Capítulo 8

Sophie se despertó aquella noche en medio de una pesadilla. Primero veía hombres enmascarados en una pantalla de televisión, señalándola y pujando por ella… Después, un tiroteo en un barco. Y, a continuación, alguien le tapaba la boca y se la llevaba a una iglesia de la que no podía escapar. Sentía cortes en la espalda que nunca antes había experimentado; un miedo atroz no la dejaba ni respirar.

Sophie luchaba, pero ni siquiera sabía contra quién. ¿Quién era su captor? ¿Por qué le hacía eso?

En su desesperación, solo podía llorar por Cindy y pedir el auxilio de Nick… Tal vez él la salvara, tal vez intentara superar todo el odio que sentía hacia ella por el amor que una vez le profesó… Y eso lo animaría a ir a buscarla.

Pero entonces el tipo le dijo algo en japonés que ella no logró comprender. Pero una palabra sí sonaba por encima de otra… Kotei.

—¡Nick! —gritó ella entre las brumas de la inconciencia.

Nick no había dormido con ella.

Después de la sesión, la subió a su habitación, donde le puso bálsamo calmante en las nalgas, las masajeó hasta que desapareció la rojez, y luego también limpió y masajeó su entrepierna. Cuidó de ella y lo hizo con dedicación. Sophie se durmió bajo sus atenciones, y él aprovechó para dejarla descansar e irse a dormir en su habitación de la planta de arriba.

Sin embargo, al oír sus sollozos, se asustó y bajó para ver lo que le sucedía. Debió de haberse imaginado que tendría pesadillas.

La agarró y la abrazó, pegándose a su espalda, tranquilizándola como pudo, pues Sophie aún peleaba con rabia, pataleando, dando bofetadas al aire, intentando protegerse de sus pesadillas.

—Chis, Sophie… Tranquila. —La calmó con caricias, hablándole suavemente al oído.

Odiaba tanto verla así… ¿Cuánto hacía que no dormía bien?

Sophie abrió los ojos, desorientada. Cuando vio que volvía a estar en casa de Nick, en la habitación que había preparado para ella, y que era el calor de él lo que sentía tras su espalda, se echó a llorar como una niña indefensa, hundiendo el rostro en el colchón, sorprendida por que él descubriera lo angustioso que le resultaba dormir o descansar.

—Sophie… —le dijo con dulzura—. Estás a salvo, ¿recuerdas? Yo te saqué de ahí…

Pero ella tardó en calmarse, hasta que los espasmos y los temblores desaparecieron. Se tranquilizó mecida por las suaves caricias de Nick, sobre sus brazos.

—¿Una pesadilla? —le preguntó con interés.

Ella resopló y sonrió sin ganas.

—Sí.

—¿Te sucede a menudo?

—¿Tú qué crees? Todas las noches, Nick.

—Entiendo.

Sophie intentó incorporarse, pero él no la dejó.

—¿Qué has soñado?

—Se me mezcla todo. Lo que pasó en las Islas Vírgenes, en la iglesia… Con él. Con el dolor… —Lo miró por encima del hombro—. ¿Cómo puede ser que sienta ese dolor si no lo experimenté?

—Estabas drogada, pero la piel tiene memoria. Tu cerebro registró la aguja, aunque en ese momento no fueras consciente… Y ahora es lo que recuerdas.

Ella negó con la cabeza, incrédula.

—Encima ahora tengo que recordar algo que me hicieron drogada… Ni las drogas sirven.

Nick se pegó a ella, cubriéndola con su enorme cuerpo.

—¿Qué más recuerdas?

—No mucho más… Bueno, sí… Una palabra que me decía a menudo y que tampoco recordaba hasta ahora.

—¿Cuál? —Clavó la mirada en la luz nocturna que entraba a través de la ventana.

Kotei.

¿Kotei? —Se incorporó sobre un codo—. ¿Eso decía? —Su rostro seguía imperturbable.

—Sí. —Sophie no lo quería mirar, ni quería que él se moviera. Necesitaba sentirlo así. Con ella—. ¿Qué pasa? —Lo agarró del brazo y lo obligó a que la rodeara de nuevo—. ¿Qué es Kotei?

—Significa «emperador».

Nick hizo ademán de levantarse. Tenía que hablar urgentemente con Karen, que tendría acceso a los informes del FBI sobre el caso Amos y Mazmorras, a los nombres de los compradores, a las IP… Necesitaban identificar a aquel tipo, y solo lo harían a través de los contactos de Karen en la Interpol. ¿Quién era el Emperador?

—Nick, por favor, no te vayas —le suplicó ella, avergonzada, sin mirarlo.

Él se detuvo para observarla con atención. Sophie lo había sorprendido. Era tan valiente y fuerte… Después de lo que había sufrido en las Islas Vírgenes, cualquiera se hubiera ido a vivir con sus padres, por miedo a estar sola. Pero Sophie no. Ella volvió a su casa, a su vida independiente, con su hija, y siguió adelante con sus negocios. ¿Cómo no? No era una mujer normal y corriente. Era distinta.

Una ola de honesta admiración recorrió el centro de su pecho.

—Antes, cuando me has dejado aquí y me has masajeado… Me he dormido.

—Esa era la idea.

—Ya, me imagino… —dijo con la boca pequeña—. Pero… hacía tanto tiempo que no me dormía así…

Nick se reacomodó en la almohada y empezó a acariciarle el pelo como sabía que a ella le gustaba.

—¿Por qué, Soph? —preguntó con un tono íntimo, de confidente—. ¿Por qué no dormías bien? ¿Tenías miedo? ¿Tenías pesadillas?

Ella se limpió una lágrima rebelde de la comisura de un ojo.

—No, no… Las pesadillas son lo de menos. Me parecen normales.

Claro que Sophie iba a ser racional al respecto y consideraría el estrés como algo que debía superar.

—No puedo dormir bien desde hace diez meses… Desde que te dejé —concluyó ella—. Me cuesta cerrar los ojos y no sentirte. Echo de menos que me acaricies el pelo, que me digas lo bonita que soy… Echo de menos cuando me querías. Cindy también te echa de menos… Y yo la añoro a ella. ¡La quiero ver! —Arrancó a llorar de nuevo, con tanto sentimiento que amenazaba con inundar la habitación.

Nick se quedó en silencio, paralizado. No dudaba de que Sophie lo hubiera pasado mal. Pero es que lo acusó, lo trato tan mal, como si jamás lo hubiera amado…

«Yo también os eché de menos. Y nadie me consoló», pensó Nick con amargura.

—Cindy estará bien con tus padres. Ahora debe estar alejada de nosotros. No me gustaría que la pusiéramos en peligro.

—Yo tampoco quiero —sorbió por la nariz—, pero es que…, es que… ella me da tanta energía. Se parece tanto a ti…

—¿Cindy? Cindy no se parece a mí. Es como tú.

—No es verdad —refutó con una medio sonrisa—. Es tan rubia, y tiene tus gestos y tus facciones…

Nick se la imaginó reírse y cogerla en brazos, como hacía cuando era más pequeña… Un pellizco de angustia volvió a estremecerle el corazón y a enturbiarle los pensamientos. A veces, Nick solo podía pensar en su dolor y en lo que le habían hecho, en vez de ponerse en la piel de Sophie y comprender que para ella también había sido duro.

Y, en ese momento, venció el dolor.

—Tienes que dormir, Sophia… Mañana será un día duro. Dalton se quedará a dormir contigo. Él será tu protector.

El golden estaba tumbado a los pies de la cama, tan profundamente dormido que parecía que nada lo iba a despertar.

Sophie asintió, obediente, y cerró los ojos. Nick no quería hablar de nada de eso con ella. Lo entendía, pero le dolía igual que rechazara sus intentos por entablar conversación y solucionar sus problemas. ¿Dónde habían quedado los tiempos de hablar de cualquier cosa?

—¿Nick?

—¿Hum? —Clavó los ojos amarillos y algo rojizos en el techo. Adoraba tocar a Sophie mientras dormía; hacía un tiempo, había sido su fuente de felicidad.

—Me encanta Dalton. Pero no me dejes. Duérmete conmigo, Nick.

—Sophie, tienes que relajarte. No te va a pasar nada. Aquí estás más que segura… No pienses en si me duermo o no.

—Pero si duermes conmigo y vuelvo a tener una pesadilla, sé que entrarás en mi sueño para matar dragones. —Cerró los ojos, esperando que esa frase le recordara a los primeros meses de relación. Cuando él le decía que se durmiera tranquila porque él la protegería en sueños.

Y las palabras surtieron efecto.

Nick siguió acariciándole el pelo, echando de menos lo que había sentido en el pasado. Tenía en brazos a la mujer valiente de quien se había enamorado años atrás.

Pero ahora todo era diferente, vivían una realidad cruel e inestable. Tan inestable como sus sentimientos.

* * *

La mañana siguiente

Sus manos y su piel olían a ella. Incluso después de haberse duchado. La esencia de las personas se podía grabar en la piel, cuando se amaba tanto como Nick la había amado a ella.

Incluso después del divorcio, la seguía oliendo en él. En su ropa, en las pocas cosas que le dejó en la casa de Washington.

Y ahora estaba frente a su ordenador, centrándose en protegerla en vez de en poseerla tal y como había hecho la noche anterior.

La dominación era adictiva. Y si Sophie lo había disfrutado tanto como él, sin tener en cuenta la tensión de después, seguramente también recordaría todos los orgasmos que le había regalado.

Y querría más. Porque si había algo que no desaparecía jamás entre un amo y su sumisa era la tensión sexual.

Cuando su teléfono sonó, estaba pendiente de la pantalla de ordenador intentando buscar información sobre los clanes japoneses, acerca de algún conflicto actual en Japón. Necesitaba comprender por qué Sophie estaba marcada por una mara yakuza. Pero no encontró nada.

Quien llamaba era Leslie.

—Dime, Connelly.

—Summers. Markus y yo estamos en el aparcamiento central de la calle Chartres, cerca de la casa del Voodoo.

—Sí, lo conozco. ¿Qué hacéis ahí?

—Es el tercer aparcamiento de Nueva Orleans que revisamos buscando el coche que dice Sophie que ha visto tan a menudo.

—¿Y habéis encontrado algo?

—Petróleo, amigo. A la tercera va la vencida. Hay un Jaguar dorado aparcado aquí. Hemos revisado la matrícula: es un coche con más de diez años de antigüedad, comprado en efectivo en el concesionario de coches usados del viejo Jeff, una semana atrás. Le hemos llamado y nos ha dicho que lo pagaron al contado; se lo vendió a un norteamericano de ascendencia asiática. La fecha de la venta coincide con la llegada de los grupos de japoneses a Nueva Orleans, esos que vienen a visitar la ciudad con los viajes organizados de Jimmy. Tenía dos grupos de diez personas. Jimmy nos ha dicho que en uno de los grupos hubo una baja de última hora. Una persona que sí viajó con el grupo desde Tokio, pero que, al llegar a Luisiana, se separó del resto y desapareció.

—Tiene que ser él.

—Sí. Nos ha pasado su foto.

—¿Se parece al de la descripción que te di?

—Unos treinta, pelo largo, liso, negro, ojos achinados… Sí —sentenció Leslie.

—Pasadle los datos a Karen para que se los dé a los miembros de la Interpol y puedan verificar su identidad.

—Ya lo he hecho —dijo Markus al teléfono—. Yo también tengo contactos en la Interpol. Y me han dado los resultados.

—¿Y bien?

—Agua. El tipo ha falseado la identidad de un hombre de noventa años, que murió hace tres en Japón.

—Un puto fantasma —gruñó Nick golpeando la mesa con el puño—. Entonces necesitamos los resultados del ADN. Es lo único que nos dará su auténtica identidad.

—¿Cuándo crees que los vas a tener? —le preguntó él.

—Espero que esta tarde. —Nick cerró la pantalla del portátil—. Karen está con ello. ¿A qué hora llegó el coche al aparcamiento?

—El jefe del aparcamiento no nos puede decir desde cuándo está aquí, porque no puede dar información sin el permiso del dueño. Ahora vamos a hablar con él. Si hace poco que lo han dejado por aquí, sabremos que el tipo está aún en Nueva Orleans. Y ya sabremos por dónde buscar. Con la foto que nos ha facilitado Jimmy, tenemos más posibilidades de encontrarlo.

Nick se levantó de la mesa de la oficina, con el teléfono pegado a la oreja.

—Mi hermana y Lion vienen hacia aquí —le informó Les con el manos libres—. Disponen de información sobre el material de tatuar que utilizó ese individuo. Además, Lion conoce al dueño del aparcamiento y será más fácil que colabore con nosotros si él está aquí.

—De acuerdo. Avisaré a Sophie para que se prepare. Ahora mismo nos vemos allí.

—Bien. Hasta ahora.

Nick colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo trasero de su pantalón.

—Hijo de puta escurridizo —susurró pasándose los dedos por el pelo—. Te voy a coger, rata sarnosa.

—¿Nick?

Él levantó la mirada y la clavó en la puerta abierta de la oficina.

Sophie estaba ahí, deliciosamente despierta, con el rostro algo sonrojado después de una buena ducha de agua caliente, ya preparada para el nuevo día.

Llevaba unos pantalones cortos de color beis, unas sandalias de tiras negras de piel y una camiseta holgada y oscura con flores violetas, que se deslizaba hacia un lado y mostraba, de nuevo y sin pudor, el hombro tatuado.

Parecía que a Sophie le gustaba. Lo lucía como una marca de supervivencia.

Nick deseó ir hacia ella y comerle la boca lentamente, hasta exigir todo lo que necesitaba de ella y más. Pero tocarla en ese momento, por mucha adicción y ansia que le hubiera despertado la doma, no era ni de largo una buena idea. Eso no haría otra cosa que retrasarlos y, además, complicaría su decisión de dejar a un lado las emociones.

—Buenos días, Sophia —dijo lo más serio que pudo.

—Buenos días, Nicholas —contestó ella, frunciendo el ceño, un poco sorprendida por su diplomacia.

Parecía que se negaba a aceptar lo que había sucedido durante la noche. Estaba loco si creía que ella lo iba a olvidar, que no se lo iba a recordar. Ya hacía varios meses que había dejado de ser tan modosita. Desde que su vida se convirtió en una mierda de infelicidad llena de riesgos. Solo tenía dos fuentes de alegría: el bebé que ahora no podía ver y el único hombre que la odiaba y en cuyos brazos y cadenas encontró la noche anterior el significado de la verdadera libertad.

—Te he preparado el desayuno —le dijo Nick mirándola de arriba abajo—. Come algo. Dentro de media hora, nos iremos.

—Lo he oído —respondió, esperando que él le dijera algo más. Como por ejemplo: «¿Cómo estás? ¿Irritada?»—. ¿Habéis encontrado a mi secuestrador?

—No. Pero han encontrado el Jaguar.

Ella asintió con la cabeza, se retiró el flequillo de los ojos, nerviosa, y le preguntó:

—¿Crees que daremos con el tipo que me hizo… esto? —Se miró el tatuaje.

—No descansaré hasta encontrarlo. No lo dudes.

Los castaños ojos de Sophie sonrieron, agradecida.

—¿Desayunas conmigo?

—No. Ya he desayunado a primera hora.

—¿A primera hora? —Se extrañó y miró su reloj—. Nick, son las ocho de la mañana.

—Lo sé.

—¿A qué hora te levantas? ¿Por qué tan temprano?

—No he podido dormir más de una hora. Suelo levantarme a las cinco de la mañana.

—¿A las cinco? Pero si a esa hora todavía es de noche.

—Sí. Lo sé. Pero tengo horarios cambiados desde hace meses y…

Ella parpadeó e inclinó la cabeza a un lado, intentando leer aquello que él no le decía.

—¿También te cuesta dormir, Nicholas? ¿También me echas de menos tanto como yo a ti? —¿De qué les valía seguir ocultando sus sentimientos? Habían vivido demasiado tiempo ocultándose cosas como para hacerlo incluso en ese momento, cuando vivían solos, con miedo a alguno de los dos les pasara algo—. Te echo tanto de menos… —Se llevó la mano al corazón—. Tantísimo, Nick… Nada es lo mismo, ¿sabes? —le dijo con pena, caminando lentamente hacia él.

Nick cerró los ojos para no ser demasiado duro con ella por lo que iba a decirle, aunque Sophie se merecía saber la verdad.

—No —negó él rotundo—. No es eso, Sophia.

—¿Ah, no? ¿Me vas a mentir de nuevo? —preguntó decepcionada, deteniéndose incrédula por su negación.

—Cindy se despertaba a las cinco y media, siempre. Todos los días —le explicó él con frialdad—. ¿Lo recuerdas? —Sophie se quedó callada de golpe, prestándole toda su atención—. Yo quería que durmieras toda la noche, que descansaras. Por eso me levantaba para darle los biberones que me dejabas preparados en la cocina. Desde entonces, como si mi mente no lo pudiera olvidar, me despierto a esa hora como un reloj. —Se señaló la sien con rabia y la voz medio rota, un poco avergonzado por ser tan débil ante el recuerdo mejor de su vida pasada—. A veces, incluso creo que la oigo lloriquear esperando a que la coja… Cada día. Intento dormir un poco más, pero no puedo. No puedo. —Con gesto derrotado y el rencor ardiendo en su interior, Nick pasó por el lado de Sophie, bien erguido—. No es a ti a quien eché de menos. Tú me echaste, ¿recuerdas? Pero fue a Cindy a quien me arrebataste sin que ella pudiera decidir. Mi dolor, mi insomnio y mi desgracia… Todo eso es por mi hija.

A Sophie aquella confesión le hizo tanto daño que no pudo ni moverse del sitio hasta que él abandonó la habitación.

Se sentía avergonzada de sí misma. Se reprochaba haber actuado así, haber apartado a Nick de su hija, haberle roto el corazón… Y resultaba humillante pensar que Nick la echaba de menos a ella, cuando solo añoraba a su hija. Era patética hasta decir basta.

La bofetada había sido increíble. Y tan clara y devastadoramente honesta que desplomó todos sus castillos en el aire, aquellos que había erigido para calmar su culpabilidad.

Se había dicho cosas como: «Ahora seré su sumisa, y él me aceptará… Se dará cuenta de todo lo que arriesgué por él, y me aceptará… Le retiraré la denuncia, y él me aceptará».

Todo habían sido gilipolleces.

Por primera vez, en la soledad de aquella oficina, helada por sus palabras, se dio cuenta de que cabía la posibilidad de que Nick no la perdonase, de que no quisiera darle otra oportunidad. Y no le podía reprochar nada. Porque acababa de demostrarle con esas sencillas palabras que escondían verdades terribles, tan sangrantes como puñaladas, que había cosas imperdonables.

Podías humillar a un hombre, como había hecho con Nick, empujada por sus miedos, por sus traumas. Sin embargo, si a un padre le arrebatabas a un hijo, lo cambiabas para siempre. Eso fue lo que pasó con su propio padre cuando su hermano murió.

Y ella, sin darse cuenta, le había hecho el mismo daño a Nick utilizando a Cindy, quitándole el derecho de velarla, de verla y de amarla.

Se cubrió el rostro con las manos, hundida al descubrir que tal vez no habría luz en su túnel oscuro. Puede que fuera el momento de vivir de sus colores grises y de absorber cualquier chispazo iluminado para grabarlo en su memoria.

Si cuando acabara todo, Nick no regresaba a su lado, solo podría echar mano de esos destellos para levantarse cada día.

Y si eso era así…, aguantaría solo por Cindy, porque, en realidad, sabía que, sin Nick, su vida no tendría sentido.