Capítulo VII

Una amable bruja

A la mañana siguiente, antes de partir, Tuppence echó un último vistazo al cuadro de su habitación, tanto para fijar sus detalles en su mente como para recordar el emplazamiento del edificio en el paisaje. Esta vez iba a verlo no desde la ventanilla de un tren, sino desde la carretera. La perspectiva sería muy distinta. Existía la posibilidad de que diera con muchos puentes similares a aquel, con otros canales parecidos, quizá… También podía ser que viese casas semejantes (Tuppence no creía en esto último).

En el ángulo inferior derecho había una firma, la del artista que pintara el cuadro, pero era ilegible… únicamente se veía allí que el apellido comenzaba por una B.

Apartada su atención del lienzo, Tuppence procedió a efectuar una comprobación de sus efectos: una guía de ferrocarriles con su correspondiente mapa; una selección de cartas geográficas; una relación de nombres probables, que incluía Medchester, Westleigh, Market Basin, Middlesham, Inchwell… Estos delimitaban el triángulo que había decidido examinar. Tuppence se preparó, asimismo, un maletín con cosas puramente personales… La esperaban tres horas de volante antes de plantarse en la zona de operaciones. Después, se deslizaría lentamente por carreteras de segundo o tercer orden, en busca de unos probables canales…

Tras detenerse en Medchester, donde tomó café y un tentempié, avanzó por una carretera de segundo orden, próxima a una línea de ferrocarril. Pasó por una zona cubierta por espesas arboledas y surcada por numerosas corrientes de agua.

Como en la mayor parte de los distritos rurales ingleses, abundaban allí los postes indicadores, en los que figuraban nombres desconocidos por completo para Tuppence, y que por alguna razón u otra, raras veces conducían al sitio señalado. Aquella muestra del sistema de comunicación por vía terrestre vigente en Inglaterra constituía una auténtica jugarreta. El camino serpenteaba para alejarse del canal y cuando el conductor, esperanzado, se dirigía al punto en que debía haber estado aquel, el chasco era casi seguro. Yendo hacia Great Michelden, el siguiente poste indicador ofrecía dos vías, una que apuntaba a Pennington Sparrow y la otra a Farlingford… Escogido Farlingford, llegábase al sitio citado, pero casi inmediatamente el siguiente poste lo enviaba a uno de vuelta sin más a Medchester, de manera que el viajero volvía ineludiblemente sobre sus pasos. En realidad, Tuppence no dio nunca con Great Michelden, y durante largo rato fue incapaz de localizar el perdido canal. De haber tenido alguna idea sobre el nombre de la población que andaba buscando, todo se hubiera presentado mejor. La localización de los canales en los mapas era una labor que producía desconcierto. Una y otra vez fue a parar a la línea de ferrocarril, circunstancia que la reanimaba, pasando ilusionada por Bees Hill, South Winterton y Farrell St. Edmund. Farrell St. Edmund había tenido en otro tiempo estación, pero se encontraba fuera de servicio, cerrada. Tuppence pensó: «De dar con alguna carretera bien conservada que se deslizara a lo largo del canal, o junto a la línea de ferrocarril, todo me resultaría mucho más fácil».

Conforme avanzaba el día, Tuppence se sentía más y más desorientada. Incidentalmente, llegó a una granja emplazada junto a un canal, pero la carretera insistía luego en no tener nada que ver con este, apuntando hacia una elevación. Llegó así a un sitio denominado Westpenfold, que contaba con una iglesia dotada de una torre cuadrada.

Desconsoladamente, siguió por una carretera llena de baches que parecía ser la única salida de Westpenfold. Guiándose por su sentido, puramente instintivo, de la orientación (en el que cada vez confiaba menos), Tuppence continuó avanzando, convencida ya casi de que se dirigía a un punto completamente opuesto a su meta. Llegó así a una bifurcación, de pronto. Se le ofrecía entonces un camino hacia la derecha y otro hacia la izquierda. Había entre ambas vías los restos de un poste indicador, los brazos del cual habían sido quebrados.

«¿Por qué camino me decidiré? —se preguntó Tuppence—, ¿quién puede saber aquí cuál es el que me conviene? Yo no, por supuesto».

Optó por avanzar a marcha moderada, por el situado a la izquierda.

Describía unas cuantas curvas. Al final de una de ellas, la carretera se ensanchaba, trepaba por una elevación, luego descendía y se, internaba por un paisaje despejado. Terminaba en cuesta, se detuvo, llegando a sus oídos entonces como un chillido…

«Parece el silbido de una locomotora», se dijo Tuppence, repentinamente esperanzada.

No se había equivocado. Aquello era un tren. Después descubrió la vía del ferrocarril. Un tren de mercancías avanzaba por, ella, resoplando, silbando continuamente su locomotora. Y más allá estaba el canal, y al otro lado del mismo había una casa que Tuppence identificó inmediatamente. El canal en cuestión era cruzado por un puente airosamente levantado, estrecho. La carretera quedaba por debajo del nivel de la vía férrea, ascendía luego, e iba en busca del puente… La casa estaba situada a mano derecha. Tuppence siguió avanzando. No parecía existir el camino que ahora buscaba para internarse en la zona de la casa. Un muro regularmente alto aislaba este de la carretera.

Tuppence detuvo el coche, apeándose. Seguidamente, echó a andar hacia el puente, contemplando lo que se podía ver de la casa desde allí.

La mayor parte de las ventanas altas se hallaban cerradas. Los postigos de las mismas eran verdes. El edificio seguía sugiriendo la idea de una insólita quietud. La luz del Sol, ya muy amortiguada, daba un especial encanto a la casa. No había ningún detalle que hiciera pensar en que estaba habitada. Tuppence regresó al coche, avanzando un poco más. El muro, moderadamente alto, corría a su derecha. La cuneta izquierda de la carretera estaba delimitada por una serie de matorrales, al otro lado de los cuales se veían unos amplios bancales que verdeaban.

Más adelante, llego a una parte de hierro forjado que interrumpía la continuidad del muro. Colocó el coche a un lado de la carretera y tornó a apearse. Después, escudriñó el terreno situado al otro lado de la puerta. Aumentó levemente un campo de visión poniéndose de puntillas. Contemplaba un jardín… Aquello no parecía estar montado en plan de granja, aunque Tuppence pensó que podía haberlo sido en otro tiempo. El jardín se veía atendido. No ofrecía nada de notable. Producía la impresión de que su dueño o dueños no habían conseguido imponer el orden allí más que a medias.

Desde la puerta de hierro, un camino circular abrazaba el jardín, rodeando la casa. La que tenía a la vista Tuppence debía de ser la entrada principal, si bien no lo parecía. Era algo burda. Una puerta de servicio, quizá. La casa ofrecía un aspecto distinto vista por aquel lado.

En primer lugar, no estaba vacía. Allí vivía alguien. Las ventanas estaban abiertas; flotaban las cortinas al viento; junto a la puerta había un balde lleno de verduras… En el extremo opuesto del jardín, Tuppence descubrió la figura de un hombretón que efectuaba una labor de cava. Era una persona ya entrada en años, que se movía con lentitud, pero siempre al mismo ritmo. Desde luego, la casa, contemplada desde allí, no ofrecía ningún encanto; ningún artista la habría elegido como tema de un cuadro. Era una vivienda más habitada por alguien, una familia corriente. Tuppence vaciló. ¿Qué procedía hacer en su caso? ¿Dar media vuelta y olvidarse del edificio que tanto reclamaba su atención? No. No podía obrar así después de todas las molestias que se había tomado. ¿Qué hora era en aquel momento? Consultó su reloj de pulsera. Entonces vio que se le había parado. Oyó el rumor de una puerta que se abría y miró por entre los hierros de nuevo…

Salió una mujer. Depositó una botella de leche en el suelo y al incorporarse, miró en dirección a Tuppence. Vio a esta y se quedó inmóvil. Luego, pareció tomar una decisión, echando a andar por el camino, en dirección a ella. «Es curioso —se dijo Tuppence—. Tiene todo el aspecto de una bruja, pero de una bruja buena».

Tendría aquella mujer unos cincuenta años. Sus cabellos eran largos y estaban un tanto desordenados a causa del viento. A Tuppence le recordó una pintura (¿de Nevinson?) en la que aparecía una bruja montada en su escoba. A eso se debía que le hubiese venido a la mente el vocablo «bruja». En aquella mujer no había ninguna nota juvenil, ni de belleza. Tenía la faz arrugada y vestía bastante descuidadamente. Llevaba un gorro puntiagudo sobre la cabeza y su nariz se prolongaba en busca de la barbilla, levantada. Con todo, nada había de siniestro en su cara. Daba la impresión de ser una mujer bondadosa. «Sí —pensó Tuppence—, eres exactamente igual que una bruja, pero resultas una bruja buena, amable. Creo que eres en realidad, lo que se ha dado en llamar una bruja blanca».

La mujer se acercó a la puerta. Su voz era agradable, hablando con una entonación característica entre los campesinos de aquella zona.

—¿Busca usted a alguien? —inquirió.

—Lo siento —respondió Tuppence—. Debe de haberme juzgado un tanto descarada al curiosear así, sin más, en su jardín… Verá, usted. Es que me ha llamado la atención su casa.

—¿Quiere usted entrar? Así podrá echar un vistazo a nuestro jardín a su gusto —dijo la bruja, amablemente.

—¡Oh! Será un placer para mí. No tengo nada que hacer, de momento. ¡Qué buen tiempo el de esta tarde!, ¿eh? No quisiera entretenerla…

—¡Bah! No se preocupe.

—Siendo así…

—Primeramente, pensé que se había extraviado —manifestó la bruja buena—. No sería la primera vez…

—Bajando por la pendiente del otro lado del puente me dije que esta casa era preciosa.

—Desde allí ofrece una vista excelente —declaró la mujer—. Hay artistas que se instalan en ese punto para pintar sus cuadros. Bueno, esto ocurría en otro tiempo.

—Me lo explico. Yo estoy con la idea de que he visto antes esta casa en un cuadro, en no sé qué exposición —repuso Tuppence, apresuradamente—. Por lo menos, la casa a que me refiero se parecía mucho a esta. Es posible que fuese la misma, ¿no?

—Sí que es posible. Es curioso… Viene un artista y pinta su cuadro. Más adelante, se presentan otros. Y luego, cuando en el pueblo se celebra la exposición anual, vemos que todos han ido a escoger el mismo tema, No sé por qué… Cuando no es el prado con el arroyo, o un gran roble, o un grupo de cauces, nos enfrentamos con la inevitable iglesia normanda. Los cuadros casi siempre son iguales, con escasas variantes… Claro que tengo que decirle que yo de arte no entiendo nada. Entre, entre…

—Es, usted muy amable. Y el jardín me parece muy bonito.

—¡Bah! Queda regular. Tenemos flores, un poco de huerta… Sucede que mi esposo, actualmente, no puede dedicarle toda la atención que requiere y yo no dispongo de tiempo para ocuparme de él a fondo.

—La primera vez que vi esta casa fue desde el tren —declaró Tuppence—; me fijé en ella porque precisamente por las inmediaciones el convoy aminoró la marcha. De esto hace ya algún tiempo. Suponía que no volvería a verla.

—Y ahora, al bajar por esa pendiente, se la ha encontrado de repente plantada delante de usted. Y es que en la vida ocurren cosas muy curiosas, ¿verdad?

«Menos mal —pensó Tuppence—, que hablar con esta mujer es la cosa más fácil del mundo. No he tenido siquiera que esforzarme para darle explicaciones. Aquí se arregla una con decir lo primero que se le venga a la cabeza».

—¿Quiere usted ver la casa? —inquirió la simpática bruja—. Veo que le inspira un gran interés. Es una vieja construcción, ¿sabe?, de estilo georgiano, según dicen todos. Claro que nosotros sólo disponemos de la mitad del edificio.

—Ya —contestó Tuppence—. Fue dividido en dos partes, ¿no?

—Esta es la parte posterior —manifestó la mujer—. La fachada principal queda al otro lado, el que vio usted desde el puente. Es una rara forma de dividir una casa, ¿no le parece? Yo creo que es más lógico en el sentido opuesto. ¿Me entiende? Derecha e izquierda, quiero decir.

—¿Hace mucho tiempo que vive usted aquí? —preguntó Tuppence.

—Tres años. Después de retirarse mi marido, nos dedicamos a buscar un sitio en el campo donde pudiéramos vivir tranquilamente. Algo que estuviese bien de precio… Esta vivienda nos convenía. Tenía que resultar barata forzosamente, por el hecho de encontrarse aislada. Este sitio queda lejos de cualquier poblado.

—Vi el capitel de una iglesia a cierta distancia.

—¡Ah! Eso es Sutton Chancellor. Queda a unos cuatro kilómetros de aquí. Pertenecemos a esa parroquia, desde luego, pero entre este punto y la población, no hay ninguna casa. Bueno, la aldea es muy pequeña, ¿eh? ¿Le apetece una taza de té, señora? —preguntó la mujer—. Acababa de poner la tetera en el fuego cuando la vi. Un minuto y lo tendré todo preparado —se llevó ambas manos a la boca, en forma de bocina y gritó:— ¡Amos! ¡Amos!

El hombretón que Tuppence viera trabajando en el jardín volvió la cabeza.

—El té estará servido dentro de unos minutos.

El viejo levantó una mano para dar a entender a su mujer que la había comprendido. Esta abrió la puerta de la casa, invitando a Tuppence a pasar.

—Me llamo Perry —dijo la amable bruja—. Alice Perry.

—Beresford es mi apellido.

—Entre, señora Beresford.

Tuppence tuvo una vacilación que duró unos segundos. Pensó: «Por un momento, me sentía como Hansel y Gretel. La bruja me invita a entrar en su casa. Tal vez sea una casa de mazapán… Así debería ser».

Miró a Alice Perry de nuevo y dijo que aquella no era la bruja de la casa de mazapán de Hansel y Gretel. Alice era una mujer corriente. Bueno, corriente hasta cierto punto. Se conducía con una amabilidad extraordinaria. Era extraña incluso tanta solicitud, «Estoy segura de que produce hechizos —pensó Tuppence—. Pero los suyos tienen que ser buenos». Inclinó levemente la cabeza y cruzó el umbral…

El interior era más bien oscuro. Los corredores eran pequeños. La señora Perry la hizo pasar por una cocina, entrando después las dos en un cuarto de estar. Nada había de sorprendente en la vivienda. Tuppence pensó que probablemente toda ella se reducía a una adición al cuerpo principal. Cortada horizontalmente, era estrecha. Constaba en esencia de un pasillo bastante oscuro, al que daban varias habitaciones. Ciertamente que aquel era un método muy raro de dividir una casa.

—Siéntese, que le voy a servir el té —dijo la señora Perry.

—Permítame que le ayude.

—¡Oh! No se preocupe. No tardaré ni un minuto, Está todo preparado en la bandeja.

Un leve silbido salió de la cocina. La tetera estaba a punto ya, evidentemente. La señora Perry se marchó, regresando en seguida con la bandeja, en la que Tuppence vio un plato de galletas, una jarrita de mermelada, tres tazas y varios platillos.

—Ahora que está usted dentro, me imagino que habrá sufrido una desilusión —apuntó la señora Perry.

La observación, muy aguda, se aproximaba a la verdad.

—No, ¡qué va!

—Es natural. Sucede que las dos partes de la casa no encajan; simplemente. Me refiero a la fachada y a la porción posterior. Sin embargo, la vivienda es acogedora. No hay muchas habitaciones, no hay mucha luz, pero el precio es interesante.

—¿Quién dividió la casa y por qué?

—Creo que eso fue realizado hace muchos años. Supongo que a alguien se le ocurriría que era demasiado grande. Es posible que la persona en cuestión pensara que con un rincón clásico donde pasar los fines de semana, le bastara. Fueron seleccionadas, en consecuencia, las mejores habitaciones y convirtieron el pequeño estudio que había aquí en una cocina; montaron el cuarto de aseo y un par de dormitorios y, finalmente, construyeron la pared divisoria.

—¿Quién habita en la otra parte?

—Actualmente, nadie —contestó la señora Perry—. Tome usted otra galleta, señora Beresford.

—Gracias —dijo Tuppence.

—A lo largo de estos últimos dos años, nadie ha aparecido por aquí, al menos. Ni siquiera sé quién es el propietario de la casa ahora.

—¿Y quién había aquí cuando ustedes llegaron por vez primera?

—Una mujer joven… Nos dijeron que era actriz. En realidad, casi no la vimos. De cuando en cuando, todo lo más. Venía los sábados por la noche, a hora ya avanzada, después de actuar, me imagino. Solía marcharse los domingos, por la noche, también.

—Una mujer misteriosa —subrayó Tuppence, queriendo animar a su interlocutora.

—De misteriosa la califiqué yo, sí, señora Beresford. Yo me imaginaba historias en las que ella figuraba como protagonista. En ocasiones, pensé que era como Greta Garbo. Llevaba siempre unas gafas negras y se tocaba con sombreros de alas anchas, ocultando cuidadosamente su rostro. Ahora que me acuerdo… ¡Pero si todavía llevo puesto mi sombrero picudo!

La señora Perry se quitó aquel, echándose a reír.

—Verá, usted… En Sutton Chancellor, en la parroquia, estamos ensayando ahora una obra —explicó—. Es un cuento de hadas… Va dirigido a los niños, principalmente. Yo desempeño en la obra el papel de bruja.

—¡Oh! —exclamó Tuppence, ligeramente desconcertada. A continuación, añadió—: Será divertido.

—Pues sí que lo es —contestó la mujer—. ¿Verdad que me cuadra muy bien el papel que me han asignado? —la señora Perry se echó a reír, tocándose la barbilla—. Tengo el rostro adecuado. Espero que este juego no provoque ideas raras en algunas cabezas pueblerinas. Alguien podría pensar que soy portadora de maleficios.

—No lo creo —opinó Tuppence—. Usted tiene que ser a la fuerza una bruja benéfica.

—Pues me alegro de que piense usted así. Como le iba diciendo… Esta actriz (no acierto a recordar su nombre con seguridad; me parece que se apellidaba Marchment, o algo por el estilo), no hubiera podido sospechar nunca las cosas que me imaginé en torno a ella. Apenas llegué a hablarle… Pienso a veces que era terriblemente tímida. Quizá fuese una neurótica. Se presentaban aquí reporteros que deseaban entrevistarse con esa mujer, pero nunca consiguieron su objetivo. En otras ocasiones (usted dirá que soy una tonta), le atribuía actos siniestros. Nacía esto de pensar que ella quería evitar por todos los medios a su alcance, ser reconocida. Tal vez m siquiera fuese una actriz. Tal vez la policía anduviese buscándola. Quizá, fuese una delincuente. Esto de forjar historias fantásticas es emocionante y divertido. Espacialmente cuando no se presentan muchas oportunidades de alternar con otras personas, de hablar con los demás.

—¿Nunca la acompañaba nadie en sus visitas a la casa?

—No puedo contestarle con seguridad… Desde luego, este muro que divide la casa interiormente es bastante fino, lo cual ha sido motivo de que oyéramos voces al otro lado del mismo —la señora Perry asintió—. En los fines de semana debía hacerse acompañar por un hombre. La pareja gustaría de este sitio por su soledad. Indudablemente, no querían llamar la atención de nadie.

—Un hombre casado. ¿No le parece? —sugirió Tuppence con aire conspirador.

—Sí. Debía de ser un hombre casado —confirmó a su modo la señora Perry.

—¿Y por qué no pensar que la acompañaba su esposo? Es posible que él alquilara esta casa con el propósito de asesinar a su mujer, enterrando posteriormente su cadáver en el jardín.

—¿Qué me dice? —saltó la señora Perry—. Usted es también una persona de mucha imaginación. Nunca se me pasó por la cabeza tal idea.

—Supongo que habrá alguien por ahí que esté enterado de todo lo tocante a esa mujer —apuntó Tuppence.

—Por ejemplo: los agentes vendedores de fincas… Gente así. Quizá. Bueno, con todo, yo preferí seguir en mi ignorancia. No sé si usted me entiende…

—La entiendo perfectamente, señora Perry.

—Esta casa produce una impresión rara. Una piensa a veces que entre estos muros pudieron haber sucedido las cosas más extrañas.

—¿No venía nadie a limpiar?

—Aquí es difícil contratar servicios. No hay nadie a mano.

La puerta se abrió, Entró el hombretón que Tuppence viera trabajando en el jardín: Se Dirigió al fregadero de la cocina para lavarse las manos, evidentemente. Luego cruzó aquella, penetrando en el cuarto de estar.

—Le presento a mi esposo, señora Beresford —dijo la señora Perry—. Amos, es su nombre. Tenemos una visita, Amos. Esta es la señora Beresford.

—¿Cómo está usted? —preguntó cortésmente Tuppence.

Amos Perry era un hombre alto y desgarbado. De cerca, a Tuppence le pareció de mayor estatura y corpulencia. Caminaba lentamente, viéndose en seguida que era un individuo bien musculado.

—Mucho gusto, señora Beresford —contestó simplemente.

Su voz tenía un timbre agradable y el hombre sonreía. Pero Tuppence se preguntó por un instante si aquel ser se hallaba realmente en sus cabales. En su mirada no advertía la firmeza, la energía y aplomo correspondientes a sus años. Tuppence pensó que la señora Perry podía haber estado buscando tiempo atrás un sitio tranquilo en el campo con el fin de que su esposo convaleciera de cualquier trastorno mental en un marco adecuado.

—Es muy aficionado a la jardinería —informó la señora Perry.

Con la entrada en el cuarto de su marido, la conversación empezó a languidecer. La señora Perry siguió llevando la voz cantante en aquel diálogo, pero entonces dio la impresión de haber sufrido un cambio. Se expresaba con cierto nerviosismo y parecía estar pendiente de la actitud del viejo. Tuppence se dijo que lo animaba constantemente con sus palabras, lo mismo que una madre puede animar a un hijo para que despliegue ante un visitante de circunstancias sus habilidades mejores. Estaba, evidentemente, un poco inquieta, por si se conducía inadecuadamente. Cuando hubo apurado su taza de té, Tuppence se levantó, diciendo:

—Tengo que irme. Muchas gracias por todo, señora Perry. Han sido ustedes muy amables.

—Antes de marcharse, le enseñaré el jardín —el señor Perry se puso en pie—. Vamos.

Salieron al exterior, encaminándose al sitio en que viera al hombre cavando.

—Son bonitas estas flores, ¿verdad? —inquirió él—. Hemos conseguido algunas rosas conocidas… ¿Ve usted esta? Fíjese en los pétalos, a rayas rojas y blancas.

—«Comandante Beaurepaire» —informó Tuppence.

—Nosotros aquí las denominamos «York y Lancaster». La Guerra de las Rosas… Huele bien, ¿eh?

—Tiene un perfume delicioso.

—Es mejor que las nuevas híbridas Teas.

—En más de un aspecto.

El jardín ofrecía un estado patético. Las plantas habían sido tratadas con un cuidado muy relativo. Para un aficionado sin muchas pretensiones, sin embargo, lo que veía Tuppence no estaba mal.

—Observe usted que predominan aquí los colores llamativos —informó el anciano—. A mí me gustan los colores detonantes. Hay gente que viene aquí sólo con el fin de ver nuestro jardín. Su visita es muy grata para nosotros.

—Muchas gracias —respondió Tuppence—. En mi opinión, disfrutan ustedes de una casa y de un jardín preciosos.

—Debiera usted ver el lado opuesto.

—¿Está para alquilar? ¿Es que venden esa parte de la finca? Su esposa me ha dicho que allí no vive nadie.

—No lo sabemos. No hemos visto a nadie, ni hay ningún rótulo. Nadie tampoco ha venido por aquí pretendiendo ver la casa.

—Estoy segura de que ha de ser agradable habitar una vivienda como esa.

—¿Anda usted en busca de alguna casa?

—Pues sí —replicó Tuppence, tomando una decisión sobre la marcha—. A decir verdad, estamos buscando una casita en el campo, para cuando mi marido se retire. Esto será el año que viene, probablemente, pero hemos preferido ocuparnos de este asunto con tiempo.

—Por aquí hay tranquilidad, si es eso lo que a ustedes les apetece.

—Ya me lo imagino —declaró Tuppence—. Me dirigiré a los agentes de la región. ¿Fue así como dieron ustedes con esta casa?

—Nos valimos primeramente de un anuncio en los periódicos. Luego nos dirigimos a los agentes de la propiedad inmobiliaria, sí.

—¿Dónde fue eso…? ¿En Sutton Chancellor? Este es el poblado más próximo, ¿no?

—¿Sutton Chancellor? No. Los agentes se encuentran en Market Basin. Russell & Thompson, es el nombre de la firma. Vaya usted a verlos y expóngales su caso.

—Sí que lo haré. ¿Queda muy lejos de aquí Market Basin?

—Desde aquí a Sutton Chancellor habrá poco más de tres kilómetros y desde allí a Basin siempre habrá unos diez u once… De Sutton Chancellor sale una carretera buena, pero después todos son caminos malos por los alrededores.

Tuppence procedió a despedirse del hombre.

—Adiós, señor Perry. Y muchas gracias por haberme enseñado su jardín.

—Aguarde un momento.

El señor Perry se agachó y cortó una enorme peonía.

Luego, insertó el tallo de la flor por el ojal de la solapa, en la chaqueta de Tuppence.

—Ya está. Hace bonito, ¿eh?

Por unos segundos, Tuppence sintió algo muy semejante al pánico. Aquel hombre alto y desgarbado habíala asustado de repente. El señor Perry la contempló sonriente, mirándola de soslayo, casi.

—Le cae a usted bien. Muy bien.

Tuppence pensó: «Lo que me alegro de no ser una joven en estos instantes… De ser una muchacha, creo que no me hubiera gustado mucho este gesto». Dijo adiós al hombre de nuevo y echó a andar apresuradamente, en dirección a la puerta de la finca.

Antes de salir de allí, entró en la casa para despedirse de la mujer. La señora Perry se encontraba en la cocina, lavando los útiles del servicio de té. Mecánicamente, Tuppence cogió una servilleta y comenzó a secarlos.

—Usted y su esposo han sido muy atentos conmigo. He de darles las gracias nuevamente… ¿Qué es eso?

Desde el otro lado del muro de la cocina llegó a sus oídos un agudo chillido. Alguien parecía estar arañando la pared también.

—Será algún grajo —manifestó la señora Perry—, que se ha caído por la chimenea de la otra casa. Siempre pasa lo mismo en esta época del año. La semana pasada se cayó por la nuestra otra de esas aves. Suelen hacer sus nidos en las chimeneas, ¿sabe?

—¿En la casa de al lado, dice usted?

—Sí. Ya se vuelve a oír.

Otra vez llegó a los oídos de Tuppence el chillido anterior y un rumor sordo de desesperados aleteos, los que podía producir un pájaro en apuros.

La señora Perry explicó:

—Nadie se ocupa de esa casa. Hubieran debido limpiar las chimeneas hace tiempo.

Los chillidos y aleteos se repitieron…

—¡Pobre animal! —exclamó Tuppence.

—Sé lo que le va a ocurrir. No podrá subir por la chimenea.

—Es decir, que encontrará allí la muerte.

—En efecto. He dicho antes que por nuestra chimenea cayó uno… No me acordaba. Fueron dos, realmente. Uno de ellos tenía pocos meses. Era joven… Nada más salir nosotros con él al jardín, remontó su vuelo. El otro grajo estaba muerto.

Más frenéticos aleteos y chillidos…

—¡Oh! —exclamó Tuppence—. Lo que daría por salvar a ese pobre animal de una muerte segura.

Entró en aquel momento el señor Perry.

—¿Sucede algo? —inquirió, mirando primero a su mujer y luego a Tuppence.

—Es un grajo, Amos. Debe de encontrarse en la chimenea del cuarto de estar de la casa de al lado. ¿No lo oyes?

—Ese se ha caído del nido.

—Me gustaría poder llegar hasta él y salvarlo —indicó la señora Perry.

—¡Ah! No se puede hacer nada. Se morirá del susto, ya que no de otra cosa.

—Pues entonces olerá mal.

—Desde aquí no vas a saber nunca si huele mal o bien. Eres muy blanda, Alise. Todas las mujeres lo son —insistió Amos, tornando a mirar alternativamente a su esposa y a Tuppence—. Lo sacaremos del aprieto, para que nadie se angustie. ¿Vale?

—Una de las ventanas está abierta, ¿no?

—Podemos entrar por la puerta.

—¿Qué puerta?

—La de ahí fuera, la del patio. Hay unas cuantas llaves juntas.

Amos Perry salió. Abrió poco después una pequeña puerta que daba a un pequeño recinto con macetas. Allí estaba la que conducía a la vivienda vecina. De un clavo, junto al marco, colgaba una argolla con seis o siete herrumbrosas llaves.

—Esta se ajusta a la cerradura.

La llave entró bien, pero para hacerla girar el señor Perry tuvo que hacer acopio de fuerzas. Finalmente, consiguió su propósito, oyéndose un fuerte chirrido.

—Ya entré ahí una vez —dijo el señor Perry—. Oí entonces un rumor de agua que corría… Alguien se había olvidado de cerrar el grifo adecuadamente.

Las dos mujeres le siguieron. La puerta daba a una pequeña habitación en la que se veían varios jarrones de flores, sobre un estante. Había también un fregadero con un grifo.

La segunda puerta del cuarto no se hallaba cerrada con llave. Perry la abrió y los tres se deslizaron por ella. Tuppence se dijo que aquello era como trasladarse a otro mundo. Una gruesa alfombra cubría el pavimento del corredor que recorrieron. Por otra puerta entornada llegaron a sus oídos los sonidos producidos por el ave en peligro. Amos no hizo más que empujar la hoja de madera. Su esposa y Tuppence continuaban marchando detrás de él.

Las ventanas de aquella habitación estaban cerradas. Pero había quedado entreabierto un postigo, por el cual se filtraba un poco de luz. Se advertía la hermosa alfombra que pisaban de verdosa tonalidad. Pegada a la pared había una estantería, pero nada de sillas ni mesa… Cortinas y alfombras habían sido dejadas, para que fuesen utilizadas por el siguiente inquilino.

La señora Perry se encaminó a la chimenea. Entre los hierros del piso había un pájaro que aleteaba desesperadamente, lanzando continuos chillidos. La mujer se agachó, cogiéndolo, tras lo cual dijo:

—Abre la ventana, Amos. Si es que puedes…

Amos soltó el otro postigo y levantó el pestillo, que rechinó. Tan pronto como la ventana hubo quedado abierta de par en par, la señora Perry se acercó a ella, lanzando al aire el grajo. El ave fue a parar al césped, donde aleteó un poco, dando unos cuantos saltos.

—Será mejor matarlo —opinó Perry—. No se encuentra en condiciones de remontar el vuelo.

—Déjalo un momento —dijo su esposa—. Con los pájaros una no sabe nunca a qué atenerse. Suelen recobrarse muy rápidamente. Es el temor lo que normalmente les paraliza.

La señora Perry no se equivoca. En efecto, a los pocos minutos, con un esfuerzo final, el grajo se elevaba en el aire, desapareciendo.

—Espero que no vuelva a caerse por la chimenea —declaró Alise Perry—. Es curioso lo que les pasa a estos animales. Cuando por cualquier razón penetran en un recinto cerrado, no aciertan a encontrar la salida. ¡Oh! —añadió—, ¡cuánta suciedad!

En el suelo de la chimenea había un montón de hollín, tierra y trozos de ladrillo. Evidentemente, aquella parte de la vivienda andaba necesitada de una reparación a fondo desde hacía tiempo.

—Esta casa no debiera estar deshabitada. No hay otra manera para conseguir que se conserve bien —dijo la señora Perry, mirando a su alrededor.

—Deberían cuidarla más —convino la señora Beresford—. Si aquí no entran los albañiles pronto, terminará por convertirse en un montón de escombros.

—Lo más seguro es que haya entrado agua en las habitaciones superiores, ya que los techos no estarán en mejor estado. No hay que levantar la cabeza, sin salir de aquí, para convencerse de ello.

—¡Qué pena! —exclamó Tuppence—. Desentenderse así de una casa tan bonita como esta… Esta habitación, sin ir más lejos, es muy hermosa, ¿verdad?

Ella y la señora Perry la estudiaron con todo detalle. Construida en 1790, la casa tenía en sus proporciones la gracia de muchos edificios pertenecientes a aquel período. El descolorido papel de las paredes presentaba unas desvaídas hojas de sauce…

—Esto es una ruina ahora —comentó el señor Perry. Tuppence hurgó en los escombros de la chimenea.

—Me dan ganas de pasar la escoba por aquí —confesó la señora Perry.

—Bueno, ¿y por qué has de preocuparte por una casa que no te pertenece? —inquirió su esposo—. Olvídate de ella, mujer. Mañana seguirá esto igual de mal.

Tuppence apartó unos cascotes de ladrillo con la punta de un pie.

Lanzó una exclamación de disgusto.

Había dos pájaros muertos entre el polvo. A juzgar por su aspecto, llevaban allí ya algún tiempo.

—Deben de ser del nido que cayó por la chimenea abajo hace unas semanas. Es sorprendente que esto no huela más mal.

—¿Qué es esto? —preguntó Tuppence.

Apartó algo que se hallaba escondido a medias en aquel revoltillo.

—Un pájaro muerto… No lo toque, señora Beresford —indicó Alice Perry.

—No es un pájaro —señaló Tuppence—. Es algo que también tiene que haber caído por la chimenea —se agachó un poco, contemplando lo que tenía ante los ojos con profunda atención—. Nunca me figuré… ¿Se da cuenta? Es una muñeca de una niña.

El matrimonio se fijó en lo que Tuppence les estaba mostrando. Aquello era, efectivamente, una muñeca… Lo había sido, mejor dicho, ya que ahora, con sus ropas desgarradas, quebrantada, con la cabeza colgando a medias, era un despojo. Uno de sus ojos de cristal había salido. Tuppence, sin apartar los ojos de la muñeca, dijo:

—¡Qué raro! ¿Cómo puede una muñeca trepar por las paredes de una chimenea? Esto es, sencillamente, extraordinario…