Theo tiene cinco años…
y domina la resistencia pasiva
—Ha sido un parto difícil, ¿eh, Theo?
—¿Por qué un parto? —pregunta él.
—Bueno, se dice así.
Theo pone una de las treinta y cuatro muecas que tiene ensayadas para mostrar desprecio (la que dibuja asomando uno de los incisivos por encima del labio inferior).
—¿Ha nacido alguien, o qué?
—No, Theo.
—¿Quién?
Entonces elige una de las treinta y cuatro miradas penetrantes de las que sabe hacer uso: la de los ojos muy abiertos, la que recuerda al actor Horst Tappert. No le imita; él nunca ha visto la serie del inspector jefe Derrick; es puro talento, le sale de manera natural.
—No ha nacido nadie, Theo, no es eso.
—Pero tú lo has dicho.
—Sí, lo he dicho, pero no es lo que quería decir, es en sentido figurado, Theo.
—¿El Niño Jesús?
—No, que no ha nacido nadie, Theo.
—Sí, ha nacido el Niño Jesús —dice él.
Tiene las mejillas arreboladas, como dos melocotones; ésa es una de las treinta y cuatro señales que indican que está entrando en una fase de cierta incomodidad. Y es que Theo puede llegar a resultar muy, muy incómodo si le apetece. Y ahora le apetece mucho.
—Vale, Theo. Ha nacido el Niño Jesús.
Ha sido lo más inteligente que podía hacer. La resistencia no lleva a ninguna parte (a no ser que esa resistencia proceda de Theo). Él se ríe y me mira con compasión. La victoria le ha resultado casi incluso demasiado fácil.
¿Dónde nos habíamos quedado? ¡Ah, sí! En lo del parto difícil. Theo tiene cinco años y ha alcanzado el punto álgido en el ejercicio del poder. Ya no deja que le hagan entrevistas, sólo responde sus propias preguntas y lo hace, a menudo, sin profundizar mucho. Ya no saca a colación citas con las que contentar fácilmente al auditorio; sus mejores historias no las comparte y sus experiencias más bonitas las celebra consigo mismo. Él es de carácter alegre; pero no soporta que haya rostros sonrientes a su alrededor. Le encantan las bromas; pero única y exclusivamente las que hace él.
Todo ser humano atraviesa en algún momento de su vida la fase de los chistes malos con el lenguaje. Todos pasamos por ella. Algunos se quedan ahí estancados. Hay a quien le llega a los veinte o a los treinta años y ya no se le pasa. Esta gente es la que de mayor todavía dice «¡Diga melón!» en vez de «¡Dígame!», o «ya avestruz» en vez de «ya ves tú», «flan sin nata» en vez de «Frank Sinatra», o «tienes que cambiar el chic» en vez del «chip».
Theo tiene esa fase ahora. Es corta pero intensa. Le dices: «Theo, por favor, no te pintarrajees con el bolígrafo». Entonces él se sigue pintarrajeando y dice: «Polígrafo, molígrapo, coligrafón, folífrafo…». Así puede pasarse horas. La palabra «bolígrafo» le da juego durante todo el tiempo que necesita para terminar tranquilamente con la decoración de todo el cuerpo. Cada dos palabras se parte de risa, encantado con su creación lingüística. Las objeciones como: «Theo, por favor, me estás poniendo nervioso», le dan pie para un nuevo «Policarpo» o «Boliántropo». Si le dices: «Theo, ya no tiene gracia», entonces él se alegra en secreto viendo la cara avinagrada de las personas que ya no encuentran el juego divertido.
Prefiere que a su alrededor haya rostros severos. Lo que más le gusta es la metamorfosis; es decir, ver cómo el tutor correspondiente se va poniendo cada vez más rígido hasta decir: «Theo, ¿quieres que me enfade de verdad?». Efectivamente. Ése es su deseo. Es su juego; se llama «¿Hasta dónde puedo llegar?», y durante, él se escucha: «¡Theo, ya vale!», pero no va en serio; o también: «Theo, ¡deja eso ahora mismo!», y entonces se pone más emocionante y empiezan todas esas frases condicionales con «si»: «Si no paras, vas a…». Es muy divertido. En realidad, él sabe que no hay nada más inofensivo que una serie de amenazas proferidas en ese tono.
Theo ha descubierto la insumisión. Quiere conocer sus límites. Pero por desgracia nunca llega tan lejos. Antes de eso, son los pedagogos los que llegan a los suyos; y de su boca empiezan a salir frases que nunca se habrían imaginado decir antes del nacimiento de Theo: «Ya estás yendo demasiado lejos». «¿En qué idioma quieres que te lo diga?». «Esto ya pasa de castaño a oscuro».
Y, en algún momento, estallan, lo fulminan con la mirada, le gritan, se ponen rojos, le quitan de las manos inocentes instrumentos de percusión como cucharas torcidas o plátanos deformados, acaban brutalmente con el espacio sonoro que tanto esfuerzo le ha costado construir o, y eso ya es el colmo, le mandan, sin piedad, a la cama. A él no le queda más remedio que asumir todos esos actos desagradables. Por suerte no puede pasarle nada peor; porque lo cierto es que todos le aman y también él les quiere a ellos, con todos sus defectos; lo que pasa es que a veces se creen que tienen que ser «consecuentes» a costa de Theo.
Pero ¿dónde nos habíamos quedado? ¡Ah, sí! En lo del parto difícil. Theo no ha aportado nada a esta crónica. Prefiere jugar con su camión número 86. Y lo hace emitiendo los clásicos ruidos que se producen a diario cuando la vida transcurre sobre cuatro ruedas: «tschschschsch» (adherencia a la calzada), «brumbrum» (motor), «ñiiiiiii» (frenos), «bam-purrum-cras-grrrrr» (colisión múltiple, destrozos por todas partes, libros que caen de las estanterías, abolladura en el ropero, alfombra devastada: la imagen del horror).
—¿Qué escribo, Theo?
—Yo qué sé. Tschschschschsch… —dice él.
—Si tú no me cuentas nada, no puedo escribir nada, Theo.
—Pues escribe algo divertido. Brum, brum…
—Pues cuéntame algo divertido.
—Escribe algo que ya hayas escrito. Ñiiiiiiií.
—Pero eso ya se lo sabe la gente.
—Todos no, bampurrumcrasgrrrrr…
En eso tiene razón. Tal vez llegue a ser escritor. No, será camionero.
—Yo soy el camionero y tú eres el tráiler —me dice.
¿Ven ustedes ahora cómo funciona el reparto de papeles?
Es una lástima que no quiera contar nada, porque en el último año ha vivido más que nunca y ha logrado rendimientos excelentes. Por ejemplo, ha aprendido a tocar la flauta dulce.
—Pero sólo la, do, re y sol —interviene.
—En marzo aprendió a esquiar en Salzburgo —informan sus padres.
—¡Qué pasada, Theo! ¿Te gustó?
—Sí —dice entre dientes. Y muestra una de sus treinta y cuatro sonrisas artificiales (la que le dibuja una arruga en forma de anzuelo por debajo de la mejilla izquierda).
En verano aprendió a nadar en Italia.
—¡Qué guay, Theo! ¿Y cómo fue?
—Ya no me acuerdo —contesta—, hace mucho tiempo.
En otoño estuvo en una exposición de Harley Davidson.
—Genial, Theo. ¿Estuvo bien?
—Claro —responde ya irritado.
Practicar senderismo, montar en bici, ir en barco, conducir, hacer trabajos manuales, dibujar, pegarse los dedos con cola superadhesiva, leer, hacer cuentas… Nada le plantea problemas. Pero nada se convierte en tema de escritura.
—Yo sé cómo se escribe «mamá» —dice en un arrebato de misericordia.
—¿En serio, Theo? ¿Cómo?
—M, A, M, A —responde.
—¡Qué bien, Theo!
Se descongela.
—Me sé una cosa divertida —suelta Theo—. Conozco a un embaldosador que se llama Stanislaus.
Pausa.
—Pero no sé si es embaldosador.
No está mal. Lo puedo citar tal cual. Theo sigue avanzando. Primero lo hace con su camión, pero enseguida vuelve. Segunda parte:
—Conozco a un Philipp Gafas, pero en realidad no se llama Gafas.
Es posible que nos encontremos al inicio de una serie de repeticiones.
—Quizá es que lleva gafas, Theo.
Fue una intervención inteligente, ¿no?
—¡No! —opina Theo—. Philipp Gafas le llama Heidi porque sí.
Heidi sigue siendo su tía favorita en la guardería. Había sido una buena transición.
Sí, efectivamente, Theo va a la guardería. Y utiliza los prefijos «super», «mega» y «requete» megaguay, con requetefrecuencia y superfuera de lugar. Aparte de eso, aprovecha cualquier hombro adulto que se le ponga al alcance para encajarle unos buenos ganchos. Cuando el golpeado replica: «¡No, Theo, que haces daño!», él deja asomar una sucia sonrisita maliciosa que da a entender que, precisamente, ésa era su intención.
—¿Qué tal por la guardería, Theo?
Theo pone una de sus treinta y cuatro caras de aburrido (la que le divide en tres estratos la aleta nasal izquierda). La verdad es que esa pregunta ahora se la plantea todo el mundo. Aunque es evidente que la guardería le gusta; porque si no, no iría. (La siguiente pregunta suele ser: «¿Y ya tienes ganas de ir a la escuela?». No, no, por favor, Dios me libre).
Sus amigos de la guardería se llaman Philipp (¿Gafas?) Raffael y Christof. Tienen un gran inconveniente en común.
—Siempre juegan a policías y ladrones —dice Theo—. Pero yo no quiero jugar a policías y ladrones —añade lloroso.
—¿Por qué no, Theo?
—Ellos tres son siempre los policías y yo tengo que ser el ladrón —se queja.
Suena trágico, pero en un futuro podría ser usado como un buen argumento ante un juez para conseguir una reducción de condena.
—Yo prefiero jugar a los bomberos con Laurenz —dice.
Eso suena muy razonable. Y sus ojos azules desprenden un intenso brillo.
—¿Y cómo funciona el juego, Theo?
—Laurenz hace fuego y yo lo apago. Y después hago el fuego yo y Laurenz lo apaga. Luego hace fuego Laurenz y…
—Sí, sí, creo que ya lo he entendido.
—… yo lo apago y entonces hago el fuego yo…
—¡Qué juego tan bueno, Theo!
(También podría ser usado como atenuante para una reducción de condena).
Hay un campo en el que Theo siempre tiene algo que decir: la comida. Si le ofreces alguna cosa, te dirá: «¡No!». Pero si añades: «Theo, esto no es para ti», entonces replicará: «¡Ah, sí, sí, sí!». Si es algo salado, lo dejará a un lado; si es dulce, ya se lo ha comido. En los restaurantes no mira la carta, observa a la gente mientras la lee. No hay ninguna otra ocasión en la que la mirada de un adulto se muestre tan concentrada. Ya le gustaría a él que alguna vez le dedicaran tal devoción. Cuando por fin cierran la carta, pregunta él ofendido: «¿Y ahora yo qué como?».
Su confianza en las cocinas cuyos cocineros no han sido instruidos personalmente por él, es más bien frágil. En el restaurante del hotelSchweighofer en Friedersbach, en la región del Waldviertel, en la Baja Austria (a pesar de tantas explicaciones, ustedes no lo encontrarían; buscamos un lugar tranquilo para comer con Theo, alejado de las vías más importantes de circulación, para ver si conseguíamos que se olvidara de sus imitaciones de vehículos durante la comida). Allí, me preguntó preocupado:
—Tío Dani, ¿tú que comes?
—Ciervo, Theo.
Se inclina sobre mi plato y afirma:
—No, esto no es ciervo.
—Sí, Theo, sí lo es, de verdad.
—Los ciervos son más grandes —opina.
—Es que esto no es el ciervo entero. Es sólo un trozo, Theo.
—Y el ciervo está muerto, ¿no? —pregunta, mojigato, tras una detallada observación.
—Eso es, Theo.
Renuncio a iniciar en ese momento discusiones éticas. Él vuelve a inclinarse sobre mi plato, escudriña el asado y dice:
—Esto no es ciervo.
—¡Ya te digo yo que es ciervo, Theo!
—Los ciervos tienen cuernos —dice.
—Éste ya no, Theo.