Cualquier mujer temería a Karen. Sophie estaba convencida de que el miedo que las mujeres inseguras y celosas sentían hacia las compañeras de trabajo de sus esposos lo había originado aquella mujer de exuberante melena rizada y negra, ojos oscuros y misteriosos, y un cuerpo de voluptuosas curvas.
Y encima era policía. Eso pondría cachondo a todo dios.
Karen sonreía a Nick bajo el marco de la puerta blanca, después de saludarlo con cariño. Y a Sophie le entraron los mil demonios de la inseguridad. Ella no le habría fallado jamás, supuso. Y Nick la apreciaba lo suficiente como para contarle la delicada situación en la que se encontraba su exmujer.
Entonces, ella levantó la mirada con sincero interés, y la clavó en Sophie. Esta entrecerró los ojos, deseando soltar bufidos, como los gatos, pero no sabía, así que no iba a hacer el ridículo.
—Vaya —dijo Karen con voz odiosamente femenina—. Me alegra ver que Sophia tiene tan buen aspecto, después de todo.
Sophie acabó de bajar las escaleras y se detuvo frente a ellos.
Nick se dio la vuelta, pues no sabía de lo que estaba hablando. La miró con asombro, con esa mirada masculina, no con la admiración divertida con la que la observó Karen.
Nick frunció el ceño y tragó saliva al verla de aquella guisa. ¿Desde cuándo Sophia vestía de aquel modo tan… sensual? Siempre había sido muy conservadora, incluso con su ropa. A Nick le parecía bien que vistiera como le daba la gana, pero reconocía que esa ropa tan desafiante y elegantemente desenfadada le quedaba como un guante.
—Sophia —dijo Nick después de carraspear—, te presento a Karen Robinson. Mi compañera del FBI. —No le iba a decir nada más. Sophie no necesitaba saber lo que ellos habían hecho juntos durante la instrucción.
—Hola, Karen. Encantada.
Se dieron la mano educadamente, con una ligera sonrisa en los labios que indicaba que ninguna de las dos las tenía todas consigo.
Nick no comprendía ese «mundo mujeres», pero esperaba que Karen se lo contara después. Ella siempre hablaba sin tapujos. Seguro que le explicaría a qué venían esas miradas.
—Nick me ha pedido que analice la obra de arte que tienes ahí —observó su brazo con detenimiento.
—Vamos al salón, por favor —pidió Nick—. ¿Te quedarás a cenar? —preguntó solícito—. Voy a encargar comida japonesa.
Sophie lo miró como si hubiera soltado un chascarrillo.
—Muy adecuado —contestó Karen sin quitarle los ojos de encima al tatuaje.
Una vez en el salón, ambas se sentaron juntas en el sofá de piel de tres plazas y pequeños pufs del mismo color a su alrededor. Sophie le dio la espalda a Karen, y así ella pudo retirarle el pelo y parte de la camiseta y observar con detenimiento el dibujo.
Nick permanecía de pie a su lado, esperando el veredicto de Karen, que murmuraba palabras en voz baja tintadas de descrédito.
—Nick… —dijo Karen con prudencia—, sabes lo importantes que son los tatuajes en la Yakuza, ¿verdad? Tú tienes el tigre, que significa majestuosidad. La fuerza y el poder de la garra interna.
—Sí —dijo él.
—Te lo hizo el clan de la familia Sumi.
—Sí.
Karen estaba bien informada sobre ello, ya que, meses después de que Nick y Clint dejaran Japón, ella misma tuvo que infiltrarse en una misión relacionada con un asunto de prostitución ilegal con extranjeras en Tokio. No le asustaban esas misiones, enfrentarse a aquella gente que poco tenía de humana. Había visto tanto horror y tanta maldad que ya nada la pillaba por sorpresa. Nadie la engañaría jamás.
—Sí. Me lo hizo el clan Sumi, como privilegio por pertenecer a su familia postiza.
Sophie no entendía nada de nada. ¿El tatuaje de Nick no fue por una apuesta? ¡Cómo no! ¡Debió suponerlo! Sin embargo, esa tal Karen lo sabía todo. Y ella, que había sido su mujer, no sabía nada… Pero no. Nick la había engañado, tantas mentiras… ¿Era todo una farsa? ¿Incluso su matrimonio?
Indignada, se levantó del sofá y se encaró con los dos.
—Contadme ahora mismo de qué va esto —pidió—. ¿Quién demonios me ha tatuado y por qué? ¿Japoneses? ¿Yakuza? ¿Qué está pasando?
Karen miró a Nick, esperando que le diera el permiso para que dijera todo lo que sabía. Nick se cruzó de brazos, cuadrándose como un armario, y después le dijo:
—¿Qué opinas, Karen? ¿Conoces el tatuaje?
—Sí lo conozco, sí… Y no doy crédito. No quiero precipitarme, pero… Estuve cuatro meses en Japón, infiltrada en el clan Yama, que se encarga de la mayor red de prostitución en su país…
—El clan Sumi también…
—Pero los Sumi le dan a todo —lo corrigió Karen arqueando las cejas—. A drogas, a blanqueo de dinero, a putas… —Karen hablaba como un hombre—. Los Yama solo tienen negocios de prostitución. Me mandaron allí para investigar si traficaban con norteamericanas y cuáles eran sus estrategias para captarlas. Trabajé en colaboración con miembros de la Interpol.
—Dios —dijo Sophie, sujetándose el puente de la nariz con el índice y el pulgar—. No entiendo nada…
—Conseguimos desvalijar parte de su estructura, pero ya sabes lo que sucede en Japón con la Yakuza, Nick…
—Japón es la Yakuza. Ellos controlan el país —aseguró Nick.
—Sí, prácticamente. Igual que Rusia está dominada por las bratvas, y las calles de Latinoamérica por una cantidad ingente de maras… Las mafias son muy poderosas.
—Sí. ¿Y qué me quieres decir con eso de que estuviste con los Yama?
—Los Yama están enfrentados con gran parte de los miembros de las otras yakuzas. Se han vuelto agresivos y desafiantes. Cuando tienen disputas con las demás bandas, nunca se olvidan de ello. Tienen su propia manera de vengarse de ellas. ¿Sabes qué hacen?
—No —dijeron Sophie y Nick a la vez.
Karen agarró a Sophie de la muñeca y la acercó a ella.
—Marcan a las mujeres de los líderes de los clanes rivales. —Señaló su tatuaje—. La marcan con su símbolo. El símbolo del dragón. Pero no es un dragón cualquiera. Es el hannya más conocido de todos, el hannya mujer: Kiyo Hime, la despechada.
—Qué ironía… —murmuró Sophie.
—De esta manera —prosiguió Karen—, se aseguran de agraviar profundamente a sus enemigos. Las consecuencias para esas mujeres pueden ser fatales… Incluso después de que las fuercen, de que las secuestren y de que las marquen contra su voluntad, el clan no las admite de nuevo. Algunas acaban muertas; otras terminan como concubinas de los miembros del clan Yama. Las que menos suerte tienen acaban formando parte de su red de prostitución y casi nunca se vuelve a saber de ellas.
Sophie se llevó las manos a la boca y abrió los ojos como platos.
—¿Me estás diciendo que… pretenden que yo… trabaje para ellos?
—Tu no vas a trabajar para nadie —la cortó Nick. No lo iba a permitir—. Nadie te va a hacer nada.
—¡¿Y por qué a mí?! —gritó Sophie—. ¡Yo no pertenezco a ningún clan! ¡¿Por qué ese maldito loco se ha fijado en mí?!
Karen se hacía la misma pregunta, por eso espero a que Nick respondiera. La Yakuza no actuaba sin que hubiera intereses de por medio. Sophie, por algún motivo que no habían descubierto todavía, era un plato deseado para los Yama.
—Karen —el rostro de Nick era imperturbable; bajo el helado oro de su mirada, se escondía una férrea determinación, era como si acabase de comprender algo—, ¿tienes las claves de acceso al informe completo del caso Amos y Mazmorras?
—No.
—Tendré que usar un decodificador… —murmuró pensativo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Karen con una media sonrisa.
—Necesito conectarme a la red del FBI y acceder a la información sobre los pujadores oficiales que se registraron en la compra de sumisas durante el torneo. Quiero saberlo todo: país de origen, direcciones IP…
—¿Y eso por qué? ¿Crees que la puja de la final puede darnos respuestas a lo que le ha pasado a ella?
—Tengo una jodida intuición.
Karen volteó los ojos.
—Entonces, sálvense quien pueda… Conozco tus intuiciones como la palma de mi mano. Necesitarás un camuflador, Nick. La seguridad ha aumentado desde que Montgomery está en el hospital e integrantes del cuerpo traicionaran al FBI en el caso de Yuri Vasiliev y el Mago. Ha cambiado todo mucho.
—Me da igual. Clint me enseñó muy bien.
—Clint nos enseñó muy bien a todos —reconoció Karen con algo de tristeza en su voz.
Sophie los miraba a uno y a otro sintiéndose completamente fuera de lugar. En esa ecuación, en ese intercambio entre compañeros y amigos, ella era una completa desconocida. Sobraba. No sabía de lo que hablaban, no entendía la jerga, ni podía llegar a imaginar qué tenía que ver ella con los japoneses. Pero la querían.
—¿Te quedas a cenar, Karen? Voy a hacer pizza al estilo Chicago, y un queso provolone con chorizo criollo —dijo, como si hiciera apenas unas horas no la hubieran secuestrado.
—Eh, por supuesto… —respondió Karen, pasmada.
Sophie, asombrada de su propia templanza, entró en la amplia cocina, sin querer reflejar lo desolada que estaba por sentirse tan desgraciada, porque no la tuvieran en cuenta. En su anterior inspección ya había comprobado que Nick tenía la nevera llena. Sabía que, en caso de que los atacara el hambre, no iban a tener problema para saciarla.
Karen y Nick tenían una química extraña entre ellos. Una de esas que herían a la tercera persona en discordia. Y resulta que ella era esa otra persona: la otra.
Se dio la vuelta sin mediar más palabra y desapareció tras las grandes puertas de la nevera de plateada, buscando cuanto necesitaba.
Cocinar.
Eso siempre la relajaba y hacía que se sintiera más segura.
* * *
Karen y Nick se quedaron mirando a Sophie en silencio. No la detuvieron.
Él frunció el ceño. Y su amiga lo instó a que fuera tras ella con un gesto de la barbilla. Nick negó con la cabeza, sabedor de que necesitaba aquello como distracción. Para su exmujer, meterse en la cocina resultaba terapéutico. Podía pensar sobre lo que le había pasado durante el día y encontraba respuestas a cómo resolver los problemas que tuviera.
Y esa Sophie… tan diferente y, a la vez, tan la misma de siempre, lo desorientaba y lo confundía. Sentía la necesidad de cuidarla y de mimarla, pero, al mismo tiempo, la imperiosa urgencia de demostrarle que allí mandaba él, que, a partir de ese momento, debía obedecerle en todo.
Tenían que enfrentarse a un gran peligro. Tanto su vida como la de Sophie corrían peligro.
Ya no había tiempo para mentiras, para ninguno de los dos. O se daba prisa y encontraba al tatuador, o un nuevo infierno se abriría ante ellos. Un infierno lleno de kanjis, tigres y leones que no estaba dispuesto a experimentar otra vez.
—¿Qué es lo que vas a hacer? —preguntó Karen.
—Cleo Connelly es muy amiga del jefe de la policía de Nueva Orleans. Han hecho un retrato robot y una foto de busca y captura del tipo que se llevó a Sophie. La han enviado a todos los locales de la periferia. Hay vigilancia en todas las carreteras.
—¿Un retrato robot de un tipo al que ni siquiera le habéis visto el rostro? —preguntó extrañada.
—Pelo negro y largo, pálido, herido y de ojos rasgados.
—¿Japonés?
—Estoy convencido. Sophie dice que últimamente había visto unas cuantas veces un Jaguar dorado, que sentía que la seguía.
—No es un coche muy discreto —opinó Karen dejándose caer en el sofá. Llevaba unos tejanos, unas botas de caña alta y una camiseta blanca. Cruzó una pierna sobre otra y negó con la cabeza—. ¿Y si buscáis en las bases de datos del aeropuerto de Luisiana?
—No estamos seguros de que el tipo haya llegado hasta aquí en avión. No sabemos nada. Es como buscar una aguja en un pajar. O tenemos la suerte de encontrarlo aquí, o va a ser muy difícil dar con él. —Se sentó a su lado de manera amistosa, y Karen le puso una mano sobre el hombro. En ese momento, en la cocina abierta, Sophie segmentaba el calabacín y la berenjena mirándolos, con tanta fuerza que parecía que iba a romper la tabla de cortar—. Muchas gracias por venir, Karen. —La miró y sonrió agradecido.
—Buf, no me lo agradezcas —resopló—. Es lo mínimo que puedo hacer por ti después de dejarte solo en el caso de Amos. Romperme el brazo tras caerme por unas escaleras no entraba en mis planes, créeme.
Nick se echó a reír y se encogió de hombros.
—Bueno, no fue tan mal.
—Lo sé. Ahora sois unos putos héroes… Y encima, después, salís en las noticias, cazando al Mago y a Yuri en el parque de atracciones abandonado de Nueva Orleans. Siempre me pierdo lo mejor —lamentó.
Nick volvió a reír. Sophie cortaba la verdura cada vez con más fuerza.
Karen miró disimuladamente hacia atrás, y después estudió de soslayo a su excompañero.
—Oye… ¿Las cosas entre tú y ella…?
—No hay nada —sentenció Nick.
—¿Qué no hay nada? —repitió Karen ahogando una carcajada—. Tú estás mal, compañero. No hay nada en mi estómago vacío. Pero entre vosotros…
—No sigas por ahí, Ka. Estoy con ella para protegerla. Es la madre de mi hija. No puedo permitir que le suceda nada…
Se calló en cuanto Sophie posó una botella de vino tinto con demasiado fuerza sobre la encimera. Se sirvió una copa hasta arriba del todo y empezó a beber como si fuera agua. Él la miró por encima del hombro, y se encontró con los ojos castaños de ella clavados en su cogote, perfilados por su flequillo, que era insultantemente largo. Bebía como una cosaca, pero con elegancia, si es que de verdad los cosacos habían gozado de aquel placer alguna vez.
Sophie saboreaba el vino, porque para ella era un placer. Pero beberlo como si se tratara de tequila estuvo a punto de hacer sonreír a Nick.
Karen chasqueó con los dientes y sacudió la cabeza, disconforme.
—Pues, amigo, no me quiero meter, pero si las miradas matasen, tú estarías bajo tierra.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta. Nick se levantó con normalidad para ver quién era.
—Nick —dijo Sophie, asustada, detrás de la barra americana, sin soltar el cuchillo de cocina, dispuesta a luchar por defender su vida.
—No pasa nada —la tranquilizó él—. Hace un momento, Cleo me ha escrito para decirme que tienen información que darnos. Viene con Lion.
—Oh. —Sophie miró el cuchillo de cocina. Le temblaba el pulso, así que lo dejó sobre la tabla y se obligó a serenarse. Odió la sonrisa de empatía de Karen. No quería la simpatía de esa mujer. No le gustaba lo que había estado escuchando.
Y necesitaba a una amiga. Le alegraba saber que Cleo los estaba ayudando. Se centraría en hacer una buena cena. Intentaría relajarse y no pensar en las cosas que le había ocultado Nick. Y más cuando esos secretos tenían que ver con la mujer tan sensual que tenía sentada en su salón.
* * *
Los abrazos de Cleo eran tan sinceros como claros sus ojos verdes. Sophie agradecía esa muestra de cariño, más aún cuando todavía no había recibido ni el abrazo de sus padres ni los mimos de Cindy, después de que Nick la rescatara. Ni siquiera había recibido los mimos de Nick, y solo Dios sabía cuánto los necesitaba.
Sin embargo, él estaba ahí por trabajo. A Karen se lo había dicho con total claridad. Lo había oído perfectamente; le habían hecho un tatuaje, pero no se había quedado sorda. ¿O acaso su ex creía que no podía oírlo? Pues estaba equivocado, lo había escuchado todo.
Le había dicho que no había nada entre ellos, que solo estaba haciendo su trabajo.
Lion la saludó con amabilidad y la llamó superviviente. Sophie sonrió sin darle demasiada importancia.
—Si Nicholas no me hubiera encontrado…, ahora no estaría aquí. —Eso era que lo debía valorar. La vida, ¿no? Y, entonces, ¿por qué le parecía todo tan triste?
Lion le dedicó una sonrisa deslumbrante, propia de un ligón que las dejaba a todas locas. Y Cleo estaba loca de amor por él. Y viceversa.
«Alégrate, no sientas envidia», se dijo a sí misma mientras rellenaba los calzones y después preparaba el provolone con chorizo.
Sin saber muy bien cómo, al final todos acabaron en la cocina, rodeándola, mirando hipnotizados cómo amasaba y barnizaba los calzones, cómo sazonaba las ensaladas. Ya había puesto el provolone en el horno para que se deshiciera.
Sabía lo que estaban haciendo. No solo estaban hambrientos. Todos miraban el tatuaje. Aquel espantoso tatuaje con flores japonesas, dragones, mujeres con kimonos estampados y calaveras con pétalos en los ojos…
—¿Os gusta mi tatuaje? —preguntó con sarcasmo.
Nadie contestó.
—Yo tengo dos —dijo finalmente Cleo, para romper el hielo—. Y uno de ellos me lo hicieron en el torneo, a regañadientes.
Lion sonrió. Nick, que estaba poniendo la mesa en el comedor, ahogó una carcajada.
—No te quejes, fierecilla —le dijo Lion, llevándose un trozo de pepino con salsa de yogur a la boca.
—No toques nada o te cortaré los dedos, Lion —le dijo dirigiéndole una mirada depredadora—. La comida se come en la mesa.
Lion arqueó las cejas negras, hasta que solo se mantuvo arriba la que tenía una cicatriz.
—Vaya carácter…
—Te lo mereces, por maleducado —le espetó Cleo. Después sonrió a Sophie—. Mi madre nos ha dicho que vas a colaborar con ella y que vas a vender sus granizados y postres en tus cadenas Orleanini. ¿Sabías que es nuestra madre?
Sophie cerró el horno. Al provolone y al chorizo le quedaban cinco minutos. Entonces se dio la vuelta, sorprendida, hasta que ató cabos.
—Oh, Dios… Claro. Tu madre es la señora Darcy —murmuró asombrada—. El mundo es un pañuelo. Es adorable, ¿lo sabías?
—Sí. Lo sé —contestó ella, orgullosa.
—Oí que os sucedió algo en los campos de algodón de Darwini… —Sophie miró a Lion—. ¿Tú estabas ahí también?
—Todos estábamos ahí. Mis padres, los de Cleo, ellas… Incluso Nick —contestó Romano—. Él nos ayudó muchísimo con el caso del tráfico de drogas y de los rusos, ¿eh, compañero? —aseguró cogiendo otro trozo de pepino—. Fueron las bratvas de Yuri y el Mago las que nos acecharon… Pero, por suerte, eso ya ha quedado atrás.
Sophie se sopló el flequillo. Lion se echó a reír al reconocer el gesto de Cleo también en ella.
—Hablo en serio, Lion. Como vuelvas a coger otro trozo…
Lion alzó las manos, para hacerse el inocente.
—Yo no he sido. Ha sido la Cosa. —Y se tocó la panza como si tuviera algo en su interior que comiera por él.
—Entonces… Todos estabais ahí —asumió Sophie con tristeza, dirigiéndole una mirada llena de reproches a Nick. Todos menos ella. No es que no se alegrara de no haber sufrido ese ataque, pero lamentaba que él la hubiera mantenido tan al margen de todo. Y como era obvio y ya imaginaba: Nick estaba en Luisiana cuando ella lo llamó asustada—. Tú también estabas en Darwini, Nick.
Aquel chico rubio de sus sueños encontró la mirada de ella y, sin bajarla ni un instante, le contestó:
—Sí.
Cleo y Karen, puro instinto femenino, se quedaron extrañadas al oír el tono lleno de acusaciones de la joven exesposa de Summers. Incluso Lion, supo que había metido la pata al decir lo que fuera que había dicho. Por eso se dio prisa en ir acercando los platos que preparaba Sophie a la mesa y animarlos a todos para que se sentaran a cenar.
La última en sentarse fue Sophie, que trajo una cazuela de cerámica que quemaba, llena de provolone fundido y chorizo especiado.
Durante la cena, Cleo explicó lo que Magnus le había dicho.
—Por ahora, no hay rastro del Jaguar dorado. Tenemos toda la zona controlada y lo siguen buscando.
—Debe de estar oculto en algún garaje. No ha salido de ahí.
—Hay más —dijo Cleo—. Durante el verano, hay oficinas de turismo que organizan viajes especiales por toda Nueva Orleans. La oficina de Jimmies contrató dos viajes organizados para un grupo de cuarenta japoneses. Los veinte primeros llegaron hace tres semanas. Los siguientes están aquí desde hace una.
Nick se interesó por esa información, al igual que Sophie, que no osaba a interrumpir ninguna de las palabras de su amiga.
Nueva Orleans era un lugar demasiado turístico en esas fechas. No era raro ver a gente de todas las nacionalidades paseando por el barrio Francés o haciendo la larga caminata por el río de Magnolias de Woldenberg Park.
—Quiero la lista de las personas que forman esos dos grupos.
—Ya se lo hemos pedido a Jim, el Gordo —dijo, en referencia al propietario de Jimmies—. Nos enviará todas las fotocopias mañana mismo. Pero necesitaré un traductor de japonés.
—Oh, no hará falta, ¿verdad, Nicholas? —dijo Sophie amargamente.
Karen sonrió y miró hacia otro lado. Le gustaba la actitud de Sophie. Si ella fuera ama de vocación, lo pasaría muy bien sometiéndola.
Nick lo era. Pero, al parecer, faltaba mucha comunicación entre ellos.
—Hablo japonés perfectamente —contestó mirando a Sophie.
—Y es un excelente comprador de peluches de oso pandas… —soltó ella con acritud.
—Todo un portento este Nick. —Lion le guiñó el ojo, entretenido con aquel juego que se traían entre manos—. Ya están analizando el ADN encontrado en Bayou Goula. Necesitan veinticuatro horas más para tener toda la información.
—Perfecto. En cuanto tengan los resultados, voy a meterme en todos los bancos de sangre de Japón. Y no voy a descansar hasta dar con el que busco.
—El hackeo es ilegal, Summers. —Lion sonrió con sarcasmo—. Pero yo te puedo ayudar, si quieres. —Alzó su copa de vino.
Cleo bizqueó.
—Perfecto. Desde que dejamos nuestras placas aparcadas, vamos contra la ley.
—No es eso —protestó Lion—. Pero tenemos nuestros propios medios para burlar los sistemas. Vamos a aprovecharnos de ello. Nadie nos ayudó con el caso de Yuri. Sospechaban de nosotros y de Lebedev. Es lo justo que usemos nuestros conocimientos.
—Tengo amigos de la Interpol trabajando allí —intervino Karen—. Cuando tengas los resultados del ADN, podemos contactar con ellos para que nos ayuden a meternos en los bancos y comprobemos las coincidencias.
—Eso es genial, Karen —le agradeció Nick con una sonrisa sincero—. Eres de gran ayuda.
Sophie tuvo ganas de reventarle la botella de vino a Karen en la cabeza. Y después clavarle el extremo roto a Nick en el corazón. Malditos. Si se pensaban que no se había dado cuenta de lo que pasaba, es que eran imbéciles.
—Quiero saber dónde se hospedan —dijo Nick, con la mirada fija en su copa de vino. Debía concentrarse en proteger a Sophie y averiguar lo antes posible quién la quería y por qué. Colocó, sin ser consciente de ello, el brazo por encima del respaldo de la silla de Karen—. Quiero un calendario de todas sus actividades programadas…
Sophie se quedó mirando ese brazo como si perteneciera al mismísimo Satán. Karen carraspeó, incómoda por aquella mirada furiosa.
—Mañana lo tendrás todo. —Cleo se sirvió algo provolone y también le puso su porción a Lion, que observaba todo lo que pasaba en esa mesa con gran atención.
—Hay que ir a casas de compras de coches de segunda mano y a las de alquileres. Vamos a ver si hay alguna denuncia de robo de un Jaguar. Ese tipo ha tenido que sacar el coche de algún lugar. No es suyo —asumió Nick, untando el bastón de finas hierbas en el queso y llevándose por el camino un trozo de chorizo.
—Sophie —Karen habló con voz conciliadora, agradecida—, todo está delicioso. Eres una cocinera excelente.
Ella sonrió levemente, pero no le contestó.
—Sophie es propietaria de la cadena de comida italiana y criolla Orleanini —informó Cleo con orgullo—. Sus pizzas, sus masas, sus sabores y todo lo que hace tienen mucha popularidad en Nueva Orleans. Es un lujo que haya cocinado para nosotros.
—Gracias por el halago, Cleo. Es lo mínimo que puedo hacer para daros las gracias por vuestra ayuda y protección. Me siento muy respaldada, muchas gracias —confesó educadamente. Jugó con la punta de las servilletas entre sus dedos, pues se le había cerrado el estómago. Se humedeció los labios—. Ahora me encantaría que no fuerais condescendientes conmigo y me dijerais la verdad.
Todos enmudecieron, incómodos por el tono imperativo de Sophie.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Cleo frunciendo el ceño.
La joven parpadeó con seriedad. Su ojos castaños refulgieron heridos. Miró de frente a cada uno de los comensales.
—Mi exmarido me ocultó durante años que era agente del FBI. —Sonrió sin ganas—. Me lo ocultó porque creía que, si me lo decía, yo le abandonaría.
—Sophie… —susurró Nick.
—No quiero que se me oculte nada más. Estoy cansada de estar al margen y ya no me sorprende ni me asusta nada. Así que me gustaría saber hasta dónde llegó vuestra instrucción.
—Sophie —la interrumpió Nick con un tono más grave.
—Porque está claro que Nick y Karen han intimidado mucho —continuó ella con ojos llorosos—. ¿También os acostasteis unos con otros en la misión de Amos y Mazmorras?