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El convento, que tenía dos siglos de antigüedad, estaba construido con piedras vetustas y se levantaba al sur de la península de Lleyn, formando una hermosa estampa. Era un internado femenino muy selecto regentado por monjas de una orden dedicada a la docencia. En el folleto explicativo del plan de estudios se hacía hincapié en el hecho de que cada niña recibía una atención particular y el número de alumnas raramente rebasaba la cincuentena. Asimismo, uno de los principales objetivos del colegio era la formación del carácter. Se vigilaban con especial esmero los aspectos espirituales y académicos a fin de que el producto final, según se desprendía del folleto explicativo, fuera una muchacha de costumbres refinadas. Sería buena en el más amplio sentido de la palabra. Incluso era posible que llegara a ser monja, si bien no se ejercía presión alguna en tal sentido.

—¿Las dos niñas serán, naturalmente, católicas? —inquirió la madre Benedicta.

Clare, católica no practicante, ya esperaba la pregunta y había decidido que, al menos temporalmente, regresaría al redil. A Graham, que teóricamente pertenecía a la Iglesia de Inglaterra, lo mismo le daba una cosa que otra. Mientras Zanny se dedicaba a asesinar al panadero, él se dedicaba a bombardear Colonia. Su propia actividad era justificable, pero a su queridísima hijita no podía perdonarla. Estaba dispuesto a mandarla a cualquier sitio, aunque fuera a un monasterio budista, si eso servía de algo. Era evidente que Clare no podía dominar a la niña; quizá las monjas pudieran. La madre Benedicta, a quien él consideraba la jefe religiosa femenina, parecía lo suficientemente temible. Era una orden francesa y la llamaban ma mère, aunque en realidad ella era irlandesa. Graham pensó que ojalá le ofreciera una jarra de Guinness de su tierra, o, mejor aún, un whisky. Las últimas semanas habían sido un infierno, y no pensaba precisamente en la guerra. A eso se acostumbraba uno.

—Mi esposo y yo —decía Clare— deseamos que ambas niñas sean educadas en la fe católica.

Era una hábil evasiva y así la identificó la madre Benedicta.

—En el caso de Susannah, sus planes religiosos son aceptables, pero la otra niña me han dicho que es refugiada. Creo que sus padres tienen derecho a dar su opinión al respecto.

—Es huérfana de guerra —explicó Clare—. Ahora ya no sabemos ni dónde está su abuela.

Aquello era cierto. Para la abuela Morton debía de ser un misterioso deseo del Señor que una bomba destruyera la mayor parte de la calle donde vivía poco después de la destrucción que llevara a cabo la propia Zanny. Graham, que había pasado el período de permiso en una continua situación de crisis, había tratado de conseguir noticias de ella, pero no había obtenido nada, y comenzaba entonces a mirar con alivio el hecho de que pronto lo mandarían al extranjero, seguramente al norte de África. Que Clare se acostara cuanto quisiera con su amigo el médico. Que Zanny diezmara la población con sus inimitables métodos. Él pilotaría sus bombarderos en paz.

—Pero ustedes no son los tutores oficiales de Dorothy Morton —señaló la madre Benedicta.

«A Dorothy Morton usted no la conoce —pensó Clare—, ni yo tampoco. Ni nadie. Conocemos a Dolly y todavía se limpia las narices con la manga».

—Si la aceptan ustedes —dijo—, estamos dispuestos a pagar las cuotas, a comprarle ropa y a hacernos responsables de ella hasta que pueda valerse por sí misma. Si para ello hemos de ser sus tutores oficiales, lo seremos, ¿verdad, Graham?

Este asintió. Todo aquello lo habían acordado ya antes de ir a ver a la monja. Graham había comenzado a darse cuenta de que Clare estaba madurando a la velocidad de una planta tropical en la selva. La mujercita bonita como una margarita de unas semanas antes se estaba convirtiendo en orquídea. Tenía las mejillas sonrosadas y había aprendido a imponerse. Todo ello debido a la desesperación. No podían librarse de Dolly. No podían encerrar a Zanny en solitaria reclusión. El convento era la única solución intermedia. El convento era terreno neutral. Allí no tendría a Mono. Ni el cochecito rosa. No era probable que Zanny codiciara las cuentas del rosario de Dolly. Y, si las codiciaba, pues mala suerte. Que la madre Benedicta se encargara de arrebatarle el puñal. Su verdadera madre ya estaba harta.

—Las dos niñas son muy pequeñas —señaló la madre Benedicta—. ¿Seis y siete años, me ha dicho?

—Sí, pero en su folleto dice que acogen a niñas incluso más pequeñas.

—Pero eso se debe a que sus padres, por diversas razones, principalmente relacionadas con la guerra, no pueden ocuparse de ellas. Ustedes viven en un pueblo pequeño bastante cerca de aquí. A diferencia de muchas familias, no están en un área de intensos bombardeos. Mandando a las niñas al colegio tan pronto se está usted privando de muchas de las alegrías de la maternidad.

Clare evitó deliberadamente mirar a Graham.

—Estoy dispuesta a renunciar a las alegrías de la maternidad —dijo.

—¿Puedo preguntar por qué?

—Porque para las niñas es mejor estar aquí. Yo no puedo ocuparme de ellas todo lo bien que quisiera. No tengo el temperamento adecuado. Y estoy segura de que usted y las demás hermanas sí. —«Incluso llevan llaves como si fueran carceleras y he visto las bonitas celdas y las imágenes del Sagrado Corazón sangrante. Ustedes sabrán dominarla. Por favor, Dios mío; por favor, Virgen María y todos los santos, que sepan dominarla».

Los ojos ligeramente bulbosos de la madre Benedicta parecían un par de antorchas que dirigieran a un avión en una pista de aterrizaje. Volvió la vista hacia Graham.

—¿Por qué cree su esposa que no tiene temperamento para educar a dos niñas pequeñas? ¿No piensa usted que podría hacerlo perfectamente?

Cuando te captura el enemigo, le dices tu nombre, graduación y número, pero no desvelas información innecesaria. Era perfectamente aceptable inventar. No obstante, la verdad, si no perjudicaba, era siempre lo mejor.

—Nuestra hija, Zanny, está celosa de Dolly. Nosotros no sabemos qué hacer; pero estamos seguros de que ustedes sí.

La madre Benedicta se levantó, se dirigió a una campanita que había junto a la chimenea y tiró de ella. Al cabo de unos minutos entraría la hermana Bernardette con té para tres personas. Resultaba evidente que el problema no tenía ninguna importancia. ¿Qué niño no estaba celoso de otro niño? La madre era demasiado sensible. Ahora ya no abrigaba duda alguna sobre la admisión de las dos niñas. Habían de ser educadas para que se amaran en el Señor. Entre tanto, tenían que ocuparse de la cuestión de las cuotas. Seguramente, la niña refugiada estaría muy retrasada y sería necesario darle unas clases especiales de lectura. Empezó a pasar revista a todas las cuestiones financieras. Al fin y al cabo, el dinero era un detalle importante.

—Estamos en tiempo de guerra, tenemos que arreglarnos con los cupones de ropa. Antes el uniforme era un vestido azul oscuro con cuello blanco; ahora es un pichi, por suerte también azul oscuro, y una blusa blanca. El abrigo de invierno, que antes era gris, es ahora azul marino. ¿Podrán proporcionárselo a las dos?

Clare, que de ser necesario hubiera saqueado Harrods, dijo que sí.

Las habían admitido, eso era lo importante. Empezó a sonar el ángelus. «Tocan a victoria», pensó Clare. Alargó el brazo hacia Graham y le cogió la mano. Este se la apretó.

A Dolly no le pareció justo que la encerraran a ella en un convento porque Zanny hubiera tratado de matarla. Pensó que preferiría estar muerta. Le gustaba la escuela del pueblo. Le gustaba el olor a tiza y las flores silvestres de las ventanas. Allí también había flores, muchísimas, alrededor de estatuas descalzas o con sandalias de tiras metidas entre los dedos. Las flores eran naturales pero parecían de cera, como las estatuas, y no olían a nada. La iglesia despedía una peste extraña. Salía de una cosita dorada que colgaba de una cadena y un niño la balanceaba mientras andaba detrás del cura. No le veía la gracia a tenerse que ahogar en aquella peste deliberadamente. Si a Jesús le gustaban los perfumes, ¿por qué no ponían esencia de rosas o algo así? Aquello tenía un olor asqueroso. Se lo había sugerido a una monja y esta, perpleja, le había contestado que rezaría por ella.

Asias —contestó Dolly con amargura—, muchas asias.

Zanny, en conjunto, se adaptó al nuevo entorno casi con resignación de adulto. Tenía que ocurrirle un día u otro. Todos los Moncrief se habían educado en un internado. Los Brady, por el lado materno, habían ido a conventos, que más o menos era lo mismo. Estar interno en un colegio era lo correcto de pequeño; quizá no tan pequeño, pero pequeño. Lo único que diferenciaba su caso era que mamá se había cansado de ella antes de lo normal. El desagrado de mamá tenía el mismo efecto que si se apagaran todos los fuegos de la casa, te quedabas helada de frío. Zanny era lo suficientemente lista para deducir que el trágico fin de Evans el panadero tenía algo que ver. No es que nadie hubiera armado revuelo alguno al respecto. Los buenos y amables policías no le habían preguntado nada. Aquí no se percibía ambiente de censura. Aquí la aceptaban. Hablaba como todo el mundo. Usaba el tenedor y el cuchillo correctamente en el refectorio. No escupía. Y en las raras ocasiones en que sonaba la sirena de ataque aéreo y todo el mundo corría al sótano del convento, las niñas mayores se turnaban para tenerla en el halda. Era una adorable niñita de rizos de oro, según decían.

Dolly, sentada en el extremo más ancho de una barra de equilibrios, puesto que estaban ocupadas todas las sillas, veía todo esto y no le daba importancia. Que se quedaran embobadas con Zanny si querían. Si aquello fuera un zoo y no un refugio antiaéreo, emitirían «ooohs» y «aaahs» al ver a los mimosos ositos, leopardos y orangutanes. Si las tarántulas no tuvieran aspecto de tarántula, probablemente también proferirían exclamaciones de admiración al verlas. Esta última idea le vino a la mente al ver una gran araña que subía por la pared detrás de la hermana Filomena. Se la quedó mirando con la esperanza de que cayera sobre la rígida toca blanca que llevaban las monjas en la cabeza para animar el negro del hábito.

La hermana Filomena, interpretando erróneamente la intensa mirada de Dolly, le propuso que se sentara en su halda. Era evidente que la niña estaba asustada. Seguramente, habría tenido experiencias horripilantes de bombardeos en Birmingham. Aquí nadie tenía miedo. Hasta el momento, no había habido nada que lo justificara. Uno acababa acostumbrándose al característico zumbido de los bombarderos alemanes. Hacía unos meses, uno de ellos había descargado sus bombas en un combate con un caza y habían destrozado un campo de nabos, pero nada más.

Dolly rechazó la invitación.

—Querida niña —dijo la hermana Filomena en tono consolador—, no debes tener miedo.

—No es que me den miedo —dijo Dolly—, es que no quiero que se acerquen. A mi abuela no le daban ningún miedo.

—Una abuela muy valiente —dijo la hermana Filomena, que estaba al corriente de lo de la abuela desaparecida, seguramente muerta—. El buen Dios la bendijo con un corazón animoso.

Era lo suficientemente valiente, pensó Dolly, para cogerlas y aplastarlas. Lo que le sorprendió es que su valentía para matar arañas fuera un don de Dios.

—Yo una vez le tiré un ladrillo a una —dijo—. Y casi le di.

La imagen de una niña desafiante lanzando un ladrillo probablemente sólo en su fantasía, a un bombardero enemigo, llenó a la hermana Filomena de cariño. Era una pequeña marginada, huérfana, de quien sus compañeras se apartaban o burlaban. Era una buena causa, una buena obra, un alma que adornar y pulir para convertirla en bonita y deseable. Era un motivo para estar en aquel convento de Gales, para estar en cualquier convento. No hacía mucho, Satán había estado buscando razones. Y allí tenía a una posible gema. Difícil, sin duda, pero un gran desafío. Un gran desafío.

Lentamente, una vez superaron la primera impresión que se habían formado de Dolly, las monjas se empezaron a dar cuenta de que se encontraban ante una persona excepcional. La maestra de párvulos de la escuela del pueblo lo sabía, pero nadie le había pedido que redactara un informe sobre la niña. La mente de Dolly, como una tierra virgen, tenía un gran potencial. Todo lo que se plantaba en ella florecía. Aunque también era cierto que su criterio de aceptación o rechazo de determinadas simientes era muy selectivo. Leía con facilidad la mayoría de los libros y era propio de ella preferir un ejemplar de Drácula que alguien había introducido furtivamente en la biblioteca a cualquiera de los demás libros que esta albergaba. Lo leyó en un par de noches, debajo de las sábanas, con la ayuda de una linterna, y luego lo repitió en forma de serial a quien quisiera escucharlo. Con el tiempo, fueron muchas las niñas que deseaban oírla. La marginada, a quien no le importaba ser una marginada, había encontrado el modo de integrarse.

Las sesiones narrativas tenían lugar en uno de los compartimientos destinados a estudiar música. Había en el colegio diez de ellos, con un piano en cada uno, y estaban insonorizados. En el espacio abierto del centro había una joven e inocente novicia detrás de una mesa que observaba como eran aporreados todos los pianos al otro lado de los cristales y cómo en el último compartimiento un pequeño grupo de alumnas hacían un examen de teoría sentadas en el suelo. Cuando de vez en cuando abría la puerta para ver cómo iban, era saludada por un coro de preguntas sobre negras, corcheas y semicorcheas. Se dio cuenta de que un par de niñas estaban pálidas de terror, pero pensó que quizá le hacían falta unas gafas nuevas. La teoría musical no era una asignatura fácil; requería una mente matemática.

Zanny no asistía nunca a estas sesiones. En el lenguaje de Dolly, las consideraba «una bobada». Que Dolly tuviera acólitos le molestaba un poco, pero dentro de unos límites emocionales no peligrosos. Aquel era terreno neutral y ella tenía amigas propias. Muchas. Pero entre ellas no había ninguna monja. Dolly tenía a la hermana Filomena. Quizá ello no la hubiera perturbado tanto si hubiera sabido lo que Dolly pensaba al respecto. Gustosamente, Dolly le hubiera regalado a Zanny la hermana Filomena, que no era Mono ni un cochecito rosa. Que esta fuera una «desagradable molestia» y no un «maldito incordio» se debía a las lecciones de elocución de la hermana Filomena, los miércoles de seis a siete de la tarde, es decir, después de la hora de los deberes y antes de la cena, que oficialmente era el período dedicado a los juegos. Dolly lo soportaba de mala gana.

Las clases tenían lugar en la sala donde se recibía a las visitas. Las sillas eran de terciopelo rojo cubierto de fundas blancas. En el centro había una reluciente mesa ovalada con un tapete bordado redondo en medio. Y en el centro del tapete había un jarrón de culantrillo. Durante la primera visita de Dolly había una rosa junto al jarrón. La hermana Filomena le dijo que la cogiera.

Dolly, buscando desconfiadamente las espinas, así lo hizo.

—Eso —dijo la hermana Filomena, con los ojos brillantes por la engañosa euforia de los que creen que están siendo buenos de verdad— eres tú, Dolly.

En su vida, Dolly había tratado con borrachos y con locos, pero hasta entonces no se había encontrado con aquel tipo de aberración y no sabía cómo clasificarla, de modo que no dijo nada.

—¿Se te ha ocurrido alguna vez —prosiguió la hermana Filomena— que eres hermosa, como esa rosa es hermosa, una criatura de Dios, delicadamente formada, creada con amor?

—Sé lo que hicieron mi papá y mi mamá, si se refiere a eso —dijo Dolly. Cuando se vivía en una sola habitación era imposible no saberlo. Pero el producto final era siempre una criatura llorona y no una rosa roja con pulgón verde. Cogió el pulgón con los dedos y lo echó al suelo. ¿Es que no sabían nada aquellas monjas? ¿Por eso estaban allí?

—¿Es que no sabe nada? —preguntó.

La hermana Filomena notó cómo se sonrojaba. La tarea iba a ser más formidable de lo que esperaba. Siguió adelante rápidamente, antes de que Dolly le soltara un discurso sobre la copulación.

—Ahí fuera —dijo señalando con la mano los jardines del convento— oímos cantar a los pájaros. Cantan muy bien. Dios les ha dado una voz preciosa y saben utilizarla. Tú también tienes buena voz; tú también puedes producir sonidos hermosos.

—No tengo oído —dijo Dolly. En la obra de teatro que habían representado en el colegio del pueblo le habían dicho que sólo fingiera que cantaba y no osara soltar ningún gallo. La señorita Williams era muy práctica y sensata. Se había ganado el respeto de Dolly.

—Los que tienen oído —dijo la hermana Filomena— permiten que oiga. Tú tienes oídos, Dolly, dos oiditos preciosos, como conchas de una playa. Son unos oídos maravillosos, como los oídos de cualquiera. Escuchan los sonidos y luego tú los reproduces. Tomemos, por ejemplo, el sonido «ado». A-ca-ba-do. «Ado». ¿Puedes repetirlo? A-ca-ba-do. Fíjate en el «ado».

—¡Ay, Dios mío! —dijo Dolly por lo bajo.

Lo que no se podía evitar había que soportarlo; se lo había enseñado su abuela. El ahínco de la hermana Filomena era tan persistente como cualquiera de las imposiciones que se había visto obligada a soportar en el pasado. Después descubrió que la hora se convertía en una hora y media si no obedecías. Y terminaba antes si pronunciabas todas las letras. Cuando veías venir un punto conflictivo, lo evitabas, si no querías quedarte otros diez minutos. Si te decían que debías parecer una rosa, hablar como un ruiseñor y andar como una princesa, debías tener cuidado de no echarte un pedo de exasperación (el castigo impuesto consistió en una hora adicional la tarde siguiente). Había que aprender a hacer concesiones.

Hacia el final del trimestre, Dolly había bajado lo suficiente la bandera de la rebelión, al menos en la superficie, para ser socialmente aceptable. Empezaba a hablar con corrección. Estaba en el primer peldaño de la escalera de la clase. Ahora se hurgaba las narices en privado. Tenía las uñas limpias porque cada día las revisaban y si no estaban limpias tenías que volver a limpiártelas. No revisaban las orejas, pero ahora estaba obsesionada con los oídos, lo cual no era de extrañar. Era la única parte de su anatomía que se limpiaba por voluntad propia.

Zanny, a quien no le interesaba la metamorfosis de Dolly, que había pasado de gusano a criatura viscosa con alas, se ocupaba en encontrar su propio nivel. Académicamente, se encontraba un par de clases por detrás de Dolly. Antes solía corregirle la pronunciación con gran placer. Ahora Dolly era una maestra de las palabras difíciles. Perder la sensación de superioridad era como perder la camiseta; se quedaba uno un tanto desnudo. En general, el plan de separación de Clare estaba saliendo bien; las dos niñas apenas se veían, principalmente por elección propia. Pero los preparativos de la primera comunión cambiaron las cosas.

La madre Benedicta le escribió a Clare para comunicarle que, puesto que se acercaba el séptimo cumpleaños de Zanny, iban a comenzar a prepararla para la primera comunión, que iría precedida de la primera confesión. Dolly también iba a ser aceptada en la Iglesia. Quizá la señora Moncrief desearía mandarles vestidos blancos a las dos. El convento les proporcionaría los velos blancos. En cuanto al pastel, resultaba bastante difícil conseguir los ingredientes necesarios. Quizá la señora Moncrief lo habría previsto y habría apartado una cantidad de azúcar a tal fin.

Clare, tranquilizada por el hecho de que la población del convento no hubiera menguado hasta el momento, estaba bastante satisfecha. Graham, como esperaba, había sido enviado al norte de África y escribía con toda la frecuencia que le era posible. Le mandaba besos a Zanny y Clare se los transmitía. Aparentemente, todavía eran unos padres que se querían y que querían a su preciosa hijita. Que la preciosa hijita fuera a entrar en el seno de la Santa Madre Iglesia después de confesar todos sus pecados era un sobresalto. Clare no sabía qué hacer. Escribiendo a Graham no arreglaría nada. En este caso, una preocupación compartida no era una preocupación reducida a la mitad. No se atrevía a decírselo a Peter. Todavía seguía «curándole la espalda», como decía Zanny. Ambos eran amantes y ninguno de los dos se planteaba otra cosa. Las complicaciones del amor, de la familia, del futuro, estaban excluidas de su relación.

El futuro de Zanny en un confesionario asomaba en el horizonte de Clare como una cruz de perdición. ¿Estarían de verdad sellados los labios del sacerdote? Y si no estaban sellados, ¿la expulsarían? Después de pasar varias noches en vela, Clare decidió esperar a ver qué ocurría y no anticiparse a los acontecimientos. No podía hacer nada. Una corta visita a Zanny para decirle que no abriera la boca no sería de ninguna utilidad, puesto que ahora, sin duda, le estaban inculcando que hiciera lo contrario. No sabía coser, pero había guardado el traje blanco de cuando se casó y decidió encargarle a la modista del pueblo que hiciera un par de vestidos de comunión con él. El pastel lo hizo ella misma. El mazapán no era auténtico, pero no le costó demasiado reunir el resto de los ingredientes. La esposa de un campesino incluso consiguió unos frutos secos. Podían ser obstinados inconformistas galeses con una desconfianza innata hacia las prácticas papistas, pero cuando se trataba de que un par de niñas, una de las cuales había perdido a su hermanito tan trágicamente, tuvieran pastel de comunión, estaban dispuestos a ayudar todo lo que pudieran.

Entre tanto, ni Zanny ni Dolly entendían a qué se debía tanto alboroto. Dolly absorbió el catecismo como una esponja. Cuanto antes aprendías las cosas, antes te dejaban en paz. Zanny, que no tenía tan buena memoria, descubrió que sonriéndole dulcemente al padre Donovan alcanzaba similares resultados. El viejo sacerdote estaba encantado con ellas. Aquellas preciosas hijitas de Dios. Una tan lista y rápida; la otra tan guapa y buena. Dos princesitas. Las monjas no dejaban de acariciarlas, vestidas con sus trajes blancos, con los misales blancos en la mano y los blancos velos sobre el cabello.

Clare, que se encontraba entre los feligreses para el acontecimiento, sintió que le invadía el recelo y luego unos inesperados deseos de llorar. Zanny estaba guapísima. Estaba angelical. ¿Por qué no podía ser lo que aparentaba? Dolly, en cambio, estaba hecha una facha. Tenía una carita simiesca con unos enormes ojos oscuros. El vestido le estaba demasiado largo y tropezaba continuamente. Alguien le había dado un pañuelo grande ribeteado con puntillas y le asomaba por la manga izquierda.

Dolly fue la primera en dirigirse al confesionario. No estaba segura de a quién estaba complaciendo sometiéndose a todo aquel ritual. Si la abuela no había escapado a la bomba y en aquellos momentos estaba revoloteando allí arriba, se le saldrían los ojos de las órbitas.

Cuanto antes lo dijera, antes habría acabado.

—Protéjame padre porque he pecado.

El padre Donovan, al otro lado de la celosía, recitó la respuesta.

—Que el Señor esté en tu corazón y en tus labios para que confieses honrada y humildemente tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

—Amén —dijo Dolly.

El sacerdote la instó dulcemente.

—¿De qué te acusas?

Dolly recapacitó. Había pensado mucho sobre ello. Había observado cómo se arrodillaban las monjas antes de confesarse. Se soltaban el velo para que les cubriera el rostro. Pero ¿qué confesaban? ¿Qué crimen podía cometerse en un lugar como aquel? Debían de ser bobas.

—De nada —dijo.

—¿De nada? Piensa, niña, piensa.

—No he hecho na. —En momentos de tensión, y aquel se estaba convirtiendo en un momento de tensión, Dolly regresaba a su lengua natural.

El padre Donovan, recordando lo despierta que era para las clases de catecismo, estaba un poco desconcertado. No la había oído nunca hablar así.

—Si no has hecho nada —dijo—, quizá has cometido pecado de omisión. Se puede pecar dejando de hacer algo que debías hacer en una situación determinada.

Dolly recordaba vagamente una conversación similar, pero más sencilla, mantenida con él, algo relativo a tener que ayudar a un ciego a cruzar la calle, que era pecado si no lo hacías. Allí no había ningún ciego, y no salías a la calle casi nunca.

Esperó que le hiciera alguna otra sugerencia.

Le hizo varias más, incluido el orgullo espiritual, pero Dolly lo negó todo. Ni siquiera sabía lo que quería decir orgullo espiritual.

Ambos empezaron a sudar.

Dolly quería marcharse. Ya era suficiente. No le veía la cara, pero por la voz parecía malhumorado. Si no se le ocurría pronto un pecado, saldría de su escondite y la abofetearía.

Entonces se acordó de algo y sonrió aliviada. Claro que había pecado. Al entrar en el confesionario le había dicho una mentira colosal.

—Protéjame Padre porque he pecado —dijo. Le había dicho que había pecado cuando en realidad no había pecado.

—Padre, he pecado por decir una mentira.

—Bueno, gracias a Dios —dijo el padre Donovan ásperamente—. Y gracias a la Virgen por ayudarte a recordarlo.

Decidió no preguntarle cuál era la mentira; llevaba diez minutos con ella y ya era hora de empezar con la otra jovencita, que quizá resultaría más fructífera. Fríamente, le indicó que rezara tres avemarías.

Zanny, que esperaba a que saliera Dolly, se estaba poniendo cada vez más nerviosa. ¿Qué le estaría contando que tardaba tanto?

Por fin salió Dolly, con evidentes signos de tensión. En la prisa por salir del confesionario, tropezó con el vestido y cayó cuan larga era ante Zanny.

—¡Maldita sea! —exclamó por lo bajo avergonzada. Seguidamente le dijo a Zanny en un susurro que le había puesto tres avemarías.

Mientras Zanny se acomodaba en el confesionario, el padre Donovan dijo una breve plegaria para que esta fuera más fácil. Cumplieron con preliminares y entraron en materia.

—A veces es un poco difícil acordarse de los pecados, pero has tenido tiempo para pensar. ¿De qué te acusas?

Transcurrieron unos momentos de silencio; se oyeron unos crujidos del vestido de satén y luego un murmullo misterioso.

—Padre, ¿me oye si no lo digo en voz alta?

—Te oigo perfectamente.

—Yo ahogué al pequeño Willie.

—¿Cómo?

—Que yo ahogué al pequeño Willie en el estanque.

El padre Donovan se metió el dedo índice en la oreja por si tenía algo que le impedía oír bien.

—¿Has dicho «empujé»?

—No, «ahogué». Me senté sobre su cabeza.

«Dios Todopoderoso —pensó el padre Donovan—, ¿qué broma es esta?». Siempre había atribuido cierto sentido del humor al Santo Dios, pero nunca le había gastado bromas como aquella. Primero una niña que no ha cometido ningún pecado y finalmente se rinde después de sonsacarla con suma paciencia. Y la otra niña va y se inventa un pecado colosal. Sin concesiones.

—Mentir es malo —dijo severamente.

—Lo sé, padre, pero también es malo no decir la verdad.

Un atisbo de duda penetró en la mente del padre Donovan. Parecía muy segura de sí misma. Muy seria. Sin un asomo de risa. No estaba fuera de lo posible.

—¿Cuántos años tenía el pequeño… Willie?

—Cuatro.

Perfecta y asombrosamente posible.

Dejó de fingir que no sabía quién se encontraba al otro lado de la celosía.

—¿Zanny?

—Sí, padre.

—¿Me estás diciendo la verdad, Zanny?

—Sí, padre.

—¡Por Dios Santo! ¿Por qué te dejó?

—¿Por qué me dejó?

—Sí, ¿por qué te dejó sentarte sobre su cabeza?

—Lo perseguí hasta que se cayó en el estanque, se dio un golpe en la cabeza contra el fondo y antes de que se levantara, yo me senté sobre su cabeza. Intentó apartarme, pero no pudo. Había muchas burbujas, y peces. Cuando mamá y el doctor lo sacaron estaba muerto.

Una explicación clarísima. El padre Donovan la creyó. Apoyó la cabeza en las manos y sintió un repentino deseo de ir al lavabo, pero se contuvo. Durante sus años de sacerdocio había oído una gran gama de pecados, y algunos bastante peliagudos, pero ninguno tanto como aquel. No sabía qué hacer ni qué decir.

—Padre.

—Dime, Zanny —contestó con voz ronca.

—¿Tengo que decir mis pecados de golpe o uno a uno?

—¿Quieres decir que has hecho algo más?

—Sí, padre, he matado a Evans el panadero.

—¿A quién?

—Al señor Evans, el que repartía el pan. Lo hice explotar. Se quedó colgado de un árbol, todo negro y con llamas. Se murió.

—Ah —dijo el padre Donovan. Su vientre recuperó la normalidad. El Señor tenía hoy un día de gran actividad. Casi había conseguido que se lo creyera. ¿Qué pecado había cometido él? ¿Ser petulante? Había acusado a la otra niña de orgullo espiritual y ahora Dios le estaba tomando el pelo. Le había mandado aquella niña, que tenía una imaginación desmesurada y durante un minuto había creído lo que le contaba. De pronto comprendió que aquella criatura de cabellos de oro era un instrumento del Señor, que le había sido enviada para que se riera, para que se riera de sí mismo. Su único pecado era leer los tebeos inadecuados y luego identificarse con ellos. Las monjas no deberían permitir que ese tipo de literatura entrara en el convento. Evans el panadero, ¡eso era nuevo!

Le acometió un acceso de risa, pero hizo todo lo que pudo para reprimirlo.

—¿Sabes, Zanny, que está mal decir mentiras?

—Sí, padre.

—Muy mal.

—Sí, padre.

—Y no volverás a decir más mentiras, ¿verdad, Zanny?

—No, padre. —(¿Cómo iba a decir más mentiras si no había dicho ninguna?).

—Zanny.

—Diga, padre.

—Ya sabes que hay libros que no debes leer. ¿Qué tipo de libros lees?

Peter Pan —declaró Zanny con precaución. Tratar de adivinar lo que tenía el cura en mente la fatigaba.

—¿Y los tebeos?

Para chicas y Arco Iris.

—¿Has leído alguna vez esos tebeuchos para niños?

—No, padre.

—¿Los que hablan de gente como Evans el panadero?

—No, padre.

—Y, si has mentido, no lo volverás a hacer, ¿verdad, Zanny?

Zanny, absolutamente confundida, dijo que no.

—Entonces, reza tres avemarías. Que Dios te bendiga.

—¿Nada más? —En sus momentos más pesimistas, Zanny había imaginado que la ahogarían en agua bendita o la quemarían en la hoguera.

—No —dijo el padre Donovan contento—, nada más. A no ser que quieras rezar alguna oración por mí.

Aquella noche, una vez en la cama, Zanny comenzó a deshacer el rompecabezas y lo volvió a montar de modo que tuviera más sentido. El inspector detective Humphreys le había dado una bolsa de caramelos por matar al pequeño Willie. El padre Donovan le había impuesto tres avemarías por matar a Willie y a Evans el panadero. Tres avemarías era una penitencia, no muy grande pero señal de desaprobación. Matar estaba mal, pero no muy mal. Por una muerte te perdonaban completamente. Por dos te reprendían ligeramente. Siempre que no te excedieras de un límite razonable, no tendrías demasiadas complicaciones. Tres avemarías por dos muertes. Tres avemarías por una mentira (la de Dolly). Al principio había mirado a Dolly con considerable curiosidad. ¿Habría matado a alguien también ella? ¿Cuándo había tenido oportunidad? Y, ¿a quién? Era bastante evidente que a Dolly le apetecía librarse de la hermana Filomena, pero la hermana Filomena todavía estaba viva. Cuando se lo preguntó, negó categóricamente haber matado a nadie. Dijo que había mentido; si no lo hubiera hecho no hubiera salido del confesionario hasta que ella y el padre Donovan se murieran. Vaya bobada. Había que ir por ahí cometiendo pecados para complacer al padre Donovan.

A Dolly no le parecía justo que los horribles crímenes de Zanny fueran tratados con tanta indulgencia. Quizá el hecho de que Zanny fuera tan mona tenía algo que ver. Si ella, Dolly, hubiera hecho tamaña confesión, en aquel momento estaría siendo torturada en un calabozo. Quizá después de todo la hermana Filomena no era un enemigo. Tener que pulirse era un incordio, pero si confesabas tus crímenes con voz melindrosa, como un maldito ruiseñor, salías impune. Así pues, en la siguiente visita a la hermana Filomena, se comportó con extraordinaria sumisión.

—Hija mía —dijo la hermana Filomena encantada—, estamos progresando.

Y continuó progresando durante los dos años siguientes. Aparentemente, Dolly pasaba por una niña de clase media. Incluso se inventó una tata que la había cuidado en los años anteriores al parvulario. Los que no conocían su origen la creían. Le divertía referirse a sus padres fallecidos como «mi estimado papá» y «mi queridísima mamá». La abuela Morton era «mi maravillosa abuela, que en paz descanse». Y, después de dos años de silencio, seguramente así era. Dolly todavía pensaba en ella de vez en cuando con aflicción. En momentos de soledad, se abrazaba a la almohada de la cama y enterraba la nariz en ella tratando de conjurar el olor de la abuela Morton, un olor vulgar de sudor y ginebra mezclado con una especie de esencia destilada de afecto. Birmingham había sido real. La mayor parte del tiempo desagradablemente real. La realidad del convento era menos incómoda, pero a veces se lloraba sin saber por qué. Un buen sopapo en la oreja propinado por la abuela Morton o por papá o mamá en aquellos días lejanos era señal de cariño. Quizá cuando te pegaban te odiaban, y tú los odiabas a ellos, pero la emoción también tenía su cara positiva. Aquí te apreciaban, moderadamente, o te despreciaban, con la misma moderación; pero ninguno de esos sentimientos era profundo.

También Zanny estaba atravesando una fase desapasionada. Nada la perturbaba demasiado. No era capaz de hacer las sumas, pero generalmente podía copiárselas de alguien. Si hubiera estado en la misma clase que Dolly, quizá hubiera sentido celos de la capacidad de esta; pero no es posible arrebatarle el cerebro a su propietario. La cabeza de Dolly y su contenido estaban perfectamente a salvo.

Clare, que había despertado la ira de las monjas por no llevarse a Dolly a casa para las vacaciones, empezó a pensar si sería sensato arriesgarse a tenerla unos días. Pero decidió que mejor era dejarlo. Mantenía la promesa pagando las cuotas del colegio y comprándole ropa y regalos para su cumpleaños y Navidad. Si durante las vacaciones no se hubiera quedado ninguna niña en el convento, se hubiera visto obligada a correr el riesgo, pero no era la única. Las demás tenían razones excelentes, había dado a entender la madre Benedicta en tono de censura. «Yo tengo un motivo más que excelente», pensó Clare. De cualquier modo, seguramente no corría peligro alguno llevándose a las dos niñas de compras por el pueblo cercano; y el gesto apaciguaría a las monjas. Zanny se daría cuenta de que el cariño materno proseguía durante el curso igual que en vacaciones (después de todo, la quería, ¿no?), y Dolly no se sentiría demasiado abandonada. (Lástima que su abuela no hubiera aparecido; pero, aunque apareciera ahora, por ley de vida no sería más que una breve aparición).

La excursión transcurrió sin incidentes, aparte de la alarma antiaérea. Se refugiaron en una librería próxima y Clare les dio dinero para que se compraran un libro cada una. Ambas eligieron un anuario de cine y en un raro momento de complicidad le aseguraron a Clare que a las monjas no les importaría en absoluto. Contenía bonitas fotografías. Tarzán era como una ilustración de historia natural, con todos aquellos árboles. Al ver el torso de Johnny Weismuller, Clare no se dejó engañar, pero le complació ver cómo se reían juntas. Parecía que empezaban a llevarse bien. Además, los libros eran inocentes. Se acordó de Peter, que todavía era menos parecido a Tarzán que Graham. La guerra estaba durando demasiado. Sin duda, Graham la estaría corriendo por ahí. ¿O acaso las matanzas continuas quitaban el apetito? Y, si no quitaban el apetito y no lo podías satisfacer de la manera normal, ¿lo satisfacías de la otra manera? Cuando Johnny regresara a casa, ¿vendría seguido por otro Johnny? No era un pensamiento agradable. Lo apartó de su mente.

Hubiera sido mejor que la hermana Clemence hubiera apartado también de su mente un pensamiento similar referente a sus pupilas. Era una francesa de cuarenta años y cuerpo exuberante que llevaba el hábito con fortaleza más que con entusiasmo. Aborrecía la vigilancia de los dormitorios; sin embargo, la efectuaba con denodado celo, que era como lo hacía todo. En lugar de pasearse por la sala rezando el rosario en voz baja, o murmurando con dulce nostalgia anécdotas de su juventud, muy anterior a Hitler y a la guerra, sus pensamientos no se apartaban del presente. Cumplía su deber al pie de la letra y más. A las nueve apagaba las luces. Cualquiera que se retrasara un poco en el baño o hubiera hecho una visita nocturna al lavabo tenía que volver a la cama como pudiera. No se permitían linternas. Las conversaciones a media voz a través de las divisiones de los compartimientos estaban prohibidas. La ropa tenía que estar bien doblada sobre la silla de al lado de la cama. Se podía tener fotografías de los parientes próximos en el estante que había junto al armario. Las demás fotografías estaban proscritas. Clive Brook y Clark Gable haciendo temporalmente de papá antes de marcharse a la guerra podían engañar a alguna de sus más inocentes compañeras, pero no a la hermana Clarence. Cuando estaba de guardia, las fotografías de las paredes iban a parar debajo del colchón. Las páginas de los libros de Zanny y Dolly, arrancadas y cambiadas por caramelos, pasaban a la clandestinidad como la resistencia francesa y se trasladaban peligrosamente de compartimiento a compartimiento. Puesto que el número de páginas era limitado, las niñas viajaban corriendo un peligro todavía mayor para contemplarlas bajo las mantas de dos en dos. En un mundo carente de hombres, había que proteger a Franchot Tone y Melvyn Douglas de los ojos de la malévola autoridad empujándolos a los pies de la cama cuando la hermana Clemence andaba al acecho. Si eras la visitante, cogías la linterna y tratabas de esconderte mientras la propietaria de la cama fingía estar dormida inocentemente ante sus ojos fisgones. Una vez había pasado, las dos se metían debajo de las sábanas con la linterna y el galán cinematográfico, y el mundo se llenaba de hombres, hombres guapísimos.

¿Qué era una lesbiana?

¿Por qué se ponía histérica la hermana Clemence?

Incluso las mayores pensaban que su reacción ante el crimen rayaba en la paranoia. ¿Para qué las mandaba a ver a ma mère? ¿Podían expulsarlas? ¿Por qué? ¿Por hablar en la oscuridad? No se les ocurrió que enseñar las fotos podía arrojar nueva luz a la cuestión.

La hermana Clemence, temblando de emoción, llevó a una docena, en camisón, al despacho de la madre Benedicta y luego fue a buscar a la autoridad superior.

Zanny y Dolly, las más jóvenes, se miraron con los ojos hinchados. ¿Qué pretendía? Estaban contando las fotos que les quedaban y calculando su equivalente en caramelos. Tenían los bolsillos del camisón llenos. Como vendedoras de fotografías, habían subido mucho en la estima de las niñas mayores, y ahora se preparaba una tormenta sobre sus cabezas.

La madre Benedicta llegó hecha una furia y las mandó a todas a la cama. Dijo que ya hablaría con ellas a la mañana siguiente. Era una mujer equilibrada que sabía muy bien que la hermana Clarence no lo era. Si había una explicación, no necesariamente la de la hermana Clarence, ya la desvelarían a la luz del día.

Recibió a las niñas de dos en dos. Parejas lesbianas, las llamaba la hermana Clarence. La madre Benedicta no.

Empezó por las mayores y vio en ellas desconcierto en vez de lujuria. Si habían pecado, no era pecado de la carne. Cuando llegó a Zanny y Dolly, les hizo las preguntas que les había hecho a las otras, pero movida por un sentido de la equidad más que por convicción.

—Zanny y Dolly, estabais juntas en la cama, ¿por qué?

—Para hacernos compañía —dijo Dolly que era la que pensaba más de prisa.

—Y, ¿qué hacíais?

—Nada.

—Contéstame tú, Zanny. ¿Qué hacíais?

—Nada —dijo Zanny repitiendo lo que había oído.

—¿Os tocabais una a otra?

¿Cómo iban a estar las dos metidas en una cama de ochenta centímetros sin tocarse?

—Sí —contestaron al unísono.

—¿Dónde os tocabais?

Ambas supieron instintivamente que no debían haberse tocado. Pero ignoraban por qué.

—Zanny me tocaba el dedo del pie con su dedo del pie dijo Dolly.

—Dolly tenía el brazo izquierdo pegado a mi cuello —explicó Zanny.

—¿No os tocabais en ningún otro sitio?

Del tono de la pregunta dedujeron que era sumamente indeseable haberse tocado en ningún otro sitio. No entendían nada. En esta ocasión ambas respondieron a coro.

—No.

Entonces les explicó severamente que era pecado infringir las normas del colegio. Una de las normas era que una vez estabas en la cama no debías salir de ella. No se podía salir de la cama y meterse en la cama de otra niña por ningún motivo. Cuando se confesaran, debían recordar lo que habían hecho y decírselo al padre Donovan.

Dolly y Zanny llegaron después a la conclusión de que sería más conveniente decirle al padre Donovan que se habían metido juntas en la cama para besarse, porque el beso era el mínimo contacto, y era evidente que el pecado residía en tocarse. Podían guardarse ese pecado en reserva por si les hacía falta la próxima vez que se confesaran.

El sacerdote las escuchó conmovido —todas las demás confesiones carecían de implicación carnal alguna— y les puso como penitencia rezar dos veces el rosario. Que el buen Dios solucionara aquello él mismo, pensó. La cruz de la madre Benedicta era la hermana Clemence, y ahora comenzaba a comprender por qué. Los pecados individuales confesados por monjas y alumnas encajaban como un mosaico y ello permitía contemplar el convento en conjunto. Era normal. Era humano. Se alegraba de que El Que Estaba Allá Arriba fuera el árbitro final. Él, el padre Donovan, como instrumento, con frecuencia se sentía aliviado por poder trasladarle las decisiones a Él. Y había ocasiones, como aquella, en que se las trasladaba sin demora.

Rezar dos rosarios enteros implicaba un pecado de cierta magnitud y una vez más la búsqueda por parte de Zanny de algún tipo de guía moral topó con un muro. ¿Quién se había inventado todas aquellas penitencias? ¿Tenía el padre Donovan algún libro de referencia? Si le hubiera puesto una almohada en la cabeza a Dolly y se hubiera sentado encima, ¿le hubieran hecho rezar tres avemarías? ¿Cuatro? ¿Cinco? Unos pecados se llamaban mortales y otros veniales. Por los del primer grupo ibas al infierno. Hasta entonces, todos los pecados que había cometido eran veniales, y matar era más venial que la mayoría. Matar no parecía grave. Sin embargo, tocar sí. Sus recuerdos del pequeño Willie y de Evans el panadero se estaban desvaneciendo como una tenue puesta de sol en el suave velo grisáceo del olvido. Dolly, que fingía rezar el rosario, le dio un codazo a Zanny y, regresando a su habla populachera por mero gusto, dijo que todo aquello era una absoluta bobada.

—Nada de esto tiene sentido.

Zanny estuvo de acuerdo.

En aquel momento juró no volver a buscar razones. No había ninguna guía más que tu propia cabeza. El pecado no era sino una gota de mercurio que adoptaba formas distintas y no se podía asir. Más valía olvidar tal concepto. Borrarlo. Vivir. Para ella, sus propias palabras eran más sencillas; y muchas veces ni siquiera recurría a las palabras. Se imaginaba sentada en una playa, desnuda. Brillaba el sol. No había confusión. No había alboroto. Su mente era como el interior de una concha. Una madreperla, rosada y hermosa, criando preciosas perlas.

En 1945, el mismo día en que terminó la guerra, Zanny tuvo la menstruación por primera vez. Repicaron las campanas del convento, así como las del pueblo, se lanzaron serpentinas y todo el mundo se abrazó impunemente. Zanny sintió aquel líquido caliente entre las piernas y dio un alarido llevada de la perplejidad y de cierto grado de miedo a ser mujer. Todo el mundo estaba demasiado contento de que por fin hubieran aplastado a Hitler para darse cuenta. Se aplicó una de las toallitas que le había preparado mamá y se tumbó en la cama a esperar acontecimientos memorables. Resultaba extraño ser mayor (casi tenía once años). Sentía unos horribles retortijones en la barriga y tenía la sensación de que se estaba desangrando lentamente. Si aquello iba a ocurrirle una vez al mes hasta que tuviera cuarenta años, es que alguien les tenía ojeriza a las mujeres. Se sintió ultrajada por la suprema injusticia que ello representaba. Los hombres también deberían sangrar. Papá pronto volvería a casa. Él no había sangrado nunca. Ni superficialmente ni interiormente. Estaba empezando a olvidarse de cómo era.

Graham, que recordaba a Zanny pequeñita, regordeta y mortífera, quedó encantado con lo que vio. Cuando se estirara un poco, y ya se le estaba formando la cintura, sería una maravilla. Ya no tenía barriguita y debajo de la blusa del colegio se adivinaban unos pechitos como pequeños cuencos al revés. No sólo era una belleza potencial sino que también era buena. Las monjas habían hecho maravillas con ella. Llevaba años sin matar a nadie.

A diferencia de muchos compatriotas suyos, a Graham no le resultó difícil volver a integrarse en la vida familiar. Su matrimonio no fracasaría. Se llevó a Clare a la cama con el ansia de un amante nuevo y ella lo recibió entusiasmada. Peter se había convertido en una aburrida rutina. Graham tenía juegos nuevos. «Ya he recibido mi cupo —pensó Clare—. Los días negros han terminado. La vida vuelve, por fin, a ser normal. Incluso lo suficientemente normal para que Dolly pase unos días con nosotros durante las vacaciones de verano. (Sólo unos días, no nos precipitemos)».

Graham, que no era muy inteligente, reconocía la extraordinaria inteligencia de Dolly, si bien no la valoraba lo suficiente. Tardó cierto tiempo en acostumbrarse a la metamorfosis que de una niña barriobajera la había convertido en una adolescente educada y perfectamente aceptable. Incluso la llamó Dorothy un par de veces. Era bajita, delgada y desgarbada, nada atractiva. Pero tenía los ojos bonitos, le recordaban el tono pardo de los sombríos oasis del desierto. Las pestañas eran reales (¿cómo no iban a ser reales?); eran las más bonitas que había visto en mucho tiempo. Algún día les sacaría partido.

Sin embargo, no podía compararse con Zanny. Rubia, preciosa y adorable. Tampoco competían por el cariño. Dolly, que a veces actuaba con deliberada torpeza, se aseguraba de ello. Había pasado temporadas de vacaciones en varias casas y sabía adaptarse. En los demás hogares se adaptaba sin esfuerzo. Papá, que era comandante del cuerpo de Ingenieros Reales, había muerto en El Alamein, uno de los del grupo de Monty. Y cosas por el estilo. De vez en cuando era capitán de submarino y había fallecido en Dunquerque. Mamá, oficial del servicio femenino de la marina —o funcionaría de Inteligencia («lamento no conocer los detalles»)— había fallecido en un bombardeo o la habían fusilado. Sus anfitriones, impresionados o escépticos, eran educados y amables.

Aquí no podía divertirse fingiendo. Aquí sólo había un presente contenido. Estaba agradecida de que los padres de Zanny se sintieran suficientemente culpables para pagarle el colegio y ocuparse de sus necesidades. Y era lo bastante sensata para no mencionar la razón, nunca. El estanque había sido cubierto y convertido en un parterre de plantas alpinas. A la abuela Morton tampoco le hubieran gustado. Deberían haber puesto coles.

El jardín del convento, patrióticamente lleno de coles, nabos y patatas, había sido atendido por las propias monjas durante la guerra, principalmente por hermanas seglares que, puesto que carecían de dinero que aportar a la orden, aportaban sus conocimientos domésticos y agrícolas, mientras que sus homologas más ricas y educadas aportaban sus conocimientos académicos y su dinero. El trabajo se ofrecía para gloria de Dios, ya fuera cavar en el campo de remolachas, lavar la ropa, fregar el suelo o enseñar una asignatura obligatoria a las de sexto curso.

Con el fin de la guerra, comenzó a aumentar el número de alumnas del colegio. Tres años después eran ya ochenta. Ahora disponían de dinero suficiente para arreglar la casita del jardinero y emplear a uno a jornada completa. Pasaron varios jardineros, la mayoría excombatientes. Eran todos galeses y no profesaban la religión católica. El convento era un recurso momentáneo. Lo soportaban temporalmente, igual que la madre Benedicta los soportaba a ellos.

Si no hubiera tenido que soportar tanto, no hubiera contratado a Murphy, que, incluso a los velados ojos de la madre Benedicta, era un animal sumamente masculino. Tenía unos treinta años. Era irlandés y católico. Muy apropiado aparte de una cosa: su manifiesta masculinidad. Vestía una vieja camisa de franela y unos pantalones de pana gruesos y sucios. Su cuerpo, fornido y musculoso, destacaba como una promesa de placer.

Agarrándose a un clavo ardiendo, la madre Benedicta le preguntó si estaba casado, o si pensaba casarse pronto. Él le contestó que no lo estaba y, con una cautivadora sonrisa, declaró que naturalmente le había pasado por la cabeza, que no era de esos raros, pero que tampoco tenía ninguna prisa. Si las monjas lo aceptaban aun siendo soltero, cumpliría con sus obligaciones. Incluso criaría conejos, había espacio para poner unas jaulas en el patio de la casita, y, si limpiaba el rincón que quedaba junto al invernadero, podía poner también gallinas y convertirlo en gallinero. Demostraba un enorme entusiasmo. Le faltaba un diente en la parte de arriba, y fue eso más que su entusiasmo lo que ganó a la madre Benedicta. Tenía un defecto. No muy grande. Pero tal vez lo suficiente. Fuera de las horas de trabajo, le hizo saber, debía permanecer dentro de los límites de su casa y su jardín, que disponía de una puerta particular a la carretera. No debía usar la entrada principal del convento ni tomar atajos por la zona de recreo. Ella, por su parte, se ocuparía de que las niñas no lo molestaran. Les prohibiría acercarse al jardín de su casa, y si alguna se acercaba demasiado o lo molestaba, yendo a recoger una pelota, quizá, debía echarlas rápidamente e informarla a ella del incidente.

Él estuvo de acuerdo con todo. El día que había invertido paseando por las calles del pueblecito cercano, al que podía llegar en bicicleta, había advertido suficientes bellezas locales para llevarse felizmente al huerto cuando se le presentara la oportunidad. La madre Desconfiada podía aislarlo como a un leproso y colgar los letreros de «Prohibida la entrada» en los árboles de alrededor de su casa, él no se opondría a nada. Y así mismo se lo dijo, con diferentes palabras.

Los temores de la monja se vieron un poco aliviados y comenzó a tratar sobre el sueldo. No le salía barato. Como tampoco las maestras eventuales que cubrían los huecos mientras el convento madre de Francia no les pudiera mandar más monjas que tuvieran la preparación adecuada, pero salía más barato que contratar a maestras diplomadas. Había tres, Robina Blane, de veintitrés años, natural de Altrincham, que no estaba segura de si quería dedicarse a la enseñanza o no y aquella le parecía buena manera de averiguarlo. Bridget O’Hare, de diecinueve años de edad, irlandesa de pura cepa, a quien no le importaba probar y había sido contratada como instructora de deportes. Y la señorita Agatha Sheldon-Smythe, que estaba a punto de jubilarse y necesitaba un hogar para ella y sus dos periquitos. Las dos maestras jóvenes compartían una habitación próxima a la enfermería del convento. La señorita Sheldon-Smythe tenía un estudio en la planta baja, cerca de la biblioteca. Aparte de por sus periquitos, tenía una gran estimación por la familia real. Cuando moría un miembro de la realeza, vestía un luto severo durante toda una semana. Cuando se casaban o se celebraba algún aniversario, se ponía un chaleco rojo, blanco y azul y colocaba una bandera en la jaula de los periquitos. Las niñas la apreciaban. Era una excéntrica divertida. Las monjas la toleraban. Al menos conocía los nombres de las especies de gusanos y sabía disecar ranas con rapidez y pulcritud.

Zanny y Dolly, que ahora tenían catorce y quince años, estaban en el último curso y bajo la eficiente supervisión de las monjas, aunque no es que la eficiente supervisión académica sirviera de mucho en el caso de Zanny. El único examen que había aprobado era el de Júnior Oxford, y de chiripa. El vigilante se había dormido y había tenido la suerte de caer junto a una compañera de razonable capacidad y lo suficientemente blanda de corazón para no importarle que le copiaran. En cuanto a Dolly, una educación ineficaz no la hubiera perjudicado gran cosa. Evidentemente, era la alumna más aventajada que había tenido el convento en años. Tenía grandes cualidades. Con el tiempo llegaría a Cambridge y estaban dispuestas a ayudarla a sacar una licenciatura aunque los Moncrief no quisieran. Como propaganda de la eficacia docente del convento, triplicaría el número de matrículas.

El mundo avanzaba hacia una nueva era. Estaba apareciendo la mujer profesional. En la época anterior a la guerra se educaba a las jovencitas para el matrimonio. Si hacia los veinticinco años todavía no habían engatusado a ningún hombre, se ponían al frente de tiendecitas elegantes, de salones de té especializados en bollos caseros, cuidaban de sus parientes ancianos o se metían monjas. La madre Benedicta pensaba que, en general, había mucho que decir en favor de la emancipación. Si podías elegir entre ser erudita o monja y elegías esto último, tu vocación tenía una buena base. En muchos casos, Dios había ido detrás de un amante reacio o de un examen suspendido. Quizá en el futuro descendería el número de monjas, pero la calidad y el nivel de dedicación sería excelente.

No podía calificarse así la calidad de Robina Blane ni de Bridget O’Hare. La primera estaba descubriendo que no quería dedicarse a la enseñanza, pero se quedaría durante el verano. A Bridget tampoco le entusiasmaba demasiado la docencia, pero le entusiasmaba Murphy y no se marcharía de allí por nada del mundo mientras estuviera él. Murphy y ella tenían las mismas raíces. Hablaban con el mismo acento sureño. Estaban hechos el uno para el otro.

Murphy sentía idéntica atracción. Una vez había estado a punto de casarse con una chica como ella, con el cabello largo y oscuro, piernas fuertes y caderas redondeadas. Cuando la miraba le parecía sana como el suero de leche y los huevos morenos, con un chorrito de alcohol para no empalagar. Una buena combinación esta Bridget.

Pasaban las tardes juntos en la cocinita de él con las cortinas corridas para aplacar el sol del verano y las miradas curiosas. Hacían el amor con frecuencia, a veces en el sofá de tela de crin (muy incómodo), pero más a menudo en el dormitorio contiguo, sobre un anticuado colchón de plumas (tan cómodo como el abultado seno de la madre Irlanda).

No era de extrañar que Bridget estuviera tan cansada a la hora de entrenar al equipo de baloncesto del último curso. Y, en lo referente al tenis, cuando estaba junto a la red se ponía a soñar despierta y a escuchar cómo cantaban los pájaros mientras las pelotas pasaban veloces por su lado.

También Zanny había empezado a soñar. Su cuerpo, tierra virgen, le mandaba unas pequeñas descargas de emoción que le endurecían los pezones. No sabía qué era, pero le ocurría cuando pensaba en Murphy. En tanto estaba en clase fingiendo escuchar a la hermana Gabrielle, que hablaba de triángulos equiláteros y de un tal Pitágoras, lo veía trabajar en la huerta por la ventana. Los días de calor colgaba la camisa de la rama de un manzano. Tenía la piel tostada y brillante de sudor, como una castaña con gotas de lluvia. El cabello de la cabeza era negro, pero el del pecho era de un marrón de frutos secos. Se humedeció los labios, percibiendo el sabor de Murphy, estremeciéndose por Murphy, y miró a la hermana Gabrielle con los ojos nublados cuando esta le llamó la atención.

Casi siempre soñaba en la intimidad de su cama. Aquellas noches de verano el sol vespertino tardaba mucho tiempo en desaparecer. La celosía de madera blanca de su compartimiento se volvía de un dorado pálido, un suave ocre, y finalmente de un rosa brillante, antes de que reinara la oscuridad completa. Si bien no le había hablado nunca, mentalmente mantenía conversaciones con él. Murphy le decía que era muy guapa. Sabía que era irlandés, de modo que seguramente usaría palabras de su tierra. Bailaban juntos al son de Una noche de amor tocada por una orquesta de cuerda, y luego él le ofrecía un cóctel y la invitaba a cenar. Ahora era rico. La época de jardinero había sido una terapia para superar un desengaño amoroso. Su tío, un rico terrateniente, le había legado su hacienda al morir. En ella había un castillo, una glorieta y un laberinto. Tenía una cama con dosel y condujo suavemente a Zanny hasta ella. Zanny llevaba un camisón rosa con volantes y encima un negligée ribeteado con plumas de cisne. Le dijo que tenía los pies rosados como las naricillas de los conejitos de angora que solía criar cuando estaba en el convento, hacía muchísimo tiempo. La despojó de sus ropas y le dijo que tenía el cuerpo blanco como el pelo de los conejitos (o tal vez no se lo dijo; parecería que era peluda y no lo era, al menos más de lo normal y en los lugares apropiados, de modo que era mejor como el alabastro o como la seda blanca), y luego la levantó delicadamente y la depositó sobre la cama.

Entonces Zanny tuvo un orgasmo sin saber lo que era. No le había ocurrido nunca. Primero mordió la sábana y luego se metió un buen trozo en la boca para no gritar. Ser mujer era una cosa extraordinaria. Se puso de lado y se imaginó a Murphy metido en la cama con ella. Le vino a la mente la reprimenda y la penitencia que les habían echado por tocarse, pero se le olvidó rápidamente. Si sin que mediara contacto alguno sentía descargas eléctricas por todo el cuerpo y se le retorcían los dedos de los pies, ¿qué ocurriría si se tocaban? Se echó a temblar ante la perspectiva de averiguarlo. Aquello era, entonces, estar enamorada. ¡Qué felicidad! ¡Ay, Murphy!

A mediados de verano, el convento festejó el centenario de su fundación con la asistencia del obispo, que ofició una misa. Era un hombre grandote y jovial a quien le gustaban los niños y jugó al escondite con las más pequeñas. Cuando llegó la hora de marcharse ordenó que el colegio celebrara un día de fiesta como quisieran las niñas. ¿Les apetecería ir de excursión? Sí. ¿A la playa? Sí, por favor. ¿Con muchos pasteles y bocadillos? Sí, sí, monseñor.

«Mandar así está muy bien —pensó la madre Benedicta de mal humor—, si no eres el que tiene que hacer los pasteles y asegurarte de que el autobús del colegio esté a punto. Ni siquiera puedes convencer al Todopoderoso para que nos conceda buen tiempo». Cada vez que el colegio había hecho una excursión, habían tenido un tiempo de perros.

Aquel año también hizo un tiempo de perros cuando les tocó el turno a los cursos inferiores y medios (no era posible transportar a ochenta niñas a la vez), pero las de los últimos cursos tuvieron más suerte. Si había una extensión de cielo azul lo suficientemente grande para hacerle unos pantalones a un marinero, entonces tenías posibilidades de pasar un buen día. «Hoy será un buen día —pensó Zanny—. No volveremos de mal humor, mojadas y zarrapastrosas». Se preparó el traje de baño, el reglamentario de una sola pieza que no le sentaba bien a nadie, y la toalla grande y se dirigió contenta al autobús.

Murphy estaba sentado al volante.

Era una alegría inesperada. Zanny se sintió de inmediato mucho más contenta. No sabía cómo había ocurrido. Estaba allí sentado con una camisa a cuadros marrones y blancos remangada. Tenía los brazos cubiertos de suave vello desde la muñeca. Los dedos con que sujetaba el volante eran gruesos; las uñas anchas y ribeteadas de negro como corresponde a un honesto trabajador (la hacienda todavía no había llegado). Las uñas se las perdonaba. Le perdonaría cualquier cosa. Se detuvo en el último peldaño del autobús y sintió el ardiente sol en la piel, lo cual resultaba extraño porque era demasiado temprano para que el sol calentara.

Dolly la empujó por detrás, de modo que se vio obligada a avanzar.

—Espero que tenga permiso de conducir —dijo Dolly. Murphy no la impresionaba. Durante su primera infancia había conocido a muchos hombres como él, en versión de Birmingham. Ahora empezaban a gustarle los refinados, si alguna vez se lo planteaba.

Cuatro monjas eran las acompañantes de la excursión, además de Bridget. Como instructora de deportes, era tarea suya enseñar a nadar a las niñas. No es que ella nadara muy bien, pero había jugado con las pequeñas en la piscina del convento, las había salpicado y les había enseñado a flotar. Los días que salían de excursión era costumbre ir a Coracle Bay, una calita que quedaba a unos treinta kilómetros de distancia. Le habían pedido que acompañara al grupo y estuviera un poco al tanto, como decía la madre Benedicta. La propia madre Benedicta había preferido quedarse. Ya había asistido a las dos primeras excursiones y no deseaba volver a descansar sus artríticos miembros en la arena húmeda. Un recorrido tirando a largo y un período tirando a corto en la playa era lo que había planeado, pero el rato de playa aún no había sido lo suficientemente corto y ya se había hartado. Antes de que saliera el autobús, subió a decirle unas palabras a Murphy.

—Recuerde que es su deber llevar a las niñas hasta la zona elegida, igual que hizo ayer y anteayer, dejar el autocar en un lugar fácilmente accesible para que puedan regresar a él si empieza a llover, y usted no debe regresar al vehículo hasta las cuatro, a no ser que llueva. —No repitió las demás instrucciones: que debía mantenerse apartado del grupo; que podía tomar un refresco en forma de té o café en un bar del pueblo si no tenía suficiente con el termo de café que le habían preparado; que por ningún motivo debía entrar en ninguna de las tabernas ni hoteles. Esperaba que con una vez ya hubiera quedado claro.

Después de haber ido con él en dos ocasiones, no le cabían dudas sobre su habilidad como conductor. Generalmente, era la hermana Sofía la que conducía el autobús del colegio (donado por un coronel retirado, padre de una niña de tercer curso), pues durante la guerra había conducido una ambulancia y sabía lo que se hacía. Pero, desgraciadamente, a la hermana Sofía le había salido un herpes y las demás hermanas que sabían conducir coches no se atrevían con los autocares. Murphy, a quien Bridget había puesto al corriente de la situación —y de lo oportuno de esta—, ofreció sus servicios. Cuando le preguntaron cómo se había enterado, dio una fatua explicación referente a unos pajaritos y salió del apuro dando a entender apresuradamente que el Todopoderoso se lo había hecho saber. La madre Benedicta lo miró con desconfianza, pero las complicaciones de la dichosa excursión la tenían demasiado alterada para interrogarle más detenidamente.

Murphy se alegró de que aquel día no los acompañara. Los otros dos días, la vieja madre Benedicta —o madre Cotorra— se había pasado todo el trayecto hablando de la belleza del paisaje y de la historia de la zona. Muy aburrido. Hoy las monjas guardaban silencio, gracias a Dios. Una de ellas, que rondaba la sesentena, se durmió con la boca abierta. Ajustó el espejo retrovisor para ver a Bridget, que estaba sentada tres filas más atrás. Sus miradas se cruzaron y ella le guiñó el ojo. Murphy sonrió y tocó la bocina, pi-pi-piii. Las niñas se echaron a reír y empezaron a cantar. En aquella excursión no cabía la cultura, sólo la diversión.

Estacionó el autobús como siempre cerca de la playa principal y cargó con la cesta más grande carretera arriba hasta la cala que la madre Benedicta había considerado adecuada. Las niñas y las monjas, cargando con lo que podían, le siguieron. Bridget, a una distancia prudente, cerraba la marcha. Vestía un jersey rojo y unos diminutos pantalones cortos azules —al carajo las monjas, ya estaban casi a mitad del siglo XX. Sólo faltaban dos años para 1950. Entonó una canción y Murphy, que la oyó, la siguió. Las monjas de más edad, impotentes y avergonzadas, trataban de hacer callar a sus pupilas, que cantaban vigorosamente y se balanceaban a un lado y a otro.

No era exactamente lo que Zanny se había imaginado. ¿Tenía Murphy que hacer el papel del plebeyo con tanto entusiasmo? Quizá sí. Quizá la representación lo exigía. Su voz de barítono la emocionaba, pero echaba un poco a perder su imagen. No lo creía tan alegre. En sus sueños hacía gala de una grave dignidad. Paseaban bajo las palmeras de una playa tropical de arena blanca. Él vestía de esmoquin, con un clavel en el ojal. Antes de acostarse (siempre se acostaban), él traía una botella de champán, enfriada en una cubitera con hielo, al dormitorio. Cuando la descorchaba, el líquido fluía como las cataratas del Niágara y le salpicaba el camisón (de satén turquesa). Él se lo quitaba riendo. Lo que seguía luego solía depender de Zanny.

—Venga, arriba —gritó Murphy. Habían llegado a la cala y tenían que saltar un pequeño muro y cruzar una resbaladiza extensión de hierba para acceder a ella. Murphy ayudó a todas las monjas a superar el obstáculo. Las de más edad le dieron la mano con expresión de disconformidad. Las jóvenes fingieron disconformidad pero hicieron lo que la situación requería. Las niñas saltaron atléticamente, con la excepción de una rubita que insistió en que la ayudara. Murphy hubiera jurado que al darle la mano le rascó en la palma con el dedo índice. No había duda de que se había sonrojado. Las mejillas se le habían vuelto casi del mismo color que el jersey de Bridget.

Intercambió furtivamente unas palabras con Bridget después de colocar las cestas en la playa y luego se marchó. Disponía de una cestita propia que le había preparado una de las hermanas seglares con una etiqueta en la que se leía «Murphy» atada al asa. Dio cuenta de los bocadillos en la playa principal. Soplaba una brisa marina y sólo había unas pocas familias que trataban de protegerse de ella. Todavía no habían dado las vacaciones en los colegios. La madre Benedicta —madre Vigilante— podía haber autorizado a las niñas a instalarse allí, había más espacio y la playa era mejor. Se tumbó boca arriba y dormitó un ratito. El tiempo mejoró un poco.

Dolly también se tumbó boca arriba, aburrida y con frío. Había nadado un rato porque si no las monjas armaban un gran revuelo. De habérsele ocurrido con tiempo, podía haber dicho que tenía la regla. Se puso a canturrear para sus adentros. ¿Qué tenía de terapéutico meterse en el mar helado, y luego salir y no poder secarte debidamente? Todavía estaba húmeda. Y tenía los muslos llenos de arena mojada. ¿Por qué no tenía unos muslos bonitos como Zanny? Zanny la Gordi ya no estaba tan gordi. Cuando Zanny se hiciera mayor seguramente sería puta. No era capaz de mucho más y se ganaba bastante. Se imaginó a Zanny prostituyéndose en el West End (no había estado nunca en Londres, pero le parecía que era el barrio adecuado). Zanny cubierta de diamantes en un Rolls Royce blanco.

¿Y ella? Las monjas parecían decididas a mandarla a la universidad tanto si estaba de acuerdo como si no. No es que le importara, pero los padres de Zanny no iban a seguir manteniéndola eternamente. Había veces que no le hubiera importado cambiar su cerebro por los pechos de Zanny. Intelectualmente, Zanny era una nulidad, pero con su apariencia no importaba demasiado.

Dolly se apoyó en el codo para que ver qué hacía Zanny. Pero no estaba.

Zanny se hallaba sentada en mitad de una ladera cubierta de piedras y guijarros del extremo más alejado de la cala, protegida del viento por el saliente de una roca. Parecía un sitio cómodo y bastante cálido. Le había dicho a la hermana Gabrielle que iba a buscar flores silvestres y que no tardaría. Había recogido unas florecillas y las tenía en el halda. El mar estaba solitario. Había leído un poema sobre la soledad del mar y del cielo. En la playa las niñas estaban sentadas en grupos; unas cuantas jugaban con una pelota. Veía a Dolly leyendo un libro sola. Dolly era capaz de pasarse la vida leyendo en vez de viviendo. Tampoco es que pudiera vivirla mucho con aquella pinta. Bueno, le lanzaba miraditas a papá y papá se las devolvía como un idiota, ¿y qué? Pero para vivir hacía falta algo más que ojos. Probablemente, con el tiempo estudiaría en la universidad y terminaría enseñando triángulos equiláteros y coeficientes de expansión lineal a quien fuera lo suficientemente tonto para escucharla… o se metería monja.

Ser monja debía de ser un infierno, pensó Zanny.

Volvió a mirar a sus compañeras de la playa. Nadie la miraba. No correría ningún riesgo acercándose al pueblo a ver si encontraba a Murphy. Se imaginó la conversación que mantendrían:

—Señor Murphy, me alegro muchísimo de que nos hayamos encontrado. Necesito entrar en el autobús. Es que me he olvidado una cosa dentro.

—Buenas tardes, señorita. Encantado de haberla encontrado. En el autocar me he fijado en usted. Y he investigado un poco. Se llama señorita Moncrief, ¿no es cierto?

—Sí. Y mi nombre de pila es Zanny. Por favor, tutéeme.

—Muchas gracias. Yo me llamo…

No se le ocurría ningún nombre apropiado. Era la primera vez que se quedaba bloqueada. Se llamaba Murphy. El atractivo, atento, sereno, fornido y rebosante de fiera emoción (ahora contenida) Murphy. Debía borrar la última parte del diálogo.

Habían ido al autocar a buscar lo que ella se había dejado. ¿Qué se había dejado? ¿Un pañuelo perfumado? No, demasiado corriente. ¿Un libro de poesía? No, demasiado aburrido. ¿Un condón? ¿Qué era un condón? Lo había oído pero no sabía lo que era. Sin embargo, sonaba bien.

—Pues un condón, señor Murphy, debajo del asiento.

Seguramente, fuera lo que fuera, ya no estaría allí. Él se haría cargo.

Quizá propondría que fueran a tomar una taza de té a aquel café. Quizá en aquel mismo instante estaba en aquel café. Se dirigió a la puerta, la abrió y miró al interior. Había una familia con cuatro niños tomando helados. Murphy no estaba.

Dio un paseo por el pueblo y luego se acercó a las dunas. La arena era gruesa y seca y entró en las sandalias. No soplaba el viento y en las depresiones hacía calor. Era una lástima que la gente tirara pieles de naranja. Era una bahía muy bonita. Un día Murphy y ella regresarían juntos, un regreso nostálgico al lugar donde se conocieron.

—Querida —diría él—, ¿recuerdas aquel día en las dunas? Tenías el cabello como oro líquido, amor mío. ¿Sabes? Entonces me enamoré de ti.

El diálogo se estaba volviendo un poco ampuloso. Los que se imaginaba por las noches eran mucho mejores, mucho más distinguidos. No había usado nunca la palabra amor, simplemente lo daba a entender y la abrazaba.

¿Dónde estaría? Quizá en aquel pequeño promontorio. Estaría sentado contemplando el mar, igual que ella había hecho antes. Si estuviera rodando una película, la cámara pasaría de uno a otro y luego ambos se levantarían lentamente y se aproximarían como en aquella escena tan bonita del cine. Sonaría una melodía… de violín.

¡Maldita arena! No hacía más que quitarse y ponerse las sandalias. Volvió a la carretera hasta que se encontró cerca del promontorio y entonces saltó el muro y encontró un camino que cruzaba las matas de aulaga. Era un lugar alto y azotado por los elementos. En las proximidades, el mar chocaba contra una caleta. Lo oía pero todavía no lo veía.

Vio a Murphy antes que el mar. Había una zona donde las matas estaban quemadas, rodeada por arbustos altos. Sobre la tierra quemada había una toalla blanca del colegio extendida. Sobre la toalla estaba Bridget, desnuda de cintura para abajo. Encima de Bridget, también desnudo en la misma región, estaba Murphy.

Zanny no había visto nunca el acto, pero sabía de qué iba. Temblorosa por el sobresalto, se arrodilló y se alejó con mucho cuidado hasta adentrarse en una especie de choza fabricada con hierba. Era la madriguera de algún animal, pero a ella le servía muy bien de escondite. No lloró. Aquello iba más allá de las lágrimas. El dolor le había partido el corazón en dos. Se agazapó allí gimoteando.

Murphy y Bridget, demasiado absorbidos en su actividad para que sus oídos estuvieran atentos al mundo exterior, oyeron gimotear a Zanny pero no le prestaron atención. El mar rugía allá abajo y había muchos pájaros y animales; podía ser una gaviota vomitando, o un conejo que le gritara a una comadreja. Que ellos supieran, no había nadie por allí. Antes de hacer el amor habían tenido una buena trifulca. Las tenían a menudo. Era un buen estímulo. En aquella ocasión era por culpa de Charles Parnell. Murphy lo había llamado malnacido por algún motivo que ahora no recordaba. Bridget lo había defendido con furia. La política irlandesa del período de posguerra no era especialmente estimulante, pero siempre se podía recurrir al pasado. Una paz constante no era natural, de la misma manera que tampoco eran naturales unas relaciones totalmente armoniosas y apacibles. Bridget no lo hubiera arañado tan apasionadamente durante el acto si poco antes no lo hubiera abofeteado iracunda.

Murphy, finalmente, se tumbó a su lado sonriente.

Ella le limpió la sangre que le manchaba el hombro con el dedo. Tenía muchas cosas que decirle a aquel hombre, a aquel amante suyo, y muchas otras que ocultarle. Se estaba acercando el momento de elegir. ¿Por qué demonios tenía que ser jardinero de un convento? Ese era su problema, la falta de ambición. ¿Por qué no podía criar conejos y gallinas detrás de una bonita taberna, quizá en la costa occidental? Siempre le había gustado Connemara.

—Eres un buen hombre —le dijo Bridget comparándolo con alguien de quien él no había oído hablar nunca.

—No lo hago nada mal —dijo Murphy modestamente, sin entender de qué hablaba.

Pensó que ojalá pudiera pasar toda la tarde allí con Bridget. Ella también lo pensó, pero la reclamaban otras responsabilidades. Tenía que volver con las monjas y las niñas. ¿Niñas? Aquellas eran adolescentes que se estremecían en presencia de Murphy como cuerdas de arpa pulsadas con energía.

—Tienes unas manos muy excitantes —le dijo—, pero deberías limpiarte las uñas.

Le gustó el cumplido referente a las manos. Claro que eran excitantes. Sabía usarlas. En cuanto a que tenía las uñas sucias, aún lo estarían más dentro de un momento. Tenía que ajustar una de las ruedas del autobús. Y cuanto antes.

Se puso los pantalones y le dijo a Bridget que esperara diez minutos. De todos modos, necesitaba algún tiempo para arreglarse.

Zanny, desde la madriguera, vio cómo se marchaba. Había oído que decía diez minutos. Tenía poco tiempo. Salió de las matas mareada y con frío. El dolor de la carne y de los huesos le impedía moverse con agilidad como un acceso de decrepitud. Tenía que hacer un esfuerzo para andar. Debía hacer un reconocimiento de la zona para encontrar el lugar apropiado. Así como el arma apropiada. Finalmente, encontró las dos cosas.

Dulce y quejumbrosamente empezó a llamar:

—Señorita O’Hare, señorita O’Hare.

Bridget levantó la vista asombrada en tanto se abrochaba los pantalones cortos. Parecía que la voz procedía del otro lado de la loma, donde el mar rugía con fuerza. Se agachó, se ató las sandalias y se dirigió hacia allí.

La guapita, Zanny no sé qué, estaba inclinada sobre algo que había sobre la resbaladiza hierba. Se encontraba muy cerca del borde del precipicio.

—Deja eso que tienes ahí y sube inmediatamente —le dijo Bridget autoritariamente. (¿Los habría visto? ¡Maldita niña!).

—No puedo —dijo Zanny con voz quejumbrosa—. Me parece que está agonizando.

—¿Qué es lo que está agonizando?

—Una criatura preciosa. (Willie en el cielo cogiendo manzanas; Evans el panadero ardiendo en un árbol).

—¿Qué? —A pesar de que sabía que no debía, se acercó a mirar.

Al inclinarse, Zanny soltó el pedrusco con fuerza encima de la nuca de Bridget y seguidamente le dio un empujón. Medio aturdida, Bridget retrocedió unos pasos, resbaló, trató de agarrarse al suelo del borde del acantilado y luego echó a volar como un arco iris azul y rojo hasta hundirse en el verde del mar que la esperaba abajo.

No era la muerte más espectacular de las tres. No tenía comparación con la de Evans el panadero, pero para Zanny era la más gratificante. Se quedó un rato sentada contemplando el barranco mientras el mar se arremolinaba como un volante de encaje en torno al largo cabello oscuro de Bridget.