Después de abandonar la casa del canal, Tuppence enfiló el coche por la estrecha y serpenteante carretera que, según le habían dicho, conducía al poblado Sutton Chancellor. Era aquella una solitaria vía de comunicación. Desde la misma no se divisaba casas y sí únicamente puertas de cercados en las que empezaban caminos cenagosos que acababan perdiéndose entre la vegetación. Resultaba también poco frecuentada, por lo que vio: sólo un tractor y un camión con gran anuncio. El capitel de la iglesia, que viera a distancia, parecía haberse perdido definitivamente. Surgió ante ella de pronto más tarde y como a su alcance, al salir de una pronunciada curva que abrazaba un grupo de árboles. Tuppence consultó entonces el cuentakilómetros. Desde la casa del canal allí había la distancia que le anunciaron: poco más de tres kilómetros.
Vio una antigua y bonita iglesia, junto a cuya puerta había un solitario tejo. El edificio dominaba un cementerio de medianas dimensiones.
Tuppence se apeó, inspeccionando el recinto y la iglesia desde la entrada exterior, por unos momentos. Luego, se acercó a la entrada del edificio, adornada con su característico arco normando. No estaba cerrada con llave y franqueó el umbral.
El interior carecía de atractivos. Indudablemente, aquella iglesia contaba ya muchos años, pero había pasado por una seria reforma y limpieza en la época victoriana. Sus bancos de pino y sus cristales, en detonantes colores, rojo y azul principalmente, habían acabado con su primitivo encanto.
Alrededor del púlpito vio a una mujer que arreglaba unos jarrones de flores, de bronce. Había terminado de ordenar el altar. Acogió a Tuppence con una inquisitiva mirada. Tuppence se deslizó por uno de los pasillos laterales, fijándose en las placas de mármol de los muros. Una familia apellidada Warrender había estado abundantemente representada en la población, a juzgar por las inscripciones. Se referían las placas a su capitán Warrender, a un comandante Warrender, a Sara Elizabeth Warrender, esposa amada de George Warrender… Cierta placa recordaba la muerte de Julia Starke, esposa de Philip Starke, también de Sutton Chancellor. Al parecer, pues, los Warrender se habían desvanecido posteriormente. Ninguna de las inscripciones era particularmente sugestiva o interesante. Tuppence salió de la iglesia. Le atraía más el exterior que el interior del edificio. Familiarizada con la arquitectura eclesiástica, clasificó mentalmente la construcción. No era de su agrado, ciertamente, el período histórico a que pertenecía.
Se figuró, por cuanto estaba contemplando, que Sutton Chancellor había sido tiempo atrás un centro importante de la vida rural. Echó a andar en dirección al poblado, descubriendo una tienda, una estafeta de correos y una docena de casas pequeñas. Carecían de notas sobresalientes en su mayoría. Al final de la calle principal había media docena de viviendas más, de diferente estilo. Paseó la mirada, curiosa, por la placa de latón, en la que leyó: «Arthur Thomas, deshollinador».
Tuppence se preguntó si habría por allí algunos agentes de la propiedad inmobiliaria con suficiente sentido de su responsabilidad para contratar los servicios de aquel hombre. Se dijo que había sido una estúpida al no preguntar al matrimonio Perry el nombre de la casa.
Regresó a la iglesia, estudiando el cementerio con más atención. Había unas cuantas tumbas nuevas en él. La mayor parte de las lápidas correspondían a la época victoriana y otras anteriores. Los abundantes musgos les daban una pátina de vejez elocuente. Las piedras antiguas eran atractivas. Había empinadas láminas, con querubines en la parte alta, rodeadas de coronas. Empezó a leer mecánicamente las inscripciones. Otra vez los Warrender. Mary Warrender, de 47 años… Alice Warrender, de 33… El coronel John Warrender, muerto en Afganistán… Varios niños con el apellido Warrender, cuyas muertes habían sido muy sentidas, según se veía por los versos labrados, cuajados de piadosas esperanzas. Tuppence se preguntó si quedaría todavía en el poblado algún representante de aquella familia. Sus muertos habían dejado de ser enterrados allí, evidentemente. No pudo encontrar ninguna tumba que datara de más allá de 1843. Al rodear el gran tejo, Tuppence tropezó con un anciano sacerdote que estaba agachado sobre una fila de viejas tumbas colocadas en la proximidad de un muro, detrás de la iglesia. El hombre se incorporó, mirando a Tuppence.
—Buenas tardes —dijo cortésmente.
—Buenas tardes —respondió Tuppence, que se apresuró a añadir—: He estado viendo la iglesia.
—Fue arruinada por la renovación victoriana —informó el sacerdote.
La voz y la sonrisa de aquel hombre eran muy agradables. Daba la impresión de contar unos setenta años de edad. Sin embargo, Tuppence le juzgó más joven. Sus piernas no parecían muy firmes. El reuma, seguramente, había hecho estragos en él.
—En la época victoriana había demasiado dinero —declaró, entristecido—. Había también excesivos forjadores de hierro. Eran individuos piadosos, pero desgraciadamente, no tenían el menor instinto artístico. Carecían de gusto. ¿Vio usted la ventana oriental?
Un escalofrío parecía sacudir el cuerpo del sacerdote.
—Sí —replicó Tuppence—. Es espantosa.
—No podíamos estar más de acuerdo —el sacerdote añadió, innecesariamente—: Soy párroco de esta iglesia.
—Me lo figuré en seguida. ¿Lleva usted aquí muchos años?
—Diez, aproximadamente. Y estoy a gusto aquí. La gente es buena. He sido muy feliz en este lugar. Es verdad que a mis feligreses no les agradan mucho mis sermones, pero… —se acentuó la expresión de tristeza en el rostro del sacerdote—, hago lo que puedo por perfeccionarme, aunque, desde luego, no pretendo ser muy moderno. ¿Por qué no se sienta? —añadió el hombre, señalando a Tuppence una lápida próxima.
Tuppence tomó asiento en ella y el sacerdote hizo lo mismo, dejándose caer sobre la de enfrente.
—No me es posible hacerle compañía mucho rato —dijo en tono dé excusa—. ¿En qué puedo servirle? ¿Pasaba usted por aquí casualmente?
—Pues…, sí. Quise echar un vistazo a la iglesia. La verdad es que anduve perdida con mi coche por estos enrevesados caminos.
—Por supuesto, es difícil orientarse aquí. Hay muchos postes indicadores rotos y el ayuntamiento no se ocupa de su reparación con la debida diligencia. Pero, en fin, creo que tampoco esto tiene una excesiva importancia. Estas carreteras son poco usadas. Todo el mundo prefiere ahora las autopistas, más directas, que permiten desarrollar grandes velocidades. Ruido, velocidad y una conducción temeraria… La gente, en general, se decide por eso, con todos sus graves inconvenientes. Bueno, no me haga mucho caso, señora. Soy un viejo. A veces ni siquiera sé qué hago aquí…
—He observado que estaba usted examinando algunas de las tumbas de esta parte —declaro Tuppence—. ¿Qué pasa? ¿Se ha producido algún acto de vandalismo? ¿Han hecho algún destrozo los chicos que puedan haber entrado en este lugar?
—No. No me sorprende, sin embargo, su pregunta. Hoy día sólo se habla de cabinas telefónicas rotas, buzones incendiados y demás salvajadas atribuidas a los jóvenes, cometidas, en verdad, casi siempre por ellos. ¡Pobres criaturas! Es una pena que solamente encuentren divertidas las empresas destructoras. Es triste, muy triste, ¿eh? Pues no, señora, no ha habido ningún acto vandálico. Los chicos de nuestra población son magníficos. No han echado a andar todavía por esos peligrosos vericuetos… Yo andaba buscando la tumba de una criatura.
Tuppence se movió, nerviosa.
—¿La tumba de una criatura? —inquirió.
—Sí. Me han escrito… Me ha preguntado un hombre, el comandante Waters, si es posible que haya sido enterrado aquí un niño de ese apellido. He mirado en el registro de la parroquia, por supuesto, pero allí no he encontrado nada. Decidí venir por aquí y echar un vistazo a esas lápidas, previendo que se produjera en su vida algún error, un cambio de nombre…
—¿Cuál era el nombre del niño? —preguntó Tuppence.
—Lo ignoraba. ¡Ahí! Y se trataba de una niña concretamente, que, posiblemente, no es seguro, llevaba el nombre de su madre: Julia.
—¿De qué edad?
—También en lo tocante a este detalle fue vago… Es muy incierto todo. Yo me figuro que ese hombre se ha equivocado de población. Yo no recuerdo que haya vivido aquí ningún Waters. Ni siquiera he oído hablar de esta familia.
—¿Y qué me dice usted de los Warrender? —dijo Tuppence acordándose de las inscripciones de la iglesia—. Este apellido figura en muchas placas de mármol del templo y también en numerosas lápidas en este cementerio.
—¡Oh! Esa familia desapareció. Poseían los Warrender una hermosa finca, que databa del año cuatrocientos. Fue pasto de un incendio hace casi un centenar de años… Suponga que si por entonces quedó en la población algún Warrender, este se fue para no regresar jamás. En el mismo sitio se levantó otra casa, propiedad de un hombre acaudalado llamado Starke. La casa es fea, pero muy cómoda, según dicen. Cómoda, sobre todo. Varios cuartos de baño y todo lo demás, ¿sabe usted? Me imagino que tales detalles son de la máxima importancia.
—Parece raro que surja alguien que se dedica a escribir preguntando por la tumba de una criatura —apuntó Tuppence—. Ese alguien…, ¿es un pariente?
—El padre… —contestó el sacerdote—. Me imagino que se trata de una de esas tragedias propias de la guerra. Un matrimonio que se rompe hallándose el esposo lejos, movilizado… La joven esposa que huye con otro hombre… Y luego está el hijo, el hijo que él jamás conoció. O la hija, en este caso. Que será mayor, supongo, si es que vive. Tendrá veinte años. O más.
—¿No ha transcurrido demasiado tiempo para ponerse a buscarla ahora?
—Es probable que se haya enterado de la existencia de esa hija recientemente. Por lo visto, la información llegó a él por casualidad. Es una curiosa historia.
—¿Qué es lo que le llevo a pensar que la hija podía estar enterrada aquí?
—Alguien que había tropezado con su esposa durante la guerra, según tengo entendido, le dijo que aquella había estado viviendo en Sutton Chancellor. Se dan estos casos, sí… Usted, de pronto si ve a alguien, un, amigo o un conocido con el que no ha tenido relación durante años… Se entera así de cosas que de otro modo no habría sabido. Pero lo que sí es indudable es que ella no habita aquí ahora. Desde mi llegada no he sabido de ninguna persona de ese apellido que haya vivido en este pueblo. Ni siquiera en los alrededores, por lo que a mí se me alcanza. Claro que la madre pudo haber usado otro apellido. Sin embargo, tengo entendido que el padre ha requerido los servicios de unos abogados y de varios detectives privados, por lo que me inclino a pensar que al final averiguará algo en concreto. Todo es cuestión de tiempo…
—¿Pensaba usted en su pobre criatura? —murmuró Tuppence.
—¿Cómo dice, amiga mía?
—¡Oh! Nada, no es nada… —replicó Tuppence—. Cierta persona me preguntó el otro día: «¿Pensaba usted en su pobre criatura?». Es una pregunta que, de buenas a primeras, sobresalta. Ahora bien, creo que la pobre anciana que dijo eso no se daba cuenta siquiera del significado de sus palabras.
—Ya, ya, Me pasa a mí lo mismo a menudo. Digo algunas cosas por decirlas, sin darme cuenta apenas de ello… Es irritante.
—Usted estará al corriente hoy de todas las cosas de la gente de por aquí, ¿eh?
—Yo creo que sí. ¿Desea saber algo especial acaso?
—¿Ha vivido en el pueblo alguna vez una señora apellidada Lancaster?
—¿Lancaster? No recuerdo este apellido.
—Hay una casa, por otro lado… Verá usted. Viajaba hoy un poco sin rumbo… Me daba igual ir a parar a un sitio que a otro… Estuve avanzando por unos caminos de segundo o tercer orden…
—Ya sé. Estos caminos son verdaderamente pintorescos. Y se encuentran en sus bordes plantas raras. Y flores. Nadie se ocupa de ellas aquí. Esta región no se ha visto favorecida por el movimiento turístico. Yo mismo he dado con ejemplares muy curiosos. Por ejemplo…
—Junto al canal hay una casa —dijo Tuppence, deseosa de evitar que su interlocutor se explayara con el tema de la botánica—. Queda cerca de un pequeño puente. Está a unos tres kilómetros de aquí. ¿Cómo se llama ese edificio?
—Veamos. El canal… El puente… Hay varias casas en tales condiciones… Usted debe referirse a Merricot Farm.
—No era una granja, ¿eh?, la que yo vi.
—¡Ah! Usted se refiere a la casa de Perry, aquella en que habita Amos Perry con su esposa.
—Cierto. Tal es el apellido del matrimonio.
—Ella es una mujer que sorprende la primera vez que se la ve. Siempre he pensado que es una persona muy interesante. Sumamente interesante. Yo diría que tiene un rostro medieval. En la obra de teatro que estamos ensayando en la actualidad desempeñará el papel de bruja. Tendrá por marco la escuela, ¿sabe usted? La señora Perry parece una bruja, ¿verdad?
—Sí —contestó Tuppence—. A mí me ha parecido una bruja simpática, amable.
Usted lo ha dicho: es simpática, amable, desde luego. Él, en cambio…
—¿Qué?
—¡Pobre Amos! No anda muy bien de la cabeza. Pero es inofensivo…
Forman una pareja muy agradable. Me invitaron a tomar el té en seguida —explicó Tuppence—. Pero lo que yo quería saber era el nombre de la casa. No me acordé de preguntárselo. La casa está dividida y ellos ocupan una de las dos partes de que consta.
—Sí, sí. Es lo que era la porción posterior de la finca. Creo que esta se llama «Waterside». Su nombre antiguo, no obstante, me parece que fue «Watermead».
—¿A quién pertenece la porción anterior de la casa?
—La casa entera perteneció originalmente a los Bradley. Hace de eso muchos años ya. Treinta o cuarenta, por lo menos… El edificio fue vendido luego. Y más tarde pasó a otras manos… Estuvo vacío durante mucho tiempo. Cuando yo llegué a este poblado estaba siendo usada como refugio de fin de semana, por una actriz, creo recordar, la señorita Margrave. No es que se presentara por el lugar con mucha frecuencia. De cuando en cuando… Nunca trabé relación con ella. Nunca hizo acto de presencia en la iglesia. La vi de lejos en algunas ocasiones. Era una hermosa mujer. Era muy hermosa, en efecto.
—¿A quién pertenece la finca actualmente? —insistió Tuppence.
—No tengo la menor idea. Es posible que siga siendo suya todavía. Los Perry ocupan su parte en alquiler.
—Reconocí el edificio en cuestión en seguida debido a que poseo un cuadro en el que figura el mismo, ¿sabe usted? —informó Tuppence.
—¿De veras? Ese lienzo tiene que haber salido de las manos de Boscombe o Boscobel, no recuerdo ahora del todo su nombre… Es un apellido por el estilo. Era un pintor de Cornualles, de regular fama. Se me antoja que murió ya. Venía por aquí bastante a menudo. Sacaba bosquejos de lo que veía por la región. Pintó óleos en Sutton Chancellor. Tenemos algunos paisajes atractivos.
—Este cuadro que digo —añadió Tuppence—, fue regalado a una tía mía que falleció hace un mes. Tenía muchos años, la pobre. Se lo dio la señora Lancaster. Por eso le he preguntado antes si le era familiar este apellido.
El párroco movió la cabeza a un lado y a otro.
—¿Lancaster? ¿Lancaster? No. No se me viene a la memoria este apellido. No me dice nada. ¡Ah! Pero aquí tenemos a la persona que podría informarle. Estoy pensando en la señorita Bligh. Es una mujer muy activa la señorita Bligh. Está al punto en todo lo concerniente a la parroquia. Lo dirige todo. Está a la cabeza de los regentes del Instituto de la Mujer, de la organización local de «boyscouts», etcétera. Lo abarca todo. Pregúntele a ella. Es tremendamente activa.
El párroco suspiró. Las denodadas actividades de la señorita Bligh parecían preocuparle.
—En el poblado es conocida por el nombre como estribillo de sus canciones: Nellie Bligh, Nellie Bligh… No es su verdadero nombre. Ella se llama algo así como Gertrude o Geraldine.
La señorita Bligh, que era una mujer que Tuppence viera en la iglesia, se acercaba a ellos, a buen paso, llevando todavía en sus manos un recipiente con agua. Estudió a Tuppence con curiosidad al aproximarse, iniciando una conversación nada más llegar.
—Ya he dado fin a mi trabajo —explicó muy contenta—. Tuve que apretar un poco, hoy. ¡Oh, sí! Usted sabe que yo siempre me ocupo de las cosas de la iglesia por la mañana. Pero es que, hoy tuvimos una reunión urgente en la parroquia y no quiera usted figurarse el tiempo que se llevó. Muchas discusiones, en su mayor parte inútiles… Yo creo que hay gente que pone «pegas» a todo, por el simple gusto de estar en la oposición. La señora Partington se mostró particularmente irritante. Quería que todo fuese sometido a discusión, sosteniendo que debíamos dirigirnos a más firmas comerciales en solicitud de precios. Lo que se va a hacer importa tan poco dinero que no vale la pena gastar de más unos chelines. Bueno, este es mi punto de vista. Además, siempre se ha podido confiar en Burkenheads. Creo que no debiera usted estar sentado encima de esa lápida, padre.
—¿Le parece irreverente, quizá? —inquirió el sacerdote.
—¡Oh, no! No he querido decir eso, por supuesto. Me refería a la piedra en sí exclusivamente. Pensaba en que su humedad pasará a su cuerpo y que no le ayudará a mejorar de su reumatismo…
La señorita Bligh miró de soslayo a Tuppence.
—Permítame que les presente —dijo el párroco—. La señora… la señora…
—Beresford —manifestó Tuppence.
—¡Ah, sí! —exclamó la señorita Bligh—. La vi en la iglesia hace unos minutos, durante su visita. Me hubiera gustado hablarle, atraer su atención sobre diversos puntos del templo muy interesantes. Pero ¡como llevaba tanta prisa para terminar mi tarea..!
—En todo caso, lo que yo hubiera debido haber hecho fue echarle una mano —manifestó Tuppence con el más dulce de sus registros de voz—. Sin embargo, creo que mis servicios no le habrían sido de mucha utilidad. Ya me di cuenta de que no necesitaba consultar a nadie para poner las flores en sus sitios respectivos.
—Es usted muy amable al decirme eso, pero también muy cierto lo que acaba de expresar. Ya son 91 los años que hace que me ocupo de preparar las flores para la iglesia. Los alumnos del colegio central de aquí y otros cuidan de las macetas correspondientes. Suelen coger flores silvestres, además, durante las jornadas festivas. Yo he dictado unas cuantas normas a este efecto, pero la señora Peke ya sabe usted cómo es, padre. No se atiene a ninguna ordenanza. Es muy especial. Sostiene que esa costumbre anula toda iniciativa. ¿Va usted a hospedarse aquí? —preguntó la señorita Bligh a Tuppence.
—Me dirigía a Market Basin. Tal vez pueda usted recomendarme algún hotel adecuado donde hospedarme allí.
—Market Basin le va a producir una desilusión. Es, sencillamente, un mercado de esta región. «El Dragón Azul» es un hotel de segunda categoría, si bien esta clasificación oficial por categoría de tales establecimientos suele dar a entender muy poco. Me inclino a pensar que «El Cordero» le gustará más. Es más tranquilo, ¿comprende? ¿Va usted a estar hospedada allí mucho tiempo?
—¡Oh, no! Sólo uno o dos días, mientras curioseo por allí.
—Poco hay que ver en ese pueblo. No encontrará antigüedades de interés, ni cosa que se le parezca. Este es un distrito eminentemente rural. Todo lo que tiene se basa en la agricultura —declaró el sacerdote—. Ahora bien, aquí se respira tranquilidad, mucha tranquilidad. Y, como ya le expliqué, la flor silvestre es lo que más le agradará…
—Tengo presentes sus manifestaciones en tal aspecto y me dedicaré a recoger los ejemplares más curiosos una vez haya llevado a cabo las gestiones necesarias para la adquisición de una casa.
—¿Es que piensa usted venirse a vivir por aquí? —inquirió la señorita Bligh.
—Verá usted… Mi esposo y yo todavía no hemos decidido nada concretamente sobre el particular —explicó Tuppence—. No llevamos prisa. A él le faltan dieciocho meses todavía para retirarse. No está de más, sin embargo, que vayamos pensando en ese paso. De momento, lo que yo quiero es quedarme en un sitio u otro de los elegidos en principio, haciéndome con listas de las pequeñas propiedades que se hallen a la venta. Resulta cansado ponerse en camino cada vez que surja algo que merezca la pena verse… Tenga en cuenta que vivimos en Londres…
—Habrá venido usted en su coche, ¿no?
—Sí —dijo Tuppence—. Mañana por la mañana visitaré a uno de los agentes que residen en Market Basin, Aquí, en esta población, no hay donde hospedarse, ¿verdad?
—Está la casa de la señora Copleigh, quien alquila habitaciones en verano. Es una mujer muy limpia. No se le puede oponer ningún reparo en este sentido. Solamente le proporcionará casa y desayuno. No sé si también la cena, a veces. Pero no creo que tome huéspedes antes de los meses de julio y agosto…
—Quizá fuera lo mejor ir a verla. Así me enteraría de sus condiciones —declaró Tuppence.
—Es una mujer que vale mucho —informó el sacerdote—. El único reparo que se le puede poner es que habla demasiado. Su lengua no descansa.
—En las poblaciones pequeñas, ya se sabe… —dijo la señorita Bligh—. Todo son habladurías. Voy a ayudarla en lo que esté en mi mano, señora Beresford. La llevaré a casa de la señora Copleigh y ya veremos lo que pasa.
—Es usted muy amable.
—Pues entonces, nos vamos —dijo la señorita Bligh con viveza—. Adiós, padre. ¿Sigue usted con sus investigaciones? Es una tarea bien triste la que, ha emprendido y, probablemente, no conseguirá obtener ningún resultado positivo. Continúo pensando que la petición carece de sentido.
Tuppence se despidió también del sacerdote, ofreciéndose para lo que necesitara de ella.
—No me costaría trabajo dedicar una o dos horas al examen de algunas tumbas. Disfruto de una vista excelente para mi edad. Usted lo que busca, esencialmente, es el apellido Waters, ¿no?
—En realidad, no, no es eso —contestó el anciano—. La edad es lo que más me importa. Ha de ser una criatura de unos siete años de edad. Una niña. El comandante Waters piensa que su esposa pudo haberle cambiado el nombre, siendo la chica conocida, probablemente, por la adopción. La cosa es difícil, ya que se desconoce por completo este.
—Un imposible, por lo que veo —insistió la señorita Bligh.
—Usted, padre, debiera haber formulado cualquier excusa para eludir esa misión. No hay derecho.
—El pobre hombre parece estar muy afectado por este asunto —alegó el sacerdote—. Es una triste historia. Bueno, no debo entretenerlas más.
Tuppence se dijo que cualquiera que fuese la reputación de la señora Copleigh como persona habladora, apenas podría mejorar la marca (por así decirlo) de la señorita Bligh. Una serie de frases como sentencias salieron rápidamente de sus labios, siendo expresadas en un tono dictatorial.
La casa de la señora Copliegh, espaciosa, agradable, se hallaba situada al final de la calle principal del pueblo. Tenía un jardín muy cuidado. La puerta, escrupulosamente pintada de blanco, contaba con un picaporte de latón, muy brillante. A Tuppence le pareció la señora Copleigh un personaje extraído de una obra de Dickens. Era muy menuda y gruesa. Tan redonda era que hubiera podido ser llevada de un sitio para otro rodando como una pelota. Tenía unos ojos muy brillantes, que parpadeaban constantemente; rubios cabellos en forma de rizos y una energía que saltaba a primera vista. Vaciló un poco antes de empezar a hablar…
—No, señora, habitualmente no acepto huéspedes. Lo del verano es algo muy diferente. Todo el mundo los acepta en tal época del año, si se presenta la ocasión. En julio es el momento para estas cosas. Sin embargo, si se trata tan sólo de unos días y a la señora no le importa que ande todo dentro de la casa un poco manga por hombro…
Tuppence contestó que esto último le tenía sin cuidado. La señora Copleigh, habiéndole inspeccionado atentamente, sin cesar de hablar un instante, la invitó a subir al piso para inspeccionar la habitación. Podía ser que no le gustara… Luego, ya habría ocasión de concertar las condiciones.
La señorita Bligh optó en seguida por marcharse. Estaba algo pesarosa, por no haber logrado obtener de Tuppence toda la información apetecida. Hubiera querido preguntarle de dónde procedía, qué era su marido, qué edad tenía, si tenían hijos o no y otras cosas de sumo interés. Pero se celebraba una reunión en su casa, lo cual era forzoso que presidiera. Se sentía horrorizada nada más pensar que pudiera surgir alguna persona que la sustituyera en su codiciado puesto.
—Se sentirá usted a gusto en casa de la señora Copleigh —le aseguró a Tuppence—. La cuidará bien. Bueno, ¿ha pensado en su coche?
—Lo recogeré más tarde —manifestó Tuppence—. La señora Copleigh me llevará donde lo dejé. O me dirá dónde es mejor tenerlo. Yo creo que aquí enfrente de la casa, no estará mal, ¿verdad? La calle es bastante amplia.
—Mi esposo se ocupará de eso, no se preocupe usted, señora Beresford —dijo la señora Copleigh—. Él se lo traerá. Hay al otro lado de la casa un espacio ideal. Con su cobertizo correspondiente, por añadidura.
Todo quedó arreglado en amistosos términos, sobre aquellas bases, y la señorita Bligh se marchó. Se habló luego de la cuestión de la cena. Tuppence preguntó si había en la población alguna casa de comidas.
—No tenemos aquí ningún establecimiento adecuado para una señora como usted —respondió la señora Copleigh—. Ahora bien, si se da por satisfecha con un par de huevos fritos, un poco de jamón, pan y mermelada casera…
Tuppence, naturalmente, manifestó que aquello compondría una cena espléndida. La habitación que le había asignado la señora Copleigh era muy bonita y alegre. Estaba empapelada; el lecho parecía muy cómodo y todo respiraba un aire de impecable limpieza.
—¿Qué? ¿Le gusta el papel de las paredes, verdad? —inquirió la señora Copleigh, que parecía haber adivinado el pensamiento de Tuppence—. Lo escogimos cuando vino a pasar aquí con nosotros una pareja, su luna de miel. El dibujo, como verá, de grandes rosas entrelazadas, no puede ser más romántico.
Tuppence convino con la dueña de la casa que aquellos detalles eran precisamente los que tenían un auténtico valor en la vida.
—Estas parejitas modernas gastan poco, generalmente. No me refiero concretamente a la que vino aquí… La mayor parte de los recién casados se dedican a ahorrar para comprarse una casa o están pagando algo a plazos. Otras veces están pensando en la compra de un mobiliario. En tales condiciones, poco es lo que queda para una luna de miel de categoría o algo por el estilo. Estos jóvenes de hoy son prudentes. No se gastan así porque sí el dinero.
Bajó las escaleras sin dejar de hablar un momento. Tuppence se tendió en el lecho para descansar media hora. Había vivido una jornada muy movida. La señora Copleigh le inspiraba muy fundadas esperanzas y confiaba en que una vez se hubiese repuesto sería capaz de llevar la conversación al terreno que a ella le interesaba más, para hacerla fructífera. Estaba segura de que podría enterarse de todo lo que supiese concerniente a la casa del canal; pronto sabría quién había vivido allí, qué había habido de bueno y de malo dentro de sus muros, de qué escándalos había sido escenario y otros extremos. Su seguridad se acrecentó después de haber sido presentada al señor Copleigh, un hombre que en raras ocasiones abría la boca. Su conversación se fundamentaba principalmente en una serie de amistosos gruñidos, que habitualmente equivalían a un signo afirmativo. Los tonos más bajos correspondían a la negación.
Tal como pudo apreciar Tuppence, se contentaba con que su esposa hablara. Él se hallaba abstraído, repasando sus planes para la jornada siguiente, día de mercado.
Tuppence se hallaba muy satisfecha con el giro que tomaban las cosas. No podía ir mejor. Aquello era lo mismo que si la señora Copleigh o su marido le hubieran dicho: «¿Está usted necesitada de información? Pues bien, nosotros tenemos seguramente la que busca». La señora Copleigh venía a ser tan cómoda como un aparato de radio o un televisor. No había más que girar un botón y en seguida empezaban a oírse frases y más frases acompañadas de expresivos gestos. La señora Copleigh tenía también de goma la cara, no sólo el cuerpo, aquella redonda pelota… La gente de que hablaba cobraba vida, en forma caricaturesca, ante los ojos de Tuppence.
Esta dio buena cuenta de una espléndida ración de jamón con huevos, haciendo los debidos honores al pan y la mantequilla; saboreó y elogió la mermelada, de fresas, precisamente la que ella prefería, cosa que declaró, expresándose con toda sinceridad. Al mismo tiempo absorbió el aluvión de informaciones facilitadas por la dueña de la casa, hasta el punto de que más tarde tomó abundantes notas en su agenda. La señora Copleigh efectuó un completo repaso de la historia del distrito, hasta donde alcanzaban sus conocimientos.
Las secuencias facilitadas por su interlocutora no eran ordenadas cronológicamente, por lo cual, a veces, Tuppence tropezaba con dificultades. La señora Copleigh se remontaba a lo mejor a un episodio de quince años atrás para pasar inmediatamente a otro acaecido dos años antes o a lo largo del último mes. Tuppence tendría que proceder posteriormente una clasificación severa de todos aquellos materiales. También se preguntó esta, en diversas ocasiones, si en realidad acabaría sacando algo en limpio.
El primer botón que había oprimido no le dio ningún resultado. Tuppence había aludido a la señora Lancaster…
—Yo creo que era por aquí —explicó, mostrándose deliberadamente vaga—. Poseía un cuadro, un cuadro muy bonito, debido a un artista que me parece que era conocido en esta región.
—¿Cómo ha dicho usted que se llamaba esa mujer?
—Lancaster era su apellido.
—No recuerdo a ningún Lancaster por aquí. Lancaster, Lancaster… Un caballero sufrió un accidente de automóvil… No. Me estaba acordando del coche, un Lancaster, es decir, un Lanchester… Oiga: ¿no sería esa la señora Bolton? Contará ahora los sesenta años ya. Puede ser que contrajera matrimonio con un hombre apellidado Lancaster Se marchó al extranjero y tengo entendido que se casó más tarde.
—El autor del cuadro que ella regaló a mi tía se llamaba Boscobel… Sí, ese creo que era su apellido… ¡Qué buena está la mermelada! —exclamó Tuppence.
—No le pongo manzana nunca. Es esto lo que hace la mayor parte de la gente. Dicen que mejora la mermelada, pero a mí se me antoja que le resta su sabor característico.
—Sí. Estoy de acuerdo con usted, señora Copleigh.
—¿Qué nombre ha mencionado usted ahora? Sé que empezaba con B, pero no he acabado de cogerlo.
—Boscobel.
—¡Oh! Ya recuerdo… El señor Boscowan. Veamos… Hace quince años, por lo menos, que no ha estado aquí. Vino varias veces seguidas. Le gustaba nuestro distrito. Luego, alquiló una casa. Era una de las de Farmer Hart, que retuvo para su labrador. Pero el Consejo le construyó otra nueva… Fueron cuatro las nuevas viviendas especialmente destinadas a los trabajadores.
»El señor B. era un artista de mediana categoría —continuó la señora Copleigh—. ¡Qué abrigo más raro solía usar! Era como de pana. Llevaba una especie de parches en los codos. Y también en los hombros. Se ponía camisas verdes y amarillas. Pintaba recurriendo a todos los colores: A mí me gustaban sus cuadros. Una vez, los expuso… Por Navidad, me parece. No, no. La exposición debió ser en el verano. Sí; sus lienzos eran bonitos. Nada del otro mundo, sin embargo, ¿me comprende? Invariablemente, pintaba un par de árboles o dos vacas asomándose por encima de una valla. Pero sus cuadros respiraban paz, quietud y tenían unos colores muy lindos. No eran como los de esos pintores de hoy en día.
—¿Es que suele haber muchos artistas por aquí siempre?
—No, en realidad, no. Que den que hablar, ¿me entiende? Cuando llega el verano aparecen por aquí dos o tres muchachas que se dedican a realizar bosquejos… Tuvimos en el pueblo un joven, hace cosa de un año, que se llamaba así mismo artista. Nunca iba correctamente afeitado. No puedo decir que me gustaran sus cuadros. Muchos colores, todos mezclados confusamente. No se podía ver nada claro en sus lienzos. Vendió muchos cuadros, eso es cierto. Y no eran nada baratos.
—Debían de costar unas cinco libras —dijo el señor Copleigh, mediando en la conversación tan inesperadamente que Tuppence sufrió un sobresalto.
—Voy a explicarle qué es lo que piensa mi marido —indicó la mujer, haciéndose la intérprete de aquel—. Él opina que ningún cuadro debiera costar más de cinco libras. Eso es lo que él dice, ¿verdad, George?
—¡Ah! —exclamó el hombre por toda respuesta.
—El señor Boscowan pintó un cuadro en el que aparecía la casa que hay junto al puente y el canal… ¿No era denominada «Waterside» o «Watermead»? Hoy pasé por allí.
—¿Fue usted por esa carretera? Es terrible… Muy estrecha. Siempre he pensado que la casa a que se refiere usted está muy solitaria. No me gustaría vivir en ella. Me parece excesivamente aislada. ¿Estás de acuerdo conmigo, George?
George produjo un ruido que expresaba disentimiento y quizá desprecio ante la proverbial cobardía de las mujeres.
—Allí vive Alice Perry… —comentó la señora Copleigh.
Tuppence abandonó su investigación sobre Boscowan para ocuparse ahora de los Perry. Había llegado a una conclusión: le convenía seguir a la señora Copleigh, que saltaba con facilidad de un tema a otro.
—Una rara pareja, sí, señora Beresford.
George hizo otro ruido que significaba que estaba de acuerdo.
—Son muy para ellos. En cuanto a Alice…
—Está loca —declaró tajante el señor Copleigh.
—Yo no diría tanto. Lo parece, todo lo más. Lleva siempre los cabellos desordenados, sin peinar, sueltos… Y luego, viste chaquetones masculinos y calza botas de goma. Suele decir, además, cosas muy raras y cuando una le pregunta cualquier cosa se sale por los cerros de úbeda, como si pensara en otro tema completamente distinto. No. Yo no la llamaría loca. La considero una mujer muy especial, eso es todo.
—¿Cae bien a la gente?
—La gente apenas la conoce, pese a que el matrimonio vive aquí desde hace varios años. Circulan por el lugar muchos cuentos sobre su persona. Pero a lo mejor no son más que eso: cuentos.
—¿De qué clase?
A la señora Copleigh no le molestaban las preguntas directas. Las acogía con la misma naturalidad que las otras, las formuladas con mayores o menores rodeos, contestándolas con idéntico agrado.
—Dicen que habla con los espíritus, por la noche. Se sienta para ello frente a una mesa… También se ha hablado aquí de que por las noches se ven luces en la casa, moviéndose de un lado para otro. Lee mucho, me han dicho. Sus libros tienen dibujos muy particulares en sus páginas, a base de círculos y estrellas. El que no está bien de la cabeza, a mi entender, es Amos Perry.
—Un tío muy simple —comentó el marido indulgentemente.
—Es posible que estés en lo cierto. Pero también se han dicho muchas cosas de él. Le tiene cariño a su jardín, pero entiende poco de eso…
—El matrimonio ocupa sólo la mitad de la casa —declaró Tuppence—. La señora Perry, amablemente, me invitó a entrar.
—¿Sí? ¿De veras? Creo que no me gustaría nada entrar en su casa —dijo la señora Copleigh.
—Con la parte de la finca que ocupan ellos no pasa nada —informó el marido.
—¿Ocurre algo con la otra? —inquirió Tuppence—. Me refiero a la que da al canal.
—Pues verá usted… Se han contado muchas cosas de ella. Desde luego, allí no vive nadie desde hace años. Han circulado numerosos rumores. A la hora de concretar, nadie sabe dilucidar la verdad, sin embargo. Todo data de hace mucho tiempo. La casa fue construida hace un centenar de años, ¿sabe? Se afirma que allí, primeramente, estuvo recluida una hermosa joven, por obra de un caballero de la corte.
—¿La corte de la reina Victoria? —inquirió Tuppence con gran interés.
—Yo creo que no. La vieja reina se comportaba de una manera muy clara en ciertas situaciones. Me inclino a pensar que el episodio data de fechas anteriores. El caballero en cuestión iba a ver a su prisionera periódicamente. Más tarde sostuvieron un altercado y entonces, una noche, él la degolló.
—¡Es terrible! —exclamó Tuppence—. ¿Y fue colgado el asesino?
—No. Nada de eso. Se dice que viéndose obligado a deshacerse del cadáver, para ocultar su delito, el hombre la emparedó en la chimenea.
—¿Qué la emparedó en la chimenea?
—Hay quien afirma que la muchacha era una monja que se había escapado de un convento. A eso se debe que muriera emparedada. Es lo que suelen hacer con casos así en los conventos.
—Pero no fueron monjas las que impusieron el castigo.
—No, no. Lo hizo él. Su amante. Levantó un muro de ladrillo en la chimenea y lo forró con una plancha de hierro. Sea como sea, ella no fue vista por nadie, ya en lo sucesivo. ¡Pobrecilla! Caminaba siempre de un lado para otro, embutida en finos vestidos. También hay personas que afirman que la joven se marchó con él, con objeto de establecer su residencia en la ciudad. Fueron muchos los que aseguraron haber visto luces por la casa u oído diversos ruidos… No pocos se abstenían cuidadosamente de acercarse por allí después de haber oscurecido.
—¿Y qué sucedió más tarde? —preguntó Tuppence, pensando que detenerse en el reino de Victoria era situarse demasiado lejos en el pasado, con vistas a sus indagaciones.
—No estoy muy enterada, si quiere que le diga la verdad. Me parece que cuando la casa fue puesta en venta, la adquirió un granjero llamado Brodgick. No duró mucho tiempo en sus manos. Brodgick era un caballero granjero. Por eso le gustaba la casa, supongo. Ahora bien, la tierra de labor era escasa y por otra parte no sabía qué hacer con la que tenía. Entonces, decidió vender a su vez la finca.
»Cambió de manos muchas veces… Se llevaron a cabo en el edificio algunos cambios… Nuevos cuartos de baño… Todo eso… Creo recordar en estos momentos que se estableció allí un matrimonio que se dedicaba a la cría de aves. Su mala suerte se tornó famosa. He de advertirle que todas estas cosas son anteriores a mi época. Me parece que el mismo señor Moscowan pretendió comprar la casa en cierta ocasión. Por entonces, pintó el cuadro…
—¿Qué edad tendría el señor Boscowan cuando estuvo aquí?
—Contaría unos cuarenta años, o un poco más. Era un hombre de muy buen ver. Luego, engordó algo. A las mujeres les caía bien.
—¡Ah! —exclamó el señor Copleigh.
Profirió un gruñido que venía a ser un aviso.
—Todos nosotros sabemos cómo suelen ser los artistas —dijo la señora Copleigh, abarcando con esta consideración a Tuppence—. Visitaba Francia con mucha frecuencia y sus modales acabaron por ser los de un francés.
—¿Era soltero?
—En efecto. Por lo menos, cuando estuvo aquí. Mostraba grandes preferencias por la hija de la señora Charrington, pero de tal relación no salió nada. Ella era una muchacha muy atractiva; pero excesivamente joven para él. La chica no tendría más de veinticinco años.
—¿Quién era la señora Charrington?
Tuppence se sintió profundamente desconcertada al ver que entraban en escena nuevos personajes.
«¿Qué demonios estoy haciendo aquí, en fin de cuentas? —se preguntó de repente, al sentirse fatigada—. Estoy prestando oídos a una serie interminable de habladurías que ni me van ni me vienen. No debe de haber nada de verdad en cuanto me han referido. Ahora comprendo… Todo empezó cuando una agradable anciana, de cabeza poco o nada firme, mezcló en su mente las historias que este señor Moscowan, o alguien como él, le contó acerca de la casa, con su leyenda… Le hablaría de una persona que había muerto emparedada allí y la vieja, por una razón u otra, imaginó que había sido una criatura. Y aquí estoy, poco menos que buscando una aguja en un pajar. Tommy me dijo que era un estúpida y estaba en lo cierto. Sí, soy una estúpida, querido».
Esperó a que se produjera una pausa en el caudaloso fluir de frases de la boca de la señora Copleigh, con el fin de levantarse y despedirse cortésmente. No podía más ya. Quería acostarse cuanto antes.
La señora Copleigh, sin embargo, continuaba estando en forma.
—¿La señora Charrington? ¡Oh! Vivió en Watermead durante algún tiempo. Con su hija. La señora Charrington era toda una dama. Viuda de un oficial del ejército, creo. Dedicaba la mayor parte de sus horas a la jardinería. Le gustaba esta actividad. No era tan eficiente respecto a la conservación de la casa. Yo fui una o dos veces por allí, para ayudarla. Tuve que retirarme. Tenía que ir allí en bicicleta y la distancia a recorrer era superior a los tres kilómetros. Por esa carretera, entonces, no circulaban los autobuses de línea.
—¿Vivió en aquel sitio mucho tiempo?
—No más de dos o tres años, me parece. Se asustó con las complicaciones que vinieron después. Y la mujer ya tenía, además sus preocupaciones. A causa de su hija, Lilian, creo que se llamaba.
Tuppence tomó un sorbo del fuerte té con lo que la cena estaba siendo «respaldada», adoptando la decisión de aclarar lo referente a la señora Charrington antes de irse a descansar.
—¿Qué pasó con su hija? Cosas del señor Boscowan, ¿no?
—No. No fue el señor Boscowan quien provocó las dificultades. Nunca di crédito a eso. Fue el otro…
—¿Quién era el otro? —inquirió Tuppence—. ¿Alguien que vivió aquí?
—No creo que viviese aquí nunca. Fue alguien que la joven conoció en Londres. La muchacha se trasladó a la ciudad para estudiar ballet. ¿Era ballet? ¿O arte? El señor Boscowan se ocupó de realizar las gestiones necesarias para que ella ingresase en el colegio de la capital. Slate, me parece que era su apellido…
—¿Slate? —sugirió Tuppence.
—Es posible. Un apellido de ese corte. Bueno, el caso es que la chica marchó allí y así es como conoció a aquel individuo. A su madre no le gustaba. Le prohibió que se viera con él. Esto no podía ser bueno… La mujer era una necia en muchos aspectos. Como la mayor parte de las esposas de oficiales del ejército, ¿sabe usted? Se figuraba que una joven podía aceptar los consejos de su madre en el terreno amoroso. Se había quedado anticuada. Había vivido en la India y por ahí, pero todavía no había aprendido que cuando hay por en medio un hombre de buen ver y la hija se la pierde de vista, esta suele desoír los consejos de sus mayores. La chica venía de cuando en cuando, pero los dos jóvenes se veían fuera, lejos de aquí.
—Y entonces fue cuando quedaron planteadas las dificultades, ¿no es así?
Tuppence recurrió a aquel eufemismo, esperando que de esta manera la señora Copleigh no encontraría extraño el enorme interés que le inspiraban tantas e interminables habladurías.
—Sí. Todo estuvo claro. Yo vi la cosa venir, antes que la propia madre, creo. Era una hermosa muchacha… Alta, bien proporcionada, hermosa de veras. Pero me inclino a pensar que carecía de energía suficiente para hacer frente a los obstáculos de la vida. Se vino abajo, ¿me entiende? Solía pasear por los sitios más solitarios, hablando consigo misma. Aquel individuo, si quiere que le dé mi opinión, la trataba mal. La dejó al enterarse de lo que estaba ocurriendo. Desde luego, una madre como Dios manda hubiese cogido el tren para ir a verle, para hablar con él y hacerle comprender cuál era su deber. Pero la señora Charrington carecía de decisión para proceder así. La madre se enteró por fin, llevándose a la chica a otro lugar. Cerró la casa después, poniéndola a la venta. Las dos volvieron para recoger sus cosas, según tengo entendido, pero no visitaron el pueblo, ni dijeron nada a nadie. Ya no regresaron jamás. Circulaba cierta historia por ahí. Nunca pude saber qué había en ella de verdad.
—Hay gente que saca partido de todo —manifestó el señor Copleigh, como siempre, por sorpresa.
—Pues sí, George. Tienes razón. La historia, sin embargo, puede ser cierta en todos sus extremos. Estas cosas pasan. Y con más frecuencia de la que fuera de desear. Como has dicho antes, esa mujer creo que no andaba muy bien de la cabeza.
—¿A qué historia se refiere usted ahora? —preguntó Tuppence, adoptando una expresión ingenua.
—No me gusta aludir a ella, si he de serle sincera… Ha pasado mucho tiempo y sólo quisiera hablar de cosas de las que pueda estar segura. Fue Louise, la hija de la señora Badcock, quien comentó eso. Esa chica era una embustera terrible. ¡La de comentarios que hizo! Todos ellos muy propios para componer una intrigante historia.
—¿Cuál? —insistió Tuppence.
—Dijo que la señorita Charrington había matado a su hija, suicidándose posteriormente, añadiendo que su madre se volvió loca a causa del tremendo disgusto que sufrió, viéndose obligados sus parientes a internarla en un establecimiento para dementes.
Nuevamente, Tuppence se sintió confusa, sin saber a qué atenerse. Llegó un momento en que le pareció que la silla en que sé hallaba sentada daba vueltas. Aquella señora Charrington, ¿sería la señora Lancaster? Podía haberse cambiado el apellido, viviendo luego obsesionada por el trágico destino de su hija. La señora Copleigh continuaba hablando implacablemente.
—Nunca creí una sola palabra de esa historia —manifestó—. Esa chica de la señora Badcock tiene una lengua… La verdad es que por aquellas fechas prestábamos poca atención a las habladurías y cuentos de esa clase… Teníamos otras preocupaciones. Lo cierto es que estábamos asustados todos por las cosas raras que ocurrían en el distrito… Cosas reales, además.
—¿De qué se trataba concretamente? —preguntó Tuppence, maravillada ante aquel impetuoso caudal de extraordinarios acontecimientos de que había sido testigo un poblado de apariencia tan inofensiva Como Sutton Chancellor.
—Es posible que recuerde usted algo por haberlo leído en los periódicos, que se ocuparon de ello. Este asunto data de unos veinte años atrás. Sí, tiene usted que haber leído algunas informaciones… Me refiero a los asesinatos de varios niños. Primeramente fue una niña de nueve años de edad. Un día salió de su casa para ir al colegio y ya no regresó. Toda la vecindad se dedicó a la busca de la criatura… Su cadáver fue hallado en Dingley Copse. Había muerto estrangulada. Bueno, nada más pensar en esto siento un escalofrío… Esa fue la primera víctima. Tres semanas más tarde hubo otra, en Market Basin. Pero dentro del distrito. Un hombre que se hubiese valido de un coche, habría podido llevar a cabo aquella mala acción con bastante facilidad.
Y luego otros crímenes. Hubo entre ellos pausas de un mes o dos… Uno de los asesinatos se cometió a tres kilómetros de aquí, aproximadamente…
—¿No sospechaba de nadie la policía?
—La policía trabajó lo suyo —manifestó la señora Copleigh—. Detuvo a un hombre. Era de Market Basin… Ya sabe usted lo que pasa en estas ocasiones. Hay que dar satisfacción al anhelo de justicia de la gente sana. Y se procede oficialmente contra el primer individuo dudoso que se pone a tiro. Hubo varias detenciones, sin resultados positivos. A las veinticuatro horas, los agentes se veían obligados a poner en libertad a los detenidos, por falta de pruebas. Las coartadas presentadas por estos fueron irrebatibles.
—Un momento, Liz —medió el señor Copleigh—. Es posible que la policía supiera la identidad del autor de los crímenes. Yo sostengo que la conocía. Es lo que he oído afirmar en muchas ocasiones, ciertamente. Muchas veces, los agentes saben a qué atenerse, pero no pueden obrar en consecuencia por falta de pruebas. No es posible condenar a nadie sin pruebas.
—Lo que pasa también es que los testimonios de los padres y las madres no tienen valor casi nunca. Es necesario que sean corroborados por otras personas para que la policía los estime en su justo valor. Los agentes se desorientan fácilmente y no es, desde luego, porque estén siendo engañados. Esto resulta inevitable… Bueno, el caso es que pasamos unas semanas terribles. Todo el mundo andaba soliviantado. Nada más difundirse la noticia de que había desaparecido otro niño, se organizaban grupos para emprender su búsqueda por todas partes.
—Es verdad —confirmó el señor Copleigh.
—A veces, la víctima era hallada en seguida. En otras ocasiones, la búsqueda duraba semanas enteras. Y los cadáveres aparecían en los sitios más impensados. Supongo que todo sería obra de un criminal maniático. Es terrible —dijo la señora Copleigh, adoptando una expresión más severa que nunca—. Es terrible que existan hombres así. Debieran ser ajusticiados. Debieran ser estrangulados. Si cayera en mis manos alguna vez un tipo así, no se me escapaba. Estos individuos que hacen blanco de sus criminales ataques a las inocentes criaturas, no tienen derecho a vivir. ¿Y qué se consigue metiéndolos en lujosas cárceles dotadas de todas las comodidades? Más tarde, estos sujetos recuperan la libertad y… vuelta a las andadas. Los que ingresan en manicomios, por haber sido considerados dementes, vuelven a sus casas como salieron y no curados como afirman los médicos en tales situaciones. Es lo que pasó en un pueblo de Norfolk. Me lo contó una hermana mía que vive allí… El maniático, un criminal, regresó a su casa y a los dos días había cometido otro terrible delito. ¿Qué hacen esos médicos, en qué piensan al dictaminar que tales sujetos se han recuperado de su dolencia mental cuando ello no es verdad?
—Y las sospechas, aquí en general, ¿no apuntaron nunca a ninguna persona concretamente? —inquirió Tuppence—. ¿Piensan ustedes que todo fue obra de un forastero?
—Pudo haber sido un forastero, por supuesto, el autor de todas aquellas atrocidades. Pero también existe la posibilidad de que se tratara de alguien que habitara por aquí, en un radio de treinta kilómetros. No podía ser, en cambio, ninguno de los hombres del pueblo…
—Tú siempre afirmaste lo contrario, Liz.
—Estás en un error —afirmó la señora Copleigh—. Tú eras el que sostenía que era uno de nuestros vecinos. Por la sencilla razón de que te hallabas atemorizado, me imagino. Yo me dedicaba a observar a la gente. También tú procedías así, George, pero… Buscabas a alguien que se comportara un poco extrañamente. Ahí estaba, quizá, tu equivocación.
—Yo creo que el autor de los crímenes no ofrecería ninguna rara apariencia —declaró Tuppence—. Lo más seguro era que pudiese confundirse con los demás…
—Por ese camino va usted bien, probablemente. Quienquiera que fuese el criminal, no tendría apariencia de loco… Había quien decía que forzosamente sus ojos tendrían que brillar de una manera siniestra.
—Por entonces, el sargento de la policía aquí era Jeffreys —aclaró el señor Copleigh—. Pues bien, Jeffreys dijo en más de una ocasión que él tenía una idea muy atinada en lo tocante a la identidad del asesino, pero que no podía hacer nada.
—¿No llegaron a detener al hombre?
—No. Transcurrieron seis meses, un año casi… Luego, todo se quedó parado. Ya no se volvió a mover el asunto. El hombre debió de irse. Es lo que hizo a algunos pensar que conocían la identidad del misterioso personaje.
—¿A causa de haber dejado el distrito?
—Bueno, su marcha dio que hablar, ¿sabe? Se hizo entonces con tal motivo un cálculo de probabilidades.
Tuppence vaciló un poco antes de formular la siguiente pregunta. Pensó luego que la señora Copleigh tenía tantas ganas de hablar siempre, que no se la tomaría en cuenta.
—¿A quién juzgaron ustedes, autor de los crímenes? —inquirió.
—Verá… ¡Ha pasado ya tanto tiempo desde aquello! No me gusta hablar de eso, si he de serle sincera. Algunos pensaron que podía haber sido el señor Boscowan.
—¿Sí?
—En efecto. Era un artista. Y los artistas son casi siempre tipos muy raros. Todo el mundo decía eso. ¡Pero yo no lo creí nunca!
—Todavía había más gente que señalaba como culpable a Amos Perry —manifestó la señora Copleigh.
—¿El esposo de la señora Perry?
—Exactamente. Es un tipo extraño, muy simple. Podría ser incluido en la lista de posibles autores de aquellos salvajadas.
—¿Vivían entonces los Perry aquí?
—Sí. Pero no en Watermead. Tenían una casa a seis u ocho kilómetros de aquí. De lo que estoy seguro es de que la policía no lo perdía de vista.
—No pudieron acusarle formalmente de nada, sin embargo —declaró la señora Copleigh—. Siempre hablaba su esposa por él. Pasaba las veladas con su mujer, sostenía esta. Los sábados por la noche giraba una visita al bar… Ahora bien, ninguno de aquellos crímenes fueron cometidos en sábado, de manera que ahí no había nada. Además, Alice Perry es de esas personas que despiertan confianza cuando formulan una declaración. Jamás se contradecía; nunca daba marcha atrás cuando decía una cosa; no había quien la asustara… Pero el caso es que Amos no era el hombre que todos buscaban. Nunca pensé yo tal cosa. Tenía un presentimiento, eso sí. De haberme visto obligada a señalar a alguien, mi dedo hubiera apuntado a sir Philip.
—¿Sir Philip? —inquirió Tuppence. La cabeza parecía estar dándole vueltas. Entraba en escena un nuevo personaje—. ¿Quién era?
—Sir Philip Starke… Vive en Warrender House, un edificio que recibió la denominación de Old Priory cuando lo ocupaban los que llevaban aquel apellido, antes de que se incendiara. En el cementerio de la iglesia y dentro de ella podrá ver muchas placas de mármol con el nombre de los Warrender. Aquí ha habido Warrender siempre, prácticamente, desde el reinado del último Jaime.
—¿Era sir Philip pariente de los Warrender?
—No. Hizo su fortuna a lo grande, tengo entendido, O fue su padre… A base de fundiciones de acero y cosas por el estilo. Sir Philip era un tipo raro. Sus talleres se encontraban en el norte, pero él no vivía aquí, Muy reservado. Llevaba la existencia de un recluso… Recluso, se dice, ¿no?
—Sí, sí —se apresuró a contestar Tuppence.
—Es la palabra que más le cuadraba entonces. Era un hombre pálido, ¿sabe?, delgado, huesudo… Le gustaban mucho las flores. Era un botánico muy enterado. Coleccionaba florecillas silvestres, siempre las más menudas, aquellas de las que nadie suele hacer el menor caso. Hasta escribió un libro sobre las mismas, creo. ¡Oh, sí! Era inteligente, muy inteligente. Su esposa era toda una dama, una mujer muy hermosa, pero de aire triste. Esto es, por lo menos, lo que yo me decía…
El señor Copleigh produjo uno de sus gruñidos característicos.
—Eres una necia, Liz —dijo—. ¡Mira que pensar que podía haber sido sir Philip! Sir Philip era un hombre muy amante de los niños. Siempre estaba organizando reuniones infantiles.
—Sí, ya lo sé. Montaba a cada paso fiestas, fijando bonitos premios para los niños. En sus reuniones no faltaban los juegos ni las golosinas: helados, dulces y demás. No tuvo hijos… Muy frecuentemente, paraba a los chiquillos en la calle para darles caramelos o dinero con que comprárselos. No sé qué pensar, sin embargo… Creo que exageraba. Era un hombre extraño. Algo importante ocurrió para que su esposa, de repente, le dejara.
—¿Cuándo lo abandonó?
—Unos seis meses después de que comenzaran a producirse todos aquellos acontecimientos. Tres niños habían sido asesinados por entonces. Lady Starke se trasladó inesperadamente al sur de Francia, de donde no había de regresar jamás. No era una mujer de quien se pudiese esperar ese paso tan grave. Era una señora tranquila, respetable. No es que se fugase con otro hombre. Las mujeres de su clase no suelen proceder así. ¿Por qué, por qué lo abandonó? Yo siempre sostuve que por el hecho de saber algo… Seguramente, descubrió algún detalle comprometedor, elocuente…
—¿Vive él aquí todavía?
—No siempre, ni mucho menos. Se presenta, por lo general, un par de veces al año… La casa está cerrada durante sus prolongadas ausencias, cuidando de ella un guardián. La señorita Bligh era su secretaria… Es quien se ocupa, normalmente de sus cosas.
—¿Y qué fue de la esposa?
—Murió, la pobre señora. Murió poco después de haberse ido al extranjero. En la iglesia hay una placa que la recuerda. Debió de vivir una experiencia terrible. Quizá no estuviera segura al principio. Es posible que luego sospechase de su esposo y tal vez más tarde adquiriese la certeza de su culpabilidad. Entonces, no pudiendo soportarlo, pensaría en salir de aquí…
—¡Qué cosas sois capaces de imaginar las mujeres! —comentó el señor Copleigh.
—Todo lo que he dicho es que había algo raro en relación con sir Philip. Era demasiado aficionado a los niños y esto, en cierto modo, no resulta completamente normal.
—Fantasías de mujeres… ¡Bah! —contestó el señor Copleigh, despectivamente.
Su esposa se puso en pie, comenzando a quitar cosas de la mesa.
—Tú vas a ser la culpable de que esta señora tenga pesadillas si insistes en referirle todo lo que sucedió en este distrito hace años. Son cosas que ya nada tienen que ver con la realidad actual.
—Lo que me ha contado usted, señora, no puede ser más interesante —declaró Tuppence—. Le confesaré, sin embargo, que ahora estoy medio muerta de sueño. Creo que lo mejor será acostarme.
—Habitualmente, nosotros nos acostamos temprano, ¿sabe usted? —contestó la señora Copleigh—. Y es lógico que después de todos los ajetreos del día se caiga usted de sueño.
Tuppence bostezó largamente.
—Bien. Buenas noches y muchas gracias por todo.
—¿Querrá una taza de té por la mañana? A las ocho de la mañana. ¿Es demasiado temprano para usted?
—No, no. Es una hora magnífica —repuso Tuppence—: No quisiera que se molestase usted por mi causa, sin embargo, señora Copleigh. Ya tiene bastantes atenciones conmigo.
—Para mí eso no supone ninguna molestia, créame. Tuppence subió las escaleras que conducían a su habitación. Abrió su maleta, sacó las prendas que necesitaba en aquellos instantes, se desvistió, tomó un baño y se tendió en el lecho.
Era verdad lo que había dicho a la señora Copleigh. Estaba agotada, Habían desfilado delante de ella, entrevistos como en un caleidoscopio de móviles figuras, numerosos acontecimientos con toda suerte de horrendos hechos.
Unos niños muertos, asesinados… Era demasiado. Tuppence buscaba el rastro de uno que hubiese ido a parar a una pared de chimenea. Quizá tuviera que ver esta con Waterside. La muñeca infantil… Una criatura había sido asesinada por una joven de poco cerebro, que se volviera loca por haber sido abandonada por su esposo.
Tuppence no tardó mucho en quedarse dormida. Pero tuvo una pesadilla. Contempló algo así como una «Dama de Shalott» asomándose por la ventana de la casa. Advirtió un ruido, un arañazo, procedente de la chimenea. Había en la pared una gran plancha de hierro y alguien daba fuertes golpes en ella por el lado opuesto. Eran unos sonidos como de fuertes martillazos.
—¡Bum, bum, bum!
Tuppence se despertó. Era la señora Copleigh, que llamaba a la puerta. Entró con paso diligente en la habitación, depositó la bandeja con el servicio de té junto a la cama y descorrió las cortinas. Esperaba que Tuppence hubiese dormido bien. Esta no había visto nunca a una mujer más animada a aquella hora de la mañana que la señora Copleigh. ¡No había sido víctima de ninguna pesadilla!