Capítulo 2

Condujo el Evoque intentando mantenerse sereno, sin dejar de prestar atención a Sophie, que, de vez en cuando, hacía esfuerzos por despertarse. Abría los ojos y lo miraba de frente. Entonces parecía relajarse, como si con él se sintiera segura.

Nick recordaba la de veces que lo había mirado así, cuando, estando juntos, se iban de viaje en su antiguo todoterreno. Sophie se dormía y, cuando se despertaba, asombrada por haberse desconectado, lo miraba, le sonreía y volvía a cerrar los ojos, como si con ello le dijera: «Si sigues ahí, entonces puedo seguir durmiendo».

Agarró el volante con fuerza, impotente al ver lo que le habían hecho. Su preciosa esposa parecía diminuta en el asiento del copiloto. Tenía los pies descalzos y sucios, las rodillas manchadas, y la cara sucia de los churretones de sus propias lágrimas, de las salpicaduras de su sangre y del polvo de aquella jodida iglesia.

No era casualidad. Ella le había llamado para decirle que tenía miedo, que se sentía indefensa… Y pocos días después la habían secuestrado… Todo estaba relacionado.

Nick torció el cuello a un lado y lo hizo crujir: un gesto para destensarse antes de explotar. No se tenía por alguien violento, vengativo…, pero si tocaban algo que a él le importaba. Y aunque su relación con Sophie había decaído mucho en los últimos meses, hasta el punto de no querer saber nada de ella, se sentía hecho una furia por lo que le habían hecho.

Más le valía a aquel misterioso tatuador esconderse bien, porque iba a remover cielo y tierra para encontrarle.

El rostro de Kiya Hime en la parte delantera del brazo de Sophie, la mujer dragón, le sonreía, jactándose de su miseria.

Cuando se despertara, su exmujer iba a querer amputarse el brazo. La herida seguía supurando, pero no tanto como antes. Además, el secuestrador, se había encargado de limpiarlo con cuidado para que el tatuaje no se desdibujara ni se echara a perder con la suciedad, la inflamación y una más que posible infección cutánea. Había estado horas con ella hasta acabarlo. Un día tatuándola. ¿Para qué? ¿Qué habría hecho después si él no hubiera llegado a tiempo?

Nick no quería ni pensar en ello, así que encendió la pantalla digital del coche, tecleó la opción de manos libres y buscó en su agenda el teléfono de Carlo Ciceroni.

Iba a hacerse cargo de su hija, lo quisiera o no. Esperaba que colaborase. Ahora no era un maldito agente comercial insulso. Su exfamilia política sabía que era trabajaba en el FBI. Aunque lo odiaran por ello, iban a tener que obedecer sus órdenes; la vida de su única hija estaba en juego.

La alerta de llamada no duró ni dos timbrazos.

—¿Nicholas? —La voz temblorosa de Carlo irrumpió al otro lado de la línea.

Escuchar aquella fragilidad en un hombre tan fuerte no le sentó nada bien. Su exsuegro estaba aterrado, síntoma de que era humano, y no un dios inmisericorde, como le había hecho creer.

—Señor Ciceroni —lo saludó.

—Sophia… Ha desaparecido. La esperábamos en Thibodaux desde las nueve de la mañana. No sabemos nada de ella… He ido a la policía y…

—Señor Ciceroni —lo cortó Nick—. He encontrado a Sophie.

—¿Cómo dices?

—La tengo aquí conmigo.

—¿Qué? ¿Puede hablar?

—No, ahora no.

—Por Dios —exclamó, mezclando una sensación de descanso y alegría—. Dime que está bien. ¿Dónde estaba? ¿Qué le ha pasado?

—Ahora no puede decirle nada. Me voy a encargar de ella estos días. —Su voz no permitía replica de ningún tipo, algo que Carlo pareció captar, pues no puso objeción alguna.

—Entiendo… —respondió, sumiso—. Sabía que no era normal que ella no nos avisara. Sophia es…

—Ya sé cómo es Sophia, señor Ciceroni. —«Por si no lo recuerda, fue mi mujer durante siete años y medio»—. Hace un par de horas que mis compañeros me comunicaron su desaparición.

—Ah, claro… Me alegro. ¿Quién te ha avisado?

—Mis amigos de la comisaría. Ahora, estense tranquilos. Ya la he encontrado. Por ahora necesitará descansar.

—Desconozco cómo lo has hecho, pero, muchas gracias —le dijo con sinceridad.

«Ah, Carlo Ciceroni. Con lo orgulloso que eres, ¿cuánto te ha costado decirle eso a tu repudiado exyerno?», se dijo.

—Nicholas… Por favor… ¿Ella está bien? Solo dime qué le ha pasado.

—Es difícil explicarle lo que ha pasado por aquí. Hable con su mujer y dígale que se tranquilice, que Sophia se pondrá bien. Solo tiene unos cuantos rasguños y se encuentra bajo los síntomas de un somnífero. —«Y tiene un tatuaje que seguramente, personas como ustedes, solo han visto en jarrones chinos de la dinastía Ming»—. Si lo necesitan, vengan a mi casa esta noche. Le hará falta ropa… y sus cosas…

—¿A Washington? —preguntó sin comprenderlo.

—No, señor. —Nick sonrió, sabedor de la sorpresa que se iba a llevar—. Hace unos días compré una propiedad de Audubon. Vivo ahí desde entonces.

—¿Has venido a vivir a Luisiana, Nicholas? —preguntó incrédulo—. Mi hija no me dijo nada.

—Su hija no lo sabía. Hacía dos semanas que no me llamaba…

—Sí. Lo sé todo —murmuró Carlo—. Sé todo lo que eres y estoy al tanto de lo sucedido en… las Islas Vírgenes. Sophia me lo contó. No podíamos imaginar que fueras…

—Perfecto. Así no tendré que darle detalles escabrosos —replicó, cortándole abruptamente con amargura y algo de sarcasmo—. En fin. Vengan a verla si lo desean. —Nick intentó centrarse para plantearle y comunicarle el motivo real de su llamada—. Señor Ciceroni, entiendo que ustedes son celosos de su intimidad. La policía no ha tenido nada que ver en el rescate de Sophia. He sido yo y mis amigos los que hemos dado con ella. De este modo, los medios no se meterán de por medio, y ustedes, ella y Cindy podrán vivir con más o menos normalidad. Así que les pido que, por ahora, lo dejen todo en nuestras manos.

—¿Crees que eso es lo mejor?

—Por ahora sí.

—Bien… De acuerdo. Te estoy muy agradecido. Es un gran detalle, Nicholas…

—Pero…, siempre hay un pero, señor, y usted lo sabe mejor que nadie. —Nick fijó sus ojos en la oscuridad de la noche de aquella interminable carretera.

—Suéltalo ya, muchacho.

—Necesito que me manden lo antes posible a su médico privado. Quiero asegurarme de que ella está bien y de que le hagan un chequeo completo.

—Claro que sí —aceptó él, nervioso—. Ahora mismo vamos para allá. El médico vive en el barrio Francés. No tardará mucho en llegar a tu casa.

—Bien. Les espero entonces. Cuando lleguen les explicaré lo que ha pasado. —Una vez le facilitó la dirección, se despidió con un educado y frío—: Les veo más tarde.

* * *

A Nick no se le ocurrió nada mejor que comprarse una casita al inicio de la larguísima e inacabable Tchoupitoulas Street, donde vivían sus amigos, a los que ya consideraba parte de su familia.

El dinero que había conseguido le dio mucha seguridad económica y libertad para vivir como él quisiera. En Washington estaba solo. A Chicago no iba a volver, pues, aunque quería a sus padres, prefería más campo y menos ciudad. En Luisiana encontraba satisfacción a todas sus necesidades, aunque estas no le llenaran el corazón.

Su casa no era un castillo, como la casa de Leslie, ni una adorable casita, como la de Cleo. Pero era un hogar a caballo entre una cosa y la otra, colindante con el Audubon Zoo. Desde la parte alta de la casa, que tenía tres plantas, disfrutaba de las buenas vistas de sus instalaciones y de la guarida de los leones y de los tigres. Pensó que a Cindy le encantaría ver a los animales, y la compró precisamente pensando en la pequeña a la que no había podido ver durante los últimos meses. También la eligió por la tranquilidad, por lo protegida que estaba respecto a las miradas ajenas y por el precioso ambiente natural que la rodeaba, parte de ese entorno era propiedad de los parques del zoo.

Tenía un garaje exterior en el que cabían tres vehículos, un jardín con palmeras que rodeaba la propiedad a cuatro vientos y una piscina con catarata y dos ambientes. La casa tenía ciento setenta metros cuadrados. Nick sabía que era mucho espacio, pero le encantaba disponer de habitaciones para invitados, por si acaso un día recibía sorpresas inesperadas. Un estudio, un gimnasio privado, una biblioteca… Bueno, bien mirado, sí la tenía ocupada. Pero vivía solo. Demasiados metros para él solo.

Aparcó el Evoque justo al lado del todoterreno, que aún conservaba por motivos sentimentales. Apoyó la cabeza en el respaldo de piel del asiento. Se guardó la pistola en la cinturilla del pantalón y giró la cabeza hacia Sophie.

Debía acomodarla, limpiarla y… protegerla.

Eso era lo más importante.

Sophie había sido víctima de un loco que hacía tatuajes japoneses, y no unos cualesquiera. Estaban relacionados directamente con la Yakuza, hecho que lo empeoraba todo. Pero ¿con quiénes?

Cargó con ella, procurando que la manta térmica no se deslizara por ningún lado.

No pesaba demasiado. Había perdido unos cuantos kilos. Ya lo notó cuando la vio en las Islas Vírgenes, pero, al parecer, no había recuperado el peso en las semanas siguientes.

Seguramente, era cosa de los nervios y de la ansiedad. No le gustaba que lo estuviera pasando mal.

¿Y Cindy? ¿Notaría el estrés por el que estaba pasando su madre? Sophie era cariñosa y atenta, y se entregaba a la pequeña con ahínco. El vínculo entre madre e hija era irrompible y estrecho. Su amor era puro e incondicional. Pero, después de todo lo que había pasado…, ¿habría cambiado algo entre ellas?

Con ese pensamiento, Nick introdujo el código de seguridad. La puerta blindada se abrió y ambos entraron en la vivienda.

Sophie se encontraría desorientada cuando abriera los ojos sin el somnífero corriendo por su sangre.

¿Qué cara pondría cuando supiera que vivía allí?

No sabía qué sucedería cuando se enterase de que, dos semanas atrás, cuando lo llamó y le pidió que se fuera a pasar unos días con ellas, porque se sentía insegura, y él rechazó la proposición, en realidad, acababa de comprar aquella casa, en Luisiana, justo donde el estado le había prohibido entrar mediante una orden de alejamiento.

* * *

El doctor Abster tenía el aspecto de un hombre que no había trabajado con sus manos en toda su vida. Como mucho, habría cargado con su maletín negro, donde guardaba todas sus herramientas para tratar a sus pacientes.

Nick lo estudiaba apoyado en la puerta de la habitación de invitados, sin perderse ni un solo detalle de lo que aquel joven licenciado con gafas rectangulares y tan rubio y pálido como un bebé le hacía a Sophie.

Cuando acabó su revisión, carraspeó incómodo y se levantó, impresionado de ver a Sophia Ciceroni en un estado tan vulnerable. Subiéndose las gafas metálicas por el puente de la nariz, se acercó a Nick y le dijo:

—¿Quiere que espere a don Carlo para que hablemos sobre su estado?

—Puede hablar conmigo. —Nick se cruzó de brazos, esperando las noticias.

—Está bien.

—Quiero saber si la han violado.

El doctor alzó la cabeza con sorpresa.

—Es usted muy directo…

—Es mejor que lo sepa yo a que lo sepa el señor Carlo.

Abster negó con la cabeza y levantó una mano para tranquilizarlo.

—No. No ha habido abuso sexual. Las pruebas dan negativo, aunque, si desea que hagamos un examen exhaustivo, y Sophia decide poner una denuncia, se debería llevar al laboratorio de criminalística para que analicen más a fondo los resultados.

—No hace falta. Solo quiero que me asegure que no la han forzado.

—No hay restos de vello púbico, ni semen, ni humedad, ni enrojecimiento… Nada que me indique que ha habido contacto sexual.

Solo entonces Nick relajó los hombros y se descruzó de brazos. Solía cruzarlos como medida de protección cuando debía escuchar algo que no deseaba, como si fuera un escudo en el que rebotaran las palabras indeseadas.

Pero, gracias a Dios, Sophie no había sufrido una experiencia de ese tipo. Y menos mal, porque Nick no habría podido vivir con ello. Podía hacerlo con ese tatuaje, pero no sabiendo que alguien había abusado de ella, y todo por no haberle hecho caso.

—Está bajo el efecto de un potente sedante —continuó Abster—. Cuando se despierte, puede darle la mitad de una pastilla de modafinila, y la otra mitad ocho horas después. Eso hará que se espabile.

—De acuerdo.

—Le he tomado sangre para comprobar que con las agujas que le han hecho ese dibujo —se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco que guardaba en el bolsillo delantero de su camisa azul clara— no le hayan transmitido ninguna enfermedad infecciosa, como la hepatitis.

—Quiero los resultados mañana mismo.

—Y los tendrá —aseguró cerrando su maletín delante de Nick—. Me urge saber que Sophia esté bien. Soy el médico de cabecera de su familia desde hace años…

Nick bizqueó. Otro más a quien Sophie tenía embelesado y quería hacerse cargo de su exmujer.

—No se preocupe. Yo me aseguraré de que no le pase nada. La cuidaré bien.

Abster asintió y lanzó una última mirada a Sophie, como un corderito degollado.

—Hay una crema especial para que cicatrice el tatuaje. Parece muy limpio, pero es bueno que esté húmedo constantemente con algo parecido a la vaselina, para que no se hagan costras. Y se lo debe lavar dos veces al día con agua y jabón.

—Bien.

—Otra cosa más. El tatuaje es grande. Sophie sigue dándole de mamar a Cindy. No tiene por qué ser así —especificó—, pero dicen que la tinta puede pasar a la sangre, y eso sería malo para la niña. Deberá tener cuidado a la hora de amamantar a su hija. Tal vez no deba hacerlo hasta pasadas unas semanas.

—Yo leí que dependía de si el tatuaje rodeaba el pecho —aclaró Nick. Se había leído un manual de riesgos y leyendas urbanas para embarazadas. Lo de los tatuajes era una de ellas—. Este rodea el brazo y parte del hombro… No es para tanto. Sophie necesita recuperar la normalidad, tal vez no sea bueno que aparte el vínculo con su hija tan drásticamente, aunque durante unos días tenga que hacerlo, por otros motivos.

Abster se encogió de hombros.

—Es mi labor informarle. Supongo que no habrá problema. Si Cindy sufre algo de diarrea, eso podría ser una explicación.

—Estaremos pendientes —dijo—. Doctor, ya sabe que no debe abrir la boca sobre nada de lo que has visto, ¿verdad?

—Sí, por supuesto. —Carraspeó, inseguro de nuevo—. Es un secreto profesional.

—Exacto.

Nick se apartó de la puerta para dejar salir a Abster y acompañarle hasta la salida. Una vez en el jardín, el médico se subió a su Mercedes gris y le dijo al bajar la ventanilla.

—La visitaré dentro de una semana. Hasta entonces, espero que estén bien. Buenas noches.

—Buenas noches. —Nick clavó sus ojos amarillos en la matrícula del Mercedes. ¿Qué mierda hacía Sophie con los hombres para tenerlos a todos revoloteando a su alrededor como si ella fuera un tarro de miel y ellos fueran abejorros? ¿Por qué creían que tenían algún derecho sobre ella?

Sería mejor no pensar demasiado en ello, no quería ponerse de mal humor.

* * *

El segundo timbrazo de la madrugada anunció la llegada de Carlo y Maria Ciceroni, que cargaban con Cindy en brazos, plácidamente dormida. Dalton salió disparado a saludarlos, el enorme golden los había olido y no se había olvidado de ellos.

Cuando Nick abrió la puerta y los vio, el rencor lo sacudió por dentro. Ellos lo habían culpado y señalado sin saber la verdad; habían sido cómplices de las decisiones de su exmujer al alejar a su hija de él. Lo despreciaron. Lo tacharon de sus vidas. Una vida en la que nunca encajó, por muy bien que los hubiera tratado.

Maria, una mujer bella, llena de carácter y tesón, tenía a Cindy en brazos. Y Nick no había esperado verla. Hacía meses que no la veía. Y con algo tan puro e inocente sobre ella, sumido en un dulce sueño, no podía transmitir la frialdad y el desdén que había preparado como recibimiento.

Cindy había crecido. ¡Y estaba tan bonita! Nick solo podía pensar en eso. Llevaba un vestidito rosa y unas zapatillas de bebé del mismo color, con los cordones blancos. Tragó saliva, con congoja.

El pecho se le encogió y sintió unas inmensas ganas de llorar, que reprimió delante de sus abuelos. ¡Hacía tanto que no la veía! ¡Más de medio año! Demasiado para un padre devoto como él.

Pero entre todos le habían privado de tantas cosas…

—Nicholas, hola.

Maria parecía sinceramente feliz de verle. Sujetaba con varias horquillas su pelo negro y algo despeinado en lo alto de la cabeza. No estaba maquillada y tenía más arrugas de las que recordaba.

Los Ciceroni vestían con ropa todavía veraniega y de campo, y jamás habían tenido un aspecto tan sinceramente humilde como en ese momento.

—Hola, señora Ciceroni —contestó con la educación que jamás olvidó.

—Nicholas… —lo saludó Carlo—. ¡Hola, Dalton amigo! —Acarició las orejas del perro.

Cuando el padre de Sophia habló, todo aquel halo intimidatorio de antaño brilló por su ausencia. Ya no había nada que ocultar, nadie a quien impresionar. Nick ya no sentía respeto hacia ellos, ya no corría el riesgo de que no lo aceptaran. De hecho, ya lo habían repudiado. Era un riesgo que ya no podría experimentar de nuevo. Todo perdido. Nada que perder.

Ya no les daba miedo. Ya no les quería impresionar.

Eran sus exsuegros, los padres de su exmujer. Punto final.

—¿Podemos entrar? —preguntó un ojeroso Carlo, con la barba incipiente y entrecana asomando en su mandíbula.

—Por supuesto, señor Ciceroni. Sophia está en la segunda planta. La primera habitación a la derecha.

—Te seguimos, Nicholas. Después de ti —dijo Carlo, educadamente.

La situación era algo tensa. No se veían desde hacía casi nueve meses.

Antes, Nick se esforzaba en portarse bien y en intentar agradarles, en hacer que se sintieran orgullosos de su yerno. Sin embargo, en ese momento, ya no le preocupaba lo más mínimo.

Era quien era, no tenía que ocultarse. Después de que ellos pensaran lo peor de él como persona y de que lo pusieran a la misma altura que al asesino de su propio hijo, cualquier afrenta que pudieran hacerle no tendría efecto alguno sobre su amor propio.

Ya no le podrían hacer daño.

Subieron las escaleras de madera y Nick les hizo entrar en la cómoda habitación en la que Sophie dormía.

No iban a prestarle atención ni a los detalles que la decoraban ni a los colores marrones terrosos y dunas, ni a su gusto exquisito para los muebles blancos, ni tampoco a la chimenea eléctrica empotrada a la pared. La habitación, de hecho todas las de la casa, eran propias de una princesa rica como Sophie. No lo quería reconocer, pero las había decorado con cientos de detalles que a ella la harían sentir cómoda.

Sophie estaba sepultada bajo una sábana blanca y un cubrecamas lila, sobre unos cojines esponjosos y grandes en los que podía reposar plácidamente. Nick le había cubierto el tatuaje con plástico transparente, después de ponerle la vaselina que el doctor le había indicado.

Cuando a él le hicieron el suyo, no había tenido tantos cuidados, y tampoco se le infectó.

—Dios mío, mi niña… —dijo Maria con un sollozo. Le entregó la bebé a Nick, sin pensarlo, como quien entrega un paquete, y se fue directa a sentarse en la silla que Nick había dispuesto junto a la cama.

Nick cobijó a Cindy entre sus brazos, asombrado por aquel acto espontáneo. Abrió los ojos, parpadeando, atónito y ahogado de la emoción. En meses interminables no había visto a su hija, y, de repente, la tenía con él. Y era tan bonita… Y tan pequeña… Una niña preciosa que pronto cumpliría dos añitos. Rubia, de ojos castaños como los de Sophie. Y profundamente dormida como su madre.

Nick se fue a la esquina de la habitación, en la que había una pequeña librería y una chaise longue fucsia con motivos dorados. Detrás de ella, oculta como si se muriera de la vergüenza, había una cuna ancha y grande.

La arrastró hasta el lado contrario de la cama en el que estaba Maria, agarrando la mano de su hija con lágrimas en los ojos. Pensó en dejar a Cindy ahí, pero quería disfrutar más del calor de su diminuto cuerpo y de su olor a bebé y a limpio. Sonrió con ternura e inhaló su aroma.

Parecía mentira, pero, juraría que solo con eso, la escarcha de su corazón se resquebrajó.

Carlo apoyó las manos sobre los hombros de su mujer, ubicado como una estatua tras ella, y miró a Nick esperando que le hiciera un resumen de lo que había sucedido.

—¿Ha venido el doctor Abster?

—Sí —contestó Nick, dejando a Cindy en la cuna. Le quitó las zapatillas y la arropó con la sábana blanca de ositos rosas estampados. Después se incorporó y los miró de frente, dispuesto a ser sincero y directo como nunca lo había sido—. Hasta que despierte no sabremos a qué altura del trayecto la secuestró ese individuo. —Maria ahogó un sollozo—. No se ponga nerviosa, señora Ciceroni. Su hija está bien. Nadie la ha violado ni se han aprovechado de ella sexualmente. —«Otra vez», pensó, cínico, recordando con amargura que ellos sí creían que él la había violado una noche.

—¿Y ese… tatuaje? —preguntó Carlo mirándolo como si fuera una abominación.

—Es una marca. La han marcado.

—¿Una marca? ¿Quién? ¿Por qué? —dijo con estupor.

—Cómo y por qué es algo que tengo que averiguar, y no les quepa duda de que lo haré. El tipo que encontré en Bayou Goula intentó escapar, y le disparé. Está herido. Mis compañeros están examinando las huellas que encontramos en el lugar. Daremos con él en breve.

—Oh, Dios… —Maria se cubrió la cara con las manos y se echó a llorar—. ¿Quién ha podido querer hacerle eso a Sophia? ¿Por qué nos quieren hacer daño de nuevo? —Entrelazó los dedos con los dos de su marido—. Yo no…, no puedo volver a pasar por algo así. No puedo…

—Maria, tranquilízate, te lo ruego —le rogó su marido con suavidad—. Sophie está aquí. Con nosotros. Ya está a salvo…

—¿A salvo de quién? ¿Por qué? Mi hija ya ha sufrido mucho… Ya sufrió mucho con aquella historia de las Islas Vírgenes… Regresó cambiada —señaló con tristeza, y después le dirigió una mirada de reproche velada—. Mataron a su amiga… Te hirieron a ti… Lo sabemos todo, Nicholas.

Él se contuvo. Lo sabían todo. Pues nada, otro tachón a su expediente familiar.

Nick apretó los dientes. En el fondo él se hacía las mismas preguntas, para las que no tenía respuestas. ¿Quién? ¿Por qué? Tenía una ligera sospecha de lo que podía estar pasando. Y eso era casi peor que la ignorancia. Aun así, les preguntó:

—Señora Ciceroni, ¿Sophie no les dijo que tenía la sensación de que la estaban vigilando?

Carlo y Maria levantaron la cabeza y lo miraron estupefactos.

—Mi hija no nos dijo nada en absoluto. Quería hacer borrón y cuenta nueva. Ella vive sola, ¿lo sabes?

—¿Cómo? —¿No seguía viviendo en Thibodaux, al abrigo y protección de sus padres, con su adorado Rob? Un momento—. Vive con Rob, ¿verdad?

—No —negó Maria—. Vive con su hija. En los últimos meses, han cambiado muchas cosas. Dejó de trabajar para Azucaroni y montó su nuevo negocio.

Nick frunció el ceño, sorprendido.

—¿Dónde está viviendo?

—En una casa en Chalmette. Ha echado mano de sus ahorros y del dinero que heredó de su abuelo.

«¿Sophie independizada? ¡Eso sí que era una sorpresa! Jamás se lo hubiera imaginado».

—Sí. Y, además, ya es propietaria de un restaurante de comida italiana llamado Orleanini —continuó Maria, que parecía disfrutar con la expresión de Nick.

Eso ya lo sabía. Lo intuyó después de escuchar la conversación de Darcy, la madre de Cleo, el día en que sufrieron el ataque de las bratvas.

—Hoy por la mañana regresaba de un viaje a Chicago —continuó Maria—. Quiere abrir una nueva sucursal allí. Estaba mirando locales. ¿Sabes qué?, ha salido en las mejores revistas de gastronomía del país —explicó con orgullo—. Mi Sophia es una excelente empresaria que adora la cocina de su tierra y…

—Necesito la dirección de Chalmette —la cortó Nick—. Sea quien sea el que le ha hecho esto, sabía dónde tenía que ir a buscarla. Quiero poner cámaras de vigilancia ahí.

—Pues es…

Pero antes que Maria se lo dijera, Carlo la detuvo con precaución.

—Es Sophia quien debe darle la dirección.

Nick clavó sus ojos dorados en los más viejos y maduros de Carlo. Le sonrió sin ganas.

—Créame que no voy a permitir que a su hija le suceda nada malo. La vigilaré. No voy a ser una amenaza para ella. Solo me haré cargo de su protección. Nada más. Y en cuanto ella esté fuera de peligro, volveremos a ser el matrimonio fracasado que fuimos. Yo, un agente del FBI con fama de abusador; ella, la hija de una familia italiana de la aristocracia de Luisiana que siente un miedo atroz por los hombres con placa. Tal vez nunca debimos estar juntos. —Hizo una mueca con la boca—. Fue un error.

—No he querido decir eso —replicó Carlo, asombrado por la beligerancia del tono de Nicholas.

—Fue en tu busca —intervino Maria secándose las lágrimas—. Ella fue en tu busca, Nicholas. Mi hija no nos desafía porque sí. Solo lo hace cuando cree que sigue lo que le dicta su corazón. Como ya lo hizo una vez. Ella quiso recuperarte…

—Demasiado tarde, señora Ciceroni. Después de todo… Hay cosas que no pueden volver a ser lo mismo.

—No voy a meterme entre vosotros.

—No. Ya lo hicieron demasiado en el pasado.

—Solo queríamos lo mejor para ella.

—Y yo no lo era. Condicionaron mi vida con Sophie.

—Tú la condicionaste con tu mentira —le soltó Carlo, a pesar de que ahora Nick era un importante y respetado agente del FBI, nada que ver con el inofensivo y educado comercial que creyeron que era.

Él prefirió no contestar. No iba a enzarzarse en una discusión con ellos. Todos estaban nerviosos. Lo único importante era proteger a Sophie y hacer que se recuperase lo antes posible.

Después, las aguas volverían a su cauce.

Maria tragó saliva, compungida, superada por la situación. Bajó la cabeza y acarició uno a uno los dedos de la mano de su hija.

—Es muy difícil perder a un hijo, Nicholas —dijo—. Solo hemos procurado que a Sophie nunca le sucediera nada. Y ni eso hemos conseguido, por mucho que la hayamos protegido… Solo quiero lo mejor para ella. —Dos lagrimones cayeron de sus ojos directamente al suelo, cubierto por una alfombra blanca de pelo suave—. Tú eres padre, ya lo comprenderás.

—No me han dejado serlo. Me apartaron de mi hija —los acusó de nuevo, sin dejar de mirarlos fijamente.

Maria cerró los ojos llena de aprensión, parecía arrepentida por cómo había actuado.

Nick se apiadó de ella. Era una mujer, una madre destrozada por ver a su única hija en una situación como esa. Debía tener más tacto.

Carlo suspiró, mirando al techo, emocionado y afectado por el estado de su mujer.

—Mi hija vive ahora en Corinne Drive. En el número dos mil —le informó.

Nick asintió, agradecido.

—Voy a pedir a mis amigos que echen un vistazo y barran la zona. Sophie se quedará aquí mientras tanto, hasta que no cojamos al cabrón que le ha hecho esto. Ustedes deberían regresar a Thibodaux…

—¿Y Cindy? —preguntó Maria con la atención fija en su nieta.

Nick ansiaba pasar tiempo con su hija, pero aquel no era el mejor momento hasta que todo se aclarase. Markus lo había pasado muy mal con Milenka, y la niña había estado en peligro dos veces. Se moriría solo de imaginarse poner a Cindy en una situación peligrosa.

—Lo he meditado desde que se fue el doctor y… Por ahora, es mejor que se la lleven con ustedes. Me dijo que Sophie todavía le da el pecho. —Le daba vergüenza hablar de eso con ellos—. ¿Usted dispone de…?

—Tengo leche de Sophie en biberones. Se la extrae y las guardamos. Es lo que le doy cuando Sophie se va de viaje o tiene que trabajar. El doctor nos ha dicho que es bueno seguir dándole del pecho hasta al menos los dos años. Después, dependerá de lo que pida Cindy… —le explicó solícita, mirándolo entre asombrada y divertida. Maria nunca había hablado de eso con un hombre que no fuera el médico. Nicholas pensaba en todo, y eso le gustó.

—Entonces, háganse cargo de nuestra hija hasta que esto se solucione. Por favor —añadió con educación.

—No tienes que pedírnoslo como un favor —lo corrigió Maria—. Lo hacemos encantados. Es nuestra nieta.

Y él lo agradecía. Cindy estaría bien con sus abuelos.

Y él se sentiría más seguro si solo tuviera que preocuparse por una de las mujeres de su vida.

Sophie y él iban a pasar tiempo solos y juntos.

Qué sucedería luego era algo que solo sabía el destino.