Al ver que el autobús no llegaba, la madre Benedicta supo que había sucedido algo. Lo primero que se le ocurrió fue que Murphy se habría emborrachado y habrían tenido un accidente. No lo había visto nunca borracho, pero tenía la impresión de que su advertencia de que no se acercara a la tentación no había estado de más. Cuando por fin llegó el autocar al camino de acceso al convento, casi a las nueve y media, salió a su encuentro.
Murphy, detrás del volante, estaba blanco de rabia pero no aparentaba haber bebido. Se había pasado mucho rato buscando a Bridget. Llegó a ver una figura que parecía ella, con jersey rojo y pantalones cortos, subir a una barca de remos con un par de señoritos. En la distancia, alcanzaba a oír sus risas. Uno de los desgraciados la cogía por la cintura. Que lo abandonara tan descaradamente por un maldito pisaverde con un barco hizo explotar la ira irlandesa. Volvió donde lo esperaban las monjas y las niñas y dijo que la había visto y que por él ya podía volver andando. Aunque fuera corriendo detrás del autobús, dijo, con los pies ensangrentados, no se detendría para recogerla. Aunque se había contenido bastante (podía haber sido mucho más expresivo todavía), las monjas se lo tomaron mal. Una de las niñas vomitó allí mismo, en el suelo. Pensó que se iba a desmayar, pero resistió. Era la guapita. Aquella tan atractiva a la que había ayudado a saltar el muro. Una monja limpió el suelo y otra le dio un caramelo. La niña se sentó mordisqueándolo y mirando a Murphy con expresión de horror.
Todo esto llegó a oídos de la madre Benedicta a través de varios miembros del grupo. El mareo de Zanny lo atribuyeron a su sensibilidad. No se imaginaban que las palabras de Murphy habían conjurado a un espíritu trepando ensangrentado por el barranco como Drácula saliendo de la tumba, que echaba a correr detrás del autobús en busca de venganza. La madre Benedicta lo atribuyó a causas físicas —demasiados bocadillos, quizá— y le indicó a Zanny que pasara la noche en la enfermería. Si se iba a marear otra vez, que se mareara allí.
En cuanto a Bridget O’Hare, las jovencitas de diecinueve años no se comportaban demasiado sensatamente a no ser que fueran novicias o postulantes —y muchas veces ni aún así— y si lo que quería era pasar la noche fuera, más valía no dar publicidad al asunto. Cuando regresara a la mañana siguiente, ya le daría la orden de movilización. Sería una idiotez llamar a la policía en aquel momento.
Les dijo a las niñas que se fueran a acostar sin hacer ruido para no despertar a las otras ocupantes del dormitorio. Por esta vez podían decir las oraciones silenciosamente en la cama. Si alguien quería tomar un poco de leche, podía servírsela ella misma en el refectorio, con galletas, pero sin retrasarse.
—Espero que pese a todo os hayáis divertido —dijo malhumoradamente.
—Sí, sí, ma mère —contestaron a coro sin faltar del todo a la verdad. La excursión había sido memorable; sin embargo, todavía no sabían lo memorable que iba a llegar a ser.
Al ver que eran las once y Bridget todavía no había regresado, la madre Benedicta llamó de mala gana al sargento Thomas de la policía local. Preguntó por él personalmente. Se había ocupado de un caso de vandalismo: la desaparición de bombas y pedales de cuatro bicicletas pertenecientes a las monjas más jóvenes y atléticas. Le gustaba su estilo. No había hecho bromas al respecto. Su subordinado había hecho algún comentario burlón sobre los pedales, mientras que el sargento Thomas se lo había tomado muy en serio. Antes de que transcurriera una hora, ya se encontraba en el convento. En aquella ocasión su gravedad estaba totalmente acorde con lo que tenía que comunicarle.
Sabía que no se pondría histérica. No gritaría. Con todo, tenía que comunicárselo con tacto. No podía soltar la noticia como si tirara una bota vieja. A las monjas no había que tratarlas así.
El cadáver había sido hallado poco después de las siete y media por una vecina que había salido a pasear el perro por los acantilados y miró casualmente hacia abajo. Al principio no pensó que la mancha roja era un cuerpo retenido unos sesenta centímetros debajo de la superficie por una maraña de cabello negro. Cuando finalmente reconoció lo que veían sus ojos informó a su marido, a la guardia costera y a la policía, en este orden. Todos se pusieron en movimiento sin pérdida de tiempo.
La descripción que había circulado era idéntica a la que había hecho la madre Benedicta de la maestra desaparecida. La identificación resultaría fácil. Si no se le hubiera enredado el pelo con las rocas —tenía un cabello fuerte como una soga— en aquel momento estaría dando tumbos por el mar de Irlanda como un corcho a la deriva. Al mar le gustaba jugar con sus víctimas, pero esta vez le habían ganado la partida. No tenía suficiente fuerza para arrancarla de las rocas. El día anterior no había habido galerna, y tampoco durante la noche. El mar había actuado como una vieja torpe y artrítica.
—Bueno, señora… —dijo el policía con suavidad—, siempre existe la posibilidad de que se ahogara.
—¿Quiere decir que la han encontrado? —Si bien se había llevado un sobresalto, la madre Benedicta hablaba en tono incisivo.
—Quizá, pero quizá no —repuso él con calma—. Hemos encontrado un cuerpo, que parece responder a su descripción. —Le leyó la descripción del informe oficial y la madre Benedicta asintió con la cabeza.
Ambos estaban de pie en el despacho y la monja tenía la mesa a sus espaldas. El culantrillo —siempre tenía culantrillo— le rozó las manos que tenía entrelazadas a su espalda. Si las plantas eran capaces de acariciar, aquella acariciaba. Parecía que una vocecita le decía suavemente: «Tranquila, tranquila… En nombre del Padre, del Hijo…». La voz se desvaneció.
—¿Le apetece una buena taza de té con mucho azúcar? —sugirió Thomas.
No, no, no pensaba desmayarse, la madre superiora del convento, la dama de hierro, pero en aquel momento necesitaba cierta ayuda. El sargento sabía dónde estaba la campanita y procedió a hacerla sonar. La monja le permitió asumir el mando momentáneamente.
Luego, una vez hubo recuperado el dominio de sí misma, le contó lo que les había dicho Murphy de los marinos y de la barca. Le extrañaba, pero no podía descartarlo. Según sus colegas, era probable que el cuerpo hubiera caído por el acantilado y se hubiera quedado enganchado en las rocas de debajo. Nadie había dicho nada de ningún naufragio. Pero no había habido tiempo de averiguar gran cosa. Decidió cambiar impresiones con Murphy y le preguntó dónde podía encontrarlo.
—Está cumpliendo con su deber —dijo la madre Benedicta enérgicamente—. En el huerto. —Se ofreció a acompañarlo, pero él no quiso. Aunque no sabía dónde estaba el huerto, quería ver a Murphy solo.
Zanny también quería ver a Murphy sola. La hermana Agnes, que era enfermera y se aburría cuidando a las niñas que sólo estaban medio enfermas, la había recibido en la enfermería sin mucho entusiasmo. Si tenía el estómago revuelto, lo mejor era que no comiera nada. La mente revuelta, evidente en este caso, debía de estar causada por el estómago revuelto. Zanny se acostó sin cenar y se pasó casi toda la noche en vela. Lentamente fue conformando en su cabeza la explicación racional de que Murphy había visto a otra persona, no el cuerpo de Bridget. Pero ¿por qué estaba tan enfadado? ¿Qué estaba haciendo la otra persona que se parecía a Bridget? ¿Por qué había regresado al autobús hecho una furia? ¿Había encontrado a la otra Bridget haciendo el amor? Si hubiera encontrado a la verdadera Bridget haciendo el amor, ¿la hubiera echado por el acantilado? En tal caso, ¿no había sido una suerte que lo hubiera hecho ella, Zanny, en su lugar?
¿No se alegraría algún día?
Se imaginó junto a él en el futuro, cuando fueran bastante mayores, por lo menos tendrían cincuenta años. Estarían sentados frente al mar en Monte Carlo, ¿o era Cannes? Él tenía un bastón blanco entre las piernas y apoyaba la barbilla en él. Estaba ciego. Se había quedado ciego cuando, como Rochester, le fue temporalmente infiel y al arrepentirse incendió la casa de su amante. Bueno, quizá no era exactamente así, pero sí algo parecido. En cualquier caso, se había librado de su amante y se había quedado ciego.
—Amor mío —le dijo él—, querida Zanny, siempre has sido demasiado para mí.
—Oh, Murphy —replicaba ella (¿cómo se llamaba?)—. Ay, cariño, si tú supieras… —Entonces le contaría lo de Bridget. El rostro de él se llenaría de alegría al enterarse de que ella también había pecado. Aunque, naturalmente, no usaría esa palabra. Se había quedado muy anticuada en su vocabulario. Pero diría algo como:
—Eres tan humana, amor mío, tan afectuosa, tan apasionada, tan sincera.
Pero no tenía sentido ser sincera todavía. Intentaría actuar discretamente, averiguar cómo se lo estaba tomando. Podía ser que incluso le gustara Bridget, aunque según Dolly los hombres hacían esas cosas con las mujeres como una especie de acción refleja. Lo que Dolly sabía del mundo debía de haberlo aprendido de los libros que leía, o eso o su memoria se remontaba a épocas muy anteriores. En el siglo XVII Dolly hubiera sido vendedora de remedios mágicos para los enfermos de la peste y se hubiera hecho rica. Dolly era una superviviente nata. Al verla mareada en el autobús, le había mirado de un modo muy extraño. Era una pena que sus padres tuvieran que cargar con ella. Casi llevaban diez años cargando con ella.
Entonces Zanny se volvió de lado y se durmió. Las matemáticas siempre ejercían el mismo efecto en ella. Bridget se convirtió en un pulpo que jugueteaba con unas algas verdes en el oscuro mar. Murphy, con los ojos brillantes, lanzó el sedal de una caña de pescar al agua para hacer cosquillas a los inquietos tentáculos. Estos se retorcían, trataban de agarrarse y luego caían lentamente uno a uno. Se hizo una oscuridad total.
Que Zanny viera a Murphy sola era casi tan difícil como que el Papa le concediera una audiencia, o como salir de Alcatraz. Era posible, naturalmente, todo es posible, pero requería un buen plan.
Al sargento Thomas no le resultó nada difícil. Murphy estaba recogiendo patatas. Thomas observó con envidia que era muy musculoso. La azada que manejaba pesaba lo suyo. Las patatas también pesaban lo suyo. Él mismo criaba un par de variedades. Las que recogía Murphy eran blancas.
—¿De qué clase son? —preguntó.
Murphy, que no lo había oído llegar, se volvió sorprendido. No estaba pensando en el nombre de las patatas y le costó reaccionar. Además, no sabía cómo se llamaban. Él enterraba los tubérculos, estos crecían, los cogía y las monjas los cocinaban.
—A mí me gustan los nabos —continuó el policía, afable—. Me han dicho que vio a Bridget O’Hare con unos hombres, ¿eh?
Murphy dejó la azada. Durante la noche los nervios habían crecido como una planta aquejada de una plaga.
Thomas no vestía uniforme, pero los policías tenían un olor especial. Muy antiséptico. Había que tocarlos con guantes de goma. Había que ser educado.
—Sí, señorrr —dijo exagerando las erres, nervioso.
—Ha muerto. —Thomas soltó la información como una bomba nazi y esperó con curiosidad a ver el alcance de su efecto, si es que tenía alguno.
Los sobresaltos tienden a dejarlo a uno inmóvil, como un paño de éter sobre la boca. La piel de Murphy palideció y unos minutos después se enrojeció. Fue a sentarse sobre el muro que separaba el huerto de su casita.
—¿Qué le hicieron?, ¿ahogarla? —preguntó. (Quizá hicieron el amor en la barca y esta volcó). Se clavó la uña del dedo gordo derecho en la yema del izquierdo para ver si sentía algo. Nada.
«Un tipo con dominio», pensó Thomas, a quien se le había escapado la palidez y el sonrojo y sólo había oído la voz, totalmente uniforme.
—¿Qué le hace pensar que esa pobre chica se ahogó? —preguntó amablemente.
Murphy estaba empezando a recuperar los sentidos. Le dio un puntapié a una mata de hierba que había en la base del muro y luego la arrancó con la puntera de la bota. Debieron de volcar, los muy inútiles. Debería haber impedido que se hicieran a la mar. Tenía que habérmeles acercado y haberles aplastado los cojones.
El policía galés lo miraba con bastante intensidad. La usual afinidad entre los galeses y los irlandeses se desvaneció en la mirada. Murphy, tratando de recuperar el equilibrio emocional, dijo lo primero que se le vino a la cabeza.
—Hierbas para los periquitos de la señorita Sheldon-Smythe.
—¿Cómo? —dijo Thomas sorprendido.
Murphy cogió unas raíces, les quitó la tierra y las colocó sobre el muro, junto a él. Bridget le había dicho que tenía las uñas sucias de tierra. Las uñas de ella eran como avellanas, esmaltadas de un brillante rojo oscuro. Con los suaves dedos blancos le había limpiado la sangre después de hacer el amor. Le gustaba esa manera anticuada de describirlo. Amor. Un olor a aulagas quemadas. Una toalla blanca.
Thomas se apoyó en el muro junto a él.
—¿Por qué ahogada? —volvió a preguntar.
—Salieron a la mar en barca, ¿no? —inquirió Murphy.
—No lo sé. ¿Los vio usted subir a una barca?
—Sí, estaban subiendo a una barca.
—¿No los vio usted hacerse a la mar?
—No. —Estaba demasiado furioso. Supuso que iban a salir a la mar—. ¿Trata usted de decirme, señor —preguntó, manteniendo todavía la calma superficialmente con una cortesía exagerada—, que no se ahogó?
Thomas cogió una raíz. ¿Eso comían los pájaros?
—Sí, sí —dijo—, se ahogó la pobre chica. Quiero decir que le entró agua en los pulmones. Pero podía estar ya inconsciente cuando eso ocurrió, no sé si me entiende.
—¿Quiere decir que la asesinaron? —Murphy estaba horrorizado.
—No, no —lo tranquilizó Thomas—. No necesariamente, no necesariamente. La encontraron en el fondo de un precipicio sumergida en el agua. La hierba del borde del acantilado estaba muy resbaladiza. Quizá se acercó demasiado. Cayó boca abajo y el cabello se le enredó en las rocas. Hay muchas posibilidades, claro está. ¿Cuántos hombres vio usted?
Murphy no oyó la pregunta. Tenía la cabeza como la caldera de una bruja. Le bullía, le burbujeaba, le hervía, le lanzaba inmundos trozos de carroña. Pero luego se aplacó.
Thomas le repitió la pregunta.
—No sé. Dos, quizá tres.
—¿Qué hacían?
—Uno la tenía cogida.
En aquella ocasión Thomas advirtió parte de la emoción que flotaba en la caldera y la examinó de cerca. Bueno, no era de extrañar. Se le ocurrió que Murphy podía ser el más apropiado para identificarla —una identificación preliminar— antes de informar a sus padres. Naturalmente, ellos la identificarían de forma oficial. La madre Benedicta se había ofrecido a acompañarlo. Podía ir y quedarse en el coche; si resultaba que no era Bridget, no tendría que someterse a ninguna prueba innecesaria. A partir de entonces la investigación subiría un poco de rango. Como sargento, no tenía mucha autoridad.
Le comunicó sus pensamientos a Murphy.
—Si mis superiores dan su conformidad, y la madre Benedicta está de acuerdo, ¿estaría usted dispuesto a ir al depósito a identificarla?
Sí, dijo Murphy, estaría dispuesto. Tendría que cambiarse antes. Tenía un traje azul marino de sarga, ¿sería adecuado?
Thomas le dijo que en tales circunstancias no era necesario ir de etiqueta. Con unas botas limpias y unos pantalones sin barro bastaba.
Murphy se dirigió a su casita para prepararse por si acaso. Abrió el grifo del agua caliente pero no salía lo suficientemente caliente, de modo que puso agua al fuego en una olla. Cuando empezó a hervir no se acordaba de para qué la necesitaba. Cogió la olla y tiró el agua. El vapor le envolvió el rostro y le entró en los ojos. Cuando Bridget y él se bañaban hacían falta cuatro ollas para que el agua del barreño estuviera algo más que tibia. Ella se burlaba de su jabón de azufre.
Se plantó en mitad de la cocina y echó la cabeza hacia atrás. Todo el dolor que se agitaba en su interior salió en forma de un potente rugido.
Thomas, que se dirigía al convento, oyó algo que parecía un animal atrapado. Por allí no podía haber trampas; eran muy bonitos aquellos jardines, y muy civilizados. Debía de habérselo parecido.
—Ya es hora de que tú y yo, los dos, olvidemos lo que debíamos haber olvidado hace mucho tiempo —le dijo Graham a Clare.
Estaban sentados ante el desayuno. Pero no estaban desayunando. Los huevos y el beicon se estaban congelando en el plato. El periódico matutino yacía en el suelo.
—Ya es hora de borrárnoslo de la cabeza.
Desde el fin de la guerra había conseguido borrarse muchas cosas de la cabeza. Había limpiado la mayoría de las desagradables cintas que habían pasado por el magnetófono durante los últimos años. Aquella cinta en particular, la cinta de Zanny, había perdido cierta nitidez, pero se resistía a ser destruida. Estaba en la parte de atrás del cajón, casi olvidada, y ahora había aparecido de nuevo, más potente y más clara que nunca.
Había surgido de un párrafo del semanario local.
«Trágica muerte de joven maestra de escuela», rezaba la cabecera con grandes letras negras. Y debajo, más pequeño, se leía: «Durante una excursión del colegio falleció trágicamente la señorita Bridget O’Hare (de diecinueve años), maestra del convento de la localidad. Acompañaba a las niñas del último curso en una excursión a Coracle Bay. Parece ser que después de pasar un rato en la playa fue a dar un paseo por el acantilado, a poca distancia del lugar de la merienda. A la mañana siguiente se encontró su cuerpo en una hondonada de la base del precipicio. Se está efectuando la autopsia. Expresamos nuestra condolencia a sus padres y a la madre superiora del convento».
—Zanny —señaló Graham agarrándose a un clavo ardiendo— no es del último curso. Sólo tiene catorce años.
—El último curso empieza a los catorce años. Zanny ha pasado de curso automáticamente. Aunque no hubiera aprobado el examen, que sí lo aprobó, hubiera pasado. ¿Te piensas comer el beicon?
—No.
—Yo tampoco.
Clare se llevó los platos a la cocina y preparó la cafetera. Pensó que ojalá dejaran de temblarle las manos y que ojalá Graham dejara de intentar consolarla con palabras mientras con los ojos le suplicaba que lo consolara a él. Ya había cumplido los cuarenta, y se le notaba. Aquella mañana estaba más viejo.
Poco antes habían discutido por culpa de la contracepción. Clare ya tenía treinta y seis años, dijo él, y pronto se le pasaría la edad de tener hijos. Retrasar más las cosas sería peligroso. ¡Peligroso! ¡Eso sí que tenía gracia!
—Si tuviéramos un hijo —dijo ella regresando con el café así como a la causa original de la discusión—, probablemente tendría dos cabezas con cuernos.
—Zanny es una niña absolutamente normal. —¿Por qué tenía Clare que exagerarlo todo? Ojalá pudiera creer que Zanny era una niña absolutamente normal. La mayor parte del tiempo lo creía. La mayor parte del tiempo era una delicia. Estaba orgullosísimo de ella. La mayor parte del tiempo.
—Qué suerte que hoy es sábado —dijo ella.
—¿Por qué?
—No tienes que ir al despacho.
Aunque era un eficaz contable, prefería los días festivos.
Pero ¿para qué manifestar lo que es evidente? No obstante, la observación de Clare no era tan banal como parecía.
—Podríamos ir a verla —dijo echándose un edulcorante en el café.
—¿A ver a Zanny? ¿Para qué?
—Pues… para hacerle una visita.
—Estamos a mitad de curso. No podemos hacerle una visita sin motivo.
—No sería la primera vez que lo hago. Cuando tú estabas en África me las llevé a las dos de compras.
—¿Por qué?
No recordaba por qué. Pero recordaba el ataque aéreo, y la librería.
—Para que no se añoraran, supongo.
—Entonces eran muy pequeñas. Ahora ya son unas mujercitas… casi. Si viviéramos muy lejos podríamos entrar un momento de pasada hacia otro sitio. Pero viviendo tan cerca no podemos poner esa excusa. A no ser que tengas algo importante que decirles.
(Como: Zanny, ¿mataste a la señorita Bridget O’Hare?). Ambos se hicieron la pregunta mentalmente.
—Siempre podemos recurrir al piano —dijo Clare.
—¿Cómo? —¿No la estaría trastornando la angustia?
—Ya sabes que cuando vendí el viejo juré que no volvería a tener nunca piano, que ocupaba demasiado espacio —dijo a la vez que se le iluminaba el rostro—. Zanny no lo tocaba nunca, pero aun así armó un gran revuelo. Podríamos comprar otro.
Él no lo entendía. ¿Qué tenía que ver todo aquello con ir a ver a Zanny?
—Es un buen motivo para ir a verla —explicó Clare—. Podemos ir al convento a preguntarle si le gustaría que le regaláramos un piano nuevo para su decimoquinto cumpleaños, que es el mes que viene. Decimos que nos han ofrecido uno. De segunda mano, pero caro. No queremos comprarlo si no lo va a usar.
—¿Un piano? ¿No podría ser un violín, una flauta, una armónica? ¡Por Dios! ¡Un piano!
—Tiene que ser algo caro para que la visita tenga sentido. Lo entiendes, ¿no? Si se te ocurre una excusa mejor, dímelo.
La madre Benedicta, muy apesadumbrada por los sucesos recientes, los recibió educadamente. Era un asunto relacionado con un piano y con la afición musical de Zanny. Cuando los niños eran académicamente flojos, muchas veces los padres trataban de hallar una compensación por otro lado. No estaba mal. Esperaba que Zanny dijera que sí al piano. Desde luego, representaba un desembolso importante, aun siendo de segunda mano. ¿Irían los Moncrief un poco justos ahora? Esperaba que no, por el bien de Dolly. Le agradó que también quisieran ver a Dolly. Nunca había comprendido por qué no le habían cogido más cariño. El cuento de los celos estaba bastante lejos ya. No es que fueran amigas inseparables, pero nunca había advertido una hostilidad manifiesta. Dolly debería pasar las vacaciones con Zanny en casa de los Moncrief. Otras familias la invitaban a pasar temporadas con ellos de buen grado. Era una muchacha agradable e inteligente. No menos que Zanny.
Ojalá Bridget O’Hare hubiera sido tan inteligente.
—Lamentamos muchísimo lo de la profesora —dijo Graham, quizá con más sentimiento del necesario.
—La voluntad de Dios —dijo la madre Benedicta, sin acabar de creérselo; pero era una buena frase que no comprometía. La mejor manera de tratar con la muerte. No deseaba hablar del tema.
—Un terrible accidente —tanteó Clare temerosa.
—Voy a mandar llamar a las dos niñas —dijo la madre Benedicta—. Y que les traigan el té y unas pastas a los cuatro. Disculpen que no me quede a disfrutar de tan agradable compañía, pero mis obligaciones me reclaman.
Los señores O’Hare necesitaban consuelo. Estaban en la sala de visitas y se encontraban como se encontrarían todos los padres en circunstancias tan tremendas.
—Si todos los problemas fueran como ese —dijo al salir—, comprar o no comprar un piano…
«¿Qué insinúa? —pensó Clare—. La muy sarcástica. Quizá nos amenaza con otros problemas mayores».
A Zanny, como a la madre Benedicta, le extrañó el motivo de la presencia de sus padres. Le dio un beso a su madre y abrazó y besó a su padre. Dolly, prudentemente, les dio la mano y levantó el rostro para que la besaran. No devolvió los besos. Cuando Graham le estrechó la mano, la dejó muerta.
Ahora vivía en una vigilada celda de autoprotección. A veces la situación la divertía, a veces la desconcertaba. Sin embargo, en conjunto, pensaba que era soportable. A ella no le cabía duda alguna sobre el motivo de la visita de los Moncrief. Cada mañana el repartidor dejaba los periódicos en el vestíbulo para que los recogieran los suscriptores y era muy fácil echarles una mirada antes de que se los llevaran.
Estaban en el despacho; era como una escena de cualquier novela de Jane Austen. La conversación se desarrollaba dentro de las normas de cortesía.
—Te veo un poco pálida, Zanny, cariño. ¿Estás segura de que tomas bastante zumo de naranja por las mañanas?
—Estoy perfectamente, mamá.
—Tú seguro que lo tomas, ¿verdad, Dolly? Tienes un aspecto estupendo, querida. Desde la última vez que te vi has crecido por lo menos dos centímetros.
El señor Moncrief (siempre pensaba en él como Graham) intervenía con tontas ocurrencias sobre lo contentos que estarían los chicos de la zona cuando las dos preciosidades salieran del colegio.
«Dentro de un momento —pensó Dolly— tomaremos el té. Colocarán la bandeja sobre el escritorio, una vez la madre Bernardette haya apartado la planta. Nos pondrán canapés de paté de pollo y un pastel pegajoso con cerezas y pasas de Corinto».
Tenía razón en todo.
«Y ahora —pensó—, después de quitarse delicadamente una miga del labio, los Moncrief entrarán en materia». No podía evitar tenerles un poco de lástima. Eran bastante simpáticos, sobre todo Graham.
—Bueno —dijo Clare con cierta desesperación—, entonces lo del piano está decidido. Estás segura de que lo quieres, ¿no?
—Sí, bueno —dijo Zanny. Se preguntó si Murphy sería aficionado a la música. A los irlandeses se les daba bien el violín, ¿verdad? Tocaban gigas. Murphy tenía sentido del humor. De vez en cuando se olvidaba de la dignidad. Quizá tocaría alguna tonadilla alegre; pero lo que más tocaría serían canciones lentas y tristes como The Londonderry Air. «Oh, Danny Boy, the pipes, the pipes are calling». Cantaría con esa preciosa voz de barítono que tenía y a ella se le saltarían las lágrimas… como ahora.
Mamá parecía muy preocupada.
—Zanny, ¿te ocurre algo?
—Claro que no. —¿Por qué tenía que interrumpir su sueño precisamente entonces? El único lugar en que se podía soñar despierta tranquilamente sin que te interrumpieran era en la cama, y allí casi siempre acababas durmiéndote.
—Después de la excursión se puso mala —dijo Dolly—. Se mareó en el autobús.
Un comentario inocente. Un pequeño crujido como un trueno lejano. Una inofensiva polvareda a los pies de Zanny; una bala bien dirigida. Un aviso. Sin sangre. Todavía.
Zanny miró a Dolly y luego miró a sus padres.
—La comida que ponen aquí para las excursiones no es tan buena como la que pones tu, mamá —dijo con calma—. Me parece que el paté de pollo estaba pasado.
—¿Por eso te marchaste, al poco de que se marchara la señorita O’Hare, porque no te encontrabas bien?
El sable de Dolly, que finalmente había desenvainado, relucía al sol de la tarde. Le pasó la bandeja de pastas a Clare. Clare, petrificada, negó con la cabeza.
Graham, que ya tenía una, cogió otra. No sabía en qué clase de terreno selvático se estaba adentrando, pero sin duda era selvático.
Zanny respondió a la pregunta de Dolly entrecerrando un poco los ojos. Así pues, ¿la dormilona ya no estaba dormida? ¿Cuánto tiempo llevaba despierta? ¿Cuánto había visto?
—Me fui a coger unas flores. No me encontré mal hasta que subimos todas al autobús para regresar.
—Ah, sí —dijo Dolly alegremente—, me acuerdo de que Murphy estaba rabioso porque no había encontrado a Bridget O’Hare, ¿verdad? Dijo que por él que volviera andando. Y entonces tú te pusiste mala.
—Dijo que la había visto —señaló Zanny—, acuérdate.
Dolly tomó un sorbito de té educadamente.
—Sí, claro. ¿Cómo no la iba a ver? ¿Qué tiene de raro que la viera? Quiero decir que ¿qué sentido tiene hablar de eso ahora?
Zanny buscó alguna respuesta pero no encontró ninguna. Todo el mundo, excepto Dolly, dejó de comer. Dolly, con un apetito voraz y entusiasmadísima, vio su futuro dibujado clara y minuciosamente. Una vida dedicada a la enseñanza podía resultar aburrida, pero también emocionante. Veía su oportunidad. Ahora era el momento de poner los cimientos, ladrillo a ladrillo.
—Fue una excursión muy desafortunada —empezó a contarles a Graham y Clare—. Bridget O’Hare murió. Murphy, que es el jardinero pero aquel día conducía el autocar, estaba tan furioso porque no había regresado que a la vuelta llevaba el autobús como un loco. Zanny se puso malísima. Nosotras no supimos que Bridget había muerto hasta el día siguiente. Murphy dijo que la había visto, pero debió de ver a otra persona. Supongo que algún día se sabrá lo que ocurrió de verdad. Este pastel no está nada mal, y las cerezas son muy jugosas.
Graham dejó su plato sobre la mesa. Si Clare tenía el estómago como él, no les iría mal un whisky. No se atrevió a mirarla, y tampoco miró a Zanny. En una ocasión había asistido a un juicio, acusado de una pequeña infracción de circulación. No había juez ni abogados, solamente una serie de jueces de paz. Ahora, en presencia de Dolly, comenzaba a intuir cómo sería el ambiente de un tribunal criminal. Sus miradas se cruzaron brevemente. ¿Cuándo había perdido su aire campechano y bromista? ¿En qué se había convertido, por el amor de Dios? ¿Qué quería de ellos?
—La madre Benedicta —prosiguió Dolly captando telepáticamente los pensamientos de Graham— está empeñada en que aprenda griego. No está en el programa. El latín sí, claro, y dicen que se me da muy bien.
—¿Quieres decir —dijo Graham siguiéndole la corriente— que podrían darte clases de griego aparte?
Dolly le sonrió.
—No quiero abusar.
—No es ningún abuso; claro que puedes estudiar griego.
—Son ustedes muy buenos conmigo. Hay una pequeña posibilidad de que me admitan en la universidad.
—Sería estupendo, Dolly, ¿verdad, Clare?
Clare asintió sin decir palabra. ¿Así que Zanny había cometido otro asesinato? ¿Por qué no estaba bien visto echar a las crías del nido? ¿Por qué no podía uno renegar de su responsabilidad? Delatarla. Dejar de chantajear a Dolly. La maquiavélica Dolly. «¿Cómo no nos habíamos dado cuenta de que tenías tendencias maquiavélicas, Dolly? ¿Por qué tenemos que ser tan cariñosos, tan buenos, tan conscientes Graham y yo? ¿Por qué tenemos que seguir fingiendo?».
Abrió el bolso y sacó dos frasquitos de vitaminas. Ya que los había llevado, más valía que se los diera.
—Son buenas para los dientes —dijo.
Murphy no podía quitarse de la nariz el olor del depósito de cadáveres. Habían transcurrido ya tres días desde la identificación y todavía conservaba el regusto del lugar. Lo tenía en el paladar, en la membrana pituitaria… en todas partes. Bridget no parecía Bridget, pero lo era. No la había visto nunca en reposo. Muerta parecía casi presumida. «Ahora ya no me coges —parecía decir—. Te quise un poquitito. ¿Te acuerdas de las espinas de aulaga?». Casi le había dado una bofetada para que abriera los malditos ojos. Para que le permitiera ver la sonrisa que ocultaba detrás. El empleado del depósito, o alguien por el estilo, le había atado un paño en la frente, donde tenía el golpe. Y decían que también tenía una herida en la nuca, pero no se le veía porque estaba boca arriba. Una vez Murphy la hubo reconocido, entró la madre Benedicta para confirmarlo. La vieja permaneció inmóvil junto al féretro, o como se llamara, le echó una rápida mirada y sacó el rosario. Tenía el rostro tan pálido como Bridget: dos máscaras frígidas, una hermosa, la otra no. Mientras ella rezaba, Murphy se dirigió al otro extremo de la habitación. Los pies de Bridget asomaban por debajo de la sábana. Unos piececitos preciosos. Muy limpios. Muy fríos. Con las uñas pintadas, algo desconchadas. Él había tenido aquellos pies entre las manos, para calentárselos. La madre Benedicta se hizo viva como Lucifer cayendo del Cielo y le gritó que no la tocara. Le había dado un pellizquito, como para tranquilizarla, en los pies, pero luego retrocedió. «Adiós, Bridget. Es increíble, pero cierto».
Los policías acompañaron a la madre Benedicta al convento.
Él se fue a la taberna.
Desde que había ocurrido la desgracia, había ido a la taberna cada día, pero todavía continuaba percibiendo el olor del depósito de cadáveres a través de los efluvios del alcohol, de modo que seguía bebiendo, bebiendo, bebiendo.
—No puedes ir a verlo —dijo Dolly—. Si te cogen, te expulsarán.
—Y a ti también —dijo Zanny. No le importaba que la echaran. Resultaría desagradable y molesto, pero lo único trágico de ser expulsada sería que no volvería a ver a Murphy. La mandarían a otro colegio, quizá a muchos kilómetros de distancia, por lo tanto, era esencial ir a verlo sin que nadie se enterara. Y para ello necesitaba la ayuda de Dolly. Tendría que ir de noche, cuando la monja de guardia ya se hubiera dormido. La única manera segura de salir del convento era por la escalera de incendios, a la cual se accedía desde el rellano, entre el dormitorio y los cuartos de baño. Por las noches la puerta que daba a la escalera tenía el cerrojo echado. No había más que descorrerlo, pero si alguien se daba cuenta lo volvería a echar y no podría regresar. Así pues, era necesario que Dolly estuviera al tanto para que nadie corriera el pestillo. Los lavabos estaban junto a los cuartos de baño. Aproximadamente una hora después de que se marchara, Dolly debía hacer un viaje nocturno al lavabo, mejor varios viajes, y comprobar que el cerrojo estuviera descorrido cada vez.
—Si no lo haces —le dijo— y me cogen, ya te puedes despedir de Cambridge.
Después de la debida consideración, Dolly accedió a regañadientes. Las monjas le tenían un cariño especial. Hacía muchos años que la cuidaban maternalmente. Casi la habían creado. Ella constituía su ejemplo más brillante de lo que se podía hacer de una niñita barriobajera que tuviera la suficiente inteligencia para permitir que el proceso de refinamiento valiera la pena. Si Zanny se marchaba, los Moncrief se llevarían también a Dolly. Y en otra escuela no se tomarían el mismo interés por ella.
—Yo creo que estás loca —le dijo a Zanny.
En aquel preciso instante no estaba pensando en la tendencia homicida de Zanny. Luego, al reflexionar, todavía no podía identificar los asesinatos a sangre fría por parte de Zanny de aquellos que se interponían en su camino con la locura. Zanny era consciente de lo que hacía en cada momento, y no le importaba.
—No es ninguna locura ir a decirle a Murphy que siento lo de Bridget.
—Entonces, ¿vas a decirle que tú…? —Dolly no terminó la frase. La muerte del pequeño Willie era un secreto compartido, igual que la de Evans el panadero, pero con el paso del tiempo Dolly había aprendido a ser más discreta. Había cosas que no se decían. Ni siquiera sotto voce. Debía darlo a entender porque lo sabía, y era conveniente que Zanny supiera que la tenía bajo la férula. Pero al mismo tiempo debía procurar no salir trasquilada.
Así pues, había que seguir el juego, con precaución.
—Quiero decir —explicó Zanny fría y claramente— que lamento que Bridget se despeñara y muriera. Voy a darle el pésame.
Desde luego, era el colmo del descaro, pensó Dolly. Se lo imaginaba como si lo estuviera viendo.
«Lamento muchísimo haberme cargado a Bridget, señor Murphy, pero aquí me tiene a mí para sustituirla».
—El pésame no se da a las once de la noche o más —le dijo a Zanny—. Pensará que a lo que vas es a otra cosa.
Zanny pensó que probablemente sería así, pero que se comportaría como un caballero. Comenzó a representar mentalmente la escena.
—Qué agradable sorpresa —diría cuando abriera la puerta—, queridísima Zanny. Cuánto me alegro de verte. Qué maravillosa sorpresa. Pero… ¿por qué tan tarde?
Entonces le explicaría la divertida actitud de desconfianza de las monjas y se reirían juntos. Él le pediría que entrara.
—Son una raza aparte —diría él— estas religiosas, les religieuses —(su francés sería mucho mejor que el de ella)—, están como envueltas en gelatina, ¿no te parece? Agarrotadas por los convencionalismos. Paralizadas por el entumecimiento moral. —(Qué agudo era aquel Murphy).
Después de invitarla a entrar le prepararía un café buenísimo. Se sentarían a ambos lados de la pequeña chimenea y él contemplaría las llamas con tristeza. Ella le tocaría entonces la mano suavemente y le expresaría su condolencia.
—Ah, Bridget —diría él—, una chica alocada, Bridget. Caprichosa, exigente, con un enorme apetito sexual. —Entonces la miraría de soslayo—. Mi pequeña Zanny, ¿te escandalizo?
Ella le aseguraría que no.
Lo principal era que no le importaba mucho que Bridget hubiera muerto. Aunque, naturalmente, sería demasiado educado para decirlo. No obstante, quedaría implícito.
Y después… bueno, después…
Dolly se interpuso en sus pensamientos.
—Dicen que hay unos días del mes que no son peligrosos, pero no me acuerdo de cuándo es, y hay otra cosa que se llama coito interrumpido, o algo así, que quiere decir que te paras antes de que pase. Por el amor de Dios, ten cuidado.
Zanny no sabía de qué hablaba.
—Como te quedes preñada —dijo Dolly convencida de que se trataba de un caso en que era imprescindible hablar claro—, irás a la calle, y yo también.
—¡En momentos de tensión eres tan vulgar! —le contestó Zanny.
Y entonces, como les ocurría algunas veces, sintieron una extraña afinidad y se echaron a reír.
A las once estaba lloviendo; una fina llovizna descendía del cielo gris. Zanny, enfundada en la gabardina, que se había llevado furtivamente al dormitorio, se abrió paso silenciosa y cautamente por el jardín. Las monjas se acostaban temprano y se levantaban a las seis. En la ventana de la señorita Sheldon-Smythe había luz; probablemente estaría hablando con los periquitos. Era la única luz del edificio. «Pobre señorita Sheldon-Smythe —pensó Zanny—, pobre vieja excéntrica amante de los periquitos. ¿Te imaginas pasar los últimos años de tu vida en un lugar así? Pobre solterona marchita, acabada, diseccionadora de lombrices. Mi camino —siguió pensando Zanny escogiendo bien dónde ponía los pies entre las matas de casis que bordeaban el sendero de acceso a la casita de Murphy— es como la Vía Láctea, rebosante de estrellas».
Pero hacía frío y humedad. Y todo estaba embarrado. Las gallinas dormidas parecían recién nacidos con pesadillas. ¿Recién nacidos? Coito… ¿qué más? El corazón empezaba a latirle con fuerza.
Murphy, desde las profundidades de su propia pesadilla etílica que seguía la embriaguez oyó que llamaban a la puerta y le pareció que le clavaban las uñas en el cráneo. Lo retenían en actitud de crucifixión contra una enorme puerta que daba a una bodega. Ya tenía las manos y los pies clavados y ahora le estaban clavando la cabeza. Las escaleras de la bodega terminaban en un depósito de cerveza, y el nivel del depósito ascendía lentamente. Emitía humos, visibles como la neblina de un pantano irlandés. Que aquella cerveza emitiera efluvios de whisky era un misterio que le resultaba difícil resolver. Movió la cabeza ligeramente sobre la almohada y gimió de dolor. Si por lo menos ese hijo de puta dejara de martillear.
—Maldito cabrón hijo de puta —rezongó.
Zanny, descubriendo que la puerta no estaba cerrada con llave, la abrió y entró. En la cocina reinaba la oscuridad y tardó un poco en dar con el interruptor.
La luz de la cocina penetró en el dormitorio como un metal fundido. Y ahora aquellos cerdos querían quemarlo. Murphy se revolvió en la cama contorsionándose.
Zanny había visto a su padre algo achispado. Se le notaba en los ojos y un poco en la manera de hablar. Graham, ebrio, se volvía majestuoso. Andaba con una gracia lenta y cuidada. Despedía un ligero olor dulzón.
Murphy espatarrado bajo las sábanas revueltas era bastante distinto. Tenía la frente empapada en sudor. Se agitaba violentamente. Olía como si hubieran revuelto litros de jarabe para la tos con queroseno.
Zanny pensó que era evidente que se encontraba enfermo. Reprimió sus propias náuseas y se puso el pañuelo ante la nariz. Una vez había visto una película en que una misionera cuidaba de un vagabundo en una choza —el vagabundo tenía una enfermedad terrible, como el cólera, o algo parecido— pero la misionera permanecía junto a su cama secándole el sudor. En la misma película, cuando se hubo recuperado, ella se quitó las gafas y casi toda la ropa y se soltó el pelo. El vagabundo se afeitó, dejó de delirar y empezó a hablar educadamente. Había sido diplomático o algo parecido. Hicieron el amor en una playa limpia que se extendía ante la sucia choza bajo una luna redonda como una sandía.
Aquella también era una sucia choza.
El papel de la pared tenía marcas de humedad a lo largo del zócalo. No era de extrañar que hubiera cogido una pulmonía… o algo por el estilo.
Tenía un cuerpo muy hermoso. Lo contempló fascinada.
En ese momento Murphy abrió los ojos. En medio del whisky había un ángel-puta con el cabello a hebras doradas metido en él hasta los tobillos. El ángel-puta se sonrojaba. En un momento de recato, se envolvió en las ropas de la cama.
—Jesús, María y José —dijo.
—No se preocupe —lo tranquilizó ella—. No me importaba.
Junto a la cómoda había una silla sobre la cual descansaba la ropa de Murphy. Zanny la colocó encima de la cómoda y acercó la silla a la cama.
—Siento muchísimo encontrarlo enfermo —dijo.
Murphy, a punto de perder el sentido, no oyó más que un susurro. En el Purgatorio hacía frío y humedad, como en el interior de un barril de cerveza cuando habías bebido demasiado y te llegaba hasta los ojos.
—¿Le apetecería un poco de leche caliente? —preguntó una voz que igual podía venir del Cielo que del Infierno.
Tenía que ser del Infierno.
¡Leche! Lo que le haría bien sería vomitar. Hasta entonces se había resistido.
Zanny, interpretando su silencio como una respuesta afirmativa, fue en busca de la leche. Encontró la mantequilla en una quesera que descansaba en el escurreplatos. En el armario de la derecha de la ventana había una barra de pan, bastante tierno. Margarina. Un par de costillas de cordero pequeñas. Huevos en un cuenco. Leche. No le hizo falta oler la leche para darse cuenta de que estaba cortada.
La misionera no le daba de comer al vagabundo. Sólo le secaba la frente. Quizá sería mejor empapar un paño en agua tibia y hacer lo mismo.
Oh, Murphy, Murphy, que suerte que haya venido a verte, Murphy. En el futuro nos acordaremos de esta noche. Tú enfermo, sudado y apestoso. Yo cuidándote, ayudándote a superar el ataque —la pulmonía era un ataque, ¿no? Sin hacer ascos. Sin la más ligera aversión. ¿Sentía aversión la misionera? No. En las alegrías y en las tristezas. Peor ya no puede ser, Murphy, pero tampoco puede durar. Y esta casa no tiene cuarto de baño. Las monjas no habían tenido vergüenza de alojarlo en un cuchitril así. Un hombre de su sensibilidad rebajado de aquella manera. ¿En qué estaría pensando la madre Benedicta?
No estaría como una cuba, ¿verdad?
No, claro que no. Los borrachos andaban dando tumbos. O demasiado rígidos, como papá. Quizá había tomado algún remedio y se le había ido la mano. Seguramente su estómago necesitaba descansar, igual que el de ella después de la excursión. La había visto vomitar. Ella se moría de vergüenza. Pero verlo en el estado en que se encontraba entonces equilibraba un poco las cosas. ¿Qué podía usar como paño para la frente? Junto al fregadero había un paño de secar los platos y estaba limpio, bueno, bastante limpio. Lo aclaró debajo del grifo.
Toda la sangre se me está subiendo a los ojos, pensó Murphy repentinamente aterrorizado al sentir algo húmedo en la frente. Se sentó en la cama y empezó a agitar los brazos. Alcanzó a Zanny en todo el pecho y esta soltó un gruñido de dolor y se retiró rápidamente.
Murphy, con los ojos como platos, la informó con calma de que la última vez que le habían sacado sangre se la habían sacado del brazo. No se acordaba por qué.
Después de hacer aquella declaración volvió a caer boca arriba a través de un cielo nocturno, salpicado de nubes violetas y de centelleantes relámpagos.
Zanny abandonó el paño por demasiado peligroso, apartó un poco la silla de la cama y se sentó de nuevo observándolo cautelosamente. Cuando se deliraba se hacían cosas extrañas. ¿De qué hablaba? Por el amor de Dios, ¿qué debía hacer ella?
Si hubiera estado en las manos del sargento Thomas decidirlo, no hubiera detenido a Murphy a las doce menos veinte de la noche. Un buen sueño seguido de un desayuno sustancioso eran buenos amortiguadores de sustos. Y aun para el más fuerte representaba un susto grande. No obstante, el inspector detective Warrilow poseía una vena inglesa de dureza, como las tiras de acero de los viejos corsés. Desde su llegada, unos meses antes, los espinazos se habían enderezado ostensiblemente. Los hombres ni siquiera podían darse la satisfacción de insultarlo en galés. Sabía hablarlo, pero guardó el secreto traidoramente durante mucho tiempo. Thomas, dispuesto a ser caritativo, pensó que quizá lo iban a detener de noche para ahorrarles a las monjas la vergüenza de ver cómo se lo llevaban. Pero él declaró que le importaba un comino la vergüenza de las monjas. Cuando se arrancaba a una persona del sueño, el cerebro no estaba alerta. Las confesiones, que a la luz del día habían de sacarse con sacacorchos, de noche saltaban fácilmente. Las tres de la madrugada era la mejor hora, pero tenía cierta consideración hacia sus hombres.
¿Y consideración hacia Murphy? ¿Qué broma era aquella? Él no le había tenido ninguna consideración a Bridget O’Hare al darle un golpe en la nuca y empujarla por el barranco. El análisis de sangre había demostrado que el niño que llevaba en las entrañas no era de él. De haberlo sido, los hubiera protegido a los dos, como católico que era. Algunos testigos los habían oído discutir antes de subir al acantilado. Incluso habían oído pronunciar la palabra «malnacido». Él había regresado solo del acantilado. Había fingido verla. ¿Querían más pruebas? ¿Una confesión? Irían a buscarlo. Echarían la puerta abajo. Le darían un susto de muerte. «Duro, chicos, duro».
No era propio de Thomas jugar duro, pero tenía que hacer lo que le mandaban, dentro de los límites razonables. Se llevó al guardia Stevie Williams como acompañante. Williams era el capitán del equipo local de rugby y recordaba un poco a un simio. Nada más con mirar a Williams se te quitaban las ganas de discutir.
Los golpes en la puerta despertaron a Zanny del sueño ligero en que había caído y sintió que se le subía el estómago a la garganta. ¡Alguien se había chivado! ¡Dolly le había ido con el cuento a la madre Benedicta! No, Dolly no había sido. Otro. ¡Por Dios! ¿Quién? No sabía cómo pero había entrelazado la mano con la de Murphy. Presa del pánico, se soltó.
La madre Benedicta estaba echando la puerta abajo. La estaba acribillando a puntapiés y a porrazos. Murphy todavía dormía. Quería que saltara y se le pusiera delante, que la protegiera. Roncaba suavemente. La madre Benedicta se había vuelto loca. Se lanzaba estrepitosamente contra la puerta como un endemoniado. ¡Debajo de la cama, de prisa!
Zanny desapareció en el preciso instante en que Thomas y Williams descubrieron que lo único que tenían que hacer era levantar la aldabilla. Bueno, les habían dicho que hicieran ruido y lo habían hecho.
Zanny vio dos pares de pies enfundados en botas. Eran merodeadores dispuestos a matar, no la madre Benedicta. «¡Ay, madre Benedicta, ojalá fuera usted!». Entonces uno de ellos habló dulcemente, con un suave acento galés.
—Chico, chico, menuda curda. Si encendemos una cerilla esto explota —dijo.
—Dale un traguito más y a ver si eso lo reanima —dijo el otro.
—No le cabe ni una gota. Se le saldría por las orejas —replicó el primero.
Hablaron en galés sobre cómo podían lograr que Murphy se tuviera en pie. Este se dio una vuelta en la cama y el colchón de plumas se hundió. Zanny lo notó a unos centímetros de la cabeza. Los muelles del lecho estaban todos rotos. Uno le arañó el cabello. Debajo de la cama había mucho polvo y una tela de araña en el rincón. Cerró los ojos y se puso a rezar. «Ave María, llena eres de gracia, Santa María, madre de Dios…».
El lecho se balanceaba como una barca.
Unos pies descalzos entre dos pares de botas junto a la cama. La voz de Murphy:
—Hagan el favor de sujetar la habitación. ¿Por qué no frenan? ¡Hagan el favor de soltarme!
—Tenemos que vestirte, chico —dijo Thomas con calma—. Vamos a salir de paseo.
Murphy, que no tenía ningunas ganas de salir de paseo, trató de volver a la cama. Williams lo sujetó. Y si Williams te sujetaba no podías moverte. Thomas vistió a Murphy lo mejor que pudo.
—Más vale que lo digas ahora —dijo Williams—, mientras lo sujeto.
—Será perder el tiempo —repuso Thomas. No obstante, dijo lo que había que decir. Lo soltó bastante de prisa y Zanny tuvo que hacer un esfuerzo para entenderlo. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que los dos hombres eran policías y habían ido a detener a Murphy como sospechoso de asesinar a Bridget O’Hare.
Murphy escuchó la acusación con ecuanimidad. Estaba apoyado contra la puerta del dormitorio, sujeto mediante el brazo de Williams. De pie se encontraba algo mejor, como si el fluido circulara en todas direcciones en lugar de acumulársele en el estómago y la cabeza. Empezó a tararear una canción sobre las montañas de Mourne.
Los dos policías galeses lo empujaron suavemente hacia la puerta.
Las últimas palabras que oyó Zanny las pronunció Thomas:
—Las montañas de Mourne descienden hasta el mar —lo acompañó con voz grave—. Canta mientras puedas, chico, canta mientras puedas.