Theo habla

Qué bien que Theo ya sepa hablar. Este hecho ha aumentado considerablemente su calidad de vida. Ilustraremos la evolución tomando como ejemplo la papilla de plátano: al principio, Theo no estaba capacitado ni para querer papilla de plátano (ni siquiera sabía que existiera). O sea, que en ese aspecto, estaba obligado a adaptarse a los deseos de personas maduras que, de repente, por puro capricho, decidían que Theo quería papilla de plátano. Y podía ser que así fuera o podía ser que no; pero de todas formas ellos le metían el mejunje en el gaznate y a ver cómo reaccionaba, a ver si lo quería o no, a ver si se lo tragaba o lo escupía. El pobre no era más que un conejillo de Indias.

Después vino la fase en la que él quería papilla de plátano pero le faltaban los medios y el modo para informar de ello a su entorno. Si tenía suerte conseguía dar a entender al responsable del suministro de comida que había algo que le apetecía en ese momento. Pero hasta que a éste se le ocurría qué era exactamente lo que demandaba Theo, la mayoría de las veces a él ya se le habían pasado las ganas de tomar papilla de plátano.

La situación mejoró cuando Theo empezó a producir sonidos coordinados para hacer referencia a su deseo de jalar. Todos sabían enseguida que quería algo comestible. Entonces empezaban a ofrecerle cosas diferentes y, en algún momento, acertaban con la papilla de plátano. Era una especie de juego, de adivinanza; y cuando duraba poco era incluso divertido, pero había veces que los otros parecían un poquito cortos de entendederas.

En una última fase, algo más evolucionada dentro de la imperfección para expresar deseos, Theo introdujo la deíxis y el contacto visual con el plátano. Si quería papilla, sólo tenía que decir «eto» y señalarlo. Decir «eto» y señalar otra vez. Y otra vez: decir «eto» y señalar el plátano hasta que a lo mejor uno de sus soberanos tuviera a bien iniciar averiguaciones a ver qué quería. Y entonces en un despliegue de inteligencia decía: «Ay, Theo quiere un plátano». No exactamente; pero del plátano a la papilla el camino no es tan largo. Ya sólo hacía falta que mostrara una tremenda aversión y un profundo desprecio hacia el plátano que, ya pelado, se le pretendía introducir entero en la boca. Entonces se lo hacían papilla.

Bueno, estos ceremoniales tan complicados son sólo recuerdos divertidos de otra época. Theo ahora llama a las cosas por su nombre. Dice: «Papilla de plátano»; y se la dan. Y si acaso los pedagogos, por cuestiones antisociales o por pura ignorancia, se hacen de rogar antes de ceder ante su súplica, siempre puede echar mano del recurso de la repetición interminable; que ése es, precisamente, el estilo de Theo.

A Theo le gusta hablar; abiertamente, siempre y de todo. Pero todavía no hemos llegado a ese momento. Antes que por la palabra, Theo se sintió fascinado por los sonidos. Tras haber dejado, desde el mismo día de su nacimiento, durante meses, y sin oponer resistencia, que sus orientadores le hablaran, habiendo soportado todas las variantes y desbordamientos vocales desde el más agudo hasta el más grave, llegó el momento de probar su repertorioparticular, y con él se inició una fase pasional en la vida de Theo.

Fonemas, metafonías o psicofonías, todo le resulta lo suficientemente interesante como para ponerlo en práctica y ensayar. Y la mayoría de los sonidos van ganando atractivo según van madurando en público. Con un «lolilolilo» al estilo tirolés, un «blablabla» charlatán o incluso un indescifrable «amgagagu» Theo puede pasarse una o dos horas. Por supuesto, estos acordes no los fabrica sólo para él ni sólo consigo mismo. El Theo’s Sound se alimenta de un eco organizado y de sus sorprendentes variaciones. En casos de emergencia se puede solucionar con un adulto, pero lo ideal es la presencia de dos o más para que el sonido pueda desplazarse y propagarse mejor por todo el espacio.

En el divertido juego de acordes de Theo, que se representa varias veces al día, participan tipos pasivos y activos. Los primeros se limitan a repetir como cotorras lo que dice Theo. Él sólo juega con ellos en caso de apuro, porque, si no, el programa de actividades se reduciría a un cambio de pañales o a lavar o algo parecido y, en cualquier caso, aburrido. Theo les espeta por ejemplo un «pomp» que los hace sacudirse y ellos dicen «pomp»; no son precisamente originales, pero al menos se meten en el juego. Algunos hacen incluso un gesto medio gracioso para acompañar. Y los más espabilados de los pasivos en ocasiones hasta se animan a soltar un «pomp-pomp» que le ofrece a Theo la oportunidad de arrancarse con un «pomp-pomp-pomp». De ahí podría surgir un juego más largo y bien emocionante, pero ellos no se dan cuenta. Nadie ha pasado nunca de «pomp-pomp-pomp-pomp-pomp».

Con los compañeros de ruidos activos se puede hacer mucho más. No tienen dificultad en convertir el «pomp» de Theo en un «promp» al que Theo contraataca con un «plomp». A otro se le ocurre un «plump» y la cosa va avanzando alegremente hasta que se ve interrumpida por un ataque de risa de Theo, cuando alguna variación sonora le resulta especialmente lograda. Si los jugadores tienen un cierto nivel, perfectamente se puede pasar así todo el tiempo que va de una comida a otra. Porque cuanto más rato pasa, más divertido se vuelve el juego. El sueño de Theo sería poder concluir con un buen «fin» una ronda que haya empezado con un «pomp». Pero de momento ese camino parece demasiado arduo incluso para los jugadores más activos.

A pesar de que Theo pone todo su corazón (o su lengua) en el fomento de la producción de sílabas sin sentido, las palabras verdaderas son las que se llevan la palma. Lo genial es que con ellas se pueden insertar en el juego las cosas más importantes de la vida. Imaginemos que alguien dice: «Ferrari» (por comenzar con uno de los ejemplos más espectaculares). Bueno, pues Theo sabe inmediatamente a qué se refiere. Porque todos los que hasta ahora han dicho «Ferrari» pensaban siempre en lo mismo.

Cuando Theo oye «Ferrari» tiene que pensar inevitablemente en un coche; y además en uno en concreto. Y si piensa en eso, entonces quiere decirlo. Y lo dice: «Ferrari». Y cuando lo ha dicho, entonces quiere tenerlo, que ése es realmente el sentido más profundo del lenguaje; así es que pregunta: «¿Dónde está el Ferrari?». Y entonces, alguien que lo haya seguido en sus pensamientos, abre una puerta, y ahí está: el Ferraride Theo.

Aunque la última parte de la historia es sólo mero juego y por desgracia el Ferrari nunca participa en él. O al menos no se puede ver. Pero Theo sabe muy bien imaginárselo. Abre la puerta, se monta y conduce de aquí para allá. Claro que llega un punto en el que la cosa deja de tener gracia y hay que volver a empezar. Salir, cerrar puertas, Theo que dice «¿dónde está el Ferrari?», se abren las puertas, «aquí está el Ferrari», Theo se monta, se pone al volante, se siente insatisfecho. Y otra vez lo mismo: salir, cerrar puertas, Theo que dice «¿dónde está el Ferrari?», se abren las puertas, «aquí está el Ferrari». Y alguna vez, sí, alguna vez, de verdad estará ahí el Ferrari, y Theo se montará y arrancará el motor y saldrá de allí dejando tras de sí a sus familiares envueltos en una nube de gases de escape. Y entonces ya verán…

Ahora ya conocemos dos motivos por los cuales Theo ama el lenguaje: primero porque suena bien; segundo porque, gracias a él, los demás saben enseguida qué es lo que quiere Theo. Sin embargo, a veces tiene que combinar ambas cosas con esfuerzo y dedicación para poder obtener el efecto deseado. ¿Se acuerdan de aquella palabra tan horrible? PROHIBIDO era su nombre. Que traducido significa: las personas adultas se hacen las importantes, no sueltan el objeto que se les pide, y encima se creen que por eso son tremendamente buenos y justos. Ya conocemos el repertorio de efectos ópticos negativos que tiene preparado Theo para esos casos. Sin embargo, hay veces en que una palabra vale más que mil rostros exigiendo furiosamente.

Valga como ejemplo, de nuevo, la batidora: nos encontramos otra vez en la cocina; Theo quiere hacer puré de fresas; señala con el dedo ese simpático aparato y dice lo mejor que sabe: «¡Batidora!». Pero ha debido de hacer algo mal. Porque el pedagogo que se encuentra en ese momento en posesión de la batidora replica: «Sí Theo, esto es una batidora». A Theo le alegra saber que él también conoce esa palabra, pero ese hecho no le acerca ni un milímetro al aparato.

Debido a su increíble grado de evolución lingüística (al cual se refieren expresamente con orgullo todos los adultos en cuanto se presenta la ocasión como si fuera algo suyo; aunque al menos no parecen hacerlo con envidia), Theo tiene dos posibilidades de proclamarse vencedor en la lucha de poderes en torno a la batidora: puede poner el peso sobre el contenido o sobre la fuerza de sus palabras.

Si se decanta por el contenido, repetirá como mucho un par de veces más la palabra «batidora». Después seguirá: «Theo, batidora». Para delimitar sin pérdida de tiempo y con claridad cuál es su territorio. Entre medias irá colando algún «Theo quiere batidora». En tono más amable o un «Theo quiere ahora batidora», por si acaso alguien tuviera problemas para clasificar en el tiempo su rogativa. Economiza en el uso de la expresión «por favor» porque se podría interpretar como una debilidad, como si él dependiera de la generosidad de los otros, como si él tuviera que humillarse y mendigar el reconocimiento de su derecho a la batidora. Quizá lo mencione una vez de pasada: «por favor». A él no le duele y a los viejos les hace ilusión.

Pero si, tras este amable recorrido, no ha obtenido el éxito deseado, hay que pasar a la primera prueba de nervios: «Batidora, batidora, batidora, batidora, batidora…». La repetición es la especialidad técnica más elaborada de la que se sirve Theo en cuestiones lingüísticas y su arma psicológica más efectiva. La condición para que surta efecto es tener una impresionante forma física. Y Theo está dotado. Si quisiera, podría pasarse veinticuatro horas seguidas diciendo: «Batidora». Pero su táctica no es ésa.

Theo prefiere trabajar por rachas. Tras una serie de entre cinco y diez repeticiones abandona bruscamente, con lo cual consigue instalar a sus ya afectados padres, que no quieren soltar la batidora, en una especie de euforia fruto de la repentina calma. Todos conocemos el fenómeno de la música mala y estridente que enmudece repentinamente; experimentamos un placer inmediato y nos sentimos liberados de todas las torturas de la vida.

En medio de esa placentera sensación de libertad irrumpe de repente la siguiente serie: «Batidora, batidora, batidora, batidora, batidora…». Es importante que la tendencia torturadora vaya en ascenso, así es que ahora la frecuencia es mayor y la voz de Theo más incisiva y más penetrante que antes. De esta manera quiere mostrarles a los pedagogos cuál es la dirección en que se va a desarrollar el (inter) cambio unilateral de palabras con descansos alevosos si no le dan, de una vez por todas, el aparato.

La experiencia ha demostrado que las posibilidades de Theo de llegar a buen puerto aumentan tras el tercer o cuarto grupo de repeticiones. Ya casi puede oír la voz resignada del perdedor reconociendo su derrota: «Muy bien, Theo, tú ganas, toma la batidora, enróllate el cable al cuello, enchúfala y aprieta el botón, mete los dedos dentro, tritúrate las orejas y hazte picadillo los dedos de los pies, haz lo que te dé la gana, lo único que te pido es que no vuelvas a repetir la palabra “batidora”, ¿me has oído? No vuelvas a decir “batidora”, ¿vale?».

Si de esta manera o similar no logra ser proclamado vencedor por nocaut técnico, puede suceder que sus constantes repeticiones vayan acabando poco a poco con sus propios nervios. (Todos conocemos ese fenómeno de la música mala y estridente que hemos puesto nosotros mismos, que nadie quita hasta que de repente nos damos cuenta de lo mala y estridente que es realmente esa música que está sonando). Pues tras cinco series de «batidora» sin obtener frutos llega el momento de introducir variaciones e intensificar el tono. Lingüísticamente no hay problema; basta con darse una vuelta por el círculo familiar y escuchar qué dice la gente cuando quiere conseguir algo.

Theo prueba primero con algo grosero: «Trae aquí la batidora». Después quizá: «Trae aquí la batidora, venga, venga». Pero ¿dónde está la gracia? «Trae aquí la batidora, anda, dale». Todo eso él lo ha oído alguna vez en la calle Josef Ressel. «Trae aquí la batidora, y que sea rapidito». A papá le ha hecho gracia, la verdad, pero no reacciona. Por lo que Theo se ve obligado a plantear una pregunta básica: «¿Qué pasa, que no te lavas las orejas?» (gracias a Dios existe la abuela con sus frasecitas). Es genial. Papá se parte de risa. Disminuye notablemente su concentración en la defensa de la batidora.

—Mamá —llama Theo por la casa—. Mamá, ¿sabes qué le pasa a papá?

—No. ¿Qué le pasa? —responde una voz desde la sala de estar.

—Papá no se lava las orejas —le responde Theo.

Ahora quiere detalles; viene a propósito a la cocina para enterarse de todo y pregunta:

—¿Qué le pasa a papá?

Theo insiste:

—Que no se lava las orejas.

—¿Y qué podemos hacer? —pregunta mamá.

—Vamos a lavárselas —propone Theo. La idea es que se las lave mamá ahora mismo; y en el descuido Theo se ocupará de la batidora que habrá quedado desatendida.

Ustedes ya deben de estar saturados con tanta batidora en casa de Theo y anexos y seguramente no habrá nada que deseen más en este mundo que que el niño agarre por fin la batidora y se acabe esta historia de una vez por todas. Pero no; lo lamentamos mucho pero no es tan fácil; nos estamos enfrentando a tutores tenaces que posiblemente a veces ni siquiera sepan por qué prohíben algo. Pero que lo prohíben, eso sí que lo saben. Y además son conscientes de ello y quieren que así siga. En eso son implacables.

En el lado opuesto tenemos a un ser joven y lleno de vida, en la fase más radiante del proceso de adquisición de sus plenas facultades mentales; rebosa energía y encuentra motivación en los obstáculos, que le obligan a sacar pleno rendimiento a sus capacidades sensoriales.

Por lo que se refiere a la batidora, Theo hace un alto para revisar el estado de las cosas: bien, la mímica ha fracasado; vale, las palabras no han obtenido los efectos deseados; así que no queda más remedio que echar mano del capital acústico. Todavía le queda una paleta de voces diferentes con las que ha conseguido objetos bastante más valiosos que un insignificante aparato de cocina.

La voz que utiliza Theo en el día a día es de un canto limpio, alegre y elevado. Transmite esa sencillez con la que Theo cree que puede conseguir todo lo que se proponga. Y la práctica le da la razón en la mayoría de los casos; de tal manera, que su voz, llevada por el éxito, cada día es más suave, cada día es más clara. Hay adultos que aseguran que nunca han escuchado cantar a un niño en un tono tan alto y tan risueño como el que produce la voz de Theo cuando habla.

Su interpretación es excelente en el terreno de las palabras de cuatro sílabas. Por debajo de la tríada no hay acordes y Theo introduce a menudo intervalos de quinta, sexta, séptima u octava de una sílaba a otra. Si plantea una pregunta, utiliza un tono ascendente; si lo que quiere es imponerse, lo cual sucede a menudo, emplea una cadencia conclusiva.

Si después de tantos intentos fallidos, Theo aún pretende hacerse de una vez por todas con la batidora a través de la voz, sabe que «ba» y «ti», las primeras sílabas, no son registrables en primera instancia por el oído humano. Hasta que no articula la sílaba acentuada, con toda la potencia de su penetrante «o», no logra el fuerte impacto que persigue y remata con la decisiva «ra» final. Ahora va en serio; y es entonces cuando el oído pedagógico se siente alcanzado por aquellas primeras sílabas que le habían pasado desapercibidas y que ahora se le clavan en el tímpano como alfileres. Ya no puede distinguir entre el bien y el mal, lo correcto de lo erróneo, lo inteligente de lo idiota; ya se han superado los límites de la frecuencia sonora necesaria para establecer esas distinciones. Tras diez series de «batidoras» ejecutadas de tal manera por Theo, lo más recomendable es pedir cita con el otorrinolaringólogo.

Si la articulación de palabras aisladas no surte efecto, Theo se ve obligado a formular frases completas. Y si su contenido no produce el resultado que se persigue (la batidora) la solución está en acentuar con más fuerza la combinación sintáctica. El cántico virtual de juguetona liviandad con el que Theo ya se ha hecho un nombre en la calle Josef Ressel resulta inútil, ejerce demasiada poca presión. Theo tiene que atacar sin miramientos directamente a los nervios de los defensores de la batidora. Es su última oportunidad.

Por supuesto también podría emitir su mensaje con quejidos, con sollozos, con rugidos; sabe bramar como un ciervo que se ha tragado un saxofón, gruñir como un coro a capela de cerdos en matanzas, chillar como los Bee Gees en su concierto de despedida del año 2034.

Pero la voz más fuerte de Theo es única, es una creación propia, no tiene modelos ni imitadores potenciales, es la voz de una supuesta lucha contra la muerte por asfixia. La elección del vocabulario tiene menor importancia que el estrangulamiento a trompicones de sonidos aislados nacidos de la hiperventilación. Para aumentar el efecto staccato, Theo intercala su discurso con llantos convulsos extáticos que acompaña con sacudidas de la cabeza que, entretanto, ya presenta un color rojo encendido. El resultado suena algo así como: «The ah, ah O ah, ah quie ah, ah relaba ah ti do ra aaaaaah aaaah aah ah, ah o raaaa, The ah, ah O ah, ba ti do ah, ah ra». Juzguen ustedes mismos. ¿Son comparables los daños que puede infligir sobre un niño un aparato de cocina que da vueltas, con los que se pueden derivar de tal combinación de sonidos?

Pongamos fin a esta desigual batalla. Digamos que ha ganado Theo. Supongamos que los pedagogos se reconvierten e incluso llegan a plantearse abandonar su carrera; que en un gesto de deportividad le tienden la mano al triunfador y se disponen a hacerle entrega del premio. ¿Qué hace entonces Theo? Retira la mano y se oculta avergonzado detrás de sus espaldas. No le hace falta una batidora. No quiere ni tocar una cosa así. Es demasiado peligrosa. ¡A saber qué le puede pasar! Él sólo quería saber si, llegado el caso, iban a dársela. Ahora ya lo sabe. Gracias, eso era todo.