Theo tiene tres años…
y adora el ambiente de la estación
Normalmente es Theo quien plantea las preguntas. Por eso no se puede esperar mucho de sus respuestas. Hace unas semanas le preguntaron: «¿Qué tal estás?». Y él respondió: «Dilo tú».
Entretanto ha desaprendido y ahora, si se le pregunta por su estado, responde: «¡Que me preguntes!». Es cierto que suena a derivado del patético «no me preguntes» de los adultos, pero la frase de Theo encierra otros significados; puede ser algo así como: todo el mundo me pregunta lo mismo, ¿por qué tú no?, o: esa pregunta es tan tonta que nunca me canso de escucharla. O: te doy otra oportunidad, a ver si se te ocurre algo más inteligente. La cuestión es que ahora, Theo, cada dos minutos responde: «¡Que me preguntes!», lo cual demuestra un cierto grado de insatisfacción con el nivel de las preguntas que le dirigen.
Por cierto, Theo está bien. Durante el día, habla. Por la noche, se recupera. Ahora ya pesa 13,80 kilos. Y, si se dejara medir, descubriríamos que está alrededor de los 95 centímetros de altura. Calza un 25 (pero si ustedes quieren darle una alegría, cómprenle unos zapatos del número 26 para que en enero todavía le estén bien).
¿Hay alguien que no conozca a Theo? Si tuviéramos que presentarle, él diría: «¡Que me preguntes!». O: «Hay que presentarme». Pero esto último sólo lo diría porque le encanta la fórmula «hay que». En realidad, resulta difícil imaginarse que haya alguien que aún no le conozca. No sabemos si es suerte, desgracia o destino pero, a la vez que Theo, nació la idea de ir escribiendo retratos suyos sin darle muchas vueltas al asunto, de la manera más natural. Y, que quede entre nosotros, pero a él no le importa en absoluto; él sería capaz de vendernos su anuario a cambio de ese Opel Kadett de plástico verde guisante, fabricado en el año 1972 y al que ni siquiera se le abren las puertas. Él todavía no tiene ni idea de lo que valen sus historias. Y nosotros nos aprovechamos de ello. Él, por su parte, sigue dejando que lo alimenten con Danoninos sin oponer resistencia.
Por teléfono, Theo, de momento, es invencible. Su segunda cualidad más fuerte es el volumen. La primera es interrumpir conversaciones telefónicas que acaban de establecerse (o, si ya están avanzadas, terminar con ellas bruscamente). Lo hace colgando el auricular o simplemente dejándolo reposar al lado del teléfono. A veces añade la explicación: «Ahora no tengo tiempo, tengo que jugar». Pero si realmente anda muy mal de tiempo, entonces no se molesta en dar explicaciones: ya se darán cuenta cuando lleven un par de minutos sin que nadie hable.
Como informador, Theo ya se ha hecho un nombre. No hace mucho llamó alguien, anónimo, que quería hablar con sus padres. Y Theo le hizo saber: «Papá está en la bañera y mamá en el psiquiátrico». Así quedaban explicadas al detalle las relaciones familiares y Theo pudo colgar el teléfono tranquilamente. El desconocido no ha vuelto a llamar. (Por cierto, la madre de Theo es médica y trabaja en la planta de psiquiatría del hospital Baumgartner Höhe. Su padre ya salió de la bañera).
Quien llama creyendo que puede interrumpir a Theo mientras está jugando, se equivoca.
—¿Hola? —preguntó una voz femenina al teléfono.
—Sí, hola, hola, hola —contestó Theo.
—¿Con quién hablo? —preguntó la mujer.
—Esto es la estación del Oeste —repuso Theo con total seguridad.
Como la mujer no le seguía el juego, Theo tuvo que hacerlo más evidente.
—Atención, por favor —gritó—. El tren sale del andén dos.
Todavía incluyó un par de sonidos característicos y, a continuación, se interrumpió la conexión. (El tren había hecho su entrada en la estación. Theo, el mozo de los equipajes, era requerido urgentemente en el cuarto de los juguetes).
La estación del Oeste le tiene encandilado. Si tiene suficiente personal a su disposición, es capaz de pasarse allí los días enteros. Claro que le sigue gustando ir a Billa, pero su relación con los grandes almacenes, en general, se ha enfriado y se ha vuelto más práctica. Los tres imperativos categóricos de la filosofía de Theo relacionada con las visitas a Billa que han tenido lugar este año son: Primero: «Todo lo que tenemos no lo necesitamos». Segundo: «Pero todo lo que no tenemos lo necesitamos». Tercero: «Y todo lo que necesitamos hay que comprarlo». A menudo transcurren varios minutos hasta que llega el punto culminante; por ejemplo: «Pan untado con paté nesesitamos».
Hacer la compra es algo que alegra el ojo y el estómago. La estación es una experiencia más anímica. Theo se siente atraído por el ambiente, le gusta la concentración de olores fuertes en los vestíbulos y en las salas de espera, le fascina la letargia de las figuras que, arropadas, se sumergen en sí mismas sentadas en los bancos de la estación; y la pobreza de sus actos. Hacia esta gente Theo muestra una confianza ciega; se dirige a ellos sin rodeos.
—¿Qué hase ese hombre? —le preguntó no hace mucho a quien le acompañaba en la estación.
—¡Chsss! ¡Theo!
Theo (a volumen más alto): ¿Qué hase ese hombre?
—Está bebiendo. ¡Venga, vamos!
Theo (se coloca a su lado): ¿Qué está bebiendo el hombre?
—Yo qué sé. ¡Venga, vamos!
Theo (más alto): ¿Qué está bebiendo el hombre?
—Ron Inländer[5]. Venga, vamos.
Theo: ¿Por qué bebe ron Inländer?
—Porque tiene sed. Venga, vamos.
Theo (olfateando): ¿A qué huele el hombre?
—A ron Inländer. Venga, vamos.
Demasiado tarde. El hombre se había percatado de la presencia de Theo y le hizo un gesto con la mano para que se acercara. (O eso es lo que se imaginó Theo).
—¿Tienes sed? —le pregunta directamente a la fuente (es un decir).
El hombre se ríe.
—¿Dónde tienes los dientes? —quiere saber Theo de paso.
Las carcajadas del hombre se intensifican. El acompañante se siente incómodo.
—Theo, venga, nos vamos ahora mismo.
—Tienes el pantalón susio —prosigue Theo.
Ha acertado de pleno. El hombre se parte de risa. El acompañante se vuelve cada vez más arisco y le tira a Theo de la manga.
—Hay que lavar el pantalón —alcanza todavía a decir. Después lo arrastran con fuerza. Los ferrocarriles auténticos le interesan a Theo sólo a medias. Si su acompañante le dice: «¡Mira, Theo, ahí viene un tren!», Theo, por lo general, responde: «¡Vale!». Y se marcha corriendo hacia el vestíbulo de entrada. Los trenes que efectúan su entrada en la estación, según va pasando el tiempo, se van haciendo cada vez más grandes y más ruidosos; y no parece que vayan a frenar a tiempo.
Theo prefiere los trenes que inician su salida; le despiertan sentimientos de triunfo, como si fuera él mismo quien emprende la huida. Para saborear la victoria, pregunta: «¿Qué está hasiendo ese tren?». La respuesta suele ser: «Se va».
—Hay que saludar —opina con gesto despectivo.
En analogía con los trenes, a Theo también le resultan más simpáticos los viajeros que se van que los que llegan, que se precipitan sobre él apresuradamente cargados con sus equipajes. Theo aprecia mucho más la paciente melancolía de las escenas de despedida.
—¿Qué hase esa mujer? —le preguntó hace poco al pedagogo acompañante.
—Llora.
—¿Por qué?
—Porque está triste.
—¿Y por qué está triste?
—Porque se va su amigo.
—¿Y por qué se va su amigo?
—Theo, eso yo no lo sé.
Pero si hay algo que Theo no soporte, eso son las respuestas no satisfactorias.
—¿Por qué se va su amigo?
—Theo, créeme, no lo sé.
—¿Por qué se va su amigo?
—Verás, Theo, es que se va al pueblo a ver a su madre.
Pausa. Theo cavila.
—¿Y por qué no va la mujer?
—Theo, no lo sé, no los conozco.
—¿Por qué no va la mujer?
—¡Theo! ¡Porrr favooorrr!
—¿Por qué no va la mujer?
—No puede porque les tiene que dar de comer a sus peces rojos.
Él se lo ha buscado.
—Si se fueran los dos, no tendría que llorar ninguno.
—Eso es verdad, Theo.
—O que se queden los dos. O que se vaya la mujer y se quede el hombre.
—También es verdad, Theo.
—Entonces igual lloraría el hombre.
—Posiblemente, Theo.
—Pero ¿por qué?
Permítanme que, llegados a este punto, hagamos un fundido en negro y abandonemos la estación.
¿Que cómo pasa Theo los días, aparte de esto? Con los dados, el memory y jugando a las cartas en casa de la bisabuela (le deja que él sea «mano» y siempre tiene que ganar). Algo que le gusta un poco menos: «comida divertida» con el abuelo. En ese caso, la boca de Theo es un garaje y su estómago la plaza de aparcamiento; el pan con embutido sirve de vehículo y va avanzando poco a poco. Durante el proceso, el abuelo (que es el que va al volante), tiene que imitar con fuerza el ruido del motor. Si Theo no tiene ganas de pan con embutido, el abuelo puede llegar a pasarse hasta una hora rugiendo.
Theo también participa activamente en el apartado de espectáculos. Por ejemplo, puede presentar cada hora una muestra del baile que aprendió a finales del verano pasado en Turquía, en el hotel Paradise-Sea-Beach de Side. El baile se basa en que Theo hace algo y los demás le imitan. (Intenten explicárselo a la gente mientras esperan en la cola para pagar en Billa).
En casa le gusta cantar. Le gusta tanto que no puede reservárselo para sí mismo (y su entorno más cercano). A finales de noviembre le invitaron, por fin, a una prueba en los estudios de la emisora de radio Ö3. Cantó una versión muy personal, ensayada minuciosamente durante semanas, de una canción de Wolfgang Ambros[6]: «El viernespor la noche puse los esquís en mi coche y me dirigí al valle Stubai…». Hasta el estribillo todo fue sobre ruedas. Pero al llegar al punto culminante le embriagó la emoción y se quedó enganchado: «porque quiero ir a esquiar, ir, ir, ir, ir, ir, ir, ir…». Él no se dio cuenta hasta que le quitaron el micrófono.
Su segundo número susceptible de ser un éxito de ventas procede de la guardería. Es una especie de pista de baile para minimalistas pero hay que tener, por lo menos, las dos manos libres. La letra dice: «¿Dónde está el pulgar? Ahí está ella. Ahí está él. Buenos días, ¿qué tal? Gracias, estoy contento. Ella se marcha. Él se marcha». La canción continúa cambiando el pulgar por el índice y expira, de manera natural, cuando llegamos al meñique. Theo está trabajando en una versión con diez estrofas que incluye también los dedos de los pies.
Al teatro ya no va. Dejó que le convencieran una vez.
—Theo, ¿quieres que vayamos a los títeres? —le preguntaron.
—¡Que me preguntes! —replicó él.
Hasta que no se lo preguntaron cinco veces no esbozó un «sí» a medias.
—Pero allí tienes que estar calladito —le dijeron.
—Entonces no —dijo Theo.
La abuela, una experta en el arte de convencer, fue la que finalmente lo consiguió. La obra, por desgracia, fue un chasco: en el Polo Norte un demonio convertía a un pato en un carámbano de hielo. Los numerosos niños que había en la sala proferían gritos y chillidos. Theo abrió la boca una sola vez. Dijo: «Vale». Pero como no parecía que fueran a marcharse los que estaban sobre el escenario, Theo y la abuela abandonaron el teatro en el descanso.
Mirar libros con ilustraciones: ésa siempre ha sido una buena actividad. La obra más impresionante, que tiene atrapado a Theo desde hace semanas, se llama Nuestros bomberos. Es la biblia de los colapsos de tráfico: todo lo que puede pasar en una carretera, pasa. Las páginas, ilustradas a todo color, están repletas de vehículos pegados uno a otro. El texto es de un dramatismo insuperable. Theo, evidentemente, se lo sabe de memoria. Su favorita es la página cinco. Cuando le preguntan qué ve en ella, responde entre gallos: «Otro servisio. La polisía y la grúa ya han llegado». Conmovido: «Un camión ha caído por el terraplén. Se le está saliendo el gasóleo». Esperanzado: «Enseguida han puesto aglutinante para que absorba el gasóleo». Alzando el dedo índice: «Así no se mancha el río». Radiante de felicidad: «Ahora la grúa ya puede sacar el camión».