No podemos seguir haciendo como si no existieran. Es cierto que Theo lo intenta constantemente pero, por desgracia, en eso, ellos no le siguen el juego. Todo lo contrario: se esfuerzan por demostrar sin interrupción cuánto y cómo existen. Tienen la capacidad de jugar siempre papeles importantes (a costa de Theo), son molestos, descarados, ruidosos y malvados. ¡Los niños! ¿No podía ser de otra manera? ¿Era esto necesario? ¿No hay en el mundo suficientes coches, animales, cacharros y personas?
Y si era imprescindible que hubiera niños, ¿no existe ya Theo? ¿Es que él no es suficiente? Qué idílica soledad presentarían los parques infantiles, en qué estado tan deslumbrante se encontrarían los columpios, toboganes y los árboles a los que escalar, qué espléndidamente fresca (no amarilla y dulzona) sería el agua de las piscinas infantiles, qué abundancia de juguetes intactos, sin usar y sin babas poblaría el mundo de Theo.
Se acabó la atención exagerada por parte de los pedagogos, la indulgencia forzada y la tolerancia fingida; hemos llegado a la cuestión más espinosa de todas las que plantea Theo: ¿Para qué? ¿Me lo puede decir alguien, por favor, para qué están ahí los niños? ¿Para qué son buenos? ¿Qué tienen ellos que no tenga Theo? La respuesta correcta es: nada. Y parece ser que, además, tienen muy poco de lo que sí tiene Theo; de lo contrario, no intentarían constantemente disputarle sus cosas o, incluso, arrebatárselas a las primeras de cambio.
No, lo sentimos mucho, pero Theo no les quiere. A Theo no le gustan los niños pequeños. De verdad no les quiere; y lo reconoce. «Ya se acostumbrará», opinan los pedagogos, con su tendencia a embellecerlo todo. Pero es que él no quiere acostumbrarse a los otros niños. ¿Para qué? ¿Qué podría hacer con ellos? ¿Qué le dan? ¿Qué sentido tiene adaptarse? Al final, acabaría siendo como ellos.
A continuación conoceremos un par de tipos de niños pequeños que, en algún momento, estando Theo al aire libre, se han interpuesto en su camino. Ustedes mismos decidirán si no se podría haber renunciado a la existencia de alguno de ellos (a favor de Theo).
Pero antes vamos a revisar un momento a los padres. Que no se van a ir de rositas. Porque, a pesar de todos sus respetables esfuerzos en sectores como el equipamiento, la alimentación y la-interpretación-del-mundo, en lo que se refiere a la interacción de los niños entre sí, juegan bastantes malas pasadas; les gusta actuar como si fueran animadores o integradores, traductores o benefactores forzosos. Sus motivos no son nobles; lo que pretenden es quedarse libres, que les dejen en paz, cuidarse a sí mismos. Han traído a otros seres a este mundo (lo cual no fue tan difícil) y ahora que han observado que esos niños traen consigo, inevitablemente, trabajo, quieren quitárseles de encima con la excusa de la «educación social».
Así es que están permanentemente en busca de alguien que les libere de la carga que supone ocuparse de sus hijos. Y la gente como Theo les viene que ni pintada. Ellos le ven e, inmediatamente, le depositan a sus hijos. Prácticamente se lanzan sobre él. A Theo sólo le queda escapar. Pero no siempre lo logra. Porque las madres y (cada vez más) padres disponen de un elaborado sistema de frases con las que pueden dar caza a Theo y conseguir que les sea útil y sumiso a sus niños.
Ya desde lejos pueden dirigirse a sus retoños entonando los cantos más empalagosos que conocen: «¡Mira quién viene!» (Cuando la frase correcta sería: «¡Mira quién se da media vuelta y se escapa corriendo!»). Le sigue la fatal indicación: «Ahí hay un chico». O (todavía peor): «Eso es un chico». O (valorativa): «Mira qué chico rubio más simpático hay ahí».
Luego llega el principio del terrible final: «¿No quieres ir con él?». La infame imputación: «Seguro que el chico se alegra de que vayas con él». La presentación del programa de actos: «Os lo pasaréis bien jugando juntos». Primera actividad del programa: «Enséñale qué balón más bonito tienes». O, el insolente: «Mira qué balón más bonito tiene el chico». La alarmante indicación de que se acerca el final abierto: «Si tienes hambre, mamá estará allí leyendo».
De vez en cuando los otros niños se defienden, a veces encarnizadamente. No quieren ir con Theo. (Probablemente le ven demasiado rabioso). Pero los padres no quieren dejar escapar la oportunidad; toman a su retoño de la mano, le arrastran hasta donde está Theo y les presentan en contra de su voluntad.
Y entonces insisten tanto en emparejarles que al final no les queda más remedio que jugar juntos. Ellos se retiran en silencio y solapadamente, dejan a los pequeños en manos de un destino común, y discuten con sus semejantes sobre lo fascinante que es educar a los hijos.
Nosotros nos centraremos ahora en esos pequeños tan fascinantemente educados. Echemos un vistazo a todo lo que se mueve por la calle y acaba cayendo en los brazos de Theo cuando el día es largo. Theo diría que demasiado largo si de todos modos no llega nunca la hora de meter en la cama a los pelmazos (que es el lugar que les corresponde y donde quedarían guardados a buen recaudo); pero claro, a Theo nadie le ha preguntado su opinión al respecto.
Tipo número uno: las lloronas. (Desde que los chicos reciben una educación más blanda esta variante se ha multiplicado también en su versión masculina). Pierden el valor incluso antes de saber para qué podrían necesitarlo. Nunca se dirigen a Theo intencionadamente. (Intencionadamente no darían ni el más mínimo paso en dirección a Theo). Más bien suelen aparecer de repente ante él, inmóviles, como consecuencia de una (desgraciada) casualidad, tienen la boca abierta, se olvidan de respirar y esperan hasta que suceda algo.
No sucede nada (motivo por el cual empiezan a asfixiarse), porque Theo les responde con sus propias armas: tampoco se mueve y también se queda con la boca abierta esperando a que suceda algo. La diferencia: él respira; es cierto que lo hace a trompicones, pero, en cualquier caso, se mantiene con aliento.
La confrontación termina con el llanto de la correspondiente llorona: un triunfo que a Theo le resulta demasiado insignificante para ser celebrado. A toda prisa aparece en el lugar una mano pedagógica que se lleva a la gallina cobarde y Theo puede regresar a sus quehaceres cotidianos. De todas formas, algo de asombro sí experimenta.
Tipo número dos: los parlanchines. También éstos se presentan ante los ojos de Theo, anunciando su amenazadora presencia, de manera inintencionada. Y también éstos sienten pánico ante el encuentro. Pero se sirven de la huida hacia delante y comienzan a proferir sonidos indefinidos, muchas veces incomprensibles, que, en el mejor de los casos, adquieren el grado de palabras indistinguibles. Suenan algo así como: «Ya te go mi mo to la güe la di cho e graaaaaaan de el pe guau bau di cho el chi co graaaaaaan de te go el pe guau bau…».
Theo se queda un rato escuchando el chorro verbal, después oscurece la mirada y dice: «Vale». Algunos parlanchines, en ese momento, experimentan una mutación y se convierten en lloronas; se retiran lloriqueando y gritando a mamá (papá, agüela…). Otros siguen diciendo tonterías con desenvoltura. Theo contraataca con «vales» en serie que se van haciendo cada vez más herméticos e incisivos. Si no sirven para nada, empieza a sollozar discretamente. Por supuesto no lo hace porque él mismo sea una llorona, sino más bien por la pena que siente al ver que niños tan pequeños puedan dejarse ir de tal manera.
Tipo número tres: los buitres con garras. Seguimos en el terreno de los tímidos, es decir, de los caracteres inofensivos; aunque, poco a poco, nos vamos acercando a aquellos que hacen que Theo se sienta físicamente incómodo. Y es que a su alrededor circulan niños que tienen tendencia a sobreactuar corporalmente sus miedos a lo desconocido. Se enfrentan a ellos con garras; pero no agarran cualquier cosa: le agarran a Theo la cara, le testan para comprobar que su nariz es una nariz, examinan que tenga bien colocadas las orejas, que no las tenga sólo pegadas, le tocan los labios y, con el índice, dirigen la carrera hacia los ojos.
Si no lo ha hecho antes, en ese momento Theo responde también agarrando. De acuerdo: más que enganchones son palmadas, pero es que parece que los buitres necesitan sentir la huella de sus cinco dedos en el rostro para poder darse cuenta de que Theo es real. Y de que realmente no tiene interés en mantener más de dos segundos una amistad que se basa en el contacto físico.
Tipo número cuatro: los codiciosos. ¡Unos niños terribles! (Siempre con un pie dentro de la criminalidad). Éstos ven en Theo un almacén de mercancías que pueden saquear: le tiran con violencia de la chaqueta para arrancársela, le palpan los bolsillos de los pantalones en busca de objetos servibles, y abren las manos a la espera de que caigan en ellas juguetes o galletas.
Contra los codiciosos, Theo está indefenso; deja que le roben sin oponer resistencia. La indignación que siente ante sus descaradas intromisiones le despoja de la fuerza necesaria para proferir a tiempo un grito pidiendo ayuda. Cuando la alarma de Theo, por fin, se pone en funcionamiento, del criminal, normalmente, ya no queda ni rastro.
Lo que sí sabe hacer Theo siempre a la perfección es meterse en su papel de víctima una vez que se ha producido la sustracción del botín. De tal manera que los pedagogos no pueden por menos que restituirle de inmediato los daños materiales y, de ese modo, aplacar el dolor de sus profundas heridas emocionales. Si, por ejemplo, le han robado una galleta, como indemnización recibe dos paquetes enteros. (Cuando sea mayor, va a tener que contratar a «los codiciosos» y simular que le han atracado).
Tipo número cinco: los impetuosos. No son precisamente los más espabilados. Ven a Theo de lejos y son incitados por sus pedagogos de la manera que hemos citado más arriba. Cogen carrerilla, alcanzan a Theo, con los nervios se olvidan de frenar y le derriban, tropezando a la vez consigo mismos. Los dos acaban en el suelo, los dos lloran. Ahora nosotros les preguntamos a ustedes: ¿Por qué tienen que existir esos niños?
Tipo número seis: los cazadores interceptores. Los «impetuosos» pueden presentarse en forma de seres aún más malvados. Son niños que no soportan que otros niños (por ejemplo, Theo) estén de pie a su lado. Se sienten mejor si los niños que están a su lado están tirados en el suelo. Así es que linchan a los otros niños (por ejemplo, a Theo) hasta derribarles. Después se ríen como si hubieran contado un buen chiste. Los niños que han tirado al suelo, por el contrario, (por ejemplo, Theo) a menudo empiezan a llorar con amargura. La mayoría de las veces se precipita entonces sobre el pequeño cazador un pedagogo, igual de malintencionado que su niño, y le suelta un sopapo para que también él acabe llorando. Theo, por mucho que lo intenta, no consigue dilucidar para qué puede ser bueno todo esto.
Tipo número siete: los guarrillos. Estos niños no son tan malos pero sí bastante asquerosos, cualidad que, para Theo, es incluso peor. (Porque, para Theo, la contaminación empieza allí donde un pedazo de pizza con sus delicados tonos dorados sale de un horno de carbón vegetal. Él retira a un lado el plato mientras apunta con asco: «susio»).
Los guarrillos aprovechan el encuentro con Theo para distribuir la mugre que han ido acumulando en sus manos y en sus caras y así hacerse sitio para anexionarse más partículas de suciedad. Por eso, estos niños se muestran alegres a la par que afectuosos.
El único sistema de defensa que encuentra Theo es la huida. Si no logra escapar, se sume en una profunda depresión de la cual sólo puede rescatarle una visita inmediata a Billa o algún objeto que tenga volante.
Sin embargo, nadie puede sostener que Theo no se esfuerza en sus relaciones con los niños. Varias veces incluso se ha degradado hasta el nivel más bajo, a ras del suelo más desagradable que hay en Viena: el de los cajones de arena. Se trata de un polvo de segunda mano, resobado, que representa más o menos lo contrario de aquella arena de playa que Theo encontró en Bibione y que quería traerse a casa.
El cajón de arena vienés es frío, oscuro, pastoso, revenido… y probablemente contiene moscas u otros bichos; pero seguro que allí no hay mkontchas. La digna representación de un niño del tipo «guarrillo».
Theo ha conocido los cajones de arena, única y exclusivamente, por amor a sus tutores. Ellos se sienten atraídos magnéticamente por esos cuadriláteros sucios por los que circulan también «Es-Ben, no-hace-nada» y seres similares; para ello, le equipan con una pala y un cubo. ¿Qué ven ahí de especial los adultos? ¿Por qué se empeñan en meter allí a Theo, el impoluto, para que haga pasteles de arena? Probablemente se trate de sentimientos de nostalgia relacionados con su infancia. En cuanto se les presenta la ocasión afirman que aquéllos eran peores tiempos. También debían de ser más sucios.
Sin niños los cajones de arena todavía se encuentran por debajo de los límites de tolerancia de Theo. Pero el índice de contaminación de su entorno personal aumenta entre rápida y drásticamente con cada niño que asoma. Para que quede claro desde el principio: evidentemente, Theo nunca ha estado dentro de uno de esos cajones; como mucho, alguna vez se ha quedado de pie en el borde, siguiendo los acontecimientos desde el exterior. Alguna vez, incluso demasiado tiempo; hasta el punto de que el estado de cosas ha acabado dándose la vuelta y al final han sido los acontecimientos los que han seguido a Theo.
Nos gustaría recuperar aquí una de esas escenas veraniegas que han tenido lugar junto a un cajón de arena. Y empezaremos con las palabras introductorias del pedagogo especialista en entornos arenosos: «Theo, mira qué cajón de arena más chulo hay ahí». Theo lanza una mirada medio oblicua en la dirección señalada, se gira hacia el portador de la pala, y le dice: «Vale».
Ahora el tutor confía en la capacidad de comprensión y la empatía de Theo: «Theo, por favor, juega un poco con la arena, que el tío está cansado y necesita relajarse un poco: un cuarto de hora». «No sería mejor que durmiera por la noche, igual que duerme Theo; ahora estamos jugando a talleres de reparación de coches», piensa Theo y, como muestra de ello, le pone al pedagogo un Ford descapotable azul en la mano.
Vamos a saltarnos algunos pasajes del diálogo, en los cuales el tutor llega a un estado lamentable al humillarse con gestos de sumisión y rogativas, para retomar la escena en el punto en el que, por fin, consigue colocar a Theo en el borde del cajón de arena y se retira a sentarse a la sombra en algún banco del parque.
Theo, la verdad, no sabe muy bien qué hacer allí; pero en realidad tampoco le molesta quedarse de pie y vigilar los utensilios que tiene delante, que le servirían para hacer pasteles; mejor dicho: quedarse allí parado y tener cuidado para que la pala y la regadera se mantengan limpias y no se llenen de arena.
Ustedes comprenderán que ésa no es una actividad con la que uno pueda pasar mucho tiempo. Así es que Theo busca y, enseguida, encuentra a su pedagogo; e interrumpe su intento de siestecilla con las palabras… No, con la palabra: «Vale». Y esta vez su duro tono de voz encierra algo que suena casi definitivo.
Pero el destino parece apiadarse del débil y cansado, porque, de fondo, aparece una mujer con dos (¡sí, Dios, ahí están!) con dos niños; se acercan al cajón y ella, orgullosa, les comunica: «Mirad, ahí hay otro niño. Id con él, que seguro que se pone contento. Jugad juntos en el cajón. Mamá está cansada y quiere tomarse un cuartito de hora para descansar…».
Todo sucede como tenía que suceder: los niños se acercan, toman a Theo de la mano, le llevan hasta el cajón, saltan dentro, empiezan a excavar, se ponen todos susios y esperan que Theo les siga e imite lo que hacen. Pero ya pueden esperar.
—¡Ven, entra! —le anima la chica.
—Yo soy Theo —responde el susodicho para ganar tiempo.
—Y yo soy Katja —afirma la niña. A continuación añade—: Pero ¡ven aquí de una vez!
—Y yo soy Theo —dice Theo. (A lo mejor así se piensan que es un poco tarado y le dejan tranquilo).
—Theo, vamos a hacer un pastel —dice el chico. Ludigse llama, o algo parecido.
—Hay que hacer pasteles —responde Theo. (Sobre todo no llevarles la contraria si no es necesario).
—¡Ven! —lo llama ahora Ludig. Y hace un gesto como si fuera a tirar de Theo y meterle en el interior del cajón.
—Hay que buscar agua —contesta Theo. E inicia la huida.
Katja le intercepta y le lleva de vuelta al cajón.
Ludig abre entonces una botella de plástico, vierte el contenido en un recipiente, echa arena dentro y comienza a amasar. ¡Ya se armó la marimorena!
—¡Theo, trae tu regadera! —ordena Katja.
O sea que ya la ha descubierto. Theo se hace con ella apresuradamente, se la esconde detrás de la espalda y dice: «Tá rota».
—No importa —dice el niño—. La podemos usar así.
—Hay que arreglallla —le contradice Theo.
Ha sido convincente. Sin embargo, a los otros dos no se les ocurre nada mejor que arrancársela de la mano y llenarla de una arena asquerosa y pegajosa. Theo no piensa llorar (de momento). Si la regadera realmente acaba rota, o si no se la devuelven, seguro que su padre le compra tres nuevas.
Además, se acabó lo que se daba: Theo no va a aproximarse nunca más a un cajón de arena. Al lugar de los hechos siempre vuelven los criminales; las víctimas, nunca.
El humor de Theo va mejorando: en el cajón de arena ha estallado un conflicto entre los dos niños; se pelean por ser el primero en convertir un pedazo de lodo en un hermoso pastel. Y ya que no se ponen de acuerdo, se decantan por lanzarse mutuamente trozos de pastel y meterle la cabeza al otro en la arena. Theo empieza a estar entretenido.
Y, como gritos no faltan, la madre se despierta, se precipita hacia el cajón y pregunta: «¿Qué está pasando aquí?». Los dos están ocupados, enzarzados entre gritos y riñas, así es que Theo se ofrece voluntario para asistir a la madre y, delante de la escena, le informa de los hechos fingiendo nerviosismo: «Yo soy Theo. Y Ludig le ha quitado a Katja mi regadera. Y después se la quitado ella a él y luego se han puesto los dos todos susios y Katja ha llorado. Y entonses ha venido su madre». Aunque, de todas maneras, ella de eso ya se había dado cuenta.
Con la estridencia del informe de Theo, se ha medio despertado también el tutor cansado y avisa de que se marchan. Theo medita durante unos breves instantes; entretanto, su regadera ha quedado de nuevo disponible, pero para hacerse con ella tendría que entrar en el cajón de arena. Mejor tres nuevas.