Capítulo X

Después de la conferencia



—Y bien, Beresford —dijo el comandante general sir Josiah Penn, K. M., C. B., D. S. O.,[3] expresándose con el aplomo que correspondía al impresionante aluvión de siglas que acompañaba a su nombre—, ¿qué le ha parecido todo esto?

Tommy dedujo de las palabras del «Viejo Josué», como aquel hombre era irreverentemente llamado a su espalda, que no se hallaba particularmente impresionado por el resultado de las conferencias en que los dos habían tomado parte.

—Mucho bla, bla, pero nada positivo —concluyó sir Josiah—. Y cuando a alguien se le ocurre decir algo sensato ya se encargan los demás oportunamente de obligarle a guardar silencio. No sé por qué razón acudimos a estas reuniones. Bueno, yo, por lo que a mí respecta sí lo sé. La losa no tiene remedio… De no haber venido aquí, habría tenido que quedarme en casa. ¿Y sabe usted lo que sucede si procedo así? Pues que nadie me deja en paz, Beresford. Me molesta mi asistente, me importuna mi jardinero… Este último es un escocés tan celoso de su misión profesional que ni siquiera me permite que toque mis melocotones. En consecuencia, opto por presentarme aquí y me hago notar pretendiendo ante mi mismo que realizo una útil función al trabajar por la seguridad del país. ¡Bah! ¡Tonterías!

—¿Y usted qué? Usted es un hombre relativamente joven, todavía. ¿Por qué viene usted a perder el tiempo en este lugar? Nadie le hará caso nunca, aunque diga algo que valga la pena…

Tommy se sentía muy divertido. Aunque ya entrado en años, podía considerarse un joven al lado del comandante general sir Josiah Penn. Movió la cabeza tolerante. El general, que había rebasado con mucho los ochenta, andaba mal del oído y se sentía un tanto atormentado por los bronquios, pero no era ningún estúpido.

—No se hubiera podido hacer nada nunca de no haberse personado usted aquí, señor —manifestó Tommy.

—Me gusta pensar como usted —repuso el general—. Soy un mastín sin colmillos, pero todavía soy capaz de ladrar. ¿Qué tal se encuentra la señora Beresford? Hace mucho tiempo que no la veo…

Tommy replicó que Tuppence se hallaba perfectamente y que seguía mostrándose tan activa como siempre.

—Ha sido siempre incansable, en efecto. A mi me hacía pensar a veces en las libélulas. Se aferraba a cualquier idea aparentemente absurda y más tarde nos demostraba a todos que los absurdos éramos nosotros con nuestra manera de razonar —el general hizo un elocuente gesto de aprobación—. No me gustan estas mujeres de mediana edad de hoy en día. Todas tienen su Causa particular, con una C mayúscula. En cuanto a las jóvenes de ahora —el hombre movió la cabeza a un lado y a otro, enojado—. No son las que eran en mis tiempos juveniles. Eran preciosas, entonces. ¡Aquellas faldas de muselina! Y se tocaban con unos sombreros de cloche… ¿Se acuerda usted? No. Usted no puede acordarse de eso, ya que por aquella época se encontraría en el colegio. Había que asomarse por debajo del ala del sombrero para poder contemplar la cara de la chica. Era un delicioso tormento… ¡Y ellas lo sabían! Recuerdo ahora… Veamos… Ella era una parienta suya… Tía suya, ¿no? Sí. Ada. Ada Fanshawe…

—¿Tía Ada?

—Nunca vi una chica más linda que ella.

Tommy hizo un esfuerzo para disimular la sorpresa que tal declaración le produjo. Costaba trabajo creer que tía Ada hubiese sido una «linda chica» en otro tiempo. El «Viejo Josué» deliraba…

—Sí. Linda como una pintura. ¡Auténticamente juvenil, además! ¡Alegre como ella sola! ¡Oh! Me acuerdo de nuestro encuentro. Yo era un subalterno, con destino en la India. Fuimos de excursión a la playa, de noche, a la luz de la Luna… Ella y yo anduvimos de un lado para otro y terminamos por sentarnos sobre una roca, contemplando en silencio el mar.

Tommy contempló el rostro del anciano con gran interés. Escrutó su doble barbilla, su calva cabeza, sus espesas cejas, y su enorme vientre. Luego, pensó en su tía Ada, en su incipiente bigote, en su severa sonrisa, en sus grisáceos cabellos, en sus maliciosas miradas… El tiempo, se dijo, ¡qué destrozos hacía el tiempo! Intentó imaginarse a un apuesto y joven subalterno colocado junto a una chica muy linda, ambos bañados por la luz de la Luna. Fracasó en su empeño.

—Muy romántico todo aquello, sí, señor —comentó sir Josiah Penn con un profundo suspiro—. Muy romántico, en efecto. Me hubiera gustado declararme aquella noche… Pero no era posible. Siendo sólo un subalterno, no era posible. No ganaba lo suficiente para formar un hogar. Hubiéramos tenido que esperar cinco años para poder casarnos. No se puede pedir a una chica que espere tanto tiempo. ¡Ay! Ya sabe usted lo que suele ocurrir en estas circunstancias. Marché a la India y pasaron meses antes de que me concediesen el primer permiso. Nos estuvimos escribiendo. Luego, las cosas se enfriaron, Lo de siempre. Yo no volví a verla más. Y, sin embargo, ya no llegué a olvidarla por completo. Pensé a menudo en ella. Recuerdo, incluso, que volví a escribirle en una ocasión, años más tarde. Me enteré de que vivía cerca del lugar en que yo estaba pasando una temporada, con unos amigos. Pensé en ir a verla, en pedirle permiso para hacerle una visita. Después me dije: «No seas tonto. Probablemente, ya no se parece en nada a la muchacha que conociste».

»Varios años después, alguien se refirió a ella en mi presencia. Le oí decir que no había visto nunca a una mujer más fea… Me costó trabajo dar crédito a tal comentario, pero ahora creo que fui un hombre afortunado al no volver a verla. ¿Qué hace? ¿Vive todavía?

—No. Falleció hace dos o tres semanas —dijo Tommy.

—¿De veras? ¿De veras? Sí, claro… Contaría ya unos setenta y cinco o setenta y seis años de edad. Quizá fuese más vieja…

—Había cumplido los ochenta —aclaró Tommy.

—¡Qué cosas! Ada… La muchacha de los cabellos negros. ¿Dónde falleció? ¿Estaba en algún establecimiento para personas ancianas? ¿Vivía con alguna amiga…? ¿No se casó, verdad?

—No. No llegó a casarse. Estaba en una residencia. Una muy buena, por cierto, llamada Sunny Ridge.

—Sí. He oído hablar de ella. Sunny Ridge. Una mujer conocida de mi hermana estuvo allí. Una tal señora… ¿Cuál era su apellido? ¡Sí! La señora Castairs, ¿llegó usted a conocerla?

—No. No fui muchas veces por el establecimiento. Ya sabe usted lo que pasa… Cuando uno va a esos sitios, se limita a ver a su familiar y nada más.

—Es un asunto espinoso. Generalmente, no se sabe qué decir en esas visitas.

—Tía Ada, por otro lado, era una persona difícil, particularmente difícil —declaró Tommy—. Tenía justa fama de gruñona.

—Es posible —el general dejó oír una risita—. De joven, cuando se encontraba de buen humor, era un verdadero diablillo.

El hombre suspiró.

—Esto de hacerse viejo, es terrible. Una de las amigas de mi hermana, al llegar a cierta edad, solía imaginarse cosas fantásticas, la pobre. Afirmaba haber matado a no sé quién.

—¿Sí? No sería verdad, desde luego…

—Creo que no, francamente. Nadie le dio crédito nunca. Supongo —manifestó el general, considerando detenidamente su idea—, supongo que pudo haber dado muerte a una persona. Si usted se dedicase a decir lo mismo por ahí, despreocupadamente, nadie le creería, ¿verdad? He aquí una reflexión que admite mil divagaciones, querido.

—¿A quién decía ella que había matado?

—Que me aspen si lo sé. ¿A su marido, quizá? No sabemos qué era él, cómo era… Había enviudado ya cuando trabamos relación con esa mujer. Bien —el general tornó a suspirar—. Lamento lo de Ada. No leí su esquela en los periódicos. De haberme enterado de su fallecimiento, le habría enviado un ramo de flores. Unas rosas; por ejemplo. Es lo que las chicas de su tiempo solían llevar sobre sus vestidos. Unas rosas sobre un hombro cuando lucían un vestido de noche. Era muy bonita, sí… Me acuerdo de que Ada tenía un vestido de noche color malva. Un malva azulado… Una vez me regaló una de las rosas con que se adornaba. No eran flores naturales, desde luego. Eran artificiales. La guardé durante mucho tiempo, durante algunos años… Ya sé —añadió sir Josiah—, que todo esto le hará reír a usted, amigo mío. ¿Me equivoco? He de decirle que cuando uno llega a cierta edad, como me pasa a mí, se vuelve sentimental de nuevo, como en los años mozos. Bueno… Hemos conseguido superar el último acto de esta ridícula asamblea, Beresford. Dé muchos recuerdos a la señora Tuppence…

Al día siguiente, en el tren, camino de su casa, Tommy pensó en aquella conversación. Sonriente, trató de imaginarse la pareja que formarían su temible tía y el fino comandante general en sus años juveniles.

—Tengo que contarle a Tuppence esto. Se va a reír a carcajadas —dijo Tommy—. A propósito, ¿qué habrá estado haciendo ella durante mi ausencia?

Su sonrisa se hizo más amplia.

2

El fiel Albert le abrió la puerta, acogiéndolo con una radiante sonrisa de bienvenida.

—Me alegro de verle de nuevo, señor.

—También yo me alegro de volver a encontrarme en casa… —Tommy dejó en el suelo su maletín—. ¿Dónde está la señora Beresford?

—Todavía no ha regresado, señor.

—¿Quiere usted decir que se ausentó?

—Ha estado fuera por espacio de tres o cuatro días. Pero se presentará aquí a la hora de la cena. Ayer telefoneó, comunicándome eso.

—¿Qué ha estado haciendo, Albert?

—No puedo decírselo, señor. Se llevó el coche… Cogió con su cosas unas cuantas guías de ferrocarril. Ignoro dónde puede encontrarse en la actualidad.

—Yo casi lo aseguraría… Lo más probable es que haya perdido el tren de enlace en Little Dither, en el Marsh, ya de regreso. Que Dios bendiga a los ferrocarriles británicos. Telefoneó ayer, me ha dicho… ¿No le hizo saber desde dónde llamaba?

—No, señor.

—¿A qué hora del día ocurrió eso?

—Por la mañana, antes de la comida. Me dijo que todo marchaba bien. Me comunicó que no sabía con exactitud cuándo llegaría a casa, pero que se figuraba que sería antes de la cena, sugiriéndome que comprara un pollo. ¿Le parece a usted bien la idea, señor?

—Sí —respondió Tommy, consultando su reloj—. Mi mujer tendrá que darse prisa ahora, si desea llegar a tiempo y hacerle los honores.

—Yo adelantaré todo lo que pueda —anunció Albert. Tommy sonrió.

—De acuerdo. Bueno, Albert. ¿Todo en orden por su casa?

—Estamos con el sarampión. El médico nos ha dicho que es sólo un amago…

—Esto entra en el capítulo de las cosas normales, Albert.

Tommy subió las escaleras silbando una cancioncilla. Entró en el cuarto de baño y se afeitó. Desde allí se trasladó al dormitorio, echando un vistazo a su alrededor. Tenía esa habitación ahora el aire especial de todas cuando son abandonadas por sus habituales ocupantes. La atmósfera del cuarto era de frialdad; no era nada acogedora. Todo aparecía escrupulosamente ordenado, inmaculadamente limpio. Tommy era presa de una sensación de desaliento profundo, semejante a la de un fiel can frente a la inevitable ausencia del dueño. Mirando a su alrededor, se dijo que todo le daba la impresión de que Tuppence no había pasado jamás por allí. No veía polvos derramados, ni libros abiertos y colocados con el lomo hacia arriba, sobre las butacas.

—Señor… —Albert acababa de plantarse en el umbral de la habitación.

—¿Qué ocurre?

—Me tiene preocupado el pollo.

—¡Maldito animal! —exclamó Tommy—. Al parecer, le ha puesto en tensión los nervios.

—Es que yo preparé las cosas de modo que la cena no fuese servida más allá de las ocho…

—Es un propósito muy lógico. Yo habría hecho lo mismo —manifestó Tommy, mirando otra vez su reloj de pulsera—. ¡Dios mío! ¡Pero si son ya las nueve menos veinticinco minutos!

—Sí, señor, En cuanto al pollo…

—¡Oh! Saque usted al pobre animal del horno. Le haremos los honores entre los dos. ¡Vaya con Tuppence! Conque iba a volver antes de la cena, ¿eh?

—Desde luego, hay gente que tiene la costumbre de cenar muy tarde —manifestó Albert—. En uno de mis viajes, estuve en España. Jamás conseguimos cenar antes de las diez de la noche. ¿Querrá usted creerlo? Las diez de la noche, nada menos.

Tommy se quedó pensativo.

—¿Y no tiene usted la menor idea, Albert, acerca del paradero real de mi esposa? ¿No sabe en qué sitios ha estado estos días?

—No, señor. Supongo que habrá estado haciendo indagaciones, viéndose obligada, por tanto, a ir de un sitio para otro. Su primer pensamiento fue utilizar el tren, hasta donde pudiera este llevarla. Se pasó varias horas consultando sus guías…

—Bueno. Cada uno tiene sus métodos propios a la hora de divertirse. A Tuppence parece irle bien el tren, ¿dónde se encontrará en estos momentos? ¿En la sala de espera de señoras de Little Dither, en el Marsh? Es posible…

—¿Sabía la señora que usted regresaba hoy? —inquirió Albert—: Ya verá cómo se las arregla para llegar a tiempo. Seguro.

Tommy notó que se le estaba ofreciendo una leal alianza. Él y la conducta de Tuppence, quien en el curso de sus coqueteos con los ferrocarriles británicos se olvidaba de volver al hogar a tiempo, para dispensar al esposo una oportuna bienvenida probable Albert desapareció con objeto de impedir la cremación del pollo en el horno.

Tommy, que había estado a punto de echar a andar detrás de su servidor, se detuvo, fijando la vista en la repisa de la chimenea. Se Acercó al lienzo, avanzando lentamente y contempló con atención el mismo. Resultaba muy curiosa aquella seguridad con que Tuppence afirmara que había visto la casa del cuadro antes. Tommy, por el contrario, estaba convencido de no haberla visto nunca con anterioridad. De todos modos, se trataba de una casa más. Debían de existir por el país muchísimas como la que tenía frente a él.

Contempló el lienzo desde distintos puntos de la habitación, terminando por descolgarlo para acercarlo a una de las lámparas. Era una vivienda aquella que sugería ideas de paz, de tranquilidad. El cuadro estaba firmado. El nombre empezaba con una B. No le fue posible, sin embargo, leerlo. Bosworth… Bouchier, quizá… Cogió una lupa para verlo mejor. Un alegre tintineo de cascabeles llegó a oídos de Tommy, procedente del vestíbulo. Albert había estimado en su justo valor a Grindelwald. Era una especie de virtuoso de tales instrumentos. La cena estaba servida. Tommy se trasladó al comedor. Le parecía raro que Tuppence no hubiese regresado todavía por entonces. Podía ser que hubiese tenido algún pinchazo… Bien. ¿Por qué no había telefoneado, notificándoles su retraso?

—Ya podía pensar que a estas horas es natural que me sienta preocupado —dijo Tommy.

Claro que Tuppence no le había inspirado jamás ninguna inquietud. A Tuppence no le pasaba nada nunca. Albert provocó en él algunas vacilaciones.

—Ojalá no haya tenido ningún accidente —observó al tiempo que presentaba a Tommy un plato de verdura, mientras movía la cabeza sombríamente.

—Llévese esto, Albert. Sabe muy bien que odio las verduras —manifestó Tommy—. ¿Por qué había de sufrir un accidente? No son más que las nueve y media en estos momentos.

—La carretera ofrece hoy peligros constantes —señaló Albert—. Cualquiera puede sufrir un accidente, señor. Sonó el timbre del teléfono.

—Aquí está la señora —declaró Albert.

Colocando apresuradamente el plato de verdura en el aparador, salió precipitadamente del comedor. Tommy se levantó, dejando a un lado su trozo de pollo y siguiendo a Albert.

—Yo atenderé la llamada —dijo en el momento en que el criado empezó a hablar.

—Sí, señor. El señor Beresford está en casa. Aquí lo tiene… —Albert se volvió hacia Tommy—. El doctor Murray… Es para usted.

—¿El doctor Murray?

Tommy se quedó pensativo unos segundos. El apellido le era vagamente familiar, pero de momento no acertó a recordar la identidad de su comunicante. Si Tuppence había sufrido algún accidente… Inmediatamente, con un suspiro de alivio, recordó que el doctor Murray era el médico que atendía a las ancianas internas de Sunny Ridge. Tendría que hablarle, seguramente, de algo relacionado con el funeral de tía Ada. Auténtico hijo de su tiempo, Tommy se dijo que habría por en medio algunas formalidades que cubrir, además, en las cuales no había caído. Quizás algún documento que firmar…

—Diga, diga… Aquí Beresford.

—¡Oh! Me alegro de poder comunicar con usted. Espero que se acordará de mí. Atendí a su tía, a la señorita Fanshawe.

—Sí, naturalmente que me acuerdo. ¿En qué puedo servirle?

—La verdad es que quería charlar con usted un rato cuando haya ocasión para ello. ¿No podríamos ponernos de acuerdo para vernos cualquier día, en la ciudad?

—Sí, naturalmente. Esto no es difícil. Pero… Bueno, ¿es algo que no puede decirme por teléfono?

—Prefiero no decírselo por este medio. La cosa no corre prisa. No pretenderé tal cosa, pero… Mire: lo ideal sería que pudiera hablar extensamente con usted.

—¿Ha ocurrido algo desagradable?

Nada más pronunciar estas palabras, Tommy se preguntó por qué tenía que haber sucedido algo desagradable.

—No, no, Es posible que yo esté haciendo una montaña de una cuestión de poca importancia. Desde luego, es lo más probable… Es que… verá… En Sunny Ridge se han dado algunas cosas extrañas, que merecen ser analizadas.

—¿Es algo que tiene que ver con la señora Lancaster? —inquirió Tommy.

—¿La señora Lancaster? —el doctor Murray pareció sorprendido—. ¡Oh, no! Ella se marchó hace tiempo de aquí. Efectivamente…, antes de que su tía falleciera. Es algo que no tiene que ver nada con eso.

—Yo he estado ausente… No he hecho más que regresar. ¿Quiere que le telefonee mañana por la mañana? Entonces podríamos ponernos de acuerdo…

—Conforme. Le daré mi número de teléfono. Estaré en mi consultorio hasta las diez.

—¿Malas noticias? —inquirió Albert al regresar Tommy al comedor.

—Por favor, Albert, no me hable en ese tono —contestó Tommy, irritado—. No, desde luego, hasta este momento, no hay malas noticias.

—Pensé que tal vez la señora…

—La señora se encuentra perfectamente. Siempre ha sido así. Lo más seguro es que se haya dedicado a seguir una de esas extrañas pistas con que ha dado más de una vez. Usted ya la conoce… ¿Por qué hemos de estar preocupados? Llévese este pollo. Ha estado en el horno demasiado tiempo y no hay quien se le coma ahora. Tráigame un poco de café. Seguidamente, me acostaré.

—Mañana traerá el cartero alguna carta, cualquier comunicación que por una causa u otra no haya sido entregada a su debido tiempo. Ya sabe cómo está el servicio de correos en al actualidad… Tendremos algún cable… Eso si no telefonea.

Pero al día siguiente no llegó ninguna carta a la casa, ni hubo ninguna llamada telefónica, ni ningún cable… Albert observó de reojo a Tommy, abriendo la boca en varias ocasiones, como si se hubiera dispuesto a decir algo, optando por guardar silencio, sabedor de que sus lúgubres predicciones no serían bien acogidas.

Finalmente, Tommy se compadeció de él. Acabó con su última tostada, se bebió una taza de café y dijo:

—De acuerdo, Albert. Seré yo quien haga las preguntas: ¿Dónde para? ¿Qué le ha sucedido? ¿Qué vamos a hacer a continuación para localizarla?

—¿Recurriremos a la policía, señor?

—No sé. Vamos a ver…

Tommy hizo una pausa.

—En el caso de que haya sufrido un accidente…

—Lleva encima su licencia de conducir, aparte de otros documentos que pueden servir para identificarla fácilmente… Los hospitales se dan prisa a la hora de dar cuenta de estos sucesos… Se ponen en contacto con los familiares de las… de las víctimas. No quiero precipitarme tampoco. Es posible que ella esté rezando porque no haga ninguna tontería. ¿No tienes ninguna idea, ninguna, Albert, acerca de que pudiera ser para nosotros un dato revelador? ¿No citó ningún nombre?

Albert movió varias veces la cabeza, denegando.

—¿Cuál era su estado de ánimo? ¿Se sentía contenta, agitada, preocupada, abatida?

Albert no vaciló al responder:

—Yo la vi contentísima, radiante de satisfacción.

—Igual que un sabueso cuando se lanza tras un rastro —terminó Tommy.

—Cierto, señor. Usted sabe muy bien cómo se pone la señora cuando…

—Cuando persigue algo concretamente… Ya. Yo me pregunto ahora…

Tommy guardó silencio, quedándose pensativo.

Algo había surgido. Y Tuppence se había arrojado sobre el rastro, como diera a entender a Albert. Había telefoneado más tarde para anunciar su regreso. ¿Por qué no se hallaba de vuelta, entonces? «En este momento, a lo mejor —pensó Tommy—, está sentada tranquilamente en Dios sabe dónde, contando mentiras a quienes la escuchan, hallándose entregada a su tarea con tanta atención que no se acuerda de nadie».

En el caso de que anduviese detrás de una pista definida, se sentiría terriblemente enojada si él, Tommy, recurría a la policía, alegando que su esposa había desaparecido… Ya estaba oyendo los comentarios de Tuppence: «¿Cómo pudo ocurrírsete tal cosa, hombre? Sé cuidar de mí perfectamente. Dados los años que llevamos juntos, debieras saberlo, ¿no?». (Pero…, ¿sabía cuidar de sí misma, realmente?).

Nadie podía predecir a dónde era capaz de llegar Tuppence arrastrada por su imaginación.

¿Había un peligro cierto? Hasta aquellos momentos no había habido ningún indicio de riesgo en este punto… Fuera, claro está, de la imaginación de Tuppence.

Si recurría a la policía, manifestando que su esposa no había regresado a su casa, pese a haber anunciado su vuelta… Bueno. Podía dar motivo con ello, incluso a una situación cómica. ¿Y si los agentes se permitían unas sonrisitas impertinentes, preguntándole, aunque fuese con tacto, qué clase de amistades masculinas cultivaba su mujer?

—Yo me encargaré de localizarla —declaró Tommy—. Tiene que estar en alguna parte… No sé si en el norte o en el sur, en el este o en el oeste… No tengo la más leve idea. Por supuesto, Tuppence incurrió en una solemne tontería al no señalar su paradero cuando llamó por teléfono.

—Quizá la hayan secuestrado los miembros de alguna pandilla de delincuentes…

—¡Albert, por Dios!

—¿Qué va usted a hacer, señor?

—Me voy a trasladar a Londres —anunció Tommy, echando un vistazo al reloj de pared—. Primeramente, comeré en mi club con el doctor Murray, que me telefoneó anoche, quien tiene que comunicarme algo referente a los asuntos de mi difunta tía… Tal vez me facilite alguna orientación útil… Después de todo, este asunto se inició en Sunny Ridge. Voy a llevarme el cuadro colgado encima de la repisa de la chimenea, en mi dormitorio…

—¿Va usted a presentarse con él en Scotland Yard?

—No, Albert —repuso Tommy—, voy a ir con él a Bond Street.