Theo diferencia las compras auténticas de las falsas. La necesidad de las segundas se deriva de la circunstancia de que las primeras no se realizan cada hora; ni siquiera una vez al día; en ocasiones sólo dos veces por semana. Las compras falsas dejan bastante que desear con respecto a las auténticas. Ustedes mismos van a comprender enseguida el porqué. Pero también pueden ofrecer un montón de ventajas, como que no dependen del lugar en el que nos encontremos ni de normativas fastidiosas relacionadas con los horarios de apertura y cierre de los establecimientos.
En las compras falsas uno se va entrenando para cuando lleguen las auténticas, no deja de pensar en ellas y le van entrando ganas de ir de compras de verdad. En resumen: las compras falsas son una versión light y absolutamente útil de las auténticas. Y en ellas Theo disfruta de todos los derechos. Las obligaciones las tienen quienes comparten juego con él.
Para las compras falsas Theo necesita un compacto grupo de compradores que consta de los familiares y amigos que le rodean. Él cambia varias veces de papel a lo largo del juego: cuando hay que escribir la lista de la compra, es comprador; a la hora de pagar, es el vendedor; pero a continuación vuelve a instalarse en el papel de cliente. Estos cambios tácticos le permiten acabar el juego y volver a casa con el dinero en el bolsillo y la mercancía en las bolsas. De esta manera, las compras, aunque sean falsas, pueden resultar divertidísimas.
El juego nace ante la necesidad de adquirir, lo antes posible, alimentos básicos indispensables que se nos han acabado. Theo engancha a un pedagogo que parezca medio interesado y celebra con él un gabinete de crisis. La crisis se refiere a los productos que se han agotado y, cuya falta, Theo pretende restaurar sin pérdida de tiempo; motivo por el cual, da este primer paso. Para ello pregunta a su compañero de juego: «¿Tenemos leche?». Si la respuesta es «sí» (a secas), Theo se coloca en una posición de espera impaciente. Es decir: las palabras no sirven para nada; necesita pruebas.
A veces basta con una caja invisible que el compañero de juegos sujeta en la mano mientras dice: «Aquí está la leche». Pero que no piense el jugador que, utilizando el mismo gesto, se puede escapar de la harina, el pan, el azúcar, el paté, los Danoninos y los plátanos forrados de chocolate. Eso no puede ser; no, a Theo le puede resultar contraproductivo que todos esos comestibles estén disponibles en casa. Para convencerse necesita verlo con sus propios ojos. En el caso del chocolate, además, no le basta con verlo; prefiere organizar una degustación para comprobar que el producto se encuentra en buenas condiciones y todavía es comestible.
Quien prefiera ahorrarse el camino hasta la cocina, debe pronunciar lo antes posible un «no» como respuesta a los «¿Tenemos…?» de Theo. Por ejemplo: «No, los plátanos se han acabado». Ésta es la palabra clave; es aquí cuando realmente comienza el juego. Porque la situación obliga a Theo a pronunciar por primera vez y de manera pública lo que, desde el principio, era inevitable: «Hay que ir a comprar a Billa». Y ya que el pedagogo implicado parece no tener muchas ocupaciones: «Hay que apuntar plátanos. Hay que escribir una lista».
Para Theo la lista es muy importante. Se recomienda elaborarla a conciencia. Theo actúa como mandante; dice: «Sebollllas no tenemos». Entonces el pedagogo no tiene que asentir como un tonto, no. «¡Sebollllas! ¡Apunta!», ordena Theo. Y continúa: «Llimones no tenemos, apunta llimones». «Soletti[4] no tenemos, apunta Soletti». Les siguen las patatas fritas, el mketchup, las fresas, el pej-kao, chóped y «follitos rellenos» (una exquisitez). Cuando el compañero da a entender que ya ha tomado nota, Theo pregunta: «¿Tenemos todo?». El jugador ha de saber que si responde «sí» demasiado pronto, a continuación Theo dirá: «Lee». Y mientras lo haga lo mirará con recelo por encima del hombro.
Cierto: él todavía no sabe leer. Pero no por eso debería pensar su compañero de juegos que puede engañarlo nombrando productos salidos de su imaginación. Si lee, por ejemplo: «Limones, Soletti, patatas fritas y ketchup, fresas, chóped y bollitos», Theo lo mirará primero afectado (dándole una última oportunidad de enmendar su error) y a continuación preguntará, hiriente, como un estricto profesor antes de entrar en una fuerte explosión emocional: «¿Y el pej-kao?».
Sólo deseamos que el problema haya sido que el compañero ha olvidado leer, pero no apuntar, el pescado. Porque, evidentemente, puede arriesgarse, poner cara de inocente y decir «Ah, sí, aquí está el pescado», señalando con descaro la palabra «chóped», pero tiene que saber que Theo (que ha ido siguiendo el orden de los productos y sólo ha registrado cinco), dirá: «¿Y el chóped?». Si el compañero sigue cayendo en contradicciones, Theo, persistente, volverá a repasar con él la lista entera producto por producto. O sea, que es mejor decir la verdad desde el principio y enmendar arrepentido el descuido.
Ahora ya avanzarán a buen paso las compras falsas de y con Theo. Ya nos encontramos en el Billa. Theo interpreta el papel del vendedor en la caja. El pedagogo, como hay tal gentío, tendrá que esperar un rato en la cola hasta que le toque. (Sería una ofensa para un diplomado en comercio como Theo, que su único cliente fuera su excompañero de compras).
El desarrollo de la compra-venta exige mucha concentración por parte del cliente. Tiene que decirle a Theo otra vez todos los nombres de los productos que han incluido en la lista (sin errores) mientras hace movimientos con las manos como si se los diera. Al menos dos o tres tienen que ser auténticos (o sea, hay que traerlos de la cocina); si no, el juego acaba pareciéndose demasiado a una farsa. Theo va tomando las cosas, acepta que se mezcle también algún libro como si fuera un limón o un bollito, y después se los da de nuevo al cliente; no de buena gana, pero así es el juego.
Cuando los objetos son manejables (por ejemplo un limón auténtico) utiliza la balanza de juguete que viene incluida en su tienda de ultramarinos de plástico que, si exceptuamos la balanza, resulta bastante anodina. Se solicita un poco de paciencia por parte de la clientela con las palabras «hay que pesar» y, tras el ceremonial, el pedagogo por fin puede meterlo todo en una bolsa y sacar el monedero.
Por lo que respecta al precio, Theo es absolutamente flexible. Es decir: alarga la mano y espera a que le den lo que sea. El dinero no significa mucho para él. Las monedas, un poco más, porque, por lo menos, hacen ruido; pero los billetes, por el contrario, no hacen nada, no son bonitos, no suenan bien, no huelen bien, no saben bien. Si no fuera porque todo el mundo hace como si el dinero fuera algo especial, Theo se lo quitaría de encima en cuanto tuviera oportunidad. O se lo metería en la boca a «Es-Ben, no-hace-nada», que a lo mejor a él le gusta.
Si el otro jugador pregunta cuánto cuesta algo, Theo se encoge de hombros; a él qué le importa, ése no es su problema. Algún graciosillo le enseñó un día la fórmula «la voluntad»; pronto se dará cuenta de que de esa manera se degrada de vendedor a chico del guardarropa, cuyo sueldo depende de la generosidad de los donantes.
El juego se acerca a su fin (al menos eso cree el pedagogo). Theo se mete el dinero en el bolsillo y se convierte ahora en cliente preocupado por su compra. Revuelve con fuerza entre limones y libros. No hay duda: Theo está buscando algo. En esta fase de distracción, el pedagogo intenta, a escondidas y sin mediar palabra, poner pies en polvorosa. Sin embargo, el grito desesperado de Theo lo devuelve rápidamente de nuevo al juego: «¡Los pláá-tanos se nos olvidaban!». Pero si no estaban en la lista; así podría responder el compañero, pero sería una tontería. Lo más probable es que Theo le mandara escribir una nueva, completa, que incluyera también plátanos. Y el juego tendría que volver a empezar otra vez desde el principio.
Theo ya está con él en la puerta, le agarra la mano y le devuelve a la habitación (Billa) aclarando: «Hay que comprar plátanos, se nos olvidaban». El compañero no pone ahora tanto empeño e intenta venderle a Theo los limones que ha comprado él como si fueran plátanos. A Theo no le hace ninguna gracia. Exige (y esta vez lo hace con vehemencia): «¡Hay que comprar pláá-tanos!». Auténticos. Y rápido.
El pedagogo ha tenido suerte. Quedaba un plátano en la cocina. Theo lo compra y lo vende en fracciones de segundo. Sin dinero. Ahora sólo le interesa el plátano. Y quiere comérselo. El compañero no puede quedarse ahí mirando, que se lo pele. Se acabó el juego. Es hora de comer. Por cierto; cuando Theo acabe, ya no les quedará ni un plátano en casa. Es decir: ya se puede ir preparando para otra partida de «a comprar a Billa».
Y entonces sucede. Las palabras más hermosas que conoce un niño de apenas tres años se confabulan para formar juntas una frase: «Theo, al coche, vamos a comprar a Billa». Theo. Coche. Comprar. Billa. No es sólo esa perfección en la forma, no es sólo esa belleza acústica, El Dorado sonoro por antonomasia, no es sólo el más mejor de los juegos de palabras que pueblan el mundo de Theo. (Ustedes creían que «mejor» no admite gradación, ¿eh?).
No, no, es mucho más: la frase «Theo, al coche, vamos a comprar a Billa» es en sí misma toda una historia que describe la vida. Significa que el nombrado en primer lugar podrá disfrutar plenamente de todo lo que encierra la combinación de las otras tres palabras superlativas.
Empecemos desde el principio. Un buen día comienza con una lista de la compra (bien hecha). Quien vaya a ir con Theo a comprar a Billa tiene que elaborar dos buenas listas: una real, con las cosas que se supone que hacen falta en un hogar. Esta lista contiene, entre otros, productos tan poco atractivos como los rollos de papel higiénico y las bombas más pequeñillas del mundo (las bombillas), que cuando las agarras no se iluminan y cuando están iluminadas no las puedes agarrar.
Esta primera lista es, también desde un punto de vista formal, el colmo del descuido. Está llena de tachones y garabatos y, considerada en su conjunto, es demasiado larga. Pero si no sabes leer, es difícil que te des cuenta de todo eso.
Totalmente distinta es la lista de la compra de Theo. Él renuncia a los detalles sin importancia e incluye sólo los productos que hay que comprar sin falta: paté, mandarinas, Danoninos, zumo de frambuesa… De dictar se ocupa él. No se deja desconcertar por muestras de disgusto ocasionales, proferidas por el escritor implicado, ni por el clásico refunfuño del tipo «que-tengo-otras-cosas-que-hacer». Insiste en que se realice con una buena caligrafía y quiere saber qué palabra representa cada producto para que después, con el jaleo que hay en el supermercado, no confundan una cosa con otra.
A Billa van en coche. Le sacan de la sillita infantil para acomodarle en el carrito del súper; entre medias, sus pies ni siquiera llegan a pisar el suelo.
El viaje por entre los estantes es sin duda una de las mejores cosas que tiene el ir de compras. Si fuera por Theo, no quedaría ningún paquete en su sitio. La imagen más potente que tiene Theo de una visita aBillaconsiste en vaciar por completo (con sus propias manos) todas las estanterías, poner la mercancía en carritos (conducidos por él mismo), transportarla hasta casa en contenedores gigantescos (bajo la vigilancia de Theo, por supuesto) y montar en la calle Josef Ressel un «Billa propiedad de Theo». La sección de dulces se alojaría en su habitación, los productos menos interesantes irían a parar al jardín y se emplearían en fines benéficos: reparto diario de abrillantadores a los viajeros que esperan en la parada del autobús; todas las latas de comida para perros se entregarían a «Es-Ben, no-hace-nada», así como las de Kitekat y Sheba; quizá le serían útiles para seducir a un par de gatos.
El segundo lugar en las visiones de Theo referidas al Billa lo ocupa una algo más modesta: va más allá de su codicia y consiste en adquirir una unidad de cada uno de los productos que allí se ofrecen. Por ejemplo: un paquete de azúcar en polvo, azúcar granulado, azúcar granulado fino, terrones de azúcar, harina de trigo refinada, harina de trigo integral, etcétera.
De vez en cuando Theo se ve atrapado por una tercera visión en la que compra todas las unidades de un producto concreto. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando su mirada se queda enganchada en un bosque de cuellos y panzas de botellas rosas llenas de detergente para ropa delicada. En casa obligaría a uno de los pedagogos a limpiar delicadamente la bañera con el contenido de todas las botellas; seguro que queda divinamente y huele de perlas.
Pero permanezcamos en el terreno de la realidad, que ya es bastante delicada por sí sola. En ella, compran lo que necesitan. Así es que los esfuerzos de Theo se centran en necesitar lo máximo posible. Si le atrae un producto, le hace una seña al conductor para que se dirija rápidamente hacia él y efectúe una parada. (En realidad el conductor siempre avanza con rapidez durante unos centímetros y después efectúa una parada para volver a avanzar y parar; porque en eso consiste el recorrido por Billa).
Si el producto que le ha llamado la atención espontáneamente queda a su alcance, lo toma y lo deposita, como por casualidad, en el carrito. Mientras lo hace, intenta permanecer tan serio como los demás cuando añaden a su compra algo que les hace mucha falta; pretende evitar así las discusiones acerca de la necesidad o no del producto.
Algunas veces frunce el ceño y estudia con atención el envase para dar mayor sensación de profesionalidad: fecha de caducidad y otros datos que aparecen escritos en la etiqueta. Entonces asiente satisfecho y coloca el producto con el resto de la compra. A continuación, en un gesto meramente rutinario, echa un vistazo a su lista y, en su imaginación, tacha el producto que acaba de adquirir (le da igual si lo habían anotado o no).
Sin embargo, en ocasiones también puede suceder que el producto vuelva inmediatamente a la estantería con palabras como: «No, Theo, deja los cubitos de caldo Maggi. Por mucho que te guste la vaca de la caja, no». Pero, si ha tenido un buen día, al pasar por caja el conductor todavía tendrá que retirar cuatro o cinco productos que Theo ha conseguido colar en el carro. En esa situación, pide disculpas a la cajera en nombre de Theo. En vez de pedírselas a él, que no ha agarrado las cosas sin motivo alguno.
Si, durante el preciado recorrido por las estanterías, Theo se decide por la adquisición de un producto que no queda al alcance de su mano, entonces hace uso de todos los dedos de los que dispone para señalarlo, mientras dice: «¡Esto, esto nesesitamos!». En tales casos, en el conductor se suele despertar el instinto docente; pregunta muy inteligentemente: «¿Tú sabes qué es eso y cómo se llama?».
Pero esa pregunta ya la conoce Theo de muchas otras situaciones; y siempre, sin excepción, responde: «Sí». Sin embargo, los conductores docentes son pesados y suelen insistir: «Bueno, Theo, si sabes cómo se llama, dilo». El contraataque que tiene entrenado Theo es: «Dilo tú». Le sigue un combate «tú primero, tú primero, tú primero…» que siempre acaba ganando Theo.
—Es vinagre fermentado —le explica el conductor exhausto (en este ejemplo en concreto).
—Vinagre fementado nesesitamos —responde Theo apasionado.
—No, no lo necesitamos —opina el conductor.
—¡Sí, sí nesesitamos! —asegura Theo (llorando y pataleando).
Pero ¿cómo podría demostrárselo? Lo que hace a veces es sacar la lista y ponérsela al pedagogo en la mano para que lo confirme (si no está apuntado el vinagre, es que se les olvidó y no pueden dejar que pase lo mismo ahora que están en el centro comercial).
Si el carrito llega a la caja sin el vinagre (cosa que no les recomendamos a los pedagogos de Theo), al que va dirigiéndolo no le quedará más remedio que enfrentarse a la opinión pública. Toda la gente que espera para pagar se enterará de la terrible noticia: «¡Vinagre fementado nesesitamos!». Theo será alcanzado por una ola de compasión. Algún cliente se mostrará dispuesto a comprárselo; pero el testarudo conductor rechazará el gesto agradecido y les contará a los presentes no sé qué de los niños y su desbordante fantasía.
Cuanto más patente se hace el final de la compra, más agrios resultan los gritos de Theo pidiendo vinagre. Su último grito de «¡Vinagre fementado nesesitamos!», envuelto en tortura y desesperación, es para los observadores una muestra irrefutable de que Theo no podrá volver a hablar con voz normal ni crecer como un niño sano, a no ser que le den inmediatamente unas gotas de vinagre fermentado. Y el pedagogo que le lleva en el carro y que, evidentemente, le niega al niño la medicina que le salvará, cosecha un buen número de miradas despectivas procedentes de todas las direcciones. O sea que ésta es la manera de tratar a un niño en el centro comercial.
Las compras dentro de las compras se realizan haciendo paradas en las vitrinas de cristal en las que los clientes tienen que decir qué quieren y hay un dependiente que lo corta, lo empaqueta y se lo da. En estos lugares el carro se para más tiempo de lo habitual; lo cual le da la oportunidad a Theo de conversar con la gente y, de paso, darles algún que otro consejo.
Aunque primero, por supuesto, tiene que situarse él. Así es que pregunta; por ejemplo, en un lugar que, ni visualmente ni por lo que al olor respecta, es precisamente uno de los puntos estelares de Billa:
—¿Qué es esto?
—Esto es la sección de quesos —responde el tutor que dirige el carrito.
Theo se gira hacia la vecina de compras y le confiesa, con la nariz un tanto arrugada y la cara discretamente escondida tras una mano (en la misma postura en la que se contaría un secreto): «Esto es la secsión de quesos». Ella le da las gracias.
Entonces Theo empieza a disfrutar de la vista de la vitrina al completo; a veces de izquierda a derecha, a veces sin ningún tipo de orden.
—¿Qué es esto?
—Esto es queso —responde el pedagogo la primera vez.
El resto de las veces dirá: «Esto también es queso». O, de manera más elegante: «También esto es queso». Si se encuentra en un estado de lucidez retórica se animará a decir: «Esto es queso francés (o italiano o austriaco)». Pero, en cualquier caso, a Theo esas cosas tampoco le interesan mucho. Le da igual de dónde sea el queso; la cuestión es que está ahí.
La segunda pregunta estándar de Theo, «¿qué está hasiendo?», queda suprimida porque, incluso para él, es reconocible a primera vista que el queso es incapaz de hacer nada más que estar ahí pasando el tiempo (a veces llega incluso a criar moho) y esperar a que alguien lo compre; y da igual que sea francés, italiano o austriaco.
Si entonces la vecina del carrito de al lado pide, por ejemplo «cien gramos de Dolce Latte», Theo se apresura a decir «es queso». Información que la señora, de nuevo, le agradece. Cuando pide «cien gramos de Emmental» se entera de que «esto también es queso» (o, de manera más elegante, «también esto es queso»). La señora se congratula una vez más antes de que el chófer de Theo gire el carro para alejarse de la sección de quesos con la indicación: «¡Theo, ya vale!». A Theo le da igual; si a la gente no le interesa saber qué compra, allá ellos.
La charcutería vive del gesto bien ensayado de Theo, que consiste en alargar el brazo y mostrar la palma de la mano mientras mira con ojos hambrientos. Allí Theo no es ningún desconocido. Hay al menos una dependienta que sabe que ese «jovencito» (así lo llama ella) es un cliente habitual que siempre viene a llevarse una loncha de chóped. Pero Theo no es capaz de aceptar el regalo.
Por supuesto, él intuye que los regalos no se regalan; y mucho menos estando todavía en la tienda. Pero la charcutera todavía no se ha percatado nunca de que el niño le planta en la mano sin ceremonias la loncha de chóped al cliente más cercano. (Alguna vez incluso después de habérsela llevado a la boca y humedecido como si fuera un sello; entonces hasta hizo ruido).
A los pedagogos acompañantes siempre les ha parecido extraño este comportamiento y nunca les ha parecido bien. Así es que Theo pronto fue sometido a una prohibición de por vida, formulada en tono rudo, que le impide hacer entrega de la loncha de chóped a una tercera persona.
La siguiente vez (¡no lo hizo por despecho, de verdad!) lanzó la loncha dentro del carrito dándole vueltas como si fuera un frisbee. Y eso tampoco les gustó. Con el tiempo ha aprendido que lo que tiene que hacer es meterse la loncha en la boca; o la mastica y se la traga o… aunque, de todas maneras, pronto se darán cuenta.
Pasemos ya por caja. Una pena, porque en el supermercado hay muchas estaciones intermedias y pequeños departamentos que no vamos a poder mencionar aquí por cuestión de espacio. Cuando Theo sea mayor, si continúa con esta fiebre, probablemente lance al mercado una exhaustiva guía para ir de compras a Billa. En ella se tratarán todas esas preguntas que ahora quedan abiertas. Por ejemplo: cómo es que no se puede abrir el tapón de ninguna de las innumerables botellas de coca cola que se encuentran allí. O: cómo se debe coger de una montaña de limones el que está situado más abajo de manera que queden en el estante el mayor número de unidades posibles de los limones que estaban colocados sobre él. O: cómo se ocultan cinco dedos después de haberlos metido en una magnífica fuente llena de una pasta naranja hecha con queso que lleva el nombre de Liptauer. (Edición para avanzados: cómo se ocultan diez dedos después de haberlos metido en una magnífica fuente llena de una pasta naranja hecha con queso que lleva el nombre de Liptauer).
En las cajas se unen todos los hilos. Bueno, lo de los «hilos» es un decir; en realidad hacia allí se dirigen personas de todo tipo con todo tipo de productos y todos, llevados por el mismo estrés, desempacan, empacan y empaquetan sus cosas de la misma extraña e incómoda manera.
Aquí se le ofrece siempre a Theo la mejor ocasión de hacer algo para mejorar el ambiente. Porque (y esto que quede entre nosotros), aquí la gente no suele estar de muy buen humor. Y, aunque suene extraño, precisamente los que tienen los carros más hermosos y rebosantes, los que más contentos deberían estar, suelen ser los que ofrecen una imagen más desastrada. Probablemente porque nadie les habla. Pero esto cambia al instante cuando Theo es su vecino en la cola.
Un diálogo con Theo en la zona de las cajas se desarrolla más o menos de la siguiente manera: mientras el pedagogo que dirige el carrito está sacando de él la mercancía (o sea, está distraído), Theo puede dirigirse sin ser molestado a una señora de pelo blanco de aspecto serio y, por consiguiente, necesitada de un poco de ánimo. Theo inicia la conversación con esa frase bombón que sabe que funciona en estas ocasiones: «¿Tú quién eres?». Partamos de la base de que la señora responde y pongamos por caso que dice: «Yo soy la tía María». Y, según la tradición, Theo ahora se descubre ante ella con un «Y yo soy Theo». Un placer.
Theo: ¿Qué estas hasiendo aquí? (Hay que preguntarlo aunque ya se sepa).
María: Esperar hasta que me toque.
Theo (solidario): Hay que esperar.
Pausa.
Theo (señalando el carrito, repleto de cosas, de María): ¿Qué tienes ahí?
María: He hecho la compra.
La señora es sincera. Pausa.
Theo: Tía María.
María: Sí, Theo. (Si es que ha retenido el nombre).
Theo: ¿Qué has comprado?
Aproximadamente un 95 por ciento de todas las Marías compradoras hacen referencia en ese momento a un huidizo espacio neutro en el que hay «varias cosas», «cosas diferentes» o «algo de comida». Theo lo interpreta como un guiño simpático que ha de animarlo a participar en un concurso de preguntas y respuestas sobre los productos de Billa; así es que empieza arriba y va avanzando hacia abajo en el carro de María: «¿Qué es esto? ¿Y qué es esto? ¿Y esto qué es?».
Parece ser que aproximadamente un 99 por ciento de todas las Marías compradoras tienen problemas para decir el nombre de todos los productos que van a pagar y esperan impacientes hasta que los pedagogos de Theo terminen de vaciar el carrito y pongan fin a este juego.
Si le queda algo de tiempo, Theo todavía saca por última vez su lista y hace un repaso rutinario con María: «¿Tienes plátanos?» (después Danoninos, paté, mandarinas…). Las dos posibles respuestas resultan poco acertadas. Si María dice «sí», Theo, lógicamente, pregunta: «¿Dónde?». Es la manera de descubrir a María y desenmascararla delante de todos los demás clientes si se demuestra que es una impostora. Si María dice «no», Theo, lógicamente, pregunta: «¿Y por qué?». Y cómo le explica María a un niño de tres años comprador compulsivo por qué no ha comprado plátanos. ¿Por qué no le gustan?
Si Theo tiene el día misionero, puede ser que la tía María escuche entonces aleccionamientos como «son muy sanos» o «mi mamá dise que tienen muchas vitaminas».
Pero dejemos a la tía María sin plátanos en manos del destino y centrémonos ahora en una segunda forma de comunicación que tiene lugar en la zona de cajas y en la que participa Theo desde el trono que se alza sobre el carrito de Billa. Se produce cuando él está más interesado en las personas y ya un tanto saturado de productos (quizá porque ya ha superado los límites con la loncha de chóped). Entonces su deseo es presentar a la gente, que se conozcan, ya que se encuentran practicando todos a la vez el mismo hobby. (Pero sin que se entere el pedagogo comprador, que no le gustan demasiado los juegos sociales).
Por ejemplo: Theo conoce a un tal don Viktor; a continuación gira la cabeza en otra dirección y le pregunta a otra clienta: «¿Tú quién eres?». Ella dice: «Yo soy Anna. Y tú, ¿quién eres?». Theo: «Yo soy Theo». Pequeña pausa. Ahora comienza el juego: «¡Éste es don Viktor!». (Le señala o le tira de la manga).
Don Viktor saluda tímidamente a Anna con un gesto, pero no pronuncia una sola palabra. Así es que a Theo no le queda más remedio que intervenir: «¡Don Viktor va a comprar a Billa!», le hace saber a Anna. «¡Anna va a comprar a Billa también!», le hace saber a don Viktor. Ambos se sonríen mutuamente un tanto abochornados.
Se ve que la cosa no acaba de cuajar, y Theo tiene que continuar interviniendo: «¿Qué has comprado?», le pregunta a ella. Anna: «Leche, pan y un par de cosas más». Theo a don Viktor: «Anna ha comprado leche, pan y un par de cosas más. ¿Tú también has comprado leche, pan y un par de cosas más?». Don Viktor: «Yo he comprado muchas bebidas».
Theo a Anna: «Don Viktor ha comprado muchas bebidas. ¿Tú también has comprado muchas bebidas?». Anna: «No, yo para beber no he comprado nada». Theo a Anna (compasivo): «Don Viktor te da». Theo (estricto) a don Viktor: «Tú le das bebidas a Anna. Y Anna te da a ti leche, pan y un par de cosas más». O que se intercambien el carrito. O que lo pongan todo en uno.
—¡Theeeeeooooo!
Eso ha sonado a fin precipitado del gran juego de los contactos en Billa. Qué pena. Theo podría haber llegado a unirles.