—Qué preciosa eres… —le decía Nick a Cindy. Estaba sentado en la silla de la habitación del hospital, con ella en brazos. La pequeña, que se había despertado bien, aunque con un poco de inflamación en los ojos y la boca, no se despegaba del oso panda, que, como le había explicado Sophie, llevaba a todas partes.
Cindy sonreía a Nick, feliz de volver a verle, reconociéndolo como si la magia existiera de verdad, como si la memoria de una niña se forjara a través del tacto y del corazón.
Maria y Carlo le decían cosas a la pequeña, mientras Nick la alzaba y la vitoreaba. Cindy se carcajeaba sin parar, cogiéndole de los pelos y tocándole la cara siempre que podía.
En una esquina de la habitación, Sophie, sentada en la cama, observaba el momento casi sin creérselo, pero era real.
Ver a Nick junto a Cindy la cautivaba. Nick era tan masculino… Nada que ver con Rob o con el doctor Abster, que también había intentado flirtear con ella alguna vez… Rob y Abster eran unos Romeos bien arreglados, cuya educación resultaba pomposa y afeminada en algunos casos.
Nick no. Nick era un gladiador bondadoso. Un protector con cuerpo de espartano. Y era el único que había tocado las teclas de su deseo, el único que había despertado su lujuria.
Y parecía mentira que ahora lo desease más que años atrás. Y lo amaba aún más que cuando se enamoró de él.
El enamoramiento cegaba y no permitía que se vieran los defectos.
Pero el amor tan intenso y necesitado de ahora era capaz de reconocer fallos propios y ajenos. Había visto lo bueno y lo malo, y lo amaba por completo, con sinceridad.
Sus padres parecían querer acercarse a Nick de verdad, lejos de convenciones. Sabía que actuaban de corazón. Seguramente, Nick no apreciaría la diferencia, pero ella sí.
Carlo y Maria se arrepentían de muchas cosas. Igual que ella.
Y solo podrían redimirse si Nick les abría la puerta… Qué difícil era todo.
La enfermera entró para auscultar a Cindy. Después de revisarla y ver que la alergia disminuía y que las ronchas y la inflamación desaparecían, Sophie se acercó a ella y le preguntó:
—¿Cuándo nos la podremos llevar?
—Debe estar en observación unas veinticuatro horas, señora. Pasará la noche aquí.
Sophie bajó la cabeza con pesar. Entonces la levantó de golpe y le preguntó, con cierta desesperación:
—¿Puedo darle el pecho?
—Es conveniente que la niña siga con el suero que le hemos administrado. Aún tiene la garganta irritada por el tubo de respiración. A partir de mañana, se lo podrá dar de nuevo —le explicó con paciencia.
«Pero yo mañana no estaré aquí. ¿Quién sabe cuándo podré hacerlo de nuevo? Es que me están persiguiendo, ¿sabe?».
—Traeremos la leche que nos dejaste, Sophie… —intentó tranquilizarla Maria—. Hasta que lo tuyo no se solucione, nosotros cuidaremos de Cindy lo mejor que podamos. Sé que esto que ha pasado ha sido muy grave… Ha sido una terrible equivocación. Pero me aseguraré de no darle nada que contenga soja…
Sophie sonrió a su madre, intentando transmitirle que confiaba plenamente en ella.
—Mamá, por favor, no te fustigues…
—Cindy no puede estar mejor cuidada —contestó Nick con su eterna bondad y tacto por delante. No había olvidado como ser considerado—. Además, así hemos descubierto que no puede comer soja, ¿verdad, Sophia? —Alzó la mirada dorada hacia su exmujer.
Los ojos de ambos brillaron, los de ella con agradecimiento, y los de él sabiendo que Maria valoraría aquel gesto, pues la pobre mujer no podía quitarse de la cabeza que había puesto en riesgo la vida de su propia nieta.
Sophie le devolvió una sonrisa de oreja a oreja. Le debía una.
—Sí. Nick tiene razón. Cindy está muy bien aquí con vosotros. Y aquí se quedará hasta que Nick coja a los malos, ¿verdad, Nick?
Él asintió con tranquilidad y le entregó a Cindy a Maria.
—Sophie y yo nos iremos tranquilos si ustedes se quedan con ella. Cuando todo acabe, los avisaremos.
—¿Y cuánto queda para eso, Nicholas? —Carlo parecía realmente concomido.
—Nos estamos acercando. Ya tenemos localizado al tipo que le hizo eso a Sophie. No puede salir de aquí. Lo estamos vigilando. Sabemos que está en Nueva Orleans y que se encuentra herido… Así que espero encontrarlo en uno o dos días.
—¿Y tienes idea de por qué han querido hacerle daño a mi hija?
Aquella era la gran incógnita. ¿Por qué? Todas las respuestas lo asustaban, pero estaba decidido a llegar al fondo de la cuestión.
Nick negó con la cabeza.
—No, señor. Aún no.
Carlo intentó asimilar su respuesta.
—Pues no tardes en dar con ello, Nick. Confiamos en que lo encuentres pronto.
Algo parecido al orgullo anidó en el pecho de Nick. Carlo Ciceroni parecía confiar en él, por primera vez le llamaba por su nombre de pila, y eso era más de lo que le había demostrado en los ocho años en los que había sido su suegro.
—Descuida, Carlo. Eso haré.
El padre de Sophie se acercó a Maria y le pasó un brazo por los hombros. Después, como si necesitara de su fuerza para añadir las últimas palabras, espetó con inquina:
—Y cuando pilles a ese cabrón, hijo, quiero que le extirpes los huevos. Porque yo no puedo hacerlo. Pero estoy convencido de que le darás su merecido.
—¡Papá! —protestó Sophie.
—Calla, hija. Ya hemos perdido a un hijo por culpa de esa gente indeseable que anda a sus anchas por ahí fuera. —Maria entrelazó la mano con Carlo—. Sé que Nick no permitirá que te hagan nada más, ¿verdad, Nick?
—No. Por supuesto que no, señora.
—Tanto mi marido como yo estamos en deuda contigo. Gracias por lo que estás haciendo por nosotros.
Nick se sonrojó, más perdido ante esas palabras que en un tiroteo.
—Yo no quiero que le hagas nada —finalizó Maria—. Solo quiero justicia. La que Rick no tuvo. Yo… —Levantó la barbilla segura de su siguiente sentencia—. Yo solo quiero lo que quiere cualquier madre a cuya hija han herido: quiero que lo cojas y que le arranques la piel a tiras.
—¡Mamá!
* * *
En el coche, de vuelta a Tchoupitoulas, Sophie todavía no daba crédito a que sus padres hubieran dicho aquellas palabras en voz alta, tan dominados por la rabia. Habían perdido las formas. De repente, se habían destapado ante Nick, perdiendo la educación y las buenas maneras.
Y Nick… En fin, Nicholas se había comportado como lo que siempre había sido: para ella, el mejor hombre del mundo.
Sonaba una canción que se llamaba Fight for you.
—¿Te gusta Jason Derulo? —preguntó Sophie.
—Sí. Me compré el último disco. Tiene canciones muy buenas.
—Ya veo. Cada vez que subo a tu coche suena una de él.
Nick medio sonrió, como si no pudiera remediarlo.
—Yo… —Sophie jugó con el borde de su camiseta—. No sé cómo puedo agradecerte lo que…
—No tienes que decirme nada de eso, Sophie. Es lo que tengo que hacer.
—Ya, ya… Lo haces porque soy la madre de tu hija y es lo que tienes que hacer, ¿verdad? —repuso con amargura, sobrepasada por el susto que se habían llevado con Cindy, pero, sobre todo, por la manera de agachar la cabeza con arrepentimiento que habían tenido sus padres hacia Nick—. Pero, aun así, te doy las gracias. No sé qué puedo hacer para devolverte todos los favores.
Lamentaba que hubieran hecho las cosas tan mal entre ellos durante tantos años. Lo sentía por ellos. Lo sentía por ella. Y lo sentía por él.
Nick apretó los dientes y la miró de reojo.
—¿De verdad quieres agradecerme que esté aquí por ti?
Sophie frunció el ceño y giró la cabeza hacia él. No se imaginaba que tuviera que hacer nada para demostrarle lo mucho que le debía, por todo lo que hacía por ella. Pero, fuera lo que fuera, le pidiera lo que le pidiera, lo haría.
—Claro, Nick.
—Perfecto.
Se desvió de la carretera y tomó un atajo de camino de tierra que lo llevó a un callejón sin salida, en medio de una zona boscosa.
—¿Nick? ¿Qué haces?
Dejó el coche aparcado bajo un árbol y tomó aire por la nariz, mirando al frente.
—Hay algo que siempre he querido hacer.
—¿El qué?
—¿Te duelen los pechos?
Sophie asintió sin mover un solo músculo de su cuerpo.
Nick se desabrochó el cinturón y se lo desabrochó a ella. Se quitó las gafas de sol y las dejó sobre la consola del Evoque.
—Tengo en cuenta lo que me has dicho sobre el extractor de leche. No he podido sacármelo de la cabeza desde que lo has mencionado.
—¿Cómo? Pues entonces… Vamos a comprarlo a alguna farmacia.
—No.
Sophie tragó saliva y repitió:
—¿No?
Nick negó con la cabeza y giró el cuerpo hacia ella, colocando un brazo por encima del reposacabezas del asiento.
—Desde que empezaste a darle el pecho a Cindy, siempre quise tomar de ti. Primero, me enternecía verte alimentando a mi hija, pero, después, me ponía cachondo. Pensaba que después de que le dieras a ella, yo también quería succionarte y disfrutar de ti. Me volvía loco pensando en el placer que podía darte, en lo sensible que tendrías los pezones y en lo frenética que te pondría si te los lamía y te los vaciaba para bajarte la hinchazón y calmarte el dolor.
—Nick… —susurró Sophie.
—Pero nunca lo hice, porque tú estabas un tanto arisca conmigo y no querías tener sexo. Yo te comprendía. Leí mucho para entender lo que le sucedía a tu cuerpo y a tus emociones, ¿sabes? —Tragó saliva, fijando sus ojos a los de ella, sin parpadear, hipnotizándola—. Y cuando decidí ponerte las manos encima, pasó lo que pasó… Y ya perdí la oportunidad de hacerte lo que deseaba y…
Nick se quedó callado en cuanto vio que Sophie, con total decisión y sin rechistar, se quitaba la camiseta por encima de la cabeza y se quedaba con solo aquel bra negro puesto.
Él clavó su mirada dorada en sus pechos. Justo cuando Sophie se iba a desabrochar su sostén por delante, él la detuvo con una mano.
Eso la hizo sentirse insegura y enrojecer.
—¿No… quieres?
—Quítate el pantalón también —le ordenó.
Ella asintió, levantó la cintura para desabrocharse el pantalón corto y bajárselo por sus piernas torneadas. Llevaba las braguitas a conjunto, negras. Dejó el pantalón amontonado sobre la camiseta y lo miró algo sumisa. Nick la deseaba así, y ella adoraba que él le diera órdenes. Estaba esperando la siguiente, impaciente, y con el corazón desbocado.
Él gruñó, la tomó de la cintura y la sentó a horcajadas sobre su pelvis. Sus pechos quedaron a la altura de su cara y hundió su rostro en ellos.
Sophie cerró los ojos y disfrutó de ese momento de entrega sincera. Sí, al parecer, Nick lo deseaba de verdad. Y eso era lo único bueno entre ellos. Que el deseo no moría y que ahora, con sus nuevos roles, parecía aumentar como en las llamaradas de la pasión más visceral.
Let them cool,
We both know
They don’t wanna see us together
Don’t wanna lose, What I live for
I’m willing to do whatever
Cause I don’t wanna see you cry
Give it another try.[1]
Él alzó las manos y las dirigió al broche delantero, que abrió con un ligero juego de dedos.
Sus pechos, hinchados y con un par de tallas más que antaño, emergieron de la nada como dos montañas nevadas.
Nick no podía articular palabra. La noche anterior no se los había tocado, no podía hacerlo o, de lo contrario, perdería la actitud dominante que quería imprimir a la doma. Porque no había nada más hermoso que los senos de Sophie, que alimentaban a su hija, que resguardaban su corazón y que reflejaban tanta feminidad. Ya dijo Jean Cazalet que los senos, al igual que los trenecitos eléctricos, estaban hechos para los niños, pero eran los hombres los que jugaban con ellos.
Y Nick no le podía quitar razón.
—Quiero que te agarres al respaldo de mi asiento.
—Sí —contestó ella, obedeciendo.
—Hueles a leche —murmuró contra su suave piel. Deslizó las palmas enormes de sus manos hacia el trasero de Sophie, al tacto caliente tras las braguitas.
Ella se movió incómoda y mordió su labio inferior con algo de vergüenza.
Nick observó sus reacciones a través de sus tupidas pestañas rubias. El rubor de esa mujer iba desde el cuello a sus mejillas. Era tan adorable. Seguía siendo tan vergonzosa como el primer día.
Frotó su nariz contra los pechos, acariciándolos con las mejillas rasposas de la creciente barba.
—Señor… —susurró Nick, perdiéndose en aquella cuna llena de cobijo para él y su alma magullada.
Ella se estremeció al sentir el deseo sexual de Nick, que metió los dedos por debajo de sus braguitas; con sus expertas yemas, empezó a acariciarla entre los pliegues de su sexo, liso y suave como la piel de un bebé.
—Te siento diferente. Me gusta que esté así —reconoció, deslizando dos dedos arriba y abajo. Sophie estaba húmeda, y era maravilloso sentirla así.
—Sí —contestó ella intentando mecerse contra su mano.
Nick le bajó la braguita y se la dejó por los muslos. Entonces le dio una cachetada con la mano abierta.
Sophie se detuvo y dejó hacer la cabeza hacia delante, sabedora de que no debía haber hecho eso. Era Nick quien mandaba no ella.
—Lo siento.
Nick sonrió y volvió a acariciarla, al tiempo que abría la boca y se llevaba un pezón a su interior, pasando la lengua por su aureola.
—Ah, por favor —suplicó ella entre temblores. La única boca que había sentido ahí desde que dio a luz había sido la de su niña. Pero Nick tenía una boca completamente diferente: varonil, fuerte y seductora.
—¿Quieres que mame, Sophie? —Arqueó las cejas, sin dejar de lamerla.
Ella solo podía pensar que si el sexo era un modo de reconectarse, de volverse a amar, de acercarse, lo usaría y lo utilizaría con empeño.
Asintió con la cabeza.
Nick engulló el pezón y empezó a absorber.
La leche de Sophie, caliente y dulce, emanó hasta su garganta, y él empezó a tragar. Ella gimió con fuerza, clavando las uñas en la piel del asiento, disfrutando del tacto de sus dedos en su sexo, en su interior, y de la suavidad y la dureza de su lengua contra su seno.
—Qué rica estás, Sophie —dijo él, yendo a por el mismo pezón, rojo, endurecido y algo marcado por los dientes.
Ella no podía ni hablar. Los dedos obraban su magia. Estaba tan hinchada y resbaladiza que iba a manchar el pantalón de Nick. Pero entonces, él se bajó la bragueta del pantalón y sacó su erección para que tomara el aire.
—¿Quieres que sea mejor?
—Sí, sí… —contestó ella.
—Entonces, si quieres que sea mejor, quiero que la introduzcas en ti por completo, Sophie.
Ella se detuvo un momento y lo miró a la cara. Sus pestañas oscilaron, desafiantes. Alzó la barbilla y abrió las piernas para colar su mano entre ellas y cogerlo con seguridad. Nick estaba tan duro y caliente que parecía quemar.
—Vamos, méteme —la animó él, erecto como un mástil.
Cuando Sophie sintió el prepucio estirando y ensanchando su entrada, se agarró con la mano libre al pelo de Nick, como si ella fuera la dominante. Él ni se inmutó, pero su semblante cambió a uno de puro placer cuando experimentó la mano ardiente que era el útero y la matriz estrecha de Sophie.
—Ah —se quejó ella, permitiendo que él entrara hasta lo más profundo y que continuara.
Nick la apretó contra él, presionando su nalga y subiendo las caderas.
—Deja que entre, Sophie… —le pidió, llegando hasta la cerviz y empujando en su interior.
El aliento de Nick olía a su leche. Aquello llenó su corazón de calor y de amor por él. Tiró de su pelo y se empaló por completo.
Sophie dejó caer la cabeza hacia atrás. Y, en ese momento, Nick fue al ataque de su otro pecho. A mamar y succionar como con el primero.
Sophie hizo aquella canción suya. Sus letra rezaba: «Va a hacer falta mucho para que me aparten de ti. Puedo hacer más que cien hombres juntos. Igual que la lluvia en África, llevará su tiempo, pero vale la pena luchar. Luchar por ti».
—Nick… —lloriqueó.
Pero él bebía y la poseía por completo. Meciendo las caderas a un ritmo calculado y lleno de fuerza controlada.
Sophie lo agarró del pelo con fuerza. Nick le apretó con fuerza el pezón, para absorber un nuevo chorro de leche.
Y, justo en ese instante, entre esos pinchazos intensos de placer y de sumisión, Sophie comprendió que no podría dejar a ese hombre jamás. Que no podía permitir que la abandonara, porque lo quería.
Era su esposo, el amor de su vida, el padre de su hija.
Y cuando había algo tan fuerte y nuevo entre ellos, como ese tipo de pasión desmedida, ¿cómo podían rendirse?
—Nick… —Juntó su frente a la de él.
—Calla —le ordenó él, mirándola fijamente, moviéndose como un pistón en su interior, marcándola a fuego.
Pero Sophie no quería callarse. No le daba la gana. Ella era mayor, más madura, toda una superviviente que sabía lo que quería y lo que necesitaba para ser feliz.
Y amaba a Cindy con todo su corazón de madre. Pero, sin Nick a su lado, su alma gemela, jamás podría sentirse ni completa ni feliz.
—Nick… —repitió.
Él continuaba haciendo oídos sordos a su necesidad de hablar y de mirarlo. La agarró del pelo y tiró su cabeza hacia atrás lentamente.
—Así, Sophie… ¿Recuerdas cuándo no podía meterme entero en ti? Porque no te quería hacer daño… Porque pensaba que no podías…
Ella meneó la cabeza, intentando liberarse, así que se acercó más a él y pegó su desnudez a su torso, aún cubierto con camiseta.
—Pero ya no soy la misma… Y Nick… Si sigues creyendo que soy así, que soy capaz de hacerte daño de nuevo, entonces ya no me podrás ver… Y si sigo creyendo que… me vas a mentir otra vez, tampoco te podré ver… Así que, Nick. —Tiró de su pelo y lo instó a que la mirara, enrojecida, entregada, ida por el placer, aceptando cada centímetro de su cuerpo y cada hueco oscuro de su espíritu—. Mírame. Acéptame tal y como soy ahora. Soy Sophie… Y quiero que me des otra oportunidad.
El deseo era tan fuerte y arrollador que Sophie empezó a correrse en cuanto él volvió a succionarla con abandono.
Era imposible que se detuviera. Imposible.
Nick se dejó llevar y eyaculó en su interior, sin poder ni querer evitarlo. Rugió como un salvaje, anclándola sobre su pelvis, a la vez que él dejaba escapar hasta la última gota de su esencia.
Sophie apoyó la mejilla en la cabeza de Nick y le acarició el pelo sin ser muy consciente lo que hacía.
—No te rindas conmigo, Nicholas. Quiéreme otra vez, por favor —susurró, llorando en silencio, mojando la coronilla de Nick con sus lágrimas.
Después de un largo e incómodo silencio, él la apartó de encima y la sentó en el lugar del copiloto. Sophie tenía el pelo en la cara. Se lo apartó para poder mirarlo interrogativamente.
Nick tenía la cabeza gacha. Se guardó el pene, húmedo y semihinchado.
—Tenemos que irnos —dijo.
Sophie hizo un mohín, pero se vistió con gestos duros y secos, hasta que se hubo puesto toda la ropa.
Nick le colocó el cinturón y se apartó de ella. Sophie, que tenía lágrimas en los ojos, miraba hacia otro lado, avergonzada de mirarle de nuevo.
Él tragó saliva, compungido por su sinceridad. La tomó de la barbilla y pasó el pulgar por su labio inferior con infinita dulzura.
—¿Qué se dice, Sophie?
Una pregunta que esperaba una respuesta. Era una reivindicación de lo que él era, de aquello en lo que se había convertido por puro goce, por propia voluntad.
Nick era su amo y señor. Ella era suya.
—Gracias, señor —contestó Sophie con un brillo aún más desafiante que antes en los ojos.
Él le dio un beso fugaz en la mejilla y arrancó el Evoque, de nuevo hacia Tchoupitoulas.
Allí les esperaban nuevas y jugosas noticias.