La única escala europea, Londres, duró cerca de tres cuartos de hora, y a continuación el avión alcanzó la altitud de crucero volando sobre el Atlántico. Eran las seis y treinta de la mañana del 20 de junio de 1988. El cielo se mostraba sin nubes, y aquel sol que seguiríamos en su desplazamiento obligaba a bajar las persianas.
Ya he señalado que este viaje fue anunciado muchas veces y siempre encontró motivos que lo postergaran. Y sin embargo en esos momentos me encontraba a bordo de una aeronave que me llevaba a Chile, luego de una decisión que tomé de manera bastante apresurada.
Con las piernas estiradas y el asiento reclinado me dispuse a reconstruir los motivos que me hicieron decir «sí, voy», apenas cuatro días atrás.
Todo había empezado el 16 de junio, poco antes del mediodía. Estaba con mis tres socios en el despacho, pero antes de seguir indicaré quiénes son mis socios y qué es el despacho.
Ellos son: una holandesa y dos alemanes, periodistas por libre, como yo, que un día se cansaron de escribir para la prensa «seria», interesada en los temas que afectan al medio ambiente solamente cuando éstos adquieren visos de escándalo. En un encuentro afortunado nos conocimos, charlamos y descubrimos que compartíamos el mismo cansancio y muchos puntos de vista en común. De esa charla nació la idea de crear una agencia de noticias alternativa, preocupada fundamentalmente por los problemas que aquejan al entorno ecológico, y por responder a las mentiras que emplean las naciones ricas para justificar el saqueo de los países pobres. Saqueo no sólo de materias primas, sino de su futuro. Tal vez sea difícil entender esto último, pero, veamos: cuando una nación rica instala un vertedero de desechos químicos o nucleares en un país pobre, está saqueando el futuro de esa comunidad humana, pues, si los desechos son, como dicen, «inofensivos», ¿por qué no instalan los vertederos en sus propios territorios?
El despacho es un cuarto de setenta metros cuadrados que alquilamos en lo que antaño fue una fábrica de tornillos. Allí tenemos cuatro escritorios, un ordenador de segunda mano conectado a un banco de datos con información relacionada con el medio ambiente, y un telefax que nos conecta con otras agencias alternativas de Holanda, España y Francia y con varias organizaciones ecologistas como Greenpeace, Comunidad o Robin Wood.
El ordenador es a veces un quinto socio y lo apodamos «Bromuro», en homenaje al informante del detective Pepe Carvalho.
Aquella mañana analizábamos información referente a un plan del Ministerio de Industria británico, destinado a justificar y proseguir con la quema de residuos tóxicos frente al Golfo de Vizcaya.
En eso el telefax empezó a entregar un mensaje desde Chile, y ése fue el inicio de mi viaje.
«Puerto Montt. Junio 15/1988. 17.45. Auxiliado por remolcadores de la Armada chilena arribó a este puerto austral el barco factoría Nishin Maru con bandera japonesa. El capitán Toshiro Tanifuji reportó la pérdida de dieciocho tripulantes en aguas magallánicas.
Un número indeterminado de tripulantes heridos son atendidos en el hospital de la Armada.
Las autoridades chilenas han decretado censura informativa al respecto. Urgente comunicar con organizaciones ecologistas.
Fin.»
El mensaje lo firmaba Sarita Díaz, una chica chilena que había pasado por Hamburgo, había sabido de nuestro trabajo y se había ofrecido como corresponsal en la zona, y valga indicar que es nuestra única corresponsal en el mundo.
Lo primero que hicimos fue entregarle al ordenador los nombres del barco y del capitán japonés. Bromuro pestañeó su ojo de cíclope y se disculpó indicando que esas informaciones le eran desconocidas.
El siguiente paso consistió en conectar a Bromuro con el banco de datos de Greenpeace.
A los pocos minutos nos llegó una respuesta misteriosa:
«Nishin Maru: ballenero factoría construido en los astilleros de Bremen en 1974. Patente: Yokohama. Desplazamiento: 23.000 toneladas. Eslora: 86 metros. Manga: 28 metros. Cubiertas: 4. Tripulación: integrada por 117 personas entre oficiales, médico, marinos, arponeros y personal de factoría. Capitán: Toshiro T Tanifuji (se autodenomina «El Depredador del Pacífico Sur»). Información de rumbo: según datos de Greenpeace, Tokio navega desde comienzos de mayo en las cercanías de Islas Mauricio. Fin de la información».
Bromuro tragaba y digería con rapidez los datos. Uno de nosotros comentó algo acerca de barcos fantasma, pero no pudo seguir pues lo interrumpió el teléfono.
Llamaba Arianne, la vocera de prensa de Greenpeace.
—Hola. Acabo de llegar a la oficina y me he enterado de lo de Chile. Debemos hablar ahora mismo. Dios mío, creo que estamos frente a un asunto gordo, gordísimo. ¿Vienes?
La sede de Greenpeace no está lejos del despacho. Hay que caminar un par de cuadras bordeando la costanera del Elba y se llega. Arianne me recibió con un jarra de café y hecha un atado de nervios.
—Lo consiguió, Dios mío. No sé cómo, pero lo hizo. Es terrible, terrible.
—Calma, Arianne. Calma. ¿Quién consiguió qué? ¿Y qué demonios es tan terrible?
¿Podemos ir por partes?
—Disculpa. Es que se trata de algo increíble. Trataré de decírtelo con calma, paso a paso, como quien cuenta una película. Primero te leeré un informe que mantenemos en secreto mientras planificamos acciones de denuncia. Escucha: «Santiago, 2 de mayo de 1988. El gobierno chileno concedió una licencia anual para cazar cincuenta ballenas azules, con fines científicos. El favorecido por la licencia es mantenido en secreto por las autoridades chilenas». ¿Qué te parece?
—Los japoneses, se veía venir, han colmado de regalos a los generales chilenos. Es obvio que esperaran una retribución.
—De acuerdo, prosigo: en cuanto supimos de la licencia para matar ballenas azules, que viola la moratoria impuesta en 1986 por la Comisión Ballenera Internacional CBI, empezamos a procesar datos con miras a las acciones de denuncia. El permiso concedido por los chilenos es todavía desconocido en sus detalles; se ignora a quién se lo dieron y cuándo entra en vigor. Mientras acopiábamos toda la información posible recibimos una noticia que nos aseguró tiempo. Te he preparado una carpeta con un informe del biólogo marino canadiense Farley Mowat, uno de los que más saben de ballenas. En su informe dice que en este tiempo es casi imposible un desplazamiento de ballenas azules hacia el noroeste del círculo polar antártico. Las previsiones meteorológicas auguran una temprana llegada del invierno en la Antártida. A mitad de junio el mar de Weddel será impenetrable hasta para los rompehielos, y sólo un par de animales retrasados o enfermos se atreverían a avanzar hacia Islas Shetlands. Del informe de Mowat se desprende que hasta octubre próximo no habrá ballenas azules en aguas jurisdiccionales chilenas. Saber esto nos tranquilizó pues permite preparar mejor las acciones, pero, ahora viene el pero que me pone nerviosa, el 28 de mayo recién pasado recibimos una misteriosa llamada telefónica desde Chile. Un hombre que se expresó en un inglés de marino, ya sabes de qué hablo, corto y preciso, nos sorprendió diciendo que en el Golfo de Corcovado, ciento cincuenta millas al sur de Puerto Montt, estaba el Nishin Maru con tripulación completa.
También sabes que el Nishin Maru es un viejo conocido nuestro…
Greenpeace y el Nishin Maru se conocieron en diciembre de 1987, y entre ellos no se dio precisamente una relación de amor.
Ese año, los japoneses se valieron de curiosas «ausencias» a la hora de votar, en un pleno de la Comisión Ballenera Internacional CBI, y consiguieron de manera sorpresiva una autorización para matar en aguas antárticas trescientas ballenas enanas con «fines científicos».
La legislación internacional autoriza matar sólo dos ballenas de esta especie al año, y con fines probadamente científicos. Pero desde la moratoria de 1986 ningún consorcio ballenero ha podido demostrar el interés científico de la matanza, ni tampoco los resultados que se esperan de ella.
En cuanto obtuvieron la autorización fraudulenta, los tripulantes del Nishin Maru pusieron proa hacia la Antártica, y todo parecía indicar que nada ni nadie conseguiría impedir el exterminio de animales en franco peligro de extinción.
Para suerte de todos esto no era exacto, pues, apenas el capitán Toshiro Tanifuji dio la orden de levar anclas, las hormigas del movimiento ecologista comenzaron a movilizarse, y así, la mañana del 21 de diciembre de 1987, cuatro veloces zódiacs que navegaban bajo la bandera del Arco Iris bloquearon la salida del muelle Mitsubishi, en Yokohama, con una ballena inflable de tamaño real.
El capitán Tanifuji pensó que le sería fácil arremeter contra el cetáceo de hule y proseguir el rumbo, pero las zódiacs navegaban envolviendo el barco con sus rápidos movimientos de avispas acuáticas, impidiéndole las maniobras de desatraque y cualquier intento de desplazamiento, a no ser que el marino nipón se atreviera a pasar sobre las embarcaciones.
Se trataba de ganar tiempo. Las zódiacs mareaban al coloso nipón en Yokohama, mientras en las capitales europeas los activistas de Greenpeace lograban ser recibidos por los gobernantes y obtenían la revisión del permiso concedido.
La acción duró casi treinta horas. Las zódiacs se turnaban para repostar combustible y los tripulantes bebían grog a la rápida. A las tres de la tarde del 22 de diciembre se había ganado la batalla pacíficamente: la Comisión Ballenera Internacional CBI anulaba el permiso, y recomendaba a Japón respetar la moratoria de 1986.
Un buen amigo neozelandés, Bruce Adams, estuvo allí, y me contó cómo, con las manos agarrotadas de frío, enfiló la zódiac hasta la baranda de estribor del Nishin Maru y pidió hablar con el capitán.
Toshiro T Tanifuji se asomó.
—Perdió la batalla, capitán. Queremos decirle que denunciaremos cualquier intento por zarpar hacia la Antártica como una violación de las leyes internacionales de protección marina.
Tanifuji respondió megáfono en mano.
—Han cometido un acto ilegal. Impedir una maniobra naval autorizada es casi un acto de piratería. He podido pasar por encima de vuestros botes. Era mi derecho. Esa bandera que enarbolan no los protege. El Arco Iris me gusta verlo en el cielo. Les advierto: la próxima vez no tendré contemplaciones.
—Confiamos en que no exista una próxima vez. Y, si la hay, allí nos tendrá de nuevo. La caza de ballenas es ilegal.
—Pueden contar con que la habrá. Haré todo lo que esté a mi alcance para demostrar que la caza de ballenas es posible y lícita. Ustedes y yo tenemos algo que nos une: somos soñadores, y mi sueño es comenzar nuevamente con la caza comercial de ballenas a gran escala.
—Soñamos diferente. Nuestro sueño es: mares abiertos en los que todas las especies puedan vivir y multiplicarse en paz y armonía con las necesidades humanas.
Tanifuji hizo una seña, y desde la cubierta del Nishin Maru cayó una catarata de basura sobre la zódiac.
Sí. Greenpeace y el Nishin Maru eran viejos conocidos.
—… Y se nota que es un individuo enérgico —prosiguió Arianne—. Cuando le dije que según nuestras informaciones el Nishin Maru se encontraba muy lejos de las costas chilenas, respondió que eso no era más que una humareda para despistar. Por último intenté tranquilizarlo citándole el informe de Mowat, pero me interrumpió: «También conozco las ballenas. Tanifuji ni piensa en ballenas azules ni se dispone a zarpar rumbo al círculo polar antártico. Anda tras ballenas piloto, calderón o como demonios las llamen en Europa», Arianne me entregó más para Bromuro.
«BALLENA PILOTO, conocida también como calderón, schwarzwal, pothead, blackfish, chaudron. Mide entre cuatro y siete metros. Tiene dientes, de siete a doce pares en cada maxilar. Los machos son mayores que las hembras. Animales de cuerpo robusto, de cabeza pequeña y redondeada. El tiempo de gestación dura entre quince y dieciséis meses.
Al nacer, las crías sobrepasan el metro y medio. Son amamantadas durante veinte meses. Se alimentan fundamentalmente de calamares. En aguas del Atlántico Norte están al borde de la extinción como consecuencia de la caza indiscriminada que practican rusos, noruegos e islandeses. Entre 1975 y 1977 se observó un éxodo de ejemplares hacia el hemisferio sur.
Algunos cientos de ellas se refugian en aguas del Pacífico Sur, al norte del Estrecho de Magallanes. Son animales amistosos y confiados. Se ha detectado entre ellos un código de comunicación de más de setenta señales. Los hábitos de sobrevivencia de los ejemplares emigrados han contagiado a los del sur, y así se observa que han abandonado el tradicional hábitat del mar abierto para concentrarse en ensenadas, canales y entradas de fiordos. La Comisión Ballenera Internacional CBI prohíbe terminantemente su caza, y ha declarado a la Globicephala Melaena en abierto peligro de extinción.»
Arianne sirvió más café y continuó:
—Le pregunté si disponía de antecedentes para demostrar lo que aseguraba. Me respondió: «Soy hombre de mar y huelo la podredumbre a muchas millas. ¿Van a ayudarme o no?». No supe qué decir. Apenas atiné a pedirle que se mantuviera en comunicación con nosotros. Nos pedía algo imposible. No estamos en condiciones de operar en esas regiones.
Como bien sabes, nuestra flota es muy pequeña.
Arianne tenía razón una vez más.
Por ese tiempo, la organización ecologista preparaba al Gondwana, un barco expedicionario que zarparía rumbo a la Antártica para visitar las bases instaladas por diferentes naciones en el continente blanco, y dialogar con sus integrantes acerca de la necesidad de preservar la Antártica como un gran parque natural de patrimonio universal, y no hacer de ella el basurero nuclear o químico que ya proponen algunas naciones saturadas de veneno. Pero el Gondwana no estaría en condiciones de zarpar hasta fines de agosto.
El Moby Dick también se encontraba en reparaciones y, en cuanto abandonara el dique seco de Bremen, pondría rumbo al Atlántico Norte para impedir la caza de ballenas practicada por noruegos, suecos, daneses, islandeses, norteamericanos y rusos en embarcaciones camufladas bajo banderas de países pobres para violar las leyes internacionales con mayor impunidad.
El Sirius navegaba por el Mediterráneo frenando los vertidos tóxicos en sus más que castigadas aguas, evitando que ese mar padre de todas las culturas termine convertido en la gran cloaca del planeta.
El Greenpeace operaba frente a las costas atlánticas de Estados Unidos promoviendo una zona libre de armas y transportes nucleares, y el Beluga, el incansable enano fluvial, recorría las venas del viejo continente impidiendo nuevos vertidos químicos en sus ríos, en definitiva, defendiendo la vida de los mares.
Sí, era una flota pequeña frente a la magnitud de la barbarie moderna, y además faltaba un barco; el más querido.
Faltaba el viejo Rainbow Warrior, la nave insignia de la flota del Arco Iris.
Quince minutos antes de la medianoche del 10 de julio de 1985, dos poderosas bombas colocadas en su casco por submarinistas del servicio secreto francés, le habían abierto mortales brechas de agua en el puerto de Auckland, en Nueva Zelanda, y las mismas bombas asesinaron al ecologista portugués Fernando Pereira, que se encontraba a bordo.
El viejo Rainbow Warrior libró muchas batallas pacíficas en aguas del sur, desnudando la irracionalidad de las pruebas nucleares francesas en el atolón de Muroroa, y sucumbió víctima de un odioso acto terrorista aprobado por el gobierno galo.
No hay nada más hermoso que un velero surcando los mares en silencio, y en ese mismo silencio, en diciembre de 1985, amigos venidos de todo el mundo remolcaron al dormido Rainbow Warrior hasta la ensenada de Mataurí, frente a las costas neozelandesas, y en una ceremonia maorí lo dejaron viajar hasta las profundidades marinas, hasta la cala abismal y necesaria para que se uniera a la vida por la que luchó.
—«Si no pueden ayudarme, entonces tendré que actuar solo» Esas fueron sus palabras finales —concluyó Arianne.
—Una especie de vengador marino. ¿Qué más sabes de él?
—Lo olvidaba. Se llama Jorge Nilssen y habló también de un barco, el Finisterre. Lo mencionó poniéndolo a nuestro servicio. ¿Qué podemos hacer?
—Esperar, Arianne. No se me ocurre otra cosa.
—Algo me dice que todo esto es cierto. Dios mío, dieciocho tripulantes desaparecidos.
Algo horrendo se esconde en esta historia.
Arianne seguía en lo cierto. Lo poco que sabíamos apestaba, pero así ocurre siempre con los hechos de interés.
Dejé la sede de Greenpeace inquieto por causas que no atinaba a explicarme y decidí caminar un poco por el puerto antes de regresar al despacho.
Jorge Nilssen. Finisterre. Hermoso nombre para una embarcación aventurera. Mis pies caminaban por Hamburgo, pero los pensamientos me llevaban hasta las frías aguas australes. Me vi en medio del oleaje embravecido, zarandeado por la mar en uno de sus días de humor pésimo, y en el horizonte, interrumpido por los lomos de las olas, vi a un hombre llamado Jorge Nilssen enfrentándose solo al enorme barco japonés. Quise gritarle, advertirle que el barco lo arrollaría, pero el hombre se dio la vuelta y me habló con las palabras de Lautréamont que siempre quise leer o poner en los labios de un corsario:
«Dime, pues, si tú eres la morada del Príncipe de las Tinieblas. Dímelo, Océano (a mí sólo, para que no se entristezcan quienes todavía no han tenido más que ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que alzan tus aguas saladas hasta las nubes, tienes que decírmelo, porque me regocijaría saber que el infierno está tan cerca del hombre».
Regresé al despacho, y luego de un breve intercambio de opiniones decidimos que el caso lo dirigía yo.
Estaba molesto de tener tan poca información, y el cable que recibimos a las ocho de la tarde aumentó el malestar.
«Tokio. Junio 16, 1988. Barco factoría Nishin Maru navega rumbo puerto de Tamatave en Madagascar. Información obtenida en la capitanía de puerto de Yokohama.
Greenpeace, Tokio. Fin.»
Condenado barco fantasma que podía estar en dos partes al mismo tiempo. Bromuro tragó la información recién llegada, y luego puso el ojo en blanco, como diciendo: ¿Y qué quieres que haga con esto?
A medianoche el café empezó a producirme asco y abrí una ventana del despacho. El aire estaba fresco y frente a mí pasaban las sucias aguas del Elba. De pronto, al otro lado del río, en el dique de los chatarreros, se encendieron unos reflectores y un remolcador se acercó jalando un ruinoso navío que empezaría de inmediato a ser desguazado. Tomé los binoculares y enfoqué el barco en su viaje final. En popa, todavía podía leerse su nombre: Lázaro. Un poco más abajo, unas letras escamoteadas por la corrosión indicaban el último puerto-patria: Santos.
Los barcos que navegan al desguace son siempre una visión dolorosa. Tienen algo de animales gigantescos y heridos camino del cementerio. Todavía pendían unas hilachas de bandera brasileña en la popa del Lázaro, y supuse que la historia de ese ruinoso navío era similar a muchas otras que escuchara en Hamburgo.
Cuando los años y la mar hacen de las naves pura escoria flotante, los afiladores los retiran de las líneas de navegación y los venden generalmente a capitanes viejos que se niegan a vivir en tierra. Entonces dejan de ser el carguero tal, o el granelero tal, y se transforman en tramp steamers, vagabundos de los puertos que navegan bajo las banderas más pobres, con tripulación reducida, y consiguen contratos a bajo precio para llevar carga sin hacer preguntas respecto de su naturaleza, y sin importarles el destino.
Sin dudas el Lázaro era un tramp streamer que no resistió la última inspección técnica en Hamburgo, y no le permitieron remontar el Elba para ganar el Delta de Cuxhaven considerándolo un riesgo para la navegación. El capitán debió de haberse visto enfrentado al dilema de, o pagar los altos costos de una reparación imposible, o mandarlo a desguace.
El destino del Lázaro me sobresaltó. Sentí que una débil lucecilla se encendía en mi mollera y corrí hasta la agenda de teléfonos. Busqué el número de Charly Cuevas, un puertorriqueño también desencantado de la prensa seria.
—¿Charly? Disculpa que te llame a estas horas, pero tengo que hacerte una consulta.
—Adelante. Recién comienzo a atender consultas.
—Hace muy poco tiempo leí un artículo tuyo sobre los chatarreros de Timar. «Los buitres de Ocussi» creo que se titula, y en él escribes sobre los desguazadores peor pagados del planeta. ¿Tienes más apuntes, datos, lo que sea?
—Me alegra saber que tengo lectores fieles. ¿Qué diablos quieres saber?
—No lo sé. Pero tengo un presentimiento que me quita el sueño… ¿Tienes por casualidad información sobre los barcos que han ido a desguace en los últimos años?
—Una lista enorme. Dame el nombre y la bandera.
—Nishin Maru, Japón.
Charly me pidió paciencia. Lo sentí tecleando en su ordenador y muy pronto estuvo de nuevo al teléfono.
—En efecto. Lo tengo. Nishin Maru, barco factoría dedicado a la caza y procesamiento industrial de ballenas. Construido en Bremen en 1974. Patente de Yokohama. A estas alturas sus restos deben de ser cafeteras o tostadoras de pan porque 1o desguazaron en enero pasado.
—¿Estás seguro?
—En este mundo nadie puede estar seguro de nada. Los datos que poseo los robé de las oficinas de la compañía chatarrera Timor Metal Corporation. La cosa funciona así: las navieras dicen que tienen bañeras que no pueden seguir flotando, piden turno en Ocussi, llevan el barco y los, ¿cómo se llaman los habitantes de Timor?, ¿timoratos? No importa.
Ellos 1o despedazan en tiempo récord y la naviera recibe un certificado de defunción, además del cincuenta por ciento del valor de los metales.
—Espera un momento. ¿Existe algún mecanismo para comprobar que un barco desguazado es efectivamente el que navegaba bajo un nombre y bandera determinados?
—¿Te has doctorado en ingenuidad, o qué? Si una naviera manda a Timor una bañera y les dice que se trata del Titanic, recibirá a cambio un documento que detalla cuántas toneladas de metal aprovechable había en el Titanic. Es un país tan pobre que ni siquiera puede darse el lujo de tener dudas.
—Charly, esa Timor Metal, ¿a quién pertenece?
—Un momento. Déjame ver. Aquí lo tengo. El accionista mayor es un consorcio japonés dedicado a productos del mar.
Cómo apestaba todo aquello.
Los japoneses habían descubierto un método para cazar ballenas ilegalmente. Con roda seguridad el Nishin Maru navegaba rumbo a Madagascar, pero ése era el Nishin Maru II.
La otra nave, camuflada bajo el certificado de desguace entregado por las autoridades de Timor, podía navegar por los mares australes con la impunidad de un barco fantasma.
Quise llamar de inmediato a Arianne, mas al parecer nos funcionó la telepatía porque el teléfono sonó en ese momento.
—Qué bueno que estás ahí todavía. Acaba de llamar el vengador marino y lo hará de nuevo. Ven.
Arianne me recibió con una jarra de café que retiró discreta luego de verme la cara, y un magnetófono.
—Conecté el teléfono al aparato. Así que puedes escuchar con fidelidad y sacar tus propias conclusiones —dijo mientras abría una botella de agua mineral.
Eché a correr la cinta, el diálogo estaba en inglés y, sin darme cuenta, por una porfiada manía del oficio, tomé nota de la conversación.
Nilssen: ¿Aló? ¿Greenpeace? Aquí habla Jorge Nilssen desde Chile.
Arianne: Le escucho. ¿Qué pasó? Sabemos de dieciocho marinos desaparecidos.
Nilssen: Veo que las noticias vuelan. ¿Cómo lo supieron? Es igual. Sí. Desaparecieron dieciocho tripulantes y el Nishin Maru estuvo a punto de zozobrar.
Arianne: Es terrible. Como quiera que lo haya hecho, sepa que ésos no son nuestros métodos de acción. Condenamos toda forma de violencia. ¿No piensa en las consecuencias que puede traernos si nos relacionan con lo ocurrido?
Nilssen: Créame que soy el primero en lamentar la suerte de los tripulantes. También soy hombre de mar, pero no pude hacer nada por impedirlo. Si hay un responsable de la tragedia es el capitán Tanifuji. No se preocupe. Lo sucedido no se sabrá nunca. Los japoneses taparán la boca de los sobrevivientes con algunos miles de dólares y, si de pronto, en el futuro, alguno se decide a hablar de ello, lo tomarán por un demente.
Arianne: Dígame, ¿qué le pasó al Nishin Maru?
Nilssen: No me creería. También me tomaría por un loco. Lo que ocurrió sólo puede verse, por poco tiempo, mientras duren los vestigios de la tragedia. No alcanzan las palabras para contarlo. Venga usted o algunos de sus colegas. Con mucho gusto les mostraré mis mares.
Arianne: Señor Nilssen, tenemos interés en saber 1o ocurrido. ¿Tiene otra manera de comunicarse con nosotros? ¿Prefiere hacerlo con un periodista de habla española que está al tanto de los hechos?
Nilssen: No podré agregarle nada nuevo. Pero, está bien. Volveré a llamar en tres horas.
Hasta entonces.
Se terminó la grabación. La voz de Nilssen no permitía definir su edad, pero tenía un tono tan seguro como apesadumbrado.
—¿Qué te parece? —preguntó Arianne.
—Quiero hablar con él. Confío en que llamará de nuevo.
—No sé qué pensar de todo esto. Según la filial de Tokio, el Nishin Maru se acerca a Madagascar.
—Sí. Pero no se trata de nuestro Nishin Maru. Le entregué toda mi información y llegamos a las mismas conclusiones.
—De tal manera que botan un nuevo barco factoría, lo bautizan con el mismo nombre del antiguo, anuncian y comprueban, documentos en mano, que éste ya no existe pues fue desguazado en Timor, y los mecanismos de control ballenero creen que sólo cuentan con un Nishin Maru mientras el barco inexistente saquea los mares a su antojo. Cuántos sobornos deben de pagar en los puertos donde atracan para no ser vistos ni registrados en los libros de capitanía. Si logramos reunir pruebas, destaparemos el escándalo del siglo. Lástima que no tengamos más que un testigo.
—Dos, Arianne. Tenemos a dos testigos.
—Nilssen no mencionó a nadie.
—Pero yo sí: Sarita Díaz, la corresponsal que nos envió el télex. Ella vio al Nishin Maru.
Es muy vago lo que recuerdo de Puerto Montt. Siempre fue el lugar donde bajaba del tren para empezar realmente los viajes al sur. Pero recuerdos fragmentarios me bastaron para ver a Sarita caminando por el molo azotado por el oleaje y el viento. En mi profesión, uno desarrolla unas invisibles antenas de langosta. De pronto funcionaron y sentí que Sarita estaba en peligro. Tomé el teléfono y marqué la larga serie de números que me conectó con Chile.
Mientras esperaba calculé la diferencia de horas. En Hamburgo eran casi las dos de la madrugada del 17 de junio. En Chile pronto serían las nueve de la noche del día anterior y, como en Puerto Montt la gente acostumbra a recogerse temprano, tal vez encontraría a Sarita en su casa.
Atendió una voz de mujer que inmediatamente fue reemplazada por otra de hombre.
—¿Quién habla?
—Soy un amigo de Sarita y hablo desde Alemania. ¿Puedo hablar con ella?
—¡Dejen en paz a mi hija! —contestó el hombre y cortó la comunicación.
Me quedé con el teléfono en la mano, pensando que los acontecimientos tomaban un cariz que cada vez me gustaba menos.
Recordé a Sarita a su paso por Hamburgo.
«Entonces, ¿me aceptan como corresponsal?»
«No podemos pagarte. No por el momento.»
«No importa. Lo único que pido es que no me dejen sola en el fin del mundo…»
Sarita estaba en dificultades. No podía precisar en cuáles, pero los que se atreven a mover un barco cuya matrícula es un certificado de defunción no se andan con miramientos.
Faltaba más o menos una hora para la llamada de Nilssen. Llamé a mis socios y quedamos en reunimos en el despacho a las cinco de la madrugada. El resto del tiempo lo ocupé pensando en los japoneses.
Los japoneses. A veces es bien difícil no caer en el pozo de la intolerancia, y cuando esto ocurre uno empieza a generalizar, a meter a todos los habitantes de un país en un mismo saco.
En Japón hay una fuerte presencia ecologista, y los amigos nipones realizan su trabajo jugándose muchas veces la vida, porque los depredadores del mundo no son partidarios del diálogo ni de los razonamientos legales, y cuando los aceptan, es para utilizarlos como atenuantes en las demandas judiciales.
Hay que señalar que no son solamente los depredadores japoneses los que practican el juego de la doble moral que caracteriza a un mundo regido por la ética del mercado. Japón es uno de los siete países más ricos del planeta y un interlocutor fundamental; a veces hasta da la impresión de ser una nación con patente de corso. Por ejemplo: todos los países de Europa, Estados Unidos, la Unión Soviética y la mayoría de los Estados africanos condenan la caza del elefante y reconocen el peligro de extinción en que se encuentran los gigantes grises de África. Pero ningún país condena a Japón, el gran incentivador de la caza y el mayor comprador de marfil del planeta. De más está señalar que controla el mercado y que es el principal proveedor de marfil de Europa, Estados Unidos y la Unión Soviética. ¿Y para qué sirve el marfil? Toda su utilidad se limita a la fabricación de unos pocos artículos de lujo; con toda seguridad podemos afirmar que el talento de una Paloma O’Shea o de un Claudio Arrau no se verá disminuido al sentarse frente a pianos cuyo teclado no sea de marfil, y continuarán con sus formidables interpretaciones de Mozart o Scarlatti sin que para ello haya que exterminar animales de seis u ocho toneladas, de los cuales se obtienen cuarenta miserables kilos de marfil.
Pero el deterioro ecológico, el asesinato diario del planeta, no se ciñe sólo a las matanzas de ballenas o elefantes. Una visión irracional de la ciencia y el progreso se encarga de legitimar los crímenes, y pareciera ser que la única herencia del género humano es la locura. Volvamos a las ballenas. ¿Con qué fin se las mata? ¿Para saciar el tedio gastronómico de un puñado de ricos horteras? La importancia de las ballenas en la industria cosmética es asunto del pasado. Lo que se invierte en obtener un litro de grasa de ballena es la misma cantidad que, invertida en fomentar la producción de grasa vegetal en un país pobre, obtendría veinte litros de aceite similar. Y pensar que todavía hay voces de un pretendido modernismo que encuentran tribuna en los periódicos europeos para descalificar las medidas de protección de la naturaleza tildándolas de «ecolatrías», e intentan elevar el discurso del necio que quema su casa para calentarse a la categoría de una nueva ética.
«Desprecio lo que ignoro» es el lema de curiosos filósofos de la destrucción.
Jorge Nilssen fue puntual con su llamada.
—No. No puedo decir1e por teléfono lo que pasó. Si de verdad tiene interés por conocer los hechos, venga. Lo invito a navegar por mis mares. Mi barco, el Finisterre, está a su disposición.
—Es un viaje demasiado largo. Usted se encuentra al otro lado del mundo. Dígame su número y lo llamo de vuelta. Así no tendrá que preocuparse por el valor de la llamada y podremos hablar sin límite de tiempo.
—Le llamo desde una pequeña central y es una suerte que podamos comunicamos. Si no me equivoco, usted es chileno.
—Sí. Nací allá.
—No se preocupe. Pasan cosas peores en la vida. ¿Viene o no?
—Escuche, señor Nilssen. Le daré el número de una periodista en Puerto Montt…
—¿Sara Díaz?
—¿La conoce?
—No. Y me temo que debo ser yo quien le dé una mala noticia. Por la mañana supe del asalto a una periodista. Le echaron un auto encima cuando salía de un laboratorio fotográfico. Le robaron algo. No sé qué, pero supongo que debe de ser la misma niña que vi anteayer por la noche haciendo fotos del Nishin Maru en el astillero de la Armada. Pobre niña. Está hospitalizada con fracturas múltiples. ¿Viene?
Sentí que la olla se destapaba y el hedor lo inundaba todo sin detenerse en las distancias. Sarita pagaba el precio de informar y no podíamos dejarla abandonada.
—Sí. Parto en cuanto pueda. ¿Cómo me pongo en contacto con usted?
—Con calma. No se preocupe por la niña. Me encargaré de llevarla a un lugar seguro. Le espero entre el 19 y el 23 de junio. Vuelva hasta Santiago, ahí encontrará un billete a su nombre que lo llevará a Puerto Montt, luego vaya hasta Caleta San Rafael, frente a Isla Calbuco, y busque el Pájaro loco, un lanchón canalero. Ahí lo estaré esperando.
Lo demás ocurrió rápido. Mis socios aprobaron de inmediato el viaje. Greenpeace se interesó oficialmente por investigar lo ocurrido, y al día siguiente estaba en posesión de un pasaje.
En el aeropuerto, mi hijo mayor me encargó una caracola grande «para escuchar tu mar», y Arianne me entregó una insignia de la organización. Enseñaba la cola de una ballena entrando al agua.
—Bienvenido al Arco Iris y buena suerte.
Una mano me sacude gentilmente por un hombro. Es la azafata y me pregunta si también deseo audífonos.
—¿Audífonos?
—Para la película.
—¿Qué película? Disculpe, estoy medio dormido.
—Piratas, de Roman Polanski —me informa con la mejor de sus sonrisas.
Sí. Allá voy. A tu encuentro, mundo del fin del mundo. Y no sé lo que me espera.