Las vacaciones de verano las pasó Theo en Italia. A los abuelos también les dejaron ir (porque se habían portado bien). Pero sus padres se quedaron en casa; no porque se hubieran portado mal, sino porque en la caravana de Theo no había sitio para todos. Sí, efectivamente, pasaron las vacaciones en un camping. «Vivir sobre ruedas» en vez de «habitación con desayuno»; es decir: para Theo, una verdadera aventura.
Los pedagogos de la familia llevaban meses esperando con entusiasmo esta vivencia en plena naturaleza; sobre todo los que no iban a ir. «Theo en Bibione» debía de significar para ellos algo así como «el primer hombre que pisa Saturno». Y, en consecuencia, empezaron a preparar a Theo con tiempo (probablemente nada más nacer) para que afrontara las vacaciones en el camping.
Lo expresaremos crudamente, tal y como es: Theo, en Italia, ya no iba a poder hacérselo en los pantalones. No se sabe si es que allí no hay pañales, o es que no son compatibles con el clima marítimo, o si existe una prohibición a nivel nacional, o qué. Theo no lo sabe pero, estando todavía en casa, tuvo que entrenar durante semanas en ese váter al que llamaban cariñosamente «el orinalito». En cuanto se descuidaba, allí estaban otra vez, como pesados, sus dos superiores. Con el orinal Theo ha pasado bastantes malos ratos.
A modo de resumen diremos:
1. No es agradable a la vista.
2. No tiene volante.
3. Cuando te sientas encima, quedas encajado dentro y ya no puedes salir; con lo cual corres peligro de tener que llevarlo a cuestas hasta el final de tus días.
4. Si tienes ganas, no sirve de nada ponerte de pie delante ni al lado.
5. Para usarlo tienes que ponerte en una postura tan incómoda que sólo se aguanta durante unos segundos. Así es que cuando, de verdad, empieza el tema, tú ya no puedes más y tienes que levantarte. En estas circunstancias la cuota de aciertos es bastante baja.
6. Si cuando terminas le pones a papá el resultado encima del escritorio se pone como un loco.
A pesar de las desfavorables condiciones, Theo logró superar con éxito el curso de preparación y, a finales de junio de 1997, ya era todo un experto en el manejo del orinal y no presentaba ni el más mínimo síndrome de abstinencia del pañal; estaba preparado para conquistar Italia.
Pero había una cosa más antes de cruzar la frontera: los pedagogos lo llaman la «dureza de la separación»; los niños pequeños suelen ser proclives a tener padres que padecen de eso. Para sobrellevar mejor la despedida antes de que el niño se fuera de camping, los jefes de Theo empezaron a hablar de ello, como desahogo, con bastante antelación.
Bueno, le dieron un poco la vuelta. Según ellos, Theo iba a ponerse triste al ver que sus padres, de repente, no se encontraban a su lado. Pero que eso era normal y que tres semanas, en el fondo, no es mucho tiempo (mentira). E Italia no está lejos (mentira). Y Theo tenía que saber que, de todos modos, ellos siempre le tendrían en su pensamiento (algo ganaba con el viaje). Además, siempre se puede hablar por teléfono (por fin una buena noticia). Y que Theo no pensara que sus padres no iban a sufrir con la despedida (ahí está, la «dureza de la separación»). Sí, porque precisamente porque le quieren tanto no podrán evitar llorar, y mucho, cuando le digan adiós.
La cosa prometía. Observemos ahora cómo se desarrolló la escena de la despedida: los abuelos ya lo tenían todo preparado y estaban ilusionados, como niños pequeños, con la idea de marcharse de viaje con la caravana. Theo pasó de los brazos de mamá a los de papá y a continuación de papá a mamá y luego volvió a papá y después cinco veces más de un lado a otro. ¿Y qué hacían los dos (aparte de besarlo) ininterrumpidamente? No, no, nada de eso: se reían. Ni rastro de lágrimas.
—¿Estás triste? —le preguntó Theo a mamá con mirada crítica.
—No —respondió valientemente la superpedagoga—, para nada.
—¿Estás triste? —le preguntó Theo a papá con mirada escéptica.
—No —respondió estoicamente el superpedagogo—, ni un poco.
Theo meditó durante unos segundos. Cómo tenía que reaccionar. Se puso a llorar.
—¿Qué pasa, Theo? —le preguntó mamá nerviosa.
Y Theo respondió entre lágrimas: «¡M-p-papá no ha llorado!». Y a su padre: «¡Ma-má tampoco ha llorado!».
—Que sí, Theo —dijo papá—, hemos llorado a escondidas. Pero no queríamos que nos vieras, para no estropearlo.
—Para que tú no te sintieras mal —completó mamá.
Ante esas palabras, uno no puede evitar que le invadan las lágrimas. Por fin se dieron cuenta de todo lo que habían hecho mal. Por fin lloraron. Y así pudimos disfrutar de una hermosa despedida.
Theo pasó la frontera. Sin que ocurriera ningún incidente; y eso le supuso una pequeña decepción. Pero así resultan ser muchas veces las cosas que le han vendido a uno como si fueran la gran sensación. El abuelo y la abuela tenían unos magníficos pasaportes verdes. A Theo le habían expedido su propio carné de identidad para que pudiera pasar la frontera. (Una cosa rara, porque Theo aquí no es idéntico a nadie; pero a lo mejor en Italia sí). En cualquier caso, él sabía que en la frontera tenía que enseñar su carné. Si no lo hacía, no le iban a dejar pasar. Y él quería pasar por la frontera a toda costa, porque parecía ser que era la única manera de llegar a Italia. Y allí es donde quería llegar; porque Italia eran vacaciones y lo que realmente deseaba sin falta eran unas buenas vacaciones.
—En cuatro horas llegamos a la frontera —dijo la abuela cuando iniciaron viaje en la calle Josef Ressel. Estaba tan nerviosa que enseguida se tuvo que meter un caramelo para la tos en la boca; y casi se le olvida ofrecerle uno a Theo. Theo decidió no pegar ojo hasta que llegaran a la mágica frontera. La abuela tuvo que pasarle el carné de identidad para que se fuera familiarizando con él.
—En tres horas llegamos a la frontera —anunció el abuelo en la Baja Austria. Y sus manos se agarraron con fuerza al volante. Theo miró por la ventanilla; pero todavía no se podía reconocer nada de la frontera.
—Sólo faltan dos horas para llegar a la frontera —continuó la abuela en Estiria. Y se secó el sudor de la frente (el coche tenía aire acondicionado pero, como no es sano, no lo pusieron). Theo sacó su carné y se lo enseñó a la abuela. Unas cien veces; tuvieron que dejarlo porque a ella se le estaba quedando el cuello torcido.
—Ahora ya sólo queda una hora hasta la frontera —prometió el abuelo en Carintia. Sonó más bien sin fuerza. A lo mejor es que el abuelo empezaba a tener miedo porque pronto iba a tener que enseñar el pasaporte. Theo estaba medio despierto y pegó su carné contra el cristal de la ventanilla.
—Al revés —le dijo la abuela—. Para que lo vean los funcionarios, no tú.
Pero todavía quedaba una hora de viaje para ir puliendo ese defectillo.
Y llegaron a la frontera.
—¡Ahí adelante está! —gritó la abuela entusiasmada.
—¿Dónde? —preguntó Theo sacando el carné de identidad por la ventanilla.
Fuera había unos hombres en uniforme y les hicieron señas; pero no con un movimiento de arriba a abajo, sino hacia un lado, algo muy raro. Nadie mostró ni la más mínima intención de querer ver el carné de Theo; el coche, efectivamente, se desplazaba un poco más despacio, pero no llegó a pararse.
—¡El carné! —les gritó Theo, desesperado, a los hombres. Pero ya era demasiado tarde.
—No quieren ver los carnés —le dijo el abuelo sorprendentemente sereno.
—¡Qué divertido! ¿Eh? —comentó la abuela (y realmente se rió).
—¡Ahora ya no podemos pasar la frontera! —protestó Theo. Debía de ser el único en el coche que podía pensar un poco más allá y, desde luego, estaba decidido a llorar amargamente como consecuencia del primer gran choque fronterizo.
—Theo, ya hemos pasado la frontera —afirmó de repente la abuela.
—¿Dónde está la frontera? —preguntó Theo. Y echó un vistazo por el coche.
—Estaba ahí atrás. Ya la hemos pasado —le explicó el abuelo.
Theo se dio media vuelta pero ya no pudo ver nada que tuviera aspecto de, oliera a o diera impresión de ser una frontera. A partir de entonces empezaron a precipitarse los acontecimientos.
—Ya estamos en Italia —dijo la abuela.
—¿Dónde está Italia? —preguntó Theo y miró a su alrededor, ya un poco enfadado.
—Esto es Italia. Todo esto es Italia —contestó el abuelo.
—¿Todo esto qué? —replicó Theo pataleando con impaciencia. Exigía urgentemente datos, cifras y hechos.
Entonces intentaron venderle información referida a Italia, siguiendo el orden que se relata: la atmósfera (ja, ja); el suelo (era totalmente normal); el paisaje (¿qué es un m-pa-i-saje?); los árboles (hasta el último detalle, idénticos a los austriacos); los campos (ninguna persona normal se iría a Italia para ver esos campos); los coches (mentira: el coche que va delante ya iba delante de ellos cuando aún estaban en Austria. La abuela tuvo que reconocer que sí, que tenía matrícula alemana y el abuelo añadió que era un modelo francés. Es decir, que el coche era cualquier cosa menos italiano).
—¿Dónde está Italia? —preguntó Theo incisivo y a voz en grito para zanjar el tema. Lo había preguntado quince veces.
—Todo esto es Italia —fueron las últimas sabias palabras de los abuelos.
Pero «todo esto» a Theo le resultaba demasiado poco. A partir de ahora Italia quedaba descalificada para él. Y ya tenía ganas de llegar a Bibionini o como se llamara el sitio ese. Aquello seguramente tendría algo más que ofrecer; allí es donde empezaban realmente las vacaciones.
—Ya hemos llegado —dijo la abuela.
El camping se llamaba Capalonga.
El abuelo necesitaba una cerveza.
—Bebe agua, es más sana —opinó Theo. Y alargó la mano (allí habría unas dos mil liras de la abuela por cada una de las intervenciones ensayadas).
Se encontraban, agotados pero felices, al final del camino; y detuvieron la mirada en el mar de señales germánicas que pueblan el típico paisaje adriático lleno de caravanas.
—Éste es nuestro camping —proclamó formalmente la abuela.
—Aquí vamos a pasar tres semanas —dijo el abuelo. Y clavó la pala en el suelo. Tenía los ojos llorosos (alergia al polen).
A Theo le surgieron varias preguntas al mismo tiempo.
Primera: ¿Dónde está Bibionini?
Segunda: ¿Cuánto tiempo son tres semanas?
Tercera (y se decidió por ésta porque iba directa a la sustancia de las necesidades básicas de un civilizado ciudadano centroeuropeo): ¿Vamos a vivir aquí?
—Sí, Theo —dijo la abuela—, éste es nuestro camping, aquí nos vamos a quedar.
O sea que no había entendido mal.
Ahora, desde la perspectiva actual, podemos concluir: ir de vacaciones a un camping fue una buena experiencia y se lo debemos, en gran parte, al excelente trabajo realizado por los abuelos en el campo de la animación infantil. Pero, si obviamos unas pocas diferencias significativas, podrían haber hecho prácticamente lo mismo en el jardín de su casa en la calle Josef Ressel. A continuación pondremos de relieve esos aspectos distintivos: qué tenía Bibionini que no tuviera el distrito de Penzing. Y (sobre todo) al revés.
Comenzaremos con Italia para quitarnos de encima cuanto antes ese tema tan espinoso. El país, como tal, hasta ese momento, no había dado la cara. E italianos, allí, no había.
—Todo alemán —dijo el abuelo.
A Theo le hizo mucha gracia el comentario, se rió y le pidió a su abuelo: «Dilo otra vez».
Y el abuelo, como se lo habían dicho: «Todo alemán».
—¡Otra vez, otra vez!
—¡Todo alemán!
A media tarde tuvieron que interrumpir el juego; los alemanes ya los estaban mirando mal y habían empezado a formarse en pequeños grupos.
¿Dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en lo de Italia. Pues, estando allí, a los abuelos en dos ocasiones se les ocurrió enseñarle a Theo la lengua italiana (ya que no había italianos con los que pudieran practicar).
—¿Sabes cómo se dice «buenos días» en italiano? —le preguntó la abuela.
—Sí —dijo Theo.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo? —preguntó la abuela.
Y Theo: ¡Dilo tú!
La abuela: ¡Buongiorno!
Theo se rió.
La abuela: Theo, ¿cómo se dice «buenos días» en italiano?
Theo: ¡Dilo tú!
La abuela: ¡Buongiorno! Y ahora tú.
Theo: No, dilo tú.
La abuela: ¡Buongiorno! ¡Buongiorno! ¡Buongiorno!…
En el mismo lugar, a otra hora:
—¿Sabes cómo se dice «adiós» en italiano? —le preguntó el abuelo.
—Sí —dijo Theo.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo? —preguntó el abuelo.
Y Theo: ¡Dilo tú!
El abuelo: ¡Arrivederci!
¡Increíble! Theo estaba entusiasmado.
El abuelo: Theo, ¿cómo se dice «adiós» en italiano?
Theo: Dilo tú.
El abuelo: ¡Arrivederci! ¡Y ahora tú!
Theo: No, dilo tú.
El abuelo: Arrivederci, arrivederci, arrivederci…
Desde la caravana se precipitó la inconfundible voz de la abuela cantando: «Arrivederci Roma, tará, rará, rarán…». Y Theo sintió, por primera vez, que estaba en Italia.
Pasemos al siguiente y, quizá, el rasgo que más marca la diferencia entre Bibionini y Penzing: el mar. Theo lo divisó ya de lejos y preguntó: «¿Ésa es nuestra m-pissina?». Los abuelos le dieron respuestas entre evasivas y desbordantes.
Lo nuevo era, de todas maneras, que de repente tenía permiso para salpicar desde dentro por encima del bordillo (bueno, es un decir; en realidad no era posible, porque no había bordillo, pero podía salpicar). Y además, allí se metían a bañarse completos desconocidos sin pedirle permiso al abuelo. Él sólo decía: «Todo alemán».
Una buena idea era lo de las olas; venían siempre de la misma dirección y siempre acababan tirando a Theo al suelo; lo cual a él le resultaba terriblemente divertido. Y más gracioso era aún cuando derribaban al abuelo. A la abuela, curiosamente, no la vencieron ni una vez; pero, de alguna manera, eso también resultaba gracioso.
—Cuando vengan las olas tienes que cerrar la boca —le recomendó la abuela a Theo antes de que éste se estrenara en el océano.
Poco después le preguntó: «¿Has cerrado la boca?».
Theo negó con la cabeza, con los carrillos llenos.
—Pero ya escupo —dijo acompañando las palabras con la mencionada actividad.
Antes del mar había un montón de arena. Theo se enamoró de ella y decidió llevársela consigo a casa. La arena era mucho más práctica que el césped; con ella se podían hacer pasteles y después derrumbarlos si no salían buenos. Y las migajas del pastel se le podían deslizar al abuelo por la espalda cinco veces y a la abuela «la primera y la última».
Además, en la arena vivían animales más interesantes que los escarabajos y las hormigas. Mejor dicho: era raro que los animales vivieran, pero allí se encontraban sus casas plegables; en ocasiones, en condiciones deplorables.
—¿Qué es esto? —preguntó Theo poniéndose en la mano una de esas cosas.
—Eso es una concha —le dijo el abuelo.
—¿Y qué está hasiendo, la m-kon-tcha? —preguntó Theo.
—Ya nada. Está muerta, está seca —respondió el abuelo.
Observando aquella pacífica y dura cáscara, con aquel tacto tan bonito, a Theo la palabra «muerta» le sonó simplemente brutal. Y lo de «seca» debía de ser una tontería de su abuelo, porque ahí al lado estaba la piscina gigantesca de las olas. Theo se sintió como si tuviera delante treinta rebanadas de pan untadas con paté de hígado de ternera y cincuenta Danoninos amarillos pero fuera a morirse de hambre; así es que le tendió al abuelo un puente de plata: «¿La m-kon-tcha está rota?».
—Sí, se podría decir así —dijo el abuelo—: La concha, en cierto sentido, está rota.
—Hay que arreglallla —dijo Theo.
Y las palabras no se las llevó el viento: el taller de reparaciones de conchas se convertiría en uno de los proyectos vacacionales más ambiciosos de Theo. El abuelo y la abuela pronto podrían trabajar a manos llenas. Con las manos llenas de mkontchas.
En la arena, aparte de las conchas, Theo también conoció a Jacqueline. Tenía cinco años y era alemana. El abuelo tendría que haber dicho en su honor, y por amor a Theo, cinco veces «¡Todo alemán!». Pero se negó. Eso fue un poco maleducado por su parte; o, al menos, así se lo pareció a Theo.
El encuentro fue cordial. «Yo me llamo Jacqueline», dijo la chica, le hizo a Theo una reverencia y le olió la mano. Theo no hizo nada; y no dijo nada, porque tenía la boca abierta y así se quedó. Las manos le desaparecieron por detrás de la espalda.
—Dile: ¡Hola, Jacqueline! —propuso la abuela.
Theo calló. La chica esperó. La abuela no se rindió.
—Dile: ¡Hola, Jacqueline! Yo soy Theo —lo instó.
—Dilo tú —respondió Theo.
Tras esta simpática presentación, había llegado el momento de ponerse a hacer pasteles. Y entonces salió a la luz el auténtico carácter de Jacqueline.
—¡Theo, tú me traes el agua! —gritaba señalando con el dedo hacia el mar.
Theo obedecía. (Antes prefiero ir a buscar cincuenta litros de agua que tener que decir una sola vez «Sha-m-kelín», pensaba él).
—¡Theo, más agua! ¡Y un poco más rápido! —le ordenó la chica.
Y siguió en ese tono. Después del quinto cargamento, Theo, de repente, empezó a crearle dificultades.
—Yo ya no voy a buscar más agua —le dijo. Y dejó caer la regadera llena encima del pastel.
Así acabaron el juego y la amistad. Y Theo se alegró de no haberla llamado en ningún momento por su nombre.
El puerto, en un principio, los abuelos sólo pretendían mostrárselo una vez. Pero las cosas se dieron de otra manera: tuvieron que enseñarle el puerto a Theo dos veces diarias. Porque si no veía el puerto por la noche, Theo no podía dormirse. Y si no iban a ver el puerto por la mañana, Theo se negaba a levantarse.
Y de esta manera llegamos a la diferencia más significativa entre Bibionini y el distrito Penzing de Viena. Al segundo le falta, sin lugar a dudas, un puerto. Y Theo se prometió a sí mismo que no volvería a casa sin él. Pero cuando le dijeron: «Ay, pobre infeliz», supo, por experiencia, que las posibilidades eran realmente bajas.
Lo que tenía de especial el puerto no eran los «mira cuántos barcos» ni los «mira cuántos barcos grandes» ni los «mira cuántos barcos pequeños». No, era un único barco: el barco amarillo. Theo lo vio de lejos, lo vio a media distancia, lo vio de cerca, lo tuvo delante… y supo que estaba hecho para él. Los abuelos no se percataron de inmediato. Él tuvo que ponerles poco a poco sobre el rastro.
—¿Qué es esto? —preguntó Theo señalando hacia alguna parte.
—Eso es un barco —respondió el abuelo.
—¿Y qué es esto? —preguntó Theo señalando hacia alguna parte.
—Esto también es un barco. (O, más elegantemente: también esto es un barco).
Y así sucesivamente. Cincuenta veces.
Segunda vuelta:
—¿Qué está hasiendo?
¡Ay, Dios! ¿Qué hacen los barcos en el puerto?
Los pedagogos tuvieron la oportunidad de ponerse a prueba y sacar todo lo que llevaban dentro: «Están flotando en el agua». «Descansar». «Están esperando a sus dueños». «Esperan hasta que los vuelvan a usar». «Esperan para salir».
Theo: ¿Adónde van?
Bueno, no, no están esperando para salir.
Cuando la concentración de los abuelos empezó a disminuir (la abuela ya se encontraba de espaldas al puerto y el abuelo empezaba a dejar ver cierta tendencia a ir despidiéndose del lugar), Theo preguntó: «¿Qué es esto?». Estaba justo delante de él.
—Eso es también un barco —le respondió el abuelo.
—Un barco amarillo —añadió Theo.
—Sí, es un barco bien bonito —opinó la abuela tras haber visto que todavía no era la hora de volver a casa.
—¿Qué tiene ahí? —preguntó Theo. Ya lo sabía, pero no se lo podía creer.
—Eso es el timón; es como el volante —dijo el abuelo.
—¿Un volante? —preguntó Theo con desbordante entusiasmo.
—Sí. Con eso se puede conducir el barco —explicó el abuelo.
—¿Ese barco es un coche? —preguntó Theo.
Se estaba acercando a la idea; le explicaron que se trataba de algo parecido.
—Lo que pasa es que no va por la carretera, sino que cabalga sobre las olas.
—¿Ese barco es un caballo? —preguntó Theo.
Ya habían vuelto a confundirle.
Se acabaron las explicaciones tácticas; lo mejor era que lo probara. El barco amarillo estaba pidiendo a gritos que Theo lo condujera. Se puso en cuclillas y volvió sobre sus pasos, avanzando a lo largo del embarcadero, en dirección al mar.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó la abuela.
—Montame —dijo Theo.
—Theo, no puedes subirte así como así en un barco extraño —opinaba el abuelo.
—Ah, sí, sí —dijo Theo. Y siguió arrastrándose.
—Theo, ese barco es de otras personas, no es nuestro —sostuvo la abuela.
—Ah, sí, sí —dijo Theo. (Desde luego, suyo, sí que era; si les pertenecía también a los abuelos… eso no quedó tan claro).
—Theo, ese barco no es nuestro —repitió el abuelo.
—Ah, sí, sí —dijo Theo ya un tanto desquiciado—, lo mkompra mi papá.
La escena que se estaba desarrollando en el embarcadero fue subiendo de tono. Cuanto más se negaban los abuelos a subir a Theo en su barco amarillo, más estridentes y a mayor volumen eran los gritos de «lo mkompra mi papá»; hasta que ya no pudieron diferenciarse de la sirena que sonaba en el puerto.
Para evitar una agitación pública, el abuelo, oculto tras la retaguardia de la abuela, acabó entrando en el barco amarillo, subió a Theo, le puso al timón y dejó que durante treinta segundos contados cruzara (al menos con el pensamiento) todos los océanos. Después de uno de los «bueno, y ahora ya basta» más hirientes que Theo ha experimentado desde el día de su nacimiento, el niño pensó que quizá debería probar a entonar una nueva serie de «lo mkompra mi papá». Pero renunció a la idea y dejó que le sacaran de su coche-caballo-navegador sin oponer resistencia. Las vacaciones no habían hecho más que empezar. Y aquel barco amarillo no iba a hacer aguas fácilmente.
Gran parte de las vacaciones Theo estuvo en el camping. Más concretamente: en el avance de la caravana familiar. Más concretamente: en el Volvo que tenía aparcado en la alfombra del avance.
El «Theo-Volvo» también tenía que recuperarse en vacaciones de los agobios que vivía en casa y descansar un poco a la sombra. Lo mismo que decían los abuelos de sí mismos cuando no tenían ganas de jugar con Theo. Una diferencia esencial, que demuestra una vez más que hoy en día tratamos a los coches como a personas de segunda o tercera clase: la segunda vez que Theo intentó ponerleNivea a su Volvo, no le dejaron; a pesar de que el coche adquirió un brillo precioso tras la primera aplicación. No tenía nada que envidiarle a la abuela.
Cuando Theo, sentado en la cabina del bólido durmiente, corría peligro de aburrirse (pues la visión de los abuelos tumbados, leyendo y durmiendo, envueltos en Nivea Solar, no podía calificarse precisamente de amena), pensaba en el volante de su «Theo-Volvo», deslizaba las manos sobre él suavemente, iba aumentando poco a poco el tempo de sus movimientos en círculo, elipse y espiral, cerraba los ojos para concentrarse mejor, y acababa sumiéndose en esa especie de trance provocado por los sonidos del volante, con el cual dibujaba una media de cien curvas cerradas por segundo antes de retirarse agotado pero feliz; entonces divisaba a los abuelos, que movían la cabeza en señal de desaprobación y, de nuevo, se sentía aburrido. Después, volvía a repetir el ejercicio de los sonidos al volante. Y también de esta manera iban pasando las horas. Y en las pausas, o había algo para comer, o el abuelo tenía que decir: «¡Todo alemán!».
Al séptimo día fueron a Bibionini. Se les había acabado la Nivea (la abuela le lanzó una mirada severa a Theo) y les hacían falta algunos comestibles. Cuando Theo se enteró de que iban a Bibionini, se le escaparon dos gritos de júbilo. El primero (eufórico) fue: «¡Hay que comprar!». El segundo (de éxtasis) decía: «¡Amo a comprar a Billlla!».
Enseguida apareció la desilusión: «Theo, en Bibione no hay Billa», dijo el abuelo. Y la abuela asintió con la cabeza. (Theo reaccionó con la más amarga de las miradas «si-no-hay-Billa-nos-vamos»). ¿Saben ustedes cómo se llaman allí los supermercados?: Conad y Momoli. ¡En serio! Theo prefería que le cortaran la lengua antes que decir, aunque sólo fuera una vez, «amo a comprar a Momoli».
LosBilla «bibionescos» eran como su propio nombre indicaba. Theo no encontró ni Danoninos, ni mandarinas, ni paté para untar. Sin embargo, había cien tipos diferentes de pasta. Y una cosa que le llamó todo el tiempo la atención: una de cada dos personas y, prácticamente, todos los niños llevaban una cosa en la mano e iban sorbiendo de ella hasta que desaparecía. Entonces se chupaban los dedos.
—Eso es gelati —le dijo el abuelo.
—¿Yel-lati? —preguntó Theo con moderado entusiasmo.
Hay que aclarar algo: Theo odia el helado. Mejor dicho: hasta entonces todavía no lo había probado nunca. Simplemente, le resultaba demasiado frío y no podía imaginarse qué podía tener de bueno. El frío que desprendía el helado lo consideraba incluso amenazante.
Pero bueno, como los abuelos insistieron tanto y se lo pedían con tanto fervor, Theo consintió en probar una vez el «yel-lati» que le plantaron delante de las narices con la excusa de que era de chocolate.
—¡Theo! ¿Estás loco? ¡No te metas todo a la boca de golpe! —le gritó la abuela.
Si la próxima vez, por favor, fuera tan amable de avisar un poco antes…
Sólo pudo escupir la mitad; el resto de aquella papilla fría ya estaba descendiendo garganta abajo. Theo se quedó parado, rígido (probablemente ya en estado de congelación) durante minutos, intentando entrar en situación. A continuación, preguntó con voz glacial: «Abuela, ¿qué tengo ahora en la barriga?».
Pero en Bibione había algo con lo que Theo iba a entrar en calor rápidamente: era de color rojo y tenía volante. ¿Quién lo adivina?: un Ferrari. Se podía subir y sentarse en sus asientos. Theo lo habría cambiado, sin pensárselo dos veces, por su «Theo-Volvo». Pero resultó que aquel cacharro no podía moverse.
—Está ahí empotrado —le explicó el abuelo.
Qué raros son los italianos. Pegan los vehículos al suelo, en vez de usarlos para viajar. Los abuelos ya querían hacerse otra vez los listos; le dijeron: «Theo, esto es una atracción; hay que introducir una moneda y se pone en marcha». Y mientras se lo explicaban, introdujeron una moneda por una ranura. (Cuando los pedagogos pretenden saber cómo funciona algo, no hay quien los pare). El que pagó las consecuencias fue Theo; porque de repente el Ferrari se puso a galopar. Theo consiguió que le sacaran del asiento, berreando, antes de que el coche se alzara sobre las ruedas traseras y empezara a relinchar.
Como castigo, el abuelo tuvo que llevarlo media hora en moto. La moto casi podría considerarse una bici normal pero, por suerte, el abuelo dominaba a la perfección el ruido del motor; de acuerdo: no rugía precisamente como una máquina pesada, sino más bien como un ciclomotor de pocos caballos pero, para andar por Italia, bastaba.
Es cierto que, a los diez minutos, ya quería dejar de rugir. Decía que, darle a los pedales y, al mismo tiempo, dejarse el alma gritando, era pedirle demasiado. Pero esta vez se impuso Theo. Después, en el camping, al abuelo le faltaba la voz para decir: «Todo alemán».
—Ahora lo que necesito es una cerveza —fueron sus últimas palabras.
—Bebe agua que es más sana —dijo Theo. Y le alargó la mano a la abuela.
Y las vacaciones tocaron su fin. Por teléfono. El último día, por recomendación de la abuela, Theo llamó a sus padres para dar señales de vida. Fue la ocasión perfecta para hacer un resumen de los acontecimientos más importantes y nombrar los objetos y vehículos que había que sacar de Italia y transportar a la calle Josef Ressel.
A continuación, intentaremos reproducir la conversación telefónica completa y lo más fielmente posible al original.
Papá: «¿Dígame?». Murmullos. «¿Dígame?». Murmullos. «¡Hola! ¿Con quién hablo?». No habla nadie, pero alguien resuella. «¡Theo! ¿Eres tú?». Murmullos. «¡Theeeeeooooooo!».
Theo (tan alto como hay que hablar en Italia si tienes que conseguir que te oigan en Austria): ¡Sí, hola, hola, hola!
Theo tuvo que pasarle el auricular a la abuela provisionalmente, ya que los gritos de júbilo de su padre eran insoportables.
Papá (cuando recuperó el control): Theo, cariño, ¿dónde estás?
Theo: En Correos. (Sonó como si llevara doce años de servicio en la misma ventanilla).
Papá (efusivo): ¿Cómo estás? ¿Va todo bien? ¿Te han gustado las vacaciones? ¿Te gusta Italia? ¿Te gusta Bibione? ¿Te han pasado muchas cosas? ¿Has nadado en el mar? ¿Has hecho castillos de arena?…
Theo: En el puerto hay un barco amarillo con volante.
Papá (fingiendo interés): ¿En serio? ¿Un barco amarillo con volante en el puerto? ¿Y te gusta mucho?
Theo (seco): Sí.
Breve pausa.
Theo: Es mío.
Papá (se ríe): ¿Ah, sí? O sea que es tuyo el barco amarillo. ¿Y quién te lo ha comprado?
Theo: Papá.
La abuela le arranca a Theo el auricular de la mano porque considera que tiene que explicarle algo a papá urgentemente. En su discurso van apareciendo términos desagradables como «tozudo», «gritando», «inflexible», «imposible convencerlo», «ya no sabíamos qué hacer» y «le dejamos».
Theo reconquista el teléfono y dice: «El barco amarillo es mío, lo ha comprado papá».
Papá: Theo, cuando vuelvas a casa, te compraremos un barco amarillo de juguete, muy grande, y podrás jugar con él todo el día en la piscina.
Se interrumpe la comunicación. Theo ha colgado.
Un minuto después vuelve a llamar la abuela y aclara un par de formalismos. (Probablemente tienen que ver con la logística necesaria para transportar un barco desde Italia hasta Austria). A continuación Theo conquista el auricular telefónico por última vez en suelo italiano.
Theo: ¿Papá?
Papá: Sí, Theo, cariño, ¿quieres contarme algo más?
Theo: ¿Papá?
Papá: Sí, Theo, ¿qué pasa?
Theo: ¿Papá?
Papá: Venga, Theo, sí, dime.
Pausa.
Theo: ¡M-todo allemán!