Bayou Goula
Siguiendo la carretera de Luisiana que bordeaba el río, en White Castle, estaba Bayou Goula, como un lugar espectral y perdido en el mundo.
Era una de las iglesias más diminutas que se conocían. Era de madera blanca y estaba rodeaba por casas antiguas y vecinas, un cementerio y varias plantaciones de azúcar.
El teléfono de Sophie estaba apagado, así que Nick no había podido localizarla a través de la aplicación del iPhone. Sin embargo, años atrás, cuando entró en el FBI y se hizo amigo de los ingenieros de seguridad informática, consiguió algo que, de algún modo, asegurara que Sophie estuviera protegida; algo que, en caso de que desapareciera, le facilitara la búsqueda.
Hasta entonces no lo había necesitado.
Era una pegatina minúscula y transparente que se adhería a cualquier objeto. Disponía de un circuito localizador que daba una señal al móvil, una vez que te habías descargado la correspondiente aplicación.
En la actualidad, se comercializaban, las llamadas Stick n’Go. Aunque ninguna era de tan largo alcance como la que le había facilitado el FBI.
Gracias a eso, Nick estaba justo delante del edificio del que salía la señal. Ella no lo sabía, pero la pegatina estaba pegada permanentemente en el interior de la alianza de Sophia. Ella o su anillo estaban allí.
¿Por qué?
Nick echó una ojeada a la zona desde el interior de su coche. En aquellos primeros días de septiembre, todavía hacía calor. De madrugada, una niebla diluida se aposentaba sobre la maleza, lo cual le daba un aspecto gótico y fantasmal a la iglesia abandonada.
Nick llamó a Cleo inmediatamente. Aquello no le gustaba nada.
—Oye, Connelly.
—¿Nick? ¿Sabes algo?
—Necesito refuerzos en White Castle. Estoy frente a la iglesia abandonada de Bayou Goula.
—¿Cómo? ¿Qué haces ahí? ¿La has encontrado? ¿Has encontrado a Sophie?
—Sophia tenía un localizador en la alianza. Sigue llevándola, aunque nos hayamos separado —añadió algo confuso—. La señal sale del interior del edificio.
—¿Crees que está ahí dentro?
Nick fijó sus ojos dorados en la puerta de la pequeña capilla.
—O está ella, o está el anillo. Y las dos posibilidades son igual de extrañas.
—Ahora mismo vamos para allá. Avisaré a Magnus y…
—No, Cleo. No quiero ni a los medios ni a la policía aquí.
Los Ciceroni odiaban los escándalos. Querían llevar aquel asunto con discreción, como él. Sophie era la madre de su hija, Cindy, y la mujer de la que había estado perdidamente enamorado. No iba a permitir que tuviera que soportar escándalo alguno, ni que lo que le había pasado abriera los telediarios.
—Pero, Nick… La denuncia está en comisaría…, y es su jurisdicción.
—No me importa. Te necesito a ti y a Lion. Llama a tu hermana y al ruso. Venid hasta aquí. No sé qué mierda hay ahí dentro. Lo único que sé es que Sophia ha estado ahí. Y, tal vez siga estándolo, y no por propia voluntad.
—Entendido, Nick. No hagas nada sin nosotros, ¿de acuerdo? Vamos para allá.
—Os espero.
Pero no tenía ninguna intención de esperar a nadie.
Sophie podía estar ahí dentro, maldita sea. Nick ya había presenciado escenas demasiado violentas como para que su mente pensara que no iba a suceder nada malo y que ella estaría bien.
Su exmujer no pintaba nada en ese lugar perdido de la mano de Dios.
Sin perder de vista la puerta blanca de Bayou Goula, imaginando que cualquier despiste podría resultar letal, metió la mano bajo el asiento de piel negra del piloto y abrió un compartimento privado. Sacó su HSK plateada y con mango negro. La cargó entre sus piernas.
Debía mantener a raya sus pensamientos; de lo contrario, la desesperación haría que se despistara, que cometiera un error. Y cualquier error podría resultar fatal.
Medio agachado, aceleró el paso, tratando de mantenerse a una altura por debajo de la ventana, para que no lo descubrieran.
Apoyó la espalda en la pared al lado de la puerta. Habían forzado la cerradura. Alargó la mano y agarró el picaporte. En cuanto lo moviera, quien fuera que estaba al otro lado vería que lo habían descubierto. Ajustó el puntor rojo de su arma silenciada.
Tendría pocas oportunidades. No había margen de error alguno.
De repente, una imagen cruzó su mente. Un recuerdo de lo que Sophie y él habían sido juntos. De sus juegos y de su complicidad. Como cuando jugaban a asustarse el uno al otro y se escondían por la casa. No la de sus padres, sino la que consideraban que era de ellos, la de Washington. Dalton los perseguía con curiosidad y un gesto alegre. Sophie se escondía entre las habitaciones y el jardín, y él tenía que dar con ella. Y Nick sabía lo nerviosa que se ponía cuando la acechaban, tanto que hasta se mordía esas uñas perfectas que siempre llevaba. Después, cuando se encontraban, Dalton ladraba como un loco, y los dos reían, carcajeándose el uno del otro, entre besos y abrazos.
Nick sacudió la cabeza y tragó saliva: lo echaba de menos. Pero esta vez el juego era muy distinto.
Para empezar, aquello no tenía nada de lúdico, nada que ver con aquellos jueguecitos de enamorados.
Fuera lo que fuera lo que le había sucedido a Sophia, daría con la respuesta, aunque fuera en aquel lugar sagrado. Eso sí, si a su exmujer le habían hecho daño…, y ese dios todopoderoso al que habían consagrado aquel lugar había contemplado la escena sin hacer nada…, entonces… no atendería a razones.
* * *
Sophie sentía un dolor sordo en el brazo derecho, así como en parte del hombro y la espalda. Como si fuera un recuerdo hormigueante de una quemadura.
Sumida en las brumas de una inconsciencia parcial, intentaba abrir los ojos, pero los párpados le pesaban demasiado.
Sentía la boca seca, tan y tan seca que tenía la sensación de que su lengua era un estropajo usado. Frente a ella, en lo que parecía un banco de madera oscura y vieja de los muchos que había, reposaban toallitas blancas manchadas de sangre. ¿De quién era esa sangre? ¿Dónde estaba?
Lo único que recordaba era que, al poco de salir del aeropuerto de Luisiana, sintió un aguijonazo en el cuello. Después de eso, la más impenetrable oscuridad dejó paso al olvido.
Un sonido metálico, molesto e incesante, atoró sus oídos, como si se le hubiera metido en la cabeza y rebotara de una pared cóncava y huesuda a otra.
—Ese ruido… —murmuró con dificultad, apoyando la cabeza de nuevo sobre la superficie de madera en la que estaba recostada y boca abajo. Suelo. Suelo de láminas de madera añeja, polvorienta y desgastada—. Haz que pare…
Pero el ruido no cesó.
Ni tampoco desapareció el mareo y la laxitud de su cuerpo. Ni siquiera tenía fuerzas para mover los brazos. ¿Dónde los tenía? ¿Por qué no los sentía?
—Por favor… ¿Hay alguien ahí? Ayúdenme —pidió apenas sin fuerzas—. Tengo una hija…
Pero nadie contestó.
No quería creérselo. No quería pensar de nuevo en aquello. Pero la situación se parecía mucho a cuando la habían secuestrado en las Islas Vírgenes, cuando, durante horas, la habían retenido contra su voluntad…
¿Sería tan desgraciada de vivir lo mismo una segunda vez?
¿Y Nick? ¿Se preguntaría dónde estaba cuando ya no supiera nada de ella? No, ¿verdad? Porque ya no la quería. Hacía dos semanas que no lo había llamado. Y él tampoco se había puesto en contacto con ella.
Le había explicado lo que le pasaba, el miedo que sentía, la sensación de que la estaban vigilando… Pero él se rio de ella. No la creyó. En medio de aquel limbo, intentó recordar la última vez que habían hablado.
* * *
—¿Sí? —Nick siempre contestaba igual. Y eso que sabía perfectamente quién estaba al otro lado de la línea.
—Hola, Nick.
—Ah, eres tú.
Un largo silencio.
—Claro que soy yo. Siempre soy yo.
—¿Ah, sí? No estés tan segura, princesa.
Le gustaba provocarla y hacerle creer que podía estar con otra persona.
—No lo estoy.
—¿Cómo está mi hija?
—Se ha dormido hace un rato. No suelta su oso panda de peluche. El que tú le regalaste, ¿te acuerdas? Dijiste que lo compraste en Japón. Pero supongo que era mentira, porque nunca fuiste agente comercial, ¿verdad? —dijo, afectada.
—Ahora no tengo tiempo para hablar, Sophia.
—¿Tienes pesadillas? —preguntó de golpe—. Supongo que tú no, ¿verdad? Tú estabas acostumbrado a esas cosas… Eres agente del FBI.
—Princesa…, nadie está preparado para ese tipo de cosas, por mucha placa que tenga.
—Ya no me gusta cómo me llamas «princesa», como si fuera algo repulsivo y odioso para ti.
—¿Y qué esperabas?
—No lo sé… —contestó ella, abatida—. No lo sé, Nicholas. Pensé que entrar en el torneo ayudaría a que volvieras a confiar en mí. Quería demostrarte que podía entrar en tu mundo y que quería…
—Ya, claro… ¿Puedes entrar en mis expedientes y eliminar la denuncia de malos tratos? —espetó con inquina.
—La he retirado, Nick —contestó ella, llorosa.
—¿Y qué? Ya no importa. La mancha está ahí. Nunca se borrará.
—Nick, por favor, si tan solo me dieras una oportunidad de…
—¿De qué? ¿Me la diste tú para explicarme? Me privaste de mi hija durante seis meses. ¡Seis! —gritó enfadado—. Me perdí sus primeros pasos… y cómo le crecían los dientes. Me perdí mucho por tu estupidez.
—No fui estúpida. Solo estaba asustada —replicó ella manteniendo la calma—. Nick, tú tampoco has sido sincero conmigo… Llevábamos siete años casados, y durante todo ese tiempo has fingido ser un maldito comercial. En el torneo me secuestraron, me golpearon, vi cómo degollaban a Thelma y cómo te golpeaban… Me metí en un buen lío por recuperarte… ¿Y es así como reconoces mi esfuerzo?
Él guardó silencio durante unos momentos.
—Fuiste muy valiente —reconoció a regañadientes—. Pero muy tonta e inconsciente. No lo vuelvas a hacer.
—Lo volvería a hacer.
—Típico de ti. No escuchas. En fin, Sophia… ¿Por qué has llamado? ¿Qué quieres?
Ella no sabía por dónde empezar.
—Yo… No sé a quién acudir.
—¿Qué te ocurre? ¿Necesitas algo? ¿Dinero para Cindy?
—¿Lo dices en serio? —preguntó ofendida. Ni ella ni su hija necesitaban dinero. Le había devuelto cada dólar que el abogado de su padre le había exigido, y que él ingresaba en su cuenta como manutención—. Nunca te he pedido nada ni para mí ni para mi pequeña. No seas ridículo.
—Ah, sí. La niña rica de Luisiana, se me olvidaba —replicó él con sarcasmo.
—Me he ganado cada centavo que tengo ahora. ¿Sabes?, no me gusta cómo me hablas. Estás siendo desagradable.
—Supéralo. Tú también fuiste bastante desagradable cuando acudiste a la policía diciendo que yo había intentado violarte y que te había pegado.
—Dios… Lo siento. ¿Cuántas veces tengo que pedirte perdón?
—¿Cuántas veces? —Sonrió—. En fin, ¿qué quiere la princesita? Me llamas para algo, supongo —dijo, impaciente.
Sophia soltó el aire como si estuviera acongojada.
—No puedo dormir bien. Estoy asustada. Recibo llamadas extrañas y tengo la sensación de que me persiguen.
Nick apretó los dientes con rabia. Estaba claro que sufría estrés postraumático.
—Es normal, Sophia. Con el tiempo, esos síntomas pasarán…
—¡No, Nick! No son síntomas. No son imaginaciones mías. Lo digo en serio.
Él negó con la cabeza. A muchas víctimas les sucedía, sobre todo después de experimentar algo realmente difícil de asimilar. Se sentían inseguras, acosadas, perseguidas…, entraban en una pequeña psicosis.
—Escúchame bien: la ansiedad pasará. Ve a tu médico de cabecera y que te recete unas pastillas.
—Odio las pastillas. Yo… Mira, me encontraría mejor si vinieras y estuvieras aquí con nosotras. Contigo me siento a salvo.
—¿Cómo dices? ¿Ahora te sientes a salvo? ¿De verdad?
—No lo digo para presionarte, ni es una artimaña para que me perdones ni nada de eso…, pero estoy muy asustada, Nick. ¿Puedes coger un avión y venir a pasar unos días a Luisiana? Te lo pido por favor.
Sophia no tenía ni idea de que él estaba allí, para ayudar a Leslie y a Markus. Y mejor que no lo supiera, si no, no tendría excusa alguna para negarse. Sus suegros le habían llamado infinidad de veces para disculparse por cómo lo habían tratado después de la denuncia, pero él nunca les había cogido el teléfono.
No quería tener nada que ver con ellos, con nadie de la familia Ciceroni. Aunque no era culpable de nada, le daba vergüenza hablarles de nuevo. Después de todo lo que había sucedido, no quería volver a relacionarse con ellos ni con nadie que pudiera mirarle con compasión o arrepentimiento.
—No puedo, Sophia. Lo siento. Estoy de viaje —mintió. En ese preciso momento, estaba en Luisiana, en Tchoupitoulas Street, intentando reconocer una cara mediante su programa de identificación facial.
—Nick, te lo suplico… Sabes que no te pediría nada, si no fuera porque de verdad creo que algo no va bien.
—Regresaré dentro de una semana —dijo acelerando el proceso de identificación—. Pasaré a veros entonces.
—¿No puedes venir antes?
—Sophia, ¡maldita sea! —le gritó, nervioso—. ¡Estoy trabajando! ¡¿Comprendes?! ¡Que tú me pidas cosas está fuera de lugar! ¡Te concedí el divorcio! ¡Tómate algo y déjame tranquilo! —añadió.
—De acuerdo —contestó ella en medio de un sollozo.
* * *
Aquel fue su último recuerdo amargo y descorazonador, antes de que sus ojos se cerraran de nuevo.
No sabía con quién estaba ni quién la retenía. Pero cerró los ojos con la convicción de que Nick no la recordaría con amor, con cariño. Y eso le dolía más que todas las desgracias juntas, porque ella, aunque se había equivocado mucho, no había dejado de quererlo con locura.
* * *
Tres, dos, uno… Nick tomó aire por la nariz y abrió la puerta de la iglesia de una patada que casi la hizo saltar por los aires. Mejor entrar como un huracán que arriesgarse a hacerlo con cautela.
Con brazos firmes y tensos, alzó la pistola y movió el puntor láser por la nave central y del pasillo de bancos, hasta centrarlo en el altar. Un sonido parecido al de un mosquito eléctrico cesó de repente.
Nick entrecerró los ojos y caminó hacia el origen del sonido.
Enfrente tenía el presbiterio, la credencia, el ambón blanco y polvoriento, la pila bautismal y el sagrario, oscurecido y desvencijado por el paso del tiempo.
Algo se movía tras el altar, y Nick estaba decidido a averiguar qué era. Con los dientes apretados y la mandíbula tensa, dirigió el punto de luz rojo hacia las sillas polvorientas que conformaban la sede. Había una bolsa de piel negra abierta sobre la que estaba en medio. De ella salía un cable negro que desaparecía detrás del altar.
—Te lo advierto, hijo de puta. Si la que está ahí es mi esposa, voy a descuartizarte —gruñó Nick, fuera de sí. Que Sophie estuviera ahí no sería una buena señal—. Sal y deja lo que estés haciendo. ¡Sal, maldito seas! —rugió.
Entonces, el altar volcó hacia delante. Un tipo de pelo negro y lacio, de ojos rasgados negros y una mascarilla blanca que le cubría nariz y boca, apareció agachado tras él y corrió hacia el lado izquierdo para desaparecer por la puerta de la sacristía.
Nick no se lo pensó dos veces y disparó. No sabía si le había dado, pero fue tras él.
La iglesia tenía una salida trasera que llevaba hasta un campo mal cuidado, de arbustos y chaparrales, que rodeaban tumbas de piedra oscurecida y cruces, algunas torcidas y movidas por los fuertes temporales de Luisiana.
Ese individuo era rápido como una gacela. Nick corrió tanto que le ardían los músculos de las piernas, pero ni aun así lo pudo alcanzar. Perdió su pista rápidamente. Sin embargo, al bajar la mirada, vislumbró pequeños círculos rojos: sangre.
Le había dado. Tenía que estar malherido.
Oyó el sonido de las ruedas de un coche deslizarse por el pavimento: el captor de Sophie se le había escapado de las manos.
—Maldito cabrón, mal nacido… —murmuró oteando el horizonte con desesperación.
Enfadado consigo mismo por haber bebido y ser más lento, llamó a Cleo inmediatamente.
—¿Por dónde vais?
—¡Nick! ¡Estamos bordeando la carretera del río! ¡Nos queda poco para llegar! —dijo Cleo, angustiada.
—Tened los ojos bien abiertos. Un tipo de pelo largo y negro, ojos achinados, vestido con camiseta blanca de manga corta acaba de huir con su coche.
—¿Qué coche?
—No lo he visto.
—¿Desde dónde?
—Desde la jodida iglesia, Cleo.
—¿Hacia dónde iba?
—Ni idea. No he podido verlo. Me ha costado seguirle el ritmo. Pero le he dado. —Fijó la atención en la sangre del suelo.
—Entonces, ¿la has encontrado? —preguntó Lion Romano por el manos libres—. ¿Sophie está bien?
—No lo sé. Estad atentos. Voy a por ella. —Cortó la comunicación.
Se dio la vuelta y volvió a la capilla para dar con Sophie.
Cuando entró de nuevo por la sacristía y dirigió su mirada dorada hacia el suelo añoso, sus ojos se abrieron como platos y se detuvo en seco. El alma se le congeló; temió quedarse así para siempre.
Sophie estaba ahí.
Desnuda, salvo por unas braguitas negras. Estaba boca abajo, con parte del omóplato, el hombro y el brazo derecho manchado de sangre. Era una sangre que salía de las heridas que producía una pistola de tatuar.
El suelo grisáceo tenía motitas rojas a su alrededor, como las que deja un grafitero al pintar con espray en la pared. Pero estas eran la sangre que salpicaba de las heridas que había provocado la aguja sobre el cuerpo de su exmujer.
Arrastró los pies como un zombi. Lo primero que hizo fue retirarle el pelo largo que le cubría el rostro. Ella tenía los ojos cerrados; dos líneas azules de cansancio los rodeaban.
—¿Soph? —La voz le tembló—. ¿Me oyes?
Sobre un estuche de tela negra completamente abierto, había dos inyecciones vaciadas de GHB, una especie de somnífero líquido. Grandes cantidades podrían provocar un coma profundo. Le tomó el pulso y respiró tranquilo al comprobar que su corazón bombeaba con normalidad.
Cientos de vendas blancas y algodones tintados de sangre moteaban la superficie, desperdigados por doquier. La pistola de tatuar y las tintas parecían ubicadas estratégicamente. Nick tomó una gasa limpia del paquete que estaba abierto en el maletín, sobre la silla. Limpió la sangre que no dejaba ver el enorme tatuaje que le habían hecho y que cubriría parte del brazo y el hombro de Sophie, rodeándolo como una hombrera.
Era un dragón.
Un dragón verde, que nacía desde su omóplato, donde descansaban tres calaveras rodeadas de flores de cerezo. Las garras traseras del dragón caían sobre su hombro derecho, y su cuerpo asomaba reclinándose en la parte delantera de este, hasta rodear como una serpiente parte del bíceps de Sophie.
A Nick no le gustaba nada lo que estaba viendo. No lograba comprenderlo. ¿Por qué a Sophie?
Con el corazón en la garganta, le dio la vuelta para ver el rostro del dragón que marcaba su cuerpo. Los pálidos pechos de Sophie se bambolearon de un lado al otro cuando la apoyó sobre su torso y la sostuvo como Maria acunó a Jesús después de su muerte. Teniendo en cuenta dónde se encontraban, era una imagen que tenía su punto de sarcasmo.
Nick limpió su brazo de líquido escarlata. Palideció al ver el rostro de la cabeza del dragón. No era el de un dragón. Era un dragón con cuerpo de mujer en la parte superior, conocida como Kiyo Hime en la cultura japonesa. Simbolizaba las pasiones, los celos, el despecho y el lado oscuro femenino, que hacían que se transformara en un ser monstruoso. La leyenda decía que se enamoró de un monje budista, y que este rechazó su amor. Kiyo enloqueció y su furia la transformó en dragón. Nick conocía muy bien el significado de los tatuajes de la cultura oriental. Era un experto en ello, así como en su idioma, pero ese tatuaje, en especial, no era muy común.
Abrazó a Sophie con fuerza contra su pecho y buscó su ropa. Esperaba que no la hubieran violado, que no la hubieran tocado. Pero hasta que la llevara al hospital no podrían saber a ciencia cierta si ese mal nacido había abusado de ella.
—No puedo llevarte al hospital. La gente no puede saber… —pensó en voz alta, meciéndola como un loco, dándole el calor y la comprensión que no le había dado cuando ella le contó lo que le sucedía—. Soy gilipollas —se reprobó.
Acababan de marcar a Sophia con un dibujo que ella odiaría de por vida. Aunque eso no importaba. Lo único que importaba es que ella estaba viva.
La luz de los focos de dos coches entraron a través del hueco donde antes estaba el cristal, y lo cegaron parcialmente.
La caballería había llegado.
Nick cargó a Sophie, sin importarle si se manchaba de sangre, y procuró no mostrarla demasiado, para preservar su parcial desnudez.
Lion y Markus, seguidos de Leslie y Cleo, que vigilaban el perímetro, entraron en la iglesia.
Markus arrugó las cejas. Lion se fijó en el cuerpo semidesnudo que cargaba su amigo.
—Joder —murmuró Romano, negando con la cabeza—, dime que está viva, Nick.
—Está viva… —contestó pasando entre medio de ellos—, necesito que recojáis todas las pruebas. Quiero saber exactamente quién era ese tipo y de donde consigue toda esta mierda. Hay sangre en el campo de arbustos de detrás de la iglesia, por el camino del cementerio —indicó—. Tomadla y enviadla a analizar lo antes posible. ¿Conocéis a alguien que haga las pruebas sin informe pericial?
—Yo sí —respondió Lion, que se dirigió enseguida a buscar las pruebas de sangre—. Puede que te las consiga en cuarenta y ocho horas.
—Eso sería maravilloso —murmuró Nick—. Tiempo récord. Nos corre prisa.
Markus lo detuvo y estudió los tatuajes en el cuerpo de Sophia.
—Nicholas —sus ojos, que eran una extraña mezcla de rojo y amatista, se achicaron, sabedor de lo que significaba aquel dibujo—, ¿en qué estaba metida Sophie?
—¿Sophie? En Amos y Mazmorras —aclaró Nick—. Un escaparate perfecto para mafias, una tapadera para corruptos y el vicio perfecto para un grupo nada desdeñable de sádicos tarados. Esto es una puta mierda.
—Pues, para serte sincero, solo hay una mafia que el ruso teme más que las bratvas. —Markus chasqueó con la lengua y siguió el contorno del dragón del brazo de la mujer—. La mafia japonesa.
—Créeme. Yo también la temo —contestó Nick caminando con prisa hasta el Evoque—. Ella no es consciente de lo que hizo cuando vino a jugar al torneo, ni de que eso ha cambiado su vida para siempre.
Cleo y Leslie se quedaron inmóviles al ver a Nick saliendo de la blanca capilla, como un ángel rubio y vengador, con su exmujer semidesnuda en brazos.
—¡Sophie! —gritó Cleo, aturdida, y fue corriendo a ayudarlo.
—Nala, ayúdame —le pidió Nick, nervioso.
Leslie se fijó en el rostro de Nick y supo que su amigo se iba a encargar de todo a partir de ese momento.
Estaba muy cabreado.
—¿Necesitas algo? —preguntó Leslie.
—Necesito que busquéis huellas y requiséis todo lo que hay ahí dentro. Son los instrumentos de ese hijo de la gran puta —gruñó, abriendo la puerta de copiloto de su coche—. Ayudadme a encontrarlo, Les.
Ella asintió con solemnidad. Cleo y Leslie se miraron la una a la otra, mientras acomodaban a Sophie y la cubrían con una manta térmica plateada que Nick llevaba en el maletero, para casos de emergencias.
Los ojos grises y brillantes de Leslie se fijaron en el dibujo y negó con la cabeza, algo confundida.
—¿Tenemos que ir a Japón, Nick?
Él tenía prisa por llevarla a su nueva casa, por llamar a sus padres para que la asistiera su médico privado con total discreción.
Tendría que ver de nuevo a Carlo y a Maria… Maldita sea.
Antes de sentarse en el interior de su coche, contestó a Leslie con voz rasposa:
—No hace falta. Desgraciadamente, Japón ha venido a nosotros.