Vida o muerte. La Yakuza y su honor implicaban llegar a la continuidad de la primera o acabar el camino en la segunda.
Nick leía los mensajes que se habían pasado por móvil el Emperador y Daisuki. En ellos, Daisuki decía que lo habían herido y que necesitaba ayuda. Que no sabía dónde estaba la nee san occidental (era así como llamaban a las mujeres marcadas por la Yakuza). No obstante, insistía en que la encontraría, porque se lo había prometido a su Emperador.
Nick dudaba que Daichi se presentara en Estados Unidos, pues los líderes de la Yakuza daban sus órdenes desde sus palacios y nunca se manchaban las manos ni se hacían visibles. Pero si, por lo que fuera, se presentaba, no iba a desaprovechar la oportunidad de vengarse.
Ahora era Nick quien tenía su teléfono, así que podría manipularlo a su antojo.
Cuando, en la mazmorra de las hermanas Laffite, recibió el mensaje del clan Yama que decía que habían ido al Cat’s Meow, pero que no lo habían encontrado, y pedían una nueva localización, Nick apagó el teléfono inmediatamente.
Los japos estarían buscándolo por el barrio Francés, pero Daisuki ya no estaba ahí. Viajaba en el maletero del Evoque, camino del cementerio de Lafayette.
Eran las tres de la madrugada.
Nick se iba a hacer pasar por Daisuki e iba a citar a su clan en el famoso cementerio, que se encontraba dentro de Nueva Orleans, en el Garden District, en un cuadrado perfecto sobre la plantación Livaudais.
La llamaban la ciudad de la muerte. La mayoría de las tumbas pertenecían a las familias ricas de Nueva Orleans, que, en un detalle ostentoso, habían erigido increíbles obras de arte de mármol y figuras llenas de expresividad y tormento, en un lugar en el que tantas lágrimas se habían derramado.
Y todavía faltaban por derramar unas cuantas más. Y habría que ver si iban a ser lágrimas occidentales u orientales.
Nick encendió el teléfono una vez que llegó al cementerio. Y envió un mensaje en perfecto japonés a los amigos de Daisuki:
He encontrado a la nee san. Por fin he acabado con su vida. Pero la policía va tras mis pasos y he tenido que huir de donde me encontraba. Recogedme en el cementerio Lafayette. Os espero en el obelisco, al otro extremo del cementerio. Pertenece a los Osgood. Es muy visible. Daos prisa, estoy herido.
Adjuntó unas fotos de Sophie…, desnuda, con la garganta desgarrada y con un charco de sangre rubí a su alrededor.
Después de haberle hecho el amor y poseerla, Nick le había inyectado un somnífero muy potente que había surtido efecto en ella al instante.
Por eso había necesitado verla antes de ir al cementerio. Necesitaba esa imagen, pero Sophie lo había entretenido más de la cuenta con su declaración de amor, y él no había podido negarse a probarla una vez más, antes de llevar a cabo su último trabajo.
Tenía poco tiempo para maquillarla y hacerla pasar por un cadáver, para que los Yama creyeran que Daisuki había cumplido su prueba de honor. Nick pidió ayuda a las chicas, para montar el escenario de un crimen en el que Sophie era la víctima. Después habían mandado las fotos, como prueba de que Daisuki había cumplido con su misión, para que nadie se preocupaba de si Sophie seguía o no con vida.
Para todos, debía estar muerta. Asesinada a manos de la Yakuza.
Pero Nick no pensaba dejar las cosas así. Necesitaba que los miembros de los Yama aparecieran en ese cementerio, para dar un mensaje alto y claro.
Junto a Nick, ocultos en los laberintos y recovecos del cementerio, estaban el resto de sus compañeros. Karen se encargaría de avisar de la llegada de los miembros del clan Yama; Lion actuaría como francotirador, igual que Markus.
Nick colocó a Daisuki en la base del obelisco de la familia Osgood. Lo dejó sentado, como si estuviera reposando en el mármol, como si meditara sobre la vida y la muerte, sobre los errores cometidos. Y eran tantos que Nick no dudaba en que se pasaría siglos en el Purgatorio.
Cuando lo tuvo todo preparado, se ocultó en una de las tumbas que rodeaban el obelisco. Y esperó.
Esperó a hacer justicia.
—Nick —dijo Karen a través del intercomunicador—, ha llegado un Range Rover negro al cementerio. Se han apeado cuatro hombres. Van hacia tu posición.
Al mismo tiempo, Nick recibió un mensaje en el móvil de Daisuki: «Estamos en el cementerio. No te muevas de donde estás».
—Sí, son ellos. Perfecto —susurró Nick, que miró al otro lado, en el que Karen y Markus estaban preparados para disparar—. Quiero que los masacréis cuando os dé la orden.
—Entendido, rubia —contestó Markus con voz firme—. ¿Sabes?, yo soy más de cuerpo a cuerpo. Prefiero las peleas.
Nick sonrió con indulgencia mientras se sentaba y se apoyaba en la piedra en el que habían escrito un epitafio que no quería leer.
—A ti te gustan las masacres, y lo haces sin ningún tipo de elegancia… A mí no me interesa dejar ni un cabo suelto. Las mejores batallas se ganan sin enfrentamientos. ¿Nunca habías oído eso?
Markus resopló.
—Tú eres un marica, y todos lo sabemos, rubia.
Lion y Karen se echaron a reír. También Nick.
—Y tú, rusa, estás enamorada de mí. Por eso me ayudas. Chicos, no sé si os lo he dicho…, pero… gracias.
—No hay de qué, tío —dijo Lion—. Me has hecho rico. Te lo debo.
—Y yo te lo debo por haberte dejado solo en el torneo —reconoció Karen—. Pero, echándote un cable con esto, estaremos en paz, ¿no crees?
—Y una mierda —contestó Nick sonriendo al tiempo que cargaba su Glock de nueve milímetros—. Lo tuyo no tuvo perdón, Karen.
—Ah, venga ya… —repuso ella—. Conmigo no habrías ganado el torneo. Nunca asumiste el cambio de rol y tenías demasiada confianza conmigo. Creo que te fue bien sin mí.
Durante su carrera como agente, su última opción siempre fue la de disparar y matar. El objetivo era obtener la declaración de los delincuentes, detenerlos. Allí, frente a la ley, se les juzgaría adecuadamente.
Sin embargo, Estados Unidos no tenía ni idea de cómo proceder con miembros de la Yakuza. Nick, que había estado en uno de sus clanes, sabía perfectamente que nunca se debía dejar a un yama o a un sumi con vida, porque, en ese caso, siempre regresarían para vengarse.
Y lo cierto era que no pensaba perdonar que hubieran tocado a Sophie. Esa guerra acabaría a su manera.
Se acuclilló detrás de la tumba de piedra. En cuanto los viera aparecer, daría la orden para que Karen y Nick dispararan contra ellos. Si alguno se libraba, él se encargaría de acabar el trabajo.
* * *
Largos minutos después, oyó los pasos ágiles y decididos de los cuatro Yama. Se acercaban al obelisco, donde Daisuki los esperaba.
Eran altos y delgados, muy pálidos, de oscuros ojos muy rasgados y casi entrecerrados. Nick se había hartado de ver caras japonesas cuando estuvo en la misión junto a Clint. Verlos de nuevo le recordó a él, a su amigo, que tanto sufrió por culpa de Ryu Sumichaji, el hijo favorito del líder del clan Sumi.
Ahora tenía la oportunidad de vengarse de todos.
Y no la iba a desaprovechar.
—Markus. Lion —susurró.
—Aquí estamos.
—A mi orden.
Los cuatro miembros del clan rodearon el obelisco, llamando a Daisuki.
La noche era húmeda, pero el sudor de los nervios calaba su piel y su camiseta. Nick sonrió al ver las expresiones de aquellos tipos cuando se dieron cuenta de que Daisuki yacía sin vida, degollado, como si hubiera sido víctima de un ajuste de cuentas.
Sí, se había manchado las manos de sangre, pero aquellas personas no le importaban, porque no eran humanas, eran asesinos, habían intentado matar a Sophie.
Después de las expresiones de horror y estupefacción, vinieron las de alerta y se pusieron en guardia. Se llevaron las manos a las cazadoras y sacaron las pistolas.
—Ahora —ordenó Nick.
Desde sus posiciones, Lion y Markus dispararon a las cuatro cabezas. Dos cayeron al instante.
Un tercero recibió un disparo en la garganta; después, mientras agonizaba en el suelo tupido de verde y arenoso, Markus lo remató con un tiro en la cabeza.
El cuarto hombre echó a correr, pasando para su desgracia, por la tumba en la que Nick lo esperaba.
Y cuando el agente detuvo al greñudo y blanquecino miembro de la Yama, decidió guardar su arma y no le tembló el pulso para rodearlo por la garganta con ambos brazos colocarle la rodilla en la parte baja de la espalda y hacer palanca. Nunca se había creído juez ni verdugo de nadie, pero no iba a tener piedad de hombres como aquellos.
Había visto demasiado en Japón, en el torneo de Amos y Mazmorras DS y también allí en Nueva Orleans. Los hombres así no merecían segundas oportunidades, porque nunca se reciclaban, nunca recapacitaban, no tenían conciencia.
Poco a poco, el tipo se iba asfixiando, se le iba la vida. Nick lo notaba en su manera de coger aire, en el modo en que su cuerpo hacía espasmos por continuar vivo… Pero no. No habría vida para él.
Cuando murió, Nick no se sintió ni bien ni mal. Solo liberado.
Liberado por saber que nadie haría daño a Sophie y que ella podría vivir en paz.
En paz porque él lo había impedido.
Ahora quedaba la otra parte del trabajo.
Nick arrastró al cadáver junto a los de sus amigos. Markus y Lion los estaban recogiendo, envolviéndolos en plástico y juntándolos en el obelisco.
—¿Los ponemos así Nick? —preguntó Lion.
—Sí. Daisuki va en medio —ordenó Nick, colocando al que él había matado en otro extremo—. Karen, ¿vienes? —preguntó por el comunicador.
—Sí.
—¿Traes las litografías?
—Sí, aquí las tengo… Joder, ya os veo. —Silbó impresionada por la estampa de muerte que había en la base del obelisco.
La agente morena y de pelo rizadísimo se acercaba a grandes zancadas. Traía consigo unos papeles de DIN A3 con un tatuaje de un tigre estampado en ellos.
Era el símbolo del clan Sumi. El del tatuaje que llevaba Nick en su nalga y en su muslo.
Tomó las litografías y las pegó en los pechos de los cinco cadáveres.
—Lion —Nick tomó el teléfono de Daisuki y se lo ofreció—, grábame.
El rubio se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y tomó dos tiritas que se pegó en los extremos de los ojos para alzarlos y achinarlos. Después se puso un pasamontañas negro que guardaba en el bolsillo delantero del mismo pantalón. Se lo colocó por la cabeza y cubrió su rostro por completo, excepto sus ojos, rasgados como los de un auténtico japonés. Con las sombras y la poca luz del cementerio, sus ojos brillantes y dorados parecerían oscuros.
Se colocó delante de los cinco cadáveres y miró directamente a la cámara.
—Silencio todos —ordenó.
Karen y Markus se callaron al instante.
—Da tu mensaje, Nick. Empiezo a grabar —dijo Lion.
Nick miró directamente a cámara, como si hablara frente a un televisor y se dispuso a pronunciar su discurso en japonés. Sabía lo que eso provocaría, las consecuencias que traería para los dos clanes líderes de la Yakuza de Japón. Se iba a hacer pasar por Ryo, el hijo del líder de los Sumi. Enviando ese mensaje, el Kotei de los Yama se moriría de rabia y dolor por la muerte de su hermano. Los Yama irían a por los Sumi a muerte, sobre todo a por Ryo, su asesino. Él sería el primero en caer. Y eso era lo que Nick quería, como venganza por todo lo que Clint había sufrido.
No había nada mejor que el mal se matara entre él. Nick provocaría una guerra que a la que era ajeno.
—Este es un mensaje para el clan Yamaguchi —empezó—. Especialmente para el Kotei. Soy Ryo Sumichaji, hijo de Kai. Hace seis meses me encargué de tu padre en Japón. Las nee san de los Sumi no se tocan. Tu hermano ha matado a la mujer que compró mi padre en las Islas Vírgenes. Es justo que yo haya matado a tu hermano ahora. Ajustaremos cuentas en Tokio.
* * *
Cuando acabó la grabación, enviaron el mensaje inmediatamente. Después quitaron la batería del teléfono, que desecharon en un contenedor de un descampado, justo donde llevaron a los cinco yakuzas que habían intentado matar a Sophie Ciceroni. Allí los fundieron en un ácido. No dejaron rastro. Jamás los encontrarían.
Lion, Markus y Karen nunca hablaron de lo que había pasado. Nick se fiaba de ellos. Además, todos estaban implicados en ello.
Karen regresó a Washington, porque tenía trabajo que hacer para el FBI.
Magnus hacía la vista gorda a todo lo que tuviera relación con Lion, Markus, Cleo y Nick. Por eso, al día siguiente, después de salir de la casa de masajes, no les preguntó nada sobre la persecución.
Gracias a ellos había obtenido su ascenso y un importante pellizco económico. Les debía mucho. En su opinión, si lo que hacían era bueno para Nueva Orleans, entonces que siguieran haciéndolo. Nunca estaba de más que alguien más se involucrara en limpiar la basura de su ciudad, sobre todo cuando era gente de fuera la que la ensuciaba.