—A mí los funerales me entristecen, normalmente. ¿No te pasa a ti lo mismo? —inquirió Tuppence, dirigiéndose a su esposo.
Acababan de regresar del de tía Ada. Para participar en él se habían visto obligados a hacer un largo y molesto desplazamiento por ferrocarril, ya que el entierro se había efectuado en la aldea de Lincolnshire, a dónde habían ido a parar la mayor parte de los familiares de la anciana.
—¿Qué otro efecto podría causarte un funeral? —le preguntó Tommy, siempre razonable—. No es una ceremonia alegre.
—Eso es según los sitios —declaró Tuppence—, ahí tienes a los irlandeses, por ejemplo. La gozan en los velatorios de sus difuntos. Primeramente, lloran estrepitosamente a sus muertos y a eso sigue la bebida en abundancia, y una terrible algarabía, de juerga. A propósito, ¿te apetece beber algo? —añadió Tuppence, mirando de reojo hacia el aparador.
Tommy se acercó al mueble, sacando del mismo lo que consideró más apropiado para aquel momento: una botella de White Lady.
—¡Oh! Esto no irá mal —comentó Tuppence.
Se quitó el sombrero negro que llevaba todavía puesto, arrojándolo al otro lado de la habitación, despojándose después del abrigo.
—Odio estas ropas de luto —dijo—. Huelen siempre a bolas de naftalina, por haber estado guardadas tanto tiempo…
—No tienes por qué vestir de luto a diario —dijo Tommy.
—¡Oh! Claro. Ya lo sé. Dentro de unos momentos voy a subir a nuestra habitación para cambiarme de vestido. Me pondré un jersey escarlata para ver si así me animo un poco. Entretanto, sírveme otro White Lady.
—No sabía yo que los funerales te vestían el espíritu de fiesta.
—Te dije antes que los funerales me entristecen —manifestó ella unos minutos después, al reaparecer luciendo un vestido de color cereza, bastante chillón, adornado a la altura de un hombro con un lagarto en el que se veía un diamante y un rubí—, porque los funerales como el de tía Ada son siempre tristes. Se junta en ellos mucha gente de edad y hay pocas flores. No se observa la presencia de personas sollozantes, ni de curiosos. Se piensa en el difunto como un ser viejo y solitario, que nadie echará de menos.
—Yo me inclinaba a pensar que te sería más soportable ese funeral que el mío, por ejemplo.
—No quiero pensar en tu funeral porque prefiero irme de este mundo antes que tú. Si de todos modos, yo me viera obligada a ello, a estar en tu funeral, me figuro que asistiría a una orgía del pesar. Llevaría conmigo un puñado de pañuelos.
—¿De enlutados bordes?
—No había pensado en tal detalle, pero considero esta una acertada idea. Por otro lado, el servicio religioso del entierro es muy emotivo. Se siente una elevada. Hay un pesar real, que se sale del marco de la ceremonia. Se siente una terriblemente mal, pero produce un efecto beneficioso, a la larga.
—Te seré sincero, Tuppence, encuentro tus observaciones acerca de mi muerte y sus probables efectos en ti de evidente mal gusto. No me agrada el tema.
—De acuerdo. Hablemos de otra cosa.
—La pobre tía Ada se marchó para siempre —dijo Tommy—, y a todo esto, pacíficamente, sin sufrimientos. Todo ha pasado ya. Ahora voy a dedicarme a poner en orden mis cosas.
Tommy se aproximó a su mesa, examinando varios papeles.
—¿Dónde habré puesto la carta que recibí del señor Rockbury?
—¿Quién es el señor Rockbury? ¡Ah! ¿Te refieres al abogado que te escribió?
—Si. Para ocuparse de la liquidación de los efectos de tía Ada. Por lo visto, soy el último superviviente de la familia.
—¡Qué lástima que no te haya dejado una buena suma de dinero!
—De haber tenido dinero se lo habría dejado al Hogar de los Gatos —puntualizó Tommy—. Algo por el estilo se llevará las pocas monedas que le habrán quedado. ¿Qué puede entonces venir a parar a mis manos? Naturalmente, eso, como comprenderás, me tiene absolutamente sin cuidado.
—¿Era una mujer aficionada a los gatos?
—No lo sé. Supongo que sí. Nunca le oí hablar de ellos —Tommy reflexionó unos segundos, añadiendo—: Tengo entendido que se divertía a veces diciendo a sus viejas amistades, cuando iban a verla: «Me he acordado de ti en el testamento querida», o bien: «Este broche que tanto te gusta irá a parar a tus manos en virtud de una de las cláusulas de mi testamento». Ya verás como la única heredera, o la más beneficiada en este asunto, será la casa de los gatos esa…
—Me la imagino perfectamente a tía Ada dirigiéndose con esos términos a sus visitantes… ¿Amigas? No creo que las tuviera, realmente. Sencillamente: le gustaba traer y llevar de un lado para otro a sus conocidas. Era un diablo esa anciana, ¿no te parece? Desde luego tiene su mérito sacar algún partido de la vida cuando se cuentan tantos años como contaba ella, viéndose como se veía recluida en una residencia para ancianas. ¿Vamos a ir a Sunny Ridge?
—¿Dónde está la otra carta, la de la señorita Packard? ¡Ah! Aquí está. La puse con la de Rockbury. Sí… Me dice que hay algunas cosas allí de las que, al parecer, he pasado a ser dueño. Mi tía se llevó algunos muebles al irse a vivir a la residencia. Y, desde luego, se encuentran también algunos efectos personales. Ropas y cosas así… Tendremos que disponer de ellas. Estarán sus cartas… por el hecho de haberme nombrado su albacea habré de mediar en este asunto. No creo que haya dejado nada que deseemos nosotros conservar. Bueno… No me acordaba del pupitre que siempre me ha gustado tanto. Recuerdo que perteneció al tío William.
—Quédate con el pupitre, como recuerdo —sugirió Tuppence—. Lo demás podría ser vendido en pública subasta.
—La verdad es que tú no tienes por qué acompañarme en este desplazamiento —opinó Tommy.
—Pues creo que me gustaría visitar de nuevo Sunny Ridge.
—¿Qué dices? ¿No supone eso un fastidio para ti?
—¿Cómo va a parecerse fastidioso examinar las cosas de tía Ada? ¡Ni hablar! Siento una gran curiosidad, Tommy. Las cartas de otras personas y sus antiguas joyas despiertan siempre un gran interés… Además, tenemos la obligación de examinarlo todo detenidamente. No estaría bien que enviásemos sus efectos a los subastadores, sin más. Iremos los dos, Tommy. Quizá veamos algo que consideremos conveniente conservar en nuestro poder.
—¿Por qué deseas volver de nuevo a Sunny Ridge? Tú debes de obrar impulsada por otro motivo, ¿a que sí?
—¡Ay, querido! Esto de estar casada con alguien que la conoce a una tan a fondo tiene sus quiebras.
—Hay otro motivo, pues, ¿no?
—En realidad…
—Vamos, vamos, Tuppence. Normalmente, tú no eres aficionada a meter las narices en las cosas de los demás.
—Pienso que es mi deber —replicó Tuppence con firmeza—. Obro así porque…
—Adelante. Explícate de una vez.
—Quisiera volver a hablar con… con la anciana de la primera visita.
—¿Con quién? ¿Con la que te dijo que había una criatura muerta al otro lado de la chimenea?
—Exacto —declaró Tuppence—. Me gustaría tener ocasión de charlar de nuevo con ella. Quiero averiguar qué era realmente lo que había en su mente al decirme aquellas cosas. ¿Es que se había acordado de algo ya pasado? ¿Era aquello fruto de su fantasía? Cuanto más pienso en eso más extraordinario se me antoja el caso. Quizá hubiera imaginado una historia… ¿Se acordaba de algo referente a una chimenea y a una criatura muerta? ¿Qué es lo que la llevó a pensar que la criatura podía ser mía? ¿Doy la impresión de haber vivido la triste experiencia de perder un hijo?
—No sé qué aspecto puede ofrecer la persona que ha pasado por tan desgarrador trance —dijo Tommy—. Sea lo que sea, Tuppence, nuestra obligación nos llama allí. Ahora, me sorprende que quieras hallar un motivo de distracción en lo macabro. Asunto resuelto, querida. Escribiremos a la señorita Packard y fijaremos una fecha.