hecho de proporcionar a Cordelia el nombre de una empresa de pompas fúnebres; ella sospechó que probablemente le darían una comisión. Se sintió aliviada, tras una semana de deprimente solemnidad, al encontrar que el director de la funeraria era además una persona simpática y competente. Una vez que descubrió que Cordelia no iba a deshacerse en lágrimas o entregarse a las histriónicas escenas de las que no quieren resignarse a una pérdida, se alegró de poder discutir el precio y las ventajas del entierro y de la cremación con franqueza propia de un conspirador.

—Siempre es preferible la cremación. ¿Me ha dicho que no hay seguro privado? Entonces haga que todo se realice de la forma más rápida, fácil y barata posible. Créame, esto es lo que los fallecidos querrían nueve de cada diez veces. Una tumba es un lujo caro en estos días, inútil para él, inútil para usted. El polvo al polvo, las cenizas a las cenizas; pero ¿qué hay del proceso intermedio? No es bonito pensar en ello, ¿verdad? Así, ¿por qué no acabar lo más rápidamente posible y por los más asépticos métodos modernos? Piense, señorita, que le estoy aconsejando en contra de mis propios intereses.

Cordelia dijo:

—Es usted muy amable. ¿Piensa que deberíamos poner una corona?

—¿Y por qué no?, ello dará un poco de color. Pero de eso ya me encargaré yo.

De modo que hubo una cremación y una corona. La corona había sido un cojín vulgarmente inapropiado de lirios y claveles medio marchitos ya y que parecían oler a muerto. El servicio de cremación fue pronunciado por un sacerdote con rapidez cuidadosamente controlada y en un tono que sugería disculpa, como si quisiera asegurar a sus oyentes que, aun cuando disfrutaba de una especial revelación, no esperaba de ellos que creyesen lo increíble. Bernie pasó al proceso de incineración de su cuerpo al son de música sintética y sólo en el momento preciso, a juzgar por el movimiento impaciente del cortejo que ya estaba esperando para entrar en la capilla.

Después, Cordelia se encontró sola bajo la clara luz del sol, sintiendo el calor de la grava a través de las suelas de sus zapatos. El aire estaba inundado por el aroma de las flores. Invadida de pronto por un sentimiento de desolación y una cólera defensiva en favor de Bernie, buscó un chivo expiatorio y lo halló en cierto inspector de Scotland Yard. Había expulsado de un puntapié a Bernie del único trabajo que siempre deseó hacer; no se había preocupado por saber qué había sido luego de él; y, lo peor de todo, ni siquiera se había molestado en asistir al funeral. Bernie había necesitado ser detective como otros hombres necesitaban pintar, escribir, beber o fornicar Seguramente el DIC era lo suficientemente grande para acomodar el entusiasmo y la ineficiencia de un solo hombre, ¿no? Por primera vez Cordelia lloró por Bernie, ardientes lágrimas le nublaban la vista y multiplicaban la larga hilera de coches fúnebres que estaban esperando con sus coloridas coronas, de suerte que parecían extenderse en una infinidad de reluciente metal y trémulas flores. Quitándose el pañuelo de gasa negra que cubría su cabeza, su única concesión al duelo, Cordelia empezó a caminar hacia la estación del metro.

Tenía sed cuando llegó a Oxford Circus y decidió tomar un té en el restaurante de Dickins and Jones. Esto era inusual y extraordinario, pero también había sido un día inusual y extraordinario. Se entretuvo el tiempo suficiente para sacar el mayor provecho a su cuenta y eran más de las cuatro y cuarto cuando llegó a la oficina.

Tenía una visita. Allí estaba una mujer esperando, con los hombros apoyados contra la puerta, una mujer que contrastaba fría e incongruentemente con la sucia pintura y las grasientas paredes. Cordelia se sorprendió y sintió que le subían los colores a la cara. Sus ligeros zapatos no hicieron ruido en la escalera y por espacio de breves segundos pudo ver a su visitante sin ser observada. Obtuvo una impresión, directa y vívida, de competencia y autoridad y una impecable elegancia en el vestir. La mujer llevaba un vestido gris con cuello abierto que mostraba una estrecha franja de algodón blanco en la garganta. Sus zapatos negros eran evidentemente caros; colgaba de su hombro un gran bolso negro con bolsillos superpuestos. Era alta y sus cabellos, prematuramente blancos, estaban cortados cortos y amoldados a su cabeza como un gorro. Su cara era pálida y alargada. Estaba leyendo The Times, doblado para poderlo sostener con su mano derecha. Tras un par de segundos, notó la presencia de Cordelia y los ojos de ambas se encontraron. La mujer miró su reloj de pulsera.

—Si es usted Cordelia Gray, llega con dieciocho minutos de retraso. Esta nota dice que usted volvería a las cuatro.

—Lo sé, lo siento —dijo Cordelia, subiendo presurosa los últimos peldaños, y puso la llave en la cerradura. Abrió la puerta—. ¿Quiere usted pasar?

La mujer la precedió hacia el despacho exterior y volvió el rostro hacia ella sin mirar siquiera la habitación.

—Esperaba ver al señor Pryde. ¿Tardará mucho?

—Lo siento; acabo de llegar de su cremación. Quiero decir que… que Bernie está muerto.

—Evidentemente. Nuestra información era que estaba vivo hace diez días. Debe de haberse muerto con notable rapidez y discreción.

—Con discreción no. Bernie se suicidó.

—¡Qué extraordinario! —La visitante parecía sorprendida por esta revelación. Juntó las manos y por espacio de unos segundos deambuló inquieta por la habitación en una curiosa pantomima de desolación—. ¡Qué extraordinario! —volvió a decir. Soltó una risita.

Cordelia no habló, pero las dos mujeres se miraron una a otra con gravedad. Entonces dijo la visitante:

—Bien, me parece que he hecho un viaje en vano.

Cordelia emitió un «¡Oh, no!» casi inaudible y resistió un absurdo impulso de arrojar a la mujer contra la puerta.

—Tenga la bondad de no irse antes de hablar conmigo. Yo era la socia del señor Pryde y ahora el negocio es mío. Estoy segura de que podría ayudarla. ¿No querrá usted sentarse, por favor?

La visitante hizo caso omiso de la silla que se le ofrecía.

—Nadie puede ayudar, nadie en el mundo. Sin embargo, algo puede hacerse. Hay algo que mi jefe quiere saber particularmente, alguna información que él necesita, y había decidido que el señor Pryde era la persona idónea para proporcionársela. No sé si él la consideraría a usted una sustituta eficaz. ¿Hay aquí un teléfono privado?

—Ahí dentro, por favor.

La mujer entró en el despacho interior, sin volver a dar muestras de que lo tronado de la estancia le causara impresión alguna. Se volvió hacia Cordelia.

—Lo siento. Debí haberme presentado. Mi nombre es Elizabeth Leaming y mi jefe es sir Ronald Callender.

—¿El naturista?

—Yo no debería permitir que él la oyese llamarle así. Él prefiere ser llamado microbiólogo, que es lo que es. Dispénseme, por favor.

Cerró la puerta con firmeza. Cordelia se sintió repentinamente débil y se sentó ante la máquina de escribir. Sus teclas, símbolos familiares dentro de unos medallones negros, desplazaron su dibujo ante los cansados ojos de la joven, luego, en un instante, volvió a ser todo normal. Se agarró a los lados de la máquina, fríos y pegajosos al tacto, y habló consigo misma tratando de persuadirse de que debía recobrar la calma. El corazón le latía con violencia.

«Tengo que estar tranquila, debo demostrarle que soy dura. Esta tontería se debe únicamente a la tensión causada por el funeral de Bernie y a haber estado demasiado tiempo de pie bajo el ardiente sol».

Pero la esperanza era traumática; estaba encolerizada consigo misma por preocuparse tanto.

La llamada telefónica sólo duró un par de minutos. La puerta del despacho interior se abrió; la señorita Leaming se estaba poniendo los guantes.

—Sir Ronald me ha preguntado si podía verla. ¿Puede usted venir ahora?

«¿Ir adónde?», pensó Cordelia, pero no lo preguntó.

—Sí, ¿voy a necesitar mi equipo?

El equipo era el maletín del escenario del crimen, cuidadosamente diseñado y preparado por Bernie, con sus pinzas, tijeras, objetos necesarios para tomar huellas dactilares, frascos para recoger muestras; Cordelia aún no había tenido ocasión de utilizarlo.

—Depende de lo que sea eso que usted denomina su equipo, pero creo que no. Sir Ronald quiere verla antes de decidir si le ofrece el trabajo. Ello significa un viaje en tren hasta Cambridge, pero usted debería regresar esta noche. ¿Hay alguien a quien deba usted decírselo?

—No, sólo soy yo.

—Quizá debería identificarme —dijo la señorita Leaming, abriendo su bolso—. Ahí tiene un sobre con una dirección. No soy una tratante de blancas en caso de que las haya y en caso de que esté usted asustada.

—Estoy asustada por muchas cosas, pero no por los tratantes de blancas, y si lo estuviese, un sobre con dirección apenas lograría tranquilizarme. Me empeñaría en telefonear a sir Ronald Callender para comprobarlo.

—¿Tal vez le agradaría hacerlo? —sugirió la señorita Leaming, sin enfadarse.

—No.

—¿Vamos, pues?

La señorita Leaming se encaminó hacia la puerta. Cuando salieron al rellano y Cordelia se volvió para cerrar con llave la puerta de la oficina, su visitante le indicó el taco de papel que junto con un lápiz pendía de un clavo de la pared.

—¿No sería mejor que cambiase usted la nota?

Cordelia arrancó su mensaje interior y, después de pensar un instante, escribió:

He tenido que salir para un caso urgente. Cualquier mensaje que me dejen por debajo de la puerta, recibirá mi inmediata y personal atención cuando regrese.

—Eso —dijo la señorita Leaming— debería tranquilizar a sus clientes.

Cordelia se preguntó a sí misma si el comentario era sarcástico; resultaba imposible de decir a causa del tono indiferente con que fue pronunciado. Pero no sentía que la señorita Leaming se estuviera burlando de ella y se sorprendió por su propia falta de resentimiento ante la manera en que su visitante se había hecho cargo de los acontecimientos. Siguió dócilmente a la señorita Leaming al bajar la escalera y salir a la calle Kingly.

Fueron por la línea central hasta la calle Liverpool y tomaron el tren de las 17:36 para Cambridge con tiempo de sobra. La señorita Leaming compró el billete de Cordelia, fue a la consigna a recoger una máquina de escribir portátil y una cartera con documentos y se encaminó hacia un vagón de primera clase. Dijo:

—Tendré que trabajar en el tren; ¿lleva usted algún libro o revista para leer?

—Eso está bien. Tampoco a mí me gusta conversar cuando estoy viajando. Tengo el Trumpet Major, de Ardí. Siempre llevo en el bolso algo para leer.

Cuando hubieron pasado Bishops Stortford, se quedaron solas en el compartimiento, pero solamente una vez levantó la señorita Leaming los ojos de su trabajo para hacer una pregunta a Cordelia.

—¿Cómo llegó usted a trabajar en la agencia con el señor Pryde?

—Cuando salí de la escuela fui a vivir con mi padre al continente. Hicimos muchos viajes. Falleció en Roma el pasado mes de mayo, de un ataque cardíaco, y yo regresé a casa. Yo sola había aprendido taquigrafía y mecanografía y encontré trabajo en una agencia de secretarias. Me enviaron a Bernie y, después de transcurridas unas pocas semanas, me dejó que le ayudase en uno o dos casos. Decidió entrenarme y yo accedí a trabajar con él, de modo permanente. Hace dos meses que me hizo su socia.

Todo aquello quería decir que Cordelia renunció a un sueldo fijo a cambio de las inseguras recompensas de éxito en forma de una participación igual en los beneficios junto con el disfrute gratuito de una habitación en la casa de Bernie. Él no había tenido la intención de estafarla. El ofrecimiento de la sociedad había sido hecho con la seguridad de que ella sabría apreciarlo en su justa medida, no como un premio a la buena conducta, sino como una muestra de confianza.

—¿A qué se dedicaba su padre?

—Era un poeta marxista itinerante y un revolucionario aficionado.

—Debe de haber tenido usted una infancia interesante.

Al recordar la sucesión de madres adoptivas, los inexplicados e incomprensibles traslados de una casa a otra, los cambios de escuela, las caras preocupadas de los funcionarios locales de la Seguridad Social y las maestras de escuela, que se preguntaban a sí mismas desesperadamente qué hacer con ella durante las vacaciones, Cordelia respondió a esta afirmación como lo hacía siempre, con gravedad y sin ironía.

—Sí, fue muy interesante.

—¿Y qué tal fue el entrenamiento que recibió del señor Pryde?

—Bernie me enseñó algunas de las cosas que él aprendió en el DIC: cómo examinar debidamente el escenario de un crimen, cómo recoger muestras, algunos elementos de autodefensa, cómo descubrir y tomar huellas dactilares…, esa clase de cosas.

—Se trata de habilidades que me parece que encontrará usted poco apropiadas para este caso.

La señorita Leaming inclinó la cabeza sobre sus papeles y ya no volvió a hablar hasta que el tren llegó a Cambridge.

Fuera de la estación, la señorita Leaming echó una breve ojeada al aparcamiento de coches y se encaminó hacia una furgoneta negra. De pie junto a ella, tieso como un chófer uniformado, se hallaba un fornido joven con una camisa blanca de cuello abierto, pantalón oscuro y botas altas, al que la señorita Leaming, sin el menor tipo de ceremonia ni explicación, presentó como «Lunn». El joven hizo un breve saludo con la cabeza, pero no sonrió. Cordelia le tendió la mano. El apretón fue momentáneo pero notablemente fuerte, y le aplastó los dedos; Cordelia, reprimiendo una mueca de dolor, vio un centelleo en aquellos ojos de color pardo oscuro y se preguntó si no le habría hecho daño adrede. Aquellos ojos destacaban ciertamente por su belleza, unos ojos húmedos con pobladas pestañas y con el mismo aspecto de turbado dolor ante los impredecibles terrores del mundo. Pero esa belleza más bien acentuada, compensaba la falta de atractivo del resto de aquel hombre. Era, pensó Cordelia, como un siniestro esbozo en blanco y negro, con su cuello grueso y corto, y unos poderosos hombros que parecían querer reventar las costuras de su camisa. Poseía una abundante mata de pelo negro, un rostro ligeramente picado de viruelas y una boca húmeda y sin gracia; la cara de un querubín libertino. Era un hombre que sudaba profusamente; la camisa estaba manchada de sudor debajo de los brazos y llevaba la ropa tan ajustada al cuerpo que hacía resaltar la pronunciada curva de la espalda y los vigorosos bíceps.

Cordelia comprendió que los tres tendrían que ir apretujados en la furgoneta. Lunn mantuvo abierta la portezuela sin disculparse, excepto para decir:

—El Rover está aún en reparación en el taller.

La señorita Leaming se quedó un poco atrás, de modo que Cordelia se vio obligada a subir la primera y sentarse al lado del hombre. Pensó: «Estos dos no se tienen simpatía y él tampoco me la tiene a mí».

Se preguntaba a sí misma cuál debía de ser el papel que desempeñaba aquel individuo en el hogar de sir Ronald Callender. El de la señorita Leaming ya lo había adivinado; ninguna secretaria corriente, por mucho tiempo que llevase en el servicio, por muy indispensable que fuese, tenía aquel aire autoridad o hablaba de «mi jefe» en aquel tono de posesiva ironía. Pero se preguntaba a sí misma acerca de Lunn. No se comportaba como un subordinado y a Cordelia tampoco le parecía un científico. Claro que los científicos eran seres extraños para ella. Sor Mary Magdalen era la única científica que había conocido. La hermana les enseñaba lo más elemental de las ciencias, una mezcla de física, química y biología, todo revuelto. Los temas científicos en general merecían poca consideración en el Convento de la Inmaculada Concepción, aunque las artes sí se enseñaban bien. Sor Mary Magdalen era una tímida monja ya entrada en años, con unos ojos que miraban intrigados desde detrás de sus gafas de montura de acero, con los torpes dedos permanentemente manchados de productos químicos, y que al parecer se quedaba tan sorprendida como sus alumnas ante las extraordinarias explosiones y humos que sus actividades con el tubo de ensayo y la redoma provocaban en ocasiones. Se había preocupado más de demostrar lo incomprensible del universo y lo inescrutable de las leyes de Dios que de revelar principios científicos, y en esto ciertamente había tenido éxito. Cordelia sabía que sor Mary Magdalen no le habría sido de ayuda alguna al tratar con sir Ronald Callender; el sir Ronald Callender que había hecho su campaña en la causa de la conservación de la vida mucho antes de que su interés se convirtiera en una obsesión popular, y que había representado a su país en las Conferencias Internacionales sobre Ecología y había sido condecorado por sus servicios prestados a la conservación. Todo esto Cordelia, lo mismo que el resto del país, lo sabía por sus apariciones en televisión y los suplementos dominicales de los periódicos. Era el científico oficial, cuidadosamente no comprometido políticamente, que personificaba, para tranquilidad de todos, al muchacho pobre que había hecho una buena carrera. ¿Cómo, se preguntaba Cordelia, se le había pasado por la cabeza contratar los servicios de Bernie Pryde?

Insegura de hasta qué punto gozaba Lunn de la confianza de su jefe o de la señorita Leaming, preguntó con cautela:

—¿Cómo fue que sir Ronald oyó hablar de Bernie?

—John Bellinger le habló de él.

¡De modo que al fin llegaba el premio Bellinger! Bernie siempre lo había esperado. El caso Bernie había sido su éxito más lucrativo, quizá su único éxito. John Bellinger era el director de una pequeña empresa familiar que fabricaba instrumentos científicos especializados. El año anterior, su oficina se había visto invadida por una profusión de cartas obscenas y, no queriendo llamar a la policía, había telefoneado a Bernie. Este, introducido entre el personal de la empresa, según su propia sugerencia, en calidad de mensajero, había resuelto con rapidez un problema que no era muy difícil. Las cartas habían sido escritas por la secretaria personal de Bellinger, mujer de mediana edad y muy bien considerada. Bellinger quedó agradecido. Bernie, tras reflexionar ansiosamente y consultar con Cordelia, había enviado una factura cuya cuantía asombraba a los dos, pero que fue pagada pronta y religiosamente. Aquel dinero mantuvo en marcha la agencia durante un mes. Bernie había dicho: «El caso Bellinger será como un premio para nosotros, ya lo verás. En esta clase de trabajo todo puede suceder. Él nos eligió simplemente tomando nuestro nombre de la guía telefónica, pero ahora nos recomendará a sus amistades. Este caso podría ser el comienzo de algo grande».

Y entonces, pensaba Cordelia, en el día del funeral de Bernie, había llegado el premio Bellinger.

Ya no hizo más preguntas, y el viaje, que duró menos de treinta minutos, transcurrió en silencio. Los tres estaban sentados muslo con muslo, pero distanciados. Cordelia nada vio de la ciudad. Al final de la calle Station, junto al monumento a la guerra, el coche viró a la izquierda y pronto estuvieron en el campo. Había amplias extensiones de trigo verde, de vez en cuando la moteada sombra de hileras de árboles, desordenados pueblecitos de casitas con techo de paja y achaparradas quintas de color rojo esparcidas a lo largo de la carretera, colinas bajas desde las cuales podía ver Cordelia las torres y chapiteles de la ciudad, brillando con engañosa proximidad bajo los rayos del sol poniente. Finalmente pasaron otro pueblecito, con un delgado cinturón de olmos bordeando la carretera, un largo muro curvo de rojos ladrillos y la furgoneta entró por unas puertas abiertas de hierro forjado. Habían llegado.

La casa era evidentemente georgiana, quizá no del mejor estilo georgiano, pero sólidamente construida, agradablemente proporcionada y con el aspecto de toda buena arquitectura nacional que se ha desarrollado naturalmente fuera de su ambiente. El suave ladrillo, adornado con glicinas, brillaba luminosamente bajo el sol vespertino, haciendo refulgir el verdor de la planta trepadora y dando a toda la casa el aspecto artificial de un decorado de película. Era esencialmente una casa familiar, una casa acogedora. Pero en ese momento un pesado silencio gravitaba sobre ella y las hileras de ventanas elegantemente proporcionadas eran como ojos sin vida.

Lunn, que había conducido rápida pero hábilmente, paró delante del porche. Permaneció en su asiento mientras las dos mujeres se apeaban y entonces llevó la furgoneta hacia uno de los lados del edificio. Al deslizarse desde su alto asiento, Cordelia pudo vislumbrar una serie de edificios bajos, rematados por ornamentales torrecillas, que ella tomó por establos o garajes. A través de la puerta de amplio arco pudo ver cómo los terrenos iban paulatinamente dejando paso a una perspectiva lejana de la llana campiña del condado de Cambridge, adornada con los suaves matices verdes y leonados de una temprana primavera. La señorita Leaming dijo:

—El bloque de establos ha sido convertido en laboratorios. La mayor parte del lado este es vidrio. Fue un hábil trabajo de un arquitecto sueco, funcional pero atractivo.

Por primera vez desde que se habían conocido, su voz sonaba interesada, casi entusiástica.

La puerta principal estaba abierta. Cordelia entró en un espacioso vestíbulo adornado con paneles con una escalera que giraba a la derecha. Percibió un olor de rosas y de espliego, alfombras suntuosas en un encerado entarimado, el amortiguado tictac de un reloj.

La señorita Leaming se encaminó hacia una puerta que se encontraba en el extremo del vestíbulo. Daba acceso a un estudio, una habitación elegante, repleta de libros, con una vista de amplias extensiones de césped y un grupo de árboles. Frente a las puertaventanas había un escritorio de estilo georgiano y detrás del escritorio un hombre sentado.

Cordelia había visto sus fotografías en la prensa y sabía a qué atenerse. Pero era a la vez más bajo y más impresionante de lo que ella había imaginado. Sabía que se encontraba frente a un hombre de autoridad y de gran inteligencia; de él se desprendía una energía que era como una fuerza física. Pero cuando se levantó de su asiento y le hizo con la mano una seña para que se sentase, vio que era más esbelto de lo que sus fotografías sugerían, puesto que los pesados hombros y la impresionante cabeza hacían que pareciera en conjunto más corpulento. Tenía una cabeza finamente perfilada, con una nariz de puente alto, ojos hundidos, cuyos párpados parecían pesados, y una boca flexible y bien modelada. Sus cabellos negros, aún no encanecidos, le caían sobre la frente. En su semblante se adivinaba una sombra de cansancio, y, cuando Cordelia se acercó más a él, pudo percibir la contracción de un nervio en su sien izquierda y el color casi imperceptible de las venas en el iris de sus hundidos ojos. Pero su cuerpo compacto, tenso por la energía y un latente vigor, no hacía concesiones a la fatiga. Mantenía muy erguida la arrogante cabeza, los ojos tenían una mirada viva y escrutadora bajo los pesados párpados. Pero, por encima de todo, su aspecto era el de un triunfador. Cordelia había visto antes aquel aspecto, lo había reconocido en medio de las gentes que contemplaban impertérritas el paso notorio —con ese brillo casi físico, relacionado con el magnetismo de la sexualidad y no empañado por la fatiga o por la falta de salud— de hombres que conocían y disfrutaban las realidades del poder.

La señorita Leaming dijo:

—Esto es todo lo que queda de la Agencia de detectives Pryde: la señorita Cordelia Gray.

Aquellos ojos vivos clavaron su mirada en los de ella.

—«Ponemos orgullo en nuestro trabajo», ¿verdad?

Cordelia, cansada después de su viaje al final de una movida jornada, no estaba de humor para bromas acerca del patético juego de palabras de Bernie. Dijo:

—Sir Ronald, he venido porque su secretaria me dijo que quizá podría usted utilizar mis servicios. Si está equivocada, me alegraría de saberlo cuanto antes para poder regresar a Londres enseguida.

—No es mi secretaria ni está equivocada. Debe usted perdonar mi descortesía; resulta un poco desconcertante esperar a un corpulento expolicía y encontrarse con usted. No me quejo, señorita Gray: usted podría hacerlo muy bien. ¿Cuáles son sus honorarios?

La pregunta podía sonar ofensiva, pero no lo era; era sencillamente un hombre práctico. Cordelia se lo dijo, un poco demasiado rápido, un poco demasiado ansiosa.

—Cinco libras al día y los gastos, pero intentamos que estos sean lo más bajos posibles. A cambio de ello, naturalmente, usted tendrá mis servicios exclusivos. Quiero decir con ello que no trabajaré para otro cliente hasta que su caso esté concluido.

—¿Y existe otro cliente?

—Bueno, por el momento no, pero podría muy bien haberlo. —Y se apresuró a añadir—. Tenemos una cláusula de juego limpio. Si yo decido, en cualquier fase de la investigación, que preferiría no continuar con ella, usted tiene derecho a toda la información que yo haya obtenido hasta ese momento Si decido no dársela, entonces no le cobro el trabajo ya realizado.

Ese había sido uno de los principios de Bernie. Había sido un hombre de arraigados principios. Incluso cuando no había habido caso alguno durante una semana, era capaz de discutir felizmente hasta qué punto estaría justificado decirle al cliente menos de la verdad completa, el momento en el que había que hacer intervenir a la policía en una investigación, la ética del engaño o la mentira al servicio de la verdad. «Pero nada de chantajes —solía decir Bernie—, estoy firmemente en contra. Y no vamos a tocar el sabotaje industrial».

La tentación para lo uno o lo otro no era grande. Nunca se había presentado la oportunidad para el chantaje y en ningún momento había sido Bernie invitado a tocar el sabotaje industrial.

Sir Ronald dijo:

—Eso suena razonable, pero no creo que este caso vaya a presentarle a usted la menor crisis de conciencia. Es relativamente sencillo. Hace dieciocho días, mi hijo se ahorcó. Quiero que usted averigüe por qué. ¿Puede usted hacerlo?

—Me gustaría intentarlo, sir Ronald.

—Me doy cuenta de que usted necesita cierta información básica acerca de Mark. La señorita Leaming se la escribirá a máquina, luego podrá usted leerla y hacernos saber qué más necesita.

Cordelia dijo:

—Me gustaría que me lo contase usted mismo, por favor.

—¿Es preciso?

—Me serviría de ayuda.

Sir Ronald volvió a sentarse, cogió un resto de lápiz y comenzó a darle vueltas en sus manos. Al cabo de un rato, se lo metió distraídamente en el bolsillo. Sin mirar a Cordelia, comenzó a hablar:

—Mi hijo Mark cumplió veintiún años el veinticinco de abril de este año. Se hallaba en Cambridge estudiando Historia en mi antiguo colegio y estaba en su último año. Hace cinco semanas, y sin previo aviso, abandonó la universidad y tomó un trabajo de jardinero con un comandante llamado Markland, que vive en una casa llamada Summertrees en las afueras de Duxford. Mark no me dio explicación alguna de esta acción ni entonces ni más tarde. Vivía solo en una cabaña en los terrenos del comandante Markland. Dieciocho días más tarde, fue encontrado por la hermana de su patrón colgando por el cuello de una cuerda anudada a un gancho del techo del cuarto de estar. El veredicto de la investigación fue que se quitó la vida en un momento en que su mente estaba desequilibrada. Yo sé poco acerca de la mente de mi hijo, pero rechazo ese cómodo eufemismo. Era una persona racional. Tuvo una razón para hacer lo que hizo. Quiero saber cuál fue.

La señorita Leaming, que había estado mirando por las puertaventanas hacia el jardín, se volvió y dijo con repentina vehemencia:

—¡Dale con ese afán de saber! ¡Eso ya es ser entrometido! Si él hubiese querido que lo supiésemos, nos lo habría dicho.

Sir Ronald dijo:

—No estoy dispuesto a continuar en esta incertidumbre. Mi hijo está muerto. «Mi hijo». Si yo soy de algún modo responsable, prefiero saberlo también.

Cordelia miró a uno y a otro. Preguntó:

—¿Dejó alguna nota?

—Dejó una nota, pero no una explicación. Fue encontrada en su máquina de escribir.

Tranquilamente, la señorita Leaming empezó a hablar.

«Descendiendo por la sinuosa caverna, recorríamos a tientas nuestro tedioso camino, hasta que debajo de nosotros apareció un inmenso vacío como el cielo inferior, y nos agarramos a las raíces de los árboles y quedamos suspendidos sobre esa inmensidad; pero yo dije: si te parece, nos entregaremos a este vacío y veremos si también aquí está la providencia».

La voz ronca, curiosamente profunda, se apagó. Estaban silenciosos. Entonces dijo sir Ronald:

—Usted pretende ser detective, señorita Gray. ¿Qué deduce de eso?

—Que su hijo leía a William Blake. ¿No es eso un pasaje de Las bodas del cielo y del infierno?

Sir Ronald y la señorita Leaming se miraron. Sir Ronald dijo:

—Eso es lo que me han dicho.

Cordelia pensó que la exhortación de Blake, sencilla y delicada, desprovista de violencia o desesperación, era más apropiada para suicidarse ahogándose o envenenándose —un flotar ceremonioso o un hundirse en el olvido— que el trauma de ahorcarse. Y, con todo, estaba la analogía del caer o lanzarse al vacío. Pero esta especulación era mera fantasía. El caso es que él había elegido Blake: había elegido ahorcarse. Quizá no tuviera a mano otro medio más delicado; quizás había obrado por repentino impulso. ¿Qué era lo que siempre había dicho el Comi? «Nunca teorices adelantándote a tus hechos». Cordelia debería echar un vistazo a la cabaña.

Sir Ronald preguntó con un leve movimiento de impaciencia:

—Bien, ¿acepta usted el trabajo?

Cordelia miró a la señorita Leaming, pero los ojos de esta no se encontraron con los suyos.

—Me hace mucha ilusión. Me estaba preguntando a mí misma si realmente quería usted que lo aceptase.

—Se lo estoy ofreciendo. Preocúpese por sus propias responsabilidades, señorita Gray, y yo me ocuparé de las mías.

Cordelia dijo:

—¿Hay algo más que pueda usted decirme? Las cosas corrientes. ¿Gozaba su hijo de buena salud? ¿Parecía preocupado por su trabajo o por sus asuntos amorosos? ¿Por cuestiones de dinero?

—Mark habría heredado una fortuna considerable de su abuelo materno si hubiese llegado a la edad de veinticinco años. Entretanto, recibía de mí una asignación adecuada, pero a partir de la fecha en que abandonó el colegio universitario, transfirió de nuevo el saldo a mi propia cuenta corriente y dio instrucciones al director de su banco para que hiciese lo mismo con cualquier pago futuro. Es de suponer que vivió de lo que ganaba durante las dos últimas semanas de su vida. La autopsia no reveló enfermedad alguna y su preceptor testificó que su labor académica era satisfactoria. Yo, naturalmente, nada sé de este asunto. Él no confiaba en mí en cuanto a sus asuntos amorosos (¿qué hombre joven lo hace con respecto a su padre?). Si tuvo alguna relación amorosa, espero que haya sido heterosexual.

La señorita Leaming abandonó su contemplación del jardín y se volvió. Extendió las manos en un gesto que pudo haber sido de resignación o de desesperación.

—Nada sabíamos de él, ¡nada! Entonces, ¿por qué esperar a que estuviese muerto para empezar a investigar?

—¿Y sus amigos? —preguntó Cordelia en tono bajo.

—Raramente le visitaban aquí, pero había dos que yo reconocí en la investigación y en el funeral: Hugo Tilling, de su mismo colegio, y su hermana, que es una estudiante posgraduada en New Hall que estudia Filología. ¿Recuerda usted cómo se llamaba, Eliza?

—Sophie. Sophie Tilling. Mark la trajo aquí a cenar una o dos veces.

—¿Podría usted decirme algo acerca de los primeros años de la vida de su hijo? ¿Dónde se educó?

—Fue a una escuela de párvulos cuando tenía cinco años y después a una preparatoria. Yo no podía tener aquí a una criatura entrando y saliendo del laboratorio sin que alguien la vigilase. Posteriormente, conforme al deseo de su madre (falleció cuando Mark contaba nueve meses), fue a una Fundación Woodard. Mi mujer era lo que creo se llama una alta anglicana, y quiso que el niño se educase en aquella tradición. Que yo sepa, no tuvo sobre él efecto pernicioso alguno.

—¿Era feliz en la escuela preparatoria?

—Supongo que era tan feliz como la mayoría de los niños de ocho años, lo que quiere decir que era desgraciado la mayor parte del tiempo, junto con períodos de gran vivacidad. ¿Es importante todo esto?

—Cualquier cosa podría serlo. Ya ve usted que tengo que tratar de conocerle.

¿Cuál era la enseñanza del arrogante, sapiente, sobrehumano Comi? «Hay que conocer al muerto. Nada relacionado con él es demasiado trivial, demasiado carente de importancia. Los muertos pueden hablar. Pueden conducir directamente hasta su asesino». Sólo que esta vez, naturalmente, no había un asesino. Dijo:

—Sería de mucha ayuda si la señorita Leaming pudiese escribir a máquina la información que usted me ha dado y añadiese el nombre de su colegio universitario y el de su tutor. Y tenga la bondad de proporcionarme una nota por la cual me autoriza a efectuar investigaciones.

Sir Ronald abrió un cajón de la izquierda del escritorio, sacó una hoja de papel y escribió en ella; luego se la entregó a Cordelia. El membrete impreso decía: De sir Ronald Callender, F. R. C., Garforth House, Cambridgeshire. Debajo había escrito: «Autorizo a la señorita Cordelia Gray a efectuar investigaciones por mi cuenta sobre la muerte de mi hijo Mark Callender, acaecida el veintiséis de mayo». Lo había firmado y fechado. Luego preguntó:

—¿Algo más?

Cordelia dijo:

—Usted ha hablado de la posibilidad de que alguien más fuese responsable de la muerte de su hijo. ¿No está usted conforme con el veredicto?

—El veredicto fue conforme a la evidencia, que es todo cuanto cabe esperar de un veredicto. Un tribunal no está constituido para establecer la verdad. Yo la empleo a usted para que haga un intento en ese sentido. ¿Tiene usted todo lo que necesita? No creo que podamos ayudarla con más información.

—Me gustaría tener una fotografía.

Se miraron extrañados. Sir Ronald dijo a la señorita Leaming.

—Una fotografía. ¿Tenemos una fotografía, Eliza?

—Su pasaporte estará en algún lugar, pero no sé dónde. Tengo la fotografía que le hice en el jardín el verano pasado. Se le ve bastante bien, me parece. Voy a buscarla.

Salió de la habitación. Cordelia dijo:

—Y me gustaría ver su habitación, si puede ser. Supongo que estaba aquí durante sus vacaciones, ¿no?

—Sólo ocasionalmente, pero, por supuesto, tenía aquí una habitación. Se la voy a enseñar.

La habitación se hallaba en el segundo piso y en la parte trasera. Una vez dentro, sir Ronald hizo caso omiso de Cordelia. Se dirigió a la ventana y miró hacia el césped como si ni la joven ni la habitación tuvieran el menor interés para él. La habitación nada le decía a Cordelia acerca del Mark adulto. Estaba amueblada con sencillez, el lugar de refugio de un escolar, y parecía como si nada hubiese cambiado en ella durante los diez últimos años. Había un armario bajo, blanco, adosado a una de las paredes, con la usual hilera de juguetes arrinconados: un oso de peluche, con la piel gastada de tanto ser acariciada y con un ojo de vidrio colgando; trenes y camiones de madera pintada; un arca de Noé, llena de animales de rígidas patas y con un Noé de cara redonda y su mujer; una barca con la vela desprendida; un tablero de tiro al blanco en miniatura. Por encima de los juguetes había dos hileras de libros. Cordelia se acercó a examinarlos. Allí estaba la biblioteca ortodoxa de un niño de clase media, los clásicos permitidos y transmitidos de generación en generación. Cordelia había tenido acceso a ellos cuando fue adulta; no había encontrado sitio en su infancia dominada por los tebeos de los sábados y la televisión. Dijo:

—¿Y sus libros actuales?

—Están guardados en cajas en el sótano. Los mandó aquí cuando abandonó el colegio universitario, y aún no hemos tenido tiempo de desempaquetarlos. No creo que eso tenga mucha importancia.

Junto a la cama había una mesita redonda y encima de esta una lámpara y una brillante piedra redonda complicadamente horadada por el mar, tesoro recogido quizás en alguna playa durante unas vacaciones. Sir Ronald la tocó suavemente con los dedos, luego empezó a hacerla rodar bajo la palma de su mano sobre la superficie de la mesa. Después, al parecer distraídamente, la dejó caer en su bolsillo.

—Bien —dijo—. ¿Bajamos, ahora?

Se encontraron al pie de la escalera con la señorita Leaming. Esta levantó los ojos hacia ellos mientras bajaban despacio, uno al lado del otro. Había tal intensidad controlada en su mirada que Cordelia casi temía lo que pudiera decirles. Pero se volvió, bajando los hombros como si la hubiese invadido una repentina fatiga, y todo cuanto dijo fue:

—He encontrado la fotografía. Cuando haya usted terminado con ella, le agradecería que me la devolviese. La he puesto en el sobre junto con la nota. No hay un tren rápido de regreso a Londres hasta las nueve y treinta y siete minutos, de modos que quizá no le importaría quedarse a cenar, ¿verdad?

La cena fue una experiencia interesante pero algo extraña, la comida misma fue una mezcla de aspectos formales e informales que Cordelia percibió como el resultado de un esfuerzo más consciente que casual. Se dio cuenta de que con ello se perseguía algún fin, pero no estaba segura de si se trataba de un grupo de colaboradores que se reunían amistosamente para una comida en común o de la ritual imposición de orden y ceremonia a una compañía diferente. El grupo de comensales estaba formado por diez personas: sir Ronald Callender, la señorita Leaming, Chris Lunn, un profesor visitante estadounidense, cuyo impronunciable nombre olvidó Cordelia tan pronto como sir Ronald la hubo presentado, y cinco jóvenes científicos. Todos los hombres, Lunn incluido, llevaban esmoquin y la señorita Leaming lucía una larga falda de trocitos de raso de varios colores y una blusa sencilla, sin mangas. Los preciosos azules, verdes y rojos brillaban y cambiaban a la luz de las velas cuando ella se movía, lo que hacía resaltar la pálida plata de sus cabellos y su piel casi incolora. Cordelia se quedó un poco confundida cuando su anfitriona la dejó en el salón y subió la escalera para ir a cambiarse. Habría deseado llevar algo más competitivo que la falda de color marrón claro y la blusa verde, en una época en que se da más valor a la elegancia que a la juventud.

Se le indicó dónde estaba el dormitorio de la señorita Leaming para que fuera a lavarse y se quedó intrigada por la elegancia y sencillez de los muebles, que contrastaban con la opulencia del cuarto de baño contiguo. Mientras examinaba su rostro cansado en el espejo y manejaba su lápiz de labios, deseaba haber llevado consigo alguna sombra de ojos. Obedeciendo a un impulso, y con un sentimiento de culpa, abrió un cajón del tocador Estaba lleno de una variedad de productos de maquillaje, viejos lápices de labios de colores que hacía tiempo que estaban pasados de moda, frascos de crema de base por la mitad, lápices de ojos; cremas hidratantes, frascos de perfume por la mitad. Revolvió y llegó a encontrar una barrita de sombra de ojos que, en vista de la gran cantidad de artículos desechados, utilizó sin grandes remordimientos. El efecto fue extraño pero sorprendente. No podía competir con la señorita Leaming, pero al menos parecía cinco años mayor. El desorden del cajón la había sorprendido y había tenido que resistir la tentación de mirar si el guardarropa y los otros cajones estaban tan desordenados. ¡Cuán incongruentes e interesantes eran los seres humanos! Pensó que resultaba asombroso que una mujer tan escrupulosa, puntual y competente pudiera sentirse satisfecha de vivir en medio de semejante desorden.

El comedor se hallaba en la parte delantera de la casa. La señorita Leaming colocó a Cordelia entre ella misma y Lunn, asiento que presentaba escasas perspectivas de conversación amena. Los restantes comensales se sentaron donde desearon. El contraste entre sencillez y elegancia se manifestaba en el arreglo de la mesa. No había luz artificial y tres candelabros de plata habían sido colocados a distancias regulares sobre la mesa. Entre ellos había cuatro jarras de vino de un grueso vidrio verde con el pico curvo, como las que Cordelia había visto a menudo en restaurantes italianos baratos. Los manteles individuales eran de simple corcho, pero las cucharas y tenedores eran de plata antigua. Las flores estaban puestas en unos cuencos bajos, no arregladas con habilidad, sino con aspecto de víctimas materiales de una tormenta en el jardín, flores que habían sido arrancadas por el viento y que alguien había tenido la caritativa idea de poner en agua.

Los jóvenes aparecían incongruentes en sus esmóquines, no porque se sintieran incómodos con ellos, no en vano disfrutaban de la esencial autoestima de los individuos inteligentes y que tienen éxito, sino porque parecía que los hubiesen cogido de un establecimiento de prendas de segunda mano o participaran en una mascarada. Cordelia se vio sorprendida por la juventud de aquellos hombres; le pareció que sólo uno de ellos tenía más de treinta años. Tres de ellos eran hombres desaliñados, inquietos, que hablaban deprisa con voces altas y enfáticas, y que no hicieron el menor caso de Cordelia después de su presentación. Los otros dos eran más tranquilos, y uno de ellos, un muchacho alto de cabellos negros y acusadas facciones irregulares, le sonreía a través de la mesa y parecía satisfecho de estar sentado a una distancia desde la cual pudiesen conversar.

La comida era servida por un sirviente italiano y su mujer, que dejaban los manjares cocinados en platos calientes encima de un trinchero. La comida era abundante y el olor casi intolerablemente apetitoso para Cordelia que hasta entonces no se había percatado de lo hambrienta que estaba. Había una fuente con un gran montón de reluciente arroz, una gran cacerola de ternera con una suculenta salsa de setas, un cuenco de espinacas. A su lado, en la mesa fría, había un jamón enorme, un solomillo de buey y un interesante surtido de ensaladas y fruta. Los comensales se servían ellos mismos, llevando sus platos de nuevo a la mesa con la combinación de comida, caliente o fría, que les apetecía. Los científicos jóvenes llenaron sus platos a rebosar y Cordelia siguió su ejemplo.

Cordelia ponía poco interés en la conversación, pero observó que esta versaba predominantemente sobre ciencia y que Lunn, aunque hablaba menos que los otros, lo hacía como su igual. Cordelia pensó que Lunn debía de haber resultado ridículo con su esmoquin más bien estrecho, pero, sorprendentemente, se mostraba con la mayor soltura, y era en el comedor la segunda personalidad más poderosa. Cordelia intentó analizar la razón de ello, pero fracasó. Lunn comía despacio, prestando una gran atención a la disposición de la comida en su plato, y de vez en cuando sonreía secretamente mirando el vino de su vaso.

En el otro extremo de la mesa, sir Ronald estaba pelando una manzana y hablaba a su huésped, con la cabeza inclinada. La fina y verde piel resbalaba por entre sus largos dedos y descendía ondulada hacia su plato. Cordelia miró a la señorita Leaming. Esta tenía fijos los ojos en sir Ronald con un interés tan imperturbable que Cordelia sintió con incomodidad que todos los ojos allí presentes debían de verse inevitablemente atraídos hacia aquella máscara pálida y desdeñosa. Entonces, la señorita Leaming pareció percatarse de su mirada. Se relajó y, volviéndose hacia Cordelia, le dijo:

—Cuando veníamos en el tren, usted estaba leyendo a Hardy. ¿Le gusta?

—Muchísimo, pero todavía me gusta más Jane Austen.

—Entonces debe intentar encontrar una ocasión para visitar el Museo Fitzwilliam de Cambridge. Tiene una carta escrita por Jane Austen. Creo que la encontrará interesante.

Hablaba con la artificial y controlada simpatía de una anfitriona que intenta encontrar un tema que pudiera interesar a una invitada difícil. Cordelia, con la boca llena de ternera y setas, se preguntaba cómo se las arreglaría para seguir comiendo. Pero, afortunadamente, el profesor estadounidense había captado la palabra «Fitzwilliam» y llamó la atención de toda la mesa con sus preguntas acerca de la colección de mayólicas del museo, en la que, al parecer, se hallaba interesado. La conversación se hizo general.

Fue la señorita Leaming la que condujo en coche, esta vez a la estación de Audley End en lugar de la de Cambridge; cambio para el cual no se indicó razón alguna. Durante el trayecto en automóvil no hablaron sobre el caso. Cordelia estaba extenuada por el cansancio, la comida y el vino, y se dejó llevar al tren sin intentar obtener alguna otra información. Ni siquiera pensaba realmente que hubiera de obtenerla. Cuando el tren se puso en marcha, cogió el grueso sobre blanco que le había entregado la señorita Leaming y sacó y leyó la nota que contenía. Estaba muy bien mecanografiada y redactada, pero le dijo poco más de lo que ya sabía. Con la nota estaba la fotografía. Vio la imagen de un muchacho que reía, con la cabeza medio vuelta hacia la cámara y con una mano protegiéndose los ojos de los rayos del sol. Llevaba un pantalón tejano y una camiseta y estaba medio tendido en el césped, con una pila de libros a su lado, sobre la hierba. Quizás había estado allí trabajando bajo los árboles cuando ella se asomó a la ventana con su cámara fotográfica y le llamó imperiosamente para que sonriera. La fotografía nada le dijo a Cordelia, salvo que, por un solo segundo, registrado finalmente, el muchacho había conocido el modo de ser feliz. Cordelia volvió a meter la fotografía en el sobre; sus manos se juntaron en ademán protector encima de él, y se quedó dormida.