Desde el lado opuesto de la acera, Tommy inspeccionó parte del edificio que en aquella calle ocupaban los señores Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale.
Todo aparecía allí eminentemente respetable y con la pátina de lo antiguo. La placa de latón estaba perfectamente pulida.
Tommy cruzó la calle y pasó al interior por una puerta giratoria. Dentro, le saludó un rumor apagado de máquinas de escribir que estaban funcionando a toda velocidad.
Se Dirigió a una ventanilla en cuya parte superior había un rótulo que rezaba: «Información».
Dentro del pequeño recinto se encontraban tres mujeres que tecleaban en sus respectivas máquinas. Dos empleados varones, detrás de sus mesas, estaban absortos en sus tareas, manipulando unos documentos.
Una de las mujeres, que contaría treinta y cinco años de edad, aproximadamente, persona de severa expresión y rubios cabellos, que usaba una horquilla, abandonó su máquina para acercarse a la ventanilla.
—¿En qué puedo servirle?
—Desearía ver al señor Eccles.
La expresión de la mujer se tornó todavía más seria.
—¿Está usted citado con él?
—No. Acabo de llegar de Londres y…
—El señor Eccles está muy ocupado esta mañana. Tal vez pudiera atenderle otro miembro de la firma.
—Era el señor Eccles a quien yo quería ver. Nos hemos estado escribiendo últimamente, ¿sabe?
—Ya. ¿Tiene la bondad de darme a conocer su nombre? Tommy facilitó su nombre y señas a la rubia. Esta se retiró de la ventanilla, descolgando el teléfono que tenía encima de su mesa. Después de haber sostenido una conversación breve y en voz baja con alguien, regresó junto a Tommy.
—Van a indicarle dónde se encuentra la sala de espera. El señor Eccles le atenderá dentro de diez minutos.
Tommy fue conducido a una estancia en la que había una estantería llena de pesados volúmenes sobre legislación, seguramente. La mesa redonda del centro se hallaba materialmente cubierta de folletos de tipo financiero. Tommy tomó asiento, pensando detenidamente en su plan de abordaje de aquel hombre. Se preguntó cómo sería el señor Eccles…
Al ser introducido en su despachó, el señor Eccles se puso en pie cortésmente. Tommy decidió, sin nada en que fundarse, que aquel individuo no era de su agrado. No. No parecía existir ninguna razón válida, que justificara aquella repugnancia. El señor Eccles era un hombre entre los cuarenta y cincuenta años. De canosos cabellos, que se volvían más claros a la altura de las sienes. Tenía una mirada triste, más bien, en un rostro de hierática expresión, ojos de astucia y una agradable sonrisa que de cuando en cuando, inesperadamente, quebraba la natural melancolía de su faz.
—¿El señor Beresford?
—Sí. Me trae aquí una minucia, más bien. Pero es que mi esposa ha estado bastante preocupada últimamente. Creo que le escribió, o que estuvo hablando con usted por teléfono, no estoy seguro… Deseaba saber si usted podía facilitarme, la dirección de una señora apellidada Lancaster.
—La señora Lancaster —dijo Eccles.
No se alteró ni un solo músculo de su «cara de póker». Aquello ni siquiera fue una pregunta. La frase quedó como colgando en el aire.
«He aquí un hombre cauteloso —pensó Tommy—. Claro que la cautela, en los abogados, es como su segunda naturaleza. Y uno, cuando los necesita, suele elegirlos así».
—La señora Lancaster ha vivido en una residencia denominada Sunny Ridge… Se trata de un establecimiento para damas ancianas. Yo he tenido allí, durante cierto tiempo, a una tía mía. En Sunny Ridge se sintió hasta el momento de su muerte feliz, a gusto.
—¡Oh, sí! Naturalmente. Claro que me acuerdo de la señora Lancaster. Ya no vive allí, ¿verdad?
—Efectivamente, ya no vive allí.
—De momento, no recuerdo con precisión… —Eccles alargó una mano, en busca del teléfono—. Voy a ver si refresco la memoria…
—Le pondré al corriente de todo en pocas palabras —dijo Tommy—; mi esposa deseaba conocer las señas de la señora Lancaster porque ha entrado en posesión de una cosa que tiempo atrás perteneció a aquella. Un cuadro, concretamente. La señora Lancaster se lo regaló a mi tía, la señorita Fanshawe. Esta murió hace poco y todos sus efectos han venido a parar a nuestras manos. Figura entre ellos el lienzo de la señora Lancaster. A mi mujer le gusta mucho, pero imaginándose que la amiga de mi tía puede tener en mucho aprecio el cuadro, estima que lo correcto es ofrecerse para devolvérselo.
—Ya —dijo el señor Eccles—. Esa es una gran atención.
Tommy sonrió.
—Ya sabe usted los sentimientos tan especiales que suscitan los objetos más nimios en sus dueñas, cuando estas llegan a edades críticas. Para la señora Lancaster sería una satisfacción que el cuadro de que estamos hablando se hallase en posesión de su amiga, dispuesta siempre a admirarlo y apreciarlo en su justo valor, el efectivo y artístico. Pero al morir mi tía, no parece justo que el lienzo vaya a parar sin más a manos extrañas. El cuadro no tiene ningún título. Se ve en él una casa en plena campiña. Yo me imagino que será algún edificio familiar, relacionado de una manera u otra con la señora Lancaster.
—Si, sí, pero no creo…
Alguien llamó a la puerta del despacho. Se abrió la misma y entró un empleado, quien colocó una hoja de papel delante del señor Eccles. La mirada de este se detuvo en ella.
—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. Sí. Creo que la señora… —Eccles bajó la vista, consultando la tarjeta de Tommy—, la señora Beresford llamó por teléfono, hablando conmigo. Le aconsejé que se pusiera, en contacto con el Southern Counties Bank, sucursal de Hammersmith. Es la única disección que conozco. Las cartas dirigidas al banco, a nombre de la señora Johnson, serían reexpedidas oportunamente a la destinataria. La señora Johnson es, creo, una sobrina o prima lejana de la señora Lancaster. Fue aquella la persona que se puso de acuerdo conmigo para arreglar todo lo concerniente al ingreso de la anciana en Sunny Ridge. Me pidió que hiciera algunas averiguaciones sobre el establecimiento, ya que solamente lo conocía de oídas, por habérselo recomendado una amiga. Procedimos conforme a sus instrucciones, puedo asegurárselo. La residencia era excelente y en mi opinión, la señora Lancaster estuvo muy contenta todo el tiempo que residió allí.
—Sin embargo, salió de la residencia inesperadamente, más bien, para no volver —apuntó Tommy.
—Sí, sí, desde luego. La señora Johnson, al parecer, regresó recientemente de África oriental… ¡Como tanta otra gente en las circunstancias actúales! Ella y su marido han vivido por espacio de unos años en Kenya. Adoptaron nuevas disposiciones para el futuro, diciendo ocuparse personalmente de su anciana pariente. Desconozco actualmente el paradero de la señora Johnson. Recibí una carta de ella dándome las gracias por nuestra colaboración y saldando la cuenta que le habíamos abierto. Me indicó que si por cualquier motivo necesitaba ponerme al habla con ella dirigiera mis cartas al banco, pues no había decidido todavía con su marido qué ciudad elegirían para vivir. Señor Beresford le he dicho cuanto conozco sobre este asunto.
Los modales del señor Eccles eran suaves, pero firmes. No mostraba el menor embarazo y no se le veía inquieto, en absoluto. El tono de su voz lo decía todo. Finalmente, pareció ablandarse un poco.
—No debiera estar usted preocupado, señor Beresford —dijo, tranquilizador—. Es decir, no permita que su esposa se inquiete inútilmente. La señora Lancaster es una mujer ya anciana y, como tal, inclinada al olvido de ciertos detalles. Probablemente, no se acuerda ya del cuadro que regaló a su tía. Tendrá ya, me parece, setenta y cinco o setenta y seis años de edad. Cuando se llega a esta avanzada etapa de la vida, la memoria flaquea. Esto es lógico.
—¿La conoció personalmente?
—No. Nunca hablé con ella.
—Pero a la señora Johnson, sí, ¿verdad?
—Me entrevisté con la señora Johnson incidentalmente, cuando se presentó aquí para consultarme con respecto a las últimas disposiciones a adoptar. Se me antojó una mujer agradable, metódica. Y muy competente, a la hora de enjuiciar sus previsiones —el señor Eccles se puso en pie, añadiendo—: Lamento no poder serle más útil, señor Beresford.
Aquello era una disimulada, pero firme despedida. Tommy salió de la acera de la calle Bloomsbury, mirando a su alrededor, en busca de un taxi. El paquete que llevaba consigo era de poco peso, pero escasamente manejable, engorroso. Levantó la vista un momento, contemplando la fachada del edificio que acababa de abandonar. Eminentemente respetable; una construcción que tenía su historia. Nada podía objetársele, a primera vista. Nada raro había en la firma Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale, ni en el señor Eccles… Su visita no había tocado ninguna alarma. Tommy se dijo que en las novelas, en una situación semejante, la sola mención de los nombres Lancaster y Johnson habría suscitado una mirada recelosa, un gesto de sobresalto, algo, en fin, que sugiriera que allí existía algo que no marchara bien. Seguramente, en la vida real las cosas no se daban así. Todo lo más, el señor Eccles tenía que parecerle un individuo demasiado cortés para quejarse porque le hicieran perder su precioso tiempo con motivo de una investigación tan ingenua como la que él, Tommy, había emprendido.
«Sin embargo —pensó Tommy—, ese señor Eccles no me gusta». Recordó vagamente algunos episodios del pasado; se acordó de otras personas con las cuales le había sucedido lo mismo. Muy a menudo, aquellas corazonadas —pues de corazonadas se trataba—, no le habían engañado. Pero quizá la cosa fuese más simple que todo eso. Cuando se alterna con personalidades muy diversas, uno adquiere una extraña experiencia. Es lo que le pasa al hombre acostumbrado, por razón de su oficio o actividad, a calibrar el valor de las antigüedades. Acaba por dejarse guiar por su instinto. Este le permite advertir la falsificación antes incluso de que los expertos inicien sus pruebas y reconocimientos. Siente que hay algo que marcha mal en el objeto de su atención. Igual pasa con los que entienden de pinturas. Lo mismo ocurre, evidentemente con el cajero del banco a cuyas manos va a parar un billete falso.
»Todo en él parece correcto —se dijo Tommy—. Se mueve normalmente, habla bien… Y no obstante…
Movió frenéticamente un brazo, llamando a un taxi, cuyo conductor le correspondió con una mirada de indiferencia al tiempo que pisaba el acelerador a fondo. “Cerdo”, pensó Tommy. Miró a un lado y a otro de la calle, en busca de otro taxi más asequible. Por la acera avanzaban unos grupos no muy numerosos de gente. Algunas personas apretaban el paso, otras caminaban indolentemente.
Más allá, un desconocido se había detenido para consultar la placa de latón que había junto a una entrada. Al cabo de unos segundos, el hombre dio la vuelta y los ojos de Tommy se dilataron a causa del asombro. Conocía aquella faz. Observó cómo el otro llegaba al final de la calle, deteniéndose, volviéndose sobre sus pasos. Alguien salió del edificio, a espaldas de Tommy y en aquel instante el del rostro familiar empezó a desplazarse más de prisa. Se Mantenía desde el otro lado de la calzada a la altura del que acababa de aparecer. Casi con seguridad que el individuo que había salido del domicilio social de Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale era el señor Eccles. Tommy fijó la vista en su figura. En aquel momento, pasó a su lado, tentador un taxi más. Tommy levantó una mano y el vehículo se detuvo. Abrió la portezuela y se acomodó dentro».
—¿A dónde vamos?
Tommy vaciló, Fijó la vista en su paquete. Al ir a dar determinada dirección cambió súbitamente de parecer, respondiendo:
—Al número catorce de la calle Lyon.
Un cuarto de hora más tarde, llegaba a su destino. Tommy pagó al taxista. Luego, penetró en una entrada y oprimió el botón del timbre de una puerta. Preguntó por el señor Ivor Smith.
Al entrar en una de las habitaciones del segundo piso, un hombre sentado frente a una ventana, hizo girar en redondo su sillón, dibujándose en su cara una expresión de sorpresa.
—¡Hola, Tommy! ¿Cómo iba a figurarme que podías ser tú? Hace mucho tiempo que no nos vemos. ¿Qué haces aquí? ¿Saludando a los viejos amigos?
—Ojalá estuviese dedicado hoy a esa grata tarea, Ivor. Supongo que te diriges a tu casa tras haber participado en esa asamblea.
—Pues sí.
—Mucho chau chau, como siempre, ¿eh? Seguramente, no habréis llegado a ninguna conclusión provechosa, ni se habrá dicho nada que sea de utilidad.
—Tienes razón. Todo se ha reducido a una lamentable pérdida de tiempo.
—Me imagino que os habréis pasado las horas escuchando las invectivas de Bogie Waddock… Es un fastidio ese hombre. Cada vez está más insoportable.
—¡Oh! Bien…
Tommy se sentó en la silla que Ivor Smith empujó hacia él. Aceptó un cigarrillo y dijo:
—Me preguntaba… Es una suposición un tanto arriesgada, pero… ¿Tú sabes algo de particular acerca de un individuo llamado Eccles, perteneciente a la firma Partingdale, Harris, Lockeridge y Partingdale?
—Vaya… —se limitó a murmurar Ivor Smith.
Este enarcó las cejas. Eran las suyas unas cejas ideales a la hora de cumplir tal función. En extremo interior, en cada una de ellas, se elevaba a la altura de la nariz y los otros opuestos se prolongaban inverosímilmente hacia las mejillas. El gesto en sí resultaba excesivamente acentuado. Pero en Ivor Smith era natural.
—¿Qué tienes contra Eccles?
—La verdad es que no sé una palabra sobre él.
—Y quieres estar informado, ¿eh?
—Sí.
—¡Hum! ¿Qué es lo que te ha hecho venir a verme?
—Vi a Anderson en la calle. También hacía mucho tiempo que no lo veía, pero pude reconocerle en el acto. Estaba vigilando a alguien. Se trataba de una persona procedente del edificio que yo acababa de abandonar. Hay dos firmas de abogados allí y una sociedad que se dedica a llevar la contabilidad. El individuo en cuestión puede pertenecer a cualquiera de las tres entidades. Ahora bien, uno de los que caminaban acera abajo me pareció que era Eccles. Me pregunté entonces si por ventura aquel era el hombre que Anderson vigilaba.
Ivor Smith contestó:
—Bien, Tommy. Tú siempre fuiste muy perspicaz.
—¿Quién es Eccles?
—¿No lo sabes? ¿No posees la menor idea sobre él?
—No —repuso Tommy—. No quiero empezar ahora a referirte una larga historia… Recurrí a él para solicitar una información relacionada con una señora ya entrada en años que salió recientemente de una residencia para damas ancianas. El abogado que se encargó de todos los trámites para el internamiento de la mujer en el establecimiento fue Eccles. Parece haber actuado con todo decoro y eficiencia. Deseaba obtener las señas de la vieja. Me dijo que no las tenía. Es posible… Empecé a dudar, no obstante. Es el único camino que tengo para dar con ella.
—¿Y andas empeñado en localizarla todavía?
—Sí.
—Me parece que mi ayuda te va a servir de bien poco. Eccles es un abogado muy respetable, un profesional honesto que obtiene grandes ingresos, que posee una clientela magnífica, que trabaja para distinguidos terratenientes, hombres de carrera, soldados y marinos retirados, generales y almirantes y otras personas por el estilo. Es el colmo de la respetabilidad. Me imagino por lo que me has dicho que ha estado moviéndose estrictamente dentro del terreno de lo legal.
—Sin embargo… tú te interesas por él —señaló Tommy.
—Sí. Nosotros estamos muy pendientes de su persona —Ivor suspiró—. El señor James Eccles suscita nuestra curiosidad desde hace seis años, por lo menos. Y la verdad es que a pesar del tiempo transcurrido no hemos hecho muchos progresos…
—Muy interesante —respondió Tommy—, seguiré haciéndote preguntas. ¿Quién es exactamente nuestro señor Eccles?
—Quieres saber por qué Eccles nos inspira sospechas, ¿no? Pues para expresarlo en pocas palabras te diré que creemos que es uno de los mejores cerebros del país dentro de la actividad criminal organizada.
—¿Hablas de la actividad criminal?
Tommy se mostró francamente sorprendido.
—¡Oh, sí, sí! Bueno, aquí no se trata de aventuras de capa y espada; nada de labores de espionaje y contraespionaje. Llana y simplemente actividad criminal, querido. Hasta el momento presente no hemos podido averiguar que haya cometido ningún delito. Nunca ha robado nada. Jamás ha falsificado nada, nunca se ha quedado con el dinero de nadie… No hemos podido hacernos con ninguna prueba contra él. No obstante, siempre que se produce un robo a gran escala, bien planeado, por ejemplo, de una manera u otra, damos con el señor Eccles a mayor o menor distancia del hecho de turno…, llevando una vida impecable.
—Seis años —dijo Tommy, pensativamente.
—Es posible que llevemos más tiempo detrás de él. Necesitamos algunos meses para descubrir el orden con que se producían las cosas. Atracos a bancos, robos de joyas a particulares, etcétera. Esto es, operaciones en las que siempre había por en medio dinero en abundancia. Todas se realizaban de una manera particular, casi uniforme. Inevitablemente, se pensaba que habían sido planeadas por la misma mente. Los que dirigían las operaciones y quienes las ejecutaban nada tenían que ver con el planeamiento. Esos hombres hacían lo que se les ordenaba, se movían de acuerdo con unas indicaciones precisas, no se veían obligados a pensar. Las reflexiones corrían a cargo de otra persona.
—¿Y qué es lo que os llevó a pensar en Eccles? —Ivor Smith clavó la barbilla en su pecho.
—Esto es largo de contar. Eccles es un hombre que conoce a mucha gente, que tiene muchos amigos. Hay personas que juegan al golf con él; otras que atienden a los problemas mecánicos de su coche; hay firmas de corredores de bolsa que actúan por él. Algunas compañías desarrollan actividades perfectamente legales en las cuales él está interesado de un modo directo. Todo se va aclarando progresivamente, menos lo de su participación. Lo que sí se advierte sin lugar a dudas es su ausencia en ciertas ocasiones. Por ejemplo: se lleva a cabo el asalto a un banco, inteligentemente planeado (para el cual no se escatiman gastos, tenlo en cuenta), consolidándose la huida de sus autores y todo lo demás… Uno se pregunta: ¿dónde está el señor Eccles en aquellos momentos? Pues en Montecarlo, o en Zurich, o, probablemente, en Noruega, dedicado tranquilamente a la pesca del salmón. Siempre existe la seguridad de que el señor Eccles va a encontrarse a un par de centenares de kilómetros del lugar en que se ha producido el acto delictivo.
—Y, sin embargo, vosotros sospecháis de ese hombre, ¿eh?
—Sí. Por lo que a mí respecta, estoy seguro de que procedo correctamente. Lo que ignoro es si llegaremos alguna vez a detenerlo. El hombre que abrió el túnel que había de conducirle a los sótanos del banco, aquel que golpeó al vigilante nocturno, el cajero que participó en la operación desde el principio, el director del establecimiento que suministró la información necesaria, no conocen nunca a Eccles y, probablemente, no le han visto jamás. Se da la existencia de una larga cadena, pero cada una de las personas complicadas sólo están al tanto de lo concerniente a su eslabón.
—¿El viejo y acreditado plan de organización de la célula?
—Eso es, más o menos, pero adicionado con alguna que otra idea original. El día menos pensado, nos enfrentaremos con nuestra oportunidad. Alguien que no debiera saber nada, logrará descubrir cualquier cosa. Será algo estúpido y trivial, quizá, pero suficientemente bueno para que nos sirva de prueba.
—¿Es casado ese hombre?
—No. Nunca ha querido correr esa clase de riesgos. Vive solo. Cuenta con los servicios de una asistenta, un jardinero y un criado. Alterna con otras personas normalmente y me atrevería a jurar que las que entran en su casa no son sospechosas de nada reprobable.
—¿Y no hay nadie que se esté haciendo cada vez más rico?
—Eso sí que sería poner el dedo en la llama, Thomas. Alguien debe de estar haciéndose inmensamente rico, en efecto. Debiéramos verlo… Pero este detalle está siendo también objeto de los máximos cuidados. Hay grandes ganancias en carreras de caballos, inversiones en papel y fincas. Todo es normal. Hay afluencia de dinero en cantidad y todo él es debido a transacciones aparentemente correctas. Mucho del dinero ha sido situado en diferentes países, en distintos sitios dentro de cada país. El negocio es grande, vasto, fructuoso. Lo que produce se mueve de una manera constante, va de un lugar a otro…
—Pues nada, hijo —contestó Tommy—. Te deseo buena suerte. A ver si algún día llegas a pescar a tu hombre.
—Con esa confianza vivo. Nuestras esperanzas tendrían una base firme si pudiéramos sacarlo de quicio, si lográramos hacerle salir de su rutina con cualquier pretexto.
—¿Cómo?
—Todo se reduce a conseguir llevarlo a una situación en la que se sienta en peligro. Tendríamos que llevarlo al convencimiento de que estamos sobre él. Lo ideal sería que empezase a sentirse nervioso. Cuando un hombre pierde la serenidad está a punto de hacer tonterías, ¿no? Es posible que entonces cometiera un error. Así como nos hemos hecho a veces de determinados ejemplares de la fauna humana. Dime dónde está el individuo capaz de desenvolverse inteligentemente; sin un solo fallo. Ponle un poco de jabón e, invariablemente, resbalará. Es lo que estoy esperando. Y ahora, cuéntame tu historia. Quizá sepas algo que a nosotros pueda sernos útil.
—No es nada que tenga que ver con el mundo del crimen. Se trata de una cuestión de menor cuantía.
—Cuéntemelo todo primero y después hablaremos.
Tommy refirió a Ivor todo lo sucedido, sin formular excusas por lo trivial del asunto. Sabía qué Ivor era de los hombres que jamás despreciaba una menudencia. Inmediatamente, aquel se centró en el punto que determinara la puesta en movimiento de su amigo.
—Tu esposa ha desaparecido entonces, ¿eh?
—Una ausencia como la presente no es natural en ella.
—El asunto es grave.
—Para mí sí que lo es.
—Ya me lo imagino. Sólo he hablado una vez con tu mujer. La conceptuaré una persona inteligente.
—Cuando se lanza sobre una pista, se comporta como un sabueso que siguiera un rastro —dijo Thomas.
—¿No has recurrido a la policía?
—No.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque no creo que le pase nada de particular. Siempre ha sido así con Tuppence. Concentrada en su tarea, es posible que no haya dispuesto de tiempo para telefonear.
—¡Hum! No me gusta la cosa. Anda buscando una casa, ¿me dijiste? Este dato podría interesarnos… Verás… Hemos llegado a conclusiones muy escasas y poco definidas, pero disponemos de una especie de pista que tiene algo que ver con las actividades de los agentes de la propiedad inmobiliaria.
—A ver, a ver, explícate —dijo Tommy, un tanto intrigado.
—Sí. Sabemos de varios agentes de esa clase, corrientes, de categoría media, situados en diferentes ciudades de Inglaterra, en pequeñas ciudades provincianas, ninguno de ellos muy lejos de Londres. Unas veces, el hombre interviene como abogado por la parte de los compradores y en otras ocasiones defiende los intereses de los vendedores.
»El señor Eccles realiza muy provechosas operaciones con esos profesionales y recurre a diversas agencias para atender a su clientela. Nos hemos preguntado por qué… Ninguna de las firmas parece ser muy floreciente…
—Pero, bueno, vosotros encontráis en ello algún significado, presentís que esta pista os puede conducir a alguna parte, ¿no?
—Acuérdate del robo de London Southern Bank, de hace varios años… Había una casa en la campiña, una solitaria vivienda, que fue el punto de cita de los ladrones. El dinero fue trasladado a aquel edificio. La gente que habitaba por las inmediaciones, a mayor o menor distancia, comenzó a forjar historias raras, preguntándose quiénes eran los desconocidos que iban y venían por aquellos parajes a las horas más quebradas del día y de la noche. Llegaban coches a altas horas de la madrugada, que se perdían luego por los oscuros caminos de la región. Sucede que en el campo la gente curiosea siempre en las vidas de los vecinos… La policía terminó por presentarse en aquel sitio, recuperando parte del botín y deteniendo a tres hombres, uno de los cuales fue reconocido e identificado.
—¿Y os llevó ese hecho a alguna parte?
—En realidad, no. Los hombres se negaron a hablar. Estuvieron bien defendidos y representados. Se les condenó a largos periodos de privación de libertad… y al cabo de un año y medio pisaban la calle, campando de nuevo por ahí por sus respetos. Fueron unos rescates muy bien planeados.
—Recuerdo haber leído algo sobre el caso. Un hombre desapareció de la sala de justicia, a la cual había sido trasladado en compañía de dos guardianes.
—Exacto. Todo fue hábilmente arreglado y en el asunto de preparación de la huida se invirtió una gran cantidad de dinero.
»Pero nosotros opinamos que quienquiera que fuese el responsable del trabajo de los componentes de la pandilla, incurrió en un error al retener aquella casa demasiado tiempo, haciendo que la gente concentrara su atención en ella. Hubo alguien, quizá, que pensó en que era un método mejor disponer de viviendas distribuidas en diferentes sitios, ocupadas por inquilinos. Unas treinta, por ejemplo. Llega una familia y ocupa la casa… Lo ideal es que la familia se reduzca a una madre con su hija, o a una viuda, simplemente, o a un retirado del ejército con su esposa. Estas familias componen núcleos tranquilos, silenciosos. Llevan a cabo unas cuantas reparaciones en sus domicilios, mejoran las conducciones de agua, tal vez recurren a los servicios de una firma decoradora de Londres… Y luego, al cabo de un año o año y medio, se dan unas circunstancias favorables y los ocupantes del edificio lo venden y se van a vivir al extranjero. Algo por el estilo… Todo muy natural. Y entretanto, durante su ocupación, resulta que la casa ha sido utilizada para propósitos nada normales. Pero nadie sospecha lo más mínimo. Los amigos los visitan. No muy a menudo, por supuesto. Incidentalmente. Una noche, quizá, se celebra una reunión, con objeto de festejar un aniversario. Se trata de una pareja de mediana edad, o ya entrada en años. Muchos coches que van y vienen. Digamos que en un período de seis meses se producen cinco robos importantes. El botín desaparece. No en una de esas casas, sino en cinco distintas, perdidas en la campiña. Nos hallamos frente a una hipótesis solamente, mi querido Tommy, pero estamos explorándola a fondo. Imaginémonos que esa anciana se desprende de un cuadro en el que aparece una casa. Supongamos que esta tiene cierta significación… Supongamos que esa es la que tu esposa vio en alguna parte y que se ha lanzado a realizar una investigación. Sigamos suponiendo que hay alguien que tiene interés en que no se fije en ella… Todas estas cosas pueden estar relacionadas perfectamente entre sí.
—Encuentro tu razonamiento muy traído por los pelos, Ivor.
—Pues sí… Estamos de acuerdo. Ahora bien, piensa que vivimos en una época muy especial… En nuestro mundo de hoy ocurren cosas increíbles a primera vista.
Un poco cansado, Tommy se apeó de su cuarto taxi del día y miró a su alrededor. El vehículo le había dejado en un pequeño cul-de-sac que quedaba discretamente escondido debajo de una de las protuberancias de Hampstead Heath. El cul-de-sac en cuestión había sido, seguramente, un modesto complejo artístico. Las casas, entre sí, eran absolutamente distintas. La que a él le interesaba parecía componerse de un gran estudio con tragaluces y de un grupo anexo (una especie de flemón de ladrillo y cal), que daba la impresión de albergar tres habitaciones. Una escalera de madera pintada de verde brillante ascendía por la parte exterior de la vivienda. Tommy abrió la pequeña puerta, dio unos pasos y, no logrando localizar el botón del timbre, utilizó el picaporte. No habiendo obtenido ninguna respuesta a su llamada, se quedó inmóvil y atento unos segundos, repitiendo por fin aquella, ahora con más fuerza.
La puerta se abrió tan de repente que estuvo a punta de retroceder, asustado. Una mujer se quedó plantada en el umbral. Lo primero que pensó Tommy fue que se hallaba ante una de las mujeres más ordinarias que había conocido. Tenía una cara grande y plana, como una torta, en la que campeaban dos ojos enormes, cuyas pupilas parecían ser de distintos colores, una verde y la otra castaño; de la despejada y noble frente arrancaban unos pelos en completo desorden, muy espesos. La mujer se cubría con un guardapolvo rojizo, en el que se distinguían manchas de arcilla. Tommy notó que la mano que se había apoyado en la puerta era por su línea de una belleza excepcional.
—¡Oh! —exclamó la mujer, con voz profunda, bastante atractiva—. ¿Qué ocurre? Estoy muy ocupada en estos momentos.
—¿La señora Boscowan?
—Sí. ¿Qué desea?
—Me llamo Beresford. ¿Podría hablar con usted unos instantes?
—No lo sé. ¿Tiene usted que hablar conmigo forzosamente? ¿Qué pasa? ¿Se trata de algo relacionado con cuadros?
La mujer se había fijado ya en lo que Tommy llevaba bajo el brazo.
—Sí. La cuestión se relaciona con uno de los lienzos pintados por su marido.
—¿Qué quiere? ¿Venderlo? Tengo muchos cuadros suyos ya. Ya no quiero comprar más. Ofrézcaselo a las galerías de arte de la ciudad. Ahora están comprando sus obras. Bueno, usted no da a impresión de andar necesitado…
—No pretendo vender nada.
A Tommy le parecía muy difícil hallar el tono exacto para dirigirse a aquella mujer. Sus ojos, muy bellos, pese a la diferencia observada en cuanto al color, parecían mirar ahora por encima de su hombro, hacia algo que estaba situado a su espalda y que acababa de suscitar cierto interés en la ocupante de la vivienda.
—Por favor —dijo Tommy—. Le agradecería que me permitiese entrar. Es difícil de explicar lo que me trae aquí.
—Si es usted pintor, no tenemos nada que hablar —dijo la señora Boscowan a su vez—. Los pintores se me han antojado desde cualquier punto de vista, personas muy fastidiosas.
—No soy pintor.
—La verdad es que no lo parece tampoco —los ojos de la señora Boscowan lo repasaron de la cabeza a los pies—. Parece usted más bien un funcionario —añadió la mujer; con aire de desaprobación.
—¿Puedo entrar, señora Boscowan?
—No lo sé, con exactitud. Espere.
La mujer cerró la puerta más bien bruscamente. Tommy esperó. Pasaron cuatro minutos antes de que la puerta volviera a abrirse.
—De acuerdo —dijo ella—. Pase usted.
La mujer le condujo hasta una angosta escalera, penetrando luego los dos en el amplio estudio. En un rincón de la estancia, vio Tommy una figura y al lado de la misma diversos elementos, útiles de trabajo: martillos y cinceles. También había una cabeza de arcilla. El estudio ofrecía un aspecto catastrófico, por el desorden que imperaba allí. Daba la impresión de haber sido saqueado recientemente por una pandilla de gamberros ciudadanos.
—Aquí no hay donde sentarse nunca —comentó la señora Boscowan.
Encima de una banqueta había varios objetos. La mujer los quitó en seguida y los puso en otro lado, ofreciéndola a Tommy.
—Siéntese aquí. Ya puede hablar.
—Ha sido usted muy amable al permitirme entrar…
—Sí, desde luego. Claro que le vi tan preocupado… Porque a usted le preocupa algo, ¿verdad?
—Sí, en efecto.
—Me lo figuré. Vamos a ver, ¿de qué se trata? ¿Cuál es el motivo de sus preocupaciones?
—Mi esposa —contestó Tommy, sorprendido ante su respuesta.
—¡Oh! ¿Le preocupa su esposa? Bueno, esto no tiene nada de particular. Los hombres andan siempre preocupados a causa de sus esposas. ¿Qué le pasa a la suya…? ¿Se ha ido con alguien? ¿Ha perdido la cabeza?
—No. No es nada de eso…
—¿Se está muriendo acaso? ¿Padece de cáncer, quizá?
—No —repuso Tommy—. Es que no sé dónde se encuentra en la actualidad.
—¿Y usted cree que yo puedo saber su paradero? Perfectamente. Dígame su nombre y señas personales, si es que cree que yo estoy en condiciones de localizársela. No estoy segura de poder serle útil en este aspecto. Es una advertencia.
—Gracias a Dios, veo que es más fácil hablar con usted de lo que en un principio creí.
—¿Qué tiene que ver el cuadro con todo eso? Es un cuadro, ¿no? Tiene que serlo, a juzgar por la forma del paquete.
Tommy quitó al lienzo el papel con que lo había envuelto.
—Es un cuadro firmado por su esposo. Quiero que me diga todo lo que sepa acerca de él.
—Ya. ¿Qué es lo que usted, concretamente, desea saber?
—¿Cuándo fue pintado? ¿Dónde?
La señora Boscowan contempló atentamente el cuadro y por vez primera Tommy vio en sus ojos un destello de interés.
—Sus preguntas no son muy difíciles de contestar —dijo la mujer—. Sí, puedo complacerle… Este cuadro fue pintado hace unos quince años… No. Hace mucho más tiempo. Es una de sus primeras obras. Yo diría que data de hace veinte años.
—¿Sabe usted dónde…? Quiero decir: ¿conoce el lugar?
—¡Oh, sí! Me acuerdo muy bien. Es un bonito lienzo. Siempre me gustó. El puente y la casa se hallan emplazados en las cercanías de Sutton Chancellor. Esta población queda a unos diez o doce kilómetros de Market Basin. La casa está situada a tres kilómetros, aproximadamente de Sutton Chancellor.
La señora Boscowan se acercó más al cuadro, mirándolo con más detenimiento.
—Es curioso —comentó—. Sí, resulta raro… Me deja extrañada.
Tommy no le prestó mucha atención.
—¿Cómo se llama la casa? —inquirió.
—No me acuerdo de tal detalle, en realidad. Fue rebautizada en varias ocasiones. No sé qué pasó allí… Creo que fue escenario de un par de episodios trágicos y los que vinieron después le cambiaron el nombre. Se denominó «La casa del Canal», o «Canal Side»… También fue llamada «La casa del Puente», y más tarde «Meadowside» o «Riverside»…
—¿Quién vivió allí? ¿Quién vive en la casa ahora? ¿Está usted informada?
—No es gente que yo conozca. La primera vez que la vi estaba ocupada por un hombre y una mujer. Pasaban en ella los fines de semana. No eran matrimonio… La joven era una danzarina. Quizá fuese una actriz… No. Creo que era una bailarina. De ballet. Una mujer muy bella, pero estúpida más bien. Muy simple. Recuerdo que William sentía debilidad por la chica.
—¿La pintó alguna vez?
—No. Raras veces hacía retratos. Dijo que se proponía tomar unos apuntes de ellos, hacer un par de bosquejos, pero me parece que la cosa no prosperó. Las faldas lo volvían loco siempre.
—¿Eran aquellas dos personas los ocupantes de la vivienda, cuando su esposo pintó el cuadro?
—Sí, creo que sí. La ocupaban parte del mes, de todos modos. Solamente aparecían por allí los fines de semana. Luego, pasó algo grave. Riñeron, me parece. No sé si él la dejó o fue ella quien lo dejó a él… Yo no me encontraba allí. Trabajaba entonces en Coventry, donde estaba haciendo un grupo. Luego, creo recordar que hubo allí una mujer y una criatura. Una niña. Ignoro quién era ella, no sé de dónde salió. Supongo que la mujer la tendría a su cargo, que sería la encargada de cuidar a la chica. Algo le pasó a esta posteriormente. O se la llevó su acompañante a otro lado o falleció, quizá. ¿Para qué necesita usted información acerca de las personas que habitaron la casa hace veinte años? Esto se me antoja una idiotez.
—Me interesa saber todo lo que se relacione con la casa —aseguró Tommy—. Tengo que decirle que mi esposa se ausentó para echarle un vistazo. Me indicó que la había contemplado desde el tren, durante un viaje.
—Cierto, cierto —contestó la señora Boscowan—. La vía férrea se encuentra al otro lado del puente. Se ve la casa muy bien desde ella —la mujer hizo una pausa, inquiriendo a continuación—: ¿Para qué desea localizar esa finca?
Tommy facilitó a la señora Boscowan una explicación muy abreviada. Ella contempló a su visitante ensimismada.
—Bueno, amigo, no habrá salido usted recientemente de ningún manicomio, ¿verdad?
—Me parece normal su reacción, señora Boscowan —se apresuró a decir Tommy—, pero la verdad es que todo es muy sencillo… Mi esposa deseaba hacer algunas averiguaciones sobre esta casa y repasó entonces los últimos viajes por tren que había realizado, para descubrir en el transcurso del cual la había visto. Estoy convencido de que descubrió la solución del enigma. Me inclino a pensar que se trasladó a ese sitio… ¿Cómo ha dicho que se llamaba? Algo así como Chancellor…
—Sutton Chancellor, sí. Era una población de poca monta; Claro que tal vez se haya transformado en los últimos años en un complejo turístico o en una de esas ciudades satélites de las que tanto se habla ahora…
—Podría ser, por supuesto —manifestó Tommy—. Ella telefoneó anunciando su regreso, pero ya no hemos vuelto a tener noticias… Todo lo que pretendo saber es qué le ha sucedido. Me figuro que se entregó a sus investigaciones…, colocándose en una situación peligrosa.
—¿Qué puede haber de peligroso en la historia que me ha contado?
—Lo ignoro —replicó Tommy—. Nadie puede saberlo. También yo me formulé esa pregunta. Pero mi esposa no pensaba igual…
—¿Es una mujer de mucha imaginación su esposa?
—Sí. Y tiene sus corazonadas. ¿Nunca oyó usted hablar de una señora que lleva el apellido Lancaster? ¿Hace años? ¿Hace un mes tampoco?
—¿La señora Lancaster? No. Creo que no. Es un nombre fácil de recordar, ¿eh? Sin embargo… ¿Y qué le pasa a la señora Lancaster?
—Era la propietaria de la pintura. Tuvo un gesto amistoso con una tía mía y se la regaló. Luego abandonó, bastante inesperadamente la residencia para damas ancianas en que se encontraba. Se la llevaron sus parientes. He intentado localizarla, pero todo ha sido en vano.
—Bueno, ¿quién es la persona imaginativa de la familia: usted o su esposa? Usted ha reparado en muchísimos detalles curiosos. Parece andar por el mundo en trance, ¿eh?
—No es pequeño este por el cual paso ahora —repuso Tommy—. He tenido muchas inspiraciones, pero ninguna me sirve de nada. A eso quería usted aludir ahora, ¿no? Supongo que está en lo cierto.
—No. Yo no diría tanto —contestó la señora Boscowan, cuya voz se había alterado levemente.
Tommy la miró inquisitivo.
—Este cuadro tiene algo raro —declaró la mujer—. Muy raro: Lo recuerdo muy bien. Me acuerdo de la mayor parte de los lienzos de William, pese a que pintó un montón de ellos.
—¿Usted recuerda a quién fue vendido, si es que se vendió?
—De eso sí que no me acuerdo… Desde luego, venderse sí que se vendió. A raíz de una de sus exposiciones, pasó al público un gran número de cuadros suyos. Casi todos los que poseía. La identidad de los compradores es lo que no he podido retener, naturalmente. Esto ya es pedir demasiado.
—Le estoy muy agradecido por todo lo que me ha dicho ya.
—Todavía no me ha preguntado por qué he dicho que encontraba algo raro en este cuadro, el que ha traído usted.
—¿Qué pasa? ¿No es de su esposo? ¿Es obra de otro pintor?
—No, no. Este lienzo lo pintó William, por supuesto. «Casa junto a un canal». Tal era su denominación en el catálogo, me parece. Pero no es como era antes… Se da un detalle extraño en él.
—¿Un detalle extraño?
La señora Boscowan apoyó un dedo manchado en arcilla en el lienzo, en un punto situado bajo el curvado puente que cruzaba el canal.
—¿Ve usted ese bote amarrado a la orilla?
—Sí —contestó Tommy, desconcertado.
—Pues bien, este bote no figuraba en el cuadro la última vez que lo vi. El bote no lo pintó William. Cuando el cuadro fue expuesto no había, en el mismo, ninguno.
—¿Quiere usted decir que alguien que no era su esposo pintó ese bote posteriormente?
—Sí. Es raro, ¿verdad? Primeramente, me quedé sorprendida al observar este detalle. Después me he confirmado en la idea de que no es obra de William. Eso ha sido cosa de otra persona. ¿Quién?
La mujer fijó la vista en Tommy.
—¿Quién? —repitió.
Tommy no podía ofrecerle ninguna respuesta. Escrutó a su vez atentamente el rostro de su interlocutora. Su tía Ada hubiera calificado a aquella mujer de extravagante. Pero Tommy no la juzgaba así, ahora. La señora Boscowan se mostraba vaga, saltando bruscamente de un tema a otro. Las cosas que decía no parecían tener relación con sus manifestaciones de momentos antes. Tommy se dijo que tal vez supiera más de lo que estaba dispuesta a revelar. ¿Había amado a su esposo? ¿Había sido una mujer celosa? ¿Había despreciado siempre a su marido? Guiándose de sus modales no podía llegar a una conclusión definitiva. Tampoco podían servirle de orientación sus palabras. Pero Tommy tenía la impresión de que aquel pequeño bote pintado debajo del puente había provocado en ella cierta inquietud. Le disgustaba aquel detalle, evidentemente. Repentinamente, se preguntó si había sido realmente sincera del todo en sus manifestaciones. ¿Podía acordarse ella en realidad de si su marido había pintado o no aquel bote bajo el puente? El detalle, de puro menudo, resultaba insignificante. De haber transcurrido un año, por ejemplo, desde el día en que Boscowan pintara aquel cuadro… Pero, por lo visto, había pasado más tiempo. En cuanto al nerviosismo de la señora Boscowan… La miró de nuevo y observó que ella no le perdía de vista. Sus ojos, en los que había una clara expresión de curiosidad, le miraban, pero no desafiantes sino reflexivos, Sí. Muy, muy reflexivos.
—¿Qué piensa usted hacer ahora? —inquirió.
Esta pregunta, al menos, era fácil de contestar. Tommy sabía ciertamente las gestiones que iba a hacer a continuación.
—Me iré a casa…, para ver si hay allí ya noticias acerca de mi esposa, si hay alguna comunicación. De no ser así, mañana me trasladaré a esa población, a Sutton Chancellor. Espero encontrar a mi mujer allí.
—Depende… —comentó la señora Boscowan.
—¿De qué depende? —inquirió Tommy, con viveza.
La señora Boscowan frunció el ceño. Luego, murmuró, como si hubiese estado hablando consigo en voz alta:
—¿Dónde estará ella? Es lo que me pregunto…
—Usted se pregunta dónde está…, ¿quién?
La señora Boscowan había apartado la mirada de él. Ahora tornó a fijar los ojos en su rostro.
—¡Oh! Me refería a su esposa. Espero que se encuentre bien.
—¿Por qué no ha de encontrarse bien? Dígame, señora Boscowan: ¿pasa algo raro con ese pueblo? Estoy refiriéndome a Sutton Chancellor.
—¿Que si pasa…? ¿Con Sutton Chancellor? —la mujer reflexionó unos segundos, añadiendo—: No, yo creo que no. Con el pueblo no pasa nada de particular.
—He querido referirme a la casa —alegó Tommy—. A la casa que hay junto al canal, se entiende, no a la población de Sutton Chancellor.
—¡Oh, la casa! —exclamó la señora Boscowan—. Era una buena casa, realmente ideal para unos amantes, ¿sabe usted?
—¿La frecuentaron algunos?
—En ocasiones. De tarde en tarde. Cuando una vivienda ha sido hecha para unos amantes, debe ser ocupada por ellos y por nadie más.
—Nada de darle otros usos.
—Entiende usted muy rápidamente las cosas. Me ha comprendido, ¿verdad? Una vivienda que fue construida para una cosa no debe ser dedicada nunca a otra. No caería bien de procederse así.
—¿Sabe usted algo acerca de las personas que la ocuparon en los últimos años?
La señora Boscowan movió la cabeza, denegando.
—No. No sé nada en absoluto acerca de esa finca. Nunca supuso nada importante para mí.
—Pero usted estaba pensando en algo… o en alguien, ¿no es así?
—Sí —respondió la señora Boscowan—. Creo que no se equivoca usted en eso… Yo estaba pensando en… alguien.
—¿Puede usted decirme en qué persona estaba pensando?
—No tengo nada que decirle, verdaderamente —repuso la mujer—. Es corriente, a veces, que una se pregunte dónde parará determinada persona o personas. ¿Qué ha sido de ellas?, necesita una saber de pronto. O, ¿cómo se han desenvuelto en la vida? Es como una sensación más… —La señora Boscowan mostró a su visitante elocuentemente las palmas de sus manos—. ¿Le gustará hacer un piscolabis? —inquirió inesperadamente.
—¿Un piscolabis?
Tommy había experimentado un sobresalto.
—Verá, usted… Siempre tengo algo que comer por aquí. He pensado que lo más lógico es que coma usted algo antes de tomar el tren. Su estación es la de Waterloo… Para ir a Sutton Chancellor, quiero decir. Había que hacer un cambio en Market Basin. Supongo que todavía se hará…
La señora Boscowan le estaba despidiendo. Tommy no opuso la menor resistencia.