Capítulo XVII

La señora Lancaster


Tuppence no sabía qué hacer. Inesperadamente, la puerta de la casa se abrió. Abrió la boca, presa del mayor asombro, retrocediendo un paso. Aquella persona que tenía delante era la última del mundo que había esperado ver allí. Efectivamente, en el umbral, vestida exactamente igual que en Sunny Ridge, sonriendo con la misma expresión vagamente amistosa, estaba la señora Lancaster.

Tuppence no pudo reprimir una exclamación delatora de su sorpresa.

—Buenos días. ¿Estaba usted esperando a la señora Perry? —inquirió la señora Lancaster—. Hoy es día de mercado, ¿lo sabía? Es una suerte que pueda facilitarle la entrada, Durante un buen rato no fui capaz de dar con la llave. Debe de ser una duplicada, ¿no cree usted? Pero; en fin, entre Tal vez le agrade saborear a esta hora una taza de té o comer algo.

Tuppence cruzó el umbral… Le parecía estar soñando en aquellos instantes. La señora Lancaster condujo con graciosa naturalidad, siempre afable, a Tuppence al cuarto de estar.

—Siéntese. Creo que no sé dónde paran las tazas y todo lo demás. Llevo aquí solamente uno o dos días. ¡Ah! Vamos… Es que… usted y yo nos hemos visto antes, ¿verdad?

—Sí —replicó Tuppence—. Cuando usted se hallaba en Sunny Ridge.

—Sunny Ridge, Sunny Ridge… Este nombre me dice algo… ¡Ah! Ya recuerdo… La señorita Packard. Sí. Un lugar muy agradable.

—Salió usted de allí inesperadamente —subrayó Tuppence.

—Hay gente muy mandona —contestó la señora Lancaster—. Dan prisa para todo. No le dan tiempo a una a veces para arreglar debidamente sus cosas, para empaquetarlas adecuadamente. Claro que proceden así por afecto, de esto estoy segura. Naturalmente, quiero mucho a Nellie Bligh… Lo malo es que es de esas personas a las que tanto les gusta mandar. Pienso en ocasiones… —la señora Lancaster se inclinó hacia Tuppence—. Pienso, en ocasiones, que no anda muy bien… —se tocó significativamente la frente—. Desde luego, estos casos se dan. Especialmente entre las solteras. Dedican sus vidas a hacer buenas obras, pero incurren en extrañas manías. Es frecuente que los sacerdotes tengan que sufrirlas en muchas parroquias. Se figuran que el pastor de turno va a proponerles el matrimonio cuando aquel ni ha pensado en eso. ¡Oh, sí! ¡Pobre Nellie! Una mujer tan sensata en ciertos aspectos… Desarrolla una labor ejemplar en esta parroquia. Y siempre fue una secretaria de las de primera categoría, creo. No obstante, se le ocurren extrañas ideas de cuando en cuando. Como la de sacarme de repente de Sunny Ridge, llevándome luego a Cumberland, a una casa de aspecto sombrío, para traerme aquí de pronto, de nuevo…

—¿Vive usted aquí? —preguntó Tuppence.

—Vivir, lo que se dice vivir… Ha habido un arreglo muy especial. Llevo aquí dos días, solamente.

—Y antes estuvo usted en Rosetrellis Court, en Cumberland…

—Sí. Ese creo que era el nombre… No es un nombre tan bonito como Sunny Ridge, ¿verdad? En realidad, nunca me consideré definitivamente instalada, ¿me comprende? El establecimiento se hallaba bien dirigido. El servicio, esto sí, dejaba algo que desear. El café no era bueno, por ejemplo. No obstante, me ambienté pronto allí y llegué a trabar relación con dos o tres personas interesantes. Una de ellas había conocido a una tía mía que vivió hace muchos años en la India. Esto de tener ocasión de relacionarse con los demás es siempre agradable.

—Naturalmente —dijo Tuppence.

La señora Lancaster continuó hablando animadamente.

—Veamos… Usted fue a Sunny Ridge, pero no con la intención de quedarse, me parece. Yo creo que se presentó allí para visitar a una de las huéspedes.

—En efecto. Era la tía de mi esposo… La señorita Fanshawe.

—¡Oh, sí! Desde luego. Ya me acuerdo. ¿Y no hubo algo acerca de una criatura suya que se encontraba detrás de la pared de la chimenea?

—No —replicó Tuppence—. No era mía…

—Sin embargo, usted se presentó aquí por ese motivo, ¿no? En esta casa hubo problemas con una chimenea. Tengo entendido que cayó en ella un pájaro. El edificio anda necesitado de algunas reparaciones. A mí no me gusta estar aquí. No, en absoluto. Voy a decírselo a Nellie tan pronto como la vea.

—¿Está usted alojada en esta casa con la señora Perry?

—Pues… En cierto modo, sí. O no, según se mire. Supongo que puedo confiarle un secreto.

—Confíe en mí, señora Lancaster.

—Mi sitio no es este, Este lugar de la casa, quiero decir. Esta parte del edificio corresponde a los Perry —la señora Lancaster se inclinó hacia su interlocutora—. Yo tengo la otra, ¿sabe? No hay más que subir unas escaleras, Acompáñeme. Yo la llevaré hasta allí.

Tuppence se levantó. En aquellos instantes le parecía estar viviendo un sueño.

—Cerraré la puerta con llave. Es más seguro —advirtió la señora Lancaster.

Condujo a Tuppence, por una estrecha escalera, a la planta superior. Cruzaron un dormitorio de dos camas, que presentaba señales de haber sido ocupado recientemente. Se Trataba, seguramente, de los Perry. Luego, pasaron a otra estancia que contenía un lavabo y un gran armario de madera de arce y nada más. La señora Lancaster abrió el armario, manipulando en el fondo del mismo. El mueble se desplazó a un lado con sorprendente facilidad. Detrás de él, cosa extraña, había lo que a Tuppence se le figuró el hueco de una chimenea. En la repisa de esta vio un espejo. Debajo de él se alineaban una serie de pájaros de porcelana.

Con gran asombro por parte de Tuppence, la señora Lancaster colocó la mano sobre el pájaro que ocupaba el mismo centro de la repisa, tirando con fuerza… Por lo visto, la pequeña figura se hallaba firmemente adherida al estante. Disimuladamente, Tuppence comprobó que este era el caso de los restantes. Como resultado del movimiento de la señora Lancaster, se oyó un leve chasquido y toda la parte anterior de la chimenea se desplazó hacia delante…

—Muy ingenioso, ¿verdad? —inquirió la anciana—. Esto fue hecho hace muchos años atrás, ¿sabe?, al ser introducidas ciertas reformas en la casa. «El nido del cura» fue el nombre que le dieron a esta habitación. No sé por qué… Esto no debe de haber tenido nada que ver con curas nunca. Pase usted. Aquí es donde vivo ahora.

La señora Lancaster, mediante otra manipulación semejante a la anterior, hizo volver la parte de pared que se había desplazado a su posición correcta.

Tuppence se vio en el centro de una habitación grande y atractiva, dotada de ventanas que daban al canal.

—¿Verdad que es muy bonita esta habitación? —preguntó la señora Lancaster—. La vista es preciosa. Siempre me gustó mucho la estancia. De pequeña viví aquí algún tiempo.

—¿Sí?

—Esta casa no es la de la buena suerte, precisamente —manifestó la anciana—. Siempre se dijo eso de ella. Creo que está usted informada en este sentido —la señora Lancaster añadió—: Voy a ver si ha quedado bien en su sitio el muro. Todas las precauciones son pocas.

—Supongo —dijo Tuppence—, que este acceso fue ideado en la época en que la casa se utilizaba como escondite.

—Se hicieron múltiples innovaciones en ella —replicó la anciana—. Siéntese. ¿Le gustan las sillas altas o las bajas? A mí me agradan más de las primeras… Soy reumática, ¿sabe? Usted, sin duda, pensaría que ahí había el cuerpo de una criatura. Una idea absurda, realmente, ¿no cree?

—Sí, quizá.

—Un cuento de policías y ladrones —dijo la señora Lancaster adoptando un aire indulgente—. De joven, una se comporta neciamente con frecuencia, ¿verdad? Todo lo que se refiere entonces acerca de grandes robos y de pandillas de delincuentes llama la atención. Una llega a pensar que ser la amante de un pistolero es la experiencia más emocionante del mundo. Yo también pensé así en otro tiempo. Créame… —la anciana se inclinó sobre Tuppence, tocando levemente una de sus rodillas—. Créame… Eso no es exactamente cierto. No lo es, realmente. Yo pensé así antes, pero se desea algo más, ¿sabe? No se encuentra toda la emoción que se busca con el simple robo de objetos y luego la huida. Es necesaria además una buena organización, por supuesto.

—¿Quiere usted decir que la señora Johnson o señorita Bligh… como quiera que ustedes la llamen…?

—Bueno, ella será siempre Nellie Bligh para mí. Pero por una razón u otra, para facilitar las cosas, dice, se llama a sí misma señora Johnson de cuando en cuando. No llegó a contraer matrimonio, ¿sabe usted? ¡Oh, no! Es una solterona.

Se Oyó un golpe en la planta baja.

—Esos deben de ser —los Perry, que regresan. No creí que fuesen a volver tan pronto.

El golpe inicial se repitió…

—Tal vez sería mejor facilitarles la entrada —sugirió Tuppence.

—No, querida. No vamos a hacer nada de eso —contestó la anciana—. Me fastidia la gente… Siempre están mediando en todo. No más interrupciones. Nosotras nos encontramos aquí ahora, charlando muy a gusto, ¿no?, y aquí seguiremos… ¡Oh! Al pie de la ventana me parece que llaman ahora. Asómese, por favor. Vea usted quién es. Tuppence se acercó a la ventana.

—Es el señor Perry —dijo. Perry gritó desde abajo:

—¡Julia! ¡Julia!

—¡Qué impertinencia! —exclamó la señora Lancaster—. Nunca he permitido a la gente de la categoría de Amos Perry que me llame por mi nombre de pila. De veras que no. No se preocupe, querida. Aquí estamos a salvo de toda interrupción. Podremos charlar tranquilamente, sin que nadie nos moleste. Se lo contaré todo acerca de mí. Mi vida es pródiga en sucesos interesantes… Puedo referirle muchos episodios curiosos. He pensado en algunas ocasiones que debía escribir mi biografía. Yo era una chica con muchos pájaros en la cabeza, ¿sabe? Y anduve mezclada con una pandilla de delincuentes. Nada de paliativos. Algunos de sus miembros eran personas verdaderamente indeseables. Había también gente muy estupenda, agradable, gente de clase.

—¿La señorita Bligh?

—No, no. La señorita Bligh no tuvo nunca nada que ver con el mundo del crimen. Nellie Bligh… ¡No! ¡Ni hablar! Nellie se pasa la vida en la iglesia. Siempre ha sido muy religiosa. Pero, bueno, hay muchos tipos de religión. Es posible que usted sepa de esto, ¿no?

—Tengo entendido que son muy numerosas las sectas existentes —contestó Tuppence.

—Sí. Las hay de varias clases. Son para la gente corriente. Pero todo no es gente corriente en este mundo. Existen personas especiales, que siguen unas orientaciones muy particulares. Hay legiones de elegidos. ¿Usted me comprende, querida?

—Creo que no —dijo Tuppence—, ¿no piensa usted que deberíamos facilitar la entrada en la casa a los Perry? En este momento deben de sentirse nerviosos…

—No. No vamos a permitir la entrada a los Perry en el edificio. Luego… Después. Cuando le haya contado todo lo que quiero contarle, ¿eh? Se trata de algo completamente, completamente natural, inofensivo. No sufrirá ningún dolor. Será como si se quedara dormida. No hay nada malo en ello.

Tuppence miró fijamente a su interlocutora. A continuación se puso en pie de un salto, acercándose a la puerta del muro.

—No podrá usted salir por ahí —dijo la señora Lancaster—. Usted no sabe cómo accionar el mecanismo. No se encuentra donde usted cree. Solamente yo lo sé… Yo conozco todos los secretos de esta casa. Viví aquí en compañía de esos delincuentes de que le he hablado siendo una niña. Hasta que logré salvarme. Es una salvación muy especial la mía. Se me dio una orden, para que expiara mi pecado… Esa criatura, ¿sabe..? La maté yo. Yo era una bailarina… No quería tener hijos… Ahí, en el muro, ahí está mi retrato…, de cuando era bailarina…

Tuppence miró hacia el punto señalado por el sarmentoso dedo de la anciana. De la pared colgaba una acuarela. Veíase en el cuadro una danzarina, con el blanco traje de baile, con una leyenda al pie «Waterlily».

—El de Waterlily fue siempre uno de mis mejores papeles. Es lo que afirmaba todo el mundo.

Tuppence retrocedió poco a poco, sentándose de nuevo lentamente. Escrutó el rostro de la señora Lancaster. Recordó ciertas palabras, unas palabras oídas en Sunny Ridge: «¿Pensaba usted en su pobre criatura?». Se había sentido asustada entonces, asustada. Volvía a sentir miedo ahora. ¿Por qué? Lo ignoraba. Contemplaba sin saber qué pensar aquella faz de benévola expresión que tenía delante, aquella amable sonrisa…

—Me habían sido ordenadas ciertas cosas… Yo tenía que obedecer. Era preciso que hubiese agentes destructores. Yo fui designada como tal. Acepté la misión… Ellos estaban libres de pecado. Me refiero a los niños. No habían tenido tiempo para pecar todavía. Y los envié a la Gloria, tal como se me había mandado. Inocentes todavía. Todavía desconocedores del mal. Usted ya comprende… Era un gran honor figurar entre los elegidos. Yo siempre amé a los niños. No tuve ningún hijo… Esto era una crueldad terrible, ¿verdad? Sí, era cruel. Aquello suponía mi expiación por lo que hiciera. Usted sabe, quizá qué fue lo que hice.

—No —respondió Tuppence.

—¡Y yo creí que usted sabía tantas cosas! Me figuré que sabría eso también. Conocí la existencia de un doctor… Fui a verle. Tenía dieciocho años solamente y yo estaba asustada. Me dijo que todo marcharía bien, que no le costaría nada deshacerse del niño, que nadie se enteraría de ello. Pero no fue tan bien la cosa como él se figurara. Comencé a sufrir pesadillas. Soñaba que el niño se plantaba delante de mí, preguntándome por qué no había podido llegar al mundo. Esta criatura me decía que necesitaba la compañía de algunos amiguitos. Bueno, era una niña, ¿sabe usted? Sí. Estoy segura de que era una niña. Me dijo que necesitaba disfrutar de la compañía de otros niños. Luego, advertí el mandato. Yo no podía tener hijos ya. Me casé, imaginándome que los tendría; mi marido los deseaba apasionadamente. Pero no llegaron nunca, porque yo estaba maldita, ¿comprende? ¿Me comprende? Pero había una forma de expiar mi culpa, de expiar mi gran pecado. Yo había cometido un crimen y este sólo se puede expiar con otros crímenes, que no son ya realmente tales crímenes, sino sacrificios. Es decir, ofrecimientos… Usted se da cuenta de la diferencia que hay entre ambos conceptos, ¿no? Los niños sacrificados iban a hacer compañía a mi hija. Eran criaturas de distintas edades, pero criaturas en fin de cuentas. Me había sido encomendada aquella misión y yo la cumplimentaba con agrado. Además —la señora Lancaster tornó a inclinarse sobre Tuppence, tocándola ahora en un hombro—, me sentía feliz, con mi cometido. Me comprende, ¿verdad? Experimentaba un gran consuelo al saber que aquellos seres abandonaban esta vida sin haber pecado. Yo, en cambio… Por supuesto, no podía explicárselo a nadie. Nadie me habría comprendido. Todo tenía que seguir siendo un secreto. Forzosamente. Pero surgieron personas que quisieron hacer averiguaciones, que sospecharon algo. Desde luego… Era preciso que murieran también, para mantenerme yo a salvo. Siempre lo conseguí. ¿Me comprende?

—No… Por completo, no.

—Usted, sin embargo, conoce mi secreto. ¿No fue esa la razón de su presencia aquí? Usted estaba enterada de todo. Usted recordará lo que le pregunté en Sunny Ridge. Pude observar su expresión. Le pregunté: «¿Pensaba usted en su pobre criatura?». Me dije que vendría a verme… La tomé por una madre más. Una de las madres a las que privé de sus hijos. Esperaba que volviera en cualquier ocasión para saborear un vaso de leche, en mi compañía, las dos juntas. Habitualmente, se trataba de leche. En otras ocasiones, era chocolate. Estas bebidas eran para todas aquellas personas que sabían a qué atenerse con respecto a mí.

La señora Lancaster cruzó la habitación, abriendo las puertas de un armario.

—¿Fue una de esas personas… la señora Moody? —inquirió Tuppence.

—¡Oh! Se acuerda de ella, ¿eh? No era una de las madres… Había trabajado como modista en el teatro. Me reconoció. Así, pues, tenía que desaparecer.

La señora Lancaster se volvió repentinamente en este momento hacia Tuppence. Llevaba un vaso de leche en la mano y sonreía, persuasiva.

Se plantó ante ella.

—Bébaselo —ordenó lacónicamente.

Tuppence continuó sentada durante unos segundos. De repente, se levantó, echando a correr en dirección a la ventana.

Cogiendo una silla por el respaldo, la descargó con todas sus fuerzas contra los cristales, los cuales se hicieron añicos. Seguidamente, se asomó por la abertura practicada gritando:

—¡Socorro! ¡Socorro!

La señora Lancaster se echó a reír. Dejó el vaso sobre una mesa y tomó asiento. Al recostarse en su silla, soltó una carcajada.

—¡Qué estúpida es usted, amiga mía! ¿Quién cree que puede acudir aquí? ¿Quién? Los que vinieran tendrían que derribar puertas y también algún muro. Además, dispongo de otros medios. No hay por qué aferrarse al vaso de leche. Este procedimiento es la fórmula más cómoda La leche, sí, como el chocolate, y el té, incluso. A la menuda señora Moody le administré chocolate… Le gustaba con locura el chocolate.

—En cuanto a la morfina… ¿Cómo se la procuraba?

—¡Bah! Eso era fácil… Hubo un hombre con el que viví hace años. Padecía un cáncer… El médico me facilitaba drogas para él. No todas fueron consumidas. Me hice así de un pequeño depósito, figurándome que tal vez algún día me fuese de utilidad… —La señora Lancaster mostró a Tuppence el vaso de leche—. Bébaselo. Es el procedimiento más cómodo. El otro… Lo malo es que no se donde lo he dejado exactamente.

La anciana se puso en pie, comenzando a ir de un lado para otro de la habitación.

—¿Dónde lo puse? ¿Dónde? Cada día ando peor de memoria…

Tuppence gritó de nuevo.

—¡Socorro!

Pero en la orilla del canal no debía de haber absolutamente nadie.

La señora Lancaster continuaba yendo de una puerta a otra del cuarto.

—Me parece que… ¡Ah, ya!… En el bolso de costura estará, seguro.

Tuppence se volvió desde la ventana. La anciana avanzaba hacia ella.

—¡Qué tonta es usted, amiga mía! —exclamó—, ¿por qué preferir este método?

El brazo de la señora Lancaster salió como disparado. Su mano izquierda se aferró al hombro más próximo a ella de Tuppence. A la vista de esta apareció la fina hoja de acero de un puñal. Tuppence forcejeó para desasirse. Pensó: «Me desharé de ella fácilmente. Es una anciana. Es débil No podrá…».

Dé repente, sintió un escalofrío. «También yo soy una mujer entrada en años —se dijo—. No soy tan fuerte como me figuro. No soy tan fuerte como ella. Sus manos, sus dedos, como garfios… Supongo que son tan poderosos porque está loca. Siempre oí decir que la locura duplica las fuerzas de la persona que la sufre».

La centelleante hoja de acero se aproximaba lentamente a ella. Tuppence dio un grito. Bajo la ventana, a unos metros, a sus pies, oyó un rumor de voces y golpes. Era como si alguien la hubiera emprendido contra ventanas y puertas, intentando forzarlas. «Nunca llegarán hasta aquí, sin embargo —se dijo Tuppence—. Nadie puede utilizar la entrada secreta, si no conoce el mecanismo».

Se debatió fieramente, pero la señora Lancaster era más fuerte. Y más corpulenta. Sonreía todavía, pero la expresión de aquella faz ya no era de bondad. Una maligna mirada brillaba en sus ojos. Parecía estar recreándose y disfrutando con la inútil resistencia de Tuppence.

—Killer[6] Kate —murmuró Tuppence.

—¿Conoce usted mi apodo? Sí… Pero yo le he dado, un sentido sublime. Soy la mano de Dios al matar. Voy a matarla porque esta es Su voluntad. Por tal motivo, no hay delito ni pecado en ello por mi parte, ¿se da cuenta? ¿Lo comprende?

Tuppence estaba siendo empujada contra una silla. La señora Lancaster la mantenía en aquella posición. La presión ejercida aumentaba. Imposible retroceder ya más. La hoja de acero que empuñaba la anciana se aproximaba lentamente a Tuppence.

Tuppence pensó: «Tengo que dominarme… No puedo dejar llevarme del pánico…». Y en seguida se formuló insistentemente una pregunta: «¿Qué hacer para evitarlo?». No había conseguido nada con sus redoblados esfuerzos.

Tenía miedo… y la primera indicación del mismo había surgido en el marco de Sunny Ridge…

«¿Pensaba usted en su pobre criatura?».

Este había sido el primer avisó… Pero no lo había interpretado bien… Ignoraba su carácter…

Sus ojos no se apartaban del estilete. No obstante, no era la fría hoja de acero y su significado de muerte lo que le asustaba más, dejándola como paralizada. Era el rostro que observaba cada vez más cercano lo que la amedrentaba hasta lo indecible… Era la sonrisa de la señora Lancaster, delatadora de una profunda satisfacción. Tenía delante a una mujer que se aprestaba a cumplir una misión, la que ella misma se había impuesto, sin desenfrenados gestos, suavemente, casi razonablemente.

«No parece estar loca —pensó Tuppence—. He aquí lo más terrible… Bueno, ella, interiormente, se cree normal. Ella se tiene por un ser humano absolutamente normal, capaz de razonar correctamente. Es lo que piensa… ¡Oh, Tommy! ¡Tommy! ¡Qué situación más apurada la mía!».

Se Notó de pronto inmersa en una profunda oscuridad. Sus músculos se relajaron… Advirtió un estrépito de cristales rotos. El alboroto fue apagándose lentamente, igual que si se perdiera en la lejanía. Tuppence se sumergió en la inconsciencia.


—Esto ya es otra cosa… Ya vuelve en sí… Bébase esto, señora Beresford.

Tuppence notó que alguien oprimía contra su labio inferior el borde de un vaso… Se resistió con fiereza… Leche envenenada… ¿Quién le había hablado de eso? No pensaba bebérsela. Sin embargo… No era leche. Aquel líquido tenía otro color.

Se Echó hacia atrás. Entreabrió los labios, tomando un sorbo…

—Es coñac —murmuró Tuppence.

—Justamente. Un sorbito más…

Tuppence obedeció. Se recostó en los cojines, echando un vistazo a su alrededor. En la ventana vio la parte superior de una escalera. En el suelo, dentro de la habitación, había un puñado de cristales rotos.

—Oí el ruido de los vidrios al romperse…

Rechazó ahora el vaso de coñac y su mirada se deslizó por la mano y el brazo que tan cerca tenía, hasta llegar al rostro del hombre que había estado hablándole.

—El Greco —murmuró Tuppence.

—¿Qué ha dicho?

—Da igual. No importa. Volvió a mirar en torno a ella.

—¿Dónde está…? Me refiero a la señora Lancaster.

—Está… descansando… en la habitación de al lado…

—Ya comprendo.

Pero no estaba segura de haber comprendido. Lo entendería todo mejor después. Ahora solamente un pensamiento cruzaba por su cabeza.

Sir Philip Starke —dijo lentamente, vacilando al pronunciar las tres palabras.

—Sí… ¿Por qué mencionó usted hace unos instantes a El Greco?

—Su aire de hombre que ha sufrido…

—No lo entiendo.

—El cuadro… En Toledo… O en el Prado… Pensé en algo sucedido hace mucho tiempo… No, hace mucho tiempo no… Anoche… Una reunión… En el vicariato…

—Se está usted recobrando admirablemente —dijo él para animarla.

Parecía tan natural aquello de estar allí, sentada en el interior de aquella habitación, con el suelo cubierto de cristales rotos, hablando con este hombre…, el de la faz morena y angustiada…

—Cometí un error… en Sunny Ridge. Me equivoqué en todo con ella… Tuve miedo entonces… Se apoderó de mí el pánico… Pero incurrí en un error… No me dio miedo lo que pudiera venir de ella… Temí por ella… Pensé que podía pasarle algo. Me propuse protegerla… salvarla… Yo… —Tuppence parpadeó, dudosa—. ¿Usted me entiende? ¿O cree que mis palabras sólo son una sarta de disparates? Nadie puede comprenderla mejor que yo, nadie…

Tuppence frunció el ceño.

—¿Quién… quién era ella? Quiero decir, la señora Lancaster, la señora Yorke… ¿Quién era ella realmente?

Philip Starke recitó con voz ronca:

—¿Quién era ella? ¿Ella misma? La real, la verdadera. ¿Quién era ella, con la señal de Dios sobre su frente? ¿Ha leído usted a Peter Gynt, señora Beresford?

El hombre se aproximó a la ventana. Permaneció un momento mirando a lo lejos… Luego, dio la vuelta.

—Era mi esposa, Dios me valga…

—¿Su esposa…? Pero ¡si ella murió…! La inscripción de la iglesia…

—Murió durante una estancia en el extranjero… Tal fue la historia que puse en circulación… Y entonces mandé colocar una lápida conmemorativa en la iglesia, La gente no suele hacer muchas preguntas al hombre que habiendo enviudado se siente presa de la mayor desolación. Ya no volví a vivir aquí, además.

—Hubo quien afirmó que ella lo había dejado…

—También esa era una historia aceptable.

—Usted se la llevó cuando averiguó… lo de los niños…

—¿Conoce ese episodio?

—Me lo refirió ella… Se me antojó increíble…

—Casi siempre se conducía de una manera normal… Nadie hubiera adivinado la verdad. Pero la policía comenzó a sospechar… Me vi forzado a obrar, de actuar rápidamente… Tenía que salvarla, protegerla… ¿Comprende usted? ¿Comprende usted al fin?

—Sí —repuso Tuppence—. Lo comprendo perfectamente.

—Fue una mujer muy bella, muy atractiva… —la voz de sir Philip Starke pareció quebrarse—. Fíjese en ese cuadro —el hombre indicó a Tuppence el cuadro que colgaba de la pared—, waterlily… Fue siempre una muchacha nada fácil de gobernar. Su madre fue la última de los Warrender, una vieja familia… Helen Warrender abandonó de joven el hogar paterno. Se juntó con un mal sujeto, carne de presidio… La hija fue a parar a los escenarios teatrales, después de estudiar danza. El de Waterlily fue su mejor y más popular papel. Luego vinieron las malas compañías, uniéndose a una pandilla de delincuentes. Todo por el afán de saborear nuevas emociones… Nada le producía ilusión…

»Después de romper con todo aquello, se casó conmigo… Aspiraba a vivir normalmente, en paz, dentro de un hogar…, con sus hijos. Yo era rico… Podía darle todo lo, que quisiera. Pero no tuvimos hijos. Nuestro pesar fue inmenso. Ella comenzó a sentirse obsesionada por eso… Tal vez hubiese sido siempre una mujer desequilibrada… No sé… ¿Qué importa ahora las causas? Ella era…

»Yo la amé mucho… —añadió sir Philip Starke, con un gesto de desesperación—. Siempre… Me tenía sin cuidado lo que había sido, lo que hizo… Deseaba ponerla a salvo de todo peligro… No quería verla encerrada, presa para siempre, muerta en vida. Y logré lo que me proponía durante muchos años, lo logramos…

—Habla usted en plural.

—Estaba pensando en Nellie, mi querida y fiel Nellie Bligh. Era maravillosa… Ella se encargaba de arreglarlo todo. Pensamos en las residencias para ancianas. Comodidades, lujos, incluso, sí. Nada de tentaciones, nada de niños… Había que apartar a los niños de su camino… El plan dio resultado… Las casas estaban en lugares distantes Cumberland, Gales… Nadie le reconocería allí. Es lo que nos figuramos, al menos. Contábamos con la ayuda del señor Eccles, un inteligente abogado. Me cobraba mucho, pero podía confiar enteramente en él.

—¿Chantaje? —sugirió Tuppence.

—Nunca pensé en eso. Le tenía por un amigo y colaborador eficiente.

—¿Quién pintó el bote del cuadro, el que lleva el nombre de Waterlily?

—Yo. A ella le gustó mi idea. Le recordaba la época de sus triunfos en el escenario. Era uno de los lienzos de Boscowan. A mi mujer le gustaban sus cuadros. Luego, un día escribió un nombre sobre el puente. Entonces pinté el bote, bautizándole tan pronto lo hube terminado, con el nombre de Waterlily.

La puerta del muro se abrió… Por la abertura se deslizó la figura de la «bruja amable».

Primero, la recién llegada miró y sir Philip Starke y luego a Tuppence.

—¿Se siente ya bien? —inquirió la mujer con toda naturalidad.

—Sí.

Lo mejor de la «bruja amable» era aquella serenidad con que se producía en todas las situaciones.

—Su esposo está abajo, aguardándole en el coche. Le dije que vendría a buscarla para conducirla hasta él, si usted no tiene nada que oponer a eso.

—Me parece todo perfecto —replicó Tuppence.

—Me lo figuré —la mujer miró hacia la puerta del dormitorio—. ¿Está… dentro?

—Sí —declaró sir Philip Starke.

La señora Perry entró en el cuarto, saliendo unos segundos después…

Miró a sir Philip Starke inquisitivamente.

—Ofreció a la señora Beresford un vaso de leche… La señora Beresford lo rechazó…

—Y luego, supongo, optó por bebérselo ella. —Él vaciló.

—En efecto.

—El doctor Mortimer vendrá más tarde —anunció la señora Perry.

Fue a ayudar a Tuppence, para que se pusiera en pie. Pero Tuppence se las arregló sola para echar a andar.

—No estoy herida —manifestó—. Fue solamente la impresión. Me encuentro ya bien.

Se Enfrentó con Philip Starke. Ninguno de ellos parecía tener nada que decir. La señora Perry esperaba.

Tuppence fue quien rompió el silencio.

—Si en algo pudiera servirle…

—Antes de que se marche he de decirle una cosa… Fue Nellie Bligh quien la golpeó en la cabeza aquel día, hallándose usted en el cementerio.

Tuppence asintió.

—Ya me figuré que pudo haber sido ella días atrás. Se sintió asustada; no supo lo que hacía. Se imaginó que estaba sobre su pista, que era inevitable el descubrimiento por su parte de nuestro secreto. Ella… Yo siento unos terribles remordimientos cuando pienso que la he obligado a lo largo de los pasados años. Es más de lo que una mujer puede aguantar…

—Creo que la impulsaba el amor que por usted sentía —manifestó Tuppence—. Bien. He de advertirle que no va a proseguir la búsqueda de la señora Johnson… ¿No quería usted referirse a eso?

—Gracias, señora Beresford… Le quedo muy reconocido.

Hubo otra pausa. La señora Perry esperaba pacientemente. Tuppence miró a su alrededor. Se acercó a la ventana, la de los cristales rotos, contemplando el pacífico canal, a sus pies.

—Lo más seguro es que no vuelva a poner los pies en esta casa. Me he fijado bien en todo para acordarme de ella más tarde en sus menores detalles.

—¿Quiere tenerla bien presente en su memoria?

—Pues sí, Alguien me dijo que a esta vivienda se le había dado un uso erróneo. Sé perfectamente ya lo que quisieron insinuarme.

El hombre miró inquisitivamente a Tuppence, pero no pronunció una sola palabra.

—¿Quién le envió aquí, en mi busca? —preguntó ella.

—Emma Boscowan.

—Me lo figuré.

Tuppence se unió a la señora Perry. Las dos mujeres franquearon el umbral de la puerta secreta, trasladándose a la otra planta.

Emma Boscowan había dicho a Tuppence que aquella casa había sido hecha para dos amantes. Ahora quedaba en poder de estos… La mujer había muerto… Él hombre seguía viviendo y sufriendo…

Tommy la esperaba junto a la puerta, en el coche. Tuppence se despidió de la «bruja amable», subiendo al automóvil.

—Tuppence… —dijo Tommy.

—Sé lo que vas a decirme.

—No vuelvas a hacer eso nunca más.

—De acuerdo, Tommy.

—Ahora te muestras dócil, pero seguramente volverás a incurrir en el mismo error.

—No. Ya no. Me siento demasiado vieja.

El coche arrancó.

—¡Pobre Nellie Bligh! —exclamó Tuppence.

—Pobre… ¿por qué?

—Continúa enamorada de Philip Starke, A lo largo de muchos años ha hecho cuanto le ha pedido… ¡Cuánta devoción malgastada!

—¡Tonterías! —dijo Tommy—. Supongo que habrá disfrutado lo suyo también a ratos, portándose así. A muchas mujeres les pasa eso.

—Eres rudo, a veces, Tommy. No tienes corazón.

—¿A dónde vamos ahora…? ¿A «El Cordero y la Bandera», de Market Basin?

¡Ni hablar! —contestó Tuppence—. Quiero irme a casa. A casa, Thomas. Para no moverme de ella…

—Amén —dijo el señor Beresford—. Y en esta ocasión, si Albert nos da la bienvenida con un pollo chamuscado, ¡lo mato!