El estado normal de Theo es la alegría. Él es de natural risueño. Siempre que no se le obligue formalmente a tocar otras teclas, Theo se ríe. Hay quienes aseguran que nunca habían visto un niño tan alegre. Y sólo con escuchar esto, Theo ya se partiría de risa.
De dónde procede este marcado buen humor, no lo sabe ni él. Predisposición natural, educación, reencarnación… ¡Por Dios! ¡No hagamos de esto una ciencia! Quiere pasárselo bien y punto, basta, se acabó. Porque lo cierto es que no hay mejor medio para mantenerse siempre de buen humor que la alegría propia. Además la alegría es contagiosa. Prácticamente no hay nadie que consiga quedarse serio estando cerca de Theo.
No es que Theo tenga la impresión de que su misión en esta vida es hacer felices a los otros, pero las personas alegres son más generosas, son más divertidas, dan más, se entregan más cuando juegan, hacen mejores contorsiones, ponen más cara de tontos y saben producir sonidos más increíbles. Sí, a veces es tal el alborozo, que llegan a bramar. La manera excesiva que tiene Theo de entender el humor le motiva para ejecutar brillantes escenas de la comedia de situación. Así, la alegría de Theo se convierte en una especie de repetidor por el que se recibe un canal de entretenimiento con programación interminable.
La mueca preferida de Theo es «alegre y a la expectativa». La usa por ejemplo cuando viene de visita gente que él ya conoce o que al menos ha visto alguna otra vez. Cuando está «alegre y a la expectativa» los ojos de color azul claro de Theo brillan de emoción y felicidad por el acontecimiento cómico que va a representarse a continuación; mantiene la boca medio abierta, los labios estirados, la punta de la lengua a un lado, atrapada entre los dientes; la cabeza columpiándose ligeramente de un lado a otro, en una incómoda postura de vigía. De esta manera tan tensa y expectante, pone Theo al recién llegado en el punto de mira, como si bajo uno de sus siguientes pasos fuera a abrirse de pronto una trampilla por la que cayera al abismo y Theo apenas pudiera observar cómo grita «¡Uuuaaaaaaaahhhhhhh!» mientras pone una divertida cara de desconcierto.
Y ya que hablamos de trampillas: si realmente se produjera la caída cómica, Theo transformaría el gesto en «alegre con sonrisa maliciosa». En ese estado mueve los ojos en círculos de manera turbulenta, las comisuras de la boca se tensan hacia atrás y les deja a los dientes de leche espacio suficiente para asomar y dibujar una amplia sonrisa de escarnio. Los sonidos que nacen asociados a esta mueca son, por momentos, tan intensos, que a Theo le vibra todo el cuerpo.
El estado «alegre con sonrisa maliciosa», por supuesto, tiene mucho que ver con la alegría por el mal ajeno. Aunque Theo se divierte más bien con el malestar ajeno. Como nos pasa a todos. La diferencia: Theo parte de la idea de que la diversión es mutua; es decir, que también el que sufre el daño y la chanza, de alguna manera, le saca partido, aunque sólo sea por el reconfortante reconocimiento que le da Theo con la lograda puesta en escena de su fracaso. ¿Qué va a hacer si no? ¿Llorar? Él no tiene nada que ver, no puede hacer nada, unas veces le toca a uno… Y para que haya juego tiene que haber dos: Theo y el correspondiente perdedor.
En el terreno de la alegría, Theo, que apenas tiene tres años, domina ya tantos gestos, que necesitaríamos un libro entero sólo para describirlos todos. Pero quizá debería mencionar al menos uno más: «alegre-adormilado»; un estado por el que atraviesa Theo varias veces al día (y en muchas ocasiones permanece en él durante horas). En estado «alegre-adormilado» Theo se presenta ante el mundo, al que habitualmente mantiene frenéticamente en vilo, místicamente ensimismado; como si le hubieran instalado un programa de ahorro de energía y él hubiera apretado la tecla. Su rostro se presenta en un estado de absoluta relajación, los ojos abiertos justamente para mostrarle al mundo exterior que no debe creer que nadie le observa. Los labios, uno contra otro, la lengua bien resguardada tras ellos, la boca abandonada a su posición natural: sonriente. Algo más serio no le sale.
Sería interesante saber qué pasa por la cabeza de Theo en ese estado crepuscular discretamente alegre. Porque esconde algo envidiable por su intangibilidad y desprende de igual modo un alto grado de autosatisfacción, reflexión y esa sabiduría que sólo conceden los años. Típico de los viejos; no podemos dejar de ponernos en su piel para sacar nuestras propias interpretaciones. Lo más probable es que Theo esté simplemente cansado, no piense en nada y tenga la extraña suerte de parecer inteligente en ese estado. Si ese gesto acaba imponiéndosele, va a tener el mundo a sus pies. Y entonces sí que va a poder relajarse.
Pasemos ahora a las muecas sombrías, claramente por debajo de las anteriores en número. Nacen a partir de juegos de rol que acaban evidentemente mal cuando uno de los perdedores potenciales del juego, alguien del círculo de pedagogos que rodea a Theo, no se atiene a las reglas y se empeña en estropearle la diversión al niño. Este error tiene incluso su propio nombre: PROHIBIDO; una palabra que hay que dejar que se deshaga en la boca (antes de escupirla y aplastarla contra el suelo con la suela del zapato).
Es importante la detección precoz. De esta manera es relativamente mayor la posibilidad de anular una prohibición en el momento en el que empieza a apuntar. Para empezar, Theo suele utilizar el gesto «tierno-lloroso». Tomemos por ejemplo el caso de la batidora que hay en casa, capaz de hacer con plátanos, fresas y similares un delicioso puré amarillo, rojo o del color que corresponda. Podrían decirme, por favor, un motivo razonable por el cual, Theo, no puede poner en marcha un aparato que ha sido creado para ayudar a la humanidad (y muy especialmente a él). Efectivamente: no hay ninguno.
Pero Theo tiene un sexto sentido entrenado para la desconfianza, ya que los adultos en la cocina son muy a menudo impredecibles por la arbitrariedad con la que actúan. Así es que acompaña su movimiento de brazo, con el que expresa un claro «dadme la batidora sin pérdida de tiempo», con un gesto preventivo del tipo «tierno-lloroso», de los que esboza la gente cuando se mete en la boca el zumo de un cuarto de limón en estado puro. Lo «tierno» del «tierno-lloroso» es que no produce ningún sonido; procura crear un silencio peligroso antes de la tormenta, que se alimenta del miedo de los pedagogos caseros a la transformación que pueda experimentar ese rostro en fracciones de segundo si no le dan inmediatamente la batidora.
Pongamos que no lo hacen. Pues deberían habérselo pensado mejor. Porque la sirena que pone en marcha Theo para acompañar al «duro-lloroso», a lo mejor se puede soportar en la cocina del vecino pero no en la propia, donde la porcelana ya empieza a bailar abocada al desastre. Su mímica y sus gestos muestran también con tal vehemencia su urgente petición, que el adulto se ve obligado a ceder al instante. No es una reacción racional, porque algo así requeriría un proceso mental previo; pero ni pensar en cuando Theo se pone «duro-lloroso». En esos momentos sólo sirve actuar con rapidez para relajar la situación. Así es que Theo consigue la batidora.
Pongamos que no la obtiene. Pongamos que esos que lo superan en masa corporal explotan brutalmente esa ventaja y siguen sin darle ese aparato tan divertido que huele tan bien. Theo conoce a un par de masoquistas así. Uno empieza por «P» y la otra por «M». Pero hasta ellos saben que son sobornables. (De hecho eso está ya muy entrenado). Aunque a veces no quieren reconocerlo. Entonces se pueden llegar a oír cosas como: «Theo, ya puedes hacer lo que quieras que no te voy a dar la batidora, eres aún muy pequeño y te puedes hacer daño, puedes quedarte sin dedos; esa máquina te los puede hacer picadillo, así que no toques nada y, si te portas mal, te llevamos inmediatamente a la cama y te quedas allí hasta que se te haya pasado, y si no se te pasa, pues te quedas en la cama para toda la vida». Y tonterías por el estilo.
Si es así y al gesto duro se responde con dureza, Theo cambia, sin pasar por un estado intermedio, a «dejarse el alma chillando». Con ese rostro les ofrece a los testarudos defensores de la batidora la estremecedora imagen del horror. En primer lugar, desencadena una tempestad de compasión, y en segundo advierte sobre el grave peligro de que queden secuelas permanentes en su salud derivadas de ese estado de desesperación excesiva. Theo llora de tal manera, que quien le ve lo siente en su propio cuerpo, al tiempo que reconoce el enorme dolor al que debe de ir ligado ese llanto. Sólo hay una cosa que puede liberar a Theo del lamentable estado «dejarse el alma chillando» y que nos permitiría volver a ver su risa en algún momento de su todavía corta vida: darle la batidora cuanto antes.
Ustedes creerán que ya está, asunto concluido. Error. A pesar de la situación, son demasiadas las veces en las que todavía se escucha: «Theo, que no, que la batidora no te la voy a dar…». ¿Por qué tienen que hacerle eso? ¿Es necesario partirle el corazón antes de darle la batidora? ¿O piensan dejarla sobre su tumba?
Con «dejarse el alma chillando» se agota el repertorio de Theo; en las últimas fases de medición de fuerzas sólo se le ocurre introducir unos últimos actos de rabiosa desesperación como patalear con fuerza, aguantar la respiración, ponerse rojo, ponerse morado. En caso de que haya que llegar a esos extremos, se hace evidente que la batidora es ya inalcanzable.
Además, a esas alturas tampoco es ya tan interesante. En realidad resulta bastante aburrida. Que hagan con ella lo que quieran. Desde luego, yo no veo a nadie que se muera por la batidora. Y si, pongamos por caso, alguien se dirigiera ahora a Theo para decirle: «Está bien, de acuerdo, nos lo hemos pensado y puedes quedarte con la batidora», él no la querría. Aunque le persiguieran por toda la casa batidora en mano, aunque se arrastraran de rodillas ante él y le imploraran que tomara la batidora. No, no lo haría. ¿Para qué? Batidora tonta.
Qué pena de lágrimas, qué pena por todo lo que ha invertido; pero no va volver a ponerse «tierno-lloroso», nunca más «duro-lloroso», no volverá a «dejarse el alma chillando». Theo sonríe. Theo se ríe. Theo irradia felicidad. La batidora puede quedar requisada hasta nuevo aviso. Y si alguna vez en la vida le apetece otra vez tenerla, la cogerá él mismo, que sabe dónde está.