Capítulo I

Tía Ada

El señor y la señora Beresford se hallaban sentados a la mesa, frente a los platos de su desayuno. Formaban una pareja corriente. Centenares de parejas exactamente iguales que aquella, se encontraban desayunando en aquellos momentos, distribuidas por toda Inglaterra. También el día era uno más entre otros, de esos que se dan cinco veces por semana. Todo indicaba que iba a llover, pero esto no era seguro.

Los cabellos del señor Beresford habían sido rojos en otro tiempo. Todavía se observaban huellas de su tono rojizo de antaño en ellos, pero ya no conservaban ese peculiar matiz grisáceo que distingue las cabezas de los pelirrojos, a menudo, al cruzar la meta del camino medio de la vida…

Los de la señora Beresford habían sido negros y rizados, además de espesos. Ahora, el tono oscuro estaba adulterado por efecto de las canas, al azar, aparentemente. El aspecto de aquella cabeza femenina era más bien agradable. La señora Beresford había pensado más de una vez en teñirse el pelo, diciendo siempre al final que le gustaba más presentarse tal como era, lo más natural posible. Había optado, en cambio, por usar un nuevo tono de carmín para los labios, para dar más color a su rostro.

Una pareja ya entrada en años, dos personas que desayunaban juntas. Una pareja agradable, pero que no presentaba nada sobresaliente. Es lo que habría pensado un hipotético espectador. De haber sido este espectador joven, hombre o mujer, habría completado su pensamiento con otra idea: «¡Oh, sí! Una pareja muy agradable, por supuesto, pero mortalmente aburrida, como sucede con todos los viejos».

Sin embargo, el señor y la señora Beresford no habían llegado todavía a esta etapa de la vida en que la gente se considera vieja. Y no tenían la menor idea de que ellos y otros muchos como ellos eran considerados «mortalmente aburridos» por sólo esa razón. La idea partía de los jóvenes, naturalmente… Pero entonces ellos habrían pensado indulgentemente que aquellos no saben de la vida absolutamente nada. ¡Pobrecillos! Siempre andaban preocupados con sus exámenes, cuando no con su problema sexual o la compra de unas ropas extraordinarias; en otras ocasiones hacían cosas notables con sus peinados, para llamar más la atención. El señor y la señora Beresford, desde su punto de vista, se hallaban en la flor de la vida. Encontrábanse a gusto uno en la compañía del otro y pasaban los días del modo más tranquilo y también más agradablemente posible.

Había momentos especiales en su existencia, momentos aparte de los normales. ¿Quién no los tiene? El señor Beresford abrió un sobre, echó un vistazo a la carta que sacó del mismo y la dejó caer con otras colocadas a su izquierda. Cogió el siguiente, pero no lo abrió… Ni lo miraba siquiera. Se había quedado con la vista fija en las tostadas. Su esposa estuvo observándole unos segundos antes de preguntarle:

—¿Qué te pasa, Tommy?

—¿Qué me pasa? —inquirió él, distraído.

—Sí, es lo que te he preguntado.

—No me pasa nada, ¿qué me va a pasar?

—En este momento estabas pensando en algo —dijo Tuppence, acusadora.

—La verdad: creo que no pensaba en rada, en absoluto.

—¡Oh, sí, sí! ¿Ha ocurrido algo?

—Por supuesto que no. ¿Qué podía ocurrir? —el señor Beresford añadió—: He recibido la cuenta del fontanero.

—¡Ah! —exclamó Tuppence, con el aire de una persona que sabe ya a qué atenerse—. Más de lo que tú esperabas, me imagino.

—Naturalmente —respondió Tommy—. Siempre es así.

—Yo no sé por qué no nos dedicamos a aprender algo de fontanería —declaró Tuppence—. Si tú lo hicieras, yo podría ayudarte. Seguro que ganaríamos dinero.

—Demostramos ser muy cortos de entendimiento al no descubrir estas oportunidades.

—¿Era la cuenta del fontanero lo que estabas viendo ahora?

—Pues no. Se trataba de otra cosa…

—¿Noticias referentes a la delincuencia juvenil…? ¿Problemas sobre la integración racial?

—No. Van a abrir otro hogar para las personas ancianas.

—Es de lamentar, desde luego —dijo Tuppence—. No comprendo, sin embargo, por qué ha de preocuparte eso.

—¡Oh! No pensaba en ello.

—Bien… ¿En qué pensabas entonces?

—Me imagino que fue lo que me hizo recordar…

—Habla, hombre —insistió Tuppence—. Sabes que al final me lo vas a contar todo.

—Realmente, no se trata de nada importante. Pensé que quizá… Bueno, pensaba en tía Ada.

—¡Oh! Ya —contestó Tuppence, comprendiendo de pronto—. Sí —añadió en voz baja, reflexiva—. Tía Ada… —Sus miradas se encontraron—. Lamentablemente cierto: en la actualidad no existe ni una sola familia que no se enfrente con el problema que podría denominarse «de la tía Ada». Los nombres difieren de una casa a otra: tía Amelia, tía Susan, tía Cathy o tía Joan. Cuando no se trata de una tía es una abuela, o una prima o de un pariente de uno u otro sexo, siempre entrado en años. Estos seres originan problemas que no se pueden eludir. Hay que adoptar determinadas medidas. Es preciso enterarse de qué establecimientos existen para cuidar de estas personas; es necesario formular preguntas sobre ellos. Hay que buscarse recomendaciones de médicos o amigos que en su día solucionaron sus problemas concernientes a las tía Ada respectivas, quienes «vivieron felices hasta el momento de su muerte» en esta o aquella residencia.

Pasaron los días en que tía Elizabeth, tía Ada y las demás vivían felices en sus casas, donde habían pasado casi todos los años de su existencia, cuidadas por servidores devotos, que algunas veces resultaban un tanto tiránicos. Ambas partes se sentían satisfechas por igual con el convenio establecido. O bien estaban los innumerables parientes pobres, las sobrinas indigentes y las primas solteronas, medio tontas todas ellas, suspirando por un hogar cómodo donde comer tres veces al día y disponer de un buen dormitorio. La oferta y la demanda se hallaban equilibradas y todo marchaba bien. Ahora las cosas habían cambiado.

Para las tías Adas de hoy han de darse los pasos adecuados, pensando en su instalación definitiva. No es posible dejarlas en sus casas solas, a causa de su artritis o de su reuma; en idénticas condiciones se encuentra la persona que padece de bronquitis, y también las que se disgustan por cualquier cosa con sus vecinos o insultan a los vendedores domiciliarios.

Desgraciadamente, las tías Adas presentan más problemas que los seres situados en el extremo opuesto de la escala de la edad. Los niños pequeños son instalados en los hogares de infancia, entregados a otros parientes o enviados a colegios adecuados. Y nunca formulan objeciones al conocer las medidas adoptadas con respecto a ellos. Las tías Adas son diferentes. La de Tuppence Beresford —tía abuela—, había originado no pocos conflictos. Era imposible dejarla satisfecha. A lo mejor entraba en un establecimiento completamente garantizado, dotado de todas las comodidades para considerarlo un hogar, escribiendo a su sobrina varias cartas sucesivas elogiando aquella particular institución, para, más tarde, sin previo aviso coger la puerta y marcharse.

—¡Imposible! ¡No podía estar allí ni un minuto más! —En el período de un año, tía Ada, primero había estado en once establecimientos de aquella clase. Por último, escribió a su sobrina diciéndole que había conocido a un joven encantador. «Un joven muy cariñoso, realmente. Perdió a su madre cuando contaba él pocos años. Necesita que lo cuiden. He alquilado un piso y se vendrá a vivir conmigo. Este plan nos conviene a los dos. Tenemos afinidades naturales. Ya no tienes por qué estar inquieta, querida Prudence. Mi futuro ha quedado ordenado. Mañana iré a ver a mi abogado, por si tengo que firmar algún documento en favor de Mervyn, en el caso de que yo muera antes que él, lo cual cae dentro del curso natural de la vida, por supuesto. No obstante, te aseguro que me encuentro magníficamente de saluda».

Tuppence se había apresurado a trasladarse al norte (el episodio había tenido por escenario Aberdeen). Pero sucedió que se le había adelantado la policía, la cual se llevó el flamante Mervyn, personaje tras el que los agentes andaban desde hacia algún tiempo. Había sido acusado de obtener dinero valiéndose de ciertas tretas en completo desacuerdo con las buenas costumbres. Tía Primrose se había mostrado muy indignada, calificando aquello de persecución. Pero luego, en posesión de los informes facilitados por el fiscal, relativos a veinticinco casos parecidos, se había visto obligada a mirar a su protegido de otro modo.

—Creo que debiera ir a echarle un vistazo a la tía Ada, ¿sabes, Tuppence? —dijo Tommy—. Hace demasiado tiempo que no la vemos…

—Supongo que tienes razón —declaró ella, sin entusiasmo—. ¿Cuándo hablamos con ella por última vez?

Tommy reflexionó un momento.

—Ha pasado un año casi, me parece.

—Más, más, seguramente.

—¡Cómo corren los meses, querida! Debes estar en lo cierto, Tuppence —Tommy hizo un rápido cálculo mental—. ¡Y con qué facilidad olvida uno! Me sabe mal, realmente…

—Bueno, tampoco tiene por qué reprocharte nada. Después de todo, siempre que necesita alguna cosa, se la enviamos y le escribimos con frecuencia.

—Claro, claro. Nadie duda de tu eficiencia, Tuppence. Sin embargo, a veces tiene uno ocasión de leer cosas que producen asombro, que nos dejan perplejos.

—Ahora estás pensando en ese libro terrible que adquirimos últimamente —acusó Tuppence—. Era terrible lo de las pobres ancianas. ¡Y cómo sufrían!

—Supongo que todo era verdad, que el tema había sido extraído de la vida.

—Sí. Deben de existir sitios como aquel. Y hay gente que es muy desgraciada, que no puede hacer nada para dejar de serlo. Pero ante eso, Tommy, ¿qué se puede intentar?

—Lo único que se puede hacer, por parte de cada uno, es andar con el máximo cuidado. Hay que examinar con detenimiento lo que se escoge, efectuar averiguaciones… En el caso de tía Ada, lo que conviene es dar con un médico apropiado, atento, amable.

—Nadie mejor que el doctor Murray, tienes que reconocerlo.

—Sí —De los ojos de Tommy desapareció la mirada de preocupación—. Murray es un tipo excelente. Es amable, tiene paciencia… De haber marchado algo mal, lo, hubiera hecho saber.

—En consecuencia, me parece que no hay motivos para que estés preocupado. ¿Qué edad tendrá ella ahora?

—Ochenta y dos años… —respondió Tommy—. No, no… Creo que son ochenta y tres. Esto de sobrevivir a todo el mundo debe de ser terrible.

—Es lo que pensamos nosotros —alegó Tuppence—. No es esa la idea de ellas.

—¿Y tú qué sabes?

—Estoy segura de eso por lo que a tía Ada respecta, ¿es que no te acuerdas de la satisfacción con que hacía recuento delante de nosotros de los amigos y amigas que no habían podido alcanzar su edad? Terminó diciendo: «… y en cuanto a Amy Morgan, he oído afirmar que no durará más de seis meses ya. Ella sostenía siempre que yo era una persona muy endeble y mira por donde resulta ahora prácticamente cierto que voy a sobrevivirla. Con muchos años de diferencia, además». Su aire, recuérdalo, era de consumado triunfo ante esa perspectiva.

—Sin embargo…

—Ya sé lo que piensas. Pese a todo, crees que es nuestro deber atenderla e ir a verla.

—¿Y no crees que tengo razón?

—Desgraciadamente —manifestó Tuppence—, creo que la tienes. Indudablemente. Yo te acompañaré —añadió Tuppence, con una inflexión en la voz que hablaba de heroísmo.

—No —respondió Tommy—. ¿Por qué habías de ir tú? Se trata de una tía mía. Iré yo solo.

—Ni hablar, querido —manifestó la señora Beresford—. Quiero sufrir contigo. Aguantaremos eso juntos. Tú pasarás un mal rato y yo también. Y tía Ada tampoco va a disfrutar mucho, desde luego. Me hago cargo, no obstante, de que es una de esas cosas que hay que hacer.

—No, no quiero que me acompañes. ¿No te acuerdas de la rudeza con que te trató la última vez que nos vimos?

—¡Oh! No me importa —declaró Tuppence—, probablemente, no tendrá ocasión de atender a otras visitas. Si se enfrenta conmigo adoptando una actitud desagradable, no pienso hacerle ningún desplante, descuida.

—Siempre fuiste muy atenta con ella, a pesar de que no te ha sido nunca simpática.

—Tía Ada es una de esas personas que no caen bien a nadie.

—Sin embargo, a uno le dan mucha lástima esas mismas personas cuando alcanzan una edad avanzada.

——A mí siguen pareciéndome insoportables. Mi carácter es menos placentero que el tuyo.

—Para ser mujer, resultas mucho más brusca —dijo, Tommy.

—Pues sí, es posible. Lo que pasa es que las mujeres sólo disponemos de tiempo para mostrarnos realistas. Quiero decir que la gente me da lástima cuando cae enferma o entra en la ancianidad, siempre y cuando se trate de personas agradables. Pero si no lo son…, bueno, la cosa difiere, tengo que reconocerlo. Si tú eres antipático a los veinte años, y sigues lo mismo a los cuarenta, y empeoras al cumplir los sesenta, convirtiéndote en un auténtico diablo al alcanzar los ochenta… Bueno, realmente, es que no comprendo por qué razón ha de sentir lástima por los que se han hecho viejos, únicamente por eso. Imposible cambiar. Conozco algunas mujeres que han cumplido los setenta y los ochenta. Está la señora Beauchamps, y Mary Carr, y la abuela del panadero, la señora Poplet, que hacía en otro tiempo las faenas de limpieza de nuestra casa. Todas ellas eran estupendas, cariñosas y yo habría hecho todo lo que me hubieran pedido…

—Está bien, está bien, mujer. Sigue siendo realista, si ese es tu gusto. Ahora, si deseas portarte noblemente, y de veras, deseas acompañarme…

—Quiero acompañarte —dijo Tuppence—. En fin de cuentas, yo me casé contigo para compartir tanto los momentos buenos como los malos. Así que la visita a tía Ada es, decididamente, uno de tales instantes malísimos. Nos presentaremos delante de ella cogidos de la mano. Le llevaremos un ramo de flores y una caja de bombones y una revista o dos, quizá. Ya podías estar escribiendo a la señorita «No-sé-qué» anunciándole nuestra llegada.

—¿Vamos la semana que viene? El martes me iría bien a mí. Si tú no tienes ningún inconveniente…

—¿Tú dices que el martes? Pues, el martes… ¿Cómo se llama esa mujer? No consigo recordar su nombre… Me refiero a la encargada, directora, superintendente del establecimiento, o lo que sea… El apellido empieza con una P.

—La señora Packard.

—Es verdad.

—Es posible que esta vez todo se nos antoje diferente.

—¿Diferente?

—Sí…, no sé qué decirte… Quizá suceda allí algo interesante.

—Tal vez tengamos un accidente de ferrocarril durante el desplazamiento —dijo Tuppence, con el rostro radiante.

—¿Por qué diablos deseas que tengamos un accidente de ferrocarril?

—No lo sé, desde luego. Sólo era que…

—¿Qué?

—Bien. Podríamos vivir una aventura, ¿no? ¿Y si se presenta la ocasión de salvar la vida a alguien? Seríamos útiles y además viviríamos unas horas de emoción.

—¡Qué cosas se te ocurren!

—Verás —contestó Tuppence—. Esta es una de esas raras ideas que de cuando en cuando nos pasan por la cabeza…