4

Cuando Zanny regresó al convento, descompuesta, sucia y angustiada, Dolly pensó que la había violado. Cosa que tenía merecida. La clase media era extraordinariamente débil. Si bien había sido catapultada a este estamento y se estaba haciendo un lugar en él sin dificultad, Dolly seguía comprendiendo la realidad de la vida. Sabía lo que era la naturaleza humana. Murphy era un animal macho y se le había puesto delante un apetitoso bocadito. Lo había devorado de un mordisco, por lo que se veía, en el suelo. Metió a Zanny en el cuarto de baño más próximo y cerró la puerta silenciosamente.

—Bueno —susurró—, ¿qué ha sucedido?

Zanny se echó a llorar. Eran sollozos auténticos. Resultaba difícil llorar en silencio. Quería sentarse en el borde de la bañera y gritar: Murphy… Murphy… Murphy… Oh, Murphy… Murphy… Se te han llevado a ti en lugar de a mí. ¿Qué voy a hacer?

—Quítate esa asquerosa gabardina —dijo Dolly—. Y, si no te puedes callar, mete la cabeza dentro. —Por suerte no era la hermana Clemence la que estaba de guardia. Tenía el oído tan agudo como la lengua.

Zanny tardó un rato en contarle a Dolly lo que había ocurrido. Dolly recibió la noticia en silencio. Estaba consternada. Aunque no demasiado sorprendida. Una vez habían detenido a un tío suyo por un robo que no había cometido. No había robado nada en su vida, simplemente le habían endilgado la mercancía. Él dijo que se la habían colocado, pero la policía no lo creyó.

La difícil situación en que se encontraba Zanny, como la veía Dolly, no era tanto moral como práctica. Murphy podía tener coartada, y en tal caso lo soltarían. Si no la tenía, puede que fuera capaz de convencerlos de lo contrario. No tenía más que embaucar a la policía. Los irlandeses tenían fama de marrulleros, ¿no? Elocuentes y persuasivos. El tío de quien ella apenas se acordaba soltaba las palabras con brusquedad y tenía un aspecto desastroso. No había esperanza. Murphy tenía más posibilidades, aunque no muchas más. En cambio, si hubieran acusado al padre de Zanny de empujar a su esposa por un precipicio, hubiera arqueado una ceja en señal de cortés asombro.

—¡Por Dios, inspector! —hubiera exclamado—. Esto es demasiado descabellado para ser cierto. Querido amigo, ¿no hablará en serio?

Dolly salió de su ensoñación para oír a Zanny preguntar entre sollozos:

—¿Qué voy a hacer?

—Nada —contestó—. Calla y espera. No hagas nada.

Zanny, que conservaba el suficiente ánimo para seguir el razonamiento de Dolly, tuvo una visión de torres de universidad y capirotes de doctor.

—Pero hay una cosa que se llama honor y conciencia —dijo amargamente—, y no permitir que sufran los demás. Claro, tú no sabes de estas cosas.

—Honor y conciencia —repitió Dolly dulcemente—. Algunas veces uno no se los puede permitir. Y en cuanto al sufrimiento, ¿pensabas que Bridget O’Hare iba a aterrizar en un colchón?

Ninguna de las dos supo cómo romper el silencio que siguió.

Debían volver a la cama.

Y volvieron.

De todo el personal docente del convento, la señorita Sheldon-Smythe fue la que se tomó la noticia con mayor indignación. El día que se supo salió disparada hacia el despacho de la madre Benedicta y llamó violentamente a la puerta.

—Esto es totalmente absurdo —dijo entrando sin esperar a que la invitaran a hacerlo y agitando el periódico—. Ignatius Murphy es uno de los hombres más amables y comedidos que conozco.

Puesto que estaba acostumbrada a que la gente se riera de ella —con educación, naturalmente, y no a la descarada— para la señoría Sheldon-Smythe comedimiento era sinónimo de ser tomada en serio. Murphy no había encontrado en ella motivo de burla. Le había contado que había tenido un hurón en casa y que le tenía tanto cariño como ella a sus periquitos. Claro que no le importaba extraer raíces para ellos, y también podía darle manzanas de los árboles del convento; no hacía falta que comprara. Un trocito de manzana, un trocito de raíz y algo duro para que afilaran los picos y tendría la mejor pareja de periquitos de todo Gales, seguro. En cuanto al modo en que le gustaba vestirse cuando la familia real tenían alguna celebración, era cosa suya. Él nunca arqueaba las cejas ante el chaleco rojo, azul y blanco, y cuando ella trató de sacarle algún comentario, dijo algo de que los irlandeses se vestían de verde. Era la letra de una canción, explicó amablemente.

Ahora, frente a la madre Benedicta, la señorita Sheldon-Smythe iba de negro riguroso. Como protesta, esa indumentaria resultaba efectiva. El abatimiento de la madre Benedicta se intensificó. Ella no se había formado ninguna opinión sobre la culpabilidad o inocencia de Murphy. Lo iban a encausar y ahora lo retenían en prisión preventiva. La policía debía de pensar que tenían motivos. Le habían permitido verlo.

La turbación por ambas partes había sido casi palpable. Murphy, ahora totalmente sobrio, había sido conducido a la sala de visitas por el sargento Thomas. El inspector Warrilow (aunque la madre Benedicta no lo sabía), le había dicho a Thomas que se librara de la monja —la madre superiora como se llamara— lo antes posible sin enfrentarse a ella. No había motivos para oponerse a la entrevista.

—Sea breve, por favor.

Murphy, todavía aturdido por el susto, no había llegado aún a la etapa de indignación. A la madre Benedicta, también aturdida por los acontecimientos, le resultó dificilísimo hablar con él. El sargento Thomas, que no estaba aturdido en absoluto, pensó que ojalá se hubiera ocupado del caso uno de sus subordinados. Él era el único que conocía a la madre Benedicta, y conocerla, en aquel contexto, no constituía ninguna ventaja. Tuvo que resistirse al impulso de ofrecerles una taza de té.

La madre Benedicta le preguntó por fin al acusado si necesitaba algo de su casa. ¿Su pijama, por ejemplo?

Murphy, incómodo por estar hablando de pijamas con la madre Benedicta, sacudió la cabeza negativamente. No sabía si explicarle que no usaba, pero decidió que no debía. Aquella conversación no era nada normal. Resultaba mucho más fácil decir que no había empujado a Bridget por el acantilado que decir que no llevaba pijama para dormir. Así pues, manifestó su inocencia.

La madre Benedicta dijo que rogaría a Dios por él. Una respuesta poco comprometida, tal como ella pretendía, y aquello fue todo.

En cambio, la señorita Sheldon-Smythe defendía su opinión apasionadamente.

—Un hombre muy bondadoso —repitió tomando asiento—. Es una lástima que se dejara tentar por una muchacha perversa. Usted debía de saber que estaba embarazada, ¿no?

La madre Benedicta no lo sabía. El feto tenía tres meses, según el médico, pero su existencia no era del dominio público. Sólo la policía y el propio Murphy sabían que los análisis de sangre indicaban que este no podía ser el padre. Los periódicos se pondrían las botas cuando dicha prueba se presentara en el juicio; de momento, nadie que no estuviera directamente implicado en el caso sabía nada al respecto, excepto, aparentemente, la señorita Sheldon-Smythe.

La madre Benedicta digirió la información antes de hablar, aunque ya nada la impresionaba.

—Uno solo no hace nada —dijo sucintamente—. La culpa es de los dos. —La curiosidad superó la aversión que le producía el tema—. ¿Cómo lo ha sabido usted?

—Me lo dijo ella.

Si una joven perversa e inmoral decidía tener hijos fuera del matrimonio, pensó la madre Benedicta, era muy extraño que se confiara a una solterona vieja que carecía de sentido común. Buscaría apoyo y consejo en otra parte.

—¿Por qué se lo dijo a usted?

El rostro amarillento de la señorita Sheldon-Smythe se tornó menos cetrino al sonrojarse.

—Quería abortar.

La madre Benedicta sintió una punzada de dolor en el pecho al representarse una horrenda imagen. Por fin topaba con algo que no podía tolerar. Incapaz de hablar, se quedó mirando a la otra mujer, pasmada.

—Quiero decir —prosiguió la señorita Sheldon-Smythe presurosa, consciente de la mala impresión que podía haber causado— que necesitaba dinero para el aborto. Sabía que yo acababa de cobrar cincuenta libras de una póliza de seguros.

La madre Benedicta comenzó a respirar con mayor normalidad, pero todavía no había recuperado el habla.

—Yo me negué a dárselo —dijo la señorita Sheldon-Smythe—. Una mala acción no podía ir seguida de otra peor. Aparte de eso —añadió—, a mi edad no se puede tirar el dinero.

—Ya —acertó a decir la madre Benedicta.

Se preguntó si la policía estaría enterada del embarazo de Bridget. Seguramente sí. Se preguntó si Bridget se habría confesado con el padre Donovan. Seguramente no. En cualquier caso, al padre Donovan no se le podía sonsacar nada. Era muy extraño que Murphy asesinara a la madre de su hijo, si es que lo había hecho él. «Dios mío —rezó en silencio—, perdóname por haber contratado primero a Murphy y luego a Bridget».

La señorita Sheldon-Smythe era la única hija de una familia de cinco chicos y los había cuidado con devoción. Si bebían demasiado o se volvían demasiado mujeriegos, los amonestaba suavemente por sus pecadillos, pero nunca los censuraba. Cuando uno a uno fueron creciendo y marchándose de casa, sintió que su mundo quedaba muy reducido. Le hubiera gustado casarse y tener hijos. Los hubiera malcriado. Para ella Murphy era un hermano, un hijo. En aquella árida tierra del convento, le habían recordado los días pasados y los días que no habían llegado nunca.

Él era Murphy. No podía hacer nada malo. Le gustaban sus periquitos. Era un hombre amable.

—No fue él —dijo—. No puede haber sido él. ¿Qué le pasa al sistema judicial de este país? ¿Es que son unos maníacos esos policías?

Prosiguió con una perorata similar y la madre Benedicta se limitó a escucharla pacientemente.

—La policía —la interrumpió por fin— debe de saber lo que se lleva entre manos. Yo siempre he considerado al sargento Thomas un hombre de gran sentido común. Si Murphy es inocente, no tiene nada que temer.

—Pero no debería ser siquiera sospechoso. No debería cuestionarse su inocencia. ¿No ha percibido usted su aura?

—¿Qué?

—Su esencia, sus emanaciones, su bondad intrínseca. —La señorita Sheldon-Smythe manoseaba los botones de la chaqueta negra como si quisiera arrancarlos uno a uno.

La madre Benedicta había llegado al límite de la paciencia. El convento podía convertirse en un nido de histeria si aquella estúpida vieja no se controlaba mejor.

—Le prohíbo que les hable de Murphy a las niñas —dijo—. Si empiezan ellas, hágalas callar. Si no puede dar sus clases sin hacer referencia al jardín, no las dé. Aquí tenemos a inocentes niñitas a nuestro cuidado. Dejo en sus manos que no se vean importunadas ni perturbadas por ninguna situación desagradable. ¿Qué edad tiene usted, señorita Sheldon-Smythe?

En aquella pregunta había una amenaza implícita.

—Cincuenta y ocho años —dijo la señorita Sheldon-Smythe, que tenía sesenta y dos.

—Entonces le quedan dos años de auténtico trabajo, de ejercer una influencia benéfica y sedante. Espero contar con usted en estos momentos difíciles.

La señorita Sheldon-Smythe dijo que sí. Pero su ardor no se había apagado, simplemente se había vuelto hacia adentro temporalmente.

—De todos modos… —comenzó a decir con ojos llameantes.

—Téngalo presente en sus oraciones —dijo la madre Benedicta bruscamente— y déjele lo demás a Dios.

Las niñas se turnaban diariamente para robar uno de los periódicos del montón del vestíbulo hasta que el personal laico informó de los robos y se prohibieron todos los periódicos. Que su único y magnífico hombre hubiera sido acusado de asesinato las enfurecía. Que se llamara Ignatius y que alguno de los periódicos de menos prestigio lo hubiera bautizado con el diminutivo de Iggy ocasionó algunas risitas, pero no fueron muchas. Aquello era la vida misma. Amor. Pasión. Unas cuantas lloraban a Bridget, pero la mayoría estaban de parte de Murphy. En caso de que la hubiera empujado, ella se lo había buscado. En general, se estaban divirtiendo bastante. Las más jóvenes, que eran lo suficientemente perceptivas para captar la eliminación de lo relativo al jardín de las clases así como el motivo subyacente, acosaban a la señorita Sheldon-Smythe con preguntas sobre gusanos y rotación de cosechas. Cuando esta propuso hablar de biología humana, ellas sugirieron el corazón. El esqueleto las conducía a un cráneo roto. A la señorita le hubiera resultado insoportable si no hubieran dejado tan claro que apoyaban a Murphy.

Zanny no le encontraba la gracia por ningún lado.

Sentía deseos de irse a casa y contárselo a sus padres. Pero más valía que no lo hiciera. Se preguntó si habrían leído que Murphy iba a ser juzgado. Iggy. Qué ridiculez. Ignatius… Bueno, estaba mejor que el diminutivo. ¿En qué estarían pensando sus padres? Había buscado el significado del nombre y había descubierto que en latín quería decir ardiente. Eso lo mejoraba. Sus padres habían elegido un nombre latino. Era gente instruida. Y era ardiente… de un modo bonito. Se imaginaba que los padres de los dos se conocían. En un hotel de Londres. Los padres de él eran bastante mayores. Controlarían la ira provocada por la injusta acusación. Naturalmente, el caso sería desestimado. Todo el mundo procuraría no irse de la lengua. Brindarían por el futuro. El futuro de ella y de Murphy. Habría aprobación por ambas partes. Luego ella y Murphy se escaparían. La escalinata del hotel tendría una alfombra roja. Ascenderían de la mano. Al llegar arriba se volverían a mirar a los padres. Papá levantaría la copa de vino en un gesto de complacencia. Todo acabaría bien.

Graham, levantando el vaso de whisky casi en el momento en que Zanny estaba pensando en él, tomó un considerable sorbo. Le temblaba la mano.

—¡Dios santo! —exclamó.

Clare dobló y volvió a doblar el periódico como si reduciendo su tamaño disminuyera también su impacto. No era una mujer dada a rezar, pero pensó que ojalá lo fuera. En aquel momento hubiera deseado que Zanny estuviera muerta. Era un deseo terrible y tenía que quitárselo de la cabeza como una mancha de aceite. A los hijos había que quererlos hicieran lo que hicieran, ¿no? Se soportaban. Se sufrían. Pasabas una verdadera agonía por ellos.

¿Qué iban a hacer con respecto a Murphy?

Ahora que habían visto la fotografía en los periódicos, el motivo que llevó a Zanny al asesinato estaba clarísimo. Era un hombre deseable. Muy atractivo. Ella lo había deseado. Igual que había deseado a Mono hacía muchos años, pero de una manera distinta. Y se había librado de los obstáculos.

—Podríamos procurarle un buen defensor —dijo Graham.

Clare lo miró compasivamente. A veces era muy ingenuo. Le explicó que eso no era posible por dos razones. Primero, no podían permitírselo económicamente. Y segundo, con ello implicarían a Zanny.

—¿Por qué íbamos a pagar la defensa de un hombre a quien no conocemos?

—Porque tenemos una obligación moral.

—Delatar a nuestra hija, eso es lo que haríamos.

Delatar o no delatar, esa era la cuestión. Ambos conocían la respuesta.

—Esperemos que no nos lo cuente —dijo Clare—. De momento, oficialmente no lo sabemos.

—Nos lo dijo Dolly.

—Al infierno Dolly.

Graham estuvo de acuerdo.

—A mi modo de ver —dijo esperanzado—, la acusación no tiene muy buena base. Si lo acusaran de estrangularla, o de dispararle, estaría más claro. Ahora bien, que la empujó por un acantilado es más difícil de probar.

Murphy iba a ser juzgado a principios de otoño. Los padres de Zanny le permitieron ir a pasar las vacaciones de verano a Normandía, a casa de una chica con la que mantenía correspondencia. Cuanto menos la vieran en aquel difícil período mejor. Allí la lengua de Zanny, con la dificultad del idioma extranjero, no haría ningún daño.

Naturalmente, asistirían al juicio. Sería como ser oprimido contra un lecho de clavos. Un martirio voluntario. La vida no era fácil.

Pero no tenía comparación con el martirio de Murphy. Estar encarcelado a la espera de juicio por un crimen que no había cometido era una dura prueba. No había estado nunca dentro de una cárcel. De joven había cazado alguna vez furtivamente pero no se había dejado coger. No es que los agricultores de Kerry lo hubieran denunciado; unas descargas de perdigones en el trasero era la máxima pena para ellos.

Durante las interminables semanas anteriores al juicio lo soportó todo lo mejor que pudo. Cuando se enteró de que Bridget estaba de tres meses se quedó de piedra. Al principio, al decírselo su abogado, no se lo creyó. Luego, solo en la celda, la ira afloró por fin a la superficie y empezó a aporrear las paredes: ¿Qué cerdo se había acostado con Bridget antes que él? Y pensar que podía haberse casado con ella… ¿Se lo hubiera dicho? ¿O hubiera mentido en la fecha? Las mujeres eran unas intrigantes. El guardián de servicio se acercó a la celda al oír los porrazos para calmarlo y tuvieron una conversación de hombre a hombre:

—Las mujeres, chico —le dijo a Murphy—, son la perdición de muchos hombres buenos. —Fue un comentario sincero y bien intencionado, pero muy poco diplomático.

Ahora ya había terminado la espera y se encontraba allí sentado, en aquella sala enorme que parecía una capilla herética. En el púlpito había un juez al que había que llamar Señoría. Parecía que para hacer la peluca que llevaba habían tenido que trasquilar a una oveja Kerry. Y debajo, su rostro, largo y enjuto, era más triste que un sabath protestante.

—No es mala persona —le dijo Prester, su abogado defensor— si sabes tratarlo… O más bien si yo sé tratarlo, cosa que sé. Catesby, el fiscal, es un poco quisquilloso. Acuérdese de no perder la compostura. Y sea educado.

—Sí señor —dijo Murphy. Tenía la impresión de que últimamente había sido demasiado educado con mucha gente que no se lo merecía. Sin embargo, el fin estaba próximo. Hoy le habían traído el mejor traje que tenía para que se lo pusiera. Para que estuviera respetable cuando volviera a casa.

Desde luego, había ido mucha gente. La sala estaba abarrotada. Se los imaginó en el cine del pueblo. Murphy el asesino, de la Metro Goldwyn Mayer. Ruge, león, ruge. Era todo tan absurdo que le costaba creérselo.

Distinguió la calva del padre Donovan y se alegró de que estuviera allí. El anciano lo había ido a ver con frecuencia al calabozo y habían hablado mucho. Le había contado que se había encontrado con Bridget en el acantilado y todo lo que habían hecho después… bueno, casi todo. Si el viejo pensaba que hacer el amor era un beso y un achuchón, allá él. No sabía si su vacilación con respecto a los detalles físicos había dado lugar a algún malentendido por parte del padre Donovan, pero cuando este le preguntó directamente «¿La mató usted?», su categórico «¡No!» pareció convencerlo. De todos modos, en la última confesión el anciano se había comportado como un carpintero tratando de arrancar un clavo oxidado con un destornillador. «El Señor es misericordioso —le dijo—. No temas decir la verdad».

Murphy no temía decir la verdad, pero, como descubriría durante los dos días que duró el juicio, la verdad era una peculiar mercancía, dúctil y susceptible de ser distorsionada. De granos de arena se hacían montañas y se pasaban por alto verdades importantes. Los expertos forenses se tomaron grandes molestias para demostrar que Bridget y él habían estado juntos en aquella precisa zona. Las pruebas científicas consistían en tierra, semillas y fibras de su ropa. Pero no les hubiera hecho falta más que preguntar, pensó Murphy. Nunca había negado su presencia allí. Y no negaría que habían hecho el amor. ¿Para qué necesitaban pagar a un científico? Tal como ellos lo describían no parecía amor sino una operación clínica. Catesby, el fiscal, incluso había tenido la caradura de sugerir que había sido «un furioso cubrimiento de una mujer después de una pelea». Y a los apasionados arañazos de Bridget los llamó «desesperado intento de escapar». Mientras escuchaba todas aquellas sandeces Murphy empezó a comprender por qué el médico de la cárcel se había tomado tanto interés por los arañazos del hombro. La verdadera explicación era la mar de sencilla; quizá embarazosa, pero necesaria.

Cuando, el segundo día del juicio, lo llamaron a ocupar el estrado de los testigos, se aseguró de que juraba sobre la versión Douai del Nuevo Testamento. No quería arriesgarse. Aquello era importante.

Inmediatamente pasó a relatar los hechos. Bridget y él estaban en el campo haciendo el amor. Los arañazos eran consecuencia de ello. «No hubo violencia en absoluto, señor».

Catesby lo interrumpió bruscamente. Murphy estaba allí para contestar las preguntas, le dijo, y debía guardar silencio en tanto no se le formularan. Entonces, tras una breve recapitulación de los sucesos, se lanzó al ataque.

—Ya ha oído la declaración de dos testigos que se encontraban en la playa cuando Bridget O’Hare y usted pasaron camino del promontorio. Afirman que se estaban peleando ustedes con cierto apasionamiento. Emplearon la palabra «malnacido» con gran sentimiento. ¿No habría descubierto usted su infidelidad y ella le estaba contando que esperaba un hijo de otro hombre?

—No —dijo Murphy.

—¿No sabía usted que estaba embarazada?

—No.

—¿No pretenderá decirme que no se estaban peleando?

—Estábamos discutiendo sobre un malnacido, señor —explicó Murphy.

—¿Quiere decir el hijo de la joven?

—Ningún niño es mal nacido —dijo Murphy citando al padre Donovan—, todos los niños son hijos de Dios.

El sentimiento, aunque encomiable, no aclaró nada y a la observación de Murphy siguió un breve silencio.

—¿Tiene la bondad de explicarse? —lo instó Catesby amablemente.

—Discutíamos a causa de Charlie Parnell —dijo Murphy.

—¿Y Charlie Parnell es el malnacido que había tenido relaciones con su amiguita, Bridget O’Hare, el padre de la criatura?

—Eso sería un milagro —dijo Murphy perplejo—, una inmaculada concepción.

—Con la venia de Su Señoría —saltó Prester. Ya le había advertido a Murphy que no se metiera en aquello. Al irlandés le convenía dejar la política a un lado en aquel asunto—. El acusado se refiere a Charles Stewart Parnell, el dirigente nacionalista irlandés, fallecido en 1891.

Se oyeron unas risitas.

El juez frunció el ceño. Su sala era una sala antigua y prestigiosa, no un teatro de variedades. Pensó que Catesby debía conducir el caso con mayor destreza y evitar aquel tipo de deplorables impertinencias.

—Debería usted comportarse con mayor seriedad —advirtió a Murphy—. Está usted acusado de un grave delito.

Le hizo una seña a Catesby para que prosiguiera.

—¿Se reafirma usted —preguntó Catesby molesto por haber quedado en ridículo— en que Bridget O’Hare y usted hablaban de política irlandesa?

—Sí, señor.

—¿Estaban en el campo un bonito día soleado, de excursión, ella era su amiga, su amante, estaba embarazada de otro, y se peleaban por un hombre que vivió el siglo pasado?

—Sí, señor.

—Me resulta bastante increíble.

Continuó manifestando su escepticismo y sugiriendo motivos más plausibles de asesinato antes de volver por fin a sentarse.

Entonces le tocó el turno a Prester, el defensor. Resultaba difícil hacer creíble lo increíble, pero lo intentó.

—Después de varias charlas con el acusado —dijo—, conozco ahora mejor las preocupaciones de los irlandeses, así como el carácter irlandés. Para los irlandeses es natural defender sus opiniones con energía, sobre todo las referentes a sus héroes nacionales. Para Bridget se trataba de un héroe. Para Murphy, de un malnacido. Así pues, fue una discusión considerablemente apasionada, pero de corta duración. Murphy no empujó a Bridget por el acantilado porque hubiera defendido acaloradamente a Charles Stewart Parnell. No la empujó por el acantilado. Punto.

Entonces procedió a intentar demostrarlo. La situación era tan negativa en muchos aspectos que no resultaba fácil probar ni una cosa ni otra. El informe del forense sobre el golpe que había recibido en la nuca no era de gran ayuda. La habían encontrado boca abajo en la hondonada. El mar podía haber arrastrado piedras y haberse herido con ellas, pero la naturaleza de la herida apuntaba hacia un golpe contundente. Si el instrumento del crimen hubiera sido una lata vieja —digamos de tomate, llena de piedrecitas—, las laceraciones de la piel hubieran dejado bien claro que se trataba de un asesinato. Pero los únicos datos demostrados con que contaban era que había sido golpeada con bastante fuerza mediante una piedra —Prester hizo lo que pudo para explicar que había desprendimientos y que mientras caía podía haberle dado una en la nuca, pero era un argumento débil y lo sabía.

Si Murphy hubiera dicho que la había dejado viva al marcharse, cosa en la que insistió, y se hubiera limitado a eso, quizá lo hubieran creído. Pero su insistencia en que después la había vuelto a ver era peor que débil, era concluyente. Podía haberse caído por el precipicio mientras cogía flores entre la resbaladiza hierba, quizá. Y en tanto caía podía haberse dado un golpe en la nuca. Era natural que Murphy regresara a buscarla, cosa que hizo. Y era natural que no se le ocurriera mirar al fondo del precipicio. Dijo que no se le había ocurrido. Pero no era natural, ni creíble, que volviera al lugar y luego regresara al autocar hecho una furia diciendo que la había visto subir a una barca imaginaria con unos hombres imaginarios. ¿Por qué iba a inventarse una barca si no hubiera sabido que estaba muerta en el agua? ¿Por qué no un coche? ¿O un autobús?

—Murphy —dijo Catesby concentrando todas sus fuerzas en el discurso final— era un hombre asustado, en ese momento todavía no estaba furioso, un hombre aterrorizado por las consecuencias de lo que había hecho, las consecuencias de su atroz crimen, por eso finge haber visto que Bridget se hacía a la mar. El mismo mar la arrastraría hasta la hondonada. Si tenía suerte, se la volvería a llevar hacia adentro y desaparecería por siempre jamás, o no volvería a ser vista hasta varios meses después, cuando ya fuera imposible identificarla. Pero el mar no la arrastró. Y, por el modo en que cayó, tampoco podía haberla arrastrado hasta allí. De modo que quedaba claro, señoras y señores del jurado. Un cadáver que se niega a moverse del sitio en que ha caído. El cadáver de una hermosa joven, una hermosa futura madre. También queda claro que Murphy es un hombre apasionado, un hombre celoso, y no sólo eso, un hombre malvado. Había que hacer un poco de comedia, ¿no les parece?, para demostrar angustia ante las monjas cuando Bridget no apareció. Y había que hacer comedia para simular cólera cuando regresó de buscarla, hacía falta astucia para afirmar que la había visto viva. Una simple confesión, un acongojado «Yo la empujé, que Dios me ayude», un reconocimiento público de culpabilidad podía haber despertado la compasión del jurado, y la mía. Todos somos humanos. Todos erramos, transgredimos las leyes del Señor. Pero ¿ven ustedes a un hombre arrepentido? No. Antes ha tenido la audacia de hacer bromas. ¿Tiene alguna gracia la muerte de una muchacha de diecinueve años? Señoras y señores, es indignante, es trágico, es imperdonable.

Y siguió en la misma línea durante diez minutos más.

El discurso final de Prester no estuvo a la misma altura.

El juez poco tuvo que añadir en la recapitulación. Catesby, tras un inicio algo torpe, pisó el acelerador e incrementó las revoluciones hasta alcanzar la meta satisfactoria. No obstante, el jurado tenía la palabra. Él les habló sin que trasluciera ningún prejuicio evidente; sin embargo, los prejuicios estaban allí, fuertes y persuasivos.

En tanto el jurado deliberaba, Murphy se fue abajo y se puso a jugar a las damas con uno de los vigilantes de la cárcel mientras el otro iba a preparar un poco de té. Jugar a las damas y tomar el té era su manera de demostrar buena disposición. Lo había hecho objeto de una charada, una charada efímera y tonta, que llevaba a todo el mundo a comportarse como si estuvieran chiflados. Sentarse a jugar con aquellas fichas blancas y negras era correcto. Su oponente se estaba dejando ganar. Su oponente le demostraba una gran compasión. Cuando toda aquella absurda farsa hubiera terminado, le dijo, volvería a Irlanda. El viejo, su padre, se estaba volviendo mayor y le vendría bien un poco de ayuda en el campo.

El jurado estuvo tres horas deliberando.

Al regresar no miraron a Murphy.

Cuando el portavoz leyó el veredicto, Murphy pensó que no lo había oído bien. Hasta que no vio que el juez se ponía el capuchón negro en la cabeza no comprendió lo que ocurría.

¡Aquellos hijos de puta lo iban a colgar!

¡Aquellos hijos de puta lo iban a matar!

Durante un instante sintió el impulso de coger a los dos guardias que lo flanqueaban y lanzarlos por la barandilla de la tarima. Se imaginó estrangulando al juez con la mecha negra de la maldita peluca. La furia se apoderó de él.

Sin embargo, guardó un completo silencio.

El juez le preguntó si tenía algo que decir.

Se sentía incapaz de decir nada. No podía moverse. Unos minutos después, los guardias se lo llevaron.

—Temo que no puedo comerme este pastelillo —dijo Clare. Era extraordinario, pensó, cómo en momentos de extrema angustia hacías cosas ordinarias tales como salir de los juzgados y pedir un té con pastas en un salón de al lado. Incluso el viejo sacerdote, el padre Donovan, hacía lo mismo. Y él sí se comía el pastelillo, y lo untaba con mantequilla. ¿No debería estar en el calabozo cogiéndole la mano a Murphy, rezando por él, haciendo algo? ¿No deberían haberse levantado Graham y ella en el juicio y haber gritado «¡Basta!»? ¿No podían, incluso entonces, abordar al juez y decirle lo erróneo que era el veredicto del jurado?

Claro que podían.

Pero no lo iban a hacer.

Se sentarían ante una mesa próxima a la ventana, con un mantelito a cuadros rojos y blancos y pedirían té con pastas. Graham incluso se las comería. Lo miró con repugnancia.

—Si no lo quieres, ya me lo comeré yo —dijo él, y procedió a comérselo.

Pese al terrible destino que le esperaba a Murphy, Graham se sentía menos preocupado respecto a Zanny. Las pruebas presentadas contra Murphy eran importantes. Pruebas circunstanciales, pero plausibles. Incluso era posible que lo hubiera hecho; doce inteligentes componentes del jurado creían que era culpable. Y así se lo explicó a Clare.

—Es posible que interpretáramos mal las insinuaciones de Dolly. O que hablara llevada por un deseo de venganza. Fuimos muy tontos al escucharla.

Clare no respondió. Los anteriores hechos delictivos de Zanny se los habían contado a Graham, pero no los había visto. No estaba allí cuando Peter sacó al pequeño Willie del estanque y trató de reanimarlo… en presencia de Zanny. Era ella la que iba por la carretera cuando la camioneta de Evans el panadero apareció en la curva y no Graham. Él no se había llevado el sobresalto de ver a Zanny tratar de mandar a Dolly bajo las ruedas de la furgoneta. Toda la información que había recibido quedaba suavizada en el relato. Sin embargo, nada de lo que se había dicho en el juicio había suavizado el horror de la situación. Murphy estaba a punto de sufrir las consecuencias de una cosa que había hecho Zanny. Estaba segura. Murphy, anonadado, había dicho un montón de inconveniencias en el estrado de los testigos. Clare sentía deseos de llorar por él.

—Maldita Zanny —exclamó en un acceso de furia.

Graham la miró extrañado.

El padre Donovan oyó que la mujer de la mesa de la ventana maldecía a alguien y pensó que no debían ofenderse los oídos de Dios. «Que el Señor se apiade de tu alma», había dicho el juez gravemente. «Y que se apiade también de la suya, Su Señoría», pensó el padre Donovan. No era correcto que nadie matara, pero ¿qué podía hacer él, un viejo párroco? Nada. Murphy no debería haber matado a Bridget, si es que la había matado. Pero matarlo a él no arreglaba nada. La justicia del Antiguo Testamento pertenecía a la época del Antiguo Testamento. Un Murphy culpable colgado de una soga no causaría alegría alguna en el Cielo. Y un Murphy inocente colgado de la soga provocaría rugidos de cólera celestial. Era una lástima que el buen Dios guardara silencio en aquellas ocasiones. Entre tanto, habría de prestar a Murphy toda la ayuda que estuviera en sus manos. ¿Cuánto faltaba para la ejecución? ¿Tres semanas?

Y ahora tenía que volver al convento y decirle a la madre Benedicta que se levantara y dejara de rogar por la absolución. El recurso a los oídos celestiales tenía que centrarse ahora en un milagro. ¡Cómo necesitaba aquella taza de té cargado y aquel pastelillo con mantequilla! El juicio lo había dejado tembloroso como un gatito recién nacido.

La madre Benedicta recibió la noticia de la condena de Murphy con una calma helada. Los periódicos de la tarde llevarían sin duda expresivos titulares. Su deber era proteger a las niñas del trauma cuanto le fuera posible. Habría que decírselo, sí, pero no la prensa sensacionalista. No debía permitir que llegara a sus manos ningún periódico mientras la noticia fuera reciente.

Decidió comunicárselo después de la bendición de la tarde. Quizá hubiera sido mejor por la mañana, pero había radios en el convento y no las podía confiscar todas.

Era muy triste y desafortunado, dijo tajantemente, pero no debían obsesionarse con ello. Cuando rezaran el rosario podían acordarse de Bridget, y de Murphy, y de todas las personas que habían muerto jóvenes, por heridas de guerra, accidentes y otras causas demasiado numerosas para nombrarlas. Su discurso diluyó la muerte en pequeñas gotitas de dolor en un mar de mortalidad. Como ejercicio de minimización del horror, le salió bastante bien. Algunas niñas palidecieron, otras se marearon. Pero nadie se desmayó ni se echó a llorar. El calmante resultó efectivo durante unas horas.

Zanny comenzó a recuperar la sensibilidad hacia media noche.

Había visto a Bridget muerta y no había sentido nada. Pero se imaginó a Murphy ante la muerte y le resultó insoportable. Temblando de frío se metió en la cama de Dolly. Esta, poco hospitalaria, se puso rígida.

—¿Qué puedo hacer? —gimoteó Zanny con la cabeza debajo de las sábanas por si volvían a acusarla de lesbiana—. ¿Qué puedo hacer?

—Si tienes algo de conciencia, cosa que dudo —dijo Dolly—, sólo puedes hacer una cosa, así que hazla de una vez, caray.

Su propia conciencia, perfectamente equilibrada, se había decantado lentamente del lado de Murphy. Si los Moncrief no le pagaban la universidad porque Zanny se estaba consumiendo en la cárcel, seguramente se la pagarían las monjas, o pediría una beca, o ya se las arreglaría. Su éxito académico no podía depender de la vida de Murphy. Y si dependía, entonces la vida de Murphy era lo primero. Decidió que si Zanny no confesaba, ella se lo diría a la madre Benedicta. No obstante, no era buena política contárselo a Zanny. A un barril de dinamita no se le decía que tenías una caja de cerillas lista, sobre todo si tenías el barril al lado.

Zanny, sollozando y gimoteando bajo las mantas, se limpió las narices con las sábanas de Dolly. Dolly, que no se dio cuenta, le dio diez minutos para calmarse. Murphy, pensó, debía de haberse portado como un tonto. Cualquiera con un poco de sentido común podía haber convencido al jurado de su inocencia. Debía de haber tenido un abogado inútil o un juez con muchos prejuicios. «Si yo hubiera sido su abogado —pensó—, ahora estaría en su casita empapado en whisky, no muerto de miedo en una abominable celda». Su futuro, hasta entonces poco claro, comenzó a cobrar forma. No existían muchas mujeres abogado, pero el siglo XX ya estaba mediado y era hora de que cambiaran las cosas. También debía haber mujeres juez. Se imaginó con toga y peluca muy tiesa en la Audiencia. En el estrado habría alguien como Murphy. Un inocente musculoso y sin cerebro. El fiscal lo aturrullaría con una exhibición de ingenio y lo dejaría sin habla. El juez, desentendiéndose del proceso, tendría la mirada perdida en el vacío. Y entonces ella, Dolly, tomaría la palabra. Con una exposición minuciosa, desmenuzaría el caso. Murphy estaría ahora muy erguido, con renovada dignidad. El juez despertaría de su letargo y la miraría con respeto. El abogado oponente montaría en cólera antes de reconocer la derrota. Todos sus antepasados, la larga línea de los Morton, que no habían estado nunca en el lado vencedor de nada, proferirían vítores fantasmales.

Dolly Morton, abogado.

Se haría realidad. Ella no soñaba nunca. Proyectaba. Ahora sabía lo que quería hacer. Era posible. Lo haría. Si no podía salvar a aquel Murphy, habría otros.

Si Zanny estuviera presa y ella fuera el fiscal, ya sería más difícil. Los pies de Zanny rozaron los suyos. La oía respirar. Hacía mucho tiempo que la conocía. Probablemente, mucha gente había conocido a Calígula largo tiempo… y a Salomé. Por otra parte, aquel escocés, Robert the Bruce, no hubiera tolerado a su araña si no se hubiera visto obligado a vivir con ella.

Muy bien, que otro abogado acusara a Zanny.

Que otro juez la condenara.

Al menos, ahora no la ahorcarían; era demasiado joven.

Habían transcurrido los diez minutos y le dijo que se fuera a su cama.

—Quiero dormir.

—Yo no volveré a dormir nunca —musitó Zanny desesperada.