Nick no quería subir a verla más. Estaba deseando que el tiempo pasara, encontrar al malo y devolver a Sophie a la tranquilidad y a la seguridad de la vida de Chalmette o de Thibodaux, le daba igual, mientras estuviera lejos de él y de sus manos.
Lo que no podía entender era cómo había tenido la brillante idea de cobijarla en su casa, cuando apenas podía controlar el efecto que provocaban sus grandiosos ojos castaños en él, o su cuerpo, tan elegante y de formas tan sutiles, que le resultaban tan provocadoras… Ella siempre despertaba en su cuerpo la necesidad de poseerla. Pero ahora que se sabía amo, y que de sumiso tenía lo que tenía de moreno, esa necesidad, ese instinto salvaje, luchaba por salir y estallar ante ella, que lo había acusado de una cosa que no era, avergonzándolo y haciéndole sentir como un miserable.
No obstante, ser amo no era ser maltratador, y no sabía si Sophie lo había comprendido o no… ¿Y qué importaba ya? Estaban divorciados, ¿no? Ella no lo quería. No querría esa parte de él.
Así pues, decidió centrarse en su trabajo. Oía a Sophie merodear por la casa, todavía con la insignificante camiseta que él le había puesto y que le sentaba como un vestido holgado de verano. Dalton no la dejaba ni a sol ni a sombra.
La oía suspirar mientras iba a la cocina y abría la nevera. A Nick le llegaba hasta su olor, por lejos que estuviera…
Se estaba volviendo loco. Solo estaba pendiente de ella. Sentado en un sillón orejero de color verde oscuro, frente a la mesa baja del salón, intentaba buscar en su MacBook Pro los significados de tatuajes y a qué banda pertenecían. No había ninguno como el de Sophie, no de ese modo…
Pero no se centraría si Sophie no paraba de hacer ruido o se meneaba delante de él, mirando con tanta fascinación la decoración de su nueva casa. Para ignorarla, llamó a Cleo Connelly. Esperaba que hubiese recibido el mensaje de texto y que pidiera ayuda a Magnus para hacer el rastreo del coche que había levantado las sospechas de Sophie.
—Nick —lo saludó Cleo al teléfono.
—Nala.
—Magnus y su equipo están buscando el Jaguar. Y Leslie ha pedido un análisis de sangre para ver si coincide con alguna de las que hay en los bancos de datos genéticos de identificación criminal. ¿Cómo está Sophie?
—Bien. Dando vueltas por la casa —contestó, lacónico.
—¿Y eso es todo?
—Sí.
—Ya.
—¿Qué más quieres que te diga?
Cleo tenía una asombrosa capacidad para leer entre líneas.
—Eh… ¿Cómo estás tú?
—De puta madre —contestó con ironía.
—Nick, cuídala —ordenó.
—Eso hago, joder.
—Tienes una gran oportunidad para solucionar las cosas.
—No hay nada que solucionar. Lo nuestro hace meses que quedó destruido.
—No lo creo… Pero si eso hace que estés más tranquilo…
—Sí. Lo hace —juró entre dientes—. ¿Cuándo conseguirá Les los resultados?
—Dale veinticuatro horas… Cuarenta y ocho a lo sumo.
—¿Mañana ya los puedo tener?
—Seguro que sí. ¿Qué vas a hacer tú mientras tanto?
—Espero a Karen para que me eche una mano con el tatuaje. Ella conoce muy bien las bandas japonesas. Yo solo estuve en una… Y me interesaría su opinión sobre el dibujo. Quiero saber a qué me enfrento.
—¿Karen? ¿Qué Karen?
—La que tenía que ser mi pareja en la misión.
—¿La que tenía que acompañarte como dómina pero me hizo el favor de romperse un brazo para que fuera yo en su lugar?
—Sí, esa misma.
—Buf. Dale las gracias de mi parte.
—Eso haré.
—Un momento, Tigretón… No puedes meter a tu compi de juegos guarros en tu casa. Sophie se va a enterar y no le va a gustar nada.
—Lo que Sophie piense me importa un bledo. —Apretó el teléfono con fuerza—. Ya no es nada mío.
—Sigue siendo la madre de Cindy.
—Karen tiene información muy valiosa, y la necesito.
—Tu exmujer no es tonta, Nick. Se dará cuenta… Las mujeres tenemos una suerte de radar para esas cosas. Yo lo llamo el radar antizorras.
—Karen no es una zorra.
—Seguro que no, pero para Sophie se va a convertir en la guarrilla de Satán si la metes en tu casa y percibe que entre vosotros hubo más que palabras. ¿Me has entendido?
—Solo va a ser un día, y Sophie no va a entrar al trapo de lo que pueda decir Karen. Es muy educada.
—Ya, pero, en lo que respecta a las mujeres, no vale lo de dos no se pelean si una no quiere. Te aseguro que en una pelea de gatas muere hasta el apuntador. Ten cuidado.
—No va a pasar nada. No seas ridícula.
Cleo se rio con ganas.
—Es que ni siquiera eres consciente de lo que vas a provocar, ¿verdad? Parece que lo hagas a propósito.
Nick sonrió.
—Tigretón… Estás sonriendo, ¿verdad? Eres muy malo.
—Déjame en paz, Connelly. Avísame en cuanto Magnus sepa algo.
—Le diré que te llame o que te pase a ver.
—De acuerdo.
—Dale recuerdos a Sophie de mi parte. Ciao.
—Adiós.
Colgó el teléfono y se pasó las enormes manos por el pelo despeinado y rubio. Necesitaba la ayuda de su excompañera porque era un inmenso caudal de información. Tal vez no fuera buena idea que Sophie y ella coincidieran, pues no sabía nada de su mundo ni de lo que había hecho para prepararse para Amos y Mazmorras. Pero ¿por qué iba a importarle cómo se sintiera? «Ex» quería decir que era una cosa del pasado.
Tal vez Cleo estuviera en lo cierto, porque se iba a destapar la caja de Pandora. Karen llegaría de su Texas natal por la tarde y le ayudaría a resolver su principal duda: quién la había marcado y por qué. Si descifraba el simbolismo que se ocultaba detrás de aquel tatuaje, ya tendría por dónde empezar a investigar.
—¿Quién es Karen? —preguntó Sophie, plantada frente a él, con el pelo liso, como el primer día, y los ojos castaños rebosantes de curiosidad e inseguridad.
* * *
Cada paso que Sophie daba en esa casa era como una puñalada trapera a su corazón roto, un corte amargo que le recordaba lo que le había hecho a Nick.
Había decorado su nueva casa con los muebles que a ella le gustaban, con los colores que ella prefería, con todos los accesorios que deseaba. Todo… Las bañeras con hidromasaje, el gimnasio, el jardín, cuyo césped estaba revuelto para poder plantar nuevos árboles… Todo. El suelo, el parqué, el tipo de ventanales y balcones… Todo era del gusto de Sophie, una casa como la que ella había esperado tener junto a él algún día.
Pero ese día no iba a llegar. Era como si Nick quisiera pasarle esa vivienda por la cara, restregándole su estupidez, diciéndole lo tonta que había sido al tratarlo de aquella manera y alejar al único hombre que pensaba en ella como en su verdadero hogar.
Los sofás blancos, las chaise longue tapizadas de morado, la tele blanca que se sostenía a la pared, la chimenea que aún no se encendería… El diseño y el calor de un hogar tradicional, todo unido, como en una buena mezcla. La piscina de afuera era lo suficientemente profunda para que ella se ahogara.
Y la cocina era tan grande como un comedor. Contaba con todos los accesorios, islotes, hornos, neveras, hornillos, microondas y demás que pudiera necesitar un buen chef. Era de madera clara, de cristal azulado y acero inoxidable, hecha para ella.
A medida.
Se limpió las lágrimas con las puntas de los dedos. No quería hacer un drama de aquella situación. Pero lo hacía, porque tenía las emociones completamente disparadas.
Hasta que escuchó el nombre de una mujer en los labios de Nick. Un nombre que, por cómo lo dijo, sabía que pertenecía a alguien que Nick quería y respetaba.
Los celos y el amor que todavía sentía por él la arrastraron a pedirle explicaciones inmediatamente, justo cuando Nick colgó y finalizó la conversación con Cleo.
—Cleo me da recuerdos para ti. Se alegra de que estés mejor. —Se levantó del sofá, para escapar de ella y mantener la distancia. Sophie lo cortocircuitaba.
—¿Quién es Karen, Nicholas? —preguntó ella, pasándose la mano por la camiseta, a la altura del vientre, alisando una arruga inexistente.
—Una compañera.
—¿Qué compañera?
—Una compañera de misión.
Fue a la cocina, poniendo tierra de por medio. A Sophie se le marcaban los pezones por debajo de la camiseta, y bien sabía Dios que sus braguitas no le supondrían obstáculo alguno si quisiera tirársela contra la pared. Arrepentido por pensar así, obtuso por creer que ella aceptaría algo como eso sin ponerle otra demanda, abrió la puerta de la nevera doble y extrajo una botella de dos litros con zumo de naranja y zanahoria. Empezó a beber como un minero ucraniano.
Sophie apoyó una cadera en la encimera de la cocina, observando el comportamiento y las reacciones de Nick.
—¿Nunca vas a explicarme nada sobre tus misiones? ¿Sobre tu trabajo encubierto durante tantísimo tiempo? —le preguntó—. Nada sobre tus compañeros… ¿Qué hay de Clint? Apenas sé nada de él. Él también me engañó, el muy cretino —protestó frunciendo el ceño.
Nick bajó la botella de sus labios. Exhaló, saciado.
—A Clint lo asesinaron durante la misión de Amos y Mazmorras. Está muerto. —Ya podía decirlo en voz alta sin derrumbarse.
El rostro se nubló de pena y preocupación.
—¿Muerto? Oh, Dios… Nicholas… —Alargó la mano hacia él, como si quisiera darle consuelo.
Clint había sido el mejor amigo de Nick, y lo había perdido en una misión.
—Ya pasó. Hace bastante tiempo de ello. —Se apartó como si no quisiera esa compasión de su parte.
Sophie cerró los dedos de su mano y la retiró poco a poco.
—Lo siento muchísimo —dijo, horrorizada al pensar que Nick había sufrido esa pérdida solo—. No me dijiste nada…
—No. Una orden de alejamiento no ayuda mucho en estas cosas, ¿no crees?
Ella cerró los ojos, consternada.
—Lo lamento tanto…
—Y yo. —Cerró la nevera—. Pero la vida continúa. —Pasó por su lado, rozando brazo con brazo.
—¿Y tú?
—Y yo qué.
—¿No me vas a preguntar nada sobre Thelma? —dijo, un poco desairada. Ella no había pasado por todo lo que pasó Nick en su profesión. Pero en ese torneo en el que coincidieron, todo se vino a bajo. Thelma, su ama y amiga, había encontrado el final de sus días bajo la soga de Venger. ¿No quería hablar con ella de nada? ¿De nada que implicara reproches o emociones, que recordara vagamente a la confianza que una vez habían tenido?—. También la perdí en ese maldito torneo… Y se había convertido en alguien importante para mí. En una buena amiga, tanto como lo pudo ser Clint par ti. Y ya no está. —La voz se le quebró.
Nick se detuvo, haciendo enormes sacrificios por no darse la vuelta y consolarla de nuevo. No creía en aquello que podía decir: «Todo se arreglará». Eran palabras vanas y falsas. Nada se iba a arreglar, joder.
—Tienes comida en la nevera. Solo hay que calentarla —dijo
—¿No vas a comer conmigo? —Bajó la cabeza—. Podrías intentar sentarte a mi lado sin que tengas necesidad de huir casi al instante, ¿no crees? No te voy a hacer nada…
—No puedo. He dicho que iba a cuidar de ti. —Y en todo caso, no tenía miedo de ella, sino de lo que podría llegara a hacerle él—. Quiero prepararme y activar la seguridad de la casa… Hay mucho por hacer hasta que llegue Karen.
—¿Te puedo ayudar?
—No quiero que salgas y que te vean. Es por tu bien.
—Y por el tuyo, ¿no? —le soltó, herida por aquella superflua indolencia—. Parece que quieres protegerme, pero sin tener que estar en la misma habitación que yo. ¿Tanto me odias, Nicholas? ¿Tan perdido está todo?
Los ojos dorados de Nick se volvieron amenazantes, como si le dijera que era mejor que no siguiera por ese camino, pues no le quedaba suficiente diplomacia ni buenas contestaciones que dar.
—Hazme un favor. —La miró de arriba abajo—. Cámbiate de ropa y ponte vaselina en el tatuaje…
—Por mí como si se me infecta y me tienen que amputar el brazo. No lo quiero. Es horroroso —sollozó, rabiosa con él.
—No lo es —replicó, admirando el tatuaje y la belleza de la estructura ósea que había debajo—. Pero, si no lo cuidas, se desdibujará y quedará horrible. Haz lo que te digo, las cosas que menosprecias se acaban volviendo horrendas.
Touché.
Sophie tuvo ganas de lanzarle la azucarera blanca a la cabeza, pero las maravillosas puertas correderas mates del mismo color no tenían la culpa de que Nick se hubiera vuelto feo y se estropeara, por su culpa.
Por culpa de no haberlo cuidado.
Tal y como sucedería con su tatuaje si no se encargaba de él.
* * *
Al parecer, así iba a ser su día a día con Nick hasta que se solucionara todo y pillaran al tipo que la había secuestrado y la había marcado como si fuera un cerdo vietnamita.
No se hablarían. No se mirarían y procurarían no compartir espacios. Era como si viviera sola en una cárcel con mil ojos, por la cantidad de microcámaras que Nick estaba colocando por toda la superficie y todas las plantas. No había ni un rincón que no estuviera enfocado por uno de sus visores de cristal diminuto. Aquella hermosa casa se había convertido en un pequeño Gran Hermano. Uno que ella iba a ganar, porque nadie más participaría, y porque estaba más sola que la una.
Hizo caso de su exmarido barra agente secreto del FBI.
Sacó la ropa de la bolsa Mandarina Duck negra que su padre le trajo de un viaje a España, una maleta con calzado junto a un neceser Mark Jacobs que siempre dejaba en Thibodaux.
Después de una reconfortante ducha, se colocó frente al espejo. Se peinaba el pelo para que le cogiera la forma que ya tenía: el flequillo húmedo y recto, y el pelo liso bien estirado descansando sobre su espalda. Al estar mojado, parecía que tuviera la melena más oscura, pero, en realidad, tenía un tono miel.
Estudió su rostro ojeroso y su tez pálida. Recordó todo lo que Thelma le había enseñado.
Le había enseñado muchas cosas. A quererse, a valorarse, a sentirse hermosa por su entrega y a respetarse tanto por dentro como por fuera. Sophie no era de maquillarse mucho, hasta que la conoció.
Thelma había sido una mujer espectacular, rubia, desafiante y tan provocadora como un cartel de Sodoma y Gomorra en la puerta de una iglesia. Y se había sentido bien con la provocación, cómoda en su traje más usado de trabajo y de vida. Y era dominante hasta decir basta, si es que se podía decir basta a alguien a quien le gustara dominar.
Le apasionaban los desafíos y siempre le decía: «Nunca dejes que nadie te diga que no puedes. Si amas algo con tal intensidad como para sacar las garras por ello, lucha por conseguir su total aceptación».
—Ay, Thelma… —murmuró al espejo, echando otro vistazo de refilón a su nuevo tatuaje, que llevaría de por vida. Tenía colores rosas, fucsias y amarillos por las flores; verdes, por el cuerpo de la serpiente dragón; blanco y negro, por el rostro de la japonesa… Se dio la vuelta y vio que en la base del tatuaje, de donde emergía el cuerpo de la mujer, había tres calaveras con dibujos en los ojos. Era una obra de arte que nunca hubiera comprado, ni mucho menos estampado en su cuerpo. Pero ahora ya no podía hacer nada por evitarlo. Lo cuidaría para que, al menos, se viera hermoso, tal y como había dicho Nick—. Thelma. —Se dio la vuelta, agarró el mármol de la pila del baño y miró directamente al cristal, con determinación—. Una vez me dijeron que la gente que muere de manera violenta tarda mucho en dejar este plano —susurró. Tenía mucho respeto al mundo oculto—. Si todavía estás por aquí, te pido un último favor: ayúdame a recuperar a Nick. No quiero darme por vencida —parpadeó, emocionada y dolida por su situación—. Ayúdame, te lo ruego. Voy a dar todo lo que tengo para arreglar las cosas. Incluso sabiendo que eso puede suponer mi total destrucción. Pero no me importa. Quiero darlo todo por él, porque lo amo más que a mí misma, y porque he sido capaz de cambiar por él, y encontrarme. Así que —abrió la cremallera del neceser— voy a ser todo lo atrevida que me pediste que fuera lejos de la mazmorra.
Thelma siempre tenía grandes lecciones que dar. Fue una dómina dura, pero también una amiga divertida, una gran confidente y su mejor asesora de imagen. Le había enseñado a sacarse partido.
Y eso iba a hacer.
Se puso unos tejanos de cintura baja, muy ajustados, rotos por partes estratégicas y maquiavélicamente pensadas; y una camiseta negra de tirantes, con las letras D & G en la parte frontal, dibujadas con lentejuelas doradas. Sophie no iba a ocultarse de nada ni de nadie. Ya no era la misma, ya no era la niña rica y sobreprotegida de los Ciceroni. Ahora era una mujer trabajadora, una madre luchadora y superviviente, cuyas últimas experiencias la habían fortalecido y le habían demostrado que la vida era efímera. Y no la viviría con miedo, a pesar de que lo tuviera, y mucho. Porque vivir con miedo era vivir como una muerta.
Y seguía viva. Y lo tenía que aprovechar.
Tenía una noventa de pecho, antes la ochenta. Los tenía hinchados por la leche. Y parecía una roquera de la jet set.
Se maquilló como Thelma le había enseñado. La recordó con una sonrisa.
—Rostro natural, que no se note que una va pintada. A ver, ponme morritos —le decía mientras ella misma hacía el mismo gesto—. Tienes una boca muy sensual, Sophie. Tienes que lucirla. —Le pintaba los labios, y después le daba un beso en la boca, ni húmedo ni pervertido, sino justo en la línea en la que se separa la amistad y el reconocimiento de la belleza ajena—. Preciosa. Sí, señor. ¿Y estos ojos de pestañas largas? Pones un poco de rímel, kohl negro y un sombreado ahumado… Y ya los tienes a todos y a todas a tus pies.
Y ese era su estilo. Entre informal y elegante, pero con una nota de descaro y provocación. Se había asegurado de que sus armarios no conservaran ni una de las prendas conservadoras que había estado acostumbrada a llevar. Lo donó todo. Y cambio su fondo.
A sus padres no les había sido difícil acertar con la ropa. Todo lo que había en cajones, perchas y zapateros respondía a sus nuevos gustos.
Se colocó los zapatos de firma y plataforma, con cintas tobilleras de piel negra. Dio una última mirada a su atuendo.
—Vamos —se animó a sí misma—. Se enamoró de mí una vez. Puede volver a hacerlo.
Se dispuso a bajar a la planta de abajo justo cuando sonó el timbre de la casa.
La visita había llegado.