«Llamadme Ismael…, llamadme Ismael…», repetí varias veces mientras esperaba en el aeropuerto de Hamburgo y sentía que una fuerza extraña otorgaba cada vez mayor peso al delgado cuadernillo del pasaje, peso que aumentaba conforme se acercaba la hora de salida.
Había atravesado el primer control y me paseaba por la sala de embarque aferrado al bolso de mano. No llevaba demasiadas cosas en él: una cámara fotográfica, una libreta de apuntes y un libro de Bruce Chatwin, En La Patagonia. Siempre he aborrecido a los que hacen rayas o anotaciones en los libros, pero aquél estaba lleno de subrayados y signos de exclamación que fueron en aumento luego de tres lecturas, y pensaba leerlo por cuarta vez durante el vuelo hasta Santiago de Chile.
Siempre quise regresar a Chile. Tuve ganas, pero a la hora de la determinación pesó más el miedo, y los deseos de reencontrarme con mi hermano y los amigos que allá tengo se transformaron en una promesa en la que, de tan repetida, creí cada vez menos.
Llevaba demasiados años vagando sin rumbo fijo, y los deseos de detenerme a veces me aconsejaban un pequeño pueblo de pescadores en Creta, Ierápetras, o una apacible ciudad asturiana, Villa Viciosa. Pero algún día cayo en mis manos el libro de Chatwin para devolverme a un mundo que creí olvidado y que me estaba esperando: el mundo del fin del mundo.
Luego de leer por primera vez el libro de Chatwin me entró la desesperación por volver, pero La Patagonia está más allá de las simples intenciones del viajero, y la distancia se nos muestra en su real envergadura cuando los recuerdos emergen como boyas en el agitado mar de los años más intensos.
Aeropuerto de Hamburgo. Los demás viajeros entraban y salían de la tienda libre de impuestos, ocupaban el bar, algunos se mostraban nerviosos, consultaban sus relojes como dudando de la puntualidad repetida en docenas de aparatos electrónicos. Se acercaba el momento en que abrirían las puertas de salida, y tras revisar las tarjetas de embarque seríamos conducidos en un bus hasta el avión. Yo pensaba que regresaba al mundo del fin del mundo luego de veinticuatro años de ausencia.
Era muy joven por entonces, casi un niño, y soñaba con las aventuras que me entregarían los fundamentos de una vida alejada del tedio y del aburrimiento.
No estaba solo en mis sueños. Tenía un Tío, así, con mayúsculas. Mi Tío Pepe, más heredero del carácter indómito de mi abuela vasca que del pesimismo de mi abuelo andaluz. Mi Tío Pepe. Voluntario de las Brigadas Internacionales durante la guerra civil española. Una fotografía junto a Ernest Hemingway era el único patrimonio del que se sentía orgulloso, y no cesaba de repetirme la necesidad de descubrir el camino y echarse a andar.
De más está indicar que el Tío Pepe era la oveja negrísima de la familia, y que cuanto más crecía yo, nuestros encuentros se volvían cada vez más clandestinos.
De él recibí los primeros libros, los que me acercaron a escritores a quienes jamás he de olvidar: Julio Verne, Emilio Salgari, Jack London. De él también recibí una historia que marcó mi vida: Moby Dick, de Herman Melville.
Tenía catorce años cuando leí aquel libro, y dieciséis cuando no pude resistirme más a la llamada del sur.
En Chile, las vacaciones de verano duran de mediados de diciembre a mediados de marzo. Por otras lecturas supe que en los confines continentales preantárticos fondeaban varias pequeñas flotas de barcos balleneros, y ansiaba conocer a aquellos hombres a los que imaginaba herederos del capitán Ahab.
Convencer a mis padres de la necesidad de ese viaje sólo fue posible gracias a la ayuda de mi Tío Pepe, quien además me financió el pasaje hasta Puerto Montt.
Los primeros mil y tantos kilómetros del encuentro con el mundo del fin del mundo los hice en tren, hasta Puerto Montt. Allí, frente al mar, se terminan bruscamente las vías del ferrocarril. Después el país se divide en miles de islas, islotes, canales, pasos de mar, hasta las cercanías del Polo Sur y, en la parte continental, las cordilleras, los ventisqueros, los bosques impenetrables, los hielos eternos, las lagunas, los fiordos y los ríos caprichosos impiden el trazo de caminos o de vías ferroviarias.
En Puerto Montt, por gestiones de mi Tío benefactor, me aceptaron como tripulante en un barco que unía esa ciudad con Punta Arenas, en el extremo sur de La Patagonia, y con Ushuaia, la más austral del mundo en la Tierra del Fuego, trayendo y llevando mercancías y pasajeros.
El capitán del Estrella del Sur se llamaba Miroslav Brandovic, y era un descendiente de emigrantes yugoslavos que conoció a mi Tío durante sus correrías por España y luego con los maquis franceses. Me aceptó a bordo como pinche de cocina y apenas zarpamos recibí un afilado cuchillo y la orden de pelar un costal de papas.
El viaje duraba una semana. Eran unas mil millas las que debíamos navegar para llegar a Punta Arenas, y la nave se detenía frente a varias caletas o puertos de poco calado en Isla Grande de Chiloé, cargaba costales de papas, de cebollas, trenzas de ajos, fardos de gruesos ponchos de lana virgen, para continuar la navegación por las siempre animadas aguas de Corcovado antes de tomar la boca norte del Canal de Moraleda y avanzar en pos del Gran Fiordo de Aysén, única vía que conduce a la apacible quietud de Puerto Chacabuco.
En ese lugar protegido por cordilleras atracaba unas horas, apenas las necesarias para aprovechar el calado que concede la pleamar, y, finalizadas las faenas de carga, casi siempre de carne, iniciaba la navegación de regreso a la mar abierta.
Rumbo oeste noroeste hasta la salida del Gran Fiordo y alcanzar el Canal de Moraleda.
Entonces, con rumbo norte se alejaba de las gélidas aguas de San Rafael, del ventisquero flotante, de las infortunadas embarcaciones atrapadas entre sus tentáculos de hielo muchas veces con tripulación completa.
Varias millas más al norte el Estrella del Sur torcía rumbo oeste, y cruzando el Archipiélago de las Guaitecas ganaba la mar abierta para seguir con la proa enfilada al sur casi en línea recta.
Creo que pelé toneladas de papas. Me despertaba a las cinco de la mañana para ayudar al panadero. Servía las mesas de la tripulación. Pelaba papas. Lavaba platos, ollas y servicios. Más papas. Desgrasaba la carne de los bifes. Más papas. Picaba cebollas para las empanadas. Vuelta a las papas. Y las pausas que los marinos aprovechaban para roncar a pierna suelta las destinaba a aprender cuanto pudiera acerca de la vida de a bordo.
Al sexto día de navegación tenía las manos llenas de callos y me sentía orgulloso.
Aquel día, luego de servir el desayuno, fui llamado por el capitán Brandovic al puente de mando.
—¿Qué edad dices que tienes, grumete?
—Dieciséis. Bueno, pronto cumpliré los diecisiete, capitán.
—Bien, grumete. ¿Sabes qué es eso que brilla a babor?
—Un faro, capitán.
—No es cualquier faro. Es el Faro Pacheco. Estamos navegando frente al Grupo Evangelistas y nos preparamos para entrar al Estrecho de Magallanes. Ya tienes algo para contarle a tus nietos, grumete. ¡Un cuarto a babor y a media máquina! —ordenó el capitán Brandovic olvidándose de mi presencia.
Tenía dieciséis años y me sentía dichoso. Bajé a la cocina para seguir pelando papas, pero me encontré con una agradable sorpresa: el cocinero había cambiado el menú y por lo tanto no me necesitaba.
Me pasé el día entero en cubierta. Pese a estar en pleno verano, el viento del Pacífico calaba hasta los huesos, y, bien arropado con un poncho chilote, miré pasar los grupos de islas en nuestra navegación rumbo este sureste.
Conocía al dedillo aquellos nombres sugerentes de aventuras: Isla Cóndor, Isla Parker, Maldición de Drake, Puerto Misericordia, Isla Desolación, Isla Providencia, Peñón del Ahorcado…
Al mediodía el capitán y los oficiales se hicieron servir el almuerzo en el puente de mando. Comieron de pie sin dejar de mirar en momento alguno la carta de navegación, los instrumentos, y dialogando con la sala de máquinas en un lenguaje de cifras que sólo ellos comprendían.
Servía el café cuando el capitán se fijó de nuevo en mí:
—¿Qué diablos hacías helándote en cubierta, grumete? ¿Te quieres agarrar una pulmonía?
—Miraba el estrecho, capitán.
—Quédate aquí y lo verás mejor. Ahora empieza la parte jodida del viaje, grumete.
Vamos a tomar el estrecho en el mejor sentido de la palabra. Mira. A babor tenemos la costa de la Península de Córdoba. Está bordeada de arrecifes filudos como dientes de tiburón. Y a estribor el panorama tampoco es mejor. Ahí tenemos la costa sureste de Isla Desolación. Arrecifes mortales y, como si no bastara, en pocas millas toparemos con las correntadas del Canal Abra que trae toda la fuerza de la mar abierta. Ese condenado canal estuvo a punto de terminar con la suerte de Hernando de Magallanes. Grumete, puedes quedarte pero en boca cerrada no entran moscas. No la abras sin antes haber visto el Faro de Ulloa.
El Estrella del Sur navegaba a la mínima potencia de sus máquinas, y a eso de las siete de la tarde vimos los haces de plata del Faro de Ulloa centelleando en el horizonte de babor.
Ahí se ensancha el Estrecho de Magallanes. La navegación se hizo más rápida y los hombres se volvieron menos tensos.
A las once de la noche los chorros de luz del faro de Cabo Froward bañaron el barco con una caricia de bienvenida, el capitán Brandovic dio la orden de poner la proa con rumbo norte, y el cocinero me reclamó para servir a la tripulación hambrienta.
Luego de fregar platos y trastos subí a cubierta. El cielo diáfano se veía tan bajo que daban ganas de estirar un brazo y tocar las estrellas. Y las luces de la ciudad se adivinaban también muy cercanas.
Punta Arenas se levanta en la costa oeste de la Península de Brunswick. En esa parte el Estrecho de Magallanes tiene unas veinte millas de ancho. Al otro lado empieza la Tierra del Fuego, y un poco más al sur, las aguas de Bahía Inútil forman en el estrecho una laguna de unas setenta millas de ancho.
Al día siguiente terminó el viaje de ida. Serví el último desayuno, y el capitán Brandovic se despidió de mí recordándome la fecha del regreso, en seis semanas. Me ofreció su mano fuerte de marino y un sobre con el que no contaba. En él había varios billetes. Toda una fortuna para un chico de dieciséis años.
—Muchas gracias, capitán.
—Nada que agradecer, grumete. El cocinero asegura que jamás tuvo mejor ayudante a bordo.
Estaba en Punta Arenas, tenía las manos encallecidas y en los bolsillos el primer dinero ganado trabajando. Luego de vagabundear unas horas por la ciudad busqué la casa de los Brito, también conocidos de mi Tío Pepe, quienes me recibieron con los brazos abiertos.
Los Brito eran una pareja sin hijos y conocían la zona como la palma de sus manos. La mujer, Elena, daba clases de inglés en un instituto, y el hombre, don Félix, combinaba sus actividades de locutor de radio con investigaciones sobre biología marina. Al saber de mi interés por los balleneros, don Félix se sintió aludido y de inmediato me invitó a mirar fotografías y algunos cuadros pintados por su abuelo, un marino bretón que llegó muy joven a la Tierra del Fuego y nunca quiso abandonarla.
La casa de los Brito, como la mayoría de las construcciones australes, era de madera. La espaciosa sala estaba provista de una chimenea de piedra que encendíamos por las tardes, y el ambiente acogedor invitaba a permanecer en silencio, escuchando el murmullo de la mar cercana. Así pasé los primeros cuatro días frente a la Tierra del Fuego. Por las mañanas subíamos al Land Rover y tomábamos la carretera que une Punta Arenas con Fuerte Bulnes por el sur, y al atardecer nos sentábamos frente a la chimenea. Entonces don Félix me hablaba de las ballenas y de los balleneros. Contaba historias interesantes y sabía narrar muy bien. Pero yo no quería oír; quería vivir.
En algún momento, don Félix percibió que mi cabeza estaba muy alejada de aquel agradable lugar y, cerrando el álbum de fotografías, me habló:
—Parece que tienes muy metido el bicho de embarcarte en un ballenero. Contra eso no se puede hacer nada. En fin. Lo primero que debes hacer es pasar al otro lado del estrecho, a Porvenir. En esta época los pocos balleneros que quedan están en la mar, pero sé que en Puerto Nuevo fondea un amigo mío con su barco en reparaciones. Es un hombre difícil, pero si te acepta, muchacho, entonces tendrás tu soñada aventura.
A la mañana siguiente crucé el estrecho a bordo de un lanchón atiborrado de bombonas de gas. Puerto Nuevo está a unos cien kilómetros al sureste de Porvenir, y me planté a esperar un vehículo en la carretera que une Porvenir con San Sebastián, poblado fronterizo con la parte argentina de la Tierra del Fuego.
Tuve suerte, pues a la media hora se detuvo un jeep del Ministerio de Agricultura. En él viajaban unos veterinarios que se mostraron encantados de conocer a un chico que patiperreaba tan lejos de Santiago. La carretera de ripio corría paralela a la costa norte de Bahía Inútil, y a eso de las tres de la tarde me dejaron en Puerto Nuevo.
El lugar lo formaban unas veinte casas alineadas en una calle que terminaba en la mar.
Tenía que buscar un barco, el Evangelista, y a su patrón, Antonio Garaicochea, más conocido como «el Vasco».
En el muelle de atraque encontré varias embarcaciones de calado pequeño, pero el Evangelista no se veía por ninguna parte. Teniendo que hubiese zarpado me acerqué a un grupo de hombres que calafateaban una nave.
—¿A quién dice que busca, chiporrito?
—A don Antonio Garaicochea. Al patrón del Evangelista. Me dijeron que estaba con el barco en reparaciones.
—Ah, el Vasco. Salieron a dar una vuelta de prueba. Ya estarán que vuelven —dijo uno de los hombres, y todos reanudaron el calafate.
No quise permanecer en el muelle porque me molestaban las miradas divertidas de los hombres y también porque sentía hambre. Caminé por entre la doble fila de casas de madera buscando un almacén. De pronto, al pasar frente a una puerta abierta, un irresistible aroma de cebollas fritas me detuvo. Alcé la cabeza y vi el letrero pintado sobre una tabla: PENSIÓN FUEGUINA. El aroma terminó por empujarme, y era la primera vez que entraba solo a un restaurante.
El lugar estaba vacío. Ningún parroquiano ocupaba las mesas que, ordenadas en dos filas, terminaba en un mesón adornado con lámparas de aceite y flores artificiales. Tomé asiento frente a una de las mesas y esperé a que me atendieran.
Del fondo del local apareció una mujer; se me acercó con expresión de asombro.
—¿Qué quiere, jovencito?
—Algo de comer. Estoy con el puro desayuno.
—Si quiere le hago un pan cito con quesito.
—¿No podría ser algo caliente? Sale un olor tan rico de la cocina y puedo pagar, señora.
No se preocupe por eso.
—Es que no puedo atender a menores de edad. Si llegan los carabineros, me ponen una tremenda multa.
Me paré de mala gana. Ser menor de edad era a veces como una maldición. Debí de poner tal cara que conmoví a la mujer y me llamó antes de llegar a la puerta.
—Espere, jovencito. Le voy a servir un pedacito de corderito con cebollitas y papitas.
El «pedacito» resultó ser media pierna de cordero asada, y yo comí a cuatro carrillos disfrutando de la aventura. Pensaba en mis amigos de Santiago y en sus aburridas vacaciones veraniegas, siempre iguales, siempre lo mismo: un mes en las playas de Cartagena o Valparaíso, paseos por la tarde y mucha crema para aliviar las quemaduras. Yo sí que tendría para contar a mi regreso. No entraba las dos semanas de viaje y ya tenía experiencia marinera, callos en las manos, había cruzado el Estrecho de Magallanes, había ganado dinero y me encontraba cerca del fin del mundo devorando media pierna de cordero. Una voz grave me sacó de los felices pensamientos. Pertenecía a uno de los dos carabineros que se acercaban con pasos abarcasenderos, característicos de quienes acaban de bajarse del caballo.
—¿Qué está haciendo aquí, joven? —preguntó el de mayor graduación.
Tragué rápido antes de responder.
—Espero a don Antonio Garaicochea. Vengo de Punta Arenas con un recado para él. En el muelle me dijeron que salió a probar su barco, y como sentí hambre entré aquí a comer…
—O usted no es de por aquí, paisanito. Habla demasiado. ¿No será por casualidad un fugado de la casa? ¿De dónde es usted?
—De Santiago.
Mi respuesta sobresaltó al carabinero que hacía las preguntas.
—A ver, ¿tiene carné de identidad?
Lo tenía, y nuevecito. Se lo entregué junto al plastificado permiso notarial que firmaran mis padres. El carabinero leyó moviendo los labios.
Luego de las formalidades de nombres y domicilios el permiso decía: «y en nuestra condición de padres legítimos y responsables legales del portador, declaramos que viaja por el sur del territorio nacional con nuestra autorización y consentimiento. Este permiso caduca el 1.º de marzo de…».
—Patiperro el hombre. ¿Qué le parece, cabo? Santiaguino el paisano. Esto es lindo. Me alegra saber que todavía hay chilenos que quieren conocer su país. ¿Cómo está el corderito? —consultó amistoso el carabinero al tiempo que me devolvía los documentos.
—Rico —alcancé a responder, y en ese preciso momento dos hombres ingresaron al local.
Eran dos individuos altísimos, y corpulentos por añadidura. Dos auténticos roperos de tres cuerpos, como dicen los santiaguinos.
—Hablando del rey de Roma —saludó un carabinero.
—Vasco, el paisanito aquí dice que lo anda buscando.
El aludido se quitó la boina grande como una sartén y me miró lentamente, de arriba abajo. Enseguida miró al acompañante y encogió los hombros.
—Aquí estamos —murmuró el Vasco, y moviendo un índice me llamó a su lado.
No me gustó nada el primer contacto y pensé que iba a ser difícil hablarle de mis deseos con los carabineros encima. Por fortuna los uniformados dieron por terminada la misión y salieron del local hasta sus cabalgaduras.
—Siéntese. Usted dirá, paisano.
—Este…, vengo de Santiago… pero pasé antes por Punta Arenas. Don Félix Brito le manda muchos saludos.
—Mire. Se agradece. ¿No quiere tomar algo? —Gracias. Una limo…— no alcancé a terminar la palabra porque el acompañante del Vasco gritó hacia la cocina:
—¡Ña Emilia! ¡Un litro de chicha fortacha pá nosotros y un vasito de la dulcecita pal paisanito!
Los diminutivos tan usados en el sur de Chile sonaban verdaderamente diminutos en los labios de aquel hombre enorme.
La mujer llegó con el pedido y tuve otra inolvidable primera vez en ese viaje. Probé el zumo dulcísimo de las manzanas fueguinas, frutos pequeños, de piel dura para proteger la blanca pulpa de los mordiscos crueles de los vientos polares. Manzanos plantados por emigrantes de quién sabe dónde, de frutos feos con su coloración café desteñido, pero de sabor inigualable.
—Salucita —dijo el acompañante levantando su vaso. Se llamaba don Pancho Armendia y era socio, compadre, segundo de a bordo, arponero y el mejor amigo del Vasco.
Los hombres empezaron a dar cuenta de dos medias piernas de cordero, y me sentía incómodo con el vaso en la mano, bebiendo a sorbitos la chicha de manzanas.
—Así que me lo manda don Félix. Mire. ¿y qué se le ofrece, paisanito?
Esa era la pregunta. Desde antes de salir de Santiago tenía preparado el discurso que pensaba soltarle al primer ballenero que encontrara, pero, sentado allí, frente a los dos hombres que comían en silencio, no encontraba las palabras.
—Que me lleven con ustedes. Por un tiempo corto. Por un viaje nada más.
El Vasco y don Pancho se miraron.
—Lo que hacemos no es juego, paisanito. Es trabajo duro. Y más que duro a veces.
—Lo sé. Tengo experiencia en la mar. Bueno. No mucha.
—¿Y cuántos años tiene, si se puede saber?
—Dieciséis. Pero voy para los diecisiete.
—Mire. ¿Y no va a la escuela?
—Sí. Estoy aquí aprovechando las vacaciones de verano.
—Mire. ¿Y de dónde tiene experiencia?
—Navegué en el Estrella del Sur. Bueno. Hice el viaje como pinche de cocina entre Puerto Montt y Punta Arenas.
—Mire. Así que conoce al polaco.
—¿Al capitán Brandovic? Creo que su apellido es yugoslavo.
—A todos los que se llaman terminados en «ki» o en «ich» les decimos polacos por acá —me informó don Pancho.
La conversación, si es que cabe darle tal nombre, siguió en un tono que me pareció desganado y sin futuro. Veía esfumarse mis ilusiones mientras los dos hombres comían y cada cierto tiempo formulaban una nueva pregunta. Empecé a odiar los «mire» que don Antonio Garaicochea soltaba como una ineludible muletilla. En eso entró un grupo de hombres al local. Eran los mismos que viera antes entregados al calafate, y con sus voces amistosas empezaron a disputarme la atención del Vasco y de don Pancho.
—¿Y qué sabe hacer, paisanito?
Esa era otra doña pregunta. En realidad no sabía hacer mucho.
—Sé cocinar. Bueno. Un poco.
—Mire. Así que sabe cocinar.
El Vasco no me creía, y yo rogaba que no me pidiera los detalles de la preparación de algún plato. Don Pancho limpió el hueso de cordero con la punta del cuchillo y me hizo la pregunta salvadora, que sin embargo me costó responder.
—¿Y por qué quiere embarcarse en un ballenero, paisanito?
—Porque… porque… la verdad es que leí una novela. Moby Dick. ¿La conocen ustedes?
—Yo no. Y se me ocurre que el Vasco tampoco. No somos muy leídos por acá. ¿Y de qué trata esa novela?
En Santiago, entre mis amigos, yo tenía fama de ser un buen «contador» de películas.
Eran las cinco de la tarde cuando empecé a contar, tímidamente primero, la epopeya del capitán Ahab. Los dos hombres me escuchaban en silencio, y no sólo ellos; en las otras mesas se interrumpieron las conversaciones y poco a poco los parroquianos se acercaron a la nuestra. Narraba y luchaba con mi memoria. No podía traicionarme. Los hombres entendieron que me concentraba en lo que les refería, y sin hacer ruido me renovaron varias veces el vaso de chicha de manzanas. Hablé durante dos horas. Herman Melville habrá perdonado si aquella versión de su novela tuvo algo de mi propia cosecha, pero al terminar todos los hombres mostraban semblantes pensativos, y luego de palmotearme los hombros regresaron a sus mesas.
—Moby Dick. Mire —suspiró el Vasco. Pidieron la cuenta. Pagaron. Tuve la amarga certeza de que hasta allí llegaba mi aventura.
—Bueno. Vamos —dijo don Pancho.
—¿Yo también? ¿Me llevan?
—Claro, paisanito. Hay que aprovechar la luz para revisar los aparejos. Zarpamos mañana temprano.
El Evangelista me pareció un barco pequeño y no entendí cómo se las arreglaban para subir las ballenas a bordo. En tanto el Vasco y don Pancho se preocupaban de los arpones, de aceitar el pivote del cañoncito de proa, de comprobar la carga de papas, charqui, combustible y sal, de revisar las poleas y cuerdas que sostenían dos botes por el lado de estribor y uno más en la popa, aproveché para recorrer sus quince metros de eslora aprendiendo cuán importante es el orden entre la gente de mar.
Bajo cubierta se guardaban barriles y muchos implementos desconocidos para mí. En la parte de proa había cinco literas y un tubo para comunicarse con el castillo de mando.
Aquella noche dormí en la cabaña que compartían el Vasco y don Pancho. Antes de irnos a la cama me explicaron que ellos vivían la mayor parte del año en Porvenir, con sus familias, y que la cabaña era el domicilio de puerto.
—Don Pancho, cuéntele al paisanito para dónde vamos.
Don Pancho extendió una carta marina encima de la mesa y su dedo empezó a navegar.
—Aquí estamos ahora, en Puerto Nuevo, y zarparemos con rumbo oeste hasta alcanzar Paso Boquerón. Por ahí entraremos al Estrecho de Magallanes y navegaremos con la proa al sur hasta las cercanías de Cabo Froward. Hasta ese punto hay unas ciento treinta millas tranquilas. Cuando avistemos Cabo Froward abandonaremos el estrecho que sigue en dirección oeste noroeste. Nosotros continuaremos con rumbo sur, y al llegar frente a las costas de las islas Dawson y Aracena tomaremos la boca norte del Canal Cockburn. Treinta millas más al sur, frente a la Península de Rolando, haremos una curva de cuarenta millas con rumbo oeste noroeste para ganar la mar abierta frente a Isla Furia. Enseguida haremos otra curva rodeando Islas Camden con rumbo sureste hasta ganar Bahía Stewart de cara a Islas Gilbert. Son otras treinta millas y según la radio nos espera mar rizada. Veinte millas más al este empieza el Canal Ballenero. Ahí, en la costa norte de Isla Londonderry tenemos la factoría. Algunas millas más al este se abre el Canal Beagle, y en Bahía Cook nos estarán esperando las ballenas. Ahora descansemos, paisanito. Buenas noches.
Zarpamos con las primeras luces del alba. La tripulación del Evangelista la integraban, además del Vasco y don Pancho, dos marinos chilotes de muy pocas palabras y un argentino que oficiaba de electricista y cocinero. El argentino se negó rotundamente a admitirme entre sus peroles, lo que para mí fue un alivio pues no quería pasar todo el tiempo bajo cubierta, pero al mismo tiempo me sentía molesto de no tener nada que hacer.
Por fortuna don Pancho me nombró «radioescucha», y mi misión consistía en permanecer en el castillo con la oreja pegada a la radio, atento a la información meteorológica.
Los dos chilotes eran bajitos pero de contexturas muy fuertes y, como me explicara el Vasco, no había mejores remeros en todos los mares antárticos.
Navegamos según lo describiera don Pancho. Al anochecer entramos al Canal Cockburn a un cuarto de máquinas. El Vasco permaneció toda la noche al timón y sólo lo dejó cuando al amanecer salimos a la mar abierta.
Entonces tuve otra primera vez inolvidable. Frente a Islas Camden se nos acercó un grupo de delfines dando saltos prodigiosos. Casi rozaban el barco, y los marinos chilotes reían como niños felices. El juego se prolongó durante horas. Los delfines respondían a los gritos y silbidos con mayores saltos y escoltaron al Evangelista hasta la entrada de Bahía Stewart.
Navegamos algunas horas por las quietas aguas del Canal Ballenero, y el Vasco ordenó, detener las máquinas frente a una de las ensenadas de Isla Londonderry. Los chilotes echaron dos botes al agua, los cargaron con los barriles que antes viera bajo cubierta y se aprestaron a transportarlos hasta la construcción de madera que dominaba la ensenada. Era la factoría, y se veía rodeada de figuras que a primera vista parecían troncos petrificados.
El Vasco me invitó a bajar a tierra, y descubrí que aquellos troncos eran las osamentas de cientos de ballenas faenadas en la playa de piedras y conchuelas.
—¿Le impresiona, paisanito? Seguro que esta parte no sale en las novelas. Este es el destino final de las ballenas. Primero las arponeamos con el cañón para tenerlas seguras, las terminamos de matar con los arpones de mano, y luego las traemos hasta la factoría donde entran en acción los cuchillos. Todo lo aprovechable se sala y va a los barriles. Lo demás es alimento para las gaviotas y los cormoranes. ¿Quiere recorrer la isla? Hágalo, pero no vaya muy lejos. Un poco más al sur encontrará colonias de focas y elefantes marinos.
No tuve que caminar demasiado para llegar hasta los animales. Varios cientos de focas, elefantes marinos, pingüinos y cormoranes ocupaban la fortaleza de rocas que bordeaba la mar. Apenas me olieron levantaron las cabezas, y los bigotes de las focas se agitaban tal vez tratando de descifrar mis intenciones.
Sentí que me observaban atentamente con sus ojos pequeños y oscuros, pero enseguida decidieron que era inofensivo y volvieron a su eterna actividad de vigías del horizonte.
Pasada una hora dejamos la factoría y el Evangelista puso proa al este, rumbo a la entrada del Canal Beagle. A estribor teníamos Isla O’Brian y a babor Londonderry. Hechas las primeras dos millas, el paso se cerró como un embudo, y el Vasco maniobraba el timón con toques delicados estirando su estatura para no perder ni un milímetro de aquel horizonte mezquino. Fue una navegación tensa hasta que un suspiro de alivio escapó de sus labios al divisar la costa de Isla Darwin. Cuatro horas tardó el Evangelista en hacer siete millas de pesadilla. Don Pancho tornó el timón y puso proa al sur. Nos acercábamos a Bahía Cook y a las ballenas.
Don Pancho me explicó que a escasas treinta millas más al sur, frente a Islas Christmas, solían aparear ballenas bobas, pero que esas aguas eran peligrosísimas por causa de las corrientes y de los traicioneros bloques de hielo. Me contó de algunos barcos desdichados que fueron atrapados por las corrientes y que agotaron el combustible tratando de salir de ellas. Al final, quedaron a la deriva y fueron arrastrados hacia el sureste, hacia Islas Henderson y el Falso Cabo de Hornos donde terminaron destrozados por los arrecifes.
—Y aunque estemos en verano, no se puede nadar en esas aguas. El cuerpo humano no soporta cinco minutos sin sucumbir al choque por enfriamiento —terminó don Pancho.
Las aguas de Bahía Cook se mostraban apacibles. Una tenue bruma se levantaba de la superficie y confundía los contornos de las islas. La embarcación casi no se mecía al avanzar, y a una orden del Vasco uno de los chilotes trepó al mástil. A siete metros de altura se ató a él por la cintura y no pasó demasiado tiempo hasta que escuchamos su aviso:
—¡Soplando a estribor, a un cuarto de milla!
Don Pancho corrió hasta el cañoncito de proa y metió el arpón por la boca. Enseguida cortó las amarras que aseguraban el rollo de cuerda, una de cuyas puntas se anudaba a una argolla del arpón y la otra a la base del cañón, y se plantó con las piernas bien separadas esperando el momento de disparar.
Me acerqué al Vasco que escudriñaba la mar con movimientos felinos.
—¡Ahí está, paisanito! ¡Es una calderón!
Lo primero que vi fue la nube de agua pulverizada de su respiración, y enseguida la monumental cola del animal zambulléndose.
—¿Don Pancho? ¿La tiene entre ojos?
Don Pancho levantó una mano en señal de asentimiento. Pasaron unos minutos y la ballena emergió muy cerca de nosotros. Se dejó ver entera. Medía sus buenos ocho metros, y al verla el Vasco pegó un manotazo al timón.
—Mala pata. Es una hembra. Y, encima, preñada.
En proa, don Pancho retiraba el detonador del cañón y luego de reasegurar el rollo de cuerda se nos unió en el castillo.
Yo no entendía cómo pudieron ver el sexo del cetáceo y que estaba preñada.
—Se ve en la forma de emerger: lenta y con el cuerpo casi horizontal al tocar la superficie —apuntó el Vasco.
—¿Y no se cazan las hembras?
—No. Eso está prohibido. Nadie mata a la gallina de los huevos de oro —dijo don Pancho.
Aquel día no vimos más ballenas en Bahía Cook.
Al anochecer, el Evangelista echó anclas en un golfo de la Península de Cloue, y el argentino asó un cordero en la barbacoa instalada en popa. Los cormoranes y gaviotas acuatizaron junto al barco para recibir las sobras más que generosas.
Tampoco vimos ballenas en los siguientes tres días. El Vasco daba señas de mal humor a la hora de medir el combustible, pero debía mantener siempre las máquinas en marcha. Al cuarto día uno de los chilotes anunció ballena desde el mástil.
Esta vez el Vasco se cobró una presa; un cachalote.
Don Pancho lo arponeó y el animal se llevó rápidamente los cien metros de cuerda. Al acabarse el rollo, la frenada del animal en fuga provocó un tirón que remeció el barco. Esto se repitió varias veces. El cachalote se acercaba a la embarcación para luego alejarse a gran velocidad. Tal vez ya había sido arponeado otras veces y sabía que de su rapidez dependía la posibilidad de zafarse del arpón, pero el Vasco lo seguía poniendo la nave a la misma velocidad del animal, manteniendo una distancia regular entre el cazador y la presa, impidiéndole que tensara la cuerda que los unía, hasta notar que sus maniobras evasivas se tornaban más y más débiles. Entonces, extenuado salió a la superficie y los chilotes echaron al agua uno de los botes. No me permitieron ir con ellos, pero asomado a la baranda pude ver la parte más dura de la caza.
Los chilotes tomaron los remos cortos pero de pala ancha, y el Vasco se amarró los tobillos a una argolla fija en la proa del bote. Los vi remar veloces hasta el animal. El Vasco de pie sosteniendo en sus manos el arpón de matar.
Remaron hasta ponerse a un costado del cachalote y entonces el Vasco hundió el arpón en su piel oscura.
El cachalote empezó a dar violentas sacudidas. Azotaba el agua con furiosos y planos golpes de cola que de acertar hubieran destrozado el bote, mientras los chilotes demostraban su habilidad de remeras esquivando los golpes pero sin alejarse, en tanto el Vasco blandía un segundo arpón que no necesitó usar. Más tarde me diría que lo había alcanzado justo en los pulmones.
Con el cachalote atado al andamio, una plataforma desplegada a babor y paralela a la línea de flotación, emprendimos el regreso a la factoría. Don Pancho comentó que no le gustaban los ruidos de las máquinas y además la previsión meteorológica no era de las más optimistas. Nuevamente hicimos la peligrosa travesía entre las islas O’Brian y Londonderry, y al atardecer anclamos frente a la factoría.
A la mañana siguiente, dos botes remolcaron el animal hasta la playa, y ahí los chilotes lo abrieron con cuchillos semejantes a bastones de jockey. La sangre bañó las piedras y conchuelas formando oscuros ríos que enrojecieron el agua. Los cinco hombres vestían atuendos de hule negro y estaban ensangrentados de pies a cabeza. Las gaviotas, los cormoranes y otras aves marinas sobrevolaban enloquecidas por el olor a sangre, y más de una pagó la osadía de acercarse demasiado recibiendo una cuchillada que la partió en dos en pleno vuelo.
Fue una faena rápida. Una parte del cachalote terminó salada y metida en los barriles, pero el grueso del animal quedó tirado en la playa, con restos de carne adherida a los huesos que muy pronto se unirían al panorama fantasmal de Isla Londonderry.
Las máquinas del Evangelista estaban de verdad dañadas. El viaje de regreso a Puerto Nuevo nos llevó tres días, y los hicimos en medio de un aguacero que no cesó hasta que entramos a las aguas de Bahía Inútil.
¿Qué hacía? ¿Me quedaba un tiempo más con el Vasco y don Pancho?
Fondeamos. Descargamos los barriles y algunos aparejos. Y luego de despedimos del argentino y de los chilotes nos fuimos a comer a la pensión Fueguina.
Cordero asado y chicha de manzanas.
—Mala suerte, paisanito —dijo el Vasco.
—Un cachalote. Sacamos apenas para los gastos —se quejó don Pancho.
—Y usted, paisanito. ¿Qué opina?
—No sé, don Antonio.
—Mire. ¿Le gustó el viaje?
—Sí. Me gustó el viaje, el barco. Me gustan ustedes, los chilotes, el argentino. Me gusta la mar, pero creo que no seré ballenero. Discúlpenme si los defraudo, pero ésa es la verdad.
—Mire. ¿No es como en la novela?
Quise agregar algo, mas el Vasco me tomó de un brazo y me miró lleno de cariño.
—Sabe, paisanito, me alegra de que no le haya gustado la caza. Cada día hay menos ballenas. Tal vez seamos los últimos balleneros de estas aguas, y está bien. Es hora de dejarlas en paz. Mi bisabuelo, mi abuelo, mi padre, todos fueron balleneros. Si yo tuviera un hijo como usted, le aconsejaría seguir otro rumbo.
A la mañana siguiente me acompañaron a la carretera y me subieron al camión de un conocido que viajaba a Porvenir.
Los abracé con el cariño desesperado de saber que tal vez nunca volvería a verlos.
El mundo del fin del mundo.
Una mano suave me toca y descubro que todavía estoy en Hamburgo; es una empleada de la aerolínea pidiéndome con toda amabilidad la tarjeta de embarque.