Cuando tuvo la seguridad de que Willie estaba muerto, Zanny comenzó a gritar. Gritaba con todas sus fuerzas. En sus seis años de vida, nunca había dado alaridos semejantes. Hasta los pececillos se asustaron. Nadaban en torno a la pajiza cabeza sumergida de Willie como bailarines acuáticos desacompasados. Uno de ellos le mordisqueaba frenéticamente el lóbulo de la oreja hasta que Zanny lo apartó con la sandalia.
Salió del estanque empapada hasta el pecho y volvió a chillar estridentemente con el rostro vuelto hacia el cielo. Unos reactores se balanceaban victoriosos mientras atravesaban a toda velocidad los cremosos cúmulos; los motores emitían un rugido entrecortado, como si lanzaran pequeñas explosiones de ruido. Obligada temporalmente a guardar silencio, Zanny se dedicó a contemplar la marcha de la escuadrilla. Papá también pilotaba aviones. Más grandes que aquellos. Papá pilotaba bombarderos.
Empezó a gritar de nuevo llamando a mamá.
Clare Moncrief estaba en la cama con el médico del pueblo cuando los chillidos de Zanny quebraron la calma postcoito.
Generalmente, Peter y ella hacían el amor cuando Zanny y los dos niños evacuados de Birmingham —Dolly y su hermanito Willie— se encontraban en la escuela de párvulos del pueblo. Pero aquel día hacían fiesta y estaban jugando tranquilamente en el jardín. Hasta aquel momento.
—Parece que me llama mi hija —dijo vistiéndose apresuradamente.
—Y con urgencia —convino el doctor Tolliston, conteniendo su disgusto. Tenía tres hijos y sabía interpretar los diversos «gestos de angustia vocalizada».
Él fue el primero en llegar al estanque, pero Clare fue la primera en mirar hacia el estanque.
—¡Dios mío! —exclamó la mujer.
Aquel mismo día Graham Moncrief pidió permiso para abandonar la base aérea y llegó a su casa de Gales a las siete de la tarde. Zanny lo oyó entrar en el cuarto de Dolly y, después de un rato, fue al de ella.
—¡Hola, papi! —Estaba encantada de verlo.
—¡Hola, Zanny!
Se agachó a darle un beso y ella levantó los bracitos para recibirlo.
—Mami me ha dicho que ibas a venir, por eso no me he dormido. No deberías haber ido a ver a Dolly primero. ¡Te quiero, te quiero, te quiero!
Graham se liberó suavemente y se sentó junto a ella en la cama. ¿Cómo iba a abordar aquel delicado tema sin perder la calma? Saber que Clare lo esperaba abajo angustiada mientras él trataba de averiguar la verdad de aquel escabroso asunto no lo tranquilizaba. La verdad podía no ser deseable. Más bien al contrario, así que, ¿para qué tratar de descubrirla? Sin embargo, debía hacerlo.
—Dolly está muy triste por el accidente de su hermano, cariño. Todos estamos muy tristes. —Hizo un pequeño tanteo con precaución—. Cuando los niños de cuatro años se caen en los estanques poco profundos, generalmente se vuelven a levantar. No entiendo por qué no se levantó Willie.
Zanny se acomodó la almohada más a su gusto sin decir nada.
—¿Lo sabes tú, corazón?
La niña sonrió y negó con la cabeza.
—Veo que Mono ha vuelto a tu camita. —El padre quiso probar un enfoque menos directo. Recordó que aquel muñeco se lo había regalado a Willie como obligada ofrenda de paz después de que el niño le sacara la lengua a Zanny y esta contestara metiéndole el dedo en el ojo.
—Has de ser amable con tus invitados —le había dicho Clare en tono remilgado.
—Borrico. ¡Y lo he aprendido de él! —replicó la niña.
Zanny comenzó a frotar la oreja de Mono contra su mejilla. Mono volvía a ser suyo. Para siempre. Dijo que lo había ido a buscar a la cama de Willie.
—Willie ya no volverá a dormir nunca allí, Zanny.
—No —convino ella alegremente—. Meterán su cuerpo en una caja como Mick. Y luego su alma irá a encontrarse con Jesús, como Mick. —Mick, el perro labrador, había muerto de viejo hacía seis meses. Le preguntó a su padre si enterrarían a Willie en el jardín.
Graham casi perdió entonces el control y tardó unos instantes en contestar. Le dijo que en el jardín sólo se enterraba a los animales y que a Willie lo enterrarían en el cementerio.
—¿Con su mamá y su papá?
Graham dijo que sí. Los padres de Willie habían fallecido en un ataque aéreo y los restos inidentificables no solían enterrarse, pero a una niña de seis años no se le contaban esas cosas.
Zanny se puso a mordisquearle el dedo del pie a Mono. Era un dedo grandote como una mano. Cuando cogió a Willie mordisqueándolo, se lo metió en la garganta y luego se lo sacó rápidamente antes de que se atragantara.
—Entonces, muy bien.
—¿Qué es lo que está muy bien, Zanny?
—Willie estará con su mamá y su papá, y con Jesús, y con Mick.
—Sí, pero… —Graham se levantó de la cama y comenzó a pasear por la habitación. De niño había dormido en aquella misma habitación. Debería resultarle reconfortante. Las paredes deberían estar cubiertas de recuerdos felices y normales. Una vez su padre le había pegado allí mismo a los diez años por beber whisky. Los razonables —aunque de vez en cuando dolorosos— días de antes de la guerra. No había evacuados. No había Willies. No tenía ninguna hijita querida con rizos color de miel y ojos de un azul tan sereno como el cielo de una tarde de verano.
«¡Dios santo!».
—Cariño, tú te llevabas bien con Willie, ¿verdad?
Los serenos ojos azules se ensombrecieron en respuesta. El padre interrumpió la verdad antes de que aflorara a los labios.
—Claro que sí. Era un niño muy bueno, a veces un poco torpe; a veces discutíais por algo, lo normal. Pero os llevabais bien, como si fuerais hermanos.
Volvió a sentarse en la cama y le cogió la mano a la niña, una mano ridículamente pequeña, aunque la de Willie todavía era más pequeña.
—Tú sabes lo que son los policías, ¿verdad, cariño?
—Hombres buenos y amables que te dicen la hora y te encuentran cuando te pierdes —recitó Zanny.
Graham le acarició la mano.
—Y hacen preguntas sobre los niños que corren demasiado de prisa y se caen en los estanques. —La miró fijamente y se arrepintió. No podía disimular. Ni siquiera lo intentó—. Zanny, cuando mañana venga un policía bueno y amable y te pregunte cosas sobre Willie, no le dirás tonterías, ¿verdad?
—No, papi. Claro que no.
—Recuerda que os llevabais muy bien. Y no le empujaste ni nada. Estás muy triste por el accidente. Intentaste sacarlo del estanque, pero no pudiste.
Seguramente la policía no repararía en que Willie era bajito y débil para su edad. De todos modos, no esperarían que Zanny lo hubiera salvado.
Parecía que lo más sensato era dejarlo así. Bueno, no se podía hacer nada.
La arropó, le dio un beso y luego le dio otro beso a Mono, pues Zanny se lo pidió.
Una vez abajo, con el sabor del peluche mojado en la boca, Graham se dirigió antes que nada al mueble bar y se sirvió un generoso whisky.
Clare, con los ojos enrojecidos por las lágrimas, tenía un gintonic entre las manos. Temía la respuesta, pero debía formular la pregunta.
—¿Lo ha hecho, Graham?
El marido evitó darle una respuesta directa y dijo que menos mal que los padres de Willie no podían causarles complicaciones.
Clare señaló que la abuela sí que estaba viva y llegaría al día siguiente.
—Por el amor de Dios, ¿qué le vamos a decir?
—La verdad.
Los dientes le castañeteaban contra el vaso.
—¿Qué verdad?
—La única sensata. Willie se ha caído, se ha dado un golpe en la cabeza y ha muerto. Zanny ha corrido a ayudarlo. Se ha asustado y ha empezado a gritar. —De pronto se acordó de Tolliston. En semejante contexto, la infidelidad era un pecadillo menor—. Si Tolliston delata a Zanny en el interrogatorio, yo lo delataré a él. Lo acusaré de mala conducta con una paciente. Y a partir de ahora, lo dejarás.
Aquel no era momento de negar nada. De todos modos, no la creería.
—Entonces crees de verdad que Zanny…
De repente sintieron una compasión mutua, una necesidad de acariciarse. Él dejó el vaso en la repisa de la chimenea y le pasó el dedo por la barbilla.
—Tú le has dicho a la policía que ha sido un accidente. Mañana Zanny también les dirá que ha sido un accidente. Y eso es lo que pensamos, que ha sido un accidente.
—Sí —convino ella—, eso es lo que pensamos. —Pero para sus adentros enmendó la frase: «Eso es lo que pensamos cuando pensamos en voz alta».
Había sido un día terrible. La policía les había hecho muchas preguntas, pero no habían insistido cuando Peter se interpuso entre ellos y Zanny y los instó a dejar a la niña en paz hasta el día siguiente.
—No tiene más que seis años —les dijo—, y está muy alterada. Como médico de la familia tengo el deber de aconsejar que descanse antes de ser interrogada.
Hasta que llegó Graham, había sido un baluarte de entereza. Y entonces, discretamente, se retiró.
La caricia del dedo de Graham en la barbilla resultaba muy sedante. Se le ocurrió que, en circunstancias distintas, una acusación no refutada sobre Peter hubiera terminado en una barbilla amoratada en lugar de en una caricia. No es que fuera un hombre violento, pero si tenía motivos…
No es que Zanny fuera una niña violenta, pero si tenía motivos…
Le tenía mucho cariño a Mono. Había sido un error darle un juguete tan preciado a Willie, incluso como merecida ofrenda de paz.
—Zanny ya vuelve a tener a Mono en la cama —dijo él como si le leyera los pensamientos—. Cuando he ido a ver a Dolly, estaba acunando a Miranda y secándose la nariz en su cabello.
Graham le dio un pañuelo y le dijo suavemente lo mucho que lo sentía. Dolly solía tener los ojos y la nariz acuosos aun cuando no hubiera motivo alguno de dolor. Ahora que tenía motivo, a Graham aquellas lágrimas le parecieron más mecánicas que reales. No se llevaba muy bien con su hermano pequeño. Sin embargo, era una posesión y se la habían arrebatado por la fuerza. La consecuencia era evidente. Ahora que ni Mono ni Willie estaban con ella, Dolly se sentía ultrajada, silenciosa y educadamente ultrajada.
—¿Lo has visto caer? —le había preguntado Graham nervioso.
Dolly hizo un ligero movimiento con la cabeza que podía significar cualquier cosa.
—¿Sí o no? —insistió él.
Los ojos de la niña eran cavernas líquidas y constituían el único rasgo atractivo de su rostro. Evidentemente, le estaba preguntando qué quería que le contestara; diría cualquier cosa para complacerlo. «Muchas asias», solía decir. Por cambiarle las sábanas. Por ponerle la comida. Por curarle un rasguño en la rodilla. Y una vez, con un asomo de sarcasmo nada infantil, por una bofetada… de Zanny, naturalmente. Nadie más la había tocado llevado de la ira, ni siquiera de la exasperación. Clare la había besado a ella y a Willie en cada ocasión que le había parecido necesario, saludo cortés que Willie se había limpiado invariablemente y que Dolly había soportado con educación. Ninguno de los dos niños había devuelto nunca ningún beso. La segunda sacudida de la cabeza fue más categórica y lo tranquilizó.
—Pobre Dolly —dijo Clare—. ¿Crees que debería subir a arrullarla?
—No —dijo Graham tajante. Comprendía la unión paternofilial, y comprendía también su ausencia. Algunos padres adoptivos y algunos evacuados cruzaban el límite y les salía bien. Pero allí no funcionaba. Clare actuaba escrupulosamente. Clare actuaba equitativamente. Clare, a este respecto, como Dolly, actuaba educadamente. Con discreción, les habían quitado la ropa y la habían quemado. Les compraron ropa nueva, incluso unos bonitos pijamas. Los cupones de ropa eran limitados, pero Clare había sido generosa en lo relativo a calidad. Los niños, flacos cuando llegaron, habían empezado a engordar. Allí, en las colinas de Merionethshire, se oían los aviones alemanes que se dirigían a bombardear las ciudades del norte, pero raramente gastaban las bombas en ruta. Por las noches, dormían con considerable paz. Dos evacuados eran la contribución de Clare a la derrota de Hitler. Graham devolvía matanza por matanza. Ella limpiaba mocos y traseros y quitaba liendres. Nada de esto lo hacía con pasión. La que actuaba con pasión era Zanny. Su capacidad para odiar estaba bien arraigada. Pero también lo estaba la de amar.
Se encontraba arrullando suavemente a Mono y meciéndolo en sus brazos cuando en la oscuridad notó que le retiraban las sábanas y que Dolly se metía en la cama a su lado.
Allí estaba la amenaza.
Allí estaba el cambio.
Hasta entonces Dolly no se había metido nunca en su cama. De haberse metido, la hubiera echado. Tenía las piernas más largas que las de Zanny y con ellas le quitó la bolsa del agua caliente y se la apropió. Zanny, rabiosa pero prudente, sujetó con fuerza a Mono. Dolly olía a aceite alcanforado. Mami se lo había aplicado en el pecho la otra noche. Hoy no se lo había vuelto a aplicar. Hoy había muerto Willie y las cosas cotidianas se habían olvidado. Incluidos los baños.
Dolly, calentita con la bolsa de agua, se acomodó y comenzó a elegir cuidadosamente sus palabras.
—Te colgan —dijo— y luego te rajan la tripa, y al final te cortan la cabeza y la clavan en un gancho. —Sonrió dulcemente en la oscuridad. Cuando la historia de la Gran Bretaña se introducía en el plan de estudios de un niño de siete años, tendía a ser aburrida. En el patio de recreo, los niños mayores resultaban más pedagógicos.
Zanny se metió el dedo gordo de Mono en la boca y se dedicó a chuparlo en actitud de contemplación. Lo había entendido todo perfectamente, aparte de «colgan». ¿Qué quería decir «colgan»?
Se sacó el dedo de la boca. Tenía el estómago revuelto y le daba vueltas la cabeza. Con aire frío y distante, preguntó qué quería decir «colgan».
Dolly procedió a instruirla alegremente.
—Te ponen una cuerda alrededor del cuello y te suben en una silla. Luego quitan la silla y la cuerda se pone tirante, y tira, y tira, y tira, y aprieta, y aprieta, y aprieta, y se te salen los ojos y tienes sangre en la cabeza. —Y para adornarlo un poco añadió—: Y los ojos caen en un plato, como dos huevos fritos.
Tras cierta segregación de bilis y náuseas, Zanny pudo digerir esta información.
—Y, ¿quién te lo hace? —se aventuró a preguntar.
—Los buenos y amables policías —dijo Dolly. Al menos parte del aleccionamiento de Clare había sido asimilado. Unas semanas antes los hubiera descrito de manera distinta. No obstante, su función, tanto aquí como en Birmingham, de donde procedía ella, era la misma. Un asesinato, ocurriera donde ocurriera, era un asesinato.
Zanny permanecía tiesa como un palo, oprimiendo a Mono contra su pecho. Era evidente que Dolly había estado espiando desde detrás de alguna mata y había visto la pelea, el empujón, la salpicadura, el chapoteo y la victoria final. No comprendía por qué se la habían llevado del estanque tan de prisa; que nadie, sobre todo los buenos y amables policías, se tomara ningún interés la sorprendía.
También se había dado cuenta de que la charla que papá había tenido con ella no había sido tan trivial como parecía. Trataba de meterle ciertas cosas en la cabeza y de borrarle otras. Como una función escolar de la Sota de Corazones. «¿Dónde estarán mis tortitas?», era la frase que había tenido que aprenderse. «He perdido los panecillos», le apuntó Dolly entre bastidores. El desprecio por la superior memoria de Dolly la había hecho guardar silencio. Dolly, normalmente tan retraída había llamado la atención de la maestra varias veces. Una niña sorprendente, la había llamado la señorita Williams. Más lista que el hambre.
Sorprendente, en efecto.
Lista, en efecto.
«He ahogado a Willie —pensó Zanny—, pero a ti no te puedo ahogar. Eres demasiado grande». Hacía tiempo que pensaba en cómo librarse de Dolly. Ponerle una almohada encima de la cabeza podía resultar… quizá más tarde, cuando se durmiera. Mientras reflexionaba sobre la cuestión, le acarició las orejas a Mono.
La urgencia de librarse de Dolly le producía sudores. Si no se libraba de ella esa misma noche, les diría a los buenos y amables policías cosas que no debían ser dichas, y los buenos y amables policías le harían cosas atroces, como aplastarle la cabeza contra los barrotes de la verja de entrada.
—Matar —dijo Dolly con complacencia— es pecao.
—¿Qué quiere decir «pecao»?
—Es lo que pone triste a Jesucristo.
Aquella salida bastó para calmar un poco a Zanny. Que Jesucristo estuviera triste no la preocupaba.
—Tienes miedo, ¿verdad? —le preguntó Dolly junto al oído derecho. Zanny apartó la cabeza.
—Tiemblas como un flan, ¿verdad? —insistió Dolly haciendo caso omiso del hecho de que Zanny estuviera rígida de terror controlado.
—Apestas —repuso Zanny vengativa.
—Es el aceite canforado de tu mamá. Yo no me hago pipí. Yo no me hago pipí hace días.
—Has echado a perder un colchón —dijo Zanny imitando a mamá una vez que esta la creía fuera del alcance del oído—. Y los colchones no crecen en los árboles.
La imagen a que dio lugar esta frase las tuvo calladas unos instantes.
—De los árboles te colgan —dijo por fin Dolly llevando la conversación a su terreno.
De pronto, Zanny comprendió lo que quería decir «colgan».
—«Cuelgan» —dijo sarcásticamente—. Las manzanas cuelgan de los árboles. Las castañas cuelgan de los árboles.
—Y las niñas también —dijo Dolly inexorable.
Se arrimó a Zanny.
—Estás gorda, Zanny Gordi. No me extraña que Willie se ahogara. Le pusiste el culo encima de la cabeza.
—No digas «culo», es de mala educación —dijo Zanny, sin molestarse en negarlo porque de nada serviría.
—Vale más eso que estar muerto.
Aquello era incontrovertible.
Por primera vez en su vida, Zanny se imaginó muerta. Horriblemente mutilada y muerta. Muerta como la cabeza de un cerdo en la carnicería. Con una manzana en la boca. ¿Por qué les ponían manzanas en la boca a los cerdos? ¿Por qué no les ponían pelotas, o tacos de madera, o bolas de Navidad? Si a ella le ponían algo en la boca, ¿qué le pondrían? A pesar del miedo, el sueño le rondaba como un moscardón.
—El cochecito de tu muñeca servirá —dijo Dolly.
Era una bobada. Como diría Dolly, una «bobá». Primero tendrían que desencajarle la mandíbula. Era un cochecito grande con capota.
—No entraría —dijo.
—¿Dónde?
—En mi boca.
Dolly, decidida a apartar a Zanny del umbral del sueño, le dio un golpe en las costillas.
—Estamos hablando de mi boca —dijo furiosa—. De lo que hay que hacer para que no la abra. No quiero comerme tu estúpido cochecito —dijo con una risita—. Eres un poco tonta, ¿no? Tienes la cabeza hueca, Zanny, tontaina. Tú me das el cochecito y yo no les diré nada a los buenos y amables policías mañana. —Zanny, en tanto descendía a las profundidades del sueño, se agarró a lo que parecía una dorada y nebulosa promesa de suspensión de su ejecución. Valía más conservar el estómago, la cabeza y el cuello que un bonito cochecito de muñeca. Dolly se lo podía quedar. No le importaba, demasiado. De todos modos, no lo tendría mucho tiempo.
—Bueno —accedió.
Dolly, contentísima, se inclinó sobre ella y le dio un beso.
—Muchas gracias, Zanny. Muchísimas gracias. —Era una parodia de mamá, no intencionada pero sí clara.
Zanny, desconcertada, se limpió el beso.
Willie siempre se limpiaba los besos.
Willie en una caja muy, muy lejos.
Willie columpiándose en un manzano en el cielo. Cogiendo manzanas para Jesucristo.
Adiós, Willie.
Zanny se metió el dedo de Mono en la boca y se quedó dormida.
A la mañana siguiente, papá bajó a desayunar de uniforme. A Zanny le gustaba mucho el uniforme de jefe de escuadrilla. Pero en los escasos períodos de permiso que tenía, papá se quitaba rápidamente el uniforme y se paseaba en pantalones de pana y un jersey. Zanny intuía que a papá no le gustaba tanto la guerra como a mamá; no es que mamá hubiera dicho que le gustaba, simplemente estaba resplandeciente y sonreía en secreto, aunque le dolía la espalda y su amigo médico tenía que seguir viniendo a curarla. Lo sorprendente era que cuando papá estaba no le dolía. Quizá papá también sabía curarla. Era un papá maravilloso, bueno y amable. Zanny, con un trozo de tostada en la mano, le sonrió cariñosamente desde el otro lado de la mesa.
Dios santo, gruñó Graham para sí mismo mirándola. ¿Qué se podía hacer cuando un gatito cariñoso mostraba repentinamente tendencias de tigre? ¿Sacar una pistola? Aquella noche Clare y él habían pasado varias horas tratando de idear una estrategia a seguir. El acto sexual, normalmente prolongado y placentero, había sido concluido en cuestión de minutos. Quizá el espectro de Tolliston se había cernido sobre ellos brevemente como telón de fondo, pero el drama que se desarrollaba en el centro del escenario era el principal culpable.
Zanny era un problemazo.
Copulabas. Engendrabas un hijo. Todo ricitos dorados y dulzura. Y luego te hacía esto. O más bien se lo hacía al pobre Willie.
Graham le preguntó a Clare si Zanny había mostrado alguna tendencia violenta antes de que llegaran Dolly y Willie. Clare, que hasta entonces había amortiguado la verdad, igual que unas tupidas cortinas amortiguan la luz, consintió en responder abiertamente para que todos los peligros se hicieran patentes.
—Cuando cumplió cinco años le clavó un tenedor a Jean Thompson porque le apagó las velas del pastel. Le tuvieron que dar tres puntos. —Intuyó que Graham sonreía en la oscuridad—. Es verdad, Jean es una niña insoportable y sus padres son peores aún, pero ahora tiene una cicatriz y se le ve.
Siguió relatando varios episodios más, el último de los cuales consistía en introducir el dedo de Marjorie, de ocho años, en la planchadora a rodillo porque se le había comido los caramelos.
Todo era la mar de normal. Eran cosas de niños. Pero todos se detenían antes de matar. Quizá por gracia de Dios. Tal vez Zanny tenía mala suerte. Era demasiado fuerte. Y Willie demasiado débil.
—A mi modo de ver —dijo Graham—, el denominador común es que Zanny se vio privada de un mono, de apagar las velas, de los caramelos. Ahora ya vuelve a tener el maldito mono. Procura que todo lo de Zanny siga siendo de Zanny. Y vuelve a mandar a Dolly a Birmingham.
Clare arguyó que tenía el deber moral de alojar a algún evacuado y que si Dolly se iba le mandarían a otros.
—Y, ¿qué excusa voy a poner? ¿Que mi hija los va a liquidar uno a uno?
Ambos coincidieron en que la verdad, aunque fuera un eficaz factor disuasivo de la molestia de tener a los hijos de unos extraños en casa, más valía silenciarla. El silencio y la vigilancia era lo que se imponía.
El inspector detective Humphreys y el sargento Pritchard llegaron a las once. Su viejo Austin Seven ascendió por el camino de acceso a la casa con cierta reticencia y gran profusión de humos. Zanny, acostumbrada a ver al sargento en bicicleta, llegó a la conclusión de que lo habían ascendido a cuatro ruedas gracias a ella y sintió una oleada de orgullo. Mamá, que le estaba cepillando el cabello como paso previo a colocarle unas cintas color de rosa, le dijo algo por lo bajo que Zanny no alcanzó a oír; luego le anudó las cintas rápidamente y de cualquier manera y le dio un golpecito en la mejilla.
Zanny estaba preciosa, pensó Clare.
Dolly tampoco estaba mal. Llevaba cintas azul oscuro y se había entretenido más con ella.
Mientras arreglaba a las dos niñas para el interrogatorio les había lavado el cerebro lo mejor posible. Lavado de cerebro era como lo había llamado Graham, aunque para ella era una expresión nueva. Sin embargo, era apropiada. Esperaba que funcionara. Accidente, repetía, accidente, accidente.
Graham acompañó a los dos policías a la sala de estar después de que llamaran al timbre un par de veces y se le ocurriera que era él el que tenía que abrir. Sarah, la criada, acababa de dejarlos para ir a trabajar a la fábrica de municiones, donde pagaban un poco más. La guerra había ocasionado ciertas modificaciones domésticas y cambios sociales a los que había que acostumbrarse.
Les señaló el sofá que había junto al ventanal y les indicó con educación que se sentaran. Seguidamente, les ofreció algo de beber. Ellos declinaron el ofrecimiento.
Los tres hombres uniformados se miraron en silencio unos momentos. El hecho de pertenecer a la comunidad le daba a Graham cierta tranquilidad. Su padre, su abuelo y su bisabuelo habían vivido en aquel mismo pueblo y, aun cuando ello no garantizaba una total aceptación (sus orígenes remotos se situaban en Northumberland, no en Gales), sí actuaba en su favor. Y también iba en su favor que aquella casa llevara dos generaciones en la familia. Las familias, como los monumentos antiguos, se convertían en parte del paisaje. No se agredía a los pilares de la comunidad.
Graham se lanzó a pronunciar el discurso de lamentación que tenía preparado y luego se dedicó a adornarlo con anécdotas de las travesuras del pequeño Willie. Los arrabales de Birmingham, sobre todo en época de guerra, propiciaban la dureza de espíritu, incluso en un niño de cuatro años. Estaba acostumbrado a la libertad y a hacer las cosas a su modo. No era posible vigilarlo constantemente. Hizo una relación de todos los pequeños accidentes a los que Willie había sobrevivido y luego prosiguió hablando del principal, al cual no había podido sobrevivir. Concluir que el pequeño Willie, el pequeño y travieso Willie, había salido airosamente del Birmingham arrasado por las bombas para ir a ahogarse en dos palmos de agua de un estanque galés era una teoría algo floja, pero tenía que intentar defenderla.
—Iba corriendo bastante de prisa, se cayó y se dio en la cabeza. —Graham levantó un poco la voz al ver a Zanny en la puerta—. Como les dirá mi hija.
Ambos policías se levantaron cuando Clare, flanqueada por las dos niñas, entró en la habitación. Sam Humphreys, pese a llevar toda la vida en el cuerpo de policía, tenía una vena sentimental, y aquel trío le pareció la imagen más bonita que había visto en mucho tiempo. La señora Moncrief lucía una melena castaña y un vestido azul exactamente del mismo tono que sus ojos, sus ojos interrogantes, ansiosos y angustiados. Su hija, Susannah, graciosa y regordeta, vestida de rosa y con lacitos a juego, permanecía a su lado muy seria. La otra niña, menos atractiva, pero limpia y arreglada, y evidentemente cuidada con caridad cristiana, se encontraba a su derecha. El mejor y más hermoso exponente del espíritu maternal británico, pensó Sam. En aquel preciso momento no podía ser mejorado ni por el galés, y eso ya era mucho decir.
El sargento Pritchard, que también era lo suficientemente humano para quedar impresionado, felicitó para sus adentros a Peter Tolliston por tener trato con aquella palomita y se preguntó si el jefe de escuadrilla Moncrief lo sabría. Sintió cierta compasión por él. Caramba con la guerra. De un individuo agradable experto en contabilidad te convertías en piloto con un vistoso uniforme (¿por qué lo llevaba puesto?) que repartía muerte y destrucción mientras tu mujer te ponía los cuernos y se te ahogaba el evacuado que tenías en casa. Se imaginó, con bastante acierto, lo que estaba haciendo Clare Moncrief mientras Willie Morton pasaba a mejor vida, y aumentó la simpatía que le merecía su marido. Había engendrado una hijita preciosa. Y al menos sobre la paternidad no había duda.
Sonrió a Zanny.
Zanny, aliviada, le devolvió la sonrisa.
Graham, que temía a Dolly como a una impredecible bomba de relojería, había acariciado la idea de que no estuviera presente durante el interrogatorio. Pero seguramente la policía querría hablar con ella y a fin de cuentas era mejor no separarla del grupo y tenerla al alcance del oído. Quién sabe lo que podía decir en un interrogatorio privado.
¿Interrogatorio?
¡Qué absurdo!
Una tranquila charla con un par de niñas.
Se dio cuenta de que había empezado a sudar.
Sam Humphreys se sacó una bolsa de caramelos del bolsillo.
—Hola, Susannah —dijo—, ¿quieres un caramelo?
Zanny, debatiéndose entre sus deseos y un profundo y casi adulto conocimiento de que debía comportarse con gran precaución y decir siempre lo correcto, vaciló. Los hombres malos daban caramelos a los niños. Eran hombres malos porque no los conocías. Ella no conocía a aquel hombre. Tenía el cabello blanco y era muy viejo. Además la mandíbula le colgaba. El sargento Pritchard era un hombre bueno. Iba en bicicleta y le saludaba con la mano cuando la veía. Si le hubiera ofrecido un caramelo, lo habría aceptado.
—No, gracias —dijo.
El inspector, sorprendido, le ofreció la bolsa a la otra niña.
—Asias —dijo Dolly cogiendo dos—. Muchas asias.
Humphreys, una vez superados los preliminares, volvió a ocupar su asiento. Se quedó mirando a Zanny pensativo. Zanny, consciente de que le hubiera causado mejor impresión de haber cogido un caramelo y celosísima de Dolly, que tenía dos y los estaba mascando con fruición, lo miró cautelosamente.
—Me gustan los caramelos de las personas que conozco —dijo.
Mamá y papá se sobresaltaron.
—Conozco al sargento Pritchard —explicó—. Es un policía bueno y amable. Me dice la hora y me encuentra cuando me pierdo.
Sam Humphreys le entregó los caramelos al sargento y Pritchard le dio la bolsa a Zanny.
—Gracias —dijo Zanny cogiendo uno—. Es usted muy amable.
—Y tú eres una niñita muy educada —dijo Humphreys—. Señora Moncrief, la felicito.
Clare esbozó una leve sonrisa. No sabía si debía explicar que no se trataba de un desaire deliberado, pero luego decidió que con la sonrisa bastaba.
—El señor que te ha ofrecido los caramelos, Zanny, es el inspector detective Humphreys —explicó Graham—. Es un hombre bueno. Un policía bueno y amable.
—No un hombre malo en un campo que te quiere quitar las bragas —dijo Dolly con voz gangosa sin dejar de masticar el caramelo.
Clare se sonrojó.
Zanny se dio cuenta y se indignó profundamente.
—Decir «bragas» es de mala educación.
—Peor es ir sin. —Dolly, que había llegado de Birmingham sin bragas, hablaba sentidamente.
Zanny notó un hormigueo de miedo en el estómago. Pensó si los caramelos estarían envenenados y luego llegó a la conclusión de que no. El castigo vendría en forma de cuerda y cuchillo. Además, Dolly se estaba comiendo los caramelos impunemente.
Los cuatro adultos empezaron a hablar a la vez, en un intento de canalizar la conversación, y seguidamente se callaron.
—Hemos venido —dijo el inspector detective Humphreys en tono de predicador laico— para averiguar cómo murió el pequeño Morton. Naturalmente, se realizará una investigación oficial, pero es necesario conocer los acontecimientos que condujeron a su muerte. —Aparte de hacerse cargo de los servicios algún domingo en que faltaba predicador, también se ocupaba de una clase de la escuela dominical. Aquí su papel era diferente y pasó de inmediato a encarnarlo.
—No hay nada más bonito que los inocentes juegos infantiles —dijo—. ¿A qué jugabais con Willie, Susannah, antes de que muriera?
Zanny guardó silencio sumida en profunda reflexión. ¿A qué podían jugar? Un juego que fuera bonito y nada peligroso. En la clase a la que iba Willie jugaban a un juego de panecillos en una panadería. Seis niñas compradoras compraban seis niños panecillos. Era una bonita manera de aprender a contar. ¿Tenía que ser un juego?
—Estabais jugando a la peste —dijo papá con firmeza—. Willie y tú estabais jugando a la peste. Tú estabas junto al estanque y Willie se precipitó hacia ti. Tú te apartaste y él se cayó al agua. Eso es lo que me contaste. ¿No te acuerdas?
—No —dijo Zanny.
—Luego me lo contaste a mí —dijo mamá.
—Pues a mí no me lo contaste —intervino Dolly.
—La peste es un juego peligroso; yo no juego a juegos peligrosos.
Un juego tranquilo era por ejemplo pasear a Mono en el cochecito de muñecas, el cochecito que quizá pronto sería de Dolly. La miró contemplativamente mientras esperaba inspiración.
—Tú estabas sentada en el suelo, muy quieta, como enseñándole a leer —dijo Dolly—. Y yo estaba en las matas de bulea mirando.
—Budleya, el arbusto mariposa —la corrigió Zanny sin demostrar superioridad. Dolly, pese a sus muchos defectos, pensaba de prisa.
El policía de más edad miró a Dolly con creciente interés. No le habían dicho que la niña se encontraba cerca.
—¿Así que viste lo que pasó, Dolly?
—Mientras leía el libro.
En los pocos meses que llevaba en Gales, Dolly había aprendido a leer extraordinariamente deprisa.
—El de Winnie el osito —explicó, anticipándose al escepticismo del inspector—. Es un libro tonto. —La mayoría de los libros para niños de clase media eran tontos.
—No es tonto. —Zanny dedicó a la crítica el desdén merecido.
—Sí lo es. Lo mismo que el de Alicia. ¿Cómo se va a caer por una madriguera de conejo?
—La gente se cae muchas veces —señaló Zanny—. Willie se cayó. —Era una argumentación literaria, no un retorno al tema inicial.
El inspector volvió a dirigirse a ella.
—¿Te gusta leer, Susannah?
—A veces. —(¿Era malo que le gustara leer?).
—¿Y le estabas enseñando a leer a Willie?
—Sí.
—¿Estabais sentados en el césped un bonito día de verano y tú le enseñabas a leer?
—Sí. —Pronunciando todas las letras.
—¿Y por qué se levantó y fue corriendo hacia el estanque?
Zanny lo pensó un momento.
—No le gustaba aprender a leer.
—Así que os pusisteis a jugar a la peste —apuntó papá desesperado.
—¡Por favor! —El maestro de la escuela dominical y el predicador laico se convirtieron en el inspector detective—. Debe dejar que la niña lo explique a su manera. —Le dedicó una sonrisa falsa a Zanny—. A ver, Susannah, vamos a repasarlo. Le estabas enseñando a leer a Willie y a él no le gustaba aprender. ¿Te enfadaste con él?
—No, no. Yo quería mucho a Willie. —Recordó entonces las palabras de papá—. Como a un hermano.
—Los hermanos siempre reciben. Yo le pegaba. Zanny no le pegaba —añadió Dolly—. No le pegó cuando le metió los pepinillos por el vestío. No lo persiguió alrededor del estanque y no lo empujó; era muy amable con él. Y tampoco se le sentó encima, ni salieron burbujas, y los pececitos no le mordían las orejas. Si los pececitos hubieran ido a sus orejas, Zanny los hubiera apartao de un sandaliazo. No los hubiera dejao morderle las orejas a Willie, y tampoco lo hubiera ahogao.
Era el discurso más largo que había hecho Dolly en su vida y estaba muy complacida con su actuación. El cochecito era de un precioso color fresa. ¿Le daría Zanny también la almohada bordada? Las dos niñas se sonrieron con una complicidad que rayaba en el cariño.
Zanny fue la primera en percatarse de la frialdad del ambiente. Mamá era como una estatua de sal, como la mujer del cuento de la Biblia. Papá parecía dispuesto a decapitar a Dolly y a colgar su cabeza de un gancho. La mirada del sargento Pritchard había dejado de ser alegre. Y el policía viejo tenía un aspecto claramente malvado.
—Zanny —dijo utilizando su nombre cariñoso con falsa amabilidad—. ¿Perseguiste a Willie hasta que se cayó al estanque y luego lo ahogaste?
—¡No, no! —dijo Zanny—. ¡No, no, no! —No era a su pregunta a lo que contestaba, pero el inspector no tenía por qué saberlo. Repudiaba la muerte, su propia muerte, sucia y horriblemente maquinada. Pero entonces, como el sol asoma entre las negras nubes de tormenta, lo recordó y se echó a llorar para desahogarse.
—Se la han llevado —dijo con dificultad—. Se han llevado la barandilla. La han serrado y la han metido en un camión para llevársela a una fábrica y hacer aviones para que los hombres fuertes y valientes como papá vuelen a Alemania, porque hay una guerra mala y horrenda y matan a la gente y mueren millones de personas.
Se levantó, echó a correr hacia papá y se abrazó a sus rodillas. Él no permitiría que le ocurriera nada malo. Lo de la cabeza era tolerable, pero además estaba lo de la tripa y lo del cuello. Si la metían en una caja como a Willie, la meterían entera, con cabeza y todo.
Papá la consoló.
—¡Ea, ea! Claro que no le has hecho nada a Willie. Todos lo sabemos.
Su negativa había sido espléndida. Una actuación soberbia. Y para rematarlo, Clare había empezado a sollozar también.
Muy bien.
Estupendo.
¿Qué era todo aquello de la barandilla? No es que importara.
Graham miró primero a Humphreys y luego a Pritchard. Comprendió que la batalla estaba ganada. Su uniforme añadía dramatismo a la escena. Había sido buena idea ponérselo. La brillante explosión emotiva de Zanny los había hecho recuperar perspectiva. Estamos en guerra, caballeros. Un pequeño evacuado tiene un accidente. Mala suerte. Pero yo soy dulce, inocente y tengo seis años.
Sacó el pañuelo y empezó a secarle las lágrimas a Zanny. Dolly se mantenía imperturbable.
Lo dos policías se levantaron con intención de marcharse.
—Lamento muchísimo haber puesto nerviosa a la niña —dijo Humphreys. Y mucho más haber puesto nerviosa a la madre, pensó.
—No se preocupe —contestó Graham lacónicamente.
—¿Volverán a hablar con ella? —preguntó Clare a través del sedoso pañuelo.
Humphreys dijo que no. Había decidido dar por buena la explicación de Moncrief. La niña estaba muy confusa. Se había disgustado porque se habían llevado la barandilla. Si fuera culpable no pensaría más que en el crimen. ¿Crimen? ¿Culpable? ¿Una niña de seis años? Todo aquello era absurdo. Un evacuado travieso… jugando a la peste. Nada más. Naturalmente. ¿Qué otra cosa podía ser?
Volvió a sacarse del bolsillo la bolsa de caramelos y se la puso a Zanny en la mano.
—Toma —dijo—. Toma. Ya está todo arreglado.
«¿De veras? —pensó Zanny, sorprendida—. ¿De veras? ¿Ya no importa lo de Willie? ¿Lo sabe y no le importa?».
Afortunadamente, no exteriorizó su pensamiento. Se sorbió los mocos y siguió sollozando sobre el bonito hombro del uniforme azul de papá mientras mamá acompañaba a los buenos, amables e indulgentes policías a la puerta.
La abuelita Morton llegó en el tren de la tarde. La vida llevaba mucho tiempo maltratándola y ello la había endurecido. No era blanda de corazón ni de carne, y había aprendido a sobrevivir. Tenía la creencia de que el Señor daba, pero poco, y lo que daba luego te lo quitaba. Se imaginó a Willie en el seno del Señor junto con otros tres nietos suyos y lo aceptó. Hacía mucho que había dejado de cuestionar nada, excepto quizá el estanque de pececitos. Los pececitos de colores no se comían. Y había que darles de comer. Contempló con tristeza el estanque acompañada de Clare y Graham. La euforia que siguió a la marcha de los policías había dado paso a una sincera pero cautelosa compasión. La abuela era un pariente directo. A la abuela la afectaba de verdad.
—Lo lamentamos muchísimo —dijo Clare por segunda o tercera vez—. No se puede imaginar cuánto lo lamentamos.
—Un accidente muy desafortunado —añadió Graham.
La abuela Morton, como muchos sordos de edad, mantenía mentalmente conversaciones que a veces se abrían camino hasta la boca en un susurro como de hojas secas.
Clare trató de escuchar lo que decía y supuso que sería una plegaria, aunque oyó con bastante claridad las palabras pez y comida. No sabía qué decir, de modo que dijo:
—Amén.
La abuela Morton, avergonzada por el hecho de que sus pensamientos hubieran salido del recinto cerrado de su mente y hubieran alcanzado el mundo exterior, trató de disimular con un enérgico:
—¡Qué guerra más atroz! —Era su consigna preferida y le resultaba útil en todo tipo de ocasiones, sobre todo en aquella. De no ser por la guerra, el pequeño Willie todavía viviría en Birmingham con su mamá y su papá. La muerte de su mamá y su papá era una tragedia mucho mayor que la muerte del pequeño Willie. A los setenta y tres años una necesita a su hijo y a su nuera para que la sustenten los pocos años que le quedan de vida. Le dolía la muerte del pequeño Willie, pero era un peso menos sobre sus espaldas. Había pasado muchas noches en vela pensando qué sería de él y de la pequeña Dolly cuando ella falleciera. Aquella solución en concreto ni se le había pasado por la cabeza; en realidad había sido un duro golpe.
Levantó la vista al cielo.
—Los designios del Señor son inescrutables —dijo.
Clare, inmensamente tranquilizada por el hecho de que la culpa se atribuyera a factores celestiales, le sonrió levemente a Graham. Con perceptible alivio, este le devolvió una triste sonrisa. Era una suerte que la abuela fuera tan sorda. De esta manera, lo que Zanny o Dolly dijeran pasaría inadvertido. Bueno, eso esperaba él. Habría que compensar de alguna manera a la anciana. Quedarse con Dolly y hacer por ella todo lo que pudieran era la única compensación que se le ocurría. A pesar del peligro que representaba, había que hacerlo. Darle dinero, aunque era evidente que le hacía falta, sería un acto ofensivo. Una cesta de comida de estraperlo no tendría implicaciones tan siniestras. En las granjas de los alrededores abundaban la mantequilla, los huevos y el tocino. No resultaría difícil despertar la compasión del vecindario. La vieja regresaría a Birmingham cargada de regalos.
Entre tanto, aquella tarde había que hacer frente a la investigación oficial; y luego al funeral.
La abuela Morton, que en toda su vida había ido a muchos funerales, no había asistido nunca a ninguna investigación. Durante el rato que duró el acto permaneció sentada medio adormilada, después de un copioso almuerzo, sin enterarse de una palabra, hasta que, una vez finalizado, una Clare radiante le informó de que había sido una muerte accidental, cosa que ella ya sabía. Le extrañó que Clare pareciera tan complacida. El jefe de escuadrilla también parecía contento, pero de un modo más comedido. Le dijo que lamentaba no poder quedarse hasta que se celebrara el funeral, pero tenía que regresar a la base aérea.
—Qué guerra más atroz, ¿verdad? —dijo ella, disculpándolo, y él hizo un gesto de asentimiento. En un momento de brillante afirmación de carácter, le entregó a hurtadillas un botellín de ginebra para que se la tomara en la cama si le resultaba difícil conciliar el sueño.
—Para ahogar mis penas —dijo ella, interpretándolo a su manera.
Dolly, que había observado la clandestina entrega, frunció el ceño en señal de desaprobación. Los elegantes papás de Zanny no se emborrachaban nunca; o, si se emborrachaban, se emborrachaban educadamente. No se sentaban en la cama a media noche y cantaban a voz en grito para luego romper el orinal tropezando con él en la oscuridad. Había escuchado atentamente con las mejillas sonrojadas, cómo Clare se llevaba a su abuela al cuarto de baño para lavarla. Zanny, que se había despertado con el estrépito, salió a ver qué ocurría. La única abuela con la que había tenido contacto era la mamá de mamá, a la que llamaba abuelita. Se ponía un postizo blanco para disimular la calvicie y por la noche metía la dentadura en un recipiente de cristal con tapa. Usaba jabón transparente y antes de acostarse se limpiaba la piel con crema. Llevaba un camisón de lana blanco con encajes en cuello y puños y los pies limpios. Olía muy bien.
La abuela Morton era distinta.
Zanny, sin que la viera mamá, que estaba demasiado alterada para darse cuenta (¿por qué había hecho Graham aquella locura?), repasó mentalmente todas sus diferencias y luego se fue al dormitorio de Dolly a presentar un informe detallado.
Se sentó a los pies de la cama y se envolvió en el edredón.
—A mi abuelita no le hace falta bañarse —dijo.
Dolly guardó silencio.
—Y no hace tonterías por la noche.
Dolly se cubrió mejor con las sábanas.
—Cuando canta, canta en la iglesia. Y no necesita que le pongan plásticos en el trasero.
Dolly, pese a la vergüenza que sentía, se río. Esperaba que la abuela regresara a Birmingham inmediatamente después del funeral y no se quedara a hacer más cosas que no debía. La mamá de Zanny no la había despiojado aquella noche, y si la había bañado había sido debido a las circunstancias, pero había puesto un hule debajo de la sábana cuando pensaba que no miraba nadie. Después, la abuela lo había quitado y lo había escondido en el armario.
—¿Qué se cree que soy? —le había preguntado a Dolly afligida.
—Los colchones no los regalan —le contestó Dolly, dejando a su abuela perpleja.
Dolly podía estar ligada con lazos de sangre a su abuela, pero la sangre suele escasear cuando no se alimenta satisfactoriamente. El lazo que la unía a Clare era el de un entorno agradable. En la vivienda de Birmingham había ratas, aquí había un hámster monísimo. El pan con margarina y grasa de carne no tenía comparación con la bien provista despensa de Clare. En Birmingham a veces pasabas hambre y con frecuencia frío. Los alemanes te echaban bombas encima. Aquí tu hermanito se había ahogado en un estanque pero tú estabas caliente y bien alimentada y tenías un camisón con rosas amarillas. Una asesina de ricitos de oro ocupaba los pies de tu cama, pero la cama estaba en una habitación muy bonita de una casa preciosa con un hermoso jardín… que tenía un estanque. El estanque lo podía soportar. Y podía soportar a Zanny. Zanny le había dado el cochecito de muñecas color de fresa, tal como habían acordado.
—¿Vas a volver con tu abuela? —preguntó Zanny esperanzada interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
—¡Un cuerno! —exclamó Dolly—. ¡Y quítate de mis pies!
Clare llegó a la conclusión de que no era conveniente, en realidad era demasiado perturbador, que Zanny asistiera al funeral. Tampoco estaba segura de que Dolly debiera ir, pero no podía impedirlo si la abuela Morton insistía. El servicio no torturaría a Dolly, que tenía una mente clara y bondadosa. La conciencia de Zanny escapaba a su comprensión. Seguramente a esa edad ni siquiera se tenía conciencia. Recordó entonces su infancia católica. A los siete años se había confesado por primera vez; a los siete años ya sabías lo que hacías. Era bastante obvio que Zanny, a los seis, no lo sabía. Y con considerable suerte, no lo sabría nadie más.
Fue una ceremonia muy emotiva. Todo el mundo, incluida Clare, lloró.
Zanny, que había pasado la tarde al cuidado de una vecina, regresó a tiempo para asistir al té que se sirvió para el funeral. El té estaba dispuesto en la mesa del comedor. Había bandejas de jamón y ensalada y unos platitos de cristal con macedonia de frutas y nata. Mamá le sirvió con frialdad, casi de mala gana, y Zanny sintió carne de gallina en los brazos y las piernas. La única persona que le prestó atención y se ocupó de ella fue el reverendo Daniel Edwards de la capilla baptista. Se la sentó en las rodillas, le peló una manzana y le enseñó a contar en galés. El aliento le olía a tabaco y tenía las rodillas como carcasas de pollo muerto, pero cuando te encontrabas de repente en la selva abrazabas a cualquier Viernes que se te presentara. Se comió la manzana delicadamente, con la cabeza un poco inclinada, y adoptó una actitud de complacencia.
—Eres una niña buena —le dijo—, una niña muy buena.
Mamá, que lo oyó, no demostró interés. Habían bajado un ataúd pequeñísimo a un agujero profundísimo. Quizá Zanny sí debería haber ido. Quizá hubieran tenido que llevarla atada y haberla obligado a verlo todo.
El día siguiente al funeral mamá comenzó a preguntarse si la abuela tendría intención de quedarse. La reparación de los horrendos pecados del propio vástago no incluía soportar indefinidamente una larga visita. Sin embargo, no había motivo de preocupación a ese respecto. Los valores de la abuela Morton eran algo distintos de los de Dolly. El dulce ambiente de aquella casa estaba tan enrarecido que al respirarlo le dolían los pulmones. Las sábanas inmaculadas invitaban a ensuciarlas. La cómoda cama sin sábanas de su casa, cargada de mantas viejas, era como un abrazo propicio al sueño de un viejo amigo balarrasa. La comida era buena y abundante, pero si se te metía una miga en el hueco de la única muela que te quedaba, no te la podías sacar en acatamiento de una dolorosa educación. En casa, te metías el dedo, te la sacabas y en paz. Era muy cómodo no tener modales, ir sucia y cantarle himnos de borrachín a un Dios que estaba allá arriba, por encima de los aviones alemanes, y dirigía las bombas a su destino. La abuela Morton tenía la implícita convicción de que la vida estaba trazada con anterioridad. No dudaba de que su propia vida continuaría en un bloque de viviendas de Birmingham entre amigos que iban con ella al refugio antibombas y compartirían con ella la cartilla de racionamiento si se daba la necesidad. Los que tenían poco, por lo general eran liberales. Se trataba de una comunidad tolerante, dura pero consciente. Le sorprendía que Dolly estuviera tan contenta por haber salido de ella para entrar en esta. Había venido preparada para llevársela a casa si quería ir, pero se sentía aliviada al ver que no lo deseaba. La separación sería definitiva en el futuro y, sin duda, Dios sabía lo que hacía disponiendo que se quedara. La señora Moncrief no era la imagen de la madre ideal, pero Nancy, la mamá de Dolly, tampoco lo había sido. Era una lástima que la señora Moncrief no tuviera el mismo tipo ni fuera de la misma talla que ella. El abrigo de invierno que le había ofrecido no le venía y los zapatos eran feísimos. Como último gesto de cortesía, decidió ponérselos para ir a la estación y luego, una vez en el tren, cambiárselos. Eran de una piel flexible y de calidad y seguro que sacaría algo por ellos.
La estación estaba a medio kilómetro de distancia por una carretera sinuosa bordeada de espesos matorrales de brezo y madreselva. Los montes, sombríos como capillas calvinistas dominaban el paisaje bajo el cálido sol. Dolly, orgullosa poseedora del cochecito color de fresa, lo empujaba contenta. Contenía una bolsa de lona llena de productos lácteos y de huevos cuidadosamente envueltos en un jersey de angorina. Su abuela y la mamá de Zanny andaban detrás sin prisa; la velocidad, o falta de ella, venía determinada por la presión que recibían los juanetes de la abuela. Zanny, muy resentida por haber perdido el cochecito, disimulaba recitando cantinelas sobre pajaritos y gatitos que se caían al pozo.
—¿Quién lo vio morir? —canturreó—. Yo, dijo la mosca, con mis diminutos ojos. —Al percibir la expresión de su madre, empezó a saltar y a recoger florecillas—. Ding, dong, toca el mozo, el gatito se ha caído al pozo —siguió cantando—. ¿Quién lo empujó? El pequeño Tommy…
La abuela Morton, que sólo oía la melodía y no la letra, no entendía por qué la reñía la señora Moncrief. Quizá tenía miedo de que se rompieran los huevos y estropearan el jersey de angora. A lo mejor pensaba que era su hija la que debía empujar el cochecito. Dolly había dicho que ahora era suyo, un regalo. Si se lo creía, es que la cabeza empezaba a fallarle. Aquello era lo peor de vivir en un lugar como aquel, comenzabas a ver el mundo como si se tratara de una película. Dejaba de ser real. Y dejabas de prestarle atención. Te arrellanabas en el mullido asiento del cine, cómodo y calentito. Y con el tiempo te dormías.
Empezó a pensar en todas las películas que había visto. Zanny parecía Shirley Temple. Dolly, a pesar de ir tan limpia, podía haber sido un personaje de Oliver Twist. Le lavaban el cabello una vez a la semana, la bañaban cada noche y aun así quería quedarse. Pues buena suerte.
Hablaba en voz baja, jadeaba, maldecía los zapatos y de vez en cuando se quejaba de la guerra y del calor y decía que a ver si aún se le iba a escapar el tren. Clare, haciéndose eco del temor, se adelantó al ver que el ómnibus esperaba en la estación. Una de las ventajas de vivir en un pueblo era que se podía retener el tren el tiempo necesario para que subiera una anciana. Con la ayuda del mozo que sustituía al jefe de estación, la señora Morton subió al vagón y su equipaje fue cargado tras ella.
—Dale un beso a tu abuela —le ordenó Clare a Dolly, pero ni Dolly ni la abuela le hicieron ningún caso.
—Si no se porta bien, dele un buen azote —dijo la abuela con cariño mientras se quitaba los zapatos. Menos mal que ya volvía a casa, el sucio y apestoso Birmingham. Aquí, hasta la estación estaba limpia. El vapor de la locomotora se alzaba hacia el cielo azul—. Y no te olvides de lavarte los dientes, Dolly —añadió con un humor teñido de amargura. «Castillos de marfil», los llamaban por aquellos parajes. ¿Hasta dónde podía llegar su estupidez? Ahora se sentía más alejada de Dolly que de Willie. Él, al menos, se había marchado al seno del Señor tal como lo recordaba, incluso le parecía verlo moqueando.
Se asomó por la ventana y acarició el cabello de Dolly. Observó que Zanny, astutamente, se retiraba hacia atrás por si se le ocurría hacerle lo mismo a ella. Una niña extraña. Su madre debería dejar de atiborrarla de aceite de hígado de bacalao y de malta. También atiborraba a Dolly, pero no servía de nada. Dolly era como un fideo. Y siempre lo sería.
Las últimas palabras fueron para Clare cuando el tren se ponía ya en marcha.
—No está bien tener pececitos de colores. El hule está en el armario. Adiós.
Clare, incapaz de articular una respuesta racional, se limitó a agitar la mano sin decir nada mientras el tren se alejaba humeante.
El abatimiento que se había apoderado de su espíritu desde la muerte de Willie comenzó a borrarse lentamente. Todo había salido muy bien. Con el tiempo quizá podría convencerse de que había sido realmente un accidente. Y, aunque no lo hubiera sido, se había tratado de un acto impulsivo, no premeditado. La aversión que había sentido hacia Zanny después del funeral había sido una reacción vergonzosa. Zanny no era más que una niña. Y casi siempre una buena niña. Si fuera una niña pendenciera, respondona y perversa, estaría armando un gran alboroto por el cochecito que llevaba Dolly. Se lo había dejado durante todo el camino hasta la estación y ahora le dejaba llevarlo en el camino de regreso. Quizá se arrepentía de lo que había hecho. Claro que se arrepentía. Dejarle el cochecito a Dolly era su manera de demostrarlo.
Le ofreció la mano a Zanny en gesto conciliatorio.
—Dale la mano a mami, cariño, mientras Dolly lleva tu cochecito.
Zanny se negó educadamente. Empezó de nuevo a entonar un lento canto fúnebre.
—Tres ratones ciegos… mira cómo corren… —Echó a correr por delante de Dolly y subió a la cima de la cuesta—. Córtales las cabezas con un cuchillo de trinchar. —Se detuvo—. Córtales las colas con un cuchillo de trinchar. —Las cabezas era mejor. No se podía aplastar las cabezas contra las verjas cuando no había verjas. En la distancia divisó el camión verde de Evans, el panadero, que se acercaba por la carretera. Evans el panadero era un buen hombre. El año anterior le había dado un bollito para Semana Santa. A Dolly también le había dado uno. A Dolly no debía haberle dado, porque iba y cogía cosas.
Echó a correr otra vez hacia Dolly y el cochecito color de fresa.
—¿Habías oído semejante cosa en tu vida, tres ratones ciegos? —gritó.
Las fuertes manitas de Dolly agarraban la empuñadura del cochecito cuando Zanny la alcanzó. Dolly, cautelosa como una criatura del bosque, percibió cómo le fluía la adrenalina y se le erizaba el vello de la nuca mientras se preparaba. La camioneta estaba ya muy cerca, avanzando pesadamente a buena velocidad. Zanny, en el momento preciso, se arrojó contra Dolly, pero esta, todavía más oportunamente, giró sobre sus talones, trató de mantener el cochecito agarrado, no lo consiguió y lo soltó. Evans el panadero vio horrorizado cómo casi atropellaba a un niño, viró bruscamente, un objeto color rosado se estrelló contra el capó y el camión perdió el control, atravesó la valla de protección y se estrelló contra un viejo roble. El depósito de gasolina explotó y unas llamaradas de seis metros de altura prendieron en las ramas.
Zanny percibió un olor a pan quemado, ¿o sería a Evans el panadero quemado? Lo veía sentado en el asiento del conductor, encaramado en el árbol. Estaba negro como una de esas brujas condenadas a la hoguera. Luego buscó con la vista el cochecito y no lo encontró. A Dolly sí la encontró. Estaba sentada en la cuneta mirándola airadamente.
—Me has roto el cochecito —gritó—. ¿Pa’ qué has hecho eso, vaca gorda? —Luego se volvió a mirar el árbol en llamas—. ¡Jo!
Clare, que había guardado silencio hasta entonces, fue presa de la histeria. Tuvo un acceso de risa al tiempo que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Se arrodilló junto a la hierba y hundió el rostro en una mata de helechos. Reía y lloraba. Cuando por fin se incorporó, vio a Zanny mirándola.
—No quería matarlo —dijo Zanny—. Y tampoco quería romper el cochecito. —Le temblaban los labios.
—No —dijo su madre con calma y frialdad—. Ya lo sé.