¿Que qué tal está Theo? Gracias, no se puede quejar. Las circunstancias son idóneas. Mucho tiempo libre, poco estrés, unos buenos cuidados físicos, un sueño sano, horarios regulares de comida. Por desgracia sólo cuatro miserables veces al día y eso, a la larga, no va a bastar. Theo va a tener que hablar seriamente con sus proveedores y soltarles alguna de las nueve palabras que ya sabe pronunciar.
Ha transcurrido un año lleno de turbulencias desde que empezamos a hablar de Theo el recién nacido. Él aprovecha el tiempo. Evoluciona. En un sólo año, cinco antes del 2000, ha aprendido de la vida mucho más que nosotros. Está desarrollando la «confianza básica». Y va a necesitarla.
¿Qué quién es Theo? Un bebé. Uno cualquiera, se podría pensar; pero eso es un error. Ningún bebé es un bebé cualquiera. Theo, desde luego, no lo es en absoluto; es tan especial como le encuentran los que le ven madurar. Ellos le ven especial y eso le hace especial.
Ahora Theo tiene una fijación «especial». Después de catorce meses en el mundo ha descubierto el sabor, la comida, que es el motivo por el cual vale la pena levantarse cada día; y además, lo más temprano posible para no perderse nada de lo que pasa en la cocina.
Theo se lo come todo. Pero en ese «todo» sabe diferenciar los alimentos básicos de las exquisiteces. Los del primer grupo llegan a él sin más; sólo tiene que abrir la boca. Obtener los segundos requiere un cierto esfuerzo. Los que vienen por sí solos son: leche al amanecer, pan con mermelada para desayunar, potitos a mediodía, plátano de merienda, papilla o cereales a la hora de la cena.
Por supuesto, esto no es más que el programa básico, su ración estricta, un bocado para sobrevivir, el mínimo que nadie va a arrebatarle. De primacía disfrutan los menús del prójimo, imponentes ya sólo por sus poderosas dimensiones sobre el plato. Los escalopes de adulto… esos sí que están bien dotados. Y esas salchichas, que nunca van solas, siempre en pareja. Espaguetis carbonara de tres montañas de altura.
El problema de Theo: no es capaz de quedarse mirando mientras los demás comen. Así es que se entromete. Así es que se hace notar. Así es que hace: «Mmm». Es su primera muestra vocal de confianza básica. Porque lo que queda marcado con «mmm» ya está prácticamente destinado a ser comido por Theo y tiene de antemano un sabor excelente. (Por algún motivo inexplicable los adultos tienden a decir «mmm» cuando ya han acabado la comida).
La ceremonia es sencilla: Theo reconoce la silueta de algo comestible, lo pone en su punto de mira para que no se le escape, se recuesta sosegadamente y empieza a subir y bajar rítmicamente las comisuras de la boca (degustando así el plato previamente en su imaginación). Ha llegado el momento de entregarse a la producción del primer «mmm». Se realiza con una discreta apertura de la boca, los ojos ligeramente entornados para remarcar la sensación de placer… y la presa ya está dentro.
El resto es pura rutina. Según se van sucediendo los mmms se va repitiendo el proceso. Los días más fuertes Theo puede llegar a proferir cien mmms. El riesgo de sobrepasarse es mínimo. Si por error le llega algún bocado no deseado, éste se retira sin esfuerzo con un simple «buaaah». Cuando el hambre aprieta, o si los viejos otra vez están en la parra, Theo decide espontáneamente tomar él mismo el toro por los cuernos. Ciñéndose a la tradición, antes de llevárselo a la boca, le muestra lo que acabe de agarrar a uno de los alimentadores profesionales y produce un mmm de placer. Este pequeño desvío le garantiza el aterrizaje seguro del bocado.
Por cierto, Theo no sólo sabe comer; también sabe hablar. Dice con fluidez «mamá» (a todas las mujeres), «papá» (a todos los hombres) y «eto-eto» (a todas las cosas que no son comestibles; si no, las denominaría «mmm»). También dice «ñeca» (muñeca o peluche), «ba-ba» (no significa nada, surge de su deseo espontáneo de decir algo), «guau guau» (es la respuesta a la pregunta: ¿cómo hace el perro?) y «titá» (respuesta a la pregunta ¿cómo hace el reloj?).
Los padres de Theo le conceden mucho valor al hecho de que su chiquitín todavía no haya pronunciado la palabra «coche» a pesar de que el ruido del motor le resulte muy fácil de imitar (—¿Cómo hace el coche? —Bruumm).
Su primera palabra fue «oso» que realmente sirve para denominar a su oso de peluche; pero su mayor logro en cuestiones verbales es la designación del molinillo de la pimienta (el «ninilllo») aunque todavía no sabe qué es lo que produce exactamente ese aparato tan fascinante, y cuando le preguntan: «¿Cómo hace el molinillo?», vacila entre «guau guau» y «titá».
Por cierto, Theo no sólo sabe comer y hablar; también sabe jugar. Para ello necesita, entre otras cosas, juguetes, que son todas las cosas que se pueden agarrar, no son comestibles y no se las quitan a uno de las manos enseguida. Por ejemplo ese vehículo de madera, una especie de tren de mercancías. La carga son unos anillos que se pueden colocar en el tejadillo. El problema de Theo: que luego no sabe sacarlos de allí; para ello tendría que vencer a la fuerza de la gravedad. Así es que una vez que todos los anillos están colocados sobre el tren, se acabó el juego. A Theo no le queda más remedio que provocar una terrible catástrofe ferroviaria como consecuencia de la cual todos los anillos vuelven a rodar en libertad.
Actualmente es también muy codiciado un cajón de madera con tres aperturas en las que se pueden insertar esferas, triángulos y cuadrados. El truco: que cada pieza coincide sólo en uno de los huecos. La amarga codicia de Theo le lleva a meter todas las piezas en el agujero redondo. Sólo funciona en el 33,3 por ciento de los intentos.
Pero Theo no es ningún mártir; y antes de que la sana rabia se transforme en depresión, él modifica el juego. Consigue agrandar la apertura, quitándole al cajón la tapa, y meter dentro con éxito todas las piezas.
Su juego favorito se llama «dar y tomar». Juega a él todo el tiempo, con excepción de las pausas necesarias para dormir o comer. Lo más atractivo de este juego es que a los adultos no les queda más remedio que participar, quieran o no.
El juego empieza con «¿Eto?». En ese momento Theo le da al compañero un objeto de su elección (un zapato, un tenedor, el molinillo de la pimienta). En la siguiente fase, toma, exige que le devuelvan el objeto inmediatamente. Las mercancías son variadas y el número de veces en las que se puede realizar la entrega en ambas direcciones, ilimitado. Theo «da y toma» hasta el completo agotamiento.
En este contexto surge a menudo la palabra «gracias». Fragmentada: Theo dice «rasias». Ya que para él lo más hermoso de dar algo es que a continuación se lo devuelven, lo agradece ya de antemano en la entrega. Al experimentar la recuperación, la alegría le desborda y suele estallar en una explosión de felicidad.
Sin embargo, la expresión «por favor» no forma parte de su vocabulario. En primer lugar, porque todavía no sabe pronunciar bien la «f», y en segundo porque no se presenta la situación. De momento no hay nada que pudiera conseguir pidiéndolo «por favor»; de hecho, la mayoría de sus deseos se cumplen sin necesidad de pedir, no le hace falta insistir ni trabajárselos. Y hay objetos fascinantes como la bombilla, la jarra de cerveza o las tijeras que, evidentemente, son inalcanzables. Eso lo tiene claro; podría gritar «por favor» hasta desgañitarse y ponerse morado, y no los conseguiría.
Pero todavía no hemos acabado con los juegos de Theo. Y es que la casa dispone de un equipo estéreo al cual es muy fácil acceder a gatas. La fascinación de Theo se centra en los botones; concretamente en dos. Ambos se diferencian de muchos otros, que no resultan nada sugerentes, en que van asociados a la palabra «¡No!». Sólo eso ya resulta divertido. Si quieres escuchar a mamá o a papá decir la palabra «¡No!», no tienes más que girar una de esas dos ruedecitas (una cambia de emisora y la otra regula el volumen).
Theo tiene a veces la sensación de que a sus padres no les gusta el juego de los botones; y es que pueden llegar a ponerse muy antipáticos. Lo cierto es que él mismo a veces experimenta sus altibajos. Como si el hecho de girar la ruedecita no fuera emocionante por sí solo, en ocasiones se produce de repente un chasquido atroz o un ruido insoportable que rebasa los límites del coraje de Theo y le dan un susto de muerte. Lo único que le falta es que encima le vengan con un «¡Theo, no!» en tono desagradable. En esos casos se plantea seriamente la posibilidad de dejarse llevar y ponerse a llorar a gritos.
Lo cierto es que raras veces llora y, si lo hace, es en situaciones de emergencia. Hace unas semanas, por ejemplo, sufrió una tremenda decepción. Sin que sus padres se dieran cuenta (que tampoco es necesario que estén en todas partes), se había agarrado a una silla por detrás y había trepado hasta el respaldo cuando, de repente, el cacharro se dio la vuelta y cayó justamente sobre su cabeza. Entonces sí que lloró; y con amargura; y se entregó a ello. Aspiraba aire profundamente, hasta rozar los límites de la inconsciencia, para después gritar su dolor ante el mundo con toda la fuerza que podía sacar de su cuerpo. Porque aquella silla le había hecho un maldito daño.
Una muestra de lo cerca que están la risa y el llanto es la lavadora, que causa en Theo repentinos cambios de humor. La primera parte de su actividad la vive con entusiasmo y recogimiento. Qué bonito es ver cómo lava, cómo suelta agua y da vueltas. Sin embargo, de repente, se vuelve mala, empieza a traquetear, a convulsionar, a meter ruido, a dar sacudidas.
Theo, por desgracia, todavía no ha aprendido a huir; y se queda atrapado en el lugar de la catástrofe, mirando fijamente al fantasma centrifugador y haciendo pucheros a la espera de que actúe el equipo de rescate.
Todavía es más sensible al aspirador. Lo ha visto una sola vez en acción. Y le bastó. Nunca llegará a recuperarse de aquel susto. Ahora, ya puede estar tirado el aparato tranquilamente en un rincón que, cuando Theo lo ve, se pone a llorar.
Las personas le resultan divertidas, sin excepción. No sólo por su asombrosa capacidad para dar y tomar; le gustan las risas, cómo cantan, sus gestos y la manera que tienen de decir «¡Auh!» cuando les muerdes la nariz. Pero evita las grandes reuniones. Hay pocas cosas peores que perder el control en el juego de dar y tomar y recuperar sólo tres cosas cuando se han entregado cinco.
De Theo dicen que tiene buen carácter; pero si mamá o papá le requisan objetos que a él le apetece tener, puede volverse bastante malo. Sabe que en ese caso la obstinación no sirve para nada y tiene que poner en marcha medidas secretas de «compensación». Llegados a la fase de «permanencia del objeto», Theo sabe dónde está el termostato de la ducha. No le hace falta ni verlo para encontrarlo; con un pequeño giro del regulador pueden alcanzarse los 70 grados de temperatura.
Aparte de eso, Theo es un encanto. Seguramente él lo sabe y se deja elogiar consecuentemente. Aunque no le van las carantoñas exageradas. No tiene nada en contra de los besitos secos pero le parece una pena perder el tiempo en grandes orgías de cariño, que todavía hay mucho por descubrir en su entorno: objetos, sonidos y, por supuesto, también comida.
Por cierto, Theo no sólo sabe comer, hablar y jugar; también sabe dormir. Actualmente anda alrededor de las catorce horas de cama diarias; tres de ellas las consume durante el día. El descanso nocturno lo considera en alta estima y ya hace meses que duerme sin interrupción (en el último tiempo, ya de manera constante, de las siete de la tarde a las seis y media de la mañana).
A la hora de acostarse, sus padres pueden ahorrarse los numeritos. Theo no necesita cuentos para dormir, ni hay que hacer como que vas a quedarte a pasar la noche a su lado. Theo consiente que lo acuesten cuando aún está medio despierto y, mientras puede ver algo, sigue con el juego de dar y tomar. En el momento en el que se apaga la luz, se acabó la función y ya sólo cuentan dos cosas: un pulgar en la boca y un pañal en la mano (es su mejor aliado nocturno; sin él no puede dormirse por mucho empeño que ponga). Lo de los lloriqueos y las protestas se lo deja a otros bebés. A Theo lo acuestan, lo arropan y lo besan sin que él oponga resistencia. Los adultos se liberan y Theo se queda, por fin, a solas consigo mismo.