La imaginación, pensó el padre Donovan, podía ser una cosa terrible. Por fortuna, Murphy se encontraba bastante libre de ella. Como ejemplo bastaban los libros que deseaba leer. El padre Donovan se había propuesto que no le faltara material de lectura, en su mayoría El Granjero, El Ganadero y vidas de santos. Si los santos eran también mártires, y muchos lo eran, el padre Donovan recortaba los textos cuidadosamente. Los horrendos sufrimientos de otros tendían a intensificar el miedo al inminente fin propio, o eso defendía el padre Donovan. Cuando Murphy, que de todos modos leía muy poco, le pidió una colección de cuentos de Sexton Blake, el padre Donovan trató de no proporcionársela por todos los medios. No es que él hubiera leído ninguno ni conociera gran cosa de ellos, aparte de las portadas, que eran de lo más sangriento. Para la visita de aquella semana había elegido la menos sangrienta que había encontrado, una mano enguantada con una pistola. También llevaba ejemplares de Dandy y Beano. Que un adulto leyera historietas había sido una sorpresa para él. Pero Murphy las leía. Murphy las había pedido. También había pedido un libro sobre la escasez de la patata irlandesa cuyo autor no recordaba. En lugar de eso, le llevó su propio ejemplar de Juno y el pavo real, de Sean O’Casey. Murphy lo aceptó educadamente pero sin entusiasmo. Lo había visto en teatro en Dublín y no le había gustado. El alcohol y los problemas que ocasionaba eran asuntos serios.
Y tampoco era cosa de broma que él estuviera donde estaba.
La mayor parte del tiempo le parecía imposible.
Sin duda debía de encontrarse en las profundidades de una pesadilla alcohólica.
—Bueno, Murphy —dijo el padre Donovan con falsa alegría—, ¿cómo se encuentra hoy?
—Tirando —dijo Murphy.
—¿Duerme?
—Esa puede ser una explicación —dijo Murphy.
En aquellas circunstancias resultaba difícil mantener una conversación frívola. El padre Donovan le contó lo que había hecho la señorita Sheldon-Smythe el día de la fiesta.
—Casi consiguió que se presentara todo el mundo aquí a liberarte.
—Es buena mujer —dijo Murphy, sorprendido y complacido. Los chismes del convento que le llevaba el padre Donovan solían ser aburridos.
Lo que le contó a continuación tampoco fue nada aburrido. El padre Donovan le habló de lo que le había ocurrido al juez.
—Parece que subió las escaleras (sin más motivo) y se cayó. El forense determinó que fue un ataque al corazón.
Murphy se animó considerablemente. Había sido un acto de traición por parte de la madre Benedicta invitar a un juez para que inaugurara la fiesta. Y había sido un acto divino que el viejo se muriera.
—Me alegro —dijo.
El gentil rostro de anciano del padre Donovan quedó surcado por un ceño de desaprobación, pero luego lo ganó la comprensión. Si él, el padre Donovan, estuviera allí sentado con plena seguridad de que el verdugo lo había estudiado en algún momento, quizá durante el período de ejercicio, para calcular su peso y todos los demás desagradables detalles relacionados con la ejecución, probablemente también él miraría la muerte de Ponsonby con indiferencia.
—Lástima que no fuera el cabrón de juez que me condenó a mí —dijo Murphy.
El padre Donovan trató de guardar silencio, pero no pudo.
—Hijo mío, ahora deberías desear un estado de gracia. ¿Quieres confesarte?
Murphy oyó un estallido de trinos justo al otro lado de la ventana enrejada de la sala de visitas. Le recordó a sus gallinas. ¿Quién las cuidaría? ¿Y quién cuidaría del viejo que aguardaba en Irlanda próximo ya a la senectud? Entonces se dio cuenta bruscamente de que él no estaría. No tenía ninguna prisa por llegar al paraíso católico, lleno de conejos y con una Bridget celestial. (¿Habría ido al Limbo el niño de Bridget? No estaba muy enterado de estas cosas).
De repente lo sacudió un espasmo de furia. Él no había hecho nada. Estaba allí por un delito que no había cometido.
—Si tuviera una bomba —dijo—, la haría estallar.
—Que la Virgen te perdone.
—Ya lo creo que me perdonaría —dijo Murphy—. Ya lo creo.
—¿Sigues insistiendo en que no mataste a Bridget?
—Que me muera ahora mismo si la maté.
Sería una obra de misericordia, pensó el padre Donovan. Había acordado con las autoridades de la cárcel oír la última confesión de Murphy cuando llegara el momento. Y este se acercaba rápidamente. En toda su vida su propio coraje no había sido puesto a prueba hasta aquel extremo. Se imaginaba desmayándose a los pies de Murphy. La crueldad del hombre para con el hombre nunca había dejado de asombrarlo. Si le hubieran ordenado que presenciara la crucifixión de Cristo, hubiera huido corriendo.
Murphy no era Cristo.
Pero tampoco era Barrabás.
De eso estaba seguro.
Al regresar al convento, fue a ver a la madre Benedicta para informarla de la visita. Le dijo que parecía que Murphy se encontraba bastante bien. Se había quejado del almuerzo que le habían dado ese día, corazones guisados. Aunque no era melindroso con la comida, no soportaba los corazones. Le había dejado unos libros. Habían hablado. Había insistido en su inocencia. Las autoridades de la prisión habían cortado por la mitad el pastel que le mandaban las monjas por si habían metido algo dentro.
—¿Cómo qué? —dijo la madre Benedicta—. ¿Una pistola? ¿Una lima?
—Como un botellín de licor de ciruelas que había pasado en otra ocasión —dijo el padre Donovan con descaro.
La madre Benedicta se mordió los labios para no sonreír. La bondad del padre Donovan no era todo lo selectiva que debiera. Si el mismísimo diablo fuera enviado a la hoguera ante él, seguramente el viejo cura metería la mano en las llamas para sacarlo.
—Venga conmigo a la sala de arte. Quiero enseñarle una cosa.
La sala de arte se encontraba en el último piso. Estaba orientada al norte y se iluminaba mediante un gran ventanal y una claraboya. La profesora de la materia, la hermana Elizabeth, había expuesto una vez en la Royal Academy y era una experta. Además del trabajo que las alumnas hacían habitualmente en los caballetes, a la profesora le gustaba que aprovecharan las grandes paredes blancas para hacer murales. El mural del momento, que representaba la historia del rey Arturo, era el esmerado trabajo de dos trimestres. Lo único que faltaba era el puño cerrado que sostenía Excalibur. La espada apuntaba a un rectángulo negro en mitad del lago azul. En el rectángulo, escrito con letras rojas, se leía: «Yo maté a Bridget. Zannie Moncrief». Y debajo, en letras amarillas aún mayores: «mentira. la maté yo. agatha sheldon-smythe».
—La señorita Sheldon-Smythe se encuentra en estos momentos camino de un asilo de Bournemouth —explicó la madre Benedicta—. Supongo que esto es su despedida.
—¿Y la niña? —preguntó el padre Donovan.
La madre Benedicta creía que la extravagancia de Zanny Moncrief era de naturaleza temporal.
—No está dotada para los estudios —dijo—, en ninguna materia. Cuando he visto esto, naturalmente, la he reñido, y…
—He dispuesto que reciba lecciones de música, además de lecciones especiales de matemáticas. Sus padres le compraron un piano hace poco. La música podría ser un escape emocional; las matemáticas, aparte de ser necesarias, le inculcarán disciplina.
El padre Donovan pensó que era típico del sentido común de la madre Benedicta. Sobre una mesa próxima había un bote de pintura verde. No se pudo resistir. Cogió un pincel, lo metió en la pintura y escribió Mea culpa cuidadosamente debajo.
—Pues ahora —dijo la madre Benedicta— ya puede cubrirlo todo. —El reconocimiento de los propios pecados estaba muy bien, pero todo tenía un límite. Y ella ya estaba harta.
La noche anterior a la mañana en que Murphy sería ejecutado mandaría a Zanny a casa. Ya había empezado a desatarse nuevamente la histeria, igual que el día de la fiesta. Alguien podía creer que lo que decía la niña era cierto. Se estremeció nada más de pensar en lo que podía ocurrirle. Por suerte, ninguna niña había visto los grafitti. Permaneció con los brazos cruzados mientras el padre Donovan extendía la pintura verde sobre los letreros.
—Pienso hablar muy seriamente con sus padres —le dijo.
El tratamiento a base de música incluía audiciones de discos. Zanny, en tanto escuchaba muerta de aburrimiento la Música acuática de Haendel, pensaba en cómo podía romper el caparazón de incredulidad que la rodeaba. Se sentía como un buque hundido en el fondo del mar y cubierto de lapas. Nadie, excepto Dolly, creía ni una palabra de lo que decía. Dolly le había preguntado con cierto respeto cómo se había librado del juez. Se lo contó y la siguió creyendo incluso después de la investigación oficial. Había sido idea suya que pintara la confesión en el mural de la sala de arte. Ninguna de las dos niñas llegó a ver la inscripción de la señorita Sheldon-Smythe, que invalidaba la anterior.
Dolly, que se había visto obligada a recibir lecciones de música con ella (era capaz de decir cosas inteligentes sobre la forma sinfónica), acababa de sugerirle sotto voce que mandara una confesión al semanario local. Puesto que el ministro del Interior había hecho caso omiso de su carta, era poco probable que una nota a una pequeña publicación local sirviera de nada, pero valía la pena intentarlo. Dolly, fingiendo que tomaba apuntes sobre apreciación musical, le hizo un borrador. Aquella misma tarde, después de un período de aburrimiento mortal tratando de aprender una cosa que se llamaba sistema binario, Zanny la copió. Obedeciendo instrucciones de la madre Benedicta, que la vigilaba de cerca, la monja encargada de mandar las cartas la separó del montón y se la entregó a esta. La madre Benedicta rompió la carta. Había confiado en el sentido común del ministro del Interior, justificadamente, pero decidió no volver a confiar en el buen juicio de nadie más que en el suyo propio.
Ni Graham ni Clare se sorprendieron al ser llamados al convento. Zanny había salido indemne de las dos investigaciones sobre las muertes de las cuales era responsable. Entre la muerte de Willie y la de sir Clifford Ponsonby mediaban nueve años, pero en ambas era evidente la intervención de la niña. Sin embargo, no tradujeron tal pensamiento en palabras. Durante estos postreros días de la vida de Murphy apenas se decían nada.
«Si muere —pensó Clare—, soy igual de culpable que si lo hubiera ahorcado yo misma».
«Si no muere él —pensó Graham—, Zanny morirá de un modo u otro». Volvieron a su mente algunas de las palabras que escuchó durante la ceremonia de su boda. «O callará para siempre». «Un día, Zanny, cuando haya pasado todo esto, experimentarás un cambio milagroso y te volverás normal. No matarás a nadie más. Te casarás con una corona de azahar en la cabeza. Sin una mancha de sangre en ningún sitio. Excepto, quizá, la que señale el fin de tu virginidad la noche de bodas. Este es tu futuro, Zanny, si yo no abro la boca. Y no la pienso abrir».
«De todos modos, no lo sabemos con seguridad. Nunca lo hemos sabido. Y, probablemente, no lo sabremos nunca».
—La madre Benedicta cree que sería conveniente que la drogáramos —dijo Clare lánguidamente.
—¿Qué?
—La otra noche, cuando llamó, sugirió que le diéramos una pastilla para dormir la noche anterior a la ejecución de Murphy. Cuando despierte ya habrá terminado todo.
—¡Dios mío! —dijo Graham.
Se fue a lavar el coche. Estaban haciendo las tareas más horribles. El césped y las flores nunca habían estado tan cuidados. Clare había abrillantado los metales como una loca. Música y matemáticas para Zanny. Y trabajo también para Clare y para él. Pero nada resultaba efectivo. A todos ellos les convendría tomarse pastillas para dormir.
¿Y a Murphy?
¡Dios santo!
Hacía tiempo que Peter Tolliston se había trasladado a Yorkshire para ocupar un puesto más lucrativo. Su sucesor, Caradoc Davis, conocido familiarmente como doctor Caradoc para distinguirlo de otro doctor Davis de la zona, había nacido en Rhondda. En el ambiente relativamente refinado del Gales central su modo de hablar populachero no estaba bien visto. Con el tiempo había aprendido a dominarse cuando estaba en presencia de mujeres, pero en general no era muy tratable. No creía en las drogas. Le dijo a Clare que pasaba mucho tiempo poniendo remedio a curas de otros. Además, añadió mirándola intensamente, tanto Graham como ella habían gozado de una desagradable buena salud desde siempre, de modo que ¿qué le pasaba ahora?
Clare había ido a verlo sin Graham. Ambos estaban muy excitados, pero de los dos ella era la más tranquila.
—No he venido a hablar de mí —dijo—, sino de Zanny. Está preocupadísima por la ejecución del jardinero irlandés. Ya lo habrá leído en los periódicos.
Caradoc lo había leído y pensaba que la aplicación de la pena de muerte era demasiado severa. Le parecía que se trataba de un asesinato impulsivo. El pobre desgraciado había tenido mala suerte con el juez y el jurado que le habían tocado.
—Algún día —dijo—, el sistema judicial ha de volverse más civilizado.
Clare, percibiendo un matiz de compasión, le explicó su versión adaptada. Usó con frecuencia la palabra alucinación, así como sensibilidad y empatía, para andar sobre seguro.
—Piensa que si dice que fue ella Murphy quedará libre. Una profesora de edad también se ha visto afectada de la misma manera. Si usted pudiera darle a Zanny algo que la hiciera dormir la noche anterior a la ejecución…
Caradoc había oído hablar de la relación que había existido entre su predecesor y la señora Moncrief. Todavía estaba de buen ver. A la hija no la conocía. Durante el curso la visitaba el médico del convento y parecía que durante las vacaciones no había sufrido ninguna enfermedad. En ocasiones, con la llegada de la menstruación se producían desequilibrios emocionales. Le preguntó si tenía la menstruación.
Clare, pensando que ojalá todo fuera tan sencillo, dijo que sí.
—Físicamente está bien. Lo que necesita es algo que la calme.
—Las pastillas para dormir —dijo Caradoc— son para los viejos que esperan que les llegue el momento de dormir eternamente. ¿Cuántos años tiene Zanny?
—Quince.
—¿Y quiere que empiece a suministrar pastillas para dormir a una niña de quince años?
—Sólo esta vez, por favor. Las necesita. —«Igual que yo».
El ruego mudo fue transmitido telepáticamente. El médico no lo entendía. Y era de los que necesitaban entender las cosas. Nunca hacía nada sin reflexionar considerablemente.
—Tráigamela —le dijo—. Intentaré inculcarle un poco de sentido común. Cuando termine la consulta, a eso de las siete y media.
—Está histérica —declaró Clare alarmada—. Le contará las cosas más asombrosas.
—A mí ya no me asombra nada —dijo Caradoc—. Si necesita pastillas, se las daré. Si no las necesita, no se las daré. ¿Satisfecha?
Clare no estaba satisfecha, pero lo intentó.
Los últimos dos días de la vida de Murphy fueron para él un período artificial que pasó sentado, meditando, o dando vueltas por el patio, meditando. Como si el tiempo transcurriera en círculos, había regresado a la niñez, con mocos en la nariz y rasguños en las rodillas. Olía la corteza de los árboles a los que se subía. Chapoteaba descalzo por el barro. La primera experiencia sexual la había tenido con la hermana de su mejor amigo. Los enormes pechos de la chica le habían dado miedo; siempre se metían en medio y le impedían llegar a ella. La muchacha se reía como un burro rebuznando. Bridget tenía unos pechos muy bonitos.
El viejo padre Donovan, con aspecto enfermo y envejecido, parecía que no sabía qué decirle. Le resultaba vergonzoso que estuviera allí. «No es culpa mía que yo esté aquí —pensó Murphy—. Y no es culpa mía que usted esté aquí. ¿Qué quiere que confiese? ¿Que me gustaban las tetas de Bridget?».
—Espero que le hayan dado una comida decente —dijo por fin el padre Donovan.
—Bastante buena —dijo Murphy—. Pollo. —La manduca era cada día mejor. Le recordaba a las pobres ocas cebadas para que los cabrones de los jueces pudieran comer paté de foie gras.
—No hay igualdad —dijo Murphy—, eso es lo que pasa.
El padre Donovan, dispuesto a defender el comunismo radical, lo que hiciera falta para calmarlo, mostró su acuerdo.
Quería abrazar a aquel hombre. Quería huir de él como de la peste. Quería llorar y no se atrevía.
Clare y Graham quedaron en ir a buscar a Zanny el jueves por la tarde, a eso de las seis y media, antes de la ejecución, que había de celebrarse el viernes.
La planificación de la madre Benedicta hubiera sido la envidia de un psiquiatra. El té era a las cuatro y media. Entre las cinco y las cinco y media, Zanny, con la ayuda de una monja, preparó la maleta que se iba a llevar. Entre las cinco y media y las seis, las niñas asistían a la bendición. (Aquel podía ser un momento cargado de emoción, o podía venir marcado por la paz de la bendición divina; la madre Benedicta tenía que esperar que fuera lo último, y así lo hizo). A las seis, Zanny recibiría la clase extra de matemáticas de la hermana Clemence, que tenía una personalidad más fuerte que la profesora habitual y no permitiría que los pensamientos de la niña se desviaran de la materia. Zanny permanecería con la hermana Clemence hasta las siete menos cuarto. Entonces bajaría al despacho y se encontraría con sus padres. Si la madre Benedicta no había terminado de hablar con ellos, esperaría fuera. Puesto que los padres iban a llevarla a la consulta del médico a las siete y media, y quedaba a media hora de distancia, procurarían no llegar tarde.
Una resistencia a enfrentarse a Zanny estropeó el programa por diez minutos, Graham y Clare, pálidos y alicaídos, llegaron a las siete menos veinte. Zanny todavía no había bajado al despacho, de modo que no importaba demasiado; aún así, la madre Benedicta estaba molesta.
—¿Mucho tránsito? —preguntó irónicamente.
—Bastante —dijo Graham.
La madre Benedicta había preparado un pequeño discurso, de modo que procedió a pronunciarlo.
—El mundo —dijo— está lleno de personas insensibles capaces de soportar los horrores de la vida sin inmutarse. Su hija no está entre ellas. Lleva una temporada sufriendo lo indecible por Murphy. Mañana lo acompañará mentalmente a la horca. Si puede pasar ese tiempo dormida creo que será capaz de aceptar su muerte y comenzar a recuperarse. Por eso la mando a casa con ustedes. Es responsabilidad suya. Sólo su médico puede asumir la responsabilidad de proporcionarle ese sueño. ¿Lo hará?
—Sí, creo que sí —dijo Clare—. Pero no quiere darle las pastillas sin verla primero.
«Una precaución razonable —pensó la madre Benedicta—, aunque quizá innecesaria en este caso». Antes había tanteado ya al médico del convento, Harry Williams, al respecto. Las pastillas para dormir, le había dicho, más valía dárselas a Murphy antes de que se durmiera para siempre. En general, los médicos trataban la muerte con demasiada familiaridad. Tendían a trivializarla.
—Todas las monjas están rezando por Murphy —prosiguió la madre Benedicta—. Yo, personalmente, diré unas oraciones por Zanny. Una imaginación sensible puede ser una cruz. Necesita mucha ayuda para llevarla.
—Sí —dijo Clare—. «Y Zanny es nuestra cruz. ¿Por qué no nos ayuda nadie?».
—Yo había pensado mandar a Dolly Morton a casa con Zanny —continuó la madre Benedicta—, pero Dolly se ha negado con insistencia. —En los ojos de Dolly apareció brevemente un miedo profundo, tan brevemente que la madre Benedicta pensó que se lo había imaginado. Por lo general, las niñas ayudaban a las demás niñas, pero en este caso en concreto era evidente que a Dolly no le apetecía.
«Ni con la puerta del dormitorio cerrada con llave y atrancada pasaría la última noche de Murphy con Zanny —pensó Dolly—. Mira lo que le pasó al juez».
—Es un asunto de familia —dijo con tacto—. Creo que sería mejor que yo no estuviera presente. Quiero decir que sería mejor para Zanny y para sus padres.
—Tienes razón —dijo la madre Benedicta. Dolly casi siempre tenía razón. Su único desliz, acompañar a Zanny a la comisaría de policía, ya había sido olvidado.
La madre Benedicta estaba a punto de protestar por la tardanza cuando Zanny llamó a la puerta y entró. Se había quitado el uniforme y vestía una blusa y una falda. Encima se había puesto la gabardina y un sombrero de paja con una cinta azul. Colgada del hombro llevaba una cartera llena de deberes que le había puesto la hermana Clemence.
—Nena —dijo Graham con repentina emoción. Se levantó y se acercó a besarla.
Ella respondió con frialdad, como una sonámbula. Estaba muy pálida y tenía ojeras. A pesar de su juventud y de ir bien aseada, parecía agotada.
Incluso Clare sintió un poco de lástima.
—Hola, cariño —dijo.
—Hola, mamá. —Zanny levantó la cara para recibir el beso.
Clare la besó.
—Mira Zanny —dijo la madre Benedicta—, vas a pasar unos días en casa y tus padres conocen la razón. No servirá de nada que les digas que tú mataste a Bridget O’Hare. No servirá de nada que se lo digas a nadie. Es absurdo y nadie se lo va a creer. Nada de lo que hagas o digas va a ayudar a Murphy. Sólo el Señor puede ayudarlo. Déjalo en manos de Dios.
La madre Benedicta, consciente del peso de la autoridad, nunca besaba a ninguna alumna, pero aquella vez hizo una excepción. El áspero roce de sus labios sobre la frente de Zanny había pasado casi antes de que esta se diera cuenta.
—Que Dios te bendiga —dijo.
Besada y bendita, Zanny se acomodó en el asiento posterior del automóvil con su maletín. Mamá y papá iban delante como dos efigies de cera. Pero de pronto empezaron a hablar a la vez.
—Qué bien que puedas estar en casa unos días —dijo papá.
—De camino vamos a pasar por la consulta del doctor Caradoc —explicó mamá.
—Te dará vitaminas o algo así para echar en la leche —dijo papá.
—Todo el mundo tiene que intentar… —dijo mamá incomprensiblemente.
—Quiero decir que… —dijo papá.
—Sí… eso mismo… —dijo mamá.
—Así son las cosas —dijo papá.
—¡Callaos! —dijo Zanny.
Y se callaron, perplejos.
Caradoc tenía una consulta muy concurrida y los últimos dos casos habían sido particularmente graves. Se había olvidado de la niña de los Moncrief y estaba a punto de cerrar cuando vio que llegaban. Observó que Graham tenía el detalle de quedarse en el coche. La niña —¿niña?, más bien una colegiala muy atractiva— siguió a su madre hasta la sala de espera. La recepcionista consultó el reloj, suspiró y les indicó que entraran.
—Yo tampoco quiero estar aquí —le dijo Zanny con insolencia—. Por el amor de Dios, ¿por qué no nos vamos todos a casa?
Estaba al borde de la histeria. Los diez últimos minutos de trayecto los había pasado repitiendo la tabla del doce.
—El doce —le había dicho la hermana Clemence— es la tabla de los chelines y los peniques. Si te la hubieras sabido, no hubieras hecho el ridículo en el puesto de trabajos manuales. Necesitas una buena base de cosas sencillas. Repite…
Caradoc percibió la súplica en los ojos de la señora Moncrief y respondió a ella. En lugar de decirle a la descarada jovencita que se largara, le dijo que entrara.
—Llegas tarde. A mí no me haces ningún favor viniendo, de modo que siéntate. —Se volvió hacia Clare—. ¿Problemas?
—Está muy nerviosa. —«E insolente», pensó.
—Tú también estarías nerviosa si alguien fuera a morir por tu culpa —dijo Zanny malhumorada.
—Ah, lo del asesinato… —Caradoc chasqueó los dedos al recordarlo. Acercó la silla a la de Zanny y la miró de frente—. Todo el mundo se las carga por tu culpa, ¿no es eso?
—Si usted llama cargárselas a ser ahorcado, entonces sí —repuso Zanny.
—Y mataste a Bridget O’Hare, ¿no?
—Sí. Y a otros.
—Hay pasatiempos mejores. —Caradoc la observaba indulgentemente.
Acababa de visitar a dos casos graves; aquel era el tercero. Tuvo el valor de reconocerlo. Muy bien, le daría tiempo a la chica, lo necesitaba.
—Cuéntamelo —dijo.
—No me creerá.
—Quizá no, pero cuéntamelo de todos modos.
Zanny se repantigó en el asiento y clavó la vista unos centímetros por encima de la cabeza del médico. Parecía que la gráfica del examen oftalmológico estuviera llena de oes, como un lazo corredizo. Su confesión fue como una pequeña arma de fuego disparando proyectiles. Si flaqueaba, él volvía a cargarle el arma. Su alocución recorrió toda la gama del sonido, desde el susurro al grito, y en una ocasión se echó a llorar. Clare, como un fantasma amilanado, escuchaba horrorizada.
Finalizada la alocución, Caradoc quedó tan poco impresionado por la verdad de Zanny como todo el mundo. Willie y Bridget casi se podían creer, pero no el juez Ponsonby. Los jueces respetables no se dejaban seducir en los conventos por las colegialas. ¡Imposible! Lo que ocurría era que tenía una gran imaginación en technicolor y veía demasiadas películas. Ahora mismo estaba en mitad de un film de terror y no sabía salir de él. Necesitaba dormir. Después, durante un tiempo, era posible que necesitara un psicólogo. Probablemente le iría bien un placebo; un reconocimiento le haría tener más fe en la píldora. Le dijo que se desnudara hasta quedarse en camiseta y bragas y que se tumbara en la camilla.
Zanny, sorbiéndose los mocos que siguieron a las lágrimas, aceptó el pañuelo que le ofrecía Clare y, después de limpiarse la nariz, preguntó:
—¿Por qué tengo que tumbarme en la camilla?
—No pienso violarte, caray —dijo Caradoc cogiendo el estetoscopio. («Un día tu lengua será tu perdición», le había dicho una matrona ofendida en cierta ocasión, pero en general le gustaba).
A Zanny, entre moco y moco, también estaba empezando a gustarle. Era el primer hombre de verdad que había conocido desde Murphy. Le pasaba unos cuantos años a Murphy y estaba empezando a perder el cabello, pero tenía los hombros de un buey y no le faltaba ningún diente. Llevaba las uñas limpias y olía a antiséptico.
Le puso el frío estetoscopio sobre la cálida carne y le dijo que inspirara. Ella inspiró, se estremeció un poco y volvió a inspirar. Luego la hizo volverse boca abajo y se puso a auscultarle la espalda. Su cuerpo, hasta entonces helado por el horror de Murphy, comenzó a caldearse.
—Vuélvete otra vez —dijo—. Te voy a mirar el vientre.
Era todo bastante innecesario, pero una buena acción.
—La pastilla que te voy a dar es un prodigio —dijo—. No habrás dormido mejor en tu vida. —Volvió a apretarle el vientre—. ¿Qué notas?
—Nada —dijo Zanny. «En realidad, me gusta. No pares».
—Muy bien. Vístete y vete a casa. Deja de crear problemas. Bueno, mataste a Bridget y a otros. Ya me lo has dicho. No sé qué caray esperas que haga yo. No sé qué caray esperas que haga nadie. Ya lo has escupido de tu conciencia. Pues muy bien. No puedes hacer nada más. Una vez le quitas la pus al golondrino, se cura. Así que… empieza a curarte. Ven a verme dentro de cinco años y te invitaré a cenar.
Sonrió. Zanny no le devolvió la sonrisa, pero sintió que su frustración cedía un poco. Su mente había dejado de convertir peniques en chelines. Sus manos habían dejado de aporrear puertas cerradas. La puerta de él se había abierto un poco. La incredulidad que demostraba estaba algo mellada. Se habían comunicado. Bajo el ombligo, donde la había tocado con las manos, sentía un ligero ardor.
—¿Nada más que una pastilla? —oyó que preguntaba mamá decepcionada.
—Es muy efectiva —mintió Caradoc.
—Había pensado que… quizá… yo también… —se aventuró a sugerir Clare.
—Ay, y ¿qué crimen ha cometido usted, un incendio premeditado?
Clare salió resueltamente en silencio.
—Es un hombre imposible —le dijo Graham—. No me extraña que se esté quedando sin consulta. ¿Te has fijado lo plebeyos que son ahora los médicos? Debería estar cargando carbón en un tren.
—¿Quieres decir que no es adulador como Tolliston? —dijo Zanny entrando en el coche.
Era una observación falta de tacto y lo sabía. Ya se encontraba mejor. Si hubiera sido Murphy el que le hubiese palpado el vientre, se habría sentido igual de bien. Eran unos dedos firmes y masculinos. «Pero a ti se te metía la tierra en las uñas, Murphy, y no tenías tiempo para lavarte.
»Me muero de dolor por ti. Suspiro por ti. Esta noche estaremos juntos en la mente. Lo que tú sufras, sufriré yo. Te acompañaré cada paso del camino».
Se negó a tomarse la pastilla de Caradoc.
Clare, disgustada y harta de todo el asunto, dijo:
—Por mí ya te puedes pasar la noche en vela dando vueltas —y salió del cuarto.
Graham, más cariñoso, más paciente, menos sensible, y menos culpable, la deshizo y se la echó en la leche caliente.
—Te juro que no hay pastilla —le dijo.
—Entonces ponme cacao.
—Se nos ha acabado —mintió—. Cariño, por favor.
Se la tomó porque lo quería.
Él se inclinó, la besó y le apartó el cabello de la frente. No volvería a ocurrir, estaba seguro. En esta ocasión había sufrido demasiado. No volvería a matar.
Sobre el sufrimiento de Murphy había corrido un tupido velo. Y para que el velo no se descorriera pensaba beber todo lo que pudiera. Clare bebería con él. Se preguntó si Murphy bebería también. ¿Le permitirían adobar su mente con alcohol para que al final todo fuera una espesa y misericordiosa neblina?
No pienses.
No pienses.
No pienses.
A las dos de la madrugada Clare bajó al salón y se sentó con el teléfono en el halda. Todavía no había llamado a la comisaría de policía, pero cuando fuera capaz de hablar con voz firme, llamaría. Las últimas horas de empinar el codo no habían servido de nada, en realidad el alcohol lo había empeorado todo. Una pequeña ráfaga de viento procedente de la ventana del salón hizo entrechocar suavemente los colgantes de la araña en lo que le pareció una angustiosa lucha. Graham, que tampoco se había acostado, se dirigía al cuarto de baño de arriba cuando la vio allí sentada. Le preguntó afablemente qué estaba haciendo.
—Todavía nada.
Él cambió de rumbo y se dirigió a la cocina.
Cuando regresó, llevaba en la mano un par de tijeras.
—¿Piensas cortar el cable?
—Sí.
Clare no hizo siquiera un amago de protesta; sostuvo el cable del teléfono y trató de dejar de pensar en la soga de Murphy.
—Tengo que decirlo —dijo tensando el cordón.
—Ahora no puedes —dijo él en tono consolador, y lo cortó.
Clare empezó a sollozar suavemente, aliviada.
—Tontita —dijo él cariñoso—. Eres una madraza tontita. Esperemos que esté dormida.
Zanny estaba dormida.
La magia de Caradoc no tenía nada que ver con la pastilla prodigiosa. El médico la acompañaba en sus sueños. Habían sido transportados al hundimiento del Titanic. La orquesta tocaba Abide with Me. La abuela Morton dirigía el coro. Abatida, sin dientes y con una voz que recordaba a una vaca enferma, se hallaba sobre una tarima dirigiendo a los empapados pasajeros en su postrer canto. Zanny, con el agua hasta las rodillas y lágrimas en los ojos, alzó su voz con los demás. Y entonces, milagrosamente, Caradoc llegó junto a ella.
—Larguémonos de aquí —dijo.
En cubierta brillaba el sol. El mar, que quedaba muy abajo, tenía un intenso color verde.
—¡Salta, caray! —dijo Caradoc.
La sujetaba por la cintura con el brazo y flotaban juntos a través de un humo azulado mientras el Titanic se ladeaba.
Estaban juntos en una balsa en medio de un mar en el que no se veía ningún barco. Era un mar eterno, suave, azul y hermoso. Ella no llevaba ropa.
—¡Maldita sea! —exclamó él palpándole el vientre—. ¡Estás como un tren!
—Tú también —murmuró ella—. Tú también. —El cuerpo masculino desnudo tenía algo familiar; sentía una punzadita de dolor intermitente. Del cielo totalmente despejado cayó una gota de lluvia. Se estrelló en su ombligo y se convirtió en una diminuta perla rosada y perfecta. Él la tocó asombrado y ella lo tocó a él. Las olas comenzaron a ir y venir, ir y venir, siguiendo un maravilloso ritmo. Zanny gimió suavemente.
Graham y Clare se detuvieron ante la puerta del dormitorio, oyeron el gemido y lo interpretaron como señal de pena y remordimiento. Luego se dieron cuenta con sorpresa de que su interpretación podía estar lejos de la verdad. «Zorra», pensó Clare. «La fuerza de la vida», pensó Graham y propuso a Clare irse a la cama. Destrucción y creación, el equilibrio. Una vida desaparecía y otra nacía. Filosofando en su borrachera, le explicó detalladamente a Clare por qué no quería ponerse condón. Pero a ella le importaba un comino.
—Es extraño que el teléfono esté tan callado —dijo el sargento Thomas al salir del pueblo en el coche.
—Seguramente, dadas las circunstancias, más vale así —dijo el inspector detective Warrilow. Hacía una mañana espléndida. Sobre los montes no se veía ni una nube. El aire estaba muy limpio—. Déjemelo a mí —le recordó Warrilow—. Nada de ese amor a la patria galés. —Ligeramente ofendido, Thomas no contestó. No comprendía qué tenía que ver el éxtasis religioso con lo que les esperaba. Ojalá pudiera dar media vuelta y regresar a casa. Salchichas para desayunar. Té del color del cuero, espeso de azúcar. Warrilow, delgado como Casio, tampoco había desayunado. «Ladino —pensó Thomas—. La maleza de tu mente oculta a tu sabrosa presa. Esta es una mañana de sangre. No está bien».
Graham se estaba afeitando cuando vio que el coche de la policía se detenía ante la puerta. Eran las nueve. Murphy llevaba una hora muerto. A las ocho, Clare y él se habían vuelto de espaldas y habían fingido dormir. Ella temblaba bajo las sábanas. Graham bajó a la cocina a prepararle un té. También le preparó uno a Zanny, pero por fortuna todavía dormía. Sonreía ligeramente y tenía las mejillas encendidas.
Al mirar por la ventana del cuarto de baño recordó la horrible mañana de hacía nueve años. Entonces Zanny era una niñita regordeta con un lacito en la cabeza. Y Dolly un sabueso en miniatura. Los policías eran distintos. Hoy en día conducían un vehículo más grande y más elegante. ¿Venían a comunicarles que Murphy ya había sido ahorcado? Seguramente no. Sería una cortesía poco usual. ¿Cortesía? ¿Estaba todavía borracho? Pronto saldría en los periódicos. En la radio. Fue a avisar a Clare.
—Más vale que te vistas.
—No me encuentro bien.
Tenía los labios resecos y la piel demasiado tirante sobre los pómulos.
—Ya te encontrarás mejor cuando te hayas lavado —le dijo. Era un tópico, pero cierto. Las abluciones no te limpiaban de culpa, pero después te sentías algo más normal.
Ella lo miró con hostilidad y bajó las piernas hasta el suelo. ¿Para qué venía la policía? ¿Tenía tiempo de darse un baño? ¿Por qué seguía la vida? ¿Por qué no era posible coger un buen pedazo y enterrarlo bien hondo? Pensó que ojalá tuviera ya sesenta años y estuviera en el umbral de la senilidad. Si Graham la había dejado embarazada aquella noche, abortaría.
Sonó el timbre.
—Tienen un jardín bonito —le dijo Thomas a Warrilow por decir algo. Warrilow no contestó. Si le daban pie, Thomas empezaría a felicitar a los Moncrief por sus crisantemos y les anotaría el nombre de su fertilizante favorito. Oyó que el señor Moncrief se acercaba. Cuando abrió la puerta le deseó los buenos días cortésmente y se presentó a sí mismo y a Thomas.
—¿Sabe usted que Murphy ha sido indultado? —preguntó.
Evidentemente no lo sabía. Warrilow observó que su reacción no guardaba relación con la noticia. Reaccionó como un pariente. No sabía qué hacer. Retrocedió al recibidor. Jugueteó con el gong de bronce que había sobre la mesa. (Warrilow llegó a pensar que iba a hacerlo sonar). Ascendió unos escalones y volvió a bajar.
—Tengan la bondad de pasar al salón. Y sírvanse algo de beber. He de decírselo a mi mujer, y, santo Dios, a Zanny.
—Espere un momento, por favor —dijo Warrilow bruscamente.
Pero Clare lo había oído desde arriba. Iba descalza y en bata. Se deslizó escaleras abajo como si no estuviera del todo segura de dónde estaban los peldaños. Se sentó en el último escalón y se echó a llorar. Graham se sentó a su lado.
—Está un poco sorprendida —dijo.
—Ya me doy cuenta —comentó Warrilow ásperamente—. No sabía que lo conocieran.
Graham y Clare, como dos luchadores sonados en el cuadrilátero, oyeron la campana que anunciaba un nuevo round e hicieron un esfuerzo para abandonar su rincón para enfrentarse a lo que hiciera falta. ¿No había nada más? ¿Aquello era todo? Murphy había ganado. La vida había ganado a la muerte. Amén. Podían correr las cortinas personales. Habían vivido unos momentos de horror que eran irreales. Les habían pegado y apaleado, y ahora, ensangrentados y doblegados, podían recoger la toalla e irse a casa. Aquella noche dormirían. Pero entre tanto allí había dos policías que los miraban de una manera muy extraña. La puerta de la sala estaba abierta y se veía que estaba llena de polvo y desordenada. Había media botella de whisky sobre la mesa y un par de vasos vacíos. En el suelo yacían un almohadón y el periódico de ayer.
«Ayer, Murphy, estabas a un paso de la muerte. No deberías haberlo estado. Aunque hubieras cometido el crimen, hubieran tenido que conmutarte la pena de muerte hace mucho tiempo». Bueno, eso defendían los reformistas. Las pruebas eran débiles pruebas circunstanciales. No había nada sólido en que basarse.
—¿Así —dijo Clare recuperando la calma— los jueces del Tribunal de Apelación han recobrado el buen juicio? (Pero no habían sido ellos; a estas alturas tenía que haber sido el ministro del Interior. ¿Por qué no contestaba Warrilow?).
Se levantó y los acompañó a la sala.
—Ha sido muy amable de su parte venir a comunicárnoslo personalmente. —Cogió el almohadón, lo ahuecó y lo colocó sobre el sofá.
—Supongo que habrían llamado por teléfono, pero como está estropeado… —aventuró Graham.
Warrilow, que ya se había fijado en el cordón roto, no hizo ningún comentario. Thomas y él ocuparon un par de butacas junto a la ventana. No podía saber que era una repetición de una escena pasada. La habitación era alegre, acogedora. Se dio cuenta de que Thomas se había recostado contra los cojines.
—Una niña muy guapa —dijo Thomas al observar la fotografía de Zanny a los diez años que había sobre el piano. Llevaba el cabello cogido en dos trenzas y tenía la mirada perdida en el vacío.
Warrilow lo miró ceñudo.
—Ahora parece perfectamente posible que Murphy no matara a Bridget O’Hare.
Observó la reacción de Clare y Graham. Estaban sentados en el sofá, uno junto a otro, de cara a la ventana, controlados, en calma. Los ojos de la madre se habían entrecerrado ligeramente, como si deseara proteger a las pupilas del escrutinio. La reacción emocional se veía en las pupilas. Pero seguramente no lo sabía. El padre alargó el brazo hasta la mesita auxiliar para coger un cigarrillo de una caja, sin embargo, luego pareció que los dedos se habían olvidado de qué iban a hacer. Quedaron en el aire mientras el cerebro volvía a activarlos.
—¿Un cigarrillo, inspector?
Warrilow declinó el ofrecimiento.
—¿Sargento?
Thomas, a quien sí le apetecía fumar, hubo de negarse también. Se sentía como un diácono ante la mirada de un ministro del fuego del infierno. Lo único que se le permitía era decir amén de vez en cuando mientras Warrilow hendía el aire. Warrilow llevaba la contienda discretamente; el amén había de ser un susurro.
—¿Quiere decir que la muerte de la chica fue accidental? —sugirió Graham.
—No tenía intención de dar a entender tal cosa —respondió Warrilow.
—¿Entonces?
—Querría darle la noticia del indulto de Murphy a su hija. Tengo entendido que está aquí —dijo el inspector.
—Sí, pero está en la cama, durmiendo. —«¿Qué demonios pretende? No se trata precisamente de comunicar una buena noticia», pensó.
—¿Podría entonces llamarla desde aquí? Dígale que la necesita abajo.
Graham, levantando estacas de protección en torno a su hijita amenazada, estaba a punto de estallar en una furiosa diatriba contra los métodos de la policía cuando Clare lo evitó.
—Es lógico que quieran darle la noticia —dijo en tono sumiso—. Debió de extrañarles mucho que Zanny quisiera cargar con la culpa. Es de agradecer que se tomen la molestia. —Dedicó a Graham una mirada de advertencia. Él se llevó el cigarrillo a la boca en silencio.
Zanny estaba en un baile con Caradoc cuando oyó que su madre la llamaba. Llevaba un vestido de brillante satén azul con lazos en los hombros.
—Un vestido cojonudo —decía él—, pero estás más guapa sin. —Se encontraban de luna de miel en Grecia—. Un sitio cojonudo para una luna de miel —le había dicho. Y lo era. La arena estaba muy caliente. La comida griega picante. Hacían el amor apasionadamente en la casita blanca de la playa.
—Maldita interrupción —dijo Caradoc en su imaginación.
Estaba despertando lentamente. Mamá la llamaba desde abajo.
El desayuno estaba listo.
Sí, tenía apetito.
Era extraño que, haciendo tan poco que conocía al doctor Caradoc, tuviera la sensación de que lo conocía tan bien. Tenía la vaga idea de que existía una señora Caradoc que regentaba una escuela de equitación. Seguramente una mujer basta, robusta y caballuna. Quizá era allí donde había aprendido a hablar tan mal. No es que le importara. Las escuelas de equitación eran peligrosas. Los caballos se desbocaban. Daban coces a la gente. Si un caballo se desbocaba en un espacio reducido, como un establo, las posibilidades de salir vivo eran remotas. Los caballos eran criaturas excitables. Quizá durante las vacaciones podría decirle a papá que le gustaría aprender a montar. Sería muy interesante conocer a la señora Caradoc. Esta la invitaría a casa. Con el tiempo la tensa relación entre el doctor y su esposa se pondría de manifiesto.
—Querida niña —le diría Caradoc—, ya lo ves: tú eres un consuelo para mí. —Sus manos se rozarían en silenciosa complicidad.
Zanny comenzó a vestirse.
Se puso el primer vestido que encontró, uno verde de algodón. Los zapatos del uniforme no pegaban, pero daba lo mismo. Después de desayunar daría un paseo hasta el pueblo. Seguramente entonces ya habría terminado la consulta y habría salido a hacer las visitas. ¿Qué coche tendría? No demasiado elegante. Quizá le preguntaría si quería que la llevara a algún sitio.
Se lavó superficialmente y se pasó un peine por el cabello. Hacía un día precioso. Lucía un sol espléndido.
Las sombras comenzaron a avanzar cuando llegó al vestíbulo. No olía a beicon. Había unos extraños en la sala. No eran extraños. A uno lo conocía. Era Thomas, de la policía del pueblo.
¿Thomas?
¿Murphy?
El reloj del vestíbulo dio las nueve y media. Llevaba una hora y media muerto y no había pensado en él ni una sola vez. Anonadada, entró en la sala.
Un hombre pequeño y delgado, de abundante cabello oscuro y ojos como las cuchillas de afeitar de papá se acercaba a ella. Le decía que Murphy no estaba muerto. Murphy había sido indultado. ¡Qué bien! ¡Qué buena noticia! Brillaba el sol con nuevo esplendor.
—¡Dios mío! ¡Esta si que es una buena noticia, caray! —exclamó Zanny dejándolos a todos estupefactos.
Se sentó en la silla más próxima y les dedicó una amplia sonrisa.
—Un indulto —explicó Warrilow una vez recuperado— no quiere decir que Murphy vaya a salir libre. Quiere decir que en lugar de que lo cuelguen, se pasará el resto de la vida encerrado.
—Mientras hay vida hay esperanza —declaró Zanny.
Una vez le habían puesto un ejercicio sobre dichos y refranes. Por lo visto, era deseable aprenderlos. Blanco como la nieve. Negro como el carbón. «Blanco, brillante y espléndido como nuestro futuro juntos, Caradoc. Y a Murphy no le va a pasar nada terrible. No soy voluble. No. Le he tenido mucho afecto durante mucho tiempo. Pero cuando me tocaste anoche… Él no me había tocado nunca. Ahora no me apetece en absoluto que me toque. Tú eres limpio. Me gusta tu olor. Creo que aquella noche, en su casa, estaba borracho. Entonces no quería admitirlo, pero ahora sí. Al fin y al cabo, la verdad es la verdad. Y no me gustaba que le faltara un diente. Fingía que no me importaba, pero en realidad sí. Hay que aprender pasando de un hombre a otro. Sin embargo, creo que me detendré contigo. Estoy segura. Una cena dentro de cinco años, dijiste. No seas tonto, Caradoc. Dentro de cinco años tendré veinte. No pienso perder todo este tiempo. Tenemos el presente».
«Ni rastro de culpa —pensó Warrilow—. Una psicópata».
«Como una florecilla que se abre al sol —se dijo Thomas—. Lástima que en su interior haya maldad».
«Dios santo —pensó Clare reconociendo el modo de hablar—, el doctor Caradoc».
«Tú eres tal como te veo ahora, Zanny —dijo Graham para sus adentros—. Contenta. Sonriendo como un gato de Cheshire. Ojalá pudiera sentarte en las rodillas. Ojalá pudiera mandar a esos policías al infierno. Ojalá no hubiera ocurrido nada».
—Si ve usted a Murphy en la cárcel —le dijo Zanny a Thomas—, salúdelo de mi parte y dígale que me alegro muchísimo.
—Ya lo creo —dijo Thomas—, encantado. —Tenía la sensación de que se encontraba en un país fantástico en el que las cosas más descabelladas eran normales.
El país de Warrilow era muy racional. Seguía su ruta con precisión, perfectamente seguro de adonde se dirigía.
—¿Crees que Murphy mató a Bridget O’Hare, Susannah? —preguntó.
—Zanny —le corrigió Zanny—. Creo que es posible que se cayera —dijo ella con precaución.
—En la declaración que le entregaste al sargento Thomas decías que la habías matado tú.
—Fue una tontería —afirmó Zanny—. La señorita Sheldon-Smythe fue por el convento diciendo lo mismo.
—La señorita Sheldon-Smythe se encontraba en la peluquería a la hora de los hechos —dijo Warrilow. (Una observación casual del agente Jones, marido de la peluquera, les había proporcionado aquella prueba, si bien no le habían dado mucha importancia. La señorita Sheldon-Smythe no era entonces sospechosa, como tampoco lo era aquella niña).
—Yo estaba recogiendo flores —dijo Zanny—. Y casi todo el rato estuve con mis amigas. Cualquiera se lo dirá. Yo no empujé a Bridget O’Hare.
—Pero después insistías en que sí.
—Para salvarle la vida a Murphy.
—Un gesto muy noble —dijo Warrilow con una leve sonrisa—, pero ¿por qué tanto interés por Murphy?
—Pues es que… me gustaba —declaró Zanny sonrojándose.
—Si todavía te gusta, la perspectiva de que cumpla una condena tan larga debe de disgustarte bastante.
—Lo lamento muchísimo por él —dijo Zanny revolviéndose intranquila en el asiento—, pero no veo qué puedo hacer yo.
«Murphy, lo siento, hoy las cosas han cambiado. Hoy conozco a Caradoc. Tú eres ayer, Murphy. Tú perteneces al pasado».
Warrilow se volvió hacia Graham y Clare.
—La confesión de su hija parecía entonces descabellada. No obstante, si ustedes la hubieran corroborado la hubiéramos creído.
—Era una cosa absurda, como acaba de decirle la niña —objetó Clare.
—Una soberana tontería —convino Graham.
—Los colocó a ustedes en una posición dificilísima —prosiguió Warrilow sin inmutarse—. Quizá por eso cortaron el cordón del teléfono. —Eran las acciones pequeñas como aquella las que delataban complicidad. Los Moncrief sabían desde hacía rato que el inspector estaba seguro. Su seguridad había aumentado durante las últimas doce horas. Se había equivocado con respecto a Murphy. Ya durante el juicio había empezado a dudar de su culpabilidad. La psicología del asesino era la incógnita que resolvería la ecuación, pero hasta ahora permanecía sin despejar.
—Se me quedó enganchado en el aspirador y se rompió —dijo Clare.
—Cuando se trata de la propia sangre —continuó Warrilow con toda calma— uno tiende a pasar por alto la ética de una situación. En algunas circunstancias es casi perdonable, casi, pero no del todo.
—Si hablamos de ética —replicó Graham—, ¿debería también aplicarse a los procedimientos de la policía? ¿Es esto una acusación? ¿Una investigación? No nos ha informado de nada oficialmente. ¿Debo ponerme en contacto con mi abogado?
Warrilow reconoció la crítica pero no se amilanó. Si usaba un procedimiento tortuoso, y lo utilizaba, era con motivo.
—Ya se pondrá en contacto con su abogado en su momento, señor Moncrief. Si se le acusa de algo, será de negligencia criminal. Los virus letales hay que controlarlos.
El cigarrillo de Graham le quemaba ya los dedos. Lo aplastó en el cenicero.
—No lo comprendo —dijo—. ¿Está usted acusando a mi hija de matar a Bridget O’Hare?
Warrilow se apoyó en el respaldo del asiento. Todos sus movimientos eran sosegados.
—¿Qué, Susannah —dijo—, te parece que te estoy acusando?
No le cabía duda alguna. Entonces, ¿había algún testigo? ¿Quizá alguien que se ocultara de la policía y no se había decidido a hablar hasta el último momento? ¿Un desertor del ejército?
—Los testigos mienten —dijo—. Si tienen algún testigo, miente.
Le sostuvo la mirada a Warrilow. Las palabras que pronunciaba él eran como dolorosos pinchazos en los globos oculares, pero se resistió a bajar los párpados. Sus manos descansaban tranquilas en el regazo.
«Menuda sangre fría», pensó el inspector.
—¿Testigos? —Graham tenía la voz alterada por la tensión—. ¿Nos está diciendo que hay testigos? Jamás había oído un absurdo semejante. Mírela bien… ¿Trata usted de decir que es capaz de hacerle daño a nadie? ¿Que subió al promontorio…? ¿Que Bridget y ella…? Dios mío, me parece que está loco. ¿Para qué demonios ha venido? ¿Para decirnos que han indultado a Murphy porque mi hija… porque Zanny… porque alguien ha acusado a mi hija, Zanny…? —Estaba perdiendo la coherencia presa de la rabia y del terror.
A Warrilow le recordaron una familia de leones salvajes; el macho gruñendo al acecho mientras los cazadores los acorralaban.
«Su hija es un felino malvado —pensó—. Ni siquiera se esconde detrás de usted. Está en primera fila, con una tranquilidad pasmosa».
Naturalmente, sería difícil demostrarlo. Casi imposible. Nadie lo intentaría, pero él iba a tratar de sacar todo lo que pudiera. Estaba claro que la señorita Moncrief no volvería a confesar. Después de un irrefrenable impulso de decir la verdad, ahora se echaba atrás. ¿Por qué lo haría?
Debía contestar a las preguntas del padre, de modo que procedió a hacerlo.
—No sé si su hija mató o no a Bridget O’Hare —dijo—. No sé si dijo o no la verdad cuando afirmó que la había matado. No sé si dice o no la verdad ahora que afirma que no. No hay testigos. Murphy ha sido indultado no porque haya ninguna prueba adicional, sino porque en los asesinatos de este tipo, los no premeditados, no siempre se ejecuta la pena de muerte.
Graham estaba sofocado. La ira y el alivio formaban una mezcla explosiva que hacía que el corazón le latiera con tal fuerza que pensaba que le iba a estallar. Un retorcido policía lo había llevado por sinuosos senderos. Había jugado con él. Quizá le había sacado peligrosas afirmaciones mediante rastreros subterfugios. O quizá se las había sacado a Zanny. Ella había tenido el buen juicio de negarlo todo. Warrilow pagaría por aquello. Se quejaría a sus superiores. Haría que lo degradaran. Había actuado fuera de la ley. No tenía derecho a estar allí.
Warrilow, que tenía una ligera idea de lo que pasaba por la mente de Graham, le dio unos instantes para que se calmara. Miró a la madre de la niña. Estaba muy pálida y mantenía el dominio de sí misma. Con sus dedos largos y delgados arrancaba bolitas de la bata. Parecía un paciente a quien acabaran de dar un pronóstico favorable. Y ahora iba a caer de nuevo bajo el bisturí.
En momentos como aquel le desagradaba su trabajo. Pero había que hacerlo.
Se volvió hacia Zanny.
—Lo echaste por detrás del radiador, ¿verdad? —le dijo—. Y supongo que el uniforme lo habrás escondido en algún sitio.
Zanny no contestó. Iba demasiado de prisa para ella. Necesitaba tiempo. El testigo inexistente se había desvanecido en el aire del promontorio. Acababa de sonreírle a Caradoc y de decirle que todo iba bien. Y ahora volvían otra vez al convento. Volvían a la tarde anterior. Regresaban a la actualidad sucesos que parecían pertenecer a un pasado borroso y distante.
—No es que necesitemos el uniforme —prosiguió Warrilow—. Los zapatos que llevas puestos ya son prueba suficiente. —Señaló las manchas de la piel negra—. Sangre, naturalmente.
—Si usted lo dice —declaró Zanny en tono cortés.
—No tienes por qué creerme —contestó Warrilow con igual cortesía—. No ha muerto hasta las cinco de la madrugada. Y quizá no hubiera muerto si la hubieran encontrado antes. Pero ha podido hablar y tenemos su declaración. Un compás de pizarra, ¿no? Según ella, había trazado un círculo y había escrito números del uno al doce. ¿Un reloj, quizá?
—No —dijo Zanny—. La tabla del doce. La una era un chelín y así sucesivamente. Me la hizo repetir diez veces.
—¿Y luego?
—Luego se cayó encima del compás. La aguja se le clavó en la garganta.
—Una verdadera lástima. —Thomas despertó de su silencio.
—Era una pesadilla —dijo Zanny sin alterarse—, y me exasperaba. La hermana Clemence era una monja muy nerviosa, un poco desequilibrada, ya me entienden.
El silencio duró varios minutos. Las cortinas ondeaban suavemente movidas por la brisa y el aroma del otoño se filtraba con ella.
—Dijo que rezaría por ti —declaró Thomas—. Esas fueron sus últimas palabras. —«Eres como un ángel de cementerio —pensó—, pero con el aliento de la vida, que es aún peor. El ángel de la muerte».
Zanny estaba segura de que la madre Benedicta también rezaría por ella. Tanto rezar era un poco aburrido. Que mala suerte que se hubiera muerto la hermana Clemence, aunque en el momento de hacerlo eso era lo que deseaba. Lástima que no hubiera muerto inmediatamente, antes de poder hablar, como los demás. No la había incluido en la confesión que le había hecho a Caradoc porque al marcharse ella del convento no estaba muerta y le había parecido que no valía la pena mencionar una mera agresión. Además, no la había agredido por Murphy. A diferencia de Bridget y del juez, la hermana Clemence no tenía nada que ver con él. Le clavó el compás antes de poder dominarse ni pensar en las consecuencias. Así de sencillo. Después de todo, Caradoc quizá había acertado en lo de los cinco años. Iría a verla a la cárcel. Se darían la mano a través de las rejas. Ella llevaría un uniforme gris con el cuello blanco, y el cabello corto hasta la nuca. Sus pómulos, altos y dramáticos como los de la Garbo, acentuarían el azul intenso de los ojos. Estaría pálida, interesante, hermosísima, y madura. Aparentaría por lo menos diecinueve. Él le diría cuánto la amaba. «Caray —diría—, me muero por ti». Entre tanto, su esposa habría sufrido una caída fatal del caballo, sin ayuda. O se habría enamorado de otro y se habrían divorciado. Al final todo acabaría bien. No le ocurriría nada desagradable. Nunca le había ocurrido, ¿por qué iba a ocurrirle ahora?
¿Por qué temblaba y gemía mamá en el sofá?
¿Por qué la miraba papá de aquella manera?
—No serán más que unas cuantas avemarías —les dijo animadamente—, y la policía siempre ha sido amabilísima.
—Muy bien —dijo Warrilow levantándose—. Entonces no te importará acompañarnos.
—En absoluto —dijo Zanny, y le dedicó una resplandeciente sonrisa.