Octubre de 1994

Cuando conocí a Theo, él era un ser extraordinariamente pequeño. Estaba en la incubadora, medía 47,50 centímetros de largo y ostentaba 2570 gramos de peso. Más recién nacido no podía ser. Se había adelantado orgullosamente en treinta días a la fecha planeada para su alumbramiento (y a día de hoy sigue manteniendo esa ventaja). Sus párpados miniatura se encontraban cerrados. Su boca tenía el corte y la forma de un guión. Theo no hacía más que lo mínimamente necesario para vivir: respirar. Pero lo hacía de una manera tan sosegada, que despertaba admiración; con tal serenidad, que dejaba pasmado a más de uno. La visión de Theo al otro lado de la campana de cristal despertaba reacciones enérgicas. Quien así lo veía, no podía evitar preguntarse qué llegaría a ser de él con el tiempo.

Uno de los que pensaba en esas cosas era yo. Pero es que yo escondía además una cuestión literaria, que fue saliendo poco a poco de su escondite hasta ocupar toda mi cabeza: ¿qué tal si empezaba a describir a un ser humano que justamente estaba empezando a serlo? Y retomarlo un año después, cuando ya fuera alguien. Y al año siguiente otra vez; que ya tendría el doble de años que aquel otro que había sido. Y un año más tarde. Y al otro. Y así sucesivamente. Año tras año. Mis lectores, en representación de la opinión pública mundial, tendrían la posibilidad de participar de la trayectoria vital de un recién nacido, serían testigos de la evolución de su yo, observarían sus avances, lo verían hacerse, compartirían sus vivencias, sus ocupaciones, su narración, cómo construye sobre lo ya existente y sin embargo se crea de nuevo día a día, cómo madura y envejece a porfía con cada uno de nosotros. Que fuera él quien nos dibujase a nosotros los anillos anuales. Que fuera él quien midiera nuestra transitoriedad. Que él le indicara el camino al correr del tiempo, lo dotara de piernas, le ofreciera su calzado.

Ahí estaba, reposando tranquilamente en la incubadora. Theo, mi sobrino, mi elegido, mi héroe, instrumento de mi ambición de escritor. El proyecto podía comenzar. Pues sí, el objeto de observación era una cosita de 47,50 centímetros: él.

Él iba a tener que entregarse; tendría que participar en el juego.

Yo necesitaba su aprobación; necesitaba su sí.

—Theo, soy yo, tu tío —le susurré a través de la pared de cristal—. Una preguntita: ¿Me permitirías retratarte de año en año?

No se inmutó, no dio señal de ningún tipo.

—Theo, si tienes algo en contra, abre los ojos. Si das tu consentimiento, déjalos cerrados.

Esperé tres minutos. La respuesta no dejaba lugar a dudas.