Es difícil de explicar el porqué del nombre de Sunny Ridge[1] aplicado a aquel lugar. Nada había allí que sugiriera la idea de una prominencia. El terreno era llano, lo cual se acomodaba a las circunstancias personales de los ocupantes del edificio. Poseía un jardín amplio, que no ofrecía, sin embargo, ninguna nota peculiar. La construcción era de estilo victoriano, habiendo sido conservada en buen estado gracias a las continuas reparaciones. Había unos árboles de sombra, de enormes copas. Por una de las paredes laterales de la casa corría una enredadera. En los puntos más oportunos se veían convenientemente distribuidos, varios bancos de madera, donde se podía tomar el sol con toda comodidad. Se veían sillas de jardín, también. Una terraza cubierta podía acoger a las ancianas internas, protegiéndolas contra los molestos vientos del este.
Tommy oprimió el botón del timbre, en la puerta, y él y Tuppence fueron atendidos por una joven de aire azorado, que se cubría con una bata de nylon. Luego, pasaron a un pequeño cuarto de estar y la muchacha dijo casi sin aliento:
—Voy a avisar a la señorita Packard. Les esperaba y sólo tardará unos minutos en venir. No les importará aguardar un poco, ¿verdad? Se trata de la señora Carraway. Se ha vuelto a tragar su dedal, ¿saben?
—¿Cómo demonios ha podido hacer eso? —inquirió Tuppence, sorprendida.
—Lo hace para divertirse —explicó la doncella brevemente—. Siempre anda igual.
La joven se marchó. Tuppence tomó asiento, diciendo, pensativa:
—Creo que me disgustaría mucho si por cualquier causa llegara a tragarme un dedal. Esto podría ocasionarme algunas complicaciones al depositarse el objeto en el estómago, ¿no te parece?
No tuvieron que esperar mucho, sin embargo. Se abrió la puerta del cuarto y entró la señorita Packard, disculpándose. Era una mujer muy grande, de rojizos cabellos, que contaría unos cincuenta años de edad. Tenía esos aires de calmosa eficiencia que Tommy siempre había admirado en ella.
—Lamento haberles hecho esperar, señor Beresford. ¿Cómo está usted señora Beresford? Me alegro de que también haya venido.
—Me han dicho que alguien se tragó no sé qué cosa —manifestó Tommy.
—¡Oh! Fue Marlene quien le dijo eso, ¿verdad? Pues sí…, fue la señora Carraway. Se pasa la vida tragándose objetos. Es muy difícil impedirlo, ya que una no se puede pasar las horas vigilándola. Desde luego, los chicos hacen lo mismo, con frecuencia, pero cuesta trabajo creer que tal cosa pueda constituir el pasatiempo favorito de una anciana. Y su afición va en aumento. Cada año que pasa se pone peor. Y lo más curioso es que no sufre nunca ningún daño. Es lo más extraordinario del caso.
—Es posible que su padre fuese tragasables de profesión —sugirió Tuppence.
—He aquí una idea muy interesante, señora Beresford. Quizá lográramos explicárnoslo todo con ella —la señorita Packard añadió—: Comuniqué a la señora Fanshawe su inminente visita, señor Beresford. No sé si llegó a comprender lo que le dije. No siempre le ve una despejada…
—¿Qué tal se encuentra últimamente?
—Verá usted, Creo que ha dado un bajón notable en estos últimos meses —respondió la señorita Packard inalterable—. Nunca se sabe, en realidad qué es lo que comprende o deja de comprender. Le di la noticia anoche y me contestó que tenía la seguridad de que yo estaba equivocada porque el curso aún no había terminado. Al parecer, piensa que usted está estudiando todavía. Estas pobres ancianas mezclan unas cosas con otras. Especialmente, por lo que al tiempo se refiere están siempre completamente desorientadas. Esta mañana, al volver a recordarle su probable visita me dijo que era imposible que viniese usted porque ya había fallecido. Bien —agregó, animosa—; espero que le reconozca nada más verle.
—¿Cómo va de salud? ¿Igual?
—Todo lo bien que cabe esperar a sus años. Con franqueza: me parece que no estará con nosotros mucho tiempo ya. No padece, no sufre, pero su corazón dista mucho de ser fuerte. Ha ido empeorando en este aspecto. Le hablo con tanta claridad, porque se me figura lógico que esté enterado. Así, si su fallecimiento se produjera de repente, usted no se sentiría tan impresionado…
—Le hemos traído unas flores —declaró Tuppence.
—Y una caja de bombones —dijo Tommy.
—¡Oh! Son ustedes muy amables. Se pondrá muy contenta. ¿Quieren subir ahora mismo?
Tommy y Tuppence se pusieron en pie, saliendo de la habitación detrás de la señorita Packard. Llegaron a una escalera de amplios peldaños. Cuando se deslizaban por un pasillo de la planta superior, se abrió de pronto una puerta, por la que salió una mujer muy menuda, de poco más de un metro y cincuenta centímetros de estatura, que dijo con voz chillona:
—Quiero mi chocolate, quiero mi chocolate… ¿Dónde está Jane, la enfermera? Quiero mi chocolate.
Una mujer que vestía el uniforme de enfermera salió de la habitación contigua, respondiendo:
—Vamos, vamos, querida. Ya tomó usted su chocolate. Se lo tomó hace veinte minutos, ¿no se acuerda?
—No, enfermera. Eso que dice usted no es verdad. No he tornado mi chocolate todavía. Tengo sed.
—Bien. Le serviré otra taza, si le apetece.
—No puedo beberme una segunda taza no habiéndome usted servido ninguna.
La señorita Packard llamó a una de las puertas del final del corredor, abriéndola después.
—Señorita Fanshawe —dijo alegremente—: Su sobrino ha venido a verla. ¿Qué? ¿Está usted contenta?
En una cama que quedaba al lado de la ventana del cuarto, la anciana que había allí se incorporó, apoyándose en las almohadas. Sus cabellos tenían un tono grisáceo; la faz, con muchas arrugas, era alargada, y grande la nariz. Su gesto era de desaprobación hacia todo lo circundante. Tommy dio un paso adelante.
—Hola, tía Ada —dijo—. ¿Cómo está usted?
Tía Ada no le prestó atención, dirigiéndose a la señorita Packard, irritada:
—¿Qué se propone usted al permitir así porque así la entrada de un hombre en el dormitorio de una dama? —inquirió—. En mi juventud eso hubiera sido muy censurado. ¡Y mira que decirme que este es mi sobrino! ¿De quién se trata, en realidad? ¿De un fontanero? ¿De un electricista?
—Vamos, vamos, señorita Fanshawe. Esto no está nada bien —le reprochó la señorita Packard, suavemente.
—Soy su sobrino, Thomas Beresford —declaró Tommy—. Le he traído una caja de bombones —añadió, ofreciéndosela.
—No me salga usted por ahí —respondió tía Ada—. Conozco muy bien a los individuos de su calaña. ¿Y esta mujer quién es? —añadió señalando a la señora Beresford con aire de disgusto.
—Soy Tuppence —manifestó la señora Beresford—. Su sobrina Tuppence.
—¡Tuppence! ¡Qué nombre tan ridículo! —exclamó tía Ada—. Parece el de una doncella. Mi tío Mathew tenía una criada llamada Comfort y a otra de sus servidoras le llamaban «Regocíjate-en-el-Señor». Era metodista. Pero mi tía Fanny acabó pronto con todo eso. Le anunció que la llamaría Rebecca por todo el tiempo que estuviera en su casa.
—Le he traído unas rosas —anunció Tuppence.
—Las flores no vienen bien en la habitación de una persona enferma. Acaparan todo el oxígeno.
—Las colocaré en un jarrón —dijo la señorita Packard.
—Usted no hará nada de eso. Debiera usted saber ya que sé muy bien qué es lo que me conviene.
—Tiene usted un aspecto muy bueno, tía Ada —declaró el señor Beresford.
—Nada más verle, me he dado cuenta de la clase de persona que es usted. ¿Qué pretende haciéndose pasar por mi sobrino? ¿Cómo me dijo que se llamaba? ¿Thomas?
—Sí. Thomas o Tommy.
—Nunca oí hablar de usted. Yo tuve un sobrino que se llamaba William. Lo mataron en la última guerra. Y es lo mejor que pudo ocurrirle. De haber sobrevivido, habría optado por seguir el mal camino. Estoy cansada —manifestó tía Ada, recostándose en las almohadas y mirando a la señorita Packard—. Lléveselos. No vuelva a permitir la entrada de gente extraña en mi habitación.
—Me figuré que una visita como esta la animaría —contestó la señorita Packard, imperturbable.
Tía Ada emitió una risita agresiva.
—Conforme —dijo Tuppence, despreocupadamente—. Nos iremos. Dejaré aquí las rosas. Es posible que cambie de opinión sobre las flores. Vámonos, Tommy.
Tuppence se volvió hacia la puerta.
—Adiós, tía Ada. Siento mucho que no se acuerde de mí.
Tía Ada permaneció silenciosa hasta que Tuppence hubo salido de la habitación con la señorita Packard. Tommy se dispuso a seguirlas.
—¡Eh, tú! Vuélvete, hombre —dijo tía Ada, alzando la voz—. Te conozco perfectamente. Tú eres Thomas. Tenías los cabellos rojos antes, con el color de las zanahorias. Acércate. Quiero hablar contigo. La que me disgusta es ella. No conseguirá nada alegando que es tu esposa. Estoy informada. Aquí no me traigas esa clase de mujeres. Siéntate y háblame de tu madre. ¡Tú, fuera! —añadió la anciana, agitando una mano en dirección a Tuppence, que vacilaba en la puerta.
Tuppence se retiró inmediatamente.
—No está de humor hoy —explicó la señorita Packard, tan serena como al salir, escaleras abajo—. A veces sabe ser muy desagradable. Cuesta trabajo creer en estos cambios tan radicales.
Tommy se sentó en la silla que acababa de señalarle tía Ada, declarando dulcemente que pocas cosas podía contarle de su madre, ya que esta había fallecido cuarenta años atrás. Estas palabras dejaron a la anciana tan tranquila.
—Es curioso. ¿Tanto tiempo ha transcurrido desde entonces? Bueno, es que el tiempo pasa rápidamente —la mujer examinó atentamente el rostro de Tommy—. ¿Por qué no te has casado? —inquirió—. Búscate una mujer adecuada, que sepa cuidarle. Estás metiéndote en años, ¿eh? Sepárate de todas esas mujeres perdidas. Mira que traerse una aquí, que se atreve a hablar como si fuese tu esposa…
—La próxima vez que vengamos a verla le diré a Tuppence que traiga consigo su certificado matrimonial.
—Haz de ella una mujer honesta, Tommy —recomendó tía Ada.
—Llevamos casados más de treinta años —le explicó Tommy—. Tuvimos una hija y un hijo, los cuales contrajeron matrimonio ya.
—Lo peor de todo —declaró la anciana, retirándose airosamente—, es que nadie me dice nada de nada. Si me hubierais tenido al día en lo tocante a los asuntos familiares…
Tommy no quiso iniciar una discusión. Tuppence, una vez, le habíale dado un consejo excelente: «Si alguien que haya rebasado los sesenta y cinco años te hace quedar mal, no se lo reproches ni discutas. Nunca intentes hacerle ver que tú eres quien está en lo cierto. Excúsate inmediatamente y echa la culpa de todo sobre ti, añadiendo que estás arrepentido y que jamás volverás a hacer lo que sea».
Pensó Tommy entonces que allí tenía precisamente la línea a seguir con tía Ada.
—Lo siento, tía Ada. Ya sabe lo que pasa andando el tiempo: uno tiende a olvidarse de todo. No todo el mundo tiene la dicha de conservar la memoria tan fresca como usted —declaró sin ruborizarse.
Tía Ada sonrió. Ya no habla por qué volver a hablar de aquello.
—Veo que te das cuenta… Bueno, siento haberte recibido con alguna brusquedad. Es que no me gusta que se me imponga nadie. En esta casa no se sabe nunca que va a pasar. Permiten que cualquiera entre a verte. Cualquiera. Si yo aceptara a todo el mundo, ateniéndome a lo que dicen ser, me expondría a ser asesinada y robada en mi lecho.
—Bueno, no creo en tal posibilidad, tía Ada —dijo Tommy.
—Nunca se sabe… En los periódicos se leen las cosas más raras. Y luego están aquellas que nos cuentan los demás, de viva voz. Bueno, no es que yo me crea todo lo que me dicen. Pero sí procuro mantenerme atenta, vigilante. ¿Querrás creer que el otro día hicieron pasar aquí a un individuo desconocido..? Yo era la primera vez que lo veía. El doctor Williams, se hacía llamar. Dijo que el doctor Murray se había marchado de vacaciones y que él era su nuevo compañero. ¡Un nuevo compañero o colaborador! ¿Cómo podía saber yo que no mentía? Lo dijo él y basta.
—¿Era o no su nuevo compañero?
—Bueno, en realidad, sí que lo era —manifestó tía Ada, ligeramente enojada al comprobar que perdía terreno—. Pero nadie habría podido afirmarlo con seguridad. Llegó en un coche, llevaba consigo el clásico maletín negro, con el instrumento que emplean los médicos para medir la presión sanguínea…, todos esos objetos, en fin… Es como esas cajas mágicas de los prestidigitadores. ¿Qué otra persona podía ser?
Tommy guardó silencio, aguardando las siguientes palabras de la anciana.
—Mi punto de vista es este: Cualquiera puede entrar en una casa como la nuestra, declarándose médico. Inmediatamente, sea quien sea, las enfermeras sonríen, las muy estúpidas… Doctor por aquí, doctor por allá… ¡Qué necias! Y si la paciente jura que no ha visto nunca al hombre en cuestión, ellas dirán solamente que aquella ha perdido la cabeza, que olvida fácilmente los rostros. Cuando yo, precisamente —añadió la Ada con firmeza—, me acuerdo siempre de todas las caras. ¿Qué tal se encuentra tu tía Caroline? Hace tiempo que no oigo hablar de ella. ¿La has vuelto a ver?
Tommy contestó en tono de excusa que su tía Caroline había fallecido quince años atrás. Tía Ada no encajó esta noticia con gestos de pesar. No se trataba de una hermana suya, sino de una prima hermana solamente.
—Todos se mueren —comentó la anciana con cierta complacencia—. Carecen de vigor, de energía. Sí. Eso es lo que les pasa… Un corazón defectuoso, una trombosis, coronaria, hipertensión, bronquitis crónica, artritis reumatoide… y todo lo demás. Son gente floja. Con personas así los médicos hacen su agosto. ¡Y venga a recetar cajas de inyecciones, frascos de tabletas Y jarabes! ¡Y vengan tabletas amarillas, tabletas rosadas, tabletas verdes! No me sorprendería nada que las hubiera negras también. ¡Uf! En mis buenos tiempos, con azufre y meladuras lo curaban todo. Lo mismo que en los de mi abuela. Supongo que esas cosas eran tan eficaces como otras… Como solamente se podía optar entre dos cosas, una, invariablemente, te ponía buena —la anciana asintió, satisfecha—. No se puede confiar en los médicos… ¿Te atreves tú? En cuestiones profesionales, cuando se trata de una novedad, ¡ni hablar…! A mí me han dicho que se han producido aquí muchos casos de envenenamientos. A fin de conseguir corazones para los cirujanos, me han informado. Pero yo misma no doy crédito a tales afirmaciones. La señorita Packard es una mujer que no consentiría eso jamás.
En la planta baja, la señorita Packard, siempre excusándose, indicó a Tuppence una habitación algo apartada del vestíbulo.
—Lamento lo ocurrido, señora Beresford, pero espero que comprenda: los viejos son así. Imaginan cosas fantásticas o suelen dejarse llevar por la simpatía o antipatía.
—Regir una casa como esta tiene que ser muy difícil —opinó Tuppence.
—¡Oh, no realmente! —contestó la señorita Packard—. A mí me gusta mi trabajo. Y la verdad es que tengo cariño a todas estas mujeres. Lo normal es que nos aficionemos a la gente cuyo cuidado se nos ha encomendado. Todo el mundo tiene sus antojos y extravagancias, pero estas mujeres son fáciles de gobernar cuando se sabe lo que se lleva entre manos.
»Son como criaturas, realmente —añadió la señorita Packard, con una sonrisa de indulgencia—. Sucede, sin embargo, que los niños, con su especial lógica, nos ponen a menudo en aprietos, ¿no es así? Ahora bien, estas personas ancianas lo que desean principalmente es que los que estamos a su alrededor les confirmemos sus suposiciones, que les demos la razón en todo. Por de pronto, son felices. Yo dispongo aquí de unas auxiliares magníficas. Son chicas pacientes, de buen carácter, no muy inteligentes… Verá… Es que si fuesen muy despiertas su paciencia se acabaría. ¿Qué hay, señorita Donovah?
La señorita Packard había vuelto la cabeza en dirección a una joven con pinteñez que acababa de bajar corriendo las escaleras.
—Es la señora Lockett de nuevo, señorita Packard. Dice que se está muriendo y quiere que la visite el médico.
—¡Oh! —exclamó la señorita Packard, siempre serena—. ¿De qué se muere esta vez?
—Afirma que en las setas de la comida de ayer debía de haber restos de algún fungicida y que se ha envenenado.
—Eso es nuevo. Subiré para hablar con ella. Siento dejarla a usted sola unos momentos, señora Beresford. Ahí encontrará varias revistas y periódicos para entretenerse.
—No se preocupe por mí.
Tuppence penetró en el cuarto que le había señalado la directora del establecimiento. Era una estancia agradable, que daba a un jardín, por medio de unas puertas grandes de cristales. Había allí unos sillones y jarrones con flores sobre las mesitas. Adosada a una de las paredes se encontraba una estantería repleta de novelas y libros de viajes. Sobre una de las mesas había diversas revistas.
En aquel instante no había más que una persona en la habitación. Era una anciana de blancos cabellos, peinados hacia atrás. Tenía un vaso de leche en las manos y se había quedado con la vista fija en el mismo. Su faz era de un tono rosado claro. Sonrió afectuosamente al ver entrar a Tuppence.
—Buenos días —dijo—. ¿Va usted a vivir aquí, con nosotras o está en la casa de visita?
—Estoy de visita —respondió Tuppence—. Una tía mía reside aquí. Mi marido está hablando con ella en estos instantes. Pensamos que los dos a la vez en su cuarto podría suponer un poco de agobio para ella.
—Es una atención por su parte —respondió la anciana. A continuación tomó un sorbo de leche—. Me pregunto… No, creo que es correcto. ¿Le gustaría a usted tomar algo? ¿Una taza de té, de café, quizá? Voy a hacer sonar el timbre… Atienden bien, aquí.
—No, gracias —contestó Tuppence—. De veras.
—¿Un vaso de leche, tal vez? Hoy no está envenenada.
—No, no… Nosotros estaremos aquí ya solamente unos minutos.
—Muy bien… Pero su deseo no daría lugar aquí a molestias, realmente. Nadie piensa en tal cosa dentro de estas paredes. A menos, que usted pida algo imposible.
—Yo me atrevería a decir que mí tía es de las que piden imposibles —declaró Tuppence—. Mi tía es la señorita Fanshawe.
—¡Ola, la señorita Fanshawe! —exclamó la anciana—. La conozco claro.
Algo pareció contener su locuacidad, pero Tuppence añadió despreocupadamente:
—Es más bien una gruñona. Siempre lo ha sido.
—Tiene usted razón. Yo tuve una tía que era así también. Y su endiablado genio empeora con los años. Todas nosotras, no obstante, queremos a la señorita Fansliavve. Es muy, muy divertida cuando ella quiere…
—Sí sí…
Tuppence reflexionó, considerando la figura de tía Ada bajo nueva luz.
—Hablando de los demás es muy acre —añadió la anciana—. ¡Ah! Mi apellido es Lancaster… Señora Lancaster.
—El mío es Beresford.
—A veces una pone malicia en las cosas. Es inevitable, Hay que oír a su tía en sus descripciones de otras internas aquí y los comentarios que formula. Es verdad que una no debiera encontrar esto divertido, pero…
—¿Hace tiempo ya que reside aquí?
—Si, hace algún tiempo ya. Veamos… Siete, ocho años, Deben de ser más —la mujer suspiró—. Una llega a perder el contacto con ciertas cosas Y con la gente también. Los parientes que me quedan viven en el extranjero.
—Será triste eso.
—Pues no, en realidad, no. No me importa demasiado, la verdad. Ni siquiera los conocía muy bien. Sufrí una grave enfermedad, muy grave, y me encontraba sola en el mundo, por lo cual ellos pensaron que me hallaría mejor en una casa como esta. Me considero afortunada por haber venido a parar aquí. La gente que me rodea es amable, comprensiva. Y los jardines son realmente deliciosos. Sé perfectamente que no podría vivir apartada de los demás, ya que sufro confusiones lamentables —la anciana se tocó la frente con la palma de una mano—. Aquí dentro unas cosas con otras. No siempre determinados acontecimientos consigo recordar bien.
—Es una pena. Pero claro, siempre surge algún achaque que otro…
—Hay enfermedades que resultan muy dolorosas. Hay aquí dos internas que padecen artritis reumatoide. Sufren terriblemente. Tal vez sea beneficioso esto de no ver con claridad lo que ha sucedido a nuestro alrededor, no saber identificar a las personas. Físicamente, por lo menos, eso no duele.
—Yo pienso que quizá tenga usted razón —manifestó Tuppence.
Se abrió la puerta de la habitación y entró en ella una joven portadora de una bandeja, en la que había dos tazas, una cafetera y un platito con un par de bizcochos. La muchacha colocó la bandeja junto a Tuppence.
—La señorita Packard se figuró que le agradaría tomar una taza de café —declaró.
—Muchas gracias.
La chica salió de la estancia y la señora Lancaster dijo:
—Ya lo ve usted, son muy atentos, ¿verdad?
—En efecto.
Tuppence vertió un poco de café en su taza, tomando un sorbo. Las dos mujeres guardaron silencio durante unos momentos. Luego, Tuppence ofreció el platito con los bizcochos a la anciana, pero esta hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
—No, gracias, querida. Con mi vaso de leche tengo suficiente por ahora.
Dejó el vaso sobre la mesita y se recostó en su asiento, entornando los ojos. Tuppence pensó que tal vez aquella fuera la hora de la mañana en que su acompañante descabezaba un sueño. En consecuencia, decidió seguir callada. Después, de repente, la señora Lancaster pareció experimentar un sobresalto, despertándose. Abrió los ojos y dijo a Tuppence:
—Me he fijado en que miraba usted hacia la chimenea.
—¡Oh! ¿Sí? —inquirió Tuppence, algo impresionada.
—Sí. Me lo preguntaba… —la anciana se inclinó hacia delante, bajando la voz—. Perdone… ¿Pensaba usted en su pobre criatura?
Tuppence, desconcertada, no supo qué responder.
—Yo… No, creo que no —acertó a decir después.
—Me hice esa pregunta, sí. Me figuré que había venido aquí por esa causa. Alguien tenía que aparecer por esta casa, transcurrido algún tiempo. Quizás ellos lo quisieran así… Ahí es donde está, ¿sabe? Detrás de la chimenea.
—¿Sí?
—Siempre a la misma hora —siguió diciendo la señora Lancaster, todavía en voz baja—. Siempre a la misma hora del día —levantó la vista, fijándola en la repisa de la chimenea y Tuppence imitó un gesto—: Las once y diez. Sí. Siempre a la misma hora, todas las mañanas.
La anciana suspiró.
—La gente no comprende… Les dije lo que yo sabía. ¡Pero no me creyeron!
Tuppence sintió un gran alivio al advertir que en aquel momento la puerta de la estancia comenzó a abrirse. Entró Tommy. Tuppence se puso en pie.
—¿Nos vamos ya, Tommy? —Tuppence se encaminó hacia la puerta, volviendo la cabeza para saludar a la anciana—. Usted lo pase bien, señora Lancaster.
—¿Qué tal te ha ido por aquí? —inquirió Tommy al emerger los dos en el vestíbulo.
—Bien. ¿Y a ti?
—Después de marcharte tú, me he sentido como si me hallara en una casa en llamas —declaró Tommy.
—Al parecer, le caí mal a tu tía ¿eh? Es magnífico, según como se mire lo sucedido.
—¿Por qué magnífico?
—Hombre, a mi edad, y dada mi apariencia limpia, respetable y ligeramente vulgar, es halagador que alguien la tome a una por una depravada mujer, por una mujer fatal, saturada de sensuales encantos.
—¡Qué tonta eres! —respondió Tommy, pellizcándola en un brazo afectuosamente—. ¿Con quién alternabas ahí dentro? Me dio la impresión de ser una persona muy simpática esa anciana.
—Sí que lo es, la pobre vieja. Lo malo es que no anda muy bien de la cabeza.
—¿Qué no anda bien de la cabeza, dices?
—Sí. Al parecer, está convencida de que hay una criatura muerta detrás de la chimenea o algo por el estilo. Me preguntó si se trataba de mi pobre hijo.
—¡Qué lástima! Supongo que aquí tendrán que admitir personas que no tengan su cabeza en orden. Habrá otras, en cambio, que no presenten más inconveniente natural que el de una edad avanzada. Aun así, es muy agradable.
—Sí que lo es, efectivamente —declaró Tuppence—. Es una mujer muy agradable, muy dulce. ¿Qué es concretamente lo que motivará sus curiosas fantasías?
Surgió la señora Packard de repente ante ellos.
—Adiós, señora Beresford. Supongo que la habrán servido una taza de café.
—Sí, sí. Es usted muy amable. Muchas gracias.
—Nos ha complacido mucho su visita, señora Beresford —la señorita Packard se volvió ahora hacia Tommy—. Tengo entendido que al final su tía se ha alegrado mucho de verle. Lamento que haya sido tan brusca con su esposa.
—Yo creo que ella ha disfrutado lo suyo conduciéndose así —señaló Tuppence.
—Sí. Tiene usted razón. Le gusta mostrarse ruda con los demás. Desgraciadamente, es algo que no le cuesta trabajo.
—Por el hecho de ensayar a menudo tal comportamiento —dijo Tommy.
—Ustedes son muy comprensivos —opinó la señorita Packard.
—He estado charlando con la señora Lancaster —declaró Tuppence—. ¿No es ese su apellido?
—Sí, sí, la señora Lancaster… Todas la queremos mucho. Es un poco especial, ¿no? Bueno. Tiene una gran imaginación —manifestó la señorita Packard indulgentemente—. Hay varias ancianas aquí por el estilo. Son inofensivas. Verán ustedes… piensan en cosas que creen haber vivido. Otras veces, las relacionan con distintas personas. Nosotras hacemos como que no nos damos cuenta; procuramos no animarlas en sus disparatadas figuraciones. Les seguimos la corriente. A mí me parece que se trata tan sólo de un ejercicio mental, que da lugar a fantasías que les hubiera gustado vivir. Son siempre cosas emocionantes, de carácter serio, trágico. Es igual. No se desarrollan en estas mujeres manías persecutorias, a Dios gracias. Nunca se nos han dado tales casos.
—Bien. Esto se ha acabado —dijo Tommy con un suspiro, al subir al coche—. No tenemos necesidad de volver por aquí hasta dentro de seis meses, por lo menos.
No había de ser necesario tampoco aquello, ya que tía Ada, tres semanas más tarde, falleció mientras dormía.