—¡Diamantes! —exclamó Tuppence.
Con la vista fija en las piedras que tenía todavía en la palma de la mano, añadió:
—¿Estos polvorientos guijarros son diamantes?
Tommy asintió.
—Todo está empezando a tener sentido ahora Tuppence. Todo guarda relación entre sí. La casa del canal. El cuadro. Espera, espera a que Ivor Smith se entere de la existencia de esa muñeca. Un ramo de flores te espera ya, Tuppence…
—¿Por qué razón?
—Por haber contribuido a la detención de una banda de delincuentes.
—¿Qué me dices? ¡Ivor Smith! Ya sé dónde has estado la semana pasada. Me abandonaste en mis últimos días de convalecencia, en aquel terrible hospital… Precisamente cuando necesitaba un rato de sana conversación, cuando necesitaba que me animaran constantemente.
—Te visité en las horas permitidas; todas las noches, prácticamente.
—No me contaste nada.
—Aquel dragón disfrazado de monja que había en la sala me previno, diciéndome que tenía que evitarte emociones. Pero, bueno, Ivor Smith va a presentarse aquí pasado mañana y celebraremos una pequeña reunión social por la noche en el vicariato.
—¿Quién asistirá a ella?
—La señora Boscowan, uno de los grandes terratenientes del distrito, tu amiga, la señorita Nellie Bligh, el párroco, desde luego, tú y yo…
—En cuanto al señor Ivor Smith… ¿Cuál es su verdadero nombre?
—Por lo que yo sé hasta ahora, Ivor Smith.
—Te muestras siempre muy cauteloso… —Tuppence se echó a reír.
—¿Qué es lo que te ha hecho tanta gracia?
—Estaba pensando que me habría gustado mucho verte a ti, con Albert, descubriendo cajones secretos en el pupitre de tía Ada.
—El mérito de esos descubrimientos corresponde por entero a Albert. La verdad es que me dedicó toda una conferencia sobre el tema. La información que posee sobre el mismo data de sus años mozos, de cuando estuvo colocado en un establecimiento dedicado a la venta de antigüedades.
—Es difícil imaginarse a tu tía Ada redactando un documento secreto como el que tú me has dicho, con sus sellos de lacre y todo. No sabía en realidad nada, pero estaba dispuesta a admitir que dentro de Sunny Ridge había una persona peligrosa. ¿Sabría que era la señorita Packard?
—Esta última idea ha salido de tu cabeza.
—Reconocerás que la idea es excelente en el caso de que estemos persiguiendo a una organización criminal. La banda en cuestión necesitaría un sitio como Sunny Ridge, un establecimiento bien regido y respetable, con una persona competente en las lides de las actividades delictivas al frente. Habría así alguien adecuadamente calificado para tener acceso a las drogas siempre que las necesitara. Y al aceptar las muertes que se produjeran como naturales, el doctor de la residencia se sentiría influido, certificando su legalidad.
—Tú dirás lo que quieras ahora, pero la verdad es que empezaste a recelar de la señorita Packard porque te disgustaban sus dientes…
—Voy a decirte una cosa, Tommy… Supongamos que ese cuadro, el cuadro de la Casa del Canal… no perteneció nunca a la señora Lancaster.
—Nosotros sabemos que sí era suyo —Tommy miró atentamente a su mujer.
—No es cierto. Nosotros sólo sabemos lo que dijo la señorita Packard… Esta nos informó que la señora Lancaster se lo había regalado a tía Ada.
—Pero ¿por qué iba a…? —Tommy no acabó la frase.
—Quizá por eso se llevaron a la señora Lancaster, para que no nos dijera que el cuadro no era suyo y que no se lo había regalado a tía Ada.
—Me parece que estás forzando los hechos.
—Es posible… Veamos… El lienzo fue pintado en Sutton Chancellor… La casa del cuadro se encuentra en Sutton Chancellor… Tenemos motivos para creer que la casa es, o fue utilizada como escondite por una organización criminal… Nos figuramos que es el señor Eccles quien la dirige. El señor Eccles fue la persona que envió a la señora Johnson a Sunny Ridge, con el fin de retirar de allí a la señora Lancaster. Yo no creo que la señora Lancaster estuviese en alguna ocasión en Sutton Chancellor, ni que haya estado en la Casa del Canal, ni que poseyera un cuadro representando la misma, si bien me imagino que oyó hablar a alguien en Sunny Ridge de ello… ¿A la señora «Chocolate», quizás? En consecuencia, comenzó a hablar, y esto era peligroso, por lo cual se imponía su traslado… Y el día menos pensado averiguaré su paradero, tenlo en cuenta, Tommy.
—«Los trabajos, aventuras y mixtificaciones de la señora Thomas Beresford», será el título de la obra en que se relate tu odisea, querida.
—Permítame que le diga que tiene usted un aspecto magnífico, señora Beresford —manifestó Ivor Smith.
—Vuelvo a sentirme igual de bien que antes —contestó Tuppence—. He sido una estúpida al dar motivo para sufrir un ataque de esa naturaleza, creo.
—Se merece usted una medalla… Especialmente por el asunto de la muñeca rota. No consigo comprender por más que me devano los sesos, cómo se las arregla para llegar a tan estupendos resultados en todo lo que emprende.
—Es un sabueso perfecto —declaró Tommy—. Cuando huele un rastro, ya no hay fuerza humana capaz de detenerla.
—Supongo que tomaré parte en la reunión de esta noche, ¿eh? —dijo Tuppence, recelosa.
—¡No faltaba más! He de decirle que han sido aclarados muchos hechos. No acierto a expresarles mi gratitud… Francamente, en la actualidad ya apuntamos a algo concreto por lo que respecta a esta bien montada asociación criminal, responsable de los robos más destacados de los últimos cinco o seis años. Como ya le dije a Tommy cuando se presentó en mi despacho para preguntarme si sabía algo acerca del señor Eccles, nosotros hacía mucho tiempo que sospechábamos de él. Ahora, no es fácil hacerse de pruebas contra un hombre como este. Es demasiado cauteloso. Ejerce su profesión de abogado… Regenta una firma auténtica, que posee clientes nada ficticios.
»Tal como le notifiqué a Tommy, uno de los puntos más importantes ha sido esta cadena de casas. Se trata de viviendas respetables, ocupadas por inquilinos honestos…, por poco tiempo, que acababan yéndose.
»Ahora, gracias a usted, señora Beresford, gracias a las investigaciones realizadas en determinada chimenea, con sus pájaros muertos, hemos dado con toda certeza con una de tales casas. En esta fue hallada una importante parte del botín. No es nada malo el método de guardar las joyas sustraídas y otros objetos por el estilo en paquetes corrientes, que eran escondidos hasta que sonaba la hora de proceder a su traslado al extranjero, por vía aérea o marítima, cuando ya se habían acallado los rumores y la alarma subsiguiente a cada audaz operación.
—¿Qué hay sobre los Perry? ¿Anda mezclado en el asunto el matrimonio? Yo desearía que no…
—No se puede afirmar nada con seguridad todavía —declaró el señor Smith—. Yo tengo la impresión de que la señora Perry, por lo menos, sabe algo o supo algo en otro tiempo.
—¿La juzga un miembro más de la banda?
—Es posible que no tenga nada que ver con esa gente. Cabe la posibilidad también de que dispusieron de un medio persuasivo para retenerla.
—¿De qué modo?
—Bueno, espero que no hagan uso de lo que voy a deciros. Conozco su discreción… Sucede que la policía local ha abrigado siempre la sospecha de que Amos Perry fue el responsable de la ola de asesinatos de niños que tuvo por fondo este distrito, hace ya muchos años. No anda muy bien de la cabeza. Los médicos han dicho que pudo haber sentido un terrible impulso de atacar a los pequeños. No hubo nunca pruebas directas, pero quizá su esposa se extralimitó, mostrándose demasiado ansiosa a la hora de proporcionar coartadas a su marido. Era esta una base excelente para que los otros la gobernaran a su antojo, asignándole el papel de inquilina de la casa (de parte de la casa), convencidos de que sería reservada. Hasta puede ser que se procuraran pruebas contra el esposo. Usted los conoce, señora Beresford. Me refiero a la pareja… ¿Qué impresión le produjeron los viejos la primera vez que los vio?
—Ella me agradó desde el primer momento —replicó Tuppence—, la califiqué de bruja —recordó, sonriente— porque iba vestida como tal, con motivo de una función de teatro, que preparaban los vecinos. Esta bruja, en todo, caso, me dije, practicaba la magia blanca y no la negra.
—¿Y qué le pareció él?
—Él me dio miedo —dijo Tuppence—. No en todo momento, a lo largo de nuestra entrevista. En un instante determinado, creo que fue de repente, se me antojó un hombre atemorizador. No podría decir qué fue lo que me asustó de él. Me dio miedo, simplemente… Claro que no se puede estar absolutamente seguro…
—¿Qué es lo que vamos a hacer en el vicariato esta noche?
—Formular algunas preguntas. Ver algunas caras. Averiguar detalles que nos llevarán a la ampliación de las informaciones que ya poseemos.
—¿Estará presente el comandante Waters? Me refiero al hombre que escribió al sacerdote para que localizara aquella tumba…, la de la niña.
—¡Allí no había ninguna niña enterrada! Donde la antigua lápida fue removida, se halló un ataúd, un ataúd infantil, forrado de plomo… Y este contenía todo un botín. Eran joyas y objetos de oro procedentes de un robo que fue cometido cerca de St. Albans, La carta que recibió el sacerdote fue escrita con el fin de averiguar qué había sido de la tumba. Los vandálicos actos de los pequeños gamberros locales habían complicado algo las cosas…
—Cuánto siento lo ocurrido, mi querida señora —dijo el sacerdote, saliendo al encuentro de Tuppence con ambas manos extendidas, muy afectuoso—. Sí, de veras que lamento que le haya sucedido eso, a usted, que tan amable se mostró conmigo. Me considero el culpable del desgraciado episodio. No debí permitir que usted se quedara allí sola, revisando las lápidas… Claro que no había ninguna razón para creer…, ninguna razón, en absoluto, que una pandilla de jóvenes gamberros…
—Bueno, padre, no se altere usted —medió la señorita Bligh, apareciendo inesperadamente junto al sacerdote—: La señora Beresford sabe perfectamente, estoy segura de ello, que lo sucedido no es culpa suya. Ella fue muy amable al ofrecerse para ayudarle, pero el caso es que todo ha terminado ya y que la señora Beresford se ha recuperado por completo del percance. ¿Verdad, señora?
—Naturalmente que es verdad —replicó Tuppence, algo irritada porque la señorita Bligh diera por las buenas como definitiva su recuperación.
—Siéntese aquí. Voy a ponerle un cojín en la espalda para que se encuentre más cómoda —dijo la señorita Bligh.
—No necesito ningún cojín —dijo Tuppence, negandose también a aceptar la silla que la señorita Bligh le acababa de ofrecer.
Se dejó caer, por el contrario, en otra de recto respaldo, nada cómoda por cierto, situada en el lado opuesto. Llamaron a la puerta y todos estuvieron a punto de ponerse en pie. Intervino, una vez más, la señorita Bligh.
—No se preocupe, padre —dijo—. Ya voy yo.
—Puesto que es usted tan amable…
Se Oyeron unas voces en el vestíbulo. La señorita Bligh regresó en compañía de una mujer corpulenta que lucía un vestido de brocado, a la que seguía un hombre muy alto y delgado, un hombre de cadavérico aspecto. Tuppence lo estudió atentamente. Una negra capa colgaba de sus hombros y su alargada y sombría faz recordaba las de otras épocas históricas. Tuppence se dijo que aquel hombre parecía haberse escapado de cualquiera de los cuadros, de «El Greco».
—Me alegro mucho de verle por aquí —dijo el sacerdote. Volviéndose hacia los demás, añadió—: Permítanme que les presente a sir Philip Starke. El señor y la señora Beresford, el señor Ivor Smith. ¡Ah! La señora Boscowan. Hacía muchos, muchos años que no la veía… el señor y la señora Beresford.
—Conocía al señor Beresford ya —replicó la señora Boscowan. Miró a Tuppence, añadiendo—: ¿Cómo está usted? Encantada de conocerla. Tengo entendido que sufrió un accidente.
—Sí. Ya me encuentro bien.
Terminadas las presentaciones, Tuppence se recostó en su asiento. Se sentía fatigada con más frecuencia que anteriormente. Se decía que esto era a consecuencia del golpe sufrido: Sin moverse, con los párpados entreabiertos, podía sin embargo, escrutar los rostros de las personas que se hallaban en aquella habitación. No estaba atenta a la conversación, miraba simplemente, a los que hablaban. Tenía la impresión de que varios de los personajes del drama —el drama en el cual involuntariamente participaba—, se habían reunido allí igual que hubiesen podido hacerlo unos actores sobre el escenario de un teatro.
Las distintas piezas del «puzzle» se estaban reagrupando, formando un núcleo compacto. La llegada de sir Philip Starke y la señora Boscowan marcaban una etapa en aquel proceso. Habían estado presentes siempre en la historia, pero fuera de su círculo. Ahora, en cambio, quedaban dentro. Se hallaban complicados inapelablemente en aquel caso. De una manera u otra, sí. Estaban allí, ¿por qué?, se preguntó Tuppence. ¿Quién los había llamado? ¿Ivor Smith? ¿Les había ordenado que se personaran en aquella casa o se lo había rogado? Quizás estuvieran tan distanciados de él como de ella: Tuppence pensó: «Todo empezó en Sunny Ridge, pero Sunny Ridge no es realmente el corazón de esta historia. Todo se centra, siempre se ha centrado aquí, en Sutton Chancellor. Todo lo ocurrido aquí. No últimamente… Hace tiempo. Son cosas que nada tenían que ver con la señora Lancaster…, pero con las cuales esto ha ido complicándose. En consecuencia, ¿dónde para en la actualidad la señora Lancaster?».
Tuppence se estremeció. Había sentido un escalofrío. «Es posible.., es posible que haya muerto», pensó.
De ser así, ella había fracasado. Se Había puesto en movimiento preocupada por la suerte de la señora Lancaster, creyendo que esta se hallaba amenazada por un grave peligro. Había decidido, por último, localizarla y protegerla.
«Y si no ha muerto —se dijo Tuppence—, todavía me saldré con la mía».
Sutton Chancellor… Aquí era donde se había dado el comienzo de algo significativo peligroso. La casa del canal formaba parte de eso. Quizá fuese el centro… ¿O había que buscar este en Sutton Chancellor? En este lugar había habido personas que se movieron de distinto modo, viviendo allí, llegando a aquel, huyendo, desvaneciéndose, apareciendo y reapareciendo…
Como sir Philip Starke.
Sin mover la cabeza, Tuppence fijó la mirada en sir Philip. No sabía nada acerca de él, exceptuando lo que la señora Copleigh le dijera en el curso de su monótono monólogo sobre los habitantes de la población. Era un hombre sereno, un erudito, un botánico, un industrial… Al menos, poseedor de grandes bienes en el mundo de la industria. Era, por consiguiente, un hombre rico… Además, una persona que amaba extraordinariamente a los niños.
Ya estaba de vuelta a lo mismo. Los niños de nuevo. La casa junto al canal; el pájaro de la chimenea; la muñeca infantil que encontrara en esta… Una muñeca que contenía un puñado de diamantes…, producto de un robo. Aquel era uno de los cuarteles generales utilizados por una organización criminal. Pero se habían dado delitos más graves que el robo. La señora Copleigh había dicho: «Siempre me imaginé que tal vez fuese el autor de todo, él».
Sir Philip Starke. ¿Un asesino? Siempre con los párpados entreabiertos Tuppence, lo estudió, dándose cuenta de que…, se esforzaba por ver si encajaba en el concepto que ella tenía, en general, del asesino… Un asesino de indefensas criaturas, por añadidura.
¿Qué edad tendría? —se preguntó—. Setenta años, por lo menos, Quizá más. Su faz era la del asceta. Sí. Concretamente. Podía decirse de ella que era una torturada faz.
Unos ojos grandes y negros. Los ojos de El Greco. Un cuerpo extraordinariamente delgado.
¿Por qué se había presentado allí? Los ojos de Tuppence se fijaron en la señorita Bligh. Estaba nerviosa en su silla. De cuando en cuando se levantaba para modificar la posición de una mesita, para ofrecer un cojín a alguien, para cambiar la posición de la caja de los cigarrillos de la caja de cerillas. No paraba. No perdía de vista a sir Philip Starke. Siempre que se relajaba, su penetrante mirada se centraba en él.
«Es una devoción total la que ese hombre le inspira —pensó Tuppence—, yo creo que han estado enamorados alguna vez. Me inclino a pensar que ella sigue enamorada». El amor hacia una persona no se atenúa en virtud del paso de los años. Los que son como Derek y Deborah no opinan igual. Ellos no aciertan a imaginarse una persona enamorada que no sea joven. Pero yo creo que… ella todavía ama a ese hombre, sin esperanzas, devotamente. ¿Quién dijo… (¿Fue la señora Copleigh?, ¿fue el sacerdote?), que la señorita Bligh había sido su secretaria en los años de juventud, que todavía cuidaba de sus asuntos allí?
«Bien. Esta no es ninguna cosa del otro mundo. Es frecuente que las secretarias se enamoren de sus jefes. Gertrude Bligh, pues, amó a Philip Starke. ¿Fue este un hecho positivo? ¿Había sabido o sospechado la señorita Bligh que la calmosa y ascética personalidad de sir Philip Starke ocultaba una horrible amenaza de locura? Tan aficionado a los niños siempre…». “A mi juicio —había dicho la señora Copleigh—, demasiado amante de los niños”.
Así pasaban las cosas… Quizá fuese aquella la causa motivadora de la atormentada expresión de su rostro. «Sólo los patólogos o los psiquiatras saben algo acerca de los asesinos locos —pensó Tuppence—, ¿por qué matan estos a los niños? ¿Qué es lo que fundamentalmente los impulsa? ¿Preocupan a estos hombres las consecuencias de sus actos? ¿Se sienten irritados, desesperadamente desgraciados? ¿Tienen miedo?».
En aquel momento, observó que la mirada de sir Philip se había detenido en ella. Los dos se observaron abiertamente ahora y parecieron intercambiar un extenso mensaje.
«Usted está pensando en mí —decían aquellos ojos—. Sí. Es verdad lo que usted se imagina. Soy un hombre acosado».
En efecto. Esto era lo que le cuadraba exactamente: era un hombre acosado.
Tuppence miró hacia otro lado. Su mirada tropezó con el rostro del sacerdote. Este le era simpático. Parecía muy bueno. ¿Sabía algo de toda aquella maraña? Tuppence pensó que sí, probablemente. También cabía la posibilidad de que viviera inmerso en la complicada historia sin enterarse de nada. Muy posiblemente, en torno a él se habían desarrollado aquella serie de acontecimientos, sin que él advirtiera el más mínimo detalle. La inocencia del sacerdote no podía ponerse en tela de juicio.
¿Y la señora Boscowan? Pero resultaba difícil que la señora Boscowan estuviese informada. Era una mujer de mediana edad, una mujer con personalidad, pero como Tommy dijera, esto no expresaba mucho.
Como si Tuppence la hubiera llamado, la señora Boscowan se puso de repente en pie.
—¿Podría ir arriba a lavarme las manos? —inquirió.
—¡Oh! Desde luego —la señora Bligh se puso en pie de un salto—. Yo me encargaré de acompañarla…
—Sé muy bien el camino, no se moleste —dijo la señora Boscowan—. ¿Señora Beresford?
Tuppence se sobresaltó ligeramente.
—¿Quiere usted acompañarme? —inquirió la viuda del pintor—. Quiero darle unas explicaciones.
Tuppence se mostró obediente como una criatura.
La señora Boscowan salió del vestíbulo. Tuppence avanzaba detrás de ella. La primera empezó a subir las escaleras…
—La habitación destinada a los huéspedes está arriba —manifestó la señora Boscowan—. Se encuentra siempre preparada. Cuenta con un cuarto de baño anexo.
Abrió una puerta, accionó el conmutador de la luz. Tuppence entró detrás de ella.
—Me alegro de haberla encontrado aquí —declaró la señora Boscowan—. Esperaba verla. Usted me inspiró algunas preocupaciones. ¿Se lo dijo su esposo?
—Sé que usted le habló…
—Pues sí, estaba preocupada. La mujer cerró la puerta.
—¿Ha advertido ya que Sutton Chancellor es un sitio peligroso? —inquirió la señora Boscowan.
—Tengo pruebas de que lo es, en efecto —contestó Tuppence.
—Estoy informada. Ha sido una suerte que la cosa no tuviese peores consecuencias…
—Usted sabe algo —dijo Tuppence—. Usted sabe algo acerca de todo esto, ¿no?
—Sí y no, según se mire —respondió Emma Boscowan—. Una tiene su instinto. Este asunto de la organización criminal se sale de lo corriente. Y no parece tener nada que ver con…
La mujer guardó silencio de pronto.
—Quiero decir que es una de esas cosas que están en marcha, que parecen haber estado en marcha desde siempre. Pero esa gente se halla muy bien organizada ahora, como si se tratara de una entidad comercial. Lo esencial es saber dónde radica el peligro y cómo guardarse contra él. Tiene usted que tener cuidado, señora Beresford. De veras… Usted es una de esas personas que inesperadamente irrumpen en determinados sitios o situaciones y ello implicaría ahora un gran riesgo para usted.
Tuppence respondió, vacilante:
—Mi tía…, es decir, la tía de mi marido, de Tommy… Alguien le dijo, en la residencia en que se encontraba, que había entre las huéspedes y el personal de la casa un criminal…
Emma asintió.
—Hubo dos muertes en esa residencia —añadió Tuppence—. El médico de la misma sospechaba algo raro.
—¿Fue eso lo que la llevó a pasar a la acción?
—No. Hubo otra cosa antes.
—¿Tendría usted la bondad de explicarme rápidamente (lo más rápidamente posible, por si alguien nos interrumpe), qué es lo que sucedió en esa residencia de señoras ancianas, o lo que sea, para que decidiera a emprender determinadas investigaciones por su cuenta?
—Se lo explicaré con muy pocas palabras.
Tuppence la puso al corriente de todo en unos momentos.
—Ya —respondió Emma Boscowan—. Y ahora usted no sabe dónde para la señora Lancaster, ¿verdad?
—En efecto, no lo sé.
—¿Usted cree que puede haber fallecido?
—Es posible… Podría ser.
—¿Porque sabía algo?
—Sí. Ella debía de estar al tanto de algún detalle reservado. Un crimen, quizá, por ejemplo. Tal vez se tratara del asesinato de una criatura.
—Yo creo que en esto se equivoca —afirmó la señora Boscowan—. A mi entender, todo es fruto de una confusión por parte de su señora Lancaster. Mezclaría el recuerdo de esa criatura con otro tipo de asesinato.
—Supongo que lo que dice usted es posible. A los viejos les pasa eso. Pero por aquí hubo años atrás un individuo que asesinó a varios niños. Esto es lo que me contó la dueña de la casa en que estuve alojada…
—Varios niños murieron a manos de un criminal en esta parte del país, sí. Pero de eso hace mucho tiempo. No hablo ahora con mucha seguridad. El párroco debe estar bien informado sobre el asunto… ¡No! Espere. No puede saber nada directamente, debido a que por aquellas fechas todavía no había llegado aquí. La señorita Bligh, sí, en cambio. Desde luego, ella sí que estaría en el pueblo. Debía de ser entonces una mujer bastante joven.
Tuppence inquirió:
—¿Estuvo siempre enamorada de sir Philip Starke? —Se ha dado cuenta, ¿eh? Pues sí, a mí me parece que sí. Yo me inclino a pensar que ese hombre es para ella como un ídolo. Nada más llegar aquí, William y yo advertimos lo que pasaba.
—¿Qué es lo que les hizo venir aquí? ¿Vivieron acaso en la Casa del Canal?
—No. Nosotros no hemos vivido nunca allí. A él le gustaba pintarla. La pintó varias veces. ¿Qué ha sido del lienzo que su esposo me enseñó?
—Volvió a colocarlo en su sitio, en casa —informó Tuppence—. Me dio a conocer su comentario sobre el bote del cuadro, notificándome que según usted no lo había pintado su marido… Me refiero al Waterlily.
—Desde luego, ese bote no salió de los pinceles de mi marido. Yo he conocido el cuadro sin la embarcación. Esta es obra de otra persona.
—Y la llamó Waterlily… Y un hombre que no existía, un tal comandante Waters… escribió una carta relacionada con la tumba de una niña… una niña llamada Lilian… Pero no había ninguna criatura enterrada en la tumba. Esta contenía solamente un ataúd infantil, en el que había sido guardado el producto de un gran robo. Ese bote debió de ser un mensaje, un mensaje en el que se decía dónde se hallaba guardado el botín… Todo parece tener relación con el crimen…
—Sí, efectivamente… Pero no se puede asegurar que… —Emma Boscowan se interrumpió bruscamente, agregando apresurada—: Sube ya… Viene a buscarnos… Entre en el cuarto de baño…
—¿A quién se refiere usted?
—A Nellie Blligh. Entre en el cuarto de baño. Eche el pestillo.
Tuppence inmediatamente se dispuso a obedecer, comentando:
—Esa mujer es una entrometida.
—Y algo más que eso —repuso la señora Boscowan. Tuppence desapareció por fin en el cuarto de baño. La señorita Bligh abrió la puerta de la habitación, entrando en la misma, activa y servicial como siempre.
—Espero que haya encontrado lo que necesitaba —dijo—. Habrá visto toallas limpias y jabón por aquí, ¿no? La señora Copleigh cuida normalmente de las cosas del párroco, pero yo después suelo echar un vistazo por la casa, por si se le ha olvidado algo.
La señora Boscowan y la señorita Bligh bajaron las escaleras juntas. Tuppence se unió a ellas en el momento en que llegaban a la puerta del salón de estar. Sir Philip Starke se puso en pie al entrar ella en la estancia, cambiando de sitio su silla para instalarse a su lado.
—¿Está usted cómoda, señora Beresford?
—Sí, muchas gracias.
—Lamento lo de su accidente. En nuestros días suceden cosas muy raras…
Tuppence pensó que la voz del caballero, tenía un raro encanto. Era algo fantasmal, por así decirlo, muy profunda y como lejana…
La mirada de sir Philip no se apartaba de su rostro y Tuppence pensó: «Me está estudiando con el mismo detenimiento con que lo estudié yo antes». Miró de reojo a Tommy, pero este hablaba en aquellos momentos con Emma Boscowan.
—¿Qué es lo que la hizo venir a Sutton Chancellor, señora Beresford?
—Pues, verá, usted. Estábamos buscando una casa en el campo que nos conviniera —replicó Tuppence—. Mi esposo se había ausentado porque tenía que participar en una asamblea y entonces yo pensé entretenerme durante la espera, dando una vuelta por este distrito, que me agradaba mucho. Deseaba saber por dónde andaban los precios, por si nos decidíamos por adquirir alguna.
—Me parece haber oído decir que le llamó la atención la casa que hay junto al canal.
—Sí: Estaba convencida de haberla visto anteriormente desde el tren. Es muy atractiva… desde fuera.
—En efecto, Creo, no obstante, que anda necesitada de algunas reparaciones, principalmente en el tejado. El otro lado de la finca no llama tanto la atención, ¿verdad?
—Desde luego. Y la casa está dividida de una manera muy curiosa.
—¡Oh! —exclamó sir Philip Starke—. En cuanto a eso… Cada uno tiene sus ideas.
—¿No ha vivido usted nunca en ella? —inquirió Tuppence.
—No. Mi casa fue pasto de un incendio hace muchos años. Quedó una pequeña parte de ella. Supongo que la habrá visto… Está más arriba de esta, en la ladera del vecino promontorio. No tuvo nunca nada de particular. Mi padre la construyó hacia 1.890, aproximadamente. Era una mansión presuntuosa. Detalles góticos y de Balmoral. En la actualidad, nuestros arquitectos vuelven a admirar estas cosas si bien hace cuarenta años las mismas suscitaban una completa indiferencia. Contenía todo lo que debía contener la vivienda de un caballero —la voz de sir Philip sonaba ligeramente irónica—; un salón de billar, un salón para damas, un comedor colosal, un salón de baile y unos catorce dormitorios… Cuidaban del edificio alrededor de quince servidores.
—Usted me da la impresión de que no era muy de su agrado.
—Nunca me gustó. Esto constituyó una desilusión para mi padre. Mi padre fue un gran industrial, que triunfó en sus negocios. Esperaba que yo siguiese sus pasos. No fue así. Me trató bien. Me asignó una renta excelente y permitió que siguiera mi camino.
—He oído decir que había dedicado sus actividades a la botánica.
—La botánica constituyó uno de mis pasatiempos favoritos. Salí por el mundo en busca de flores silvestres, visitando, entre otros sitios, los Balcanes, ¿no ha estado usted nunca allí? Es un lugar maravilloso para este género de trabajos.
—Sí que debe serlo… ¿Regresó usted más tarde, para vivir aquí?
—Hace muchos años que falto de aquí… Desde la muerte de mi esposa no había estado en el pueblo.
Tuppence se agitó en su asiento, ligeramente embarazada.
—¡Oh! Siento mucho haberle hecho recordar eso.
—Ha pasado mucho tiempo ya desde entonces. Mi mujer murió antes de la guerra. En 1.938. Era muy bella.
—¿Conserva usted algún retrato suyo en la casa?
—No. La casa está vacía. Todos los muebles, cuadros y demás efectos fueron sacados de allí y trasladados a un almacén. Se cuenta solamente con un dormitorio, un despacho y un cuarto de estar, que ocupa mi administrador cuando visita esta población con cualquier motivo.
—¿No fue vendida nunca?
—No. Hubo un tiempo en que se habló de que las tierras, por aquí, iban a revalorizarse extraordinariamente. No sé qué pasó. Bueno, a mí eso me tuvo siempre sin cuidado. Mi padre es quien había aspirado a constituir una especie de dominio feudal con lo nuestro. Tenía que sucederlo yo en el gobierno del mismo. Después vendrían mis hijos, y los hijos de mis hijos… —sir Philip hizo una pausa, agregando—: Pero Julia y yo no tuvimos descendencia.
»En consecuencia, nada había aquí en definitiva que me atrajera. ¿A qué venir? Cuando hay que hacer algo es Nellie Bligh quien se encarga de todo —sir Philip sonrió, complacido—. Es la más maravillosa de las secretarias. Todavía se ocupa de mis asuntos, trátese de una cosa u otra.
—Y pese a su prolongada ausencia, usted, sin embargo, nunca quiso vender…
—Naturalmente. He procedido así por una buena razón —dijo Philip Starke.
Una débil sonrisa iluminó su faz de asceta.
—Es posible que heredara de mi padre, a despecho de todo, parte de su sentido comercial. La tierra vale más cada vez, aunque la revalorización no haya sido, según se esperaba, espectacular. Vale más que el dinero que por ella me pudieran dar. Deja más beneficios. Por último, andando el tiempo, este distrito se convertirá en ciudad satélite. Es lo que se llama un negocio redondo.
—¿Será usted rico, entonces?
—Seré más rico que en la actualidad —respondió sir Philip—. Y en la actualidad no tengo motivos de queja, ni mucho menos, en tal aspecto.
—¿A qué dedica su tiempo?
—Viajo. Tengo ciertos intereses en Londres. Poseo allí una galería de arte. Voy camino a convertirme en un negociante de objetos artísticos. Mis actividades de este tipo llenan agradablemente mi vida… La lleno así. Hasta que la ruano inexorable caiga sobre mi hombro para advertirme que ha sonado la hora de emprender el viaje definitivo…
—No diga eso. Sus palabras suenan en mis oídos de una manera especial. Me producen escalofríos.
—No tiene usted por qué asustarse. Usted, señora Beresford, va a vivir todavía muchos años, que además estoy seguro de que serán felices.
—De momento sí que soy feliz —contestó Tuppence—. Supongo que con el tiempo tendré los achaques propios de la gente de edad; me quedaré sorda, veré menos, me atormentara el reuma, etcétera.
—Probablemente, si llega todo eso, usted le dará menos importancia de lo que se figura. Usted y su marido, señora Beresford, si me permite decirlo, parecen haber sido muy felices en su matrimonio.
—Desde luego —replicó Tuppence—. Y supongo que en la vida no hay nada mejor que una pareja feliz.
Un segundo después, Tuppence se arrepintió de haber pronunciado estas palabras. Al escrutar el rostro de su interlocutor, un hombre que durante tantos años había lamentado la pérdida de una esposa a la que amara apasionadamente, se sintió irritada consigo misma.