Capítulo XI

Bond Street y el doctor Murray



Tommy saltó del taxi y pagó al conductor, introduciendo luego medio cuerpo dentro del vehículo para sacar un objeto plano, torpemente envuelto, que se veía bien a las claras que era un cuadro. Con este debajo del brazo, penetró en las «New Athenian Galleries», una de las galerías de arte más antiguas y más importantes de Londres.

Tommy no era hombre a quien el arte preocupase excesivamente. Había estado en aquel edificio porque tenía un amigo que «oficiaba» allí.

«Oficiar» era el verbo aplicable a aquel hombre, por su aire de sereno interés al moverse de un lado para otro, su tono de voz, siempre bajo, su discreta y agradable sonrisa, todos ellos rasgos altamente eclesiásticos.

Un hombre joven, de rubios cabellos, fue a su encuentro. En sus labios se dibujó una sonrisa al identificar al visitante.

—Hola, Tommy —dijo—. Hacía tiempo que no nos veíamos. ¿Qué llevas bajo el brazo? No me digas que ahora, a tus años, te dedicas a pintar. Son muchas las personas que actualmente se lanzan por ese camino. Con unos resultados deplorables, por cierto.

—Indudablemente, no me he dado nunca por el arte creativo —contestó Tommy—. No dejó de llamarme la atención el otro día, sin embargo, un libro que vi en el cual se explicaba a los niños, en unos términos sencillísimos, la forma de empezar a pintar acuarelas.

—Dios nos coja confesados si alguna vez te da por seguir tales consejos.

—Mira, Robert: yo lo que deseaba era utilizar tus conocimientos, como experto que eres en la materia. Quiero que me des tu opinión sobre este lienzo.

Robert cogió el cuadro que le entregó Tommy, despojándolo de su desmañada envoltura. Lo colocó sobre una silla y le echó un vistazo. Luego, se alejó de él seis o siete pasos. Seguidamente, miró a su amigo.

—¿Y bien? ¿Qué quieres saber? ¿Pretendes venderlo, no?

—No. No quiero venderlo, Robert. Deseo que me des algunas indicaciones… Empecemos por esto: ¿quién lo pintó?

—He de decirte que si quisieras venderlo, es una obra de fácil colocación. Diez años atrás, en cambio, no hubiera habido nada que hacer. Sucede, amigo mío, que Boscowan se ha puesto últimamente de moda.

—¿Boscowan? —Tommy miró a Robert inquisitivamente—. ¿Es ese el nombre del autor? He podido apreciar que su nombre empezaba por una B, pero no me fue posible averiguar más.

—Se trata de Boscowan, desde luego. Fue un pintor muy popular hace veinticinco años. Vendía bien. Celebró numerosas exposiciones. A la gente le gustaban sus cuadros. Técnicamente, puede ser considerado un pintor excelente. Luego, con la evolución normal en los medios artísticos, pasó de moda. Finalmente, se apagó. Mucho después, sus obras han experimentado una notable alza. Lo mismo ha sucedido con Stitchworth y Fondella… Los tres van para arriba.

—Boscowan… —repitió Tommy, Robert, servicial, le deletreó el apellido.

—¿Pinta todavía?

—No. Murió ya. Falleció hace varios años. Era un hombre ya de edad entonces. Creo que contaba los sesenta y cinco años… Fue un pintor muy fecundo. Por ahí hay muchos lienzos suyos. En la actualidad, planeábamos una exposición de sus cuadros aquí. Suponemos que la cosa va a salir bien. ¿Por qué te interesa tanto este artista, Tommy?

—Es una historia muy larga para ponerme a contártela ahora —repuso Tommy—. Uno de estos días te llamaré por teléfono para que comamos juntos y te facilitaré todos los pormenores del caso desde el principio. La historia, en efecto, es larga, complicada y un tanto estúpida. Yo lo que quisiera saber es algún detalle más acerca de este Boscowan, ¿sabes, por casualidad, tú, dónde se encuentra emplazada la casa del cuadro?

—De momento, no puedo decírtelo… El tema de este lienzo es el usual de Boscowan. Generalmente, pintaba pequeñas casas de campo situadas en sitios, en paisajes solitarios; en ocasiones, se trataba de una granja, con una vaca o dos para completar el asunto. A veces, las vacas eran sustituidas por un carro, siempre a alguna distancia, en un plano muy posterior con respecto al tema principal. Su fuerte eran las escenas de la vida rural. En algunos cuadros, la superficie aparece como un esmalte. Boscowan utilizaba una técnica peculiar y la gente gustaba de ella. Muchos de los cuadros que pintó fueron a parar a Francia, a Normandía, principalmente. Sentía preferencia por las iglesias. Tengo aquí uno de los lienzos. Espera un momento que voy a traerlo.

Robert se aproximó al pie de las escaleras de la estancia en que se encontraban, dando una voz. Luego, regresó junto a su amigo, portador de un cuadro de reducidas dimensiones.

—Aquí lo tienes —dijo—. «Iglesia de Normandía».

—Sí, ya —contestó Tommy—. Otro cuadro por el estilo. Mi esposa sostiene que en la casa de mi lienzo no ha debido vivir nadie jamás. Ya comprendo el sentido de su comentario. A mí me parece que en esa iglesia no ha asistido nadie nunca a una función religiosa. Ni asistirá, seguramente.

—Bien. Es posible que tu esposa haya puesto el dedo en la llaga. Esta es una morada silenciosa, tranquila…, que no alberga a ningún ser humano. He de decirte que raras veces pintaba Boscowan la figura humana. Las hay, en sus paisajes, una o dos, todo lo más, pero lo corriente es que no… Yo estimo que, en cierto modo, tal peculiaridad da un tono especial a sus obras, un raro atractivo. El efecto de aislamiento es fuerte. Él parecía desnudar al paisaje de sus ocupantes. La paz de la campiña era entonces, sin ellos, más verdadera. Si vamos al caso, habrá que ver en esto último la causa de que el gusto general haya evolucionado en dirección a él. Hay mucha gente por todas partes hoy; son demasiados los coches que circulan por ahí; hay excesivos ruidos, demasiado bullicio… La paz, la paz perfecta. Esta sólo se encuentra en plena Naturaleza, mejor dicho, en la Naturaleza en sí.

—Quizá tengas razón. ¿Qué tal era Boscowan como hombre?

—No lo conocí personalmente. Es de una época muy anterior a la mía. Se sentía satisfecho de sí mismo por todos los conceptos. Como pintor era mejor que como hombre, creo. Un individuo cortés, agradable… Le gustaban bastante las faldas.

—¿Y no tienes ninguna idea acerca del emplazamiento de este paisaje? Supongo que se trata de una campiña inglesa, ¿no?

—Yo diría que sí. ¿Quieres que lo averigüe?

—¿Podrías enterarte de eso?

—Lo mejor sería hacerle la pregunta a su mujer, a su viuda. Boscowan contrajo matrimonio con Emma Wing, la escultora. Es muy conocida, pero… poco rentable. Tiene obras muy personales. Visítala, si acaso. Vive en Hampstead. Puedo facilitarte sus señas. Últimamente, nos hemos mantenido al habla con ella, por escrito, con motivo de la proyectada exposición de lienzos de su marido. Poseemos también algunas de sus esculturas de menor tamaño. Voy a darte sus señas.

Se acercó a una mesa. Robert garabateó unas palabras en una tarjeta, que entregó a Tommy.

—Aquí las tienes. No acierto a imaginarme qué misterio habrá en todo esto. Tú has sido siempre un hombre enigmático, Tommy, ¿eh? Tienes ahí un cuadro típicamente representativo de Boscowan. Podríamos incluirlo en la exposición. Te escribiré unas líneas recordándotelo cuando la tengamos montada.

—Tú no conocerás a ninguna señora apellidada Lancaster, ¿verdad?

—Hombre, así, de momento, no. ¿Pinta? ¿Hace algo por el estilo, acaso?

—No, me parece que no. Se trata de una mujer ya entrada en años que ha vivido varios en una residencia para ancianas. Te hablo de ella porque fue la dueña de este cuadro, que acabó regalando a una tía mía.

—No puedo asegurarte que ese nombre me diga algo, Tommy. Será mejor que hables con la señora Boscowan.

—¿Cómo es ella?

—Boscowan llevaba a su mujer bastantes años, me parece. Ella tiene, ciertamente, personalidad —Robert asintió dos o tres veces—. Sí, efectivamente, mucha personalidad. Espero que cuando la conozcas, compartas mi opinión.

Robert cogió el cuadro, que puso en manos de uno de sus ayudantes para que procediera a envolverlo.

—Eres muy amable —dijo Tommy—, ni la colaboración de tus hombres me regateas.

Volvió la cabeza a un lado y a otro, advirtiendo lo que había a su alrededor por vez primera.

—¿De quién son estos cuadros que tienes por aquí? —preguntó con un gesto de disgusto.

—De Paul Jaggerowski… Un joven eslavo muy interesante. Se dice que pinta siempre bajo la influencia de las drogas. ¿No te agrada?

Tommy concentró su atención en un gran saco castaño que parecía estar sumergido en un mar de color verde metálico, saturado de vacas distorsionadas.

—Con franqueza: ni pizca.

—Eres un filisteo —contestó Robert—. Acompáñame, Tommy. Voy a comer.

—No me es posible. Estoy citado con un médico en mi club.

—No estarás enfermo, ¿eh?

—Disfruto de una salud excelente a Dios gracias, Mi presión sanguínea es tan correcta que los doctores con quienes consulto se sienten desconcertados…

—Entonces, ¿qué necesidad tienes de entrevistarte con un médico?

—¡Oh! —exclamó Tommy, animadamente—. Hemos de ocuparnos los dos de cierto cuerpo. Gracias por tu ayuda, Robert. Adiós.



Tommy saludó al doctor Murray con bastante curiosidad… Presumía que quería hablarle de algunas formalidades relacionadas con el fallecimiento de su tía Ada. Ahora bien, ¿por qué no había querido aquel hombre ponerle al corriente de todo por teléfono? Tommy no sabía, decididamente, a qué atenerse.

—Creo que me he retrasado un poco —declaró el doctor Murray al estrechar su mano—. El tráfico, en esta ciudad, es cada vez más intenso y yo no estaba muy seguro en cuanto al emplazamiento de este local. Esta parte de Londres me resulta un tanto extraña.

—No debiera haberle hecho venir aquí —continuó Tommy—. Debiéramos haber elegido un sitio más a mano para usted.

—¿Dispone usted ahora de tiempo?

—En este momento, sí. He pasado la última semana fuera de la ciudad.

—Sí. Creo que eso es lo que dijeron cuando telefoneé. Tommy señaló una silla a su interlocutor, sugirió algo de beber y colocó un paquete de cigarrillos y una caja de cerillas al alcance del doctor Murray. Cuando los dos hombres se hubieron instalado cómodamente, fue aquel quien inició la conversación.

—Estoy seguro de haber despertado su curiosidad, señor Beresford —dijo el doctor—. La verdad es que paso por una situación algo enojosa en Sunny Ridge. Este asunto suscita mis dudas y en determinado aspecto nada tiene que ver con usted. No tengo derecho a inquietarle, pero… he pensado que existe una ligera posibilidad de que usted sepa algo que a mí podría serme de gran utilidad.

—Cuente conmigo, para lo que sea, por supuesto. ¿Está ese asunto a que alude relacionado con mi tía, la señorita Fanshawe?

—Directamente, no. Entra en el cuadro general del mismo, sin embargo. Puedo hablarle con entera confianza, ¿no, señor. Beresford?

—Sí, sí.

—El otro día estuve hablando con un amigo que también lo es de usted. Me refirió varios detalles acerca de su persona. Tengo entendido que en la última guerra le fueron confiadas misiones delicadísimas, sumamente reservadas.

—¡Oh! Nuestro amigo ha querido halagarme. Mis cosas no eran tan serias —replicó Tommy con naturalidad.

—Ya me doy cuenta de que no es prudente hablar de estos asuntos.

—Yo creo que en la actualidad da igual. Ha transcurrido ya mucho tiempo desde la guerra. Mi esposa y yo éramos jóvenes, entonces.

—Bueno, nada tiene que ver con eso lo que yo deseo decirle. El caso es que tengo la impresión de que me puedo dirigir a usted con absoluta franqueza, confiando, además, en que no repetirá lo que voy a explicarle ante nadie, si bien cabe la posibilidad de que todo se divulgue más tarde.

—¿Han surgido complicaciones en Sunny Ridge?

—Sí. No hace mucho, una de nuestras internas falleció: la señora Moody. No sé si llegó usted a conocerla; ignoro si su tía le habló en alguna ocasión de esa mujer.

—¿La señora Moody? —Tommy reflexionó—. No, creo que no. Bueno, no recuerdo, al menos.

—Era una de nuestras más antiguas internas. No había cumplido todavía los setenta y se encontraba bien de salud. No sufría ninguna dolencia. Era, simplemente, una mujer que carecía de parientes cercanos, que no disponía de nadie que pudiese atenderla dentro de un marco hogareño. Se situó en la categoría que yo denomino para mí mismo de las personas revoloteantes. Son mujeres que conforme ganan en años se parecen más y más a las gallinas. Charlan por los codos. Es decir: cloquean a cada paso. Lo olvidan todo. Se ponen a veces en situaciones apuradas. Se preocupan por todo. No dejan vivir a nadie con el menor pretexto. Y, sin embargo, no sufren ningún trastorno de gravedad. No son lo que se dice perturbadas mentales, ni mucho menos.

—Pero no dejan de cloquear un momento, como usted ha indicado —apuntó Tommy.

—Exactamente. La señora Moody la armaba allí donde hacía acto de presencia. Pero todo el mundo la quería. Muy especialmente, se olvidaba de todo lo que se refería a las comidas. Protestando porque sostenía que no le habían servido la cena, por ejemplo, cuando en realidad había estado saboreando hasta el último plato de la misma, unos minutos atrás tan sólo.

—¡Oh! —exclamó Tommy, recordando por fin a la mujer—: La señora «Chocolate».

—¿Cómo ha dicho?

—Lo siento… Es el apodo que mi esposa y yo le dimos. Salía de su cuarto un día, en el momento en que nosotros pensábamos por el corredor, llamando a gritos a la enfermera Jane, reclamando su chocolate. Decía que no lo habían servido. Era una mujer de buen aspecto, menuda. Nos hizo gracia y dimos en la costumbre de llamarla la señora «Chocolate» cuando aludíamos a ella. Así, pues, falleció…

—No me sentí particularmente sorprendido cuando se produjo su óbito —declaró el doctor Murray—. Anunciar con antelación, exactamente, la fecha del fallecimiento de una mujer ya anciana, es algo prácticamente imposible. Mujeres de salud muy precaria, a las que se les calcula un año de vida, todo lo más, como resultado de un reconocimiento médico, rebasan a lo mejor luego los diez. Se aferran tenazmente a la vida y la dolencia física no llega a quebrantar más que en último extremo su tesón, su afán de continuar viviendo. Existen otras personas que gozan de salud razonablemente buena, de las que uno piensa que tienen cuerda para rato, por así decirlo. Luego, cogen una bronquitis, o una fuerte gripe, e incapaces de recuperarse adecuadamente del tropezón, acaban sus días cuando uno menos se lo esperaba. En consecuencia, como médico que soy de una residencia que sólo acoge señoras ancianas, puedo asegurarle que no me siento sorprendido habitualmente cuando se produce una muerte inesperada. Este caso, no obstante, el de la señora Moody, fue algo distinto. Murió mientras dormía, sin haberse advertido en ella síntomas denunciadores de una enfermedad. Me dije que se trataba de una muerte inesperada. Utilizaré la frase que siempre me intrigó en la obra de Shakespeare, Macbeth. Siempre me he preguntado lo qué Macbeth quería significar al decir, refiriéndose a su esposa: «Debía haber muerto más adelante».

—Sí. Recuerdo que una vez me pregunté a dónde apuntaba Shakespeare con eso —manifestó Tommy—. No me acuerdo, en cambio, de qué montaje de la obra se trataba, ni del actor que representaba el papel de Macbeth. Pero había una enérgica sugerencia en aquella particular representación. Macbeth, ciertamente, se movía para señalar que él sugería al asistente médico que era mejor que lady Macbeth fuese eliminada. Fue entonces cuando aquel, sintiéndose a salvo tras la muerte de la esposa, advirtiendo que ya no podría ocasionarle ningún daño con sus indiscreciones o sus fallos mentales, progresivamente crecientes, expresó su auténtico afecto y pesar. «Debía haber muerto más adelante».

—Exacto. El mismo sentimiento me inspiró la señora Moody. Me dije que debía haber fallecido más adelante y no hace tres semanas, sin causa aparente…

Tommy no respondió. Se Limitó a mirar al doctor inquisitivamente.

—Los médicos nos enfrentamos siempre con determinados problemas. Cuando se queda uno desconcertado ante la muerte de un paciente, sólo hay un medio para saber a qué atenerse: la autopsia. Las autopsias no son bien acogidas por los parientes de la persona fallecida, pero si un doctor exige aquella y se llega a la conclusión, como bien puede suceder, de que el óbito se ha producido por causas naturales, o como consecuencia de alguna enfermedad que no siempre tiene manifestaciones y síntomas externos, la carrera del doctor se ve seriamente en peligro por su formulación de un diagnóstico discutible…

—Ya me hago cargo de que este puede ser difícil de establecer.

—En este caso, se daba la existencia de unos parientes lejanos, unos primos. Eché sobre mí la responsabilidad de obtener su consentimiento. Tenía interés médico averiguar las causas de la muerte. Cuando un paciente muere mientras duerme, es aconsejable ampliar la esfera de nuestro conocimiento profesional. Por fortuna, a aquella gente le tenía sin cuidado tal paso. Me sentí profundamente aliviado. Una vez efectuada la autopsia, de salir todo bien, yo podía extender un certificado de defunción sin el menor escrúpulo. Cualquiera puede morir a consecuencia, de lo que se llama, en términos vulgares, ataque de corazón, una entre varias causas diferentes. En realidad, el corazón de la señora Moody se hallaba en forma excelente, para su edad. Sufría una artritis, algo de reumatismo y de cuando en cuando el hígado le daba algo que hacer, pero ninguna de estas dolencias podía haberle ocasionado la muerte durante el sueño.

El doctor Murray hizo una pausa. Tommy despegó los labios para decir algo, pero guardó silencio. El médico bajó la cabeza, haciendo un gesto afirmativo.

—Sí, señor Beresford. Usted ve ya a dónde voy. La muerte en este caso se debió a una dosis excesiva de morfina.

—¡Santo Dios! —A Tommy se le escapó, involuntariamente, esta exclamación.

—Sí. La cosa parecía increíble, pero no se podía evitar el análisis. La pregunta era: «¿Cómo había sido administrada aquella morfina?». La señora Moody no necesitaba para nada la droga. La señora Moody no sufría dolores insoportables. Existían tres posibilidades; desde luego. Podía haber ido a parar a su cuerpo accidentalmente, Improbable. Podía haber sustraído la droga a otra interna, por error. Tampoco es esto probable. Ninguna persona delicada se provee normalmente de morfina y nosotros no aceptamos nunca personas adictas a las drogas, quienes podrían llevar las mismas encima. Pudo haber sido un suicidio, pero me niego a aceptar tal hipótesis. La señora Moody era una alborotadora contumaz, pero resultaba, en general, alegre y estoy convencido de que jamás entró en sus cálculos atentar contra su vida. Tercera posibilidad: alguien le administró una super dosis fatal, deliberadamente. ¿Quién? ¿Por qué?

»Naturalmente, existen allí provisiones de morfina y otras drogas. La señorita Packard, en su calidad de enfermera profesional, titulada, se halla legalmente autorizada para guardar en su poder semejantes cosas. Las tiene, ordinariamente, en un armario, bajo llave. En los casos de ciática y de artritis reumatoide, el dolor puede ser tan intenso que se procede a administrar una dosis de morfina. Estábamos esperanzados con la idea de que, en determinadas circunstancias, hubiese sido administrada por error a la señora Moody una dosis exagerada de morfina, ` o que ella misma consumiese la droga creyendo que era un buen remedio para la indigestión o el insomnio. Por más que hemos querido, no conseguimos ver la posibilidad de esas circunstancias. Lo que hemos hecho después, por sugerencia de la señorita Packard, de acuerdo con ella, ha sido estudiar el proceso de las muertes habidas en Sunny Ridge a lo largo de los últimos dos años. Me satisface declarar que no se han producido muchas. Creo que fueron siete, en total, una buena cifra dado el término medio de la edad de las internas en el establecimiento. Dos fallecimientos a causa de una bronquitis, que no admitían ninguna duda, dos de gripe, el “asesino" siempre amenazador durante los meses de invierno, debido a la poca resistencia ofrecida por los organismos de unas mujeres frágiles, de edad avanzada. Y las otras tres…».

El doctor Murray hizo una pausa, para seguir diciendo a continuación:

—Señor Beresford: estas tres últimas muertes no me convencen, particularmente dos de ellas. Eran perfectamente probables, no eran inesperadas, pero… Después de reflexionar serenamente, tras mis investigaciones, decididamente, no me convencen. Me veo enfocado a admitir la posibilidad, por absurdo que parezca, de que hay en Sunny Ridge alguien que, posiblemente por razones mentales, es un asesino. Un asesino del que nadie sospecha.

Otro silencio que duró varios segundos. Tommy suspiró.

—No pongo en duda, desde luego, sus consideraciones —dijo aquel—. Sin embargo, con franqueza, eso se me antoja increíble. Cosas como estas… seguramente, no pueden darse en la vida real.

—¡Oh, sí! ¡Ya lo creo que pueden darse! —contestó el doctor Murray, gravemente—. Acuérdese de algunos casos de tipo patológico. Una mujer dedicó sus actividades al servicio doméstico. Trabajó en calidad de cocinera en varias casas. Era una persona agradable, cortés, de muy buen ver; prestaba unos servicios muy útiles, cocinaba estupendamente, se llevaba bien con sus señores… No obstante, antes o después, empiezan a suceder cosas que llaman la atención. Unas veces es un plato de bocadillos, o una cesta de merienda, que se lleva al campo, para amenizar una excursión. No hay motivos aparentes, pero lo cierto es que se procede a un añadido a base de arsénico. Hay dos o tres bocadillos envenenados en el montón. Al parecer, fue obra de la casualidad que los tomara este o aquel… Todo indicaba que no existía una intención personal. A veces no se presentaba la tragedia. La misma mujer continuó en su puesto tres o cuatro meses más y ya no hubo la menor huella de otros quebrantos. Nada. Luego, va a trabajar a otro sitio y en su nuevo empleo, a las tres semanas, dos familiares fallecían tras un desayuno a base de huevos y jamón. El hecho de que estos episodios tuviesen por escenarios diversos puntos de Inglaterra fue la causa de que la policía tardara algún tiempo en poder actuar eficazmente, localizando una pista. La mujer cambiaba de nombre con la misma facilidad con que cambiaba de dueños. Como hay muchas cocineras agradables, capaces y de mediana edad, aquella era especialmente difícil de encontrar.

—¿Por qué llevaba a cabo sus crímenes?

—A mí me parece que nadie lo ha sabido. Existen diversas hipótesis, nacidas, principalmente, en los cerebros de los psicólogos. La mujer era religiosa a su manera. Por efecto de una tarea sagrada: librar al mundo de ciertas personas. Parece ser que no había por qué pensar en personales rencores.

»Tenemos luego el caso de la francesa Jeanne Gebron, a quien se llamó «El Ángel de la Misericordia». Se sentía tan afectada cuando los vecinos tenían a sus niños enfermos que corría a cuidar de ellos. Solía sentarse, muy recogida, a la cabecera del lecho del enfermito de turno. También aquí transcurrió algún tiempo antes de que la gente advirtiera que los niños que ella cuidaba no se recobraban jamás. Todos morían, ¿por qué? Es cierto que el suyo, siendo la mujer joven, se le había muerto también. El pesar parecía haberla atormentado hasta lo indecible. Quizás esta circunstancia fuese la motivadora de su criminal carrera. Su hijo había muerto y era lógico que muriesen, así mismo, los hijos de las demás mujeres. ¿Qué mentalidad, eh? Hubo alguien que pensó que su propio hijo había sido también víctima de sus criminales instintos…

—Está usted consiguiendo que sienta escalofríos —manifestó Tommy.

—He escogido los ejemplos más dramáticos —alegó el doctor—. Puede que haya casos más simples que los citados… ¿Se acuerda usted del caso Armstrong? Todo el que le ofendía o insultaba, de una manera real o como figuración suya, se veía por un procedimiento u otro invitado a tomar el té. En los bocadillos correspondientes había arsénico. Es un caso de suspicacia exagerada. Sus primeros crímenes no tuvieron más motivo que el lucro personal: dinero a base de herencia… Hubo la supresión de una esposa también, con el propósito de contraer matrimonio con otra mujer.

»Se presentó más adelante el caso de la enfermera Warriner, quien regía un establecimiento para personas de edad avanzada. Los internos le cedían, cuanto poseían, garantizándoles ella, por su parte una cómoda vejez, hasta el momento de su muerte…, que no tardaba en presentarse, naturalmente. También aquí la morfina era el medio empleado… Era una mujer muy buena, sin el menor escrúpulo. Yo creo que se miraba a sí misma como una bienhechora.

—Si su suposición sobre esas extrañas muertes está correctamente planeada, ¿no posee usted ninguna idea por lo que atañe a su probable autor?

—No. No existen indicios de ningún género. Imaginémonos que el asesino es un demente… La demencia tiene manifestaciones muy difíciles de identificar. ¿Vamos a pensar en alguien a quien disgusta la gente entrada en años, que ha sido perjudicado por ella, que ha visto arruinada su existencia por ella? ¿Se trata de alguna persona que tiene sus ideas particulares sobre la caridad y que piensa que todo aquel ser que ha rebasado los sesenta años, debe ser exterminado por procedimientos suaves? ¿Será una de las internas? ¿Tendremos que mirar hacia los servidores de la casa, enfermeras o trabajadores domésticos?

»He hablado de esto extensamente con Millicent Packard, quien rige la casa. Es una mujer muy competente, de gran viveza, metódica, que supervisa constantemente la labor de las personas que tiene a sus órdenes, que además está pendiente de las internas. Ella insiste en que no tiene la menor sospecha, que no desconfía de nadie, y yo francamente la creo.

—Pero… ¿por qué recurre usted a mí? ¿Qué es lo que yo puedo hacer en este caso?

—Su tía, la señorita Fanshawe, vivió en Sunny Ridge varios años. Era una mujer de considerable capacidad mental, aunque ella pretendiera otra cosa. Poseía unos métodos muy personales a la hora de divertirse, haciendo gala de una aparente senilidad. Pero en realidad tenía la mente muy clara, muy despejada…

»Lo que yo quiero, señor Beresford, es que haga un esfuerzo y recuerde… También me gustaría que hiciera esto su esposa… En las palabras de la señorita Fanshawe, ¿no vio usted nunca nada raro, nada que llamara su atención, alguna sugerencia extraña que pudiese facilitarnos una pista? Ella pudo haber visto algo, haber observado cualquier detalle curioso, sorprender una frase aislada de especial significación. Ha de saber que las personas ancianas son, normalmente, muy observadoras. La señorita Fanshawe podía saber mucho de lo que ocultamente sucedía en Sunny Ridge, Las señoras de su tipo no hacen nada, disponen de las veinticuatro horas del día, prácticamente, para mirar a su alrededor y llegar a unas conclusiones. Las hay fantásticas, en ocasiones, pero que no por eso dejan de ser enteramente correctas.

Tommy movió la cabeza, denegando.

—Ya lo entiendo… Pero la verdad es que no recuerdo nada en tal sentido.

—Su esposa se ha ausentado, ¿no? ¿No cree que ella pueda recordar algo que para usted haya pasado inadvertido?

—Se lo preguntaré… Sin embargo, lo dudo… —Tommy vaciló un momento, añadiendo—: Hay algo que preocupó a mi esposa. Verá… Es acerca de una, de las internas, una señora apellidada Lancaster.

»Mi mujer decía que la señora Lancaster había sido retirada de Sunny Ridge por unos supuestos parientes demasiado inesperadamente. La señora Lancaster regaló a mi tía un cuadro y mi esposa opinaba que lo correcto era devolvérselo, de manera que intentó establecer contacto con aquella, para consultarle el caso…

—Una actitud correctísima por parte de la señora Beresford, desde luego.

—Pero halló difícil localizarla. Consiguió las señas del hotel en que se suponía que habían estado la señora Lancaster y sus parientes… Resultó que allí nadie se había hospedado, de ese apellido, ni había reservado ninguna habitación.

—¡Qué raro!

—Sí. A Tuppence también le extrañó la cosa. No habían dejado dirección alguna en Sunny Ridge, Llevamos a cabo varios intentos para dar con la señora Lancaster, o con la señora… Johnson, creo que se llamaba su parienta… Todo fue inútil. Había por en medio un abogado que se encargaba de pagar todas las cuentas, me parece, y estaba al habla con la señorita Packard. Nos pusimos en comunicación con él. Lo único que pudo hacer el hombre fue darnos la dirección de un banco. Y ya se sabe —añadió Tommy, secamente—, los bancos no dan informaciones confidenciales así porque sí.

—Sobre todo cuando existe una prohibición por parte de sus clientes.

—Mi esposa escribió a la señora Johnson, dirigiendo la carta al banco, y también a la señora Lancaster… No recibió ninguna contestación.

—Todo eso parece poco corriente. Claro que no siempre contesta la gente las cartas que recibe… Pudiera ser que esa familia se hubiese trasladado definitivamente al extranjero.

—Es posible. A mí, todo este asunto me tenía sin cuidado. La que estaba preocupada era mi esposa. Afirma estar convencida de que a la señora Lancaster le ha pasado algo. Me dijo que durante mi ausencia realizaría algunas investigaciones. No sé, concretamente, qué pensaba hacer. Me figuro que visitar el hotel, el banco… Bueno, lo que importa es que ella iba a intentar obtener más información.

El doctor Murray contempló atentamente el rostro de Tommy. Se advertía un aire de paciente fastidio en sus modales.

—¿Qué pensaba ella exactamente?

—Mi mujer cree que la señora Lancaster se halla en peligro, o que le ha sucedido algo desagradable…

El doctor enarcó las cejas.

—¡Oh! Yo apenas me atrevería a pensar…

—Esto es posible que le parezca a usted una estupidez —declaró Tommy—, pero he de notificarle que mi mujer telefoneó ayer, anunciando que estaría de vuelta por la noche… y…, sin embargo, no llegó a su hora.

—¿Puntualizó que volvía, sin lugar a dudas?

—Sí. Mi esposa conocía la fecha de mi regreso, tras la asamblea a que había asistido. En consecuencia, llamó por teléfono a nuestro servidor, Albert, diciéndole que llegaría a tiempo para la cena.

—¿Y no le parece natural el retraso tratándose de ella, verdad?

El doctor Murray contempló ahora a Tommy con algún interés.

—No me parece natural, desde luego. En Tuppence eso es algo completamente desusado. De haberse retrasado o haber alterado sus planes, habría vuelto a telefonear o hubiera cursado un telegrama.

—Y ahora, ella le preocupa, ¿no?

—Sí, desde luego, estoy preocupado.

—¿Ha hablado con la policía?

—No —replicó Tommy—. ¿Y qué me diría la policía? No tengo razones para pensar que pueda hallarse en una situación apurada, en peligro… De haber sufrido un accidente, de encontrarse en un hospital, me hubieran localizado en seguida, ¿no?

—Yo diría que sí, en efecto… Siempre y cuando hubiesen podido identificarla.

—Lleva consigo la licencia de conducción. Y también cartas, amén de algún que otro documento.

El doctor Murray frunció el ceño.

—¿Y bien?

Tommy se explicó:

—Hallándose todo planteado así, aparece usted, con toda esa historió acerca de Sunny Ridge… Personas que fallecen inesperadamente. Supongamos que esa anciana diera por casualidad con algo, que viese cualquier detalle raro, que sospechase de alguien, que comenzase a hablar más de la cuenta… El que lo observara pensaría que tenía que obligarla a guardar silencio por todos los medios a su alcance. Uno de ellos era quitarla de en medio, trasladándola a otro sitio, a un lugar donde no pudiera ser localizada. Tengo la impresión de que aquí hay varios puntos que presentan cierta relación entre sí.

—Es muy raro todo, por supuesto, muy raro… ¿Qué se propone hacer ahora?

—Voy a realizar por mi parte algunas investigaciones también… Probaré suerte con esos abogados, primeramente. Puede ser que no merezcan ninguna consideración, pero prefiero echarles un vistazo personalmente, obteniendo así mis propias conclusiones.