Capítulo 13

Sophie y Karen comprobaron que, aunque tenían tallas diferentes de pecho y de caderas, la ropa les quedaba igual de bien.

Karen era muy exuberante.

Sophie era más elegante y fina, pero ambas eran esculturas llenas de feminidad, cada una en su estilo.

El pelo rizado y rebosante de tirabuzones de Karen, contrastaba con el lacio, liso y pesado de Sophie.

Esta tenía un rostro que transmitía dulzura y seducción. Karen era muy atractiva y llamativa, más alta que Sophie.

Ambas se estaban cambiando frente al tocador de la habitación. Karen acababa de subirse las botas de tacón de Sophie por las rodillas, ante la atenta mirada de la joven, que ya estaba arreglada por completo.

Dos dominatrix.

Karen de cuero, con corsé, falda y botas.

Sophie, con unos leggins de piel muy estrechos, taconazos con plataformas y una camiseta negra y brillante que dejaba entrever su sostén negro.

Amabas peinadas con coletas altas, desafiantes, y a la vez con ojos y boca muy expuestos. Decían que las colas altas solo les quedaban bien a las mujeres con cara bonita. Y ellas la tenían.

Sophie mostraba el tatuaje del brazo. No lo iba a ocultar. Si Daysuki estaba por ahí, querría acabar lo que no pudo acabar. Iría a por ella de nuevo. Y en cuanto hiciera algún movimiento, Nick y sus amigos saldrían en su defensa.

—¿Estás asustada, Sophie? —preguntó Karen, mirando el resultado de su acicalado en el espejo de cuerpo entero.

—No lo sé. No sé ni lo que siento.

—¿Sabes que Nick no va a permitir que te pase nada?

Sophie quería creerlo, pero no conocía la fuerza y la convicción del Nick agente. Y tampoco se podía concentrar en ello, teniendo a la compañera de juegos de su exmarido junto a ella.

—Karen, ¿puedo preguntarte algo y esperar que me contestes con total sinceridad?

Ella sonrió al reflejo del espejo y dijo:

—Puedes intentarlo.

—¿Qué grado de intimidad tuvisteis tú y Nick durante el adiestramiento?

Karen se recolocó los pechos dentro del corsé.

—¿Grado de intimidad? Eso era solo trabajo.

—No me refiero a eso. ¿Él te tocaba? ¿Te acariciaba? ¿Alguna vez te…? —Tomó aire—. ¿Tuvisteis relaciones sexuales?

Karen se dio la vuelta y la encaró. Tenía las manos en la cintura y las cejas alzadas con incredulidad.

—Nick no me tocó ni una sola vez con deseo, Sophie. Ese hombre vivía por y para ti. Cuando descubrió que le gustaba el BDSM, nos lo confesó. Solo pensaba en cómo enseñarte a jugar con él. Era lo único que le preocupaba. Decirte que le gustaba la dominación era su máxima inquietud. No sabía cómo exponerte que lo había descubierto en la instrucción de un caso. Como no sabías que era agente del FBI… —Frunció los labios—. Incluso después de que lo denunciaras, Nick decidió no hacerme domas nunca más. Y cambiamos los roles. Yo hacía de ama; él, de sumiso. Pero jamás hubo sexo entre nosotros. Nunca hubo penetración, si eso es lo que te preocupa.

Sophie tragó saliva y miró al suelo, consternada. No tenía por qué creer en las palabras de esa belleza de mujer, pero, de algún modo, la creía. Porque el dolor y la herida de Nick era profunda. Y eso sucedía cuando defraudabas a alguien que te amaba y te respetaba con todo el corazón.

—¿Y besos? ¿Hubo besos?

«Besos como esos desgarradores que me absorbían el alma, que me embotaban la cabeza de promesas y de para siempres. ¿Hubo besos, Karen?», se preguntó esperando una respuesta negativa.

—¿Besos? —repitió Karen, más seria y algo decepcionada—. ¿Qué te has creído que es estar en el FBI, Sophie? ¿Cómo crees que son nuestras instrucciones? ¿Crees que son citas a ciegas? —replicó con dureza—. Nos preparamos lo mejor que sabemos para que no nos descubran. Aunque esa misión tenía connotaciones sexuales, todos sabíamos quiénes éramos y cuál era nuestro rol. No había tiempo para los besos cuando había vidas en juego. Compañeros nuestros perdieron la vida, ¿sabes? ¿Y crees que Nick se estuvo besuqueando conmigo?

Sophie sintió vergüenza por haber preguntado una cosa como aquella. Pero le podían los celos y la inseguridad. Le podía el arrepentimiento y el miedo de no que Nick no la acogiera de nuevo en su corazón. Le podía la desesperación de haberse equivocado tanto.

Karen, que tenía un sexto sentido para leer lo que sentía la gente, se acercó a ella, comprensiva.

—Sophie, un día estamos, y al otro no. No pierdas la oportunidad de decirle a Nick cuánto le quieres. Ahora que ambos estáis aquí, no pierdas el tiempo en reproches y miedos. Porque, de un momento a otro, él puede volver a corresponderte. O de un momento a otro, él puede desaparecer para siempre. —Le peinó el flequillo con los dedos—. Eres una mujer increíblemente fuerte y valiente. Y Nick lo sabe. Cuantas más veces le digas te quiero, más recordará que él también te quiere. ¿De acuerdo?

Sophie asintió y sorbió por la nariz.

—No vayas a llorar, o se te correrá el maquillaje.

—Tienes razón, lo siento.

—Esta noche, no olvides —le colocó bien el collar de cuero que llevaba al cuello— que tendrás muchos pares de ojos encima. Todos estamos aquí por Nick, porque le queremos mucho y siempre ha estado ahí para ayudarnos. Fue muy duro para él lo que os pasó, pero se olvidó de su dolor para echar una mano a los demás.

—Es un gran hombre.

—Lo es. Por eso no le desobedezcas. Él va a estar contigo en todo momento, y nosotros cubriremos todo el local. Hazle caso, ¿entendido?

—Sí, Karen. —Exhaló, más relajada, y levantó la mirada hacia la agente—. Gracias.

Karen le guiñó un ojo.

—No hay de qué.

* * *

Cat’s Meow

Bourbon Street

Negro y rojo.

Ambiente algo gótico y secreto.

Hombres y mujeres en cuero y látex.

Palmadas, sonidos de látigos que fluían en el aire, música que resonaba en cada rincón secreto del local.

Gemidos. Carcajadas. Súplicas.

Y maullidos de gatos y gatas.

El mundo bedesemero en estado puro se reunía una vez al mes en el Cat’s Meow. A Nick, que no había asistido jamás a una de esas veladas en Nueva Orleans, aquel ambiente le abrumaba.

Muchos parecían conocerse, otros solo estaban invitados, y los más curiosos habían pagado por entrar a ver esa noche especial y comprobar lo que allí se cocía.

En otro momento, en otra situación, Nick disfrutaría de ver las expresiones de Sophie y de jugar con ella en un privado. Pero aquella noche, tanto él como sus compañeros, correctamente caracterizados con máscaras y capuchas, estaban ahí por trabajo. Porque querían proteger a Sophie de cualquier peligro. Y Nick, compañero de sus compañeros, no sabía cómo darles las gracias.

—Rubia —le dijo Markus a través del pinganillo—, la salida del local está cubierta. Leslie y yo nos ocupamos.

Nick sonrió para sí y contestó mirando a Sophie, como si le hablara a ella.

—Perfecto, rusa. ¿Y Romano?

—En el jardín —contestó Lion—. Han habilitado unas carpas privadas con tela negra. Nosotros nos encargaremos de chequear a los grupos que pasen por aquí.

Y allí, entre hombres que adoraban mandar y mujeres a las que les encantaba obedecer, estaban Nick y Sophie, no para dominarse el uno al otro, sino para cubrirse las espaldas y conseguir salvar el pellejo frente a su mayor amenaza: la Yakuza.

En ese momento, una rubia espectacular y de belleza intimidante se subió al escenario central en el que había un solitario micrófono, alumbrado por un potente foco, que era el único que sabía que algo gordo iba a pasar.

Sharon, la Reina de la Arañas, no tenía ni pudor ni vergüenza para presentarse y ser, tal vez, la primera en demostrar sus dotes de cantante. El Cat’s era, sobre todo, un karaoke.

La dómina, que vestía unos leggins de cuero hiperajustados, una camiseta de tirantes plateada, con un escote criminal, y unos taconazos que parecían un primer piso y lucía purpurina blanca que recordaba al polvo de las hadas de las nieves, se relamió los labios carmesí y sonrió como una gata juguetona.

—Bienvenidos a la noche temática del Cat’s Meow —anunció. Sus ojos azules, enmarcados por sombras ahumadas, brillaban como dos faros en la oscuridad—. Hoy es una noche de juego para los bedesemeros. Una noche en la que la alevosía y la nocturnidad serán pecados capitales. —Se echó el largo pelo dorado hacia atrás—. Y aquí todos somos pecadores, ¿verdad?

La gente la vitoreó. El local estaba lleno hasta los topes.

Se suponía que aquellos eventos eran para minorías ya iniciadas, selectas y debidamente escogidas. Pero, al parecer, también podían asistir grupos curiosos y libidinosos de turistas, que, por un módico precio, aún sin delatar, asistirían como voyeurs privilegiados al espectáculo.

Sophie sentía una natural admiración hacia esa mujer de esplendorosa belleza y arrojo casi insultante. En el torneo de Dragones y Mazmorras DS la dejaba sin habla cada vez que hacía su puesta en escena. Tanta seguridad, tanta conciencia de su cuerpo y de su capacidad para influir en los demás… Eso debía estar penalizado con una multa o algo por el estilo. Pero, a alguien como Sharon, ¿quién sería capaz de detenerla?

Su voz, su presencia, su sentido del humor y la labia que tenía podían ser también motivo de envidia. Pero solo alguien inseguro y miserable sería capaz de odiar o de menospreciar a una mujer así.

Sharon exigía respeto, y con sola una mirada lo conseguía. Por eso ni Sophie ni Nick ni nadie tenían el valor de apartar la mirada de ella.

—Solo quiero dar un consejo a los que han venido aquí para ver un espectáculo sexual —advirtió—. Esta es nuestra noche, la noche de la diversión para amos y sumisos. No se aceptan fotos, no permitiremos que nadie toque lo que no debe tocar. Pueden disfrutar de la experiencia de ver un modo de amar y acariciar que nunca antes han visto, porque nosotros no nos avergonzamos ni de nuestros cuerpos ni de lo que hacemos con ellos, pero ni siquiera se piensen que esto es una orgía o un club de prostitución. Aquí nos divertimos, nos respetamos. Y a quien se le vaya la mano… —sacó una fusta que tenía colgada en la parte trasera del pantalón—, se la cortaré. —Sharon bajó de la tarima y movió la fusta de arriba abajo, en zigzag.

Los hombres silbaron, aplaudiéndola por su discurso.

—¡Eh, Reina! —gritó un hombre enorme de pelo largo negro y barba perfectamente rasurada—. ¿Y qué hago yo sin mano?

Ella lo miró por encima del hombro y le sonrió, aunque él le sacara tres cabezas.

—¿Quién ha dicho, Tom, que me haya referido a la mano?

Todos se rieron ante su ocurrencia, también Nick y Sophie. En cuanto se dieron cuenta de que ella se acercaba, instintivamente, él tomó la mano de Sophie entre las suyas. Conocía las artimañas y los juegos de aquella diosa de la dominación, y no iba a dejar que los pusiera en un compromiso.

Sharon, con sus andares de depredadora, se detuvo ante ellos y arqueó una de sus cejas rubias, igual de altiva e inalcanzable que ella.

—No sé si debo alegrarme o no de que Sophiestication y Tigretón estén aquí —murmuró repasándolos con la mirada.

—¿Y por qué no deberías alegrarte, Reina? —preguntó Nick.

—Porque, si no me falla la vista, el Wrangler de Lion Romano está aparcado en la calle, y juraría que he visto al ruso y a la hermana de Nala revoloteando por la parte trasera de este local. Y cuando estáis juntos, siempre pasan cosas un tanto… alarmantes… Y a mí siempre me pillan en medio. —Tomó una copa de champán, para dar un sorbo.

Nick frunció el ceño. Sharon era tan observadora como vivos eran sus ojos. Mucho. Una mujer cualquiera no repararía en ese tipo de detalles, pero una dómina —y no una cualquiera, sino la más popular de todas— controlaba incluso las veces que él parpadeaba.

—Nick quería que asistiera esta noche al Cat’s Meow —aseguró Sophie controlando su voz perfectamente.

Sharon centró toda su atención en ella, hasta que reparó en su tatuaje con cuerpo de dragón y mujer.

—No te pega nada. Pero es muy sexi —dijo, mirando alrededor, como si esperara que en cualquier momento apareciera alguien.

—Gracias.

—De nada. —Exhaló con elegancia—. Bueno, estoy esperando que me digáis qué es lo que pasa. Lo sé todo sobre vosotros. Estáis divorciados, y ahora os veo juntos aquí… Sé que coincidisteis en el torneo, pero entonces tú —Sharon se acercó a ella y le acarició la barbilla con la fusta— eras la sumisa de mi amiga Thelma. —Por un momento, aquellos ojos tan claros se oscurecieron con pesar. Pero pronto reaccionó—. Y Nick hizo un trío con vosotras. Entonces no sabía quiénes erais ninguno de vuestro grupo. Ahora ya lo sé todo, y lo que veo me pone nerviosa, porque sospecho que tanta gente con placa no asiste a una noche bedesemera solo por casualidad. Y ya han pasado muchas cosas en Nueva Orleans como para no preocuparse.

Nick alzó la comisura del labio y sonrió sin poderlo evitar.

—Dómina no solo de título, ¿eh?

—Simplemente, no quiero que nos salpique la mierda otra vez. Mi mundo se debe respetar. Está lleno de buena gente. No puedo permitir otro escándalo. Venga, Tigretón, dejémonos de tonterías y dime qué hacéis aquí.

Nick sopesó si debía decirle la verdad. Sharon conocía a todo el mundo, era una relaciones públicas muy competente. Le vendría bien un par de ojos de águila como los de esa mujer. No se le escapaba un detalle. Así que, para su consternación, acompañaron a Sharon a un pequeño privado del local, donde Nick le pidió ayuda.

—Buscamos a un japonés —le enseñó la imagen de la foto que tenían en busca y captura—. Es un tipo peligroso y hay que cogerlo hoy mismo. —No iba a perder más el tiempo.

—¿A un japonés? —Sharon sonrió incrédula al mirar su foto, estudiándola y grabándola en su mente como haría el visor de una cámara—. ¿Sabes la cantidad de grupos de chinos y japoneses que visitan los clubs, los locales, los cementerios y las casas abandonadas de Nueva Orleans? Y son casi todos iguales… —murmuró desconcertada.

La música del local empezó a sonar con fuerza. La gente llegaba sin demora. Muchos de ellos, vestidos todos de negro, o de negro y rojo, los colores predominantes en el BDSM. Algunos llevaban consigo una pequeña máscara de cartón negro que facilitaban en la entrada a los que quisieran un poco de intimidad y no deseaban que los reconocieran.

—Este tipo va un poco cojo. El Cat’s se va a llenar de gente, muchos apenas podrán ver los espectáculos que hay preparados, pero este individuo va cojo. Tiene una herida en la pierna. Si lo ves, házmelo saber e intervendremos inmediatamente.

Sharon asintió. Tendría que ayudarlos para evitar cualquier problema en su reino.

—De acuerdo, Tigretón. ¿Vais a participar en algún juego?

—No —contestó Nick.

—Sí —dijo Sophie, pensativa.

—Ni hablar —negó él, mirándola recriminatoriamente.

Sophie giró la cabeza hacia él, clavándolo en el sitio.

—Si me reconoce, es posible que venga a mí. Si estoy visible y llamo la atención, no se quedará quieto.

—No voy a exponerte así —gruñó—. Y tú tampoco lo vas a hacer. Tenemos refuerzos suficientes para controlar lo que suceda aquí. No voy a dejar que te pongas en peligro. ¿Me has entendido?

Sophie arqueó las cejas castañas:

—Claro.

—No. Claro, no. —Nick la tomó del brazo y la acercó a él apretando los dientes blancos y rectos que centelleaban, desafiándola—. Dime que lo has comprendido de verdad.

Los párpados de Sophie titilaron. Se relamió los labios y dijo:

—Sí, señor.

Pero Sharon, que contemplaba la escena como espectadora, captó a la perfección que ni el tono ni la respuesta de Sophiestication eran de total sumisión. Allí había una provocación en toda regla y un amago de rebeldía.

La dómina sonrió ante la visible relajación de Nick.

Ella mentía. Solo una mujer que captara las emociones de otra podía darse cuenta del engaño.

* * *

Nick no sabía qué hacer ni adónde mirar.

Había asistido a algunas fiestas nocturnas de BDSM. Como infiltrado, debía conocer la noche. Pero lo del Cat’s Meow no tenía nada que ver con la exhibición. Era una celebración de la vida y el amor libre.

Allí todos se conocían. Y Nick conocía a muchos, del torneo y de los clubs. Era extraño reencontrarlos allí, ver cómo se comportaban, más distendidos, hablando con sus parejas y con las de los demás, con alegría y complicidad. Parecían una gran familia.

Pero Nick sabía que muchos de los allí presentes, que no tenían pareja fija jugaban con más gente, dominaban con más gente… Pero él, que se consideraba un esclavo más que un amo de Sophie, sabía que nunca podría jugar en grupo con ella. Lo sabía porque estaba muy enamorado de su mujer. El sentido de pertenencia podía más que el morbo. Que otros tocaran o se follaran a Sophie lo mataría. No podría vivir tranquilo con esa imagen en la cabeza. Respetaba a los que lo hacían y podían vivir con ello, claro estaba. Pero cuando el sexo y el amor se unían, ¿de verdad uno era capaz de entregarse a otro delante de la persona amada? No tenía ningún sentido.

Sophie seguía a su lado, tomando un mojito de fresa, riendo ante la actitud de algunos amos y sumisos que no paraban de bailar. Utilizando las diferentes tarimas colocadas como miniescenarios por todo el salón. La gente también había salido fuera, a los reservados del jardín. Algunos ya jugaban con sus parejas… En ocasiones, la música se detenía, y alguien cogía un micro y entonaba una canción.

Nick tragó saliva al ver cómo Sophie se relamía el labio inferior. Y a cada sonrisa, a cada gesto, a cada sorbo…, Nick volvía a caer en aquel hoyo del amor, y se hundía más y más.

Tener que proteger a la mujer que le tenía sorbido el seso no era plato de buen gusto. El miedo a que algo le sucediera no le dejaba tranquilo. Y más ahora, cuando Sophie parecía comprenderlo mejor que nunca, ahora que se estaba esforzando tanto porque le perdonara.

¿De verdad lo amaría? ¿No se asustaría de él nunca más? Antes se habría apostado la vida por el amor de Sophie. Pero un error lo tiró todo por tierra, y eso lo hizo sentir frágil y miserable.

Y no quería volver a sentirse tan desgraciado y tan poco correspondido nunca más.

—¿Bailas conmigo, Nick? —le preguntó Sophie, mirándolo de reojo. Sus ojos almendrados titilaban por las luces del pub. Pero aquella mirada decía más de lo que parecía.

—No podemos aquí. Aquí no —dijo como un tonto, tragando saliva, nervioso y asustado por el amor que crecía en su interior, como si resucitara entre los muertos. Pero nunca había muerto. Cuando uno amaba tanto como él, nada podía morir para siempre.

Sophie asintió conforme, aunque las caderas y los hombros se le movían solos.

—No me gusta esconderme —reconoció Sophie con honestidad—. No me gusta pensar en la idea de que alguien puede borrarme del mapa en cualquier momento, y que yo vivo mis últimas horas oculta de todo, asustada, sin una sonrisa en los labios. ¿Te acuerdas? —Lo miró con una risa melancólica y emocionada—. Siempre habíamos dicho que moriríamos el uno al lado del otro, de viejecitos. Sentados en un porche, agradecidos por la vida y por habernos encontrado. —Se calló un momento y retiró la mirada—. Sé que eso ya no va a pasar… No creo que puedas aceptarme de nuevo. Pero tampoco quiero vivir como si estuviera muerta. Y llevo mucho tiempo así.

Nick la tomó de la barbilla y acercó su cara a la de ella, mirándole los labios con deseo y ternura, sabiendo que, si la besaba, perdería el norte por completo. En ese beso, su decisión de seguir siendo duro y fuerte quedaría en nada.

—Escúchame bien. No te va a pasar nada de nada. No lo permitiré.

Sophie sonrió con pena, retiró la barbilla, dejó el mojito en la barra y se abrazó a sí misma como si no supiera cómo lidiar con su tristeza.

—Lo sé. Haces muy bien tu trabajo, ¿verdad?

Sophie esperaba que en ese momento, en ese lugar en el que Nick era él mismo, agente y amo, fuera lo suficientemente sincero y valiente como para admitir que aún la quería, si es que eso era cierto. O para reconocer que se preocupaba por ella, no por que Cindy se quedara sin madre, ni por que era lo que su deber le exigía.

Pero Nick no dijo nada. Y su silencio, en esas circunstancias, decía más de lo que él se imaginaba.

—El japonés pagará por lo que te hizo, Sophie —respondió finalmente—. No volverá a tocarte. Te lo prometo.

Pero ella no esperaba ese tipo de promesa. Solo deseó que conservara y continuara con la promesa que le hizo ocho años atrás, borracho, frente a Elvis y un cura que había aceptado como alianzas unas calaveras: la de amarla para siempre.

Y si Nick no se lo decía en una situación así, ¿cuándo lo haría?

Deprimida por su actitud, se mantuvo en silencio y decidió que no había nada más que decir.

Ella no pensaba vivir así por más tiempo, pero confiaría en que él la mantuviera con vida hasta el final.

—Nick —le dijo Lion por el pinganillo.

Él se lo apretó contra la oreja y contestó disimuladamente.

—Aquí estoy.

—Un grupo de cinco japos acaba de entrar en el baño de hombres. Van cubiertos con un antifaz negro de cartón.

—¿Alguno de ellos cojea?

—No lo sé. Solo les he oído hablar al salir de los servicios. Me quedo aquí en la entrada y te espero.

—De acuerdo. Ahora voy. Quiero escuchar lo que dicen.

Nick miró a Sophie. Estaban protegidos por varios amos y sumisos que observaban los bailes de sus compañeros y reían y bailaban a la vez.

—Puedes irte. Aquí nadie me hará nada —señaló su alrededor.

Nick, que no estaba de acuerdo, buscó a alguien entre la multitud que se hiciera cargo de Sophie un momento. Sus ojos divisaron la larga melena rubia y los andares inconfundibles de Sharon. Alargó el brazo y la arrastró desde la multitud hasta donde ellos se encontraban.

—¿Qué haces? —preguntó Sharon, asombrada por su manera de tratarla.

—Necesito que te hagas cargo de Sophie un momento.

Sharon arrugó las cejas y desvió la mirada a uno y a otro.

—No soy una jodida guardaespaldas. ¿Qué te has creído?

—Es solo un momento. No tardo ni cinco minutos —le aclaró—. Además, Sharon, no sé de quién estás huyendo, pero he visto que tienes a tres gorilas cuidando de ti y que te siguen a todas partes. Parecen amos, pero no lo son. Solo alguien que se dedica a esto reconoce a los infiltrados. Si se acercan a ti o ven algo raro, no dudarán en intervenir.

Sharon parpadeó, algo confusa. ¿Cómo se había dado cuenta? Inspiró y, al final, cedió. Sabía qué estaba pasando.

—Ve. Yo me quedo con ella.

Nick sonrió de oreja a oreja. Asintió y le lanzó una advertencia a Sophie al tiempo que se alejaba de allí:

—Ahora vuelvo. Pórtate bien.

Nick se alejaba entre la multitud cuando Sharon tomó el mojito de Sophie de la barra y empezó a beberlo como si fuera agua.

—Es muy controlador.

—Sí —admitió Sophie, decidida a no quedarse de brazos cruzados, sin hacer nada.

—Y no sé por qué tengo la intuición de que no estás por la labor de hacerle caso.

—Tú tampoco permites que nadie te someta, Reina.

Le arrebató el mojito de sus manos y se bebió el resto, mirándola por encima del cristal de la copa. Cuando la acabó, la dejó sobre la barra, tomó la mano de Sharon y tiró de ella hasta que la masa de gente la engulló.