—Supongo que lo que nosotros debiéramos hacer ahora es reflexionar —dijo Tuppence.
Tras una alegre reunión en el hospital, a Tuppence le había sido dada el alta. La famosa pareja se encontraba en aquellos momentos en el cuarto de estar de la mejor «suite» de «El Cordero y la Bandera», en Market Basin, comparando sus notas.
—Déjate de pensar, querida —dijo Tommy—. Ya sabes lo que te ha dicho el doctor antes de abandonar el hospital. Nada de preocupaciones, nada de ejercicios mentales y una bien dosificada actividad física… Tómate las cosas con la mayor calma posible.
—Bueno, ¿y qué es lo que estoy haciendo ahora? —inquirió Tuppence—. Permanezco con las piernas en alto y la cabeza apoyada en dos cojines, ¿no? En cuanto a lo de pensar… Pensar no ha de ser necesariamente un ejercicio mental No estoy haciendo cálculos matemáticos, ni me dedico a estudiar economía, ni estoy sumando las cuentas de la casa. Pensar consiste en descansar cómodamente, dejando la mente abierta a todo, por si capta algo interesante, importante, por las buenas, sin buscarlo. Y de todos modos, ¿no te gusta más acaso verme aquí, reflexionando tranquilamente? No preferirás que pase a la acción de nuevo, ¿verdad?
—De esto último puedes estar completamente segura —comentó Tommy—. Lo de antes se acabó. Quieras o no, permanecerás inmóvil, descansando. Y si es preciso no te perderé un instante de vista, ya que no confío lo más mínimo en ti.
—Muy bien —dijo Tuppence—. El sermón ha llegado a su fin. Ahora, pensemos. Pensemos los dos a la vez. No prestes atención a lo que los médicos han dicho. Si tú supieras todo lo que yo sé acerca de los doctores…
—Olvídalo, querida. Limítate a hacer lo que yo te he estado diciendo:
—Conforme. La verdad es que actualmente no me apetece nada de la actividad física. Hablo en serio. Lo que yo me estaba diciendo era que debíamos comparar nuestras notas. Nos hemos enterado de un puñado de cosas. Y todos nuestros conocimientos son ahora un puro revoltijo, como de ordinario son las mesas de los mercados pueblerinos.
—¿A qué cosas te refieres?
—Me refiero a hechos, distintos entre sí, completamente distintos… y no solamente a ellos. Hay también habladurías, sugerencias, leyendas, murmuraciones. Mucha paja, en suma.
—Lo de la paja es cierto —afirmó Tommy.
—No sé si te estás mostrando insultante o modesto, querido —contestó Tuppence—. Sea lo que sea, estás de acuerdo conmigo, ¿no? Hay cosas erróneas y cosas atinadas, las hay importantes y carentes de importancia. Pero todo anda confusamente mezclado. No sabemos por dónde empezar.
—Yo, sí —aseguró Tommy.
—Está bien. ¿Por dónde empiezas?
—Yo empiezo por el instante en que alguien te golpeó en la cabeza —dijo Tommy.
Tuppence reflexionó un momento.
—No veo en eso un punto de arranque. Quiero decir que has hablado de lo último que sucedió y no de lo primero.
—Para mí es lo primero —declaró Tommy—. No quiero ver a nadie por ahí dedicado a la tarea de golpear a mi esposa. Además, en un punto real de arranque. No es un episodio nacido en la imaginación. Se trata de algo real, que sucedió realmente.
—No puedo estar de acuerdo contigo. Fui yo la persona golpeada, verdaderamente, y no lo olvido. He estado pensando en ello… Desde que recuperé la facultad de razonar.
—¿Tienes alguna idea sobre la posible identidad de tu atacante?
—Desgraciadamente, no. Me hallaba inclinada en aquel momento sobre una lápida sepulcral…
—¿Quién pudo haberte golpeado?
—Supongo que debió de ser alguien que habita en Sutton Chancellor. Y sin embargo, esto parece bastante improbable. Había hablado con contadas personas.
—¿El párroco?
—No pudo haber sido el párroco —afirmó Tuppence—. En primer lugar, porque es una persona excelente. En segundo término, porque tenía que haber sido más fuerte. En tercer lugar, porque es un individuo asmático. De haberse apostado detrás de mí habría advertido en seguida su jadeante respiración.
—Pues si eliminamos al párroco…
—¿Si eliminamos?
—Sí. Yo también estoy dispuesto a prescindir de él. Tú sabes que fui a verle, que estuve hablando con él. Hace años que está en el pueblo y todo el mundo lo conoce. Supongo que puede darse la posibilidad de que alguien se haga pasar por sacerdote, y de los buenos, pero este papel se puede representar tan sólo por espacio de unos días, no durante diez o doce años.
—El siguiente sospechoso, entonces, habrá de ser la señorita Bligh. Nellie Bligh. Aunque sabe Dios por qué. Es imposible que ella se figurara que me disponía a robar una lápida.
—¿Tú crees que puede haber sido ella?
—En realidad…, no. Desde luego, posee suficientes facultades para hacer una cosa así. De haber querido seguirme, para ver a qué me dedicaba, intentando después golpearme, lo más probable es que se hubiese salido con la suya. Y, al igual que el párroco, se encontraba en el lugar… Vivía en Sutton Chancellor, salía y entraba en su casa, para hacer esto o aquello, y pudo haberme visto en el pequeño cementerio, acercándose entonces a mí caminando de puntillas, impulsada por la curiosidad. Pudiera haberle parecido mal, por un motivo u otro, que anduviera curioseando por entre las tumbas, asestándome un golpe con cualquiera de los jarrones metálicos de la iglesia o algún otro objeto que hubiese encontrado a mano. Ahora bien, no me preguntes por qué. No parece existir una razón determinada.
—¿La persona sospechosa siguiente, Tuppence? ¿La señorita Cockerell? ¿Se llama así?
—La señora Copleigh. No. No pudo haber sido ella.
—¿Por qué te muestras tan segura? También vive en Sutton Chancellor. Pudo haberte visto salir de la casa, siguiéndole luego.
—¡Oh, sí, sí! Pero es que habla demasiado.
—No sé qué tiene que ver esto con la costumbre de hablar por los codos.
—Si tú te hubieses pasado, como yo, toda una velada escuchándola —dijo Tuppence—, habrías llegado a la conclusión de que una persona que habla tanto como ella no puede ser a la vez una mujer decididamente abocada a la acción. Es absolutamente improbable que hubiese sido capaz de aproximarse a mí en silencio, con la lengua voluntariamente trabada.
Tommy consideró las últimas palabras pronunciadas por su mujer.
—Tus razonamientos, Tuppence, no me parecen disparatados. Eliminamos a la señora Copleigh, ¿quién queda?
—Amos Perry —declaró Tuppence—. Se trata del hombre que vive en la Casa del Canal (Elijo este nombre entre los muchos que ha tenido, en ocasiones raras, esa edificación. Además, originalmente, se denominó así). Es el esposo de la bruja amable. Se le nota algo raro a ese individuo. Es un tipo de mentalidad elemental, pero muy vigoroso al mismo tiempo, perfectamente capaz de quitarse de en medio a quien fuera por la violencia. Le creo, por añadidura, con arrestos suficientes. Pero no sé exactamente por qué había de golpearme él. Como sospechoso, lo antepongo a la señorita Bligh, en fin de cuentas una de esas eficientes y pesadas mujeres que se encuentran en todas las parroquias: habituadas a meter las narices en todo. No es, a mi juicio, la persona capaz de llegar al ataque físico, de no mediar razones de carácter emocional muy poderosas —Tuppence añadió, con un escalofrío—: Tú sabes que sentí miedo la primera vez que me enfrenté a Amos Perry. El hombre procedió a enseñarme su jardín. Pensé, de repente, que no me habría gustado verme a solas con él en una carretera, de noche. Experimenté la impresión de que no era un individuo frecuentemente dado a arrebatos, pero que podía ser violento si alguien lo conducía por el camino de la violencia.
—Bien. Amos Perry. El número uno.
—Tenemos que pensar ahora en su esposa —prosiguió diciendo Tuppence, lentamente—. Es la mujer que he dado en llamar la bruja amable. Me fue simpática desde el principio… No quiero que sea ella; no pienso que fuera ella la atacante… Pero resulta que anda mezclada en ciertas cosas, las cuales guardan relación con la casa. Otra cuestión, Tommy… No sabemos qué es realmente lo que importa en todo esto… He comenzado a pensar que todo se mueve en torno a esa casa, que la misma es el punto central del asunto. En cuanto al cuadro… El cuadro significa algo, ¿no te parece, Tommy?
—Sí, sí.
—Yo me presenté aquí buscando a la señora Lancaster… Pero al parecer nadie ha oído hablar de ella. ¿Lo enfocaría yo todo erróneamente? ¿Estaría la señora Lancaster en peligro (yo he estado siempre segura de que se halla amenazada) a causa de poseer el cuadro? Ni siquiera me imaginé que estuviera en Sutton Chancellor. Me figuraba que aquí le habían regalado o había comprado el lienzo. Insistiré en que este significa algo, en que es, de una forma u otra, una amenaza para alguien.
»La señora «Chocolate» (es decir, la señora Moody), dijo a tía Ada que había reconocido en Sunny Ridge a alguien relacionado con «actividades criminales». Creo que estas actividades tienen que ver con el cuadro y con la casa del canal, y con una niña que quizá fue asesinada allí.
—A tía Ada le gustaba mucho el cuadro de la señorita Lancaster y esta se lo regaló… Quizá le hablara de él, quizá le dijera dónde lo había conseguido, o quién se lo había dado, dónde se encontraba la casa.
—La señora Moody fue quitada de en medio por haber reconocido precisamente a la misteriosa persona «relacionada con actividades criminales».
—Refiéreme otra vez tu conversación con el doctor Murray —solicitó Tuppence.
—Tras haberte hablado de la señora «Chocolate», se refirió a determinados tipos de asesinos, citando ejemplos de la vida real. Protagonista de una de sus historias fue una mujer que regentaba una residencia para personas ya entradas en años… Recuerdo vagamente haber leído algo acerca de ese caso, pero soy incapaz de acordarme del nombre de la mujer en cuestión. Su propósito se reducía, en esencia, a quedarse con el dinero de sus huéspedes, que se veían bien cuidadas y alimentadas hasta el día de su muerte, desposeídas de todo problema de tipo económico. Vivían felices… Lo malo era que su existencia no se prolongaba más allá del año. Fallecían pacíficamente, mientras dormían. Por último, la gente comenzó a darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. La mujer fue juzgada y condenada, por asesinato… No mostró, sin embargo, ningún remordimiento. Alegó que ella había hecho un favor a las ancianas desaparecidas…
—Tampoco yo me acuerdo del nombre de la protagonista de esa tremenda historia —declaró Tommy —. No importa… Luego, el doctor Murray citó otro caso. El de la criada, o cocinera, o doncella. La mujer trabajó en diferentes casas. En algunas no ocurrió nada. En otra hubo envenenamientos en masa o poco menos. Alimentos en malas condiciones, preparados. Los síntomas no dejaban lugar a dudas. Algunas de las víctimas se recuperaron. Solía preparar los bocadillos que los miembros de la familia de turno llevaban en sus excursiones. Era una servidora agradable, complaciente, y cuando se producían aquellos típicos accidentes, ella misma figuraba entre los enfermos. Probablemente, exageraba los efectos… Viajaba de un sitio a otro de Inglaterra. La cosa se prolongó por espacio de varios años.
—Cierto. Nadie, creo, fue capaz de comprender por qué hacía aquello. ¿Se convirtió eso en un hábito para ella? ¿Es que su proceder, simplemente, le divertía? Nadie supo en realidad a qué atenerse. No dio nunca muestras de haber mirado con mala voluntad a las personas cuya muerte provocara. ¿Estaría mal de la cabeza?
—Supongo que debía estar loca…
—El tercer caso era todavía más raro… El de la francesa. Sufría terriblemente. Había perdido a su marido y a su único hijo. Tenía el corazón destrozado y se la consideraba el ángel de la caridad. Recuerdo perfectamente las circunstancias del caso. La llamaban «el ángel Givon», pues este era el pueblo en que residía, me parece. Se presentaba en las casa de los vecinos, cuidándolos cuando se encontraban enfermos. Dedicaba sus atenciones a los niños, preferentemente. Se mostraba abnegada con ellos. Pero antes o después, tras un ligero restablecimiento, las criaturas empeoraban y fallecían. En los funerales era un mar de lágrimas y todos los padres declaraban que no hubieran sabido cómo desenvolverse en los momentos más críticos de no haber sido por aquel «ángel de la caridad», que había hecho cuanto estuviera en sus manos para atenderlos como requerían las circunstancias.
—¿Por qué has querido volver sobre todo esto, Tuppence?
—Porque me has preguntado qué razón tenía el doctor Murray para aludir a dichos casos.
—¿Quieres decir que relacionó…?
—Pienso que él relacionó los tres casos típicos entre sí, intentando ver si se ajustaban luego a alguien que se hallaba en Sunny Ridge. Me figuro que, en cierto modo, alguno de ellos es aplicable a lo sucedido en la residencia. La señorita Packard encaja en el primero. Es la eficiente regidora de una residencia, en efecto…
—Creo que te ensañas con esa mujer. A mí me ha sido siempre simpática.
—Es frecuente que los criminales causen buena impresión en los demás. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los timadores, que parecen siempre tan serios y honestos. Yo me atrevo a decir que los delincuentes de verdad parecen siempre personas agradables o algo por el estilo. Repara en que la señorita Packard es una mujer muy eficiente y que tiene a su alcance todos los medios para causar una muerte, la de cualquiera de sus internas, sin suscitar ninguna sospecha. Solamente una señora «Chocolate» podría desconfiar de ella. La señora «Chocolate» podía recelar de la señorita Packard porque andaba mal de la cabeza y los que andan mal de la cabeza se comprenden mutuamente, en muchas ocasiones. También pudo suceder que la conociera de antes.
—No creo que la señorita Packard sacase algún provecho de la muerte de sus internas.
—¿Y tú qué sabes? —inquirió Tuppence—. Quizás utilizara cierta táctica denotadora de su inteligencia. Es posible que no le reportaran provechos todas las muertes sino algunas de ellas. Podía haber una o dos ancianas ricas, que dejaran mucho dinero, y al lado de ellas varias de escasos recursos económicos… Habría muertes rentables y no rentables, sabiamente entremezcladas. Es posible que el doctor Murray se fijara en la señorita Packard, diciéndose al observar lo que he dicho: «Tonterías. Estoy imaginando verdaderos desatinos». Esto no quiere decir que la idea lo abandonase…
»El segundo caso por él mencionado encajaría en cualquier trabajadora doméstica, o cocinera, o enfermera, incluso. Alguien la colocó en la residencia… Era una mujer de —mediana edad, en la que se podía confiar. Pero su mente albergaría aquella especial locura. Tal vez odiara a algunas de las internas. No podemos seguir formulando hipótesis debido a que no conocemos al personal de Sunny Ridge como debiéramos conocerlo.
—¿Y qué me dices del tercer caso?
—El tercero es el más difícil —admitió Tuppence—. Aquí se trata de una persona, entregada por completo a su labor…
—¿Y si procedía así para causar buena impresión en los que la rodeaban? —preguntó Tommy, quien añadió—: Esa enfermera irlandesa…
—Aquella tan simpática, a la que regalamos la estola de piel, ¿no?
—Sí, la que tan bien le había caído a tía Ada. Una persona muy afectuosa. Parecía querer a todo el mundo, sentir la desaparición de las que morían. Andaba bastante preocupada cuando nos entrevistamos con ella. Se marchaba de Sunny Ridge y no nos explicó por qué.
—Supongo que podría tratarse de un tipo neurótico. Las enfermeras no deben ser demasiado mimosas. Esto es malo para sus pacientes. Deben ser más bien frías y eficientes, procurando en todo momento inspirar confianza.
—La enfermera Beresford al habla —dijo Tommy, sonriendo.
—Centremos ahora nuestra atención en el cuadro. Encuentro muy interesante todo lo que me referiste acerca de la señora Boscowan, así como tu entrevista con ella.
—Es que en la esposa del pintor hemos de ver, realmente, a la más interesante de las personas que hemos conocido dentro de toda esta historia. Da la impresión de saber cosas y no porque se haya dedicado a imaginarlas. Es como si supiera algo acerca de este lugar que tú y yo ignoramos. Lo cierto es esto, sin embargo; que sabe algo.
—Resulta muy extraño lo que declaró sobre el bote —indicó Tuppence—. En el cuadro, inicialmente, no aparecía ninguna embarcación. ¿Qué es lo que hizo crear tal detalle?
—Pues no lo sé —murmuró Tommy.
—¿Tenía el bote algún nombre pintado en la proa? Yo no me acuerdo de eso… Nunca me fijé en ello.
—Waterlily, se lee en la proa de la embarcación.
—Un nombre muy apropiado para un bote, desde luego… ¿Qué es, concretamente, lo que me recuerda a mí?
—No tengo la menor idea.
—Y por otro lado estaba segura de que su marido no había pintado eso… Tal vez lo hiciera más tarde.
—Me dijo que no… En esto fue terminante.
—Desde luego —manifestó Tuppence—, existe otra posibilidad que no hemos examinado. Me refiero ahora al episodio de que fui protagonista… Alguien pudo seguirme hasta aquí desde Market Basin aquel día, para comprobar qué pasos estaba dando. No en balde había estado haciendo yo indagaciones en la población mencionada. Había ido a ver a unos agentes de la propiedad, a Bloget & Burgess y los demás. Me apartaron, virtualmente, de la casa que suscitaba mi interés. Todos se mostraron evasivos. Tan evasivos que no me pareció natural aquella actitud. Me pasó lo mismo, casi, que cuando anduve empeñada en averiguar el paradero de la señora Lancaster. Abogados y bancos, un propietario con el que no hay modo de ponerse en comunicación, por hallarse en el extranjero… La disposición general es la misma. Esa gente envía a alguien para que siga mi coche; desean ver qué estoy haciendo y en la primera ocasión que se presenta me propinan un buen golpe en la cabeza. Lo cual —añadió Tuppence—, nos lleva a la lápida del pequeño cementerio ante la cual me detuve. ¿Quién era el que estaba interesado en evitar que curioseara por entre las viejas tumbas?
—Me dijiste que había en la lápida, pintadas o burdamente labradas, unas palabras…
—Sí. Habían sido labradas con un cincel, a mi entender. Fue obra de alguien que debió de renunciar a finalizar su trabajo, muy torpe, ciertamente. El nombre… Lily Waters… Y la edad: siete años… Esto estaba bien hecho… Luego, venían las restantes palabras… Me parece que eran: «Al que escandalizare a uno de estos…», y a continuación…
—Parecen, más que nada por su disposición, vocablos de una cita familiar.
—Concretamente: una cita bíblica, cosa a tono con el lugar, utilizada por alguien que no estaba muy seguro de su actitud.
—Es muy raro todo eso.
—¿Por qué había de disgustar mi actitud a nadie…? Yo sólo me proponía ayudar al párroco… El pobre intentaba localizar a la perdida criatura… Ya estamos de vuelta, ocupándonos nuevamente de este tema… La señora Lancaster habló de una criatura emparedada en una pared de chimenea, y la señora Copleigh se pasó horas aludiendo a unas monjas emparedadas y a unos chicos asesinados, refiriéndose de pasada a una madre que mató a su pequeño, a un amante, a un hijo ilegítimo, a un suicida… ¡Qué budín más fantástico elaboró la buena mujer con la sarta de habladurías y leyendas lugareñas que conoce! No obstante, Tommy, había allí un hecho real…, que no era habladuría ni leyenda…
—A ver, explícate.
—Estaba pensando, sencillamente, en la chimenea de la Casa del Canal, en la muñeca destrozada… Una muñeca infantil. Había estado allí mucho tiempo, mucho. Se hallaba cubierta por una capa de hollín y polvo…
—¡Qué lástima que no la tengamos! —exclamó Tommy.
—¡La tengo yo, hombre! —contestó Tuppence con aire triunfal.
—¿Saliste de la casa con ella?
—Sí. La muñeca me impresionó mucho. Deseaba examinarla tranquilamente, a solas, y me la llevé. Me imagino que los Perry la hubieran arrojado al cubo de la basura inmediatamente. La tengo aquí.
Tuppence se levantó, acercándose a su maleta. Rebuscó dentro de la misma un poco y sacó un paquete. Había envuelto aquel objeto en unas hojas de papel de periódicos.
—Aquí la tienes, Tommy. Échale un vistazo.
Tommy, curioso, deshizo el paquete, sacando de entre los papeles la destrozada muñeca. Le colgaban brazos y piernas desmadejadamente y lo que restaba del vestido se desprendía nada más tocarlo. El cuerpo parecía haber sido hecho con una fina piel de Suecia, debidamente cosida en los sitios menos visibles. Había unos cuantos orificios por los que poco a poco había ido saliendo el serrín con que había sido rellenado el juguete.
Como Tommy insistiera en su examen, pese al cuidado que puso en esto, el cuerpo de la muñeca pareció ir a desintegrarse de pronto, al producirse en aquel una especie de desgarrón o herida, saliendo por esta un puñado de serrín mezclado con cierta cantidad de menudos guijarros, todo lo cual fue a parar al suelo.
Tommy se agachó para recoger las piedrecitas, estudiándolas detenidamente.
—¡Dios mío! —exclamó—, ¡Dios mío!
—Es raro, ¿verdad? —señaló Tuppence—. La muñeca está llena de guijarros. Supongo que en esto tendrá que ver la parte interior de la chimenea de esa casa, que acabará cayéndose a pedazos. Restos del yeso o del recubrimiento…, ¿no crees?
—No —replicó Tommy—. Ten en cuenta que estos guijarros se hallaban dentro de la muñeca.
Concentraron la atención en ellas exclusivamente. Tommy introdujo un dedo en el desgarrón e hizo caer unas piedrecitas más. Se acercó con ellas a la ventana, dándoles vueltas sobre la palma de una mano. Tuppence lo observaba en silencio.
—¿A quién se le ocurriría hacer el relleno del cuerpo de la muñeca con una mezcla de serrín y piedras? —dijo ella.
—Bueno, estos guijarros no son corrientes. Existiría una buena razón para proceder así…
—No te entiendo.
—Échales un vistazo. Coge unos cuantos.
Tuppence obedeció.
—Son piedras simplemente —manifestó—. Unas son más grandes que otras, sí. ¿A qué viene ahora tu agitación Tommy?
—Es que, mira, Tuppence, estoy empezando a comprender por dónde va todo. Esto que ves aquí, querida, no son piedras Corrientes: son diamantes.