Theo no existe solo. Eso lo supo él enseguida. Con eso tiene que vivir. Y ciertamente no vive nada mal, con eso.
Renunciaremos a un retorno detallado hasta los inicios, cuando empezaron las primeras apariciones; no explicaremos qué eran, cómo se presentaban ni cuánto tiempo necesitó Theo para recuperarse. La cuestión es: desde que Theo es Theo, hay a su alrededor gente; a su alrededor, con él, para él, junto a él. O debajo de él (literalmente; por ejemplo, cuando lo llevan a hombros). Así es que ha necesitado más de dos años y medio para acostumbrarse a lo que llaman el prójimo. En este sentido también ha aprovechado bien el tiempo.
Si le preguntaran a Theo a ver qué cree él, que para qué están ahí los otros, su respuesta bien podría ser: «Para Theo». Al menos ése es el sentido que encerraría su respuesta. O quizá no, perdón, probablemente no; las evidencias no tienen por qué ser mencionadas explícitamente. En cualquier caso, Theo no podría hacer mucho con una pregunta de ese tipo, formulada de manera tan general. Habría que ser más concretos. Tendríamos que pasar revista a esas personas una a una; a ser posible, a través de breves entrevistas. Entonces, Theo tendría la posibilidad de precisar por qué, en su opinión, está ahí (en ese momento) cada uno de ellos. O más concretamente: por qué está ahí para él. Con algunas personas a Theo se le ocurrirían espontáneamente varias respuestas a la vez. Estos elegidos se presentan ante él como seres multifuncionales; básicamente asumen responsabilidades referidas a su bienestar físico y a su equilibrio emocional. En cambio, hay quienes cumplen pocas finalidades; algunos sólo una en concreto, que suele ser la de entretenerle. Y también hay personas de las que Theo todavía no sabría decir para qué son buenas ni de qué manera podrían aportar algo o serle útiles. Pero sin duda tendrán su oportunidad.
Siguiendo estos criterios, Theo diferencia a los familiares íntimos de los conocidos, a los amigos de las amistades casuales, a los parientes lejanos de los completamente desconocidos. Así es; y, por otro lado, están los niños. Pero ellos, según Theo, merecen un capítulo aparte.
Theo es entre otras cosas un hombre de familia. Se siente a gusto cuando está a solas con mamá o papá. O, mejor todavía, con ambos; porque ellos raras veces comparten opinión. Por lo tanto, apenas tiene importancia que uno le prohíba algo; basta con que el otro esboce un tímido «bueno, déjale», y Theo, con mirada cándida, asiente para corroborar el permiso. La parte que vota por la indulgencia no dirá nada si quiere ahorrarse un conflicto con su pareja. Las abstenciones también favorecen a Theo; siempre serán dos contra uno y es Theo quien se acerca más a uno o a otro dependiendo de la situación. Eso es lo hermoso de ser tres.
Llegados a este punto podríamos ponernos sentimentales porque, obviamente, Theo quiere muchísimo tanto a mamá como a papá. Les quiere, por así decirlo, por encima de todo (excepto de los Danoninos amarillos, las bolsas de la compra a rebosar y los Ferrari rojos). Seguramente a ambos se les saltarían las lágrimas si supieran lo que dice Theo de ellos cuando no están presentes: nada. Porque lo suyo son sentimientos ocultos, un profundo cariño que emana de su interior y que, seguro, perdurará durante muchos años. Los momentos en los que Theo desea tener su propio piso pero ninguno de los dos viejos da muestras de que vaya a irse, esos momentos, aquí no queremos ni mentarlos.
Aunque, llegados a este punto, también podríamos sacar a colación algunos apuntes críticos sobre la esencia de los comandantes del hogar; por supuesto, siempre desde el punto de vista de Theo. Y eso es lo que vamos a hacer. Punto por punto.
Primero: Lo que se tiene siempre, acaba perdiendo su encanto.
Segundo: Lo que se tiene siempre dando vueltas alrededor, acaba poniendo nervioso.
Tercero: A veces pasan de todo y Theo tiene que esperar (a menudo horas) hasta que le dan lo que quiere.
Cuarto: Son defensores de la absurda teoría de que hay cosas que no son para Theo.
Quinto: Tienen el descaro de llevar esta teoría a la práctica y la desfachatez de dar muestras de su descaro varias veces al día.
Sexto: Se besan con lengua. Theo sólo puede (y tiene que) mirar pero se queda sin nada.
Séptimo: A veces… bueno, esto mejor lo dejamos, que además tampoco es fácil de explicar.
Octavo: No penséis que siempre son tan amables como aparentan cuando hay gente delante.
Noveno: Jugando al escondite no buscan como es debido. Al final Theo siempre tiene que salir y precipitarse sobre ellos para llamar la atención; si no, le dejarían secarse durante días en su escondite. Seguro que pasada una semana uno de los dos preguntaría: «¿Has visto a Theo?». Y el otro respondería: «¿Theo? ¿Quién es el Theo ese?».
Décimo: ¡Se les ocurren unas ideas! Jugando a la gallinita ciega una vez intentaron vendarle a Theo los ojos. Por supuesto él se resistió con uñas y dientes y a gritos (la próxima vez querrán taparle la nariz).
Decimoprimero: Le lavan a Theo la cabeza a pesar de que él les dice expresamente: «¡No, la cabesa no! ¡El pelo no! ¡No me lavéis la cabesa!». Lo de ducharse, vale; también moja pero te puedes secar enseguida. Pero es que cuando te han mojado el pelo ya no se te seca nunca. Theo ya les ha ofrecido varios acuerdos: se ha agarrado mechones de pelo con la mano y se los ha mostrado expresamente diciendo: «Lavar sólo aquí». Pero ellos han sonreído maliciosamente y le han enjabonado sin miramientos toda la cabeza. Algún día lo lamentarán.
Decimosegundo (afecta sólo a papá): Puede llegar a ponerse muy seco cuando está sentado delante del ordenador. Primero dice: «Theo, por favor, no me molestes que ahora tengo que trabajar». Después se pone a jugar con las letras y a Theo no le deja participar; a veces se lo impide hasta diez veces seguidas y, a la de once, papá se siente molesto. Primero dice: «Theo, si no dejas de molestarme ahora mismo, voy a tener que sacarte de aquí y cerrar con llave». Y sigue jugando con las letras del ordenador. Y ahora sí que Theo no puede participar.
Decimotercero (afecta sólo a mamá): Puede llegar a ser despiadada cuando está en el cuarto de baño. Primero dice: «Theo, por favor, no me molestes que tengo que arreglarme para ir a trabajar». Después se pinta las mejillas, se unta crema de fresas en la boca y se pasa un pincel negro por los ojos. Y a Theo no le deja participar. A veces se lo impide hasta diez veces seguidas y, a la de once, mamá se siente molesta. Primero dice: «Theo, si no dejas de molestarme ahora mismo, voy a tener que sacarte del baño y cerrar con llave». Y sigue pintándose la cara. Y ahora sí que Theo no puede participar.
Para empezar, lo dejaremos en trece quejas. Si ustedes tienen interés en conocer los otros doscientos sesenta y siete puntos críticos de la pedagogía de los jefes, diríjanse con toda confianza a Theo. Asunto: «Quien procrea, que obedezca».
Más allá de sus padres, Theo puede recurrir a diferentes miembros del personal orientador de segunda clase; o, más bien, el personal se incorpora para que los padres tengan un poco de lo que llaman «descarga» (que en realidad es una palabra ofensiva) de Theo. Al frente están la abuela y el abuelo, personas muy esforzadas, de usos múltiples, decentes y rectos, con una admirable capacidad para «dar y tomar». La abuela, entre otras cosas, sabe clavar en el suelo las estacas de la tienda de campaña; es la experta en todo lo que tenga que ver con asuntos ligados a la tierra. El abuelo, por el contrario, domina como nadie el baile de los pajaritos. Sólo los aleteos rítmicos que ejecuta con las manos merecen al menos una representación diaria. La verdad es que esta gente se la puedes recomendar a cualquier niño.
Junto a ellos hay un montón de tías (auténticas y falsas), tíos-abuelos y tíos jóvenes, pseudoabuelas, aspirantes a abuelos, sobrinos y sobrinas carnales o no, primaveras o cómo demonios se diga… Todos se hacen llamar por algún grado de parentesco lejano, pero en el fondo siempre quieren lo mismo: ver a Theo, agarrarlo, besuquearlo, levantarlo, llevarlo en brazos, acunarlo, darle de comer. Lo único que no quiere nadie es cambiarle los pañales.
Theo les quiere a todos. Conoce sus rostros (famosos no son; nos ahorraremos los detalles) y sabe qué puede esperar de cada uno. Ahí, nada más que un par de muecas divertidas. De ése, unos buenos sonidos. Con el otro, un animado juego de acordes. Por aquí un sofisticado juego de arquitectura. Por allí un sustancioso espectáculo.
Hay veces que vienen todos juntos de visita. «A comer», lo llaman oficialmente. Se ve que se les acaban a todos las provisiones al mismo tiempo. Sea como sea, le traen a Theo pequeños presentes: unos le ofrecen libros con ilustraciones o coches pequeños, otros (tacaños, anticuados) lo agasajan con lenguas de gato.
Cada familiar trae también sus peculiaridades. Algunos saludan a Theo efusivamente y le dan besos húmedos e impetuosos (de éstos él siempre anda huyendo). Algunos escupen cuando hablan. Algunos hacen ruido al comer. Algunos… en fin, qué se le va a hacer, no son más que seres humanos.
Cuantos más familiares haya, mejor para Theo. Una vez que se ha superado la desagradable fase inicial, cuando todos se precipitan sobre él al mismo tiempo y lo bombardean con cientos de preguntas que siempre desembocan en la misma respuesta, y que es la que ellos ya se podían haber imaginado: sí, gracias, «nuestro Theo» se encuentra maravillosamente; si se encontrara mal, ellos ya se habrían dado cuenta antes, porque, entonces, ellos tampoco se iban a encontrar muy bien.
Como muy tarde al empezar a comer, ya ha pasado el primer asalto; porque cuando se trata del escalope, no hay nada más importante que uno mismo. Theo por fin puede tomar la iniciativa sin que le molesten. Como pequeño ejercicio preparatorio le gusta desaparecer debajo de la mesa y soltar los cordones de los zapatos. Que este acto evolucione y se convierta en un juego depende después de las reacciones de los dueños de los zapatos. La experiencia ha demostrado que las personas mayores muestran más bien poco interés en juegos de este tipo y, de hecho, los muy mayores ni se dan cuenta. Una pena, porque precisamente los cordones de sus zapatos son mucho más fáciles de soltar e incluso a veces se pueden sacar por completo.
Después, el juego se traslada a la parte superior. Theo elige en esa zona un regazo desde el que disfrutar de una buena vista de todo el grupo y averiguar sin demora qué personas pueden ser clave en el caso de que pretenda desarrollar una estimulante actividad conjunta.
A veces la gente habla sobre cualquier intranscendencia por encima de él de una manera tan pertinaz, que Theo se da por satisfecho con la compañía que le ofrece el poseedor del regazo que ocupa. Pero tampoco hace falta que se quede ahí eternamente. Cuando la diversión empieza a decaer, se pasa al vecino; después al vecino de éste y así sucesivamente. Cuando ha dado toda la vuelta y llega de nuevo al primero, va a buscar un libro con ilustraciones o algún otro objeto de animación y empieza de nuevo la ronda. Los que la primera vez no han contribuido, quedan tajantemente excluidos en la segunda vuelta. Theo no pierde el tiempo con aburridos.
Las personas de la tercera categoría, que no mantienen con él un parentesco cercano y sólo son medio conocidos, le resultan en un primer momento interesantes. Siempre son buenos en las sorpresas. Sorpresas de las buenas, pero también (existe un factor de riesgo de inseguridad) de las menos buenas. Tomemos un personaje a modo de ejemplo; lo llamaremos «tío Z» y a través de él mostraremos cómo se comporta frente a Theo un medio conocido hasta el punto de causarle experiencias traumáticas y conseguir que no lo olvide en toda la vida.
El tío Z visita a la familia de Theo en la calle Josef Ressel. Ve a Theo jugando en el jardín. Se le acerca por detrás, llega hasta él sin que el niño se dé cuenta, lo agarra por la cadera, le grita al oído: «¡Hola, Señor Theo! ¡Ándese usted con ojo!», y le levanta en volandas de tal manera que Theo se encuentra de repente a sólo diez centímetros de su rostro.
Para aumentar el efecto final, el tío Z saca los ojos de sus órbitas y anuncia: «¡Aaaaah! ¡Soy un fantasma!». O adelanta el maxilar superior y levanta el labio para que queden bien visibles los dientes (amarillos) y proclama «soy el Conde Drácula» mientras ataca a Theo en el cuello.
Después levanta a Theo por los aires, le da vueltas como si fuera un helicóptero, le pone de nuevo en el suelo, le da un golpe campechano en el culete y le pregunta: «Eh, pequeño, ¿estás bien?». Al cabo de una hora Theo sigue llorando amargamente.
Otro ejemplo:
El tío Z entra en casa. Theo observa al recién llegado desde una distancia de varios metros e instintivamente aprieta los puños con la intención de proteger sus frágiles coches de juguete. El tío Z lo interpreta como una orden para abalanzarse sobre Theo. Del susto, Theo deja caer los coches. El tío Z pregunta: «Pero bueno, ¿qué tenemos aquí?». Y agarra ávido los vehículos. Da unas vueltas con ellos en el suelo, acompañando el movimiento con unos repulsivos ruidos de motor revolucionado, mientras Theo respira profundamente preparando así su primer estallido en lágrimas. Porque los coches son suyos y de nadie más. Y hay personas que no deberían poder ni tocarlos. Y una de esas personas es ése de ahí.
A continuación, el tío Z le tiende los coches de juguete con las palabras: «Y ahora tú». Pero Theo se gira, contrariado, hacia un lado. El tío Z alcanza a agarrarle la cabeza, le desliza la mano entre el pelo y le dice: «¡Ladronzuelo!». Theo sale corriendo profiriendo gritos: «¡Mamá!». O echan ahora mismo de casa al tío Z y le prohíben que vuelva por tiempo indefinido, o Theo se verá obligado a abandonar el hogar paterno. La decisión está en manos de los tutores.
Que otras formas son posibles, lo demuestra la tía Erika. Ella es, por así decirlo, la versión opuesta, y real, del imaginario tío Z. Se trata de la vecina. Y así podría calificarse la relación que mantiene Theo con ella, vecina: trato amable y distancia cordial. Garantizada por la valla del jardín; una barrera que Theo levanta esquivo ante todo aquel a quien no conoce demasiado. Si por Theo fuera, colocaría un alambre de espinos. Por si las moscas. ¿O es que se puede mirar dentro de las personas? Aunque le extrañaría mucho haberse equivocado con respecto a la tía Erika.
Cada vez que se abre la ventana del segundo piso, aparece indefectible y automáticamente la misma cabeza. Durante unos instantes domina la calma, lo cual le da a Theo la oportunidad de prepararse para la parte acústica de la toma de contacto.
—Hola, Theeeeoooo —grita la señora con voz agradable; no demasiado alto y desde una hermosa distancia.
—Tía Erikaaaaa —responde Theo encantado. A veces le suelta su telefónico «sí, hola, hola, hola».
Ahora puede avanzar con la conciencia tranquila hasta la valla. No existe peligro de que la tía Erika cambie de posición, ni de que abandone su puesto en la ventana y agarre a Theo desprevenido por la espalda para jugar con él a Drácula o al helicóptero.
Se dan las condiciones ideales para una conversación distendida. ¿De qué hablan? Ah, pues cosas de vecinos: comentan el tiempo, se cuentan las últimas historias que les han pasado en casa y se desahogan hablando de sus pequeñas penas cotidianas. Lo reconozco, las conversaciones son, de alguna manera, más bien unilaterales: Theo toma la palabra al principio y prácticamente no la suelta. Situado junto a la valla del jardín, su necesidad de comunicar no tiene freno.
La tía Erika tiene que responder con «sí» o «no» y, si se presenta la oportunidad, puede bosquejar un «¡Ah! ¿Sí?» de sorpresa. En el mejor de los casos se le permite decir: «¡Ay, qué pobre!» cuando Theo le muestra un dedo con visos de autocompasión y le cuenta:
—Tía Erika, mira, me ha picado una hormiga.
—¡Ay, qué pobre! —dice ella.
—Hay que soplar —le responde Theo. Y además, le deja que lo haga (lo mejor que pueda teniendo en cuenta que les separa una distancia de diez metros).
Estas conversaciones tenían dos pequeñas imperfecciones, pero entre tanto ya han sido subsanadas. En el transcurso de la charla en el jardín con la señora asomada a la ventana del segundo piso, a Theo le daba regularmente tortícolis. Además, mientras hablaba con ella tenía que estar de pie y ya sabemos lo poco que le va a él esta postura.
Pero ahora su papá le ha colocado una pequeña tumbona junto a la valla, que puede orientarse cómodamente hacia la posición de la tía Erika. Si se dieran las condiciones externas óptimas, él podría pasarse las tardes enteras allí de tertulia. Pero parece ser que tía Erika tiene otras cosas que hacer aparte de escuchar las historias que le cuenta Theo (eso es lo que afirma papá). Aunque, seguro, que nada mejor.
Con la cuarta categoría de personas, la de los extraños, Theo tampoco tiene ningún problema. Todo lo contrario: le gusta su estilo apocado, su sonrisa reservada, sus guiños furtivos, sus gestos tímidos apenas esbozados, sus observaciones parcas en palabras y siempre a volumen moderado. Ellos nunca se abalanzarían sobre Theo ni le lanzarían por los aires. Ellos nunca le arrebatarían sus juguetes. Con su profundo respeto hacia la dignidad de un niño pequeño y su distancia cortés, se acercan por completo a la naturaleza de Theo pero invaden sólo a medias su camino. No osan a más. Esa modestia es lo que más valora Theo en ellos. Por eso no le da reparo ser él mismo quien dé los pasos decisivos.
En realidad tampoco son muchos pasos. Avanzando en paralelo a la valla del jardín, desde el antes mencionado puesto de observación de la tía Erika, hasta la primera esquina y girando después a la derecha, se encuentra, a pocos metros, lindando con el jardín y separada sólo por la verja de alambre, la parada de autobús. Dentro de poco habrá que habilitarle a Theo también allí un lugar donde sentarse; porque, conversando con los viajeros que esperan el autobús, se pasan las horas volando.
Los días buenos Theo está al acecho desde por la mañana temprano. Porque la gente que toma el autobús a primera hora, con los hombros caídos y los maletines llenos de documentos, son los más tranquilos y los más agradables de todos. Probablemente están todavía medio dormidos.
A través de la verja Theo puede obtener una breve impresión general de la oferta. Entonces elige a alguien que parezca especialmente cansado (éstos prácticamente están solicitando que alguien los despierte y luego resultan ser los más divertidos). Theo espera hasta que el sujeto seleccionado se gire y mire hacia el jardín y, entonces, le llama: «¡Hola!». O: «Sí, hola, hola, hola». O si considera que no hay tiempo que perder, directamente: «¿Tú quién eres?». A veces (pero para eso Theo tiene que tener una prisa exagerada o es que ya está llegando el autobús): «¡Hola, yo soy Theo! ¿Y tú quién eres?».
Las reacciones son variadas. Algunos se asustan. Otros murmuran un par de palabras y se giran hacia otro lado. La mayoría se alegra ante una sorpresa tan lograda y enseguida le revelan a Theo su nombre. Pero entonces también hay diferencias. Están los sencillos que dicen: «Yo soy Rudi» (o Miki, Kitti, Sissi…). Otros, más reservados, se presentan como «El Señor Rudolf» y los que quieren mostrarse cercanos dicen: «El tío Rudolf».
Theo también ha conocido extraños que se han presentado con: «Soy el ingeniero Señor Don Rudolf Pospischil». Éstos tienen tendencia a estrecharle la mano a través de la cerca como si fueran a venderle en ese mismo instante un cortacésped. La experiencia demuestra que estos tipos son los que menos juego dan.
Por motivos de espacio renunciaremos a transcribir una conversación completa entre Theo y uno de estos viajeros. Pero queremos mostrar, en forma de pequeño concentrado de diálogo, qué dirección suelen tomar dichas charlas.
Theo (con las manos en la verja): Hola.
El desconocido: ¡Ah, hola! ¿Cómo te llamas?
Theo: Yo soy Theo. ¿Y tú quién eres?
El desconocido: Yo soy Rudi.
Theo: ¿Qué hases?
Rudi: Estoy esperando el autobús.
Theo: ¿Dónde está el autobús?
Rudi: Aún no ha llegado.
Theo: Hay que esperar.
Rudi: Sí, tenemos que esperar.
Theo (no puede sacarse el tema de la cabeza): ¿Dónde está el autobús?
Rudi: Está de camino, llegará enseguida.
Theo: Hay que esperar.
Rudi: Sí, tenemos que esperar.
Theo (ha llegado el momento de sacar a la luz la verdad): El autobús ya sa ido. (Nadie lo sabe mejor que él, que vive aquí).
Rudi: Ése era el bus anterior. No importa, hay buses todo el tiempo.
Theo insiste: El autobús ya sa ido. Sa ido. (Señalando desde la parada en dirección al trayecto que sigue el autobús).
Rudi: Theo —si se ha quedado con el nombre—, ya vas a ver que enseguida viene otro autobús.
Theo: ¿Dónde está el autobús? (Theo deja abierto si se refiere al que ya se ha ido o al que está a punto de llegar; no queda claro incluso si está dispuesto a diferenciar entre ambos o si entiende el autobús desde un punto de vista filosófico, como un concepto en sí mismo).
Rudi (con los pies en el suelo, refiriéndose a la realidad de la parada): Seguramente ahora habrá llegado a la parada anterior. No falta mucho para que venga.
Theo: Hay que esperar.
Viene mamá y se mete en la conversación: «Theo, ¿ya estás molestando a la gente?».
Rudi se ríe y hace gestos que indican que no le molesta, que simplemente mantienen una animada conversación.
Theo: Éste es Rudi.
Mamá (dirigiéndose a Rudi): Perdone. Es que él tiene que hablarle a todo el mundo.
Theo: Rudi está esperando el autobús.
Mamá: Aquí están todos esperando al autobús, es la parada, Theo. Vamos, entra en casa.
Theo: El autobús sa ido.
Mamá: Pasan autobuses todo el rato, enseguida vendrá otro.
Theo: Hay que esperar.
Mamá: La gente tiene que esperar. Tú no. Tú ahora vas a entrar en casa.
Theo (lloroso): ¡Hay que esperar!
Como los extraños se encuentran actualmente entre las personas favoritas de Theo y esta tendencia va en aumento, de tal manera que sus padres ya se van haciendo a la idea de que Theo les abandonará este invierno para vivir en un piso compartido (con desconocidos), vamos a abordar aquí una segunda variante de toma de contacto con un extraño.
Ésta tiene lugar en situaciones en las que Theo aparece en compañía de alguno de sus tutores del círculo habitual de pedagogos. Entonces aparece alguien a quien Theo nunca había visto antes. El estudio de este nuevo ser supone para Theo una experiencia tan espectacular que inmediatamente quiere que ambos (su familiar y el desconocido) participen de ella. Se desarrolla más o menos de la siguiente manera:
El tutor y chófer de Theo se sitúa en la charcutería del hipermercado, donde espera, junto a otras personas, a que lo atiendan. Theo está sentado en el carrito del súper y observa, con los ojos y la boca bien abiertos, a la vendedora que trabaja a destajo. Da la impresión de que Theo puede guardar para sí esa fascinación que, evidentemente, despierta en él el fenómeno de ver a una persona desconocida vendiendo embutido, pero, de repente, estalla.
—¡Mira! —le grita a su pedagogo. Se oye hasta en la sección de quesos—. ¡Mira esa mujer! —dice señalándola con el dedo.
—Theo, eso no se hace —susurra por lo bajo el tutor avergonzado.
Pero Theo sólo acaba de empezar.
—¡Mira! ¡La mujer del pelo rojo, mírala!
La vendedora estresada desvía fugazmente la mirada de la máquina de cortar embutido y sonríe tímidamente.
El tutor, sin voz: Theeo, poorr favorrr.
Theo: ¡Mira la del pelo rojo, la gorda…!
El tutor le tapa la boca.
Theo se libera y empieza de nuevo: «¡Mira la mujer esa, la gorda del pelo rojo! ¿Qué está hasiendo?».
—¡Chsss! Theo, es la vendedora, está cortando el embutido. Y ahora calla —susurra el pedagogo colorado como un tomate—. Y no vuelvas a llamar nunca, nunca a nadie «gorda». Si vuelves a decirle a alguien «gorda» ya no te llevaremos nunca, nunca más a hacer la compra.
Theo se toma una pausa para reflexionar. La vendedora estresada saca el embutido de la máquina y lo envuelve en papel. Theo ya no puede más.
—¡Mira! La mujer del pelo rojo, la gorda que corta el embutido. ¿Ahora qué hase?
La vendedora le dirige a Theo una segunda sonrisa tímida; aunque esta vez con un toque más de agresividad. El tutor empuja resignado el carrito con Theo hacia un lado y mira a los que le rodean con gesto valiente a la par que agridulce, un así-son-los-niños.
Theo sigue esperando una respuesta.
—¿Qué hase ahora con el embutido la mujer del pelo rojo, la (boca tapada) esa de ahí?
Quizá hoy lo mejor sería comprar el embutido envasado que hay en la cámara.
Uno de los clientes que está esperando le dirige a Theo una sonrisa reconfortante.
—¡Mira! ¡Mira ese hombre de la nariz roja! ¿Qué está hasiendo?
Bueno, la compra ya está hecha. De todas maneras hoy en la charcutería hay demasiada gente. Lo que falta lo puede comprar el pedagogo cualquier otro día. Sin Theo.