19

—Vamos —susurró Yasmin.

Jill miró a su amiga. El bigotito en la cara, el causante del problema, había desaparecido, pero por alguna razón Jill seguía viéndolo. La madre de Yasmin había acudido desde donde fuera que viviera ahora —en el sur, en Florida, quizá— y la había llevado a la consulta de un gran médico que le había aplicado electrólisis. Esto había mejorado su aspecto, pero no había ayudado a que la escuela fuera menos horrible.

Estaban sentadas a la mesa de la cocina. Beth, «novia de la semana» como la llamaba Yasmin, había intentado quedar bien con un sabroso desayuno de tortilla y salchichas, más las «legendarias tortitas» de Beth, pero las niñas habían pasado, con gran desilusión de Beth, y habían preferido panqueques congelados con virutas de chocolate.

—Bueno, chicas, que aproveche —dijo Beth con los dientes apretados—. Voy a sentarme fuera a tomar el sol.

En cuanto Beth salió por la puerta, Yasmin se levantó de la mesa y se acercó a la ventana panorámica. Beth no estaba a la vista. Yasmin miró a la izquierda, después a la derecha, y sonrió.

—¿Qué pasa? —preguntó Jill.

—Ven a ver —dijo Yasmin.

Jill se levantó y fue al lado de su amiga.

—Mira, en la esquina, detrás del árbol grande.

—No veo nada.

—Fíjate bien —dijo Yasmin.

Jill tardó un poco, pero finalmente vio algo gris y humeante y entendió a qué se refería Yasmin.

—¿Beth está fumando?

—Sí. Se esconde detrás de un árbol y fuma.

—¿Por qué se esconde?

—Quizá le preocupe fumar delante de dos jovencitas impresionables —dijo Yasmin con una sonrisa maliciosa—. O quizá no quiera que mi padre lo sepa. No soporta a los fumadores.

—¿Te vas a chivar?

Yasmin sonrió y se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Nos hemos chivado de todas, ¿no? —Hurgó en un bolso y Jill jadeó.

—¿Es el bolso de Beth?

—Sí.

—No deberíamos curiosear.

Yasmin hizo una mueca y siguió hurgando.

Jill se acercó más y miró.

—¿Algo interesante?

—No. —Yasmin lo dejó—. Ven, quiero enseñarte algo.

Dejó el bolso en la encimera y subió la escalera. Jill la siguió. Había una ventana en el baño del rellano. Yasmin orinó rápidamente. Jill también. Beth estaba detrás del árbol —ahora la veían con claridad— y chupaba el cigarrillo como si estuviera bajo el agua y por fin hubiera encontrado un salvavidas. Aspiraba con fuerza, cerrando los ojos, y las arrugas de su cara se suavizaban.

Yasmin se apartó sin decir nada. Hizo una señal a Jill para que la siguiera. Entraron en la habitación de su padre. Yasmin fue directamente a su mesita de noche y abrió el cajón.

Jill no estaba precisamente asombrada. De hecho, esta era una de las cosas que tenían en común. A ambas les gustaba explorar. Todos los niños lo hacen más o menos, imaginaba Jill, pero en su casa su padre la llamaba «Harriet la Espía». Siempre estaba metiendo la nariz donde no debía. Cuando Jill tenía ocho años encontró unas fotos viejas en un cajón de su madre. Estaban escondidas detrás, bajo un montón de postales antiguas y pastilleros que había comprado en un viaje a Florencia en unas vacaciones de verano de la universidad.

En una foto había un chico que parecía de la edad de Jill —ocho o nueve años—. Estaba junto a una niña uno o dos años menor. Jill se dio cuenta inmediatamente de que la niña era su madre. Dio la vuelta a la foto. Alguien había escrito con una letra elegante: «Tia y Davey» y el año.

Nunca había oído hablar de ningún Davey. Pero aprendió algo. Su fisgoneo le había enseñado una valiosa lección. A los padres también les gusta tener secretos.

—Mira —dijo Yasmin.

Jill miró dentro del cajón. El señor Novak tenía una tira de condones encima.

—Puaf, qué asco.

—¿Crees que los ha utilizado con Beth?

—No quiero ni pensarlo.

—¿Y yo qué? Es mi padre.

Yasmin cerró el cajón y abrió el de abajo. De repente su voz se convirtió en un susurro.

—¿Jill?

—¿Qué?

—Echa un vistazo.

Yasmin metió la mano por debajo de unos jerséis viejos, una caja de metal, algunos calcetines, y se paró. Sacó algo fuera y sonrió.

Jill saltó hacia atrás.

—¿Qué es…?

—Es una pistola.

—¡Ya sé que es una pistola!

—Y está cargada.

—Guárdala. No me puedo creer que tu padre tenga un arma cargada.

—Como muchos padres. ¿Quieres que te enseñe cómo se le quita el seguro?

—No.

Pero Yasmin lo hizo de todas maneras. Las dos miraron el arma con respeto. Yasmin se la pasó a Jill. Primero Jill levantó la mano para rechazarla, pero algo de su forma y su color la cautivó. Se la puso en la palma de la mano. Se maravilló con su peso, con su frialdad, con su simplicidad.

—¿Puedo decirte algo? —preguntó Yasmin.

—Claro.

—Prométeme que no lo dirás.

—Por supuesto que no lo diré.

—Cuando la encontré me imaginaba que la usaba para matar al señor Lewiston.

Jill dejó el arma con cuidado.

—Era como si lo viera. Entraba en la clase. La guardaba en la mochila. A veces pienso en esperar hasta después de clase, y dispararle cuando no haya nadie más, limpiar mis huellas de la pistola, y marcharme sin que nadie me vea. O iría a su casa… sé dónde vive, en West Orange, y le mataría allí y nadie sospecharía de mí. Y otras veces pienso en hacerlo en plena clase, cuando estén todos, para que lo vean todos los alumnos, y quizá también les dispararía a ellos, pero después enseguida pensé que no, que eso sería demasiado Columbine y yo no soy una gótica marginada.

—¿Yasmin?

—¿Sí?

—Me estás asustando.

Yasmin sonrió.

—Sólo fue una idea pasajera. Inofensiva. No pienso hacer nada de nada.

Silencio.

—Pagará —dijo Jill—. Ya lo sabes, ¿no? ¿El señor Lewiston?

—Lo sé —dijo Yasmin.

Oyeron un coche que paraba en la entrada. El señor Novak había vuelto. Yasmin recogió el arma con calma, la dejó en el fondo del cajón, y lo ordenó todo como antes. Se tomó su tiempo, sin prisas, incluso cuando se abrió la puerta de la casa y oyó que su padre gritaba:

—¿Yasmin? ¿Niñas?

Yasmin cerró el cajón, sonrió y fue hacia la puerta.

—Ya vamos, papá.

Tia no se molestó en recoger sus cosas.

En cuanto colgó después de hablar con Mike, bajó corriendo al vestíbulo. Brett todavía se frotaba los ojos de sueño, y sus cabellos despeinados le daban el aspecto de los que no tienen ninguna preocupación en el mundo. Se había ofrecido a acompañarla en coche al Bronx. La furgoneta de Brett estaba cargada con su equipo informático y olía a porros, pero él mantuvo el pie apretado sobre el acelerador. Tia se sentó a su lado y realizó algunas llamadas. Despertó a Guy Novak y le explicó rápidamente que Mike había tenido un accidente y le pidió que se quedara con Jill unas horas más. Él se había mostrado educadamente comprensivo y había aceptado inmediatamente.

—¿Qué le digo a Jill? —preguntó Guy Novak.

—Dile sólo que ha surgido algo. No quiero que se preocupe.

—Entendido.

—Gracias, Guy.

Tia se puso a mirar fijamente la carretera como si eso pudiera hacer más corto el viaje. Intentó hacer conjeturas sobre lo sucedido. Mike le había dicho que había utilizado un GPS de móvil. Localizó a Adam en un extraño lugar del Bronx. Fue hasta allí, creyó haber visto al chico de los Huff y después lo habían agredido.

Adam seguía desaparecido, o quizá, como la última vez, sólo había decidido esfumarse durante un día o dos.

Llamó a casa de Clark. Habló también con Olivia. Ninguno de los dos había visto a Adam. Llamó a casa de los Huff, pero no contestaron. Durante la noche e incluso por la mañana, preparar la deposición la había mantenido parcialmente alejada del terror, al menos hasta que Mike había llamado del hospital. Se acabó. El miedo hizo su aparición y se había apoderado de ella. Se agitó en el asiento.

—¿Cómo estás? —preguntó Brett.

—Bien.

Pero no estaba bien. No cesaba de recordar la noche en que Spencer Hill había desaparecido y se había suicidado. Recordaba haber recibido la llamada de Betsy… «¿Ha visto Adam a Spencer…?».

El pánico en la voz de Betsy. El miedo en estado puro. No era ansiedad. Estaba angustiada y, al final, se había justificado cada segundo de angustia.

Tia cerró los ojos. De repente le costaba respirar. Sintió que el pecho le dolía. Respiró hondo.

—¿Quieres que abra una ventana? —preguntó Brett.

—Estoy bien.

Se serenó y llamó al hospital. Logró dar con el médico, pero no se enteró de nada que no supiera ya. A Mike le habían dado una paliza y le habían robado. Por lo que pudo deducir, un grupo de hombres había atacado a su marido en un callejón. Había sufrido una conmoción grave y había estado inconsciente varias horas, pero ahora estaba descansando cómodamente y se pondría bien.

Llamó a Hester Crimstein a casa. Su jefa expresó una moderada preocupación por el marido y el hijo de Tia y una gran preocupación por su caso.

—Tu hijo ya había huido una vez, ¿no? —preguntó Hester.

—Una vez.

—Pues probablemente es lo que ha vuelto ocurrir.

—Podría ser algo más.

—¿Como qué? —preguntó Hester—. A ver, ¿a qué hora era la deposición?

—A las tres.

—Pediré un aplazamiento. Si no me lo conceden, tendrás que volver.

—Bromeas, ¿no?

—Por lo que me has dicho, aquí no puedes hacer nada. Puedes tener acceso telefónico todo el rato. Te dejaré el jet privado para que puedas salir de Teterboro.

—Estamos hablando de mi familia.

—Sí, y yo estoy hablando de que los dejes sólo unas pocas horas. No vas a hacer nada que los haga sentir mejor, sólo estar ahí. Por otra parte, yo tengo a un hombre inocente que puede acabar condenado a veinticinco años de cárcel si la fastidiamos.

Tia estaba deseando dimitir sin más, pero algo la contuvo y la calmó lo suficiente para decir:

—Veamos si nos conceden un aplazamiento.

—Volveré a llamarte.

Tia colgó, y miró el teléfono que tenía en la mano como si fuera una extraña excrecencia nueva. ¿Realmente todo aquello estaba pasando?

Cuando llegó a la habitación de Mike, Mo ya estaba allí. Él cruzó la habitación rápidamente, con los puños cerrados a los lados.

—Está bien —dijo Mo, en cuanto ella entró—. Acaba de dormirse.

Tia cruzó la habitación. Había dos camas más, ambas con pacientes. En aquel momento no tenían visitas. Cuando Tia vio la cara de Mike, sintió como si le hubieran clavado un bloque de cemento en el estómago.

—Oh, cielo santo…

Mo se puso detrás de ella y le colocó las manos en los hombros.

—Tiene peor aspecto de lo que es.

Tia esperaba que tuviera razón. No había imaginado qué esperar, pero ¿esto? Mike tenía el ojo derecho hinchado y cerrado. En una mejilla tenía un corte como de cuchilla de afeitar y en la otra le estaba saliendo un cardenal. Tenía el labio partido. Un brazo estaba bajo la manta, pero Tia podía ver dos grandes magulladuras en el otro antebrazo.

—¿Qué le han hecho? —susurró.

—Están muertos —dijo Mo—. ¿Me has oído? Voy a localizarlos y no voy a darles una paliza, los voy a matar.

Tia puso una mano en el antebrazo de su marido. Su marido. Su precioso, guapo y fuerte marido. Se había enamorado de aquel hombre en Dartmouth. Había compartido la cama con él, había tenido hijos, le había elegido como compañero en la vida. No es algo en lo que pienses a menudo, pero es así. Eliges a un ser humano para compartir la vida, y es realmente aterrador cuando lo piensas. ¿Cómo había permitido que se distanciaran, ni que fuera un poco? ¿Cómo había permitido que la rutina se impusiera y no lo había intentado todo, en todos los segundos de su vida juntos, para que fuera aún mejor, aún más apasionada?

—Te quiero mucho —susurró.

Mike parpadeó y abrió los ojos. Tia también vio miedo en los de su marido, y quizá esto fue lo peor. En todo el tiempo que hacía que conocía a Mike, nunca le había visto tener miedo. Tampoco le había visto llorar. Suponía que sí lloraba, pero era de los que no lo mostraban. Quería ser el fuerte de la familia, por pasado de moda que sonara, y ella también lo quería así.