Tuppence parpadeó. No lograba ver bien, distinguir perfectamente los objetos. Intentó levantar la cabeza, separarla de la almohada, pero entonces sintió un agudo dolor en ella, dejándola caer pesadamente. Cerró los ojos. A continuación volvió a abrirlos, parpadeando de nuevo.
Satisfecha de su reacción, reconoció sus inmediaciones. «Estoy en la sala de un hospital», pensó Tuppence. Habiendo comprobado un progreso de tipo mental, ya no se esforzó por llevar a cabo otras deducciones. Estaba en la sala de un hospital y le dolía la cabeza. ¿Por qué le dolía? ¿Por qué había ido a parar allí? De esto no estaba muy segura. «¿Un accidente?», pensó Tuppence.
Varias enfermeras se movían entre los lechos. Esto se le antojó natural. Cerró los ojos y probó a esbozar un pensamiento cauteloso. Una débil visión, la de una figura anciana embutida en un ropaje eclesiástico, desfiló por su pantalla mental. «¿El párroco?», se preguntó Tuppence, dudosa. «¿Es el párroco?». No acertaba a recordarlo. Suponía que sí…
«¿Pero qué hago yo en este hospital? —se preguntó a continuación Tuppence—. Quizás esté prestando servicio en el establecimiento. Muy bien. Siendo así; lo lógico es que estuviera vistiendo un uniforme, el de V. A. D.[4] ¡Ay!».
Se aproximó una enfermera al lecho.
—¿Se siente mejor, querida? —dijo la recién llegada con falsa cordialidad—. ¿Le viene bien ahora?
Tuppence no sabía a qué atenerse. ¿Qué era lo que podía irle bien en aquellos momentos? La enfermera le habló de una taza de té.
«Al parecer, soy una paciente», se dijo Tuppence, con un gesto de desaprobación. Permanecía inmóvil. En su mente, aislados, emergían ideas y vocablos.
—Soldados —dijo Tuppence—. Del V. A. D. Eso es, desde luego. Soy un miembro del V. A. D.
La enfermera le llevó una taza de té, sosteniéndola para que se mantuviese un poco incorporada, mientras tomaba a sorbos su contenido. Otra vez notó en la cabeza el ramalazo de dolor.
—Un miembro del V. A. D. Sí. Eso es lo que soy —insistió Tuppence.
La enfermera la miró inquisitivamente.
—Me duele la cabeza —declaró Tuppence.
—Se sentirá usted muy aliviada dentro de unos momentos —repuso la enfermera.
Esta se retiró con la taza, abordando a una monja que en aquel instante pasaba por allí.
—El número catorce se ha despertado —informó—. Creo que se encuentra todavía un poco aturdida.
—¿Dijo algo?
—Dijo que era una V. I. P.[5]
La monja hizo una mueca de desdén, indicando que sólo esto le inspiraban aquellos pacientes anónimos que se juzgaban a sí mismos personas importantes.
—Ya nos ocuparemos de ella —respondió la monja—. Dése prisa, enfermera. No vaya a pasarse todo el día con esa taza en la mano.
Tuppence se quedó medio amodorrada. Los pensamientos afluían a su mente de un modo desordenado todavía. Se decía que había alguien que hubiera debido estar allí, alguien a quien ella conocía muy bien. Y en aquel hospital descubría algo muy extraño… No lograba recordar el establecimiento en que se hallaba. No recordaba haber estado trabajando en aquella sala. «Todos eran soldados en el mío —pensó—. Y yo pertenecía a la sala de cirugía, correspondiéndome las secciones A y B.» Entreabrió los párpados y echó otro vistazo como pudo a su alrededor. Decidió definitivamente que en aquel establecimiento no había estado jamás y que aquella sala, por lo menos, nada tenía que ver con los casos quirúrgicos de personas militares o civiles.
«¿Qué hospital será este? —se preguntó Tuppence—. ¿Dónde se encontrará emplazado?». Rebuscó un nombre en su mente. Sólo se le ocurrió pensar en las ciudades de Londres y Southampton.
La monja de la sala se aproximó ahora al lecho.
—Espero que se encuentre mejor —dijo.
—Estoy muy bien —replicó Tuppence—. ¿Qué me ocurre?
—Se hizo daño en la cabeza… Le habrá dolido mucho, ¿verdad?
—Me duele la cabeza, sí. ¿Dónde estoy?
—En el Hospital Real de Market Basin.
Tuppence consideró detenidamente esta información. No le decía mucho…
—Un viejo sacerdote —murmuró.
—¿Cómo dice?
—No es nada de particular. Yo…
—No hemos podido todavía estampar su nombre en nuestras fichas —manifestó la monja.
Esta preparó su bolígrafo, mirando inquisitivamente a Tuppence.
—¿Mi nombre?
—Sí —dijo la hermana—. Tenemos que anotarlo en nuestros ficheros.
Tuppence guardó silencio, permaneciendo en actitud reflexiva. Su nombre. ¿Cuál era su nombre? «¡Qué tontería! —pensó Tuppence—. Al parecer, se me ha olvidado. Y, sin embargo…, yo debo tener un nombre». Repentinamente, experimentó una profunda sensación de alivio. Recordó claramente el rostro del viejo párroco y respondió con decisión: —Desde luego… Prudence, es mi nombre.
—¿P—r—u—d—e—n—c—e?
—Así es.
—Ese es su nombre de pila. ¿Y el apellido?
—Cowley, C—o—w—l—e—y.
—Me alegro de que hayamos podido aclarar este punto —contestó la monja, con el aire de una persona que acabara de solucionar una grave papeleta.
Tuppence se sintió complacida. Prudente Cowley, del V. A. D. Y su padre era un sacerdote… En determinada parroquia… Durante la guerra… «Es curioso —pensó Tuppence—. Creo que me estoy haciendo un lío. Me parece que todo esto sucedió hace mucho tiempo —murmuró—: ¿Pensaba usted en su pobre criatura?». Hizo un gesto de extrañeza. ¿Era ella quien había pronunciado esta frase? ¿La había formulado otra persona?
La monja volvió a apostarse junto a la cama.
—Sus señas —dijo—. Cowley… ¿Señorita o señora Cowley? ¿Habló usted algo acerca de una criatura?
—¿Pensaba usted en su pobre criatura? ¿Me dijo alguien eso? ¿O estuve diciéndolo yo?
—Creo que en su lugar, yo procuraría dormir un poco —manifestó la monja.
La hermana salió de la sala, dando cuenta de la información obtenida o uno de los médicos del establecimiento.
—Parece haber vuelto en sí, doctor —declaró la religiosa—. Me ha dado un nombre, el de Prudence Cowley. Pero, por lo visto, no recuerda sus señas. También se refirió a una criatura…
—Está bien —contestó el doctor—. Le concederemos otras veinticuatro horas de reposo. Se está recuperando con toda normalidad.
Tommy introdujo la llave con cierta torpeza en la cerradura Antes de hacerla girar, la puerta se abrió, plantándose Albert en el umbral.
—Bien… ¿Ha vuelto? —inquirió Tommy.
Albert hizo un lento movimiento denegatorio de cabeza.
—No ha habido ninguna noticia…, ¿eh? ¿Ninguna comunicación telefónica? ¿Ninguna carta, ni telegrama?
—Nada, señor. Absolutamente nada. Esa gente… ha conseguido atraparla en alguna trampa. Eso es lo que me figuro. Se han apoderado de ella.
—¿Qué diablos quiere decir? ¿Qué se han apoderado de ella? Lee demasiado, Albert. ¿Quién puede haberse apoderado de ella?
—Usted me entiende. La pandilla de delincuentes.
—¿Qué pandilla?
—Una de esas que operan por ahí, sin el menor escrúpulo por parte de sus miembros. Quizá se trate de una organización internacional.
—No diga usted más tonterías, Albert. ¿Sabe lo que estoy pensando?
Albert miró a su señor inquisitivamente.
—Creo que mi esposa ha sido muy desconsiderada al no comunicar con nosotros, por un procedimiento u otro —señaló Tommy.
—Ya le comprendo, señor. Supongo que es usted muy dueño de exponer la cuestión así, de reducirla a eso. Si de tal modo se siente más tranquilo…
Las últimas palabras de Albert no habían sido muy atinadas o prudentes. El hombre cogió el paquete que llevaba todavía Tommy bajo el brazo.
—Veo que ha vuelto con el cuadro…
—Sí. Regreso con él, en efecto… No sé de qué me ha servido pasearlo por ahí.
—¿No ha conseguido averiguar nada con respecto a esta pintura?
—Mentiría si le contestase que no —declaró Tommy—. Me he enterado de algunas cosas relativas a este lienzo. Lo que no sé es si van a servirme de algo —Tommy hizo una pausa, inquiriendo a continuación—: ¿No ha telefoneado el doctor Murray? ¿No ha llamado la señorita Packard, desde Sunny Ridge? ¿No ha habido ninguna otra comunicación por el estilo?
—El único que ha llamado ha sido el encargado de la tienda de comestibles, para decirme que había recibido unas berenjenas excelentes. Le contesté que no se encontraba en casa, que se había ausentado. —Albert añadió—: Como cena para usted, tengo preparado un pollo.
—Es extraordinario, Albert. Todos los días piensa usted en el consabido pollo —contestó Tommy, descortés.
—Esta vez se trata de lo que llaman un poussin —manifestó Albert.
—De acuerdo, entonces —declaró Tommy.
Sonó el timbre del teléfono. Tommy se puso en pie de un salto.
—Diga… ¡Diga! Oyó una voz lejana.
—¿El señor Thomas Beresford? ¿Da usted su conformidad a una conferencia con Invergahly?
—Sí.
—No se retire, por favor.
Tommy esperó. Se estaba calmando paulatinamente. Tuvo que aguardar unos segundos más. Luego, oyó en el otro extremo del hilo telefónico una voz familiar, la de su hija.
—¿Eres tú, papá?
—¡Deborah!
—Sí. Oye, ¿a qué viene esa respiración jadeante? ¿Es que te has dado alguna carrera?
«A las hijas —pensó Tommy— no se les escapa nunca nada».
—Cosas muy propias de la edad, Deborah. ¿Cómo estás, hija?
—Muy bien, papá. Oye… Quería decirte que había visto una cosa en el periódico. Tal vez lo hayas leído tú también. Me ha dejado un poco intrigada. Es acerca de alguien que ha sufrido un accidente y que se encuentra ahora en un hospital.
—Pues no… No he leído nada. ¿Por qué me dices todo eso?
—Verás… No parece ser nada grave. He supuesto que se trataba de un accidente de automóvil o algo por el estilo: El periódico dice que la persona afectada era una mujer…, una mujer ya entrada en años…, la cual dio el nombre de Prudence Cowley. Hasta ahora no han podido averiguar sus señas.
—¿Prudence Cowey? ¿Quieres decir que…?
—Sí. Yo… yo me quedé muy extrañada. ¿No es Cowley el apellido de soltera de mamá? Pues en esto pensé en seguida.
—Es natural.
—De lo de Prudence no me acuerdo nunca. Jamás asociamos su persona con ese nombre, ni tú, ni yo, ni Derek…
—Es lógico —repuso Tommy—. No es el nombre de pila que cuadra precisamente a tu madre.
—Desde luego. Me quedé pensativa. ¡Qué raro! ¿No crees tú que esto podría tener alguna relación con ella?
—Supongo que sí. ¿Dónde ocurrió el accidente?
—Me parece que el periódico señalaba que la mujer estaba en el hospital de Marker Basin. En el establecimiento deseaban averiguar algo más acerca de sus circunstancias personales. Me pregunté… Bueno, tiene que haber muchos Cowley por ahí y muchas mujeres que lleven el nombre de Prudence. Se me antojó lo más corto ponerme en comunicación con vosotros. He querido asegurarme, en una palabra, de que mamá se encontraba en casa y de que no ocurría nada anormal.
—Ya, ya…
—Bueno, papá, ¿está en casa o no?
—No —respondió Tommy—. Tu madre no está aquí y además no sé si se encuentra bien o no.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Deborah—. ¿Qué ha estado haciendo mamá últimamente? Me imagino que tú habrás asistido en Londres a esa estúpida reunión de todos los años, en la que los amigos de otra época revivís gloriosas y añejas aventuras.
—No te equivocas, Deborah. Regresé de ella ayer por la noche.
—Y entonces te encontraste con que mamá no se hallaba en casa. ¿O es que sabías que se tenía que ausentar? Vamos, papá, cuéntamelo todo. Te noto preocupado. Me doy cuenta perfectamente cuando estás inquieto. ¿Qué ha estado haciendo mamá últimamente? Llevaba algo entre manos, ¿no? A mí me gustaría mucho que ahora que ya tiene algunos años, se limitase a estar quietecita en su casa, desentendida en absoluto, de todo lo que no fuera cuidarse.
—Tu madre andaba preocupada —explicó Tommy—. Fue algo que sucedió hace poco y que guardaba relación con el fallecimiento de tía Ada.
—Concretamente, ¿qué fue?
—En la residencia que visitamos, una de las internas le, dijo unas palabras… La anciana suscitó en ella algunas preocupaciones. Examinando los objetos de tía Ada, convino que lo mejor era hablar con la interna en cuestión, pero nos enteramos que se había marchado del establecimiento inesperadamente.
—Bueno, eso parece una cosa completamente normal, ¿no?
—Sus parientes se presentaron allí y la mujer se fue con ellos.
—Sigue pareciéndome todo normal —dijo Deborah—. ¿Por qué había de sentirse soliviantada mamá?
—Se le metió en la cabeza que a la anciana le debía de haber ocurrido algo desagradable —contestó Tommy.
—Ya.
—Y ahora parece habérsela tragado la tierra. No hemos sido capaces de descubrir su paradero…
—Entonces…, ¿es que mamá se ausentó en busca de algo?
—Sí. Anunció su regreso hace un par de días, pero no ha vuelto.
—¿Y no has vuelto a saber de ella?
—No.
—Bien sabe Dios que me gustaría que supieras cuidar de mamá más adecuadamente —dijo Deborah severa.
—Dentro de la familia, no ha habido una sola persona que sepa y pueda cuidar de ella —replicó Tommy—. Si vamos a eso, tú tampoco, Deborah. ¿Qué le sucedió durante la guerra, cuando estuvo haciendo cosas por ahí que nadie le había pedido que hiciera?
—La cosa cambia ahora. Quiero decir que tiene ya muchos años. Lo único que debe hacer es estar en casa, pasándolo lo mejor posible. Supongo que se aburre, en la actualidad. Esto es lo que hay en el fondo de todo este asunto.
—¿El hospital de Market Basin, es? —inquirió Tommy.
—En Meltordshire. Está a hora u hora y media de Londres, creo, por tren.
—Cerca de Market Basin hay una población llamada Sutton Chancellor.
—¿Y eso a qué viene ahora?
—Es una historia demasiado larga, Deborah, para que empiece a contársela… El dato tiene mucho que ver con cierto cuadro en el que se ve una casa junto a un canal Y un puente.
—Creo que no te he oído muy bien —dijo Deborah—. ¿De qué estabas hablándome?
—Es igual… Voy a telefonear al hospital de Market Basin, con objeto de efectuar unas cuantas averiguaciones. Me da el corazón que la mujer de que me acabas de hablar es tu madre. Las personas que sufren conmoción cerebral, ¿sabes?, suelen comenzar por recordar los episodios de una manera progresiva, pero lenta, al presente. Por eso mencionó su nombre de soltera. Es posible que haya sufrido un accidente de automóvil, pero tampoco me sorprendería que alguien le hubiese dado un golpe en la cabeza. Tu madre se ha visto metida siempre en estas cosas… Ya te tendré al corriente de lo que vaya averiguando. Te diré ahora todo lo que sé sobre este asunto… con algún detalle.
Cuarenta minutos más tarde, Tommy Beresford echaba un vistazo a su reloj de pulsera, suspirando. Se sentía fatigado.
Entró en la estancia.
—¿Qué hay de la cena, señor? —inquirió aquel—. No ha comido usted nada en muchas horas y lamento decirle que me olvidé por completo del pollo que tenía en el horno… Se ha quemado. Se ha convertido en un carbón.
—No quiero comer nada ahora —dijo Tommy—. Lo que a mí me apetece es beber algo. Tráigame un whisky doble.
—En seguida, señor.
Tommy se tendió en su sillón preferido, un poco gastado por el uso, pero tan cómodo como siempre.
Albert le llevó lo que le había pedido.
—Y ahora, Albert, supongo que querrá que le ponga al corriente de todo.
En tono de excusa, el criado respondió:
—En realidad, señor, lo sé todo… Verá… Como se trataba del problema de la desaparición de la señora, me he permitido escuchar la conversación que ha sostenido con su hija descolgando el auricular de la prolongación telefónica del dormitorio. Me tomé esa libertad. Pensé que usted no se disgustaría por ello, por el hecho de tratarse de la señora…
—No tengo nada que reprocharle, Albert. En realidad, le estoy agradecido. Mira que si tuviese que empezar de nuevo a explicarle toda la historia…
—El hospital de Market Basin… —dijo Albert, reflexivo—. No oí en ningún momento a la señora referirse a ese lugar. Jamás lo mencionó como futura dirección.
—Nunca pensó tampoco que las señas del hospital fuesen las suyas cualquier día —manifestó Tommy—. Yo me figuro que mi esposa fue golpeada en la cabeza. Alguien la depositaría dentro de una cuneta para que fuese recogida y, huyó…
Tommy hizo una pausa.
—Mañana por la mañana va usted a llamarme a las seis y media. Quiero ponerme en marcha a primera hora.
—Lamento lo del pollo, señor. Lo había metido en el horno sólo para calentarlo y me olvidé por completo de él.
—Olvídese definitivamente de ese pollo, Albert, y de todos los demás. Tengo entendido que estos seres son los más estúpidos del reino animal, por lo que suelen terminar sus días bajo las ruedas de los coches. Entierre usted mañana el cadáver calcinado y resérvese un buen funeral.
—Ella no estará a las puertas de la muerte, ¿verdad, señor? Supongo que no será nada grave…
—Vamos, vamos, Albert, déjese usted de fantasías melodramáticas —dijo Tommy—. Si hubiera escuchado con la debida atención la conversación que sostuve con mi hija, habría comprendido que mi esposa se recupera normalmente, sabe quién es, o quién ha sido y dónde se encuentra… Por añadidura, la gente que la rodea, la retendrá hasta que me presente yo. En modo alguno le dejarán salir del establecimiento. Y menos para que se dedique a desarrollar actividades detectivescas.
—Ahora que habla usted de actividades detectivescas… Albert tosió, disponiéndose a seguir hablando.
Tommy le salió al paso.
—Es ese un tema que no tengo el menor interés de abordar —declaró Tommy—. Olvídese de él, Albert. Dedíquese a aprender contabilidad o jardinería. Es mejor.
—Es que estaba pensando… Quiero decir: por lo que respecta a algunas pistas…
—¿A qué pistas desea referirse?
—He estado reflexionando.
—Todas las complicaciones de la vida salen de ahí, Albert: de la función pensante.
—Ese cuadro, por ejemplo —dijo Albert—, es una pista, ¿no?
Tommy observó que su criado había vuelto a colgar el lienzo.
—Una pista tiene que conducir a algo En realidad, señor, yo estaba pensando ahora en el pupitre…
—¿Cómo?
—He dicho que estaba pensando en el pupitre.
—¿En cuál?
—Usted recordará que aquí entró uno, en compañía de la mesita, las dos sillas y otros efectos. Me dijo que eran muebles de la familia.
—Pertenecieron a mi tía Ada —señaló Tommy.
—En los muebles viejos (a eso quería referirme) se encuentran también a veces pistas.
—Es posible.
—No es cometido mío, ya lo sé… Supongo que no debiera haberlo hecho, pero la verdad es que no pude evitarlo… Fue durante su ausencia… Decidí echarle un ligero vistazo.
—¿Al pupitre?
—En efecto, Quise comprobar si contenía alguna pista. Los pupitres de ese tipo suelen tener cajones secretos.
—Es posible —repitió Tommy.
—Pues ya está. ¿Por qué no buscar en ese mueble el cajón secreto?
—Es una idea muy sugestiva —declaró Tommy—. Ahora bien, ¿por qué iba a esconder mi tía Ada cosas en cajones secretos?
—Con las personas de edad nadie sabe nunca a qué atenerse. Son muy reservadas, en ocasiones. Yo las comparo a las cornejas, o a las urracas. No sé. Uno de los dos animales tiene que ser. Podríamos pensar en un testamento secreto, en un documento escrito con tinta invisible, en un tesoro…
—Lo siento, Albert, pero me veo obligado a causarle una desilusión. Estoy seguro de que nada en particular hay dentro de ese bonito pupitre familiar que en otro tiempo perteneció a mi tío William. Otro hombre que se volvió muy brusco al llegar a la vejez. Aparte de ser sordo como una tapia, tenía muy mal genio.
—Bueno, ¿y qué hay de malo en mirar? Por otro lado, ese mueble hay que repasarlo a conciencia, limpiarlo bien. Usted sabe cómo acaban estas piezas de museo en manos de las mujeres ya ancianas. No se esmeran precisamente en su limpieza… Y menos cuando padecen reuma y les cuesta tanto trabajo agacharse.
Tommy reflexionó unos momentos. Se acordaba de que él y Tuppence habían examinado rápidamente los cajones, depositando lo que contenían en un par de grandes sobres, sacando de ellos, además, madejas de lana, dos rebecas, una estola de terciopelo negro y tres fundas de almohada muy finas, de todo lo cual se desprendieron. Habían mirado también los papeles que había pasado a su poder. Nada existía en ellos de positivo interés.
—En el examen de las cosas que vinieron a parar a nuestras manos, Albert, invertimos mi esposa y yo dos noches. Vimos dos o tres cartas de gran interés, varias recetas de cocina, unos cuantos libros de cocina y tarjetas de racionamiento, con muchos de sus cupones, que databan de la guerra. No. No había allí nada de auténtico interés, aparte de las cartas a que me he referido. Todo lo demás era corriente y vulgar.
—Usted se ha referido principalmente a los papeles, objetos corrientes de esos muebles. Yo he pensado en lo que verdaderamente merece el calificativo de secreto. Tengo que decirle que, siendo yo un chico, trabajé durante seis meses al lado de un vendedor de antigüedades… También le ayudé a falsear algunas piezas. Así fue como empecé a saber de cajones secretos en los muebles de otras épocas. Habitualmente, respondían al mismo diseño. Había de tres o cuatro clases, cada una de las cuales contaba con su correspondiente variante. ¿No cree usted, señor, que debiéramos echarle un vistazo a ese pupitre? Para llevar a cabo tal cosa, necesito que esté usted presente.
Albert miró a Tommy con la misma expresión de un perro suplicante.
—Sí que vamos a mirar, desde luego. Explíquese.
—He aquí un mueble precioso —dijo Albert, paseando la mirada por los contornos del pupitre, uno de los objetos heredados de tía Ada por su señor—. Está perfectamente conservado y pulido. Es una muestra típica del arte de los carpinteros de otra época anterior.
—Adelante, Albert. Le ha llegado la hora de divertirse un poco. Ahora, no se esfuerce demasiado, ¿eh? Y cuidado con estropeármelo…
—Descuide. Siempre he sido un hombre muy cuidadoso. No tema, que no voy a golpearlo, ni a deslizar hojas de navaja por sus posibles aberturas. Primeramente, nos ocuparemos de la porción frontal, tirando de las dos tablas que salen. Frente a la de la izquierda debía de sentarse su tía Ada. Este es un bonito secante, de nacarada empuñadura. Se hallaba en el cajón de la izquierda.
—Sí. Quedaron ahí un par de cosas.
Albert mostró a Tommy a continuación dos depósitos verticales.
—Vea… Aquí se pueden guardar papeles, pero esto no tiene por qué ser calificado de escondrijo secreto. El sitio más habitual es el armario del centro… en el fondo del mismo, generalmente, hay una ligera depresión. Retirando aquel, se encuentra un espacio. Existen, no obstante, otros dispositivos y sitios semejantes…
—Todo esto no me parece demasiado secreto, ¿eh? Basta con deslizar un panel y…
—Bueno, la cosa radica en que llega un momento en que usted cree que lo que piensa es todo lo que va a encontrar. Corrido el panel, hay una cavidad en la que uno puede guardar todo aquello que no quiere que manosee gente extraña. Pero eso no es todo… Mire: aquí tenemos un menudo tablero, a modo de repisa. Verá que se puede tirar de él.
—Sí, sí, ya lo veo. Muévalo.
—Es entonces cuando damos con otro reservado escondrijo, precisamente detrás del armario central.
—Pero no hay nada en él.
—No. Se queda uno desconcertado… Sin embargo, deslizando la mano dentro, tanteando el espacio, se advierte la existencia, hacia la izquierda, o a la derecha, de dos pequeños cajones. Hay un semicírculo labrado en la madera, arriba… Basta apoyar el dedo en el mismo y hacer una ligera presión —mientras hablaba, Albert había ido, adoptando diversas posturas, recordando a Tommy los laboriosos movimientos de un contorsionista—. A veces, la cosa está difícil… Espere… espere… Ya está.
El dedo índice de Albert había avanzado algo más. Siempre con suavidad, consiguió retirar el cajón de la abertura, dejándolo a la vista de Tommy con el aire de un perro que acabara de recoger una presa para su amo.
—Un momento, un momento, señor. Aquí dentro hay algo, algo metido en un sobre largo, de papel fino. Probemos por el lado opuesto.
Albert comenzó a operar con la otra mano, haciendo otro amago de exhibición de contorsionismo. Por fin salió a la luz un segundo cajón, que colocó al lado del primero.
—También hay aquí algo más —señaló Albert—. Otro sobre que alguien escondió en el mueble en una época u otra. No he abierto ninguno de los dos… No me hubiera atrevido a hacer tal cosa. Usted es quien ha de hacer eso… Es lo que he dicho: estos sobres podían ser muy bien pistas.
Entre los dos sacaron lo que contenían los polvorientos cajones. Tommy cogió primeramente un sobre sellado, arrollado a lo largo, sujeto por una cinta de goma. Esta se partió nada más tocarla.
—Parece ser algo de gran interés —apuntó muy sorprendido Albert.
Tommy contempló perplejo, el sobre. Alguien había estampado en él una palabra: «Confidencial».
—Ya ve usted —dijo Albert—: «Confidencial». Es una pista, ciertamente.
Tommy abrió el sobre. Contenía una hoja de papel escrito a mano. La escritura se había desvanecido en parte y los rasgos parecían arañazos. Albert se inclinó sobre su hombro ansiosamente.
—«Receta para la crema de salmón de la señora McDonald» —leyó Tommy—. «Me la ha cedido como un favor muy especial. Prepárense unos cortes de salmón…». —Tommy miró a Albert—. Lo siento, Albert. Esta es una pista que sólo puede conducirnos a una buena mesa.
Albert produjo unos sonidos reveladores de su disgusto.
—Bueno, no hay que apurarse —dijo Tommy—. Aquí tenernos otro sobre para probar suerte.
El otro sobre no parecía ser tan antiguo. Presentaba dos sellos de lacre, con el dibujo en cada uno de una rosa silvestre.
—Estupendo —comentó Tommy—. ¡Qué fantasía la de tía Ada! Mediante este nuevo documento nos enteramos, seguramente, de cómo hay que preparar unos buenos bistecs a la plancha.
Tommy desgarró el sobre. Enarcó las cejas. De aquel se desprendieron diez billetes de banco de cinco libras cada uno, cuidadosamente plegados.
—Este papel moneda ya cuenta algunos años —explicó Tommy—. Fue usado durante la guerra. Es un papel muy bueno. Probablemente, este dinero ya no es de curso legal en la actualidad.
—¡Dinero! —exclamó Albert—. ¿Para qué guardaría ese dinero?
—¡Oh! Esto no es de extrañar en una anciana —manifestó Tommy—. La tía Ada siempre tuvo su escondrijo. Recuerdo que hace varios años me dijo, en cierta ocasión, que toda mujer debería tener guardadas cincuenta libras, por lo menos, en billetes de a cinco, para atender a inmediatas urgencias.
—Bien. Supongamos que este dinero es válido todavía…
—No creo que hayan sido retirados por completo de la circulación estos billetes, Usted, Albert, va a dar los pasos necesarios para cambiarlos en cualquier banco.
—Aquí queda otra cosa. En un cajón inmediato… —señaló Albert.
El otro sobre era más voluminoso. Tenía tres rojos sellos de lacre. En el mismo tipo de letra, se leían las siguientes indicaciones «Después de mi muerte, este sobre debe ser enviado sin abrir a mi abogado, señor Rockburry, de la firma Rockburry & Homkins, o a mi sobrino Thomas Beresford. No debe ser abierto por ninguna persona no autorizada».
Contenía el sobre en cuestión varias hojas de papel escritas. El tipo de escritura era defectuoso, de rasgos muy picudos, resultando ilegible en algunos puntos. Tommy leyó el texto con dificultad.
«Yo, Ada María Fanshawe, doy cuenta aquí de ciertos hechos que han llegado a conocimiento mío y que me han sido referidos por personas residentes en este establecimiento, llamado Sunny Ridge. No me es posible garantizar que la información conseguida sea correcta, pero existen razones para creer que esta casa es, o ha sido, marco de actividades censurables, probablemente de índole criminal. Elizabeth Moody, una mujer extravagante, pero en cuyas palabras, a mi juicio, se puede creer, declara haber identificado a un conocido delincuente. Es posible que haya entre nosotros un envenenador. Por lo que a mí respecta, prefiero mantenerme a la expectativa, estudiando lo que ocurre a mi alrededor. Me propongo tomar nota aquí de los hechos que vaya conociendo. Cabe la posibilidad de que todo resulte ser una falsa alarma. Pido a mi abogado, o a mi sobrino, Thomas Beresford, que lleven a cabo una detenida investigación».
—¿Ve usted? —inquirió Albert con aire de triunfo—. ¿Qué le estaba diciendo? ¡Esto es una auténtica pista!