5

Aquella noche, la señorita Sheldon-Smythe todavía durmió menos que Zanny. El veredicto no le había extrañado. Tenía presente esa posibilidad desde la detención de Murphy. También tenía un bulto en el pecho. Naturalmente, podía ser benigno, pero no era probable que lo fuera. No quería saberlo. Lo que tuviera que ocurrir ocurriría. A los sesenta y dos años se empezaba a ver la muerte como una especie de amiga. Se vivía con ella como se puede vivir con una tía anciana. Esperaba detrás de una puerta cerrada, sin exigencias, sin amenazas. Un día abrirías la puerta y entrarías a hacerle compañía, para siempre. Ahora sólo charlabas con ella de vez en cuando. Estar en la posición de Murphy sería distinto. La muerte a su edad era un enemigo perverso contra el que se luchaba con todos los recursos de los que se disponía, no podía uno rendirse. Y si luchando no lograbas nada, alguien levantaba la espada por ti.

Después de mucho meditar y de elaborar minuciosos planes, la señorita Sheldon-Smythe levantó la espada por Murphy a la mañana siguiente.

Afortunadamente, la madre Benedicta, a diferencia de muchas madres superioras, era accesible a cualquier alumna o miembro del profesorado que deseara hablar con ella. Todas las mañanas, entre las diez y media y las once, se la podía encontrar en su despacho, si nada la retenía en otra parte.

Aquella mañana en concreto se encontraba junto a la ventana del despacho contemplando la crecida hierba del jardín del convento. Resultaba difícil encontrar a alguien que sustituyera a Murphy. Los jardineros a horas no hacían el trabajo tan bien. En cuanto a las gallinas y los conejos, las hermanas seglares hacían lo que podían. Las que procedían del campo eran capaces de convertir una gallina viva en un pollo muerto sin demasiadas complicaciones, pero los conejos ya era distinto. Se multiplicaban a un ritmo extraordinario; pronto no habría sitio suficiente. Había sido una gran idea cuando estaba Murphy, pero ahora… La vida estaba llena de pequeños problemas. Tener pequeños problemas era bueno. Si tenías la cabeza llena de trivialidades, poco espacio te quedaba para lo demás. Ojalá no le quedara espacio para la señorita Sheldon-Smythe; pero estaba de pie junto a la puerta con el periódico en la mano. «Murphy a la horca», rezaba el titular. «Jardinero de convento comete brutal asesinato», era el subtítulo.

—Espero que no se lo haya dejado leer a ninguna alumna —dijo la madre Benedicta con frialdad.

La señorita Sheldon-Smythe atravesó la habitación muy dignamente y se situó junto a la madre superiora. No vio la hierba sin cortar. Lo que vio fue el potente sol sobre las rosas amarillas. Era un mundo bonito. Y en él había criaturas bonitas, como sus periquitos. Alguien cuidaría de sus periquitos. La echarían en falta. Debería haberla entristecido pensar que nadie más la echaría en falta, pero no la entristeció. Las familias con obligaciones tendían a apartar los obstáculos de un puntapié. Las propiedades eran otro obstáculo. Si tenías una casita o un piso comprabas cosas para ponerlas dentro. Tenías una vitrina llena de chucherías, un jarrón que compraste en Grecia, una figura de cristal de Venecia. Te traían recuerdos. Te retenían, te hacían menos libre. Ella había vendido su casa para ayudar a su hermano a pagar deudas de juego. Entonces parecía un gesto importante, heroico incluso. Él le estaba muy agradecido. Si no lo hubieran matado en la guerra, quizá le habría devuelto el dinero. Sus cinco hermanos habían muerto antes que ella… pero se habían alejado y el contacto se había interrumpido mucho tiempo antes. Una se acostumbraba a todo. No importaba gran cosa.

—No —dijo en respuesta a la insinuación de la madre Benedicta—. No lo ha visto nadie. Es sumamente ridículo.

«Lo mismo que su luto —pensó la madre Benedicta—. ¿Por qué no se pondrá un cuello blanco o un pañuelito?».

—Es la voluntad de Dios —dijo automáticamente tratando de reprimir sus poco caritativos sentimientos. Naturalmente, la señorita Sheldon-Smythe estaba disgustada. Todos lo estaban. Pero no servía de nada hacer alarde de los sentimientos de uno.

—No, no es eso —repuso la maestra con calma—. Es una gran injusticia. —Observó cómo un estornino se posaba sobre una rosa amarilla y luego volvía a emprender el vuelo—. Murphy no mató a Bridget O’Hare. La maté yo.

A la madre Benedicta se le quedó la mente en blanco durante casi un minuto como si una ola enorme hubiera barrido una playa. Todas las trivialidades, todos los desechos del mar, desaparecieron. Se agarró al borde de la ventana hasta que se le estabilizaron las piernas y entonces cruzó de la ventana a la mesa. Se sentó.

—¿Cómo? —dijo.

La señorita Sheldon-Smythe no se movió de la ventana. Los conventos eran lugares bonitos. La escalera de aquel era especialmente hermosa. En el primer rellano había una estatua de la Virgen. Una preciosa Virgen de yeso azul y blanco. Las escaleras se dividían entonces a derecha e izquierda y en el siguiente rellano había una estatuilla de santa Inés. En cada rellano había un ventanal, más grande que aquel, que daba a los jardines. Echaría de menos todo aquello. No echaría de menos su habitación, que se abría al patio de atrás y apenas le daba el sol. Murphy había puesto un par de macetas de geranios donde ella los viera, pero constituían la única nota de color.

—Sí —dijo vagamente—, la empujé por el acantilado.

La madre Benedicta había recuperado el equilibrio.

—¿Sin duda —dijo ásperamente montando en cólera— le habría matado algún canario? —«Que me perdone la Virgen —pensó—, pero en estos momentos no soy capaz de soportar el parloteo de una chiflada.»— Le ruego que me perdone —añadió—. No tengo derecho a ser descortés.

Durante la noche, la señorita Sheldon-Smythe se había preparado para ser recibida con escepticismo. Pese a sus rezos diarios, la madre Benedicta tenía muy mala lengua.

—Periquitos —la corrigió—. Tengo dos. Y no, el motivo que me llevó a hacerlo no es nada frívolo. —Se sentó en una butaca de felpa roja que había junto a la ventana. En el brazo de caoba había una gota de barniz y la frotó enérgicamente con el dedo. El discurso que tenía preparado se le había borrado de la cabeza. En una mañana tan espléndida resultaba difícil hablar de aquello. Se concentró en Murphy y en el calabozo. Sólo así podría hablar.

—Seguramente recordará que Bridget O’Hare me pidió cincuenta libras para pagar un aborto ilegal. Cuando le dije que me negué a dárselas le mentí. —Levantó los ojos para ver cómo se lo estaba tomando la madre Benedicta. Su rostro permanecía inexpresivo—. Era tan persuasiva y estaba tan disgustada que en un momento de debilidad se las di —prosiguió—. Después, cuando tuve tiempo de meditar, me arrepentí. No hace falta que explique lo que piensa la Iglesia del aborto. La conciencia no me dejaba en paz. Traté de volver a hablar con Bridget, pero aquí siempre estaba rodeada de niñas y era muy difícil. El día de la excursión, impulsivamente, cogí el coche y me fui a la playa. Quizá encontraría a Bridget sola. No me dejé ver por el grupo ni aparqué cerca del autobús del colegio. Pasé casi todo el rato en la playa principal. Vi que Bridget y Murphy subían al montículo y luego vi que Murphy regresaba solo. Aquella era mi oportunidad y la aproveché. Subí y vi a Bridget sentada en la hierba. Traté de discutir civilizadamente con ella, pero no quería escucharme. Me llamó vieja estúpida y me dijo que dejara de perseguirla. Ahora estábamos de pie, bastante cerca del borde. Ella llevaba el bolso en la mano, pensé que quizá tuviera el dinero dentro. Traté de arrebatárselo. Ella retrocedió y perdió el equilibrio. La hierba estaba muy resbaladiza. Cayó al precipicio antes de que yo pudiera evitarlo. No quería matarla, pero lo hice. Murphy no tiene absolutamente nada que ver con su muerte.

—¿Ah sí? —dijo la madre Benedicta. Era muy plausible, pero no se creía ni una sola palabra—. Y ¿por qué no me lo había dicho antes?

—Siempre cabía la posibilidad de que Murphy saliera absuelto —dijo la señorita Sheldon-Smythe—. Soy una mujer bastante cobarde, ma mère. He guardado silencio por cobardía.

«Si yo fuera su madre de verdad, de ser eso físicamente posible —pensó la madre Benedicta—, le hubiera imbuido un poco de sentido común. Es usted una vieja emocional, señorita Sheldon-Smythe, lo que quiere hacer es muy quijotesco y me pone tan furiosa que me entran ganas de gritar. Soy despiadada. Soy intolerante. Tengo muchos pecados que confesar, pero este pecado fantasioso suyo me pone tan furiosa que no puedo ni hablar».

La señorita Sheldon-Smythe esperó un momento, pero esperó en vano. ¿Por qué no la creía? Todo era perfectamente posible. A algunos asesinos los habían condenado por razones mucho menos convincentes.

—Ahora mismo voy a informar a la policía —declaró levantándose—. Me ha parecido lo correcto informarla primero a usted. Si no regreso, es que me han detenido.

—Naturalmente, tendré esa posibilidad presente —dijo la madre Benedicta con acritud.

Unos minutos después de que la señorita Sheldon-Smythe abandonara el recinto del colegio en su Morris, la madre Benedicta llamó por teléfono a la comisaría de policía y preguntó por el sargento Thomas. Cualquiera que no conociera a la señorita Sheldon-Smythe podía no darse cuenta inmediatamente de cuál era su carácter. Debía protegerla de su propia locura. Así pues, procedió a explicárselo al sargento Thomas con toda la delicadeza que pudo.

Tras darle las gracias por informarlo, Thomas le dijo que Murphy se había buscado la condena, que la ley era la ley y que había oído que en el pueblo estaban elaborando una petición de indulto. Lo hacían siempre. Pero raramente salía bien. El veredicto, aunque esto no se lo dijo a la madre Benedicta, había sorprendido a casi todo el mundo. Por lo general, la justicia galesa huía de la pena de muerte. Sin embargo, esta vez no había huido.

La señorita Sheldon-Smythe, ignorante de que el espinoso sendero del martirio iba a ser alfombrado por la educada tolerancia que se concede a los ligeramente desequilibrados, había preparado un maletín y lo había puesto en el asiento de atrás. De camino, estaba contentísima. Aquella era una buena acción que justificaría eternamente su existencia. No creía que la ahorcaran, pero si lo hacían la soga se adelantaría al bulto del pecho. Si no la ahorcaban, el bulto se la llevaría. De cualquier modo, Murphy, joven, guapo y sano, quedaría libre. Incluso era posible que cuidara a sus periquitos. Se acordaba con claridad de que una vez había metido el grueso dedo índice entre los barrotes de la jaula para empujar el columpio.

«Oh, no, Murphy, tú no».

Sonriendo, pasó por delante de la parada del autobús del pueblo sin percatarse de que Zanny y Dolly estaban esperando.

—La vieja b… —dijo Dolly—, podía haber parado.

Iban al dentista. Aparentemente. El único modo de ir al pueblo sin avisar con mucha antelación era tener un repentino dolor de muelas, de modo que Zanny, demacrada y rabiando, había convencido a la hermana Agnes de que necesitaba una extracción inmediata. La hermana Agnes había dicho que debía ir acompañada; ella tenía demasiado trabajo. Zanny, que ya lo había previsto, sugirió que podía ir Dolly. A las muchachas mayores les permitían ir al pueblo, si tenían un buen motivo, de dos en dos, y la hermana Agnes, que conocía el buen sentido de Dolly, accedió. Era una lástima que Dolly perdiera las clases de la mañana, pero seguramente se pondría al día antes que cualquiera de las otras.

Llamaron por teléfono al dentista y les dio hora para las once y media. Zanny no se presentaría, pero el motivo quedaría bien claro en el periódico de la tarde. Esta lo leyó mentalmente: «Colegiala confiesa un asesinato. Heroica confesión de Susannah Moncrief. Murphy libre».

—Si se hubiera parado —señaló—, nos hubiera llevado al dentista, e incluso hubiera entrado con nosotras.

En aquel momento la extracción de una muela parecía una cosa tan sencilla y fácil como arrancar una margarita de entre la hierba. El dolor era relativo.

«Oh, Murphy, Murphy, te quiero, Murphy. Un día, cuando yo salga, tú me estarás esperando. “Zanny, queridísima Zanny —dirás—, has sacrificado tu vida por mí; ningún hombre tiene un amor mayor, ninguna mujer…”. No, no, no dirá eso; es demasiado bíblico». No diría nada. La miraría con sus hermosos ojos pardos. La cogería de la mano y se la llevaría al dormitorio; la moqueta sería blanca y todos los muebles blancos también. El único toque de color sería un camisón de seda roja, con volantes de encaje blanco, que habría sobre la cama. Sería un negligée, no un camisón. Iría abierto por delante de arriba abajo. Ella estaría frente a él con el negligée abierto. Él le pondría las manos en la cintura, en la carne cálida y firme de la cintura. El cuerpo, el hermoso cuerpo desnudo de él, se iría acercando…

—Ya viene el maldito autobús —dijo Dolly.

Cuando estaba alterada, Dolly trataba las palabras como un rapazuelo dándole puntapiés a una lata vieja. Al pedirle Zanny que la acompañara, emitió un juramento bastante fuerte, pero no podía negarse. Resultaba difícil racionalizar el humor de que se encontraba. Por una vez en la vida, Zanny hacía lo que debía. Pero no parecía darse cuenta de que terminaría en un correccional por hacerlo. Y luego pasaría a una prisión de mujeres, durante años. La imaginación de Zanny era como el ala de una mariposa delicadamente extendida sobre una boñiga.

Zanny arrugó la nariz en señal de desaprobación y dijo algo de sacrificar su vida para salvar a Murphy.

—Es una lástima que primero sacrificaras la vida de Bridget —replicó Dolly con acritud.

Para llegar al centro del pueblo se tardaban unos diez minutos. No sabían dónde estaba la comisaría de policía y tuvieron que preguntarlo. Zanny había decidido saltarse a la madre Benedicta e ir directamente a la policía. A la madre Benedicta la conocía, a la policía no. La madre Benedicta, cuando estaba enfadada, podía ser muy desagradable. ¿Qué necesidad tenía de pasar dos malos tragos cuando con una confesión bastaba? Al ver el coche de la señorita Sheldon-Smythe estacionado fuera, pensaron que se habían equivocado.

—Quizá ha perdido algo —dijo Zanny— y ha venido a dar parte.

—¿Como qué? —repuso Dolly—. ¿La virginidad?

El mal humor de Dolly era incomprensible para Zanny. La que iba a confesar era ella, no Dolly. Necesitaba que la animaran para poder vivir aquella hora de éxtasis con valentía y gracia.

—¿No podrías ser menos brusca? —dijo enfurruñada, a punto de derramar unas lagrimitas.

Decidieron esperar en el café de enfrente de la comisaría hasta que saliera la señorita Sheldon-Smythe. Zanny, que hubiera preferido un refresco de frambuesa, pidió un café. Dolly, que no estaba dispuesta a dramatizar, pidió un refresco de frambuesa.

La señorita Sheldon-Smythe se estaba tomando la taza de té que le había ofrecido el sargento Thomas. Había escrito la declaración que él le había indicado y ahora el sargento la estaba leyendo.

El policía le recordaba mucho a Oswald, su hermano mediano, que había sido agente de seguros. Tenía el mismo cabello blanco abundante y las mismas orejas sin lóbulo. También tenían la misma manera de hablar, lenta y tranquilizadora. Aunque este tenía un marcado acento galés; esa era la única diferencia.

—Bueno, señorita Smythe, señorita Shelly-Smythe —dijo Thomas—, sólo nos queda aclarar un detalle. ¿En qué forma estaban esas cincuentas libras, en billetes de diez chelines, en billetes de libra, o en una mezcla de los dos?

—Una mezcla de los dos. —¿Sería así más difícil seguirles el rastro?—. Y es Sheldon, no Shelly; no es que me importe, pero tendrá que constar correctamente en el informe.

Thomas se disculpó. Shelly. Sheldon. Daba lo mismo. La confesión iría a parar al archivo de los chiflados. Era curioso observar cómo la publicidad que se daba a un caso de pena capital sacaba a la luz las chifladuras latentes de la gente. Era una vieja simpática a su manera, muy digna y correcta. Supuso que tendría un instinto maternal muy desarrollado pero frustrado. Él tenía una tía cuya especialidad era el jugo de carne cocida para el estómago y una repugnante mezcolanza de vainas de sen para el estreñimiento.

—Y, después de empujarla por el acantilado —dijo el sargento Thomas—, ¿le cogió el dinero del bolso?

—Sí, ya se lo he dicho. Pero, por desgracia, el viento me lo arrancó y se lo llevó. Cuando lo encuentren —«que no lo encontrarán»— compruebe las huellas dactilares; hallará las suyas y las mías. Supongo que no necesitará más pruebas. En caso de que no lo encuentren, me temo que tendrán que aceptar la verdad tal como se la cuento.

—Bueno… —dijo Thomas—, en la costa sopla un viento endemoniado. Esos billetes suyos estarán ya camino de Irlanda. ¿Apreciaba usted a Murphy?

—Apenas lo conocía. —La señorita Sheldon-Smythe se miró las huesudas manos que descansaban en el halda—. Lo que no me gusta es la injusticia. Estoy dispuesta a pagar por mis pecados.

—Ya —contestó Thomas. En los conventos había obsesión por los pecados. Aunque la iglesia a la que asistía él no difería gran cosa. «¡Ay de mí —pensó—, estoy perdido porque no hay nada bueno en mí!».

—He traído un maletín. —La señorita Sheldon-Smythe señaló una maletita de piel que tenía junto a la silla—. Por si he de quedarme en el calabozo.

Thomas se sobresaltó.

—El calabozo es un poco sórdido —dijo recuperándose. Se la imaginaba sentada sobre la tosca manta marrón de la cama con un camisón blanco de algodón abrochado hasta la barbilla. Llevaría rulos metálicos en la cabeza y habría metido la dentadura en un vaso de la cárcel. Antes de desnudarse, colgaría la chaqueta, la chaqueta negra, sobre el ventanuco de la puerta.

—Naturalmente no esperaba el Ritz —declaró la maestra.

—No, pero… hmmm… no es un lugar muy apropiado para una dama.

—No sabía yo que en las prisiones de Su Majestad había diferencias de clase. Estoy preparada para aguantar todo lo que tendría que aguantar una criada. En el fondo todas somos mujeres.

Ya era hora de poner fin a aquella entrevista.

—Estoy de acuerdo —dijo Thomas—. Sí, sí, estoy de acuerdo, pero la ley es muy compleja. Hay mucho que investigar. Se llevarán a cabo las diligencias necesarias. Si aparece el dinero, el departamento forense tendrá que estudiarlo, como usted misma ha dicho. En cuanto sepamos algo con seguridad, será usted detenida y acusada.

La señorita Sheldon-Smythe sintió cómo se le secaba la boca de pánico. ¡Qué tonta había sido! Si esperaban a que apareciera el dinero, no la detendrían nunca. Y el tiempo apremiaba.

—Lo que ocurre es que en realidad quemé los billetes —dijo—. Sabía que tenían las huellas dactilares de Bridget y temía que me relacionaran con ella. Si me permite volver a redactar la declaración, aclararé este punto. Lo lamento muchísimo.

El sargento Thomas comenzaba a irritarse. ¡Caray! Aquella mujer le estaba haciendo perder el tiempo. Le dijo que el agente Williams le atendería mientras revisaba la confesión.

—¿Y luego me arrestarán?

—No —replicó con una calma encomiable—. La detendremos a su debido tiempo.

—¿Antes de que muera Murphy?

—Mucho antes. Sí, sí, mucho antes. ¿Por qué no pasa a ver a su médico y le dice que le recete algo, un buen tónico para los nervios, algo que le ayude a dormir?

—Estoy perfectamente cuerda —dijo la señorita Sheldon-Smythe enérgicamente, implorando con la mirada que la creyera—. Soy totalmente consciente de lo que estoy haciendo.

—Naturalmente. Jamás había conocido a nadie tan inteligente como usted.

Se miraron incrédulos.

Zanny y Dolly llevaban casi media hora en la sala de espera de la comisaría cuando el sargento Thomas las mandó llamar. El agente Williams le había aconsejado con evidente buen humor que se volviera el cuello al revés y le pidiera asesoramiento al cura párroco.

—Su talento está desaprovechado en Sión —dijo—. Y en la policía. Lo que le iría bien, Thomas, es un monasterio, y un cilicio. Ahí fuera tiene dos más del convento; vienen como abejas a la miel.

Thomas le recordó, con bastante brusquedad para ser él, que estaba hablando con un superior. Williams guiñó un ojo descaradamente.

—Si han perdido las bicicletas, los pedales o las bombas —dijo Thomas—, no me las pases a mí.

Williams formó un lazo con los dedos y se lo colocó alrededor del cuello. Puso los ojos en blanco y fingió que se ahogaba.

—Murphy —se limitó a decir.

La madre Benedicta había dicho que iba una, no tres. Thomas le dijo a Williams que le diera diez minutos de tiempo y que luego llamara a la puerta con una historia plausible. Ya casi era hora de almorzar.

Esperaba dos señoras de edad y se sorprendió al ver a una jovencita preciosa de cabellos dorados acompañada por otra menos agraciada pero también interesante de aproximadamente la misma edad. Parecía que la guapa había estado llorando. La feíta tenía el ceño fruncido. Thomas les indicó que se sentaran. Ellas le obedecieron en silencio.

—Vosotras diréis.

—Yo maté a Bridget —dijo la guapa—. Pensaba que deberían ustedes saberlo.

—Vaya, vaya —dijo Thomas apoyándose en el respaldo del asiento—. ¿Y tú también has matado a Bridget? —añadió mirando a la menos afortunada.

—Desde luego que no —dijo Dolly indignada.

Zanny, que había pasado la mayoría de las horas de vela imaginándose aquella escena, tenía la sensación de haber entrado en una caja de cristal. En su interior no había nada. No había respuesta, ni exclamación de horror, ni miradas inquietantes, absolutamente nada. Solamente un policía viejo y distante, que podía ser su abuelo y le sonreía burlón. No era aquello lo que esperaba.

Dolly fue la primera en comprender la situación. Siempre que podía leía el periódico. Leía las noticias y leía libros, realidad y ficción.

—Es bastante evidente —dijo con lo que esperaba fuera un tono propio de fiscal— que no cree usted a mi amiga.

—Pues mire usted —dijo Thomas, a quien ya se le estaba acabando la paciencia—, puede que tenga razón.

—Supongo que en un caso como este —declaró Dolly—, le sobrarán confesiones.

—Como margaritas en verano —dijo Thomas.

—Pero ha de convenir conmigo en que entre las margaritas puede haber una flor de la verdad.

—Muy poco probable —dijo Thomas mirándola con cierto interés.

—En este caso en particular —dijo Dolly—, es más que una flor, es un árbol entero. —Se arrepintió de haber usado la metáfora, pero una vez empleada más valía seguir con ella—. A los criminales se los cuelga de los árboles, y en este caso se han equivocado de criminal.

Se acordó entonces de una antigua conversación, lo mismo que Zanny, algo del pequeño Willie y de las manzanas que colgaban de los árboles.

—Mi amiga —prosiguió Dolly— mató a mi hermano a los seis años, poco después mató a Evans el panadero provocando un accidente, y ahora, hace muy poco, ha asesinado a Bridget O’Hare.

—Y es amiga tuya, ¿no?

—A falta de otra palabra mejor…

Thomas empezó a cogerle manía a la menos agraciada. Había visto otros casos de intimidación y estaba bastante seguro de que en aquel momento tenía uno ante los ojos. En casi todos los colegios había intimidaciones, pero aquello era demasiado.

—Si tienes alguna queja —le dijo a Zanny—, no temas exponérmela a mí. Hubiera sido mucho más acertado decírselo primero a la madre Benedicta, pero ya que no lo habéis hecho… ¿o sí? —Zanny negó con la cabeza—. Cuéntame por qué te está intimidando tu compañera.

—No me está intimidando —dijo Zanny, sorprendida—. No podemos salir del convento solas, y ella es la única que lo sabe todo. Yo he querido que viniera.

—Hace falta valor para confesar un asesinato —dijo Dolly.

—Si esta joven ha de hacer alguna confesión —dijo Thomas— la hará cuando tú no estés presente para intimidarla. Sal fuera.

Dolly, sorprendida, estaba a punto de replicar, pero cambió de idea. En el futuro los hombres como Thomas se arrastrarían a sus pies. Si Usía lo desea…, dirían.

—¡Sal! —dijo Thomas sosteniéndole la puerta.

«Ahora las empulgueras —pensó Zanny—. Estamos solos. Estoy a su merced». Los amables y zalameros eran los peores. Se le llenaron los ojos de lágrimas. «Oh, Murphy, Murphy, esto lo hago por ti. Me estoy mareando. Necesito ir al lavabo. Te quiero».

—No debes tener miedo —dijo Thomas—. De nadie. Cuando yo era joven e iba al colegio, todos me empujaban, hasta que aprendí a pelearme. Las niñas no pelean, pero pueden demostrar fortaleza de otras maneras. No tienes que hacer todo lo que te dice la otra niña.

Zanny, sorprendida ante el giro que estaba tomando la conversación, dijo que Dolly no le había mandado hacer nada.

—Lo dejó a criterio de mi conciencia.

«Malvada —pensó Thomas—. Perversa. Tanto meterse con tu conciencia te provocó un complejo de culpabilidad que evidentemente ella quería quitarse de encima».

—Dime lo que tengas que decirme, sin miedo. No serán cuentos de la otra niña. Será la verdad. Si le tienes miedo, dímelo, y dime por qué. No pasará nada. No debes preocuparte por nada.

Zanny, que no comprendía los derroteros que estaba tomando la conversación, empezaba a temblar.

—Pero es que estoy preocupada, muy preocupada —gimoteó—, porque Murphy no mató a Bridget. Lo van a ahorcar por un delito que no ha cometido.

Thomas no sabía mucho de psicología, pero sabía que el complejo de culpabilidad generalmente se centraba en un hecho concreto. Murphy había salido en los periódicos. Un asesino en espera de ser ejecutado se veía envuelto en los pecadillos de los desequilibrados como un espantapájaros. La señorita Sheldon-Smythe, cuya excentricidad era patente, había reaccionado resueltamente. Aquella chiquilla temblaba de miedo. Se preguntó qué habría hecho. Quizá había ido demasiado lejos con su novio; ya tenía edad suficiente. Y la otra quizá los había cogido. Una faltita se había convertido en su cabeza en una catástrofe. La otra había jugado con sus emociones como un organista de pies planos con los registros. De las dos, ella era la más desequilibrada. ¡Mira que decir que aquella niña había matado a Evans el panadero! ¡Qué acusación más cruel! Aunque hacía ya nueve años, se acordaba de la muerte de Evans con bastante claridad. Era primo de su mujer. El informe oficial determinaba que había sido un accidente. Y era obvio.

Cuando la gente estaba nerviosa había que calmarla. La otra señorita sádica la había obligado a ir a contar una retahíla de tonterías. Bien, más valía que la escuchara.

—Yo maté a Bridget O’Hare —dijo Zanny—. La empujé por el acantilado. Murphy no tuvo nada que ver, no pueden ahorcarlo.

Thomas se recostó en el asiento sin saber qué decir para tranquilizarla.

—El mundo está lleno de gente mala —manifestó—, y de gente que no es tan mala pero se encuentra atrapada en malas situaciones.

—Bridget era mala —dijo Zanny—. Incitó a Murphy. Murphy es muy buen hombre.

—Todos tenemos algo bueno.

—Lo hice por el bien de Murphy; la tiré por el acantilado por su bien. Él no hubiera podido quitársela de encima. La hubiera llevado toda la vida colgada del cuello.

«El cuello».

«¡Oh, Murphy!».

—Ha de creerme. ¿No tengo que escribir una declaración o algo así? ¿Qué he de hacer? —Lo dijo en un tono iracundo que recordaba a la señorita Sheldon-Smythe.

Si redactar una declaración la iba a poner contenta, pues que la redactara. Siempre se decía que escribir las cosas era una buena terapia. Por otra parte, ya era hora de avisar a la madre Benedicta. No era un caso sencillo. Las adolescentes eran muy especiales. Cuando su propia hija tenía aquella edad se escapó de casa para ser actriz y llegó hasta Liverpool. Mintió con toda la barba.

—Sí, sí —dijo Thomas acercándole papel y pluma—. Escribe todo lo que quieras.

«Mi sentencia de muerte», pensó Zanny, dudando momentáneamente. Aunque no lo era, pues no había cumplido todavía los dieciséis. Pero sí era el inicio de una nueva vida, y no precisamente agradable.

Anotó la fecha con letra fina y luego la dirección del convento.

«Yo, Zanny Moncrief —escribió—, en plenas facultades físicas y mentales, el… (no recordaba la fecha; tachó “el”) un día de principios de verano subí al promontorio de Coracle Bay durante una excursión del colegio y empujé a la señorita Bridget O’Hare por el precipicio hasta que cayó al mar y allí murió. Ignatius Murphy no se encontraba allí cuando esto ocurrió. Ha sido erróneamente acusado de la muerte de la señorita O’Hare y debe ser puesto en libertad».

Firmó Susannah Moncrief y puso Zanny entre corchetes.

Justo cuando acababa de firmar, el agente Williams llamó a la puerta y entró.

—Hay una bomba sin explotar en el patio de atrás manifestó.

A Thomas no le hizo ninguna gracia el chiste y, olvidando que le había dicho que los rescatara al cabo de diez minutos, le indicó lacónicamente que lo dejara en paz.

Repasaron juntos la declaración.

—Muy bien —dijo él—, muy bien. Una letra preciosa. Y muy bien expresado.

—Supongo que ahora me detendrá —dijo Zanny. Estaba cansadísima.

Thomas también estaba cansado. Tratar de explicar por qué no podía detener a la gente así como así estaba resultando extenuante.

—Ojalá pudiera —declaró—. Es mucho más fácil detener a las personas cuando estás completamente seguro de que no te equivocas. Sin embargo, sólo con esta declaración no puedo arrestarte. He de tener pruebas.

—¿Qué tipo de pruebas? —preguntó Zanny.

—Quizá alguien que te viera hacerlo. —Pensó en la que la esperaba fuera—. Que no sea tu amiga —dijo rápidamente—. Un desconocido.

—¿Quiere decir —inquirió Zanny horrorizada— que si no presento testigos Murphy morirá?

—Bueno, yo no diría tanto —la tranquilizó Thomas—. En el pueblo están recogiendo firmas para solicitar el indulto. Seguro que pasarán por el convento y podrás añadir tu nombre.

—¿Ha declarado alguien haber visto a Murphy tirar a Bridget O’Hare por el precipicio?

—Pues, no…, no exactamente… —dijo Thomas—. En su caso hay pruebas circunstanciales. No es necesario que haya testigos.

Zanny trató de aclarar la cuestión.

—¿De modo que yo necesitaría testigos y Murphy no?

—Eso es.

—Comprendo —dijo Zanny, y creyó comprenderlo. Algunas personas, como ella, podían matar impunemente. Algunas personas eran portadoras de enfermedades y estas no las afectaban. En cambio, otras personas que no eran portadoras cogían esas enfermedades. Ella, Zanny, podía atravesar una cortina de fuego de artillería y, gracias a su invisible protección, salir indemne. Murphy no estaba entre los afortunados.

Aparte de encadenarse al asiento como una sufragista a una verja y negarse a moverse, no podía hacer nada.

—Bueno, ya se lo he dicho —manifestó.

—Sí —dijo Thomas levantándose—. Y no debes preocuparte.

—Creo que están ustedes locos —dijo Zanny amargamente.

—Indudablemente todos estamos un poco locos —repuso Thomas sin inmutarse—. Con el tiempo mejoraremos.

La acompañó a la puerta.

En aquella ocasión fue él el que llamó a la madre Benedicta. Esta lo escuchó pasmada. Que las personas de edad, como la señorita Sheldon-Smythe, no estuvieran en sus cabales no representaba una gran tragedia, pero que los jóvenes empezaran a alucinar era ya más grave. Le dio las gracias al sargento por actuar con tanto tacto.

—Yo también tengo hijas —dijo en tono tranquilizador—. La adolescencia es una edad difícil; ocurren cosas curiosas.

«No es ese el adjetivo que emplearía yo», pensó la madre Benedicta.

—La última vez que ocurrió un asesinato y el asesino fue condenado a la horca —explicó Thomas—, recibimos más de veinte confesiones. La pena de muerte tiene este efecto en algunas personas, las trastorna.

La madre Benedicta lamentaba muchísimo que hubiera trastornado a Zanny. En cuanto al papel de Dolly en todo aquello… no acababa de entenderlo. Era una muchacha sensata y equilibrada. Resultaba extrañísimo que ayudara y encubriera a Zanny en esto. Los Moncrief se habían portado muy bien con ella, muy bien. Decidió escribirles. Sobre el papel sería más fácil de explicar. Naturalmente, no diría nada de Dolly. No tenía sentido poner en peligro el futuro de la muchacha enfrentándola a sus benefactores. Si se daba prisa, la carta saldría en el correo de la tarde.

Clare y Graham acababan de hacer el amor cuando llegó la carta. La contracepción ya no era tema de disputa entre ellos. Desde el juicio y la condena de Murphy estaban de acuerdo en que una hija había sido ya excesivo.

Cuando Graham fue a la cocina a poner agua para el té de la mañana vio el sobre en el suelo y lo llevó al dormitorio. Clare, adormilada, desnuda y mimosa después de hacer el amor, remoloneaba debajo de las sábanas cuando lo oyó abrirlo. Tras un par de minutos de silencio durante los cuales Graham leyó la misiva, este emitió un gruñido.

—¿La renta? —preguntó desperezándose—. ¿O el recibo de la luz?

—La madre Benedicta.

Mucho más grave que todo aquello. Se arrodilló de un salto y se puso a leer la carta por encima del hombro de él.

La madre Benedicta había hecho acopio de todo el tacto que había podido. Empezaba diciendo que Zanny era una jovencita muy agradable, cariñosa e imaginativa. «Todo el colegio —prosiguió— quedó conmocionado por la triste tragedia de Bridget O’Hare y la subsecuente condena de Murphy. Yo hice lo que pude para paliar el trastorno que ello suponía para las niñas, prohibí los periódicos, etc., pero no fue posible ocultar por completo la verdad. Su querida y sensible hijita, horrorizada ante la inminente muerte de un hombre a quien había visto en los jardines del convento (si bien, que yo sepa, no había hablado nunca con él), quedó muy afectada emocionalmente. A espaldas mías, con la excusa de ir al dentista, se presentó en la comisaría de policía y comunicó al sargento que ella era la que había asesinado a Bridget O’Hare».

—¡Santo Dios! —exclamó Clare.

«El sargento —siguió leyendo—, un hombre muy sensato, acostumbrado a oír varias confesiones falsas en momentos como este, le dijo unas palabras amables y la volvió a mandar al convento. Entonces me telefoneó y me dijo que no me preocupara. Las extravagancias de los adolescentes no eran novedad para él, según me dijo, y lo mejor era pasarlas por alto.

»Considero que su consejo es acertado y que, si bien era mi obligación ponerlo en su conocimiento, pese a que lamento preocuparlos, debemos tratar de olvidarlo.

»Reprendí a Zanny por ir al pueblo con una excusa falsa y le aconsejé con bastante energía que reprimiera con mayor insistencia su imaginación. Ella estaba bastante alterada y repetía obstinadamente que era culpable. Puesto que el mejor modo de calmar una mente perturbada es llenarla de trabajo, dispuse que su profesora le diera clases adicionales de matemáticas. Está bastante floja en álgebra. También hablé con el padre Donovan a fin de que estuviera preparado para recibir una confesión similar. Un pequeño castigo por lo que no sólo es una mentira sino una nociva inclinación hacia el martirio debe convencer a Zanny de su insensatez.

»Así pues, señor y señora Moncrief, después de cumplir con mi deber de informarlos de lo que considero deben saber, demos gracias a Dios por la sensibilidad de la muchacha y que sea como Él disponga.

»Dentro de quince días, el catorce del corriente, vamos a celebrar la fiesta de otoño. La inaugurará sir Clifford Ponsonby, que recientemente se ha trasladado a vivir a la zona. Espero que asistan muchos padres y cuento con la presencia de ustedes. Tengo la esperanza de que entonces Zanny ya habrá recuperado su habitual alegría y no será necesario mencionar nada con respecto a lo ocurrido».

Clare se echó a reír, pero inmediatamente las lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Qué absurdo… —dijo. Cogió la almohada y se la clavó en el estómago.

Graham soltó la carta y contempló cómo descendía hasta el suelo.

Abajo, en la cocina, un silbido los avisaba de que el agua estaba lista. Graham descendió a preparar el té. Hoy la oficina podía irse al carajo. Puso las galletitas de siempre en un plato y todo el servicio en una bandeja y lo llevó arriba.

Clare estaba tumbada en su lado de la cama en posición fetal y con la almohada todavía contra el estómago, pero cuando entró él se incorporó y cogió una taza. Le preguntó qué iban a hacer.

Graham no lo sabía. Hacia el final del juicio casi había llegado a creer en la culpabilidad de Murphy. Poder contemplar la posibilidad de que Zanny fuera inocente había resultado reconfortante. Deseaba mantener ese estado de ánimo. No obstante, la carta había planteado un problema. Como una charca siniestra y profunda, lo mejor era bordearla mientras pensaba.

—Nunca hemos estado seguros de que Zanny ahogara al pequeño Willie. —Esperaba que Clare viera aquella frase como una soga de salvación para cruzar la charca y la usara sin hundirlos a los dos—. Evans el panadero murió de un accidente —prosiguió a toda prisa—. Sí, Zanny empujó a Dolly. Puede que no se diera cuenta de que la camioneta estaba tan cerca. No es el primer niño que se cae a un estanque. No es el primer niño que empuja a otro niño. Murphy tenía un buen motivo para librarse de Bridget, ¿por qué hemos de pensar nosotros que no lo hizo? No vimos que Zanny ahogara a Willie. Nadie la vio empujar a Bridget. A mi modo de ver, todos estos años hemos tendido a ver el lado malo de Zanny…

—Entonces, ¿por qué fue a confesar ante la policía? —El tironcito que dio Clare de la soga era malintencionado.

Graham volvió a tirar con fuerza.

—En palabras de la madre Benedicta, por un deseo de martirio.

Se miraron y luego los dos apartaron la vista.

—Si confirmamos la confesión de Zanny, Murphy vivirá —dijo Clare.

—Y ¿qué le ocurrirá a Zanny?

«Algo horroroso —pensó Clare—. Se me revuelven las entrañas en protesta».

—Si yo fuera religioso —dijo Graham sin contestar la pregunta—, lo dejaría en las manos de Dios. Él permitirá que salga impune, haciendo que nadie crea su confesión, o hará que cargue con su culpa.

—Pero como no eres religioso…

«Si traicionas a Zanny, pese a lo mucho que te quiero, Clare, te mataré».

Clare cogió una galleta y la mordisqueó lentamente, dejando que las migas cayeran en las sábanas.

«Si la traicionas, yo haré lo mismo contigo».

—Yo estoy preparada para convertirme temporalmente —dijo ella por fin.

La soga que cruzaba la charca seguía tensa. Entonces, relajándose despacio, regresaron a la orilla con precaución.

Llegaron a la conclusión de que lo mejor sería no ir a la fiesta del convento. Zanny, agobiada por las matemáticas y aplacada por los pequeños castigos, quizá ya se habría arrepentido de la impulsiva confesión, pero no podían estar seguros. Una cosa era guardar silencio estando lejos, y otra bastante distinta ser alcanzados por la verdad que podía desplegar ante ellos. El silencio los sometería entonces a una presión intolerable.

Sin embargo, no lo expresaron exactamente así. Les desagradaban las fiestas, dijeron. Graham había conocido a Clifford Ponsonby en un almuerzo del Club Rotario y no se había llevado una impresión muy favorable. Por un lado, no sabía beber, y además lo habían retirado del circuito antes de lo normal.

—¿De qué dices que lo han retirado? —preguntó Clare en un intento de cambiar de tema.

—Del circuito del norte —le dijo Graham—. Es juez retirado.

—¿No será el que Murphy…?

—No tiene nada que ver con Murphy.

—Hagamos el amor otra vez —dijo Clare. La conversación era peligrosa. Sólo carne contra carne apaciguaría la mente.

Él dudó de que le quedaran fuerzas. Pero lo intentó. Y las tenía. Permanecieron cuerpo sobre cuerpo mientras la angustia y la culpa se iban diluyendo.

La invitación a sir Clifford Ponsonby había sido enviada y aceptada mucho antes del juicio contra Murphy. Si la madre Benedicta hubiera contado con el don de la presencia, le hubiera pedido a cualquier otro dignatario local que hiciera los honores. En aquel momento, con la ejecución de Murphy cada día más próxima, cualquier roce con la ley, aunque fuera retirada, era poco afortunado. El clima emocional reinante estaba mucho más exacerbado de lo normal. Las redacciones de las niñas, no sólo las de Zanny, que de todos modos no brillaba por sus dotes como escritora, reflejaban la situación desde ángulos distintos. El amor, el dolor y el horror, con diferentes apariencias, fluían de las plumas estilográficas para llenar cuadernos.

Zanny, siguiendo el consejo de Dolly, le escribió al ministro del Interior pidiéndole el indulto para Murphy. La madre Benedicta, después de dudarlo mucho, autorizó el envío de la carta. Probablemente el ministro del Interior recibía docenas de cartas similares. Seguro que la señorita Sheldon-Smythe también le había mandado una.

En la carta que Zanny escribió a sus padres no nombraba para nada el tema de Murphy. Decía que esperaba que asistieran a la fiesta. Pero dudaba que ella estuviera allí para recibirlos. Tenía mucha fe en el ministro del Interior. Ahora que lo sabía, actuaría. La madre Benedicta les comunicaría la noticia a sus padres y explicaría su ausencia. Siempre quedaba mejor que fuera la madre Benedicta la que lo explicara.

Entre tanto, el convento se preparaba para la fiesta. La sección de trabajos manuales se instalaría en el vestíbulo principal. Había pinturas y bordados. Zanny, obligada a someterse al tratamiento del trabajo, no sólo luchaba con las ecuaciones algebraicas y perdía, sino que además pintaba flores azules en un jarrón rosa pálido sobre un fondo violeta. La exclamación de repugnancia de Dolly fue un comentario justo.

La contribución de Dolly consistía en las pistas de un juego de la búsqueda del tesoro. Las primeras pistas que inventó eran tan difíciles que el tesoro, una caja de bombones, hubiera permanecido oculto eternamente. La hermana Clemence señaló ásperamente que en su mayoría el público estaría compuesto por personas de mente sencilla y que debía poner pistas que fueran asequibles.

La mayoría de las actividades al aire libre eran de las que podían ser trasladadas rápidamente al interior en caso de lluvia. Había juegos de habilidad y de puntería.

También había una tienda llena de conejos en jaulas. Eran atractivos y baratos. Como solución al problema de la madre Benedicta era brillante.

La señorita Sheldon-Smythe los miró con tristeza.

—Quizá vuestro amo no vuelva nunca —les dijo—, pero yo seguiré luchando.

Ella tenía planes propios para el día de la fiesta. Esperaba que hiciera buen tiempo.

Faltaba menos de una semana para la ejecución de Murphy. Zanny se confesó con el padre Donovan.

—Y no me ponga tres avemarías como la vez pasada —le dijo. Era una impertinencia, pero él se la perdonó. Le puso cinco. El ministro del Interior no había contestado. La policía local era un atajo de inútiles. Las monjas la mataban a trabajar. Estaba cansada. Estaba pálida. Nunca había estado tan guapa.

El día de la fiesta amaneció despejado. Un sol potente y dorado dominaba el cielo otoñal. Las niñas, con sus uniformes azules, pululaban entre los invitados presentando a padres y amigas. Dolly, como siempre, fue incluida en varios grupos. De vez en cuando todavía contaba la fantasía referente a sus difuntos padres, pero generalmente era aceptada por sí misma. Zanny, que esperaba no estar presente aquel día, vagaba desolada. Sus padres habían llamado por teléfono a la madre Benedicta para explicar por qué no podían ir. La madre Benedicta aceptó la poco creíble excusa sobre un fin de semana en Londres con unos amigos que acababan de llegar del extranjero sin apenas disimular su disgusto y se la transmitió a Zanny. A Zanny le daba lo mismo. Deambulaba en una neblina depresiva. Sus padres la habían mandado a Francia para las vacaciones y ahora volvían a dejarla de lado. Bueno, daba lo mismo. Hacía sol. Bueno, daba lo mismo.

«Estos días de agonía —le decía Murphy en la imaginación— pasarán. No debes hacer nada. No digas nada. Tu valentía es como un faro que me cegará en los últimos momentos. Yo moriré por ti. Tú no debes morir por mí».

«Pero es mi obligación, Murphy».

«Y moriré, moriré, moriré».

—Ocúpate de vigilar la mesa de los trabajos manuales —le dijo la hermana Clemence, que dirigía la fiesta—. Como hace tanto calor, la ceremonia de apertura y el baile griego tendrán lugar fuera. Luego abriremos las puertas. Asegúrate de que estás en tu puesto a tiempo, y no te olvides de mirar los precios escritos en las etiquetas. No hagas ningún descuento hasta última hora de la tarde, y sólo si hay algo que veas que tiene poca salida. No debes regalar nada, aunque no se venda ni con descuento. Estas cosas no se echan a perder y habrá otras fiestas. Comenta la calidad de las labores y haz hincapié en las obras de caridad que se harán con el dinero. Sé buena vendedora para mayor gloria de Dios.

—No comprendo cómo es posible que tenga… que tengamos que ocuparnos de cosas tan triviales en este momento.

—El mundo está formado por cosas triviales —le dijo la hermana Clemence—. Es como una sencilla rebanada de pan con mantequilla; nos ayuda a sobrevivir.

—A algunos —dijo Zanny.

La madre Benedicta había advertido a la hermana Clemence y las demás monjas que trataran con tacto a Zanny Moncrief. La hermana Clemence tuvo el tacto de no tener tacto en francés.

Voyons, ne dis pas de bêtises! —dijo bruscamente.

La verja del convento llevaba veinte minutos abierta cuando sir Clifford Ponsonby y su esposa Betty, llegaron en su viejo Bentley. El hecho de que usara el Bentley en lugar del Rolls era señal de su descontento por tener que asistir a aquella celebración de tres al cuarto. Por él, hubiera declinado cortésmente la invitación a inaugurar el detestable acto, pero Betty quería asistir. Betty, alta, exuberante y dominante, había sido la artífice de su encumbramiento en la cima de la profesión legal. Ella se había encargado de dar empujoncitos, tirar de las cuerdas, llevar el timón y virar. Su rango se lo debía a ella, le había dicho. Pero aquel retiro forzado también se lo debía a ella; si vivías con Betty no tenías otro remedio que darte a la bebida. Aparte de abandonarla. Ella había aprendido a soportar sus borracheras mientras no fueran demasiado evidentes. La petaca que llevaba en el bolsillo estaba muy bien disimulada.

—No hables de Atlee ni del gobierno laborista —le dijo Betty al recordarle el discurso.

—El mundo se ha vuelto loco —gruñó él—. Yo estoy loco. Vivo en una casucha del desierto de Gales. Me dedico a botar lanchas salvavidas, a inaugurar bibliotecas y a presidir fiestas en ridículos conventos. Y ¿cómo tengo que dirigirme a la monja jefe?

—Lo normal es llamarla ma mère, pero no es muy apropiado para ti —dijo Betty con ironía—. Prueba reverenda madre, o sencillamente usted. No te alargues en el discurso. No seas demasiado agarrado con el dinero. —Y al ver la tienda de los conejos al pasar, añadió—: Y no compres ninguno de esos.

Fue uno de los padres quien le dijo a Dolly que sir Clifford era un juez retirado. La madre Benedicta había tenido la picardía de no decirlo al explicarles a las niñas quién iba a hacer los honores aquel año. Dolly buscó inmediatamente a Zanny y se lo dijo.

—Es posible que tenga influencia con el ministro del Interior.

Entonces sir Clifford y su esposa se encontraban junto a la tienda donde se servía el té, en una zona acotada desde la cual había de pronunciar el discurso de apertura.

Zanny lo miró sorprendida. ¿Un juez retirado? ¿Aquel hombre que parecía un balón? Tenía las mejillas rubicundas, muy poco pelo y unas manos grandes y rosadas. Sin duda, con la toga y la peluca mejoraría, pero no mucho. ¿Cómo era posible que hombres como aquel —criaturas de aspecto porcino— tuvieran poder para decidir entre la vida y la muerte de hombres hermosos como Murphy?

—Me complace enormemente —mintió— encontrarme en este precioso jardín este espléndido día de otoño. Me ha hecho usted un gran honor, Reverenda Madre, invitándome a su feria anual, y un honor todavía mayor pidiéndome que la inaugure. Como saben, hace poco que me he trasladado a vivir a la zona después de pasar muchos años en Liverpool. Encuentro el paisaje precioso y a las gentes encantadoras. Mi esposa y yo hemos sido recibidos con los brazos abiertos en todas partes. Hoy esperamos hacer nuevos amigos entre alumnas, padres y lugareños. Según me han informado, lo que se recoja en la fiesta se destinará a diversas obras de caridad. Permítame, Reverenda Madre, que le ofrezca un pequeño donativo antes de que comience la diversión. —Le entregó lo que para él era como una multa y la madre Benedicta aceptó el cheque con las palabras de agradecimiento apropiadas.

Llegados a aquel punto, anunció que un grupo de muchachas del último curso iban a deleitar seguidamente al público con unas danzas.

Las danzas griegas eran la única contribución de Robina Blane, que estaba ya contando los días que faltaban para el final del trimestre y el momento de abandonar la enseñanza para siempre. El largo verano de vacaciones pagadas había actuado de anzuelo para que aceptara quedarse un segundo trimestre, pero no había merecido la pena. La muerte de Bridget y la inminente ejecución de Murphy habían de dar a su estancia en aquel horrendo lugar los más lóbregos tintes. Su personalidad, que nunca había destacado demasiado, se había abatido todavía más durante las últimas semanas. No era buena profesora. No le agradaban mucho las niñas. Pero sabía bailar, lo mismo que ellas, si se las animaba lo suficiente. Tres violines y un violoncelo tocaban la música de fondo en tanto las bailarinas hacían su aparición en el rectángulo de césped que quedaba justo delante de sir Clifford, su esposa y la madre Benedicta.

Tenían las piernas bastante bonitas, pensó sir Clifford. Los vestiditos griegos, si bien no eran nada descocados, revelaban al menos parte de los muslos. Las muchachas pubescentes podían ser criaturas excitantes. Ya se había fijado en un par de ejemplos más que presentables. Las jovencitas, algunas de las cuales tenían el pecho bien desarrollado, alzaron los brazos, adelantaron un pie e iniciaron sus evoluciones. No lo hacían mal. Después de todo, no estaba tan mal aquella fiestecita. Sería mejor si pudiera tomarse un sorbo de whisky. Quizá después.

El primer baile, bastante lento, calmó los ánimos de los asistentes. Algunos se acomodaron en la hierba. Zumbaban las abejas y los violines se veían acompañados de vez en cuando por el canto de algún pájaro interesado.

Luego se avivó el ritmo. Robina, obedeciendo instrucciones que temía desoír, hizo una seña nerviosa a la orquesta. Una muchacha del último curso, que se encontraba preparada, se unió al grupo con un par de platillos.

Durante veinte segundos reinó el silencio.

La señorita Sheldon-Smythe, como siempre totalmente vestida de negro, se situó en el centro de las bailarinas. Estas dieron un paso atrás para hacerle sitio. Ella señaló los platillos con gesto imperioso. La muchacha los hizo entrechocar.

La madre Benedicta, que había visto los ensayos y sabía que aquello no formaba parte del espectáculo, se puso rígida. Le había ordenado a la hermana Inés que se separara lo menos posible de la señorita Sheldon-Smythe y que procurara que no hiciera nada inoportuno. Evidentemente había burlado a su vigilante y eso era lo que iba a hacer.

La señorita Sheldon-Smythe gritó con voz chillona:

—¿A quién queremos?

Y las bailarinas griegas contestaron:

—A Muuurphy.

—Y ¿cómo lo queremos?

—Libre, libre, libre.

Los platillos chocaron tres veces.

Y se repitió el procedimiento.

—¿A quién queremos?

—A Muuurphy.

—Y ¿cómo lo queremos?

—Libre, libre, libre.

Todavía no había llegado la época de las animadoras deportivas, pero la señorita Sheldon-Smythe sabía lo que se hacía. La guiaba un instinto más antiguo que la humanidad. No era una agitadora de masas, pero conocía los trucos que se usaban. Doce bailarinas griegas no harían ruido suficiente, pero constituirían un bonito preludio de un crescendo bien orquestado.

—¿A quién queremos? —Se dirigió directamente a las alumnas en general, cuyos ojos ardían como antorchas, gritando con todas sus fuerzas.

—A Muuurphy —le contestaron, empezando a dejarse arrastrar por la histeria.

—¿Cómo lo queremos?

—Libre, libre, libre —gritaron.

Alzó los dos brazos, con los puños apretados, la cabeza echada hacia atrás y la boca en un gesto desafiante de dolor y resolución. Con las alumnas de su lado, los padres tendrían que empezar a prestar atención al asunto.

—¿A quién queremos?

Lo repitió varias veces.

Algunas niñas gemían y sollozaban. Una se había lanzado al suelo y arañaba la tierra.

Zanny permanecía estupefacta observando en silencio. Tenía la sensación de que la estaban despellejando viva. Dolly, divertida, se hallaba a su lado. Tampoco había abierto la boca.

La madre Benedicta, en una época muy lejana de su juventud, se había encontrado arrastrada por una turba histérica en el incendio de un hotel cuya puerta principal se había atrancado. Entonces era joven y consiguió conservar la calma. Ahora lo intentaba también. En un aparte, explicó rápidamente a sir Clifford a qué se debía el alboroto.

—Lo lamento muchísimo —le gritó al oído—, pero no sé cómo ponerle fin.

Generalmente, con su presencia y unas cuantas palmadas bastaba. En aquella ocasión hacía falta algo más.

Sir Clifford, que había desalojado la sala un par de veces, no se sentía intimidado. Aquella celebración, que un par de horas antes le había parecido extremadamente aburrida, estaba resultando todo lo contrario.

—Querida señora —le gritó a la madre Benedicta—, déjemelo a mí.

Muy pocas personas se dieron cuenta de que se acercaba al grupo que rodeaba a la señorita Sheldon-Smythe. No demostraba una actitud beligerante sino fría y sosegada. Ahora la maestra tenía los ojos cerrados y se le había enronquecido la voz con el esfuerzo.

—Señora —le dijo poniéndole la mano en el hombro derecho—. Señora.

Cuando comenzó a bajar el brazo con renuencia, percibió cómo le temblaban los músculos debajo de la chaqueta negra.

Abrió los ojos, se volvió y lo miró. Con aquella acción quemaba sus naves para siempre. La echarían del convento. No tenía adonde ir. Su futuro nunca había sido tan sombrío. Pero nunca se había sentido tan satisfecha.

No la creería, pero tenía que decírselo.

—Yo maté a Bridget —gritó con voz ronca.

Los ojillos azules del hombre la miraban casi con compasión. Las mujeres de edad que perdían la chaveta no ofrecían un espectáculo demasiado agradable. Desde luego, no tenía gracia. Un sacerdote también mayor se les acercó. Como si fuera a ofrecérsela en matrimonio, sir Clifford le tomó la mano y se la entregó al padre Donovan.

—Llévesela —dijo.

En medio del repentino silencio, nadie les quitaba los ojos de encima. El círculo de bailarinas se deshizo mientras el anciano de negro conducía a la anciana de negro a través del césped y por los escalones hasta la puerta principal, que se cerró tras ellos.

Sir Clifford regresó junto a la madre Benedicta y a su esposa. En esta ocasión fue él quien levantó los brazos para hacerse con el control.

—¡Por favor! —dijo. Su voz resonó en el silencio. Todo el mundo lo miró. Por algunas mejillas todavía rodaban las lágrimas y las respiraciones volvían a la normalidad en los fatigados pechos—. Ya deben de saber —continuó sir Clifford— que durante muchos años fui juez. En ese tiempo tuve ante mí muchos prisioneros. Algunos inocentes. Algunos culpables. Tener la vida de un hombre en las manos de uno es una gran responsabilidad. Es un poder que nadie quiere tener. Se nos impone. Es una obligación. En este hermoso convento se tiene muy poco conocimiento del mundo exterior. Sois jóvenes. Sois idealistas. No veis nada malo en nadie. Permitidme que os convenza de esto: las leyes de la tierra están para protegeros. Son justas. Están del lado de los justos, de vuestro lado. Están del lado de los débiles, de vuestro lado. Están del lado de los vulnerables, de los amables, de los buenos…, de vuestro lado. La ley está del lado de Bridget O’Hare. Joven, vulnerable, buena, tristemente asesinada en días de alegría. No está del lado del brutal asesino. Guardad vuestra compasión para quienes la merecen: la familia de Bridget, sus amigos. De no ser por Murphy, Iggy Murphy, Bridget estaría entre nosotros disfrutando de este espléndido día. Estaría junto a vosotras. ¿Os gustaría que después de matarla Murphy siguiera viviendo? ¿Os gustaría que siguiera respirando este estupendo aire de otoño que ella no puede respirar? Murphy llegó a este convento y abusó de la confianza que había sido depositada en él. Actuó con horrible salvajismo. Ahora ha sido alejado de vosotras. Ahora estáis a salvo. Dejad que otros asuman la responsabilidad de lo que sea de él. Creedme, será rápido y misericordioso.

No había estado mal el discurso, pensó, sobre todo para ser improvisado y haberlo pronunciado sobrio. Estaban ya mucho más calmadas. Hacia un lado había una muchachita guapísima de unos quince años. Tenía el cabello dorado más fantástico que había visto en su vida. Su expresión era grave y estaba muy pálida. Lo miraba fijamente a los ojos.

Él apartó la vista con cierta reticencia.

—Divertíos —dijo en tono algo brusco—. Yo pienso divertirme. Habéis preparado unos puestos muy bonitos. Espero que todos los padres y visitantes sean generosos. Madre Benedicta, ¿comenzamos?

—No sé cómo agradecérselo —dijo la madre Benedicta—. Estoy segura —añadió dirigiéndose a Betty— que estará usted orgullosísima de su brillante esposo.

—Sí, sí —dijo Betty de inmediato—. Sabe actuar en momentos de crisis. —«También bebe, va con mujeres y es capaz de comportarse de manera bastante sorprendente, incluso en el juzgado. ¿Por qué cree usted que se ha retirado a los cincuenta y ocho años? ¿Por amor al campo y a los pastos nuevos? No, no, madre Benedicta, por amor a la botella, y a las chicas con vestiditos griegos y traseros redonditos.»— Acuérdate de no hacer esfuerzos —le dijo amorosamente.

Vio que la madre Benedicta ponía cara de extrañeza y se llevó la mano al corazón.

—Bobadas. Nunca he estado mejor en mi vida —dijo sir Clifford animadamente.

—No servirá de nada —le dijo Dolly a Zanny—. Ya puedes quitarte al ministro del Interior de la cabeza. Este sólo le diría que apretara más el nudo. —Y añadió—: El discurso no ha estado mal. Para un hombre que parece una ciruela en movimiento tiene bastante buena voz.

—¿Es que no tienes sentimientos? —le dijo Zanny. Sentía punzadas en las profundidades del estómago. ¡Iggy! ¿Cómo se había atrevido a usar ese horroroso diminutivo? ¿Cómo se había atrevido a atacar de aquella manera a Murphy, a hacerlo quedar como un animal? «¡Me las pagarás! —pensó—. ¡Me las pagarás!».

Dolly tenía que poner en marcha el juego de la búsqueda del tesoro y le dijo a Zanny que ya se verían luego.

—¿No tendrías que estar vigilando tu puesto?

La apasionada intervención de la señorita Sheldon-Smythe en defensa de Murphy la había sorprendido muchísimo. Mientras se dirigía al vestíbulo, no pensó en otra cosa. Era una intrusión. La señorita Sheldon-Smythe se estaba metiendo en sus dominios. Él no pertenecía a la señorita Sheldon-Smythe. No le había pertenecido nunca. Hubiera tenido que ser ella, Zanny, la que ocupara el centro de las bailarinas gritando en favor de Murphy. No se le había ocurrido. La señorita Sheldon-Smythe le había tomado la delantera. Era una presuntuosa. Tenía la cara muy dura.

Sumida en los celos, Zanny ocupó melancólica su lugar tras la mesa cubierta de objetos ridículos. ¿Quién iba a comprar fundas para huevos de lana blanca con dibujos de caras? Y ¿quién podía haberles puesto aquel precio, un chelín y nueve peniques y medio? ¿Cuánto había que devolver de diez chelines? ¿Y aquellos mantelitos de paja? Horrorosos. ¿Y la cestita de cuerda? Cuerda, la hija de la soga.

—¿Cuánto vale este portaplumas? —preguntó una voz.

Zanny levantó los ojos con la mirada nublada.

—No tengo ni idea —dijo por fin—. La encargada del puesto llegará en seguida. —Estaba a punto de marcharse cuando vio que entraba la hermana Clemence—. Bueno, es un chelín y ocho peniques —dijo iracunda por verse descubierta—. Y no sirve de nada que me enseñe ese billete de libra, no tengo cambio.

Hacia las cuatro, sir Clifford entró en la sala de visitas. Estaba junto al vestíbulo principal y se usaba para recibir a los visitantes cuando el despacho estaba ocupado. Era una sala llena de macetas y de sillones de mimbre. Sir Clifford había observado anteriormente que era poco frecuentada y decidió recordarla para un futuro retiro. El padre Donovan acababa de echarle una gota de lo que él llamaba licor en la tienda del té. Le estaba muy agradecido por ocuparse con tanto tacto de la señorita Sheldon-Smythe. La pobre señora, dijo, estaba ahora acostada bajo la vigilancia de una monja. El juez ya se habría hecho cargo de que no estaba… bien. Sir Clifford dijo que ya se había hecho cargo. Y el padre Donovan le recompensó con un vaso de lo que parecía limonada pura, pero no lo era. El problema era que después no había podido conseguir nada más y era mejor no beber nada que beber un poco. La generosidad del padre Donovan estaba limitada por la prudencia, pero al menos tenía su propia petaca. Acababa de dar cuenta de casi todo su contenido discretamente oculto por una palmera, cuando advirtió la presencia de la preciosidad del cabello dorado, sentada en un rincón, junto a la ventana, observándolo.

La vergüenza se desvaneció rápidamente. Su vergüenza guardaba proporción con su grado de sobriedad.

—Hola, gatita —dijo.

—Hola —contestó Zanny.

No lo andaba buscando. No estaba pensando en él. Había ido allí porque la habían echado de su puesto. Tenía la vaga impresión de que la fama del convento descendería vertiginosamente si se quedaba un minuto más en su puesto. La hermana Clemence había oído los comentarios derogatorios que había hecho y se lo había dicho. ¿Es que era como una cría de cinco años que no sabía sumar ni restar? ¿Es que no sabía que un chelín y cuatro peniques más tres chelines y ocho peniques hacían cinco chelines y que si se restaba eso de una libra había que devolver quince chelines? No, no lo sabía. Ni le importaba.

—Es posible que te encuentres en una situación tensa —la amonestó la hermana Clemence—, pero no eres la única. Por el amor de Dios, vete a hacer otra cosa, quizá la cuba de salvado, a dos peniques el intento.

—¿Estás descansando? —le preguntó sir Clifford.

—Sí —contestó Zanny.

—Yo igual —dijo sir Clifford campechano—. Me cuesta un poco respirar y he de sentarme de vez en cuando. ¿Has oído hablar alguna vez de Anno Domini?

—¿Un santo? —aventuró Zanny.

—Más bien un demonio —dijo sir Clifford—. Tiene poder sobre las arterias. Ahora vivo en una casita sin escaleras. ¿Has pensado alguna vez lo poco burgués que es eso?

Zanny no lo había pensado.

«Cerdo —pensó—. Cerdo, cerdo, cerdo. Tú ahorcarías a Murphy ahora mismo, ¿no? Cerdo, cerdo, cerdo». Todo el resentimiento que le había provocado el discurso se estaba reavivando con cada palabra que era pronunciada por él.

—¿Te ha dicho alguien que tienes un cabello precioso? —le preguntó sir Clifford acercándose a la silla.

—Muchas veces —contestó Zanny. Hacía mucho tiempo que era consciente de su atractivo.

Había un olor… un olor parecido al que había en casa de Murphy la noche que fue a verlo. El olor, bastante desagradable, que había conseguido apartar de su mente casi todo el rato que permaneció allí. Había aprendido a pasar por alto también el diente que le faltaba, el único defectillo que tenía. La belleza perfecta era aburrida. Y Murphy no era nada aburrido.

«Oh, Murphy, sé aburrido. Viste un traje azul marino. Trabaja en un despacho. Ten un cuerpo corriente. Sé corriente. Sé libre».

—Murphy es inocente —dijo.

El juez no tenía intención de volver a ese tema.

—Y un huevo —dijo, pero luego se disculpó.

Zanny, que no entendió la expresión, se encogió de hombros. «Si te pasaran por una picadora, podrían hacer salchichas contigo», pensó.

«Una muchachita interesante —se dijo sir Clifford—. Bonitos pechos, no demasiado grandes. Bonitos muslos bajo el vestido. ¿Lo tiene enganchado en el almohadón a propósito o es que no lo sabe?».

Zanny, siguiendo la dirección de su mirada, tiró de la falda y se cubrió las rodillas.

Desilusionado, sir Clifford se sacó un papelito del bolsillo.

—Una pista —dijo—, de la búsqueda del tesoro. «Pista número cinco. Pregunte la hora al abuelo».

—Bastante fácil, ¿no le parece?

—¿El reloj de péndulo que hay junto a la entrada del teatro? —sugirió el juez—. Allí iba cuando me he detenido aquí.

A Zanny se le estaba ocurriendo una idea.

—Ese no. Ese reloj es nuevo. La pista se refiere a un reloj muy viejo que hay en el rellano de arriba, junto al dormitorio. —(Donde las escaleras son muy empinadas).

—Ah —dijo sir Clifford—. Bueno, las escaleras están descartadas. ¿Te importaría subir a buscarme la pista?

—Le ayudaría con mucho gusto, pero eso sería hacer trampas, ¿verdad? —Zanny empleaba ahora una voz dulce—. Mi conciencia no me lo permitiría.

—Debes tener una conciencia muy meticulosa.

—Depende —dijo Zanny.

¿Estaban adquiriendo sus ojos un tono suave, casi tierno o eran imaginaciones de sir Clifford?

—¿De qué depende?

—Hay cosas que son importantes —dijo Zanny no del todo segura de lo que quería decir; era el tono de voz lo que contaba— y cosas que no lo son: Estaría dispuesta a hacer muchas cosas por las personas que aprecio.

«Estaría dispuesta a hacer muchas cosas». Sir Clifford había oído aquella frase en numerosas ocasiones y de diversas bocas. Bocas maduras. ¿Qué edad tenía aquella niña? ¿Dieciséis? ¿Era demasiado optimista aventurar diecisiete?

—Pero no harías trampas.

—No.

—De modo que no quieres ayudarme.

—Sí quiero ayudarle. Puedo subir con usted. —Zanny volvió la cabeza y miró hacia el techo—. Arriba.

¿Le estaba insinuando lo que él creía? ¿O era el whisky? El whisky tendía a hacerle imaginar muchas tonterías, tonterías deliciosas. Le sonrió.

—Gatita preciosa —le dijo para ponerla a prueba.

Miau —contestó ella.

Permaneció inmóvil unos minutos sintiendo cómo crecía la excitación en su interior. En sus tiempos había hecho muchas tonterías, pero nunca tan grandes como aquella. No era normal que uno inaugurara la fiesta de un convento y luego se tirara a una de las alumnas. «Pero ¿y si te daban la oportunidad?», dijo el whisky. «No —dijo el juez—. Es impensable. Desde luego que no».

Retiró la silla.

Zanny se estaba haciendo pliegues en la falda. Y al hacerlo el borde ascendía y descendía. No había seducido a nadie en su vida, pero para ser la primera vez no lo hacía mal. Miró a sir Clifford y sonrió tímidamente.

«Más inocente que una gota de lluvia», se dijo sin creérselo.

—Bueno, si no es muy arriba…

—No mucho —dijo Zanny—. Y podemos ir despacito.

¿Ir despacito? ¿Cuánta experiencia tendría? Suzanne, la esposa francesa de un abogado, era la más lenta que conocía. Largo durante mucho rato y luego un vertiginoso prestissimo como broche final.

No disponían de mucho tiempo.

Él era un juez retirado muy respetado.

Bueno, respetado por los que no lo conocían.

Retirado por los que lo conocían.

—Tiene muchas posibilidades de ganar —le dijo Zanny.

—¿De ganar? ¿De ganar el qué?

—El tesoro. ¿Qué va a ser? ¿No se muere de ganas de saber qué es? —«¿No se muere, juez, no se muere?»—. Venga. Se lo voy a enseñar.

—¿Enseñar?

—El reloj.

El primer tramo de escaleras, amplias y bajas, lo subió Zanny saltando. La faldita se le arremolinaba provocativamente y el juez tenía rápidas visiones de la deliciosa corva de la rodilla. Sir Clifford la seguía laboriosamente; el pertinaz martillo del corazón no dejaba de repicar contra el yunque metálico con golpecitos de advertencia.

—Espera —le dijo—. Espera un momento.

Zanny se volvió en el último escalón y comenzó a descender lentamente.

—Gatito —dijo—. Gatito.

—La gatita eres tú —le dijo él.

—Tú Tarzán, yo Jane —dijo Zanny a tres peldaños de él.

Qué demonio. La muy zorra. ¿Adónde lo llevaba? ¿Dónde encontrarían la intimidad suficiente?

—¿Dónde? —preguntó él.

—Más arriba, más arriba… —Señaló más allá de la Virgen azul y blanca con los pies rodeados de flores—. Más arriba.

—¿Muy lejos?

—No mucho.

—Estoy enfermo del corazón.

—Pobre corazoncito.

—Gatita.

Logró ascender hasta el rellano. Zanny desapareció a la vuelta de la esquina y comenzó a subir el segundo tramo. El juez lo que quería era tumbarse en el suelo, bajo las flores de los pies de la estatua. Tenía la frente fría y húmeda. Lo que estaba haciendo era una locura. Le convenía sentarse a descansar unos minutos, en el rincón, donde giraban las escaleras. No lo vería nadie. Necesitaba descansar. Luego bajaría. Y se quitaría aquel absurdo episodio de la cabeza.

Miau —dijo Zanny. Estaba sentada en mitad del segundo tramo.

Él sacudió la cabeza.

—No puedo. No puedo.

«Cara violeta —pensó Zanny—. Verdugo. Lo has llamado Iggy, ¿no? ¿Y no le quieres dejar respirar el aire del otoño?».

—Va, inténtalo —dijo suavemente, en tono de adulto—. Ven, ven… Inténtalo.

El aire de la respiración le laceraba el pecho.

Cerró los ojos.

Zanny canturreaba una cancioncilla para sus adentros: Las rosas de Picardía. Él levantó la cabeza y la miró. Se había desabrochado los primeros botones del vestido. Se le veía el pezón izquierdo como un capullito rosado.

Exhaló un gruñido.

Empezó a subir otra vez.

Un peldaño más… dos peldaños… tres peldaños.

Doce en total. Había alcanzado el segundo descansillo. El martilleo del pecho hacía que le dolieran todos los huesos, los brazos, las muñecas, las yemas de los dedos. Era un suplicio. Pero seguía deseándola.

Nubes blancas al final de la ascensión. Enormes almohadones. Carne, blanca como cristal de azúcar, dulce como cristal de azúcar.

—Azúcar —gimoteó él.

—Miel —dijo Zanny. Se había quitado los zapatos. Tenía los pies cerca de la frente de él. Todavía no. Todavía no. Todavía no era lo suficientemente empinada. El tercer tramo.

El juez empezó a arrastrarse por la segunda mitad del tramo en tanto ella se agachaba delante, instándolo a continuar.

Estaba loco de remate. Pero conservaba la suficiente cordura para saber que estaba loco de remate. Estaba loco y borracho. Tenía que detenerse allí mismo, mientras todavía estaba a tiempo. Se detuvo y se volvió cara arriba. La respiración lo atravesaba con furia, igual que el viento por un desierto ardiendo.

Ella se inclinó sobre él, fría, sonriente.

—Arrástrate un poco y descansa otro poco.

Se arrastró un poco y descansó otro poco. No era capaz ni de preguntar cuánto faltaba. No podía hablar. Estaba empezando a olvidarse de por qué había subido hasta allí. Había otra montaña, más oscura, más alta.

Siempre tenía los pies de ella delante. Subieron unos cuantos peldaños. Él ascendió un poco. Los pies bajaron unos escalones. Le tocaron la frente… suavemente.

—Arriba —dijo una voz que parecía venir de muy lejos—. Gatito, gatito, gatito. Arriba, arriba, arriba.

En la montaña había piedras que se le clavaban en la carne. Una avalancha de agua fría —¿podía ser el sudor?— le inundaba los ojos. Casi había llegado arriba. Casi, pero no del todo.

–Miau —lo animaba Zanny—. Miau, miau, gatito bonito, miau.

Se puso los zapatos.

Abajo, en el vestíbulo, la madre Benedicta y la esposa del juez oyeron lo que interpretaron como un gemido de terror. Levantaron la vista y en la distancia vieron al juez aproximándose al último escalón del último tramo. No vieron el puntapié de Zanny. Y seguramente el juez tampoco lo notó siquiera. Antes de que lo tocara había empezado a caer en un pozo negro. Y entonces empezó a caer de verdad. Su rollizo cuerpo rodó escalón a escalón. El pequeño descansillo a mitad del tramo, que estaba muy pulimentado, dio más impulso al descenso; siguió deslizándose por el segundo tramo golpeándose la cabeza contra la barandilla con un sonoro repiqueteo. Las macetas de los pies de la Virgen lo detuvieron en el primer rellano. Los ojos sin vida miraban a través de los pétalos de fucsia como pequeñas babosas.

Zanny descendió lentamente.

«Por ti, Murphy».

Se sentía como una esponja estrujada. Empezaron a temblarle las piernas y la mandíbula se le movía como si quisiera llorar y no pudiera.

La madre Benedicta y su esposa estaban ya junto a él. Su esposa lo había apartado de las flores y lo había puesto boca arriba. Tenía el oído contra el pecho de él. Estaba muy tranquila. Miró a la madre Benedicta y sacudió la cabeza. A la madre Benedicta parecía que le habían puesto carmín en las mejillas. Y ahora el carmín se difuminaba en círculo.

Zanny las alcanzó.

—¿Está muerto?

La madre Benedicta se volvió y la miró. Le clavó los ojos en los botones desabrochados y con dedos torpes le devolvió la respetabilidad.

—Sí —dijo.

—Lo he matado yo —declaró Zanny. En esta ocasión había testigos. Dos. En esta ocasión el sargento Thomas estaría satisfecho. No cabría duda alguna. Creerían que había matado a Bridget y Murphy quedaría libre.

—Se dan cuenta de que lo he matado, ¿no? —dijo con bastante claridad, pese a que todavía le temblaba la mandíbula.

—Pobre niña —dijo la esposa del juez, sorprendentemente. Se levantó y abrazó a Zanny—. Mi marido era capaz de hacer muchas tonterías —dijo—. Espero que no te haya asustado. Espero que no te haya hecho daño. He visto que tenías el vestido… —Se separó un poquito de Zanny y la miró muy preocupada.

—No me ha tocado —dijo Zanny haciendo honor a la verdad.

—Te agradezco que lo digas —manifestó Betty—. Te lo agradezco muchísimo.

Y entonces se echó a llorar, lo mismo que Zanny. Lloraron las dos, abrazadas, por razones distintas.