Los primeros compases de Te amo, de Rihanna, hacían que la gente vitoreara y que las mujeres bailaran entre ellas, seduciendo a sus parejas, divirtiéndose con arrumacos y caricias.
Hasta que Sophie subió al escenario central, que se había convertido en un podio. Entonces todos le hicieron un corro a la Reina de las Arañas, que subía con ella, un tanto estupefacta y también entretenida por el atrevimiento de la mujer a la que se suponía que tenía que proteger, no ponerle una diana en el culo.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —le espetó Sharon sonriendo, fingiendo que ella estaba sobre el escenario por decisión propia—. ¿Qué quieres? ¿Que te vea ese tipo?
—Ayúdame, Sharon. —Se acercó a ella, para hablarle casi sobre su boca, sin tocarla. La gente pensaría que iban a hacer un numerito, y eso era justo lo que quería conseguir: llamar la atención. Porque nada atraía más a la gente de ese mundo que ver a la mismísima Reina en acción.
Sharon levantó una ceja y después entrecerró los ojos, cubiertos de una sombra azul oscura que provocaba un efecto antifaz.
—No puedo ocultarme eternamente. Él me tiene que ver. Así saldrá de su madriguera. Si está aquí, no podrá resistirse para ver más de cerca su tatuaje. Muévete conmigo y haz que todas y cada una de las personas que hay aquí se fijen en nosotras.
—¿Su tatuaje? —repitió ella.
—Es una historia muy larga. —Sophie sonrió, caminando lentamente y al son de la música—. Baila conmigo.
Sharon dejó escapar una sonrisa seductora, llena de admiración. Con el rabillo del ojo controló a sus guardaespaldas, que ya estaban en guardia, procurando que nadie subiera allí de improviso. Al ver que todo estaba más o menos bajo control, se relajó y clavó en Sophie aquellos ojos transparentes, nada que ver con su alma. Y se centró en el espectáculo que tenían que dar.
—Estás muy loca. —Se pegó a ella, cintura con cintura, pecho con pecho, tomándola por las caderas, y le dijo—: Y me encanta.
Sophie tragó saliva y sonrió.
La gente se quedó pasmada al ver cómo una desconocida era la que provocaba a la Reina para que hiciera algo, y que ella, después negarse en un primer momento, aceptaba de buen grado.
La canción hablaba de dos mujeres que se amaban y de lo triste que era descubrir que un viejo amor ya no era correspondido.
Y para gusto de todos, Sharon y Sophie se convirtieron en esas dos mujeres.
Pocas cosas como la música hacían que Sophie se desinhibiera de ese modo. Por eso, en ese escenario, movió hombros, piernas y caderas como mejor sabía, como si fuera la última vez.
Nada llamaba más la atención que dos mujeres hermosas y cómplices, bailando juntas, sin importarles nada más, aunque, en el fondo de sus corazones, demasiadas cosas les quitaran el sueño y la paz.
«Te amo, te amo», she says to me
I hear the pain in her voice
Then we danced underneath the candelabra,
she takes the lead
That’s when I saw it in her eyes, it’s over
Sharon tomaba sus caderas y las movía como las de ella, como si hicieran el amor, bailando la danza más antigua de todas. Después, le dio la vuelta a Sophie y tiró de su larga cola de caballo, sonriendo y mirando hacia el público, que, histérico y eufórico, no dejaba de dar palmas y de animarlas a que continuaran con su número y llegaran más lejos. La rubia pasó los labios por el lateral de cuello de Sophie, que entrelazó los dedos con los de sus manos, que subían hasta casi abarcar sus pechos. Tras ellas, en la pantalla plana que colgaba de la pared, Laetitia Casta y Rihanna hacían lo mismo, pero con más sutileza.
Then she said «te amo».
Then she put her hand around my waist
I told her no, she cried «te amo».
I told her I’m not gonna run away, but let me go
Sharon le mordió el lóbulo de la oreja, y Sophie se estremeció por el gusto y la sorpresa. Ambas se miraron, como si estuvieran de acuerdo en todo lo que se hicieran. La reina le dio la vuelta, para quedarse cara a cara. Coló un muslo entre los de ella y bailó así al son de la música, bamboleándose como si las notas movieran su cuerpo.
Mientras tanto, disimuladamente, Sophie buscó entre la multitud a su perseguidor. Estaba segura de que lo reconocería. Su intuición no podría fallarle. Había estado en sus manos, sentiría su presencia.
Pero entonces, mirando caras enmascaradas, melenas y calvas, rostros de hombres y mujeres desconocidos en vez de los ojos de su perseguidor, se encontró con los ojos fríos y crueles de su supuesto protector.
Sophie se irguió. La estaba evaluando, como si quisiera darle su merecido por desobedecerle.
Pero a ella le daba igual. Quería ponerse en el punto de mira de su acosador, de su tatuador, de su futuro asesino… Ya no importaba. Él le estaba haciendo la vida imposible. Estaba harta. Tan harta como Nick, que, aunque la protegiera, le hacía la vida imposible con su rencor y su ira.
Tenía a Kiyo Hime tatuada en su piel. Y parecía surrealista y acertado, porque se sentía tan despechada como la mujer dragón. Pero ¿y Nick? ¿A Nick qué le debían tatuar? ¿La figura del castigador?
Por eso, bajo su control exagerado y cruel, continuó bailando con Sharon, sabiendo que no solo alimentaba las llamas de su rabia y su decepción. Nick estaría muy enfadado con ella, y ella quería que se enfadara aún más. Y sabía que nada le cabreaba más que seguir deseándola, que sentir ese fuego.
Y ella podía avivar esas piras ardientes, tanto en ella como en él.
My soul is awry, without asking why
I said, «te amo, wish somebody’d tell me what she said»
Don’t it mean «I love you»?
Think it means «I love you».
Nick no podía comprender por qué se exponía, por qué se ponía aún más en peligro.
¿Era su inconsciencia? ¿Era que no se daba cuenta de lo que estaba haciendo? ¿Acaso era su miedo?
No lo sabría jamás. Pero sí conocía a la perfección las emociones que lo convertían a él en un auténtico hijo de puta.
Y, en ese momento, después de salir del baño y descubrir que los japos solo formaban parte de un grupo de turistas curiosos por la noche de Nueva Orleans, estaba tan encendido y rabioso con ella por haberle desobedecido que no sabía qué era capaz de hacerle. No le importaba lo increíblemente hermosa que la viera ahí, ni las miradas de deseo de hombres y mujeres hacia ellas.
Nadie debía mirarla. Ella no tenía que hacerse notar.
Y ahí estaba. Decepcionándolo de nuevo.
Avanzó a trompicones entre la gente. No podría ser amable con ella. Sophie iba a toparse con su cara más cruel. La bajaría del escenario a rastras.
Entonces, justo cuando estaba a un par de metros de la tarima, algo que iba igual de rápido y veloz que él se movió por su lado derecho.
El tipo tenía el pelo negro como el carbón, recogido en un moño bajo. Llevaba antifaz de cartón nacarado negro, una camiseta roja de manga larga y unos pantalones oscuros. Y, si no le fallaba la vista, sudaba profusamente y su cuerpo se bamboleaba demasiado al caminar.
Era él. Iba cojo.
Nick salió disparado para cazarle. No iba a dejarlo escapar.
Sophie observó la escena a cámara lenta.
El tipo del moño no dejaba de mirarla. Se dio cuenta del momento exacto en el que advirtió la presencia de Nick y en cómo se dio la vuelta para alejarse del podio e irse de allí.
Sharon, que era como dios y también lo veía todo, percibió los movimientos de Nick y el desconocido. Saludó a la gente con disimulo, tomó a Sophie de la mano y la sacó del escenario, para continuar con la fiesta, pero, con ellas aparte, sin ser el centro de atención.
Nick estaba a punto de darle caza. Se apretó el pinganillo contra la oreja y pidió refuerzos:
—¡Sale por la puerta principal!
—¡Estoy en el reservado, en el patio interior! —informó Lion—. ¡Te sigo!
—¡Estamos en la salida trasera! —exclamó Markus—. Ahora vamos.
Nadie iba a poder barrarle el paso al japonés, pero Nick corría más rápido y lo alcanzaría. El tipo desapareció por la salida con el móvil en la mano. Nick pensó lo peor. ¿Y si llamaba y alguien lo recogía en coche? ¿Y si no podía cogerlo a tiempo?
Entonces, cuando Nick salió por la puerta, se dio de bruces con una imagen que jamás hubiera esperado encontrar.
El individuo estaba en el suelo.
Uno de los amos criaturas del torneo se había sentado encima de él y le tenía inmovilizado con las manos a la espalda.
Su pelo negro ondeó cuando levantó la cabeza y fijó su dura mirada en Nick. Era alto, estilizado. Tenía unas facciones marcadas y estructura ósea muy grande y corpulenta. Su chupa de cuero, sus botas y sus tejanos desgastados le daban un aire a un ángel del infierno.
Cuando Lion y Markus llegaron hasta donde estaban, Romano se detuvo ante el hombre que había detenido al japonés y le dijo:
—¿Qué coño has hecho, Prince?
* * *
—De nada —contestó el moreno, apartándose para que Nick se llevara a su presa inconsciente—. Lo he visto correr cojo, me he fijado en que era japonés… Y he probado suerte. Le he dado un golpe en el cuello —explicó limpiándose los pantalones y recolocándose bien la chaqueta de cuero.
Nick se dio la vuelta y lo miró.
—Joder, espero que esté vivo.
—Claro que lo está. —Prince lo señaló y bizqueó—. Solo está un poco aturdido.
Nick le agradeció el gesto mientras se llevaba a Daisuki a otro lugar. Lion le había dicho que, si daban con él lo llevarían al Club de las Laffitte, que estaba cerca del Cat’s Meow.
En ese momento, Sharon y Sophie salieron del local para ver qué había pasado. Ambas quedaron impresionadas al ver el percal.
Nick se las quedó mirando con rabia, pero lo único que hizo fue buscar a Cleo, a Karen y a Leslie, que vigilaban los alrededores para no llamar la atención:
—Llevaos a Sophie a un lugar seguro. Después iré yo.
Sophie parpadeó, contrita, pero no estaba tan arrepentida como para no devolverle la mirada.
Lion y Markus siguieron a Nick al Club de las Laffitte.
Cleo y Leslie miraron a Sophie y a Sharon.
—¿Qué diablos habéis hecho? —preguntaron las dos al mismo tiempo.
Sharon resopló y movió la mano, como si ella no tuviera nada que ver con lo sucedido. Pero lo tenía y mucho. Sin embargo, era Sophie la responsable de todo.
—No ha sido nada.
Sophie se despidió de Sharon con seriedad, pero la otra le tomó la mano y le pasó el pulgar por el dorso, en un gesto sorprendentemente cariñoso.
—Nadie tiene que dominarte si no quieres. Nadie debe obligarte a ser quien no eres, Sophie. Nadie debe obligarte a amar como tú no amas. Eres libre de ser quien tú quieras, no de ser lo que los demás quieren que seas. No lo olvides.
Sophie sonrió entristecida.
—Yo ya sé quién soy, Reina —respondió sin dudar—. El problema es que he entregado el corazón a alguien que ya no me ve. Como tú. —Tomó su muñeca y rozó el candado en forma de corazón con el índice—. ¿Quién tiene la llave de este corazón? ¿Un hombre que te hace libre o un carcelero que ya no te deja volar?
Las palabras de Sophie dejaron a Sharon, que siempre tenía respuesta para todo, sin saber qué decir.
Y al tiempo, la dejaron sola, ante el hombre por el que se había marcado, mientras las Connelly se encargaban de Sophie y la acompañaban al Wrangler.
Una vez dentro, sentada en la parte trasera, junto a Karen, Cleo miró a Sophie a través del retrovisor con sus despiertos y claros ojos verdes.
—¿Estás bien? —le preguntó—. Nick ya tiene a su hombre… Ahora intenta relajarte, Sophie. Ya estás fuera de peligro.
Sophie lo dudaba. Acongojada como estaba, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y, con pesadez, cogió aire por la boca.
—Hoy ha sido un día duro —murmuró Leslie arrancando el coche—. Deberías intentar dormir… Iremos a mi casa, ¿de acuerdo? Ahí estaremos seguras. Mi casa es como un fortín.
—Me gustaría ir a Chalmette —dijo Sophie con un suspiro.
Karen negó con la cabeza.
—No tienes por qué torturarte con ver tu casa ahora. Ya no se puede hacer nada. Lo único que tienes que hacer es dejar que cuidemos de ti y…
—¿De qué hablas, Karen?
Cleo frunció el ceño a través del retrovisor y estudió el rostro pálido de Sophie.
—Estás loca si crees que voy a dejar que te deprimas más al ver tu casa. Ha volado por los aires, Soph. No se ha podido salvar casi nada y…
—Oh, joder… —murmuró Karen, incrédula—. Creo que Nick no le había dicho nada.
—¡Dios mío! ¡No! —Sophie se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar, desconsolada, desgarrada por la noticia.
No sabía nada.
* * *
Sharon se quedó quieta ahí de pie, frente a Prince. El amo la miró de arriba abajo, sin decir ni una palabra.
—¿Qué estás haciendo tú aquí? —preguntó ella con frialdad—. Hace mucho tiempo que no te pasas por el Cat’s Meow.
—Ah, bueno… —Suspiró—. Solo quería recordar viejos tiempos. —La miró de arriba abajo—. ¿Hay algo nuevo e interesante que ver?
—No. Nada. —Sharon se dio la vuelta, dispuesta a alejarse de él. Los tres orangutanes la resguardaban.
—¿Llevas a estos de seguridad porque tienes miedo de mí? —preguntó Prince en voz alta.
Sharon lo ignoró por completo y entró de nuevo en el local, en el que se sintió completamente fuera de lugar y más sola que nunca.
¿Cuándo podría ver a Prince sin que se le encogieran el corazón y el estómago?
Aturdida por verlo otra vez, dejó atrás a los guardaespaldas y se metió en el baño de señoras. Los traía locos, lo sabía más que bien, pero necesitaba huir y se sentía realmente mal por sentirse como se sentía siempre que se encontraba con él. Más aún después de su último encuentro en el Temptations.
Se encontraba a Prince en casi todas partes, como si se multiplicara.
No había nadie en el baño de chicas, así que se apoyó en el lavamanos y esperó a que los latidos acelerados de su corazón fueran a menos. Debía recordar como concentrarse, como frenar la ansiedad y la vergüenza de los juicios abiertos de Prince, porque él no dudaría en volver a acusarla y a menospreciarla en cuanto tuviera oportunidad.
La puerta del baño se abrió. Prince entró como un vendaval, cerró la puerta tras de él, cogió a Sharon de la muñeca y tiró de ella hasta hacerla entrar en uno de los baños.
—¿Qué haces, animal? —le recriminó.
Prince cerró con pestillo. Cuando la encaró, un brillo febril y tempestuoso moteaba su mirada de ónix. La furia se encendía con un chispazo. Pero era el deseo lo que abrasaba más allá del odio y el rencor.
Sharon lo empujó para que la dejara salir, pero él, duro como la piedra, no se movió.
—¿Para qué tienes a tres gorilas contigo si ni siquiera ven cuando un hombre entra en el baño de señoras?
—Déjame salir ahora mismo o me pongo a gritar —lo amenazó.
—A mí no me engañas ni me intimidas, Reina —espetó—. Tú y yo sabemos que no harás nada que te ponga en evidencia.
—Tienes razón. —Sonrió falsamente—. Así que déjame salir o te quedas sin huevos.
Prince la estampó contra la pared de madera del baño y se pegó a ella.
—Puedes fingir todo lo que quieras. Puedes encontrarte conmigo y hacer como que no existo, puedes cambiar de acera cuando te cruces conmigo, incluso puedes hacer oídos sordos a mi nombre, Sharon. Pero tú y yo sabemos que lo que pasó en el Temptations…
—¡No hables de eso, maldito! —Intentó removerse contra él, pero no pudo.
—Tú sabes que quien te folló durante horas fui yo. Quien te dominó fui yo. Quien te poseyó fui yo. Y lo hice sin condón —le recordó—. ¿No te da que pensar? ¿Y si esperas un hijo mío?
—Mala suerte. —Alzó la barbilla con desdén—. Mi amiga la Roja ya me acompaña… Y estás como una cabra si crees que seguiría adelante con un embarazo como ese. No tendría un hijo contigo jamás. Ahora, si me disculpas. —Hizo un gesto esperando a que Prince la soltara.
—No vayas de dura conmigo, Sharon. No finjas. Nos conocemos. No te importó fingir en el Temptations, ¿verdad? No te importó fingir que no sabías quién era ni te importó entregarte a mí… Seis cientos mil dólares es mucho dinero, ¿no? Conozco a muchas que hacen casi lo mismo, pero cobran tarifas de cincuenta dólares.
Sharon sacó una mano inesperada y le arreó una bofetada descomunal, que le marcó la cara y también la memoria.
—La última vez que me llamas puta. La última. —Lo señaló con el dedo. Movida por la vergüenza y la impotencia que Prince le provocaba, empezó a pelear con él—. ¡No te atrevas echarme en cara lo que hago, cuando tú haces lo mismo! ¡Tú has hecho domas y has cobrado por ello! ¡Has jugado en el torneo y te has tirado a lo que has querido! ¡Y también te han pagado, cretino! ¡Yo he tenido una razón! ¿Cuál es la tuya? Cada vez que abres la boca, escupes un billete de los grandes, tienes dinero y vienes de una familia rica. Pero, igualmente, cobras por las domas. Así que no me vengas con jueguecitos de doble moral. ¡Hipócrita!
—¿Para qué quieres ese dinero? —la presionó, ignorando sus insultos—. Debe de ser para algo importante, como para haber aceptado acostarte conmigo de nuevo.
—¡Haz el favor de dejarme tranquila! —susurró ella, con la vena del cuello hinchada y los dientes blancos apretados.
—No sé para qué es, pero, si quieres, podemos repetir otra noche y te daré seis cientos mil más. Sin nada de besos en la boca, justo como tú y Julia Roberts en Pretty Woman pedís. —Sonrió con maldad.
Sharon se quedó mirando a Prince, como si estuviera frente al mismísimo diablo. Era tan hermoso, tan guapo, tan perfecto, pero… tan cruel y estaba tan ciego que en ese mismo momento le dio lástima. Y sintió pena por ella misma también, porque, incluso conociendo todos los defectos de Prince, no podía dejar de lado aquellos sentimientos tan contradictorios que tenía hacia él, tan pesados como una aleación de metales.
Se colocó la máscara de reina del BDSM y sonrió, mirándolo como si todo lo alto que fuera no tuviera importancia alguna, porque para ella era un pigmeo.
—¿Seis cientos mil dices? —Sharon se apartó de él, poniendo en práctica su actitud de «no me llegas ni a la suela de los zapatos»—. ¿Recuerdas que era una fiesta para recolectar fondos? Me puse un precio, pero la verdad es que ni tú ni nadie puede pagarme para que me acueste con él. Considérate afortunado, porque, por un poco de chatarra, pudiste disfrutar de mí. Fue todo un regalo real, ¿no crees? Al fin y al cabo, tú eres un príncipe y yo soy la reina.
Un músculo de impotencia palpitó en la barbilla de Prince. Hundió la mano en el pelo de Sharon y le echó la cabeza hacia atrás. Él intentó besarla para castigarla, pero ella lo apartó y retiró el rostro.
En ese momento, dos mujeres entraron en el baño. Sharon aprovechó la distracción para empujar a Prince con fuerza, sacárselo de encima y abrir la puerta del lavabo.
Salió de un salto, con rapidez y agilidad, recolocándose la ropa y echándose la larga melena rubia sobre un hombro.
No miró atrás.
No pudo ver la cara de pasmo y hastío que se le quedó a Prince después de escuchar sus duras palabras.
Ni tampoco los ojos de un hombre que deseaba, como un condenado, el mismísimo beso de la diosa Lujuria.