Theo y los animales

A Theo le gustan los animales. Son suaves y calentitos, los puedes acariciar, te puedes meter la cabeza de uno en la boca, los puedes morder. Hay algunos que entonces se ponen a chillar; ésos no le gustan tanto. Él prefiere los robustos, los duros de pelar que además son silenciosos. Aurelio, el mono, por ejemplo, que lo puedes estampar contra la pared y no se lo toma a mal. Después sigue teniendo la misma cara horrible que ha tenido siempre.

Rüdiger, el hipopótamo, también era un tipo así. Lo que pasa es que a lo mejor era un poco demasiado blando para este mundo. Se le reventó la barriga la quinta vez que Theo le proporcionó una serie de lanzamientos combinados a derecha e izquierda contra la pata de la mesa. Ninguno de los humanos de la sociedad protectora de animales de peluche montó una escena por eso. Curiosamente, después de aquel incidente, Rüdiger desapareció sin dejar rastro. Es probable que aún se encuentre afectado, oculto en algún rincón de la casa, que Theo todavía desconoce.

Los animales favoritos de Theo son los que vienen impresos en los libros de ilustraciones. Éstos tienen los colores más bonitos y las caras más simpáticas. Y se quedan tranquilos cuando les hablas. Por desgracia sólo tienen parte delantera; cuando le das la vuelta a la hoja, de repente, desaparecen.

Lo fascinante de los animales, sean del tipo que sean, es que siempre van asociados a algún ruido ambiente. Una de las ocupaciones favoritas de Theo es reproducir sonidos de animales. Algunos parece que han sido creados para ser imitados por el hombre. El más cerdo, gruñendo, es el tío Michi. El abuelo, por el contrario, es uno de los mejores relinchadores de la zona. Y mamá, en el papel de antílope enano, tampoco está nada mal.

En la imitación de otros animales, Theo se reserva para sí el derecho de exclusividad. El que más le gusta es el pájaro carpintero. Siempre que esté equipado con la herramienta adecuada —algo como una cuchara sopera— es capaz de embriagarse con los golpes y entrar en un estado parecido al trance que puede prolongarse durante minutos. El que suena especialmente bien es el pájaro carpintero que hace Theo sobre objetos de porcelana. No hace mucho, a uno de estos pájaros, que producía un sonido a volumen exagerado, se le quebró la voz. Mamá reaccionó de una manera bastante espinosa, le quitó a Theo la cuchara y las dos mitades del plato de la mano, y dijo: «Ya se acabó el pajarear». Sin embargo, en ausencia de mamá, nuestro carpintero celebra de tanto en tanto espléndidos comebacks.

Los animales también representan un enriquecimiento del vocabulario de Theo. Hace poco, papá puso impedimentos al suministro de fruta. Theo pedía vehementemente fresas. Papá le decía: «Luego». Theo insistía: «¡Da-me fre-sas!». Los frentes se endurecieron. Papá dijo: «¡Ahora no!». Theo tuvo que ponérselo más claro: «¡Dame fresas, no seas rata!». A papá le sentó mal: «Theo, eso no se le dice a una persona». Theo: «Sí se dise. La abuela siempre le dise al abuelo».

Problemas serios sólo tiene Theo con una especie hiperactiva de animales: los vivos. Podríamos decir que tiene con ellos algún que otro «desencuentro»: vamos, que en cuanto llegan los animales, Theo sale despavorido. Si no le da tiempo a salir huyendo, grita. Si, con los nervios, no puede gritar, contiene la respiración. Si, al no respirar, le falta el aire, se pone todo rojo. Si no logra ponerse rojo, simplemente cierra los ojos. Y los mantiene así todo el tiempo que sea necesario, hasta que alguien le quita de encima al animal y se tranquiliza. Después ya puede ponerse a berrear tranquilamente y expresar así su aguda nota de protesta contra la práctica, cada día más liberalizada, de la cría de animales.

De los animales que corren salvajemente por nuestro entorno día tras día, el más peligroso de todos es el perro. La raza más extendida debería llamarse «no-hace-nada». Se encuentran más en la calle que en casa. A veces llevan en el hocico unos aparatos extraños en los que no se pueden meter los dedos; sin embargo, ésta es una de las pocas cosas que Theo encuentra atractivas y podría salvar de un perro vivo.

En la esfera privada de Theo aparece de vez en cuando un perro que se llama «Es-Ben, no-hace-nada». Es el perro de su «otro abuelo», un müsterländer. Para los sustos que le mete a Theo cada vez que aparece inesperadamente, lo cual sucede muy a menudo, el perro, la verdad, no vale mucho. Y cuando Theo, con la intención de sellar así pacíficamente su amistad, le mete el índice en el ojo (lo cual no es tan fácil porque el tío no para quieto) Ben se pone incluso bastante desagradable.

Los ladridos son un idioma que Theo no puede aprobar. En él se esconde la arrogancia de lanzar abiertamente, de manera desagradable y ensordecedora, lo que quiere transmitir el ladrador. Además, los ladridos siempre tienen un tremendo tono de reproche, exigencia o reprimenda. Así es que «Es-Ben, no-hace-nada» puede ahorrarse la aproximación a Theo. «¡Ben, fuera!», le dice éste en caso de que se le acerque; y hace gestos con la mano para ahuyentarlo. Entonces el perro se suele apartar.

En marzo, Theo estuvo con dos pedagogos ocasionales (uno de ellos era yo) en el Aqua Terra Zoo «Haus des Meeres», la «Casa del Mar» de Viena. No todo el mes de marzo. Pero aun así, la visita fue larga. Era Sábado Santo y llovía: a todos los adultos que se encontraban en posesión de algún niño pequeño o que, con la excusa de la Semana Santa, se habían agenciado alguno, se les había ocurrido la misma genial idea. Aquel día, los peces que vimos, que habitualmente se encuentran apretujados en un acuario estrecho, en comparación con cómo estábamos los visitantes, debían de sentirse como en un segundo océano. (Ante ellos iba desfilando tanta gente como en la playa de Jesolo en pleno agosto). Pero no pasa nada. A Theo le gustaba que hubiera mucha gente a su alrededor.

La visita tuvo lugar en una fase en la que, para Theo, había exactamente dos preguntas que tenía que plantear siempre que encontraba algo o a alguien que no conocía. La primera: ¿Qué (o quién) es esto/a/e? La segunda: ¿Qué está haciendo? Si aquel Sábado Santo, en el acuario de la «Casa del Mar» retozaban 2344 animales y plantas, Theo planteó en aquella visita exactamente 4688 preguntas.

Cada una de ellas pedía a gritos al menos una respuesta. Si la pregunta no gritaba lo suficiente, Theo la ayudaba. Si la contestación no era satisfactoria, Theo volvía a plantear la pregunta, una y otra vez, hasta que escuchaba algo más inteligente. Por suerte, Theo no había establecido con rigidez quién tenía que darle la respuesta; y constantemente se compadecían de nosotros observadores vecinos, que salían en nuestra ayuda para calmar la sed de saber de Theo en torno a la legitimidad de la existencia de los animales acuáticos.

Hay que decir que Theo pensaba que todos esos animales eran pájaros; porque, como veía el agua desde abajo, donde lo había colocado su acompañante, tenía la impresión de mirar hacia el cielo. (Todo un cumplido para los limpiadores de los cristales del acuario de la «Casa del Mar»). Como solemos levantar la mano para tocar el aire, y puesto que aquellos pájaros de formas raras, si no estaban quietos, volaban a una velocidad tan lenta que resultaban fáciles de atrapar, la primera fijación de Theo fue hacerse con una de aquellas cosas que flotaban en el aire. Después ya preguntaría «¿Qué es esto?» y «¿Qué está hasiendo?»; además así podría concretar más.

Pero no lo consiguió. Probó el hurto deslizando suavemente la mano y con palanqueta; pero nada. Cada vez que lo intentaba se interponía una pared invisible que le impedía el acceso. Y los pájaros, arrogantes, ni siquiera hacían amago de querer salir volando. Se ve que se sentían bien seguros.

Ya que no apareció ningún adulto que se mostrara dispuesto a solucionar este problema técnico a favor de Theo y atrapar al menos uno de esos pájaros para ponerlo en manos del niño, de repente la «Casa del Mar» dejó de resultar interesante; Theo ni se planteaba la posibilidad de quedarse allí toda la tarde. Pero ya que estaban, por lo menos quería saber con quién se las estaba viendo. Por consiguiente, se centró en sus dos preguntas.

En el vivero de serpientes se produjo un intercambio verbal de alto nivel.

Theo: ¿Qué es esto?

Acompañante: Esto es una serpiente.

Theo: ¿Qué esta hasiendo?

Acompañante (desconcertado): Eh, pues, bueno, ahora… nada.

Theo: ¿Qué está hasiendo?

Acompañante: Está enrollada.

Theo: ¿Qué está hasiendo?

Acompañante: Sólo está ahí echada.

Theo: ¿Qué está hasiendo?

Acompañante: Está durmiendo.

Theo aplasta la nariz contra el cristal y observa la serpiente, examinándola con mirada crítica. No dice nada más. «Está durmiendo» fue, obviamente, una respuesta convincente.

Avanzamos hasta el siguiente terrario, donde nos espera la serpiente vecina.

Theo: ¿Qué es esto?

Acompañante: Una serpiente.

Theo: ¿Qué es esto?

Acompañante: Una serpiente también.

Theo: ¿Qué es esto?

Acompañante: Theo, es verdad, que es también una serpiente; es que aquí hay muchas serpientes; estamos en la zona de las serpientes, esto está lleno de serpientes.

Pausa. Entra en razón.

Theo: ¿Qué está hasiendo?

Acompañante: Está durmiendo.

Theo: Vale.

Las tortugas a Theo no le cayeron bien. Incluso antes de enterarse de que tampoco ellas tienen nada mejor que hacer que dormir durante el día. Había un único ejemplar despierto que se trasladó desde A hasta B.

Theo (asqueado): ¿Qué está hasiendo?

Acompañante: Camina.

Esta información abre nuevas puertas; Theo pregunta: «¿Adónde?».

Acompañante: Por aquí…

Theo: ¿Adónde?

Acompañante: Es que eso seguramente no lo sabe ni ella.

Theo: ¿Adónde?

Acompañante: Está buscando comida para llevársela a su familia que está durmiendo. (Mentira piadosa).

Theo: Vale.

Lo que le gustó a Theo fueron los peces pequeños. Sobre todo uno rojo que se había segregado del grupo y esperaba en pose meditativa detrás de un coral.

«¿Qué es esto?», preguntó con visos de entusiasmo.

Acompañante: Un pez rojo.

Theo: ¿Qué está hasiendo?

El acompañante reflexiona durante demasiado tiempo.

Theo: Se está escondiendo del asul.

Una observación sensacional a pesar de que en aquel acuario no había ni rastro de ningún pez azul.

Continuamos en dirección al indiscutible punto culminante de la visita, a la pecera en la que se encontraba el gran tiburón. Era allí donde empezaba a merecer la pena haber pagado también las entradas de adultos.

—¡Mira, Theo! —gritó el acompañante descontrolado—. ¡Mira qué boca más grande tiene el tiburón! ¡Mira cómo remueve la arena con el morro! ¡Mira qué aletas!… ¿Theo? ¿Theeeoooo?

Se encontraba en mitad de la sala, alejado de cualquier habitante del fondo marino, de pie en medio de un grupo de niños, de entre los cuales él era el más pequeño, y con la mano extendida. Un ingenuo padre de familia había abierto delante de sus narices un recipiente de plástico para proveer de galletas a su familia (y quiero poner el acento sobre el «su»). Pero para Theo las galletas son un bien común; así es que dibujó su mirada más desnutrida y le obligó a decir al buen hombre un «¿quieres tú también una?» poco convencido. Aunque, para cuando lo dijo, Theo ya tenía una galleta en la mano.

El resto de la visita transcurrió ya con cierta monotonía. Los peces no tenían ninguna posibilidad de ser observados. Theo andaba al acecho detrás del hombre de las galletas. Lo perdió de vista definitivamente en la salida. Como consuelo, impuso que su acompañante pedagógico ocasional le llevara a la cafetería y le invitara a un vaso de cacao con una galleta gigante. (Era tarta, pero Theo por suerte no se dio cuenta del cambio de etiqueta).

A modo de resumen se podría decir… Vamos a dejar que sea el propio Theo quien lo diga.

—¿Dónde ha estado hoy Theo? —le preguntó mamá por la noche.

—En la «Casa del Mar» —respondió él con picardía como si hubiera estado en un peepshow.

—¿Y qué ha visto allí Theo? —continuó preguntando mamá.

(Llegados a este punto es necesario desvelar un pequeño secreto lingüístico-técnico: A Theo, en ocasiones de extrema excitación y, sobre todo, cuando aprende palabras nuevas, se le resisten las oclusivas sordas —p, t, k—. Hay una especie de fuerza ajena a él que le obliga a articular una m anterior para ayudarse a empujar el aire).

—¿Y qué ha visto allí Theo?

Theo: Mpeses, mtortugas, ser-mpientes y galletas.

Ya que las alegres estaciones de transición de Viena sólo se conocen por los libros y, en realidad, llueve sin descanso, nieva y hay tormentas hasta bien entrado el verano, Theo vivió su tercera primavera en un encierro forzoso. Al menos una vez el niño tenía que experimentar algo parecido a la sensación de estar en primavera y eso sucedió en la «Casa de las Mariposas», el Schönbrunner Schmetterlingshaus, un espacio que reproduce las condiciones ambientales del Trópico. Fue un encargo pedagógico para uno de esos sábados de abril pasados por aguanieve. Por lo que se refiere al personal de compañía, Theo no efectuó cambios. Los pedagogos ocasionales que habían puesto todo su empeño (uno de ellos era yo) en conseguir que la visita a la «Casa del Mar» resultara bastante pasable, recibieron una segunda oportunidad.

Antes de ese día, las mariposas no tenían mucho significado para Theo. Para ser sincero, diré que, de hecho, él no tenía ni idea de que existieran. Pero claro, como todos andaban a su alrededor tan eufóricos, lo justo era que aceptara ir a ver las «mari-mposas», al menos una vez. El nombre, desde luego, le resultaba bien emocionante.

Con la finalidad de que en esta ocasión pudiera concentrarse mejor en la vida de los animales, fue equipado con el correspondiente aprovisionamiento de galletas. Con la mano derecha, podía servirse cómodamente del bolso de mano de uno de sus acompañantes; en la mano izquierda llevaba siempre una galleta para casos de emergencia. Cuando estábamos delante de la puerta se le acercó una niña de unos tres años. Un mal presentimiento le hizo devorar a toda velocidad su galleta de reserva. Y efectivamente, la niña se había fijado en el puño izquierdo de Theo; le echó la mano, lo abrió y (decepcionada) volvió a cerrarlo. Theo se quedó parado en el sitio, con la boca muy abierta, lanzándoles a sus acompañantes miradas de reproche que venían a decir algo así como: «A lo mejor alguien se digna a llamar cuanto antes a la policía». Para él aquello había sido un brutal atraco con violencia.

Pero como no sucedía nada, Theo acabó retirando las manos y metiéndolas, por seguridad, dentro del abrigo. Es que con estas chicas hay que tener cuidado; no les das una galleta y puede ser que se te lleven la mano.

«Ya estamos». Con estas palabras dimos a entender que habíamos llegado a la casa; un lugar que recordaba a la sauna de su «otro abuelo», aunque en una versión algo más sana. Por todas partes crecían árboles, arbustos y flores. Theo reconoció enseguida las mariposas; eran ese montón de minipájaros flacos de colores que revoloteaban por todas partes sin hacer ruido. Pero ¿lo sabían también sus acompañantes?

—¿Qué es esto?

—Una mariposa.

—¿Una mari-mposa?

—No. Bueno, sí, eso, una mariposa.

—¿Qué está hasiendo?

—Dar vueltas.

—¿Qué está hasiendo?

—Está buscando comida.

—¿Qué está hasiendo?

—Ensayando una danza exótica, la danza del vientre.

Theo se rió sonoramente. Lo cierto es que no creía ni una palabra de lo que decía su acompañante, pero el chiste era sorprendentemente bueno. A por otro:

—¿Qué es esto?

Exacto; también era una mariposa. Theo parecía dispuesto a pasar revista una a una a los miles de ejemplares que allí se encontraban; a riesgo de que todas fueran bailarinas exóticas y formaran parte de la misma compañía.

Sin embargo, había una muy especial que desvió la atención de Theo del resto del grupo. Estaba echada, sin más, sin moverse un ápice (¿haciendo ejercicios de relajación? ¿Entrenamiento mental? ¿Una pausa para fumar?).

—¿Qué es esto?

—Una mariposa muerta.

—¿Qué está hasiendo?

—Está muerta.

—¿Qué está hasiendo?

—Theo, mira, aquí pone: «Esta mariposa ha muerto por problemas de salud derivados de la edad. Se puede tocar».

A Theo le pareció estupendo. Por fin un animal que se podía agarrar sin problemas. Aunque no podía metérselo en la boca.

—Theo, no hace falta que la acaricies porque está muerta.

Pero daño tampoco le iba a hacer; así es que él siguió acariciándola.

La concentración se interrumpió bruscamente. Porque, de repente, allí estaba ella. De altura le pasaba una cabeza; pelirroja, una cinta azul en la frente, pecosa. No, no quería sus galletas; lo quería a él.

—¿Cómo te llamas?

Mm-Theo —respondió Theo con voz de pito. Si su nombre hubiera tenido una sílaba más habría empezado a tartamudear.

—Yo me llamo Simone —respondió la chica bajo una docena de miradas y con la mano apoyada en la cadera.

Como Theo, a causa de una parálisis pasajera, no era capaz de tomar la iniciativa, fue ella quien le tomó a él de la mano y, mientras le decía: «Ven, que te enseñe una cosa», lo arrastró por el pabellón de las mariposas. Se detuvo ante un pequeño estrado, subió allí a Theo con cierta brusquedad, le puso en un ojo una lupa que allí había, y le dijo: «Mira». Se lo podía haber ahorrado porque a Theo, de todas maneras, no le quedaba más remedio que mirar.

Pero por desgracia aquella palabra fue también su despedida, porque el padre de la niña llevaba un rato buscándola y amenazó con marcharse «ahora mismo». La falta de muestras de dolor por la separación puso en evidencia que Theo no había sido el primero.

Para él todo transcurrió demasiado rápido. De repente se encontraba aparcado y solo, subido a un estrado excesivamente alto, con una lupa en la mano con la que no sabía qué hacer, e intentando comprender esa fase de agitación que había irrumpido brevemente en su vida y había tenido que acabar de manera desagradable. Se sentía engañado y utilizado por Simone y estaba a punto de hacérselo saber, a través de un potente estallido sentimental, a todos los visitantes de la «Casa de las Mariposas», institución que, probablemente era responsable de lo sucedido, cuando aparecieron de nuevo en su vida sus dos acompañantes, que ya habían caído en el olvido, y le trasladaron a un colorido puesto donde se vendían recuerdos.

La oferta de productos de ese pequeño Billa estaba bastante limitada al tema de las marimposas, pero también había una sermpiente de goma y un osito y un coche y otro coche y un no sé qué (difícil de clasificar, pero de colores muy bonitos). Theo seleccionó unas cuantas cosas, las puso en la caja y le dio a entender a la cajera que se las apartara mientras él seguía mirando.

—No, Theo —le espetó una desagradable voz—, tienes que decidirte por algo.

Ya había decidido: quería todo. (O nada. Pero una cosa así no se le puede hacer a un niño en ese delicado momento emocional). En casa enseñó todos los regalos, se calló lo del encuentro con Simone y, días después, todavía suspiraba por la «marimposa muerta».

A principio de verano, Theo ya tenía la madurez suficiente como para enfrentarse a animales grandes. Ésa era la opinión del «Consejo de Sabios» del grupo de pedagogos a los que se ha encomendado su educación. En cualquier caso, el zoo de Schönbrunn no fue idea de Theo, con lo que no se le puede hacer responsable del éxito de la actividad.

En cuanto a las condiciones externas, hay que decir que, tanto en Viena como en sus alrededores, lo mismo en primavera que en verano, no se puede salir de casa sin paraguas. (Del otoño y del invierno mejor no hablamos). Theo, un niño que ha crecido en zonas de bajas presiones y frentes atlánticos, un niño para el que la lluvia es algo habitual, que no supone ninguna preocupación, en el húmedo junio de 1997, se atrevió con los charcos. Por fin había encontrado una forma divertida de movimiento sobre sus propias piernas.

La visita al zoo se realizó en un momento en el que dejó de llover. El suelo sin asfaltar estaba plagado de pequeños estanques que los adultos, y sus hijos educados en la adultez, esquivaban con acrobacias para no mancharse los zapatos, no empaparse los calcetines y no congelarse los dedos de los pies.

Un segundo grupo de osadas figuras ignoraba el estado del terreno y seguía por su camino sin importarle si pasaba por zonas inundadas o secas.

El tercer grupo estaba constituido por Theo. Él divisaba un charco, tomaba carrerilla y saltaba dentro, acompañando el movimiento con un vigoroso «plof». En realidad decía «mm-plof», iniciaba el sonido en la carrera y la explosiva «p» se fundía con el grito del charco que, tras el aterrizaje de Theo, estallaba como una fuente en todas las direcciones y, más concretamente, contra las perneras de los pantalones de sus ya institucionalizados acompañantes en visitas zoológicas (uno de ellos era yo).

De esta manera el trayecto discurrió precipitadamente hasta su meta y para Theo la visita al zoo mereció la pena incluso antes de haber visto los animales. A lo mejor nos podríamos haber ahorrado el importe de la entrada, porque los charcos de fuera eran más densos y más profundos que los que había dentro del zoo. No, no nos podríamos haber ahorrado la entrada porque, como Theo todavía no había cumplido los tres años, de todas maneras entró gratis; y los adultos probablemente habríamos pagado gustosamente el doble con tal de alejar a Theo, de una vez por todas, de los charcos.

Inmediatamente después de entrar en el parque, los estados emocionales cambiaron. Los pedagogos de Theo se vieron atrapados por un repentino ataque de entusiasmo e, inhalando ávidamente la mezcla de aromas de hipopótamo, cebra y oso, anunciaron en tono solemne: «Theo, estamos en el zoo. Ahora verás. Vamos a ver unos animales increíbles. Te vas a quedar con la boca abierta». Theo respondió: «Vale». Se dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta de salida.

Tras este pequeño malentendido, que a Theo le costó unas cuantas lágrimas que logramos secar organizando un par de saltos en unos charcos, pudimos comenzar, por fin, la visita a las instalaciones, magníficamente saneadas, del que se ha convertido en uno de los parques zoológicos más bellos del mundo. Theo no dejaba de plantear preguntas interesantes. A continuación, unos breves fragmentos de las escenas más relevantes.

Escena primera.

El tutor: ¡Mira, Theo!

Theo: ¿Dónde?

El tutor: Ahí detrás; ¡hay un tigre!

Theo: ¿Dónde?

El tutor: Mira, Theo, tienes que mirar bien, ahí detrás, avanzando, muy despacio, un tigre…

Theo: ¿Dónde?

El tutor (agitado): Mira, ahí detrás; ahora está pasando al otro lado; ¡ahora viene directo hacia nosotros!

Pausa.

El tutor (apocado): Mira, Theo, ahora se va otra vez. Mira, ahora se está tumbando, ahora se recoge, ahora quiere estar tranquilo, ahora está ya un poco cansado.

Theo (frotándose los ojos): Vale.

Escena segunda.

El tutor: Mira Theo, ¿ves ese mono?

Theo: Sí.

El tutor: Es un chimpancé.

Theo se gira hacia su tutor y lo examina con gesto serio.

El tutor: ¿No te parece gracioso el chimpancé?

Theo no dice nada.

El tutor: ¡Mira, qué gracioso, cómo juega!

Theo no dice nada.

El tutor (riéndose): Mira, Theo, está jugando con los dedos de los pies.

Theo no dice nada.

El tutor (a carcajadas): ¡Mira, Theo, ahora se quiere meter el pie en la boca!

Theo: Vale.

Escena tercera.

Theo: ¿Qué es esto?

El tutor: Eso es una jirafa.

Theo: ¿Y qué tiene ahí?

El tutor: El cuello.

Theo: ¿Y ensima?

El tutor: La cabeza.

Theo: Vale.

Escena cuarta.

El tutor: ¡Y eso es un búfalo!

Theo: Vale.

Escena quinta.

Theo: Vale. (Eran machos cabríos.)

Escena sexta.

El punto culminante de cualquier visita al Zoo de Schönbrunn: ver cómo dan de comer a los leones marinos. Personas procedentes de todo el mundo, japoneses procedentes de todos los autobuses y educadoras de guardería con las hordas más salvajes de niños procedentes de los centros más salvajes acuden hasta aquí para mostrar a sus pequeños (y, con la excusa, para verlo ellos mismos) cómo saltan las focas y con qué arte danzan buscando alimento. El equipo de Theo luchó y consiguió sitio en la primera fila, separado de la piscina únicamente por una barandilla de metal.

El tutor (con el pulso acelerado): ¡Mira, Theo, ahí viene el hombre con el cubo! En el cubo hay pescado para dar de comer a los leones marinos. ¡Mira, mira, ahora lo lanza al agua! ¡Mira cómo salta el grande! Mira, los pequeños aún no se atreven…

Theo, dando muestras de los primeros indicios de excitación, señala hacia el lugar del espectacular acontecimiento y pregunta: «¿Qué es esto?».

El tutor (desorientado): Theo, son los leones marinos de los que te acabo de hablar.

Theo: No, los leones marinos no. ¿Qué es esto?

El tutor (inseguro): No sé a qué te refieres, Theo. ¿El hombre que reparte el pescado?

Theo (impaciente): ¡No, el hombre de los mpeses, no! ¿Mm… ké es es-to?

Theo se inclina hacia delante, alarga el brazo y lo agita con fuerza en el aire.

El tutor (desesperado): Theo, en el sitio en el que estás señalando están los leones marinos y el vigilante con el cubo del que saca el pescado. No sé qué me quieres decir.

Theo (lloroso y pataleando con fuerza): ¿Mké – es – e – to –ahííí?

Se estira todavía más hacia delante, de tal manera que casi puede tocarlo con los dedos… y al fin, el ojo pedagógico atisba una cosa colgada en un palo justo delante de él. Eso es lo que llama la atención de Theo desde hace un buen rato. El tutor responde con voz pausada: «Ah, eso es un guante».

Theo (emocionado): ¿Mqué está hasiendo?

El tutor (depresivo): Está colgando. Se le habrá olvidado a alguien.

Theo: ¿Por qué se le ha olvidado?

El tutor: Porque sí, se le ha olvidado.

Theo: ¿Y por qué sí?

El tutor (malhumorado): ¡Theo, eso ahora no tiene ningún interés!

Theo (pataleando): ¿Qué está hasiendo el gante? ¿De quién es el gante? ¿Mm… po- se la olvidado? ¿Mpoké sí?

El tutor: Vale.

Cuando, en el momento más álgido de aquella espectacular exhibición, el león marino más grande de todos atrapó, uno tras otro, cinco peces que le llegaban de diferentes direcciones, acabó mareándose, perdió el control y cayó dando una tripada contra la piscina, Theo, ajeno al acontecimiento, descubrió un nuevo charco.

Si ustedes creen que la visita a Schönbrunn acabó de una manera tan frustrante desde un punto de vista «zoopedagógico», se equivocan. Las historias que tienen a Theo como protagonista siempre acaban bien (al menos para Theo). El descubrimiento del guante de la piscina de los leones marinos no fue el punto final, sino el punto de giro de la visita al zoo.

Así llegamos a la parte más reconfortante, cuando Theo, por fin, encuentra una vía de acceso a los animales. Pero ¡qué digo! ¿Acceso? El entusiasmo lo llevó a derrocar oficialmente el cercado y los establos; y todo ello se lo debemos a… el descubrimiento de la cámara fotográfica.

—¿Qué es esto? —le preguntó Theo a su tutor, que quería dejar perpetua constancia de la exhibición de los leones marinos para mostrarle a Theo, más adelante, lo que él había preferido perderse.

—Esto es una cámara fotográfica —contestó el pedagogo.

—¿Qué está hasiendo?

—Fotos.

—¿Y cómo?

—Se mira por esta ventanita y se aprieta este botón. Y eso se llama «hacer una foto».

Theo se rió.

De repente parecía transformado. Se le olvidó que había charcos bajo sus pies, se acercó a la mejor cerca que vio, señaló los primeros animales que encontró y preguntó: «¿Qué es esto?».

Su (orgulloso) tutor fue directo al grano (esperando que escucharan también otros niños): «Theo, esto de aquí es un elefante. Podemos diferenciar entre el elefante indio y el africano. Este ejemplar de aquí…».

—Hay que haser una foto —le interrumpió Theo.

Y la hicieron.

¿Qué cómo se hace una fotografía entre dos, cuando uno es Theo? Eso es muy fácil. El tutor sujeta la cámara; no importa hacia dónde enfoque, pero tiene que sujetarla fuertemente. Theo fija con perspicacia una instantánea de su elección y ya no la pierde de vista, busca a tientas con el pulgar el botón disparador, y lo presiona con un movimiento de tornillo, y con fuerza, durante un buen medio minuto; más o menos lo que se hace para apagar un cigarrillo.

Entonces, de repente, levanta el dedo a la velocidad del rayo, como si se hubiera quemado, gira la cabeza bruscamente hacia donde se encuentra el portador de la cámara, y pregunta sumido en la más absoluta agitación: «¿Hemos hecho una foto?».

—Sí, la hemos hecho —lo tranquiliza el «fotopedagogo».

La segunda pregunta importante que plantea Theo es (en este caso concreto): «¿Hemos hecho una foto del elefante?».

—Posiblemente… con un poco de suerte, sí —respondió el «fotopedagogo».

Tercera pregunta importante: «¿Dónde está la foto?».

—Aquí dentro —contestó el «fotopedagogo» dando golpecitos con el dedo en la cámara.

Recomendación urgente de Theo: «Hay que sacar la foto».

—Sí, pero ahora no se puede —replicó el «fotopedagogo»—. Tenemos que mandarla a revelar.

—Hay que mandalarevelá —era también la opinión de Theo, que asintió denotando valentía.

En cualquier caso, la visita a Schönbrunn estaba salvada. Había pasado de ser una carrera sobre charcos a convertirse en un imponente safari fotográfico. Pocos animales pudieron esconderse tan bien como para escapar a la aguda mirada de la cámara de Theo. En cuanto oteaba alguno, la reacción era inmisericorde: «Hay que haser una foto». No valían los «si» («si vuelve a asomarse, Theo») ni los «peros» («pero seguramente hoy ya no saldrá más, Theo»). Daba igual que el animal estuviera en ese momento a la vista o no, había que hacerle una foto.

Aquel día, Theo aprendió a amar a los animales (a los grandes y a los pequeños, a los gordos y a los escuálidos), y eso queda bien patente en este episodio con el que pondremos punto final a esta crónica.

En la zona donde estaban los flamencos, Theo descubrió un animal que estaba a punto de abandonar el terreno acotado.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Aquí tenemos un magnífico flamenco —instruyó el «fotopedagogo»—. Por el color rojo de su pico podemos reconocer que se…

—No, el flamennnco, no. ¿Qué es esto? —lo interrumpió Theo agachando la cabeza para señalar al suelo mientras pateaba.

El tutor siguió la mirada de Theo… y fue a parar hasta sus propios pies.

—Ah, esto es un… eh… una lombriz.

—Hay que haser una foto —ordenó Theo.