Theo se mueve (también)

A Theo le gusta estar sentado. A Theo le gusta estar echado. Y a Theo le gusta rodar de aquí para allá. Con esto queda prácticamente todo dicho con respecto a sus movimientos.

¿No queremos dejarlo aquí? Bueno, pero para qué andarnos con rodeos: la persona que inventó el cochecito y la sillita debió de hacerlo con alguna intención. (Si bien su evolución ha quedado estancada en un estadio bastante primitivo, pues este tipo de vehículos no tiene ni un simple volante; así es que ni hablar de un acelerador. Lo próximo va a ser ahorrar en ruedas).

Pero retomaremos los hechos desde más atrás: ya hace algún tiempo que los pedagogos de la familia y allegados no se cansan de explicarle a Theo el mundo. En casa se van conteniendo un poco; porque por lo visto se les han acabado los objetos mencionables. Pero en el momento en que salen al aire libre, ya empiezan: «Theo, esto es un…» y «Theo, esto es un…» y «Theo, esto es un…». A derecha e izquierda, arriba y abajo y, muy a menudo, también en algún sitio por ahí en medio.

Seguro que no tienen mala intención. Ahora que él, todavía, no está capacitado para defenderse, quieren empapuzarlo de saber. Ya que si, en algún momento, se le diera la oportunidad de elegir por sí mismo si quiere aprender algo o no, probablemente en el 80 por ciento de los casos se decantaría por la segunda opción.

Pero, de momento, Theo almacena las impresiones automáticamente; a veces sin que nadie se dé cuenta en absoluto, por el simple placer de almacenar. El entorno lo ceba con información y él la retiene porque le resulta fácil; no importa si le interesa o no. Sin embargo, Theo no es ningún superdotado (al menos faltan pruebas sólidas que lo demuestren): mientras su mente trabaja, su cuerpo tiene que estar en reposo. Cuando las cosas del mundo lo acribillan en forma de denominaciones, necesita urgentemente respaldo, calma y seguridad. En una palabra: necesita la sillita. Sin ella, corre el peligro de perder su equilibrio emocional e ir dando tumbos a golpe de estímulos del mundo exterior.

En algunos aspectos podríamos decir de Theo que es inquebrantable (véase batidora) pero en raras ocasiones se mantiene firme físicamente. Esa postura no va con él. No más allá de los momentos en los que pasa por este estado en su juego de equilibrios. Los tutores de Theo conocen una única situación en la que Theo puede mantenerse en pie absolutamente quieto y callado. Entonces parece que tiene por piernas dos bloques y que le han pegado los pies al suelo con cemento; el tronco sobresale rígido hacia delante; los brazos cuelgan en el aire como si se los hubieran clavado; la cabeza de Theo parece sacada de un busto en mármol de Miguel Ángel, y su cara denota absoluta concentración, como si se estuviera escuchando en lo más profundo de sí mismo. No hay nada capaz de abatirlo hasta que la recelosa voz de uno de sus pedagogos lo arranca de su anclaje autoimpuesto al plantear la pregunta que lo desenmascara: «Theo, ¿te estás haciendo caca en los pantalones?».

Por lo demás, puede prescindir perfectamente de estar de pie. Y algo parecido sucede con andar. Aunque lo de andar anda mejor. Primero porque, según avanza, va cambiando el paisaje y segundo porque caminar es un asunto claramente más estable. Cuando amenaza la caída, sólo hay que dar un paso más hacia delante. Y de esta manera se puede ir avanzando hasta que a uno ya no le apetece dar más pasos, hasta que es mayor la desgana que el miedo a caerse. Habitualmente hay cerca algún orientador que se encarga de recogerlo.

Una solución intermedia entre la estancia en paz absoluta dentro de su carrito y el estado oscilante del movimiento continuo sobre las propias piernas es lo que llaman aupar o ir en brazos. Esta postura descansa sobre el inteligente principio de que es posible llevar a dos personas con sólo dos piernas. Así se preservan las piernas de Theo. Lo cierto es que, al ser portado, uno se abandona a la capacidad, o incapacidad, del portador para llevar a alguien en brazos. Hay personas de confianza a las que Theo podría revelar sus secretos más íntimos; por ejemplo: dónde acaba de esconderles el reloj o las gafas. Pero en cuanto le alargan los brazos para que salte hacia ellos, a Theo le entra un sensación de reserva cercana al pánico, de tal manera que no puede evitar sollozar y mirar a su alrededor desesperado en busca de una vía de escape. No hay duda: Theo tiene miedo de que esa persona lo lleve en brazos. Sólo con imaginárselo lo pasa mal.

Dentro de ese grupo de malos portadores de los que hay que huir, Theo diferencia entre blandos y duros. Los blandos agarran a Theo como si fuera una patata caliente. ¿Quieren conocer el nombre de un digno representante de este grupo? Está bien, haremos una excepción y diremos nombres; Theo le llama «tío Dani». Cuando se acercan a él, los blandos ya lo hacen con las manos temblorosas y no se acaban de decidir; no saben bien por dónde agarrarlo. «Agarrarlo». Por el amor de Dios, cómo suena; pero es que es tan fácil hacerle daño a un niño tan frágil y tan pequeño. Sus sudorosas manos acaban situándose en algún punto entre la barriga y la espalda de Theo. A continuación se produce una versión light de lo que sería un movimiento de elevación para tomarle en brazos y, en ese ascenso, Theo se les suele escurrir; entonces el portador intenta salir airoso pronunciando un «aúpa» mientras repite el movimiento ascendente. Todo esto, siempre y cuando Theo no haya salido ya huyendo buscando a «¡Mamá!» o «¡Papá!» con gritos quejumbrosos.

Si consiguen alzarle, no puede ir tan mal. A no ser que en el movimiento le hayan girado las piernas y Theo no sepa muy bien cómo colocarse. O que le hayan puesto mirando hacia el lado que no corresponde (es decir, con la cabeza orientada hacia el bolsillo de la camisa del portador blando). En ese caso, los últimos instantes transcurren con valerosos intentos por parte del portador de mejorar la postura del niño para poder mantenerle al menos unos segundos más. La mayoría de las veces Theo ni siquiera quiere presenciarlo, golpea con los puños el tórax del portador blando (si es que para entonces éste no le ha dado la vuelta) y quiere que le lleven ahora mismo a casa, que lo… no, por favor, que no le lleven en brazos, que le empujen. En su sillita. A la voz de ya.

Los portadores duros son aún un poco más temidos. Cuando le abren los brazos a Theo, mientras le muestran toda la dentadura y sus grandes ojos brillantes, él cree que acaba de llegarle su hora. Sin embargo, como por un milagro, no llega a producirse el estrangulamiento que parecía inevitable; en su lugar, los voraces dedos del poseso se clavan en las caderas de Theo.

Gritar no ayuda en absoluto. Los portadores duros lo interpretan incluso como una muestra de alegría ante el inminente «lanzamiento-en-remolino-por-los-aires». En esta situación Theo intenta comportarse de manera relajada (de gruñir ya tendrá tiempo después) para minimizar, en lo posible, los daños. Y es que sonidos como «¡Huuuyy!», «¡Aaauuh!» y «¡Joooo!» provocan en los portadores duros un estímulo adicional y les motiva a escenificar con Theo una orgía de piruetas ascendentes, lanzamientos y bamboleos.

Una vez que Theo ya está colocado arriba, no le puede pasar nada malo. A no ser que el portador duro, que estruja sus piernecitas en un férreo abrazo, pretenda también su rostro. Su especialidad suelen ser los «besitos-ay-que-te-como» (según el tono con el que lo sisee, se puede adivinar qué dimensiones tendrá su brutalidad). El acto consiste en agarrar la nariz de Theo con los nudillos de dos dedos, que actúan como tijeras, y darle unas fuertes sacudidas. Lo mismo les gusta hacer con las mejillas del niño; primero las taladran, luego les levantan una parte con un pellizco, y las amasan y apretujan con fruición. El grito de batalla que acompaña el besito suele ser: «¡Eh! ¿Qué? ¿Qué pasa?». A veces también: «¿Qué pasa, guapo?». Si no ha sido antes, ahora llega el momento en el que Theo les suelta una en la cara con la mano bien abierta poniendo así un dramático punto final a este juego cruel.

Así es que a veces, sencillamente, no le queda más remedio. Sí, a veces lo hace. ¡Ah, sí, sí! La sillita, fuera de su campo de visión. Los candidatos a portadores, terroríficos. Los pedagogos, poco comprometidos con la situación: «Theo, por favor, vámonos de una vez, que no nos vamos a quedar aquí a pasar la noche». ¿Y por qué no?

Y entonces, si alguien quiere fotografiar a Theo mientras camina, obtiene imágenes bien nítidas. Dicho de otro modo: cuando Theo camina, lo hace a una velocidad extremadamente lenta. Lo reconozco: incluso reforzando la cualidad de «lenta» con «extremadamente» no acierto con la expresión. Si pasas la mirada por donde va él, sin detenerte, a cierta velocidad, ves a Theo parado. Si vuelves a mirar, ahora un poco más detenidamente, sigue quieto. Entonces le das a la situación una tercera oportunidad de cambio y vuelves a mirar, esta vez durante más tiempo y concentrado, más o menos como se observa un cuadro: con recogimiento, con calma, esforzándote por reconocer lo que se esconde tras él. De repente, te paras, sorprendido, y empiezas a cavilar: hay algo ahí… algo ha cambiado. Así es que miras una cuarta vez, esta vez concretando, con alta sospecha, con la ambición de aclarar el asunto… Efectivamente: el pie derecho de Theo no está donde estaba hace un minuto. Ahora lo sabes. Lo que pasa es que Theo ha dado un paso. E intuyes, aunque no pueda apreciarse a primera vista, que sigue caminando.

Al caminar, Theo tiene dos problemas graves: el brazo derecho y el brazo izquierdo. No sabe qué hacer con ellos. Se interponen en su camino. Si fueran el doble de largos, al menos podría saltarlos o tropezar con ellos y quedarse allí retenido. Entonces, al no poder continuar, se acostaría, tendría que venir uno de los tutores a buscarle con el carrito, y paseo concluido.

Pero, de esta manera, los brazos hacen algo que no le sirve a nadie para nada y que a Theo más bien le perjudica. Y ese algo es: que lo desvían de la línea ideal. Uno de ellos dibuja en ocasiones círculos tan intensos que Theo amenaza con salir volando en espiral; el otro, por su parte, va dando golpes laterales con tal ímpetu que parece querer impedirle un adelantamiento a un contrincante que se encuentre a su misma altura, o bien sacarle de la carrera a golpes de boxeo. Hay un único movimiento que ambos brazos de Theo desconocen: la oscilación rítmica hacia delante y hacia atrás que acompaña al paso.

Aparte del grave problema de los brazos, Theo tiene cuando camina un problema más leve con las piernas. No, no tiene las piernas en X ni arqueadas en O. Más bien son las dos cosas a la vez. O mejor dicho: utiliza formas mixtas, variables en las que lo más habitual es que una pierna vaya recta (lo cual da lugar a unas piernas en K o D).

Las diferentes modalidades de desplazamiento de Theo, a él, no le molestarían ni le causarían ningún impedimento; pero, desgraciadamente, él no elige la forma de sus pasos a su libre albedrío y tampoco puede decir en cada momento con exactitud hacia dónde le dirigen sus piernas. Ahora mismo firmaría en las listas de ciudadanos que apoyan la ampliación de las aceras (si supiera escribir y no tuviera que llegar a pie al lugar en el que se recogen las firmas).

Theo, aparte del problema grave con los brazos y el leve con las piernas, al andar tiene también pequeños problemas con los pies. No, no tiene los dedos en garra ni los pies planos (sólo parece que esté entrenando ambas cosas a la vez). Si Theo dejara que los pies se le movieran libremente, las piernas acabarían atravesándosele después de unos cinco pasos. Porque sus pies tienen la costumbre de avanzar hacia dentro, de ir acercándose. Él los va observando y logra pillarlos in fraganti; sólo así puede redirigirlos sin esfuerzo. Sin embargo, nunca podría hacer esto con ambos pies a la vez; de lo contrario, los pies avanzarían en sentido contrario e irían separándose hasta que Theo acabara inevitablemente con las piernas abiertas. Así es que permite que un pie vaya hacia el interior mientras el otro lo acompaña en paralelo y, al cabo de unos pasos, intercambia los papeles. Los adultos lo llaman «ir haciendo eses» o «caminar en zigzag». Quizá no debería esperar a que se empiecen a recoger firmas de ciudadanos a favor de la ampliación de las aceras; quizá debería emprender él mismo una iniciativa ciudadana en esta dirección.

Cuando Theo camina (lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, siempre es una pequeña sorpresa), entonces suele estar de buen humor. Sus acompañantes tienen oportunidad más que suficiente de verle avanzar; sólo tienen que quedarse de pie, darse la vuelta y esperar hasta que aparezca en algún lugar del horizonte. En ocasiones su rostro irradia felicidad y una cierta picardía. Casi parece que se esté riendo de su propia manera de caminar.

Le gusta especialmente que le observen mientras anda. Y cuanto más impaciente se muestra el observador, mayor es su tendencia a celebrar los avances. Cuanto mayor es el sentimiento de impaciencia que se le transmite, más lento se mueve. Cuantas más personas le estén esperando, más profesionalmente modera él el tempo, con mayor dedicación se ajusta a su manera de caminar casi sin ir, más conscientemente avanza medio paso tras otro.

Y cuando los otros ya se ponen de cuclillas para recibirlo, cuando empiezan a dar saltitos como ranas inquietas, cuando se frotan las manos con nerviosismo, cuando ya le llaman aplicando cierto tono de súplica: «Theo, por favor, vámonos de una vez, no querrás que nos quedemos aquí a pasar la noche», entonces es cuando a Theo le gusta de verdad caminar. Podría continuar así siempre.