Parientes y amigos venían a visitarme y mostraban aflicción por mi mano perdida, consideraban mi porvenir de pensionista, concluían que en el fondo tenía que dar gracias a Dios de que no me hubiese ocurrido algo peor. Luego, casi como si yo hubiera ido de viaje de placer y tuviera una mano menos a causa de un accidente, preguntaban:
—¿Cómo es España?
—Terrible —respondía.
Se quedaban sorprendidos. Las corridas, los guitarreos, las mujeres detrás de los arabescos de las rejas, los jazmines, las procesiones, ¿acaso España no era todo eso?
No había oído sonar una sola cuerda de guitarra, había abandonado una corrida después del primer toro; y a las mujeres, las había visto borrachas en los bares, no llenas de misterio tras las celosías; y había visto a otras mujeres, agrias, una negra masa de llanto a las puertas de las comandancias. Y no había olido el aroma nocturno de los jazmines ni visto procesiones de oro e incienso.
—Pero, España, ¿es bonita? —insistían.
—Es como Sicilia —decía—: la parte que da al mar es bellísima, llena de árboles y viñas; en el interior, es árida, «tierra de pan», como decimos nosotros, y de pan escaso…
—¿Son pobres los españoles?
—Los pobres son más pobres que nuestros pobres y los ricos son tan ricos que dan miedo: se necesita toda una noche de tren para atravesar las tierras de un duque: un latifundio que no termina nunca.
—¡Qué escándalo! —decían mis amigos—. Aquí, Mussolini se ha puesto contra el latifundio; dice que los repartirá entre los campesinos, han pegado carteles en la plaza que ponen: «ASALTO AL LATIFUNDIO» con letras así de grandes.
—En España, en cambio, combatimos contra los que quieren repartir los latifundios entre los campesinos.
—¿Entonces combatimos a favor de los ricos, en España?
—A favor de los ricos y los curas y todos los esbirros —decía.
—¿Pero cómo puede ser? Los curas y los esbirros, se entiende, pero a los ricos Mussolini los trata como a cerdos.
—Mussolini puede decir lo que se le antoje —explicaba—, pero ni yo ni vosotros veremos jamás a nadie que quite algo a los ricos mientras viva Mussolini.
Mi madre me oía decir aquellas cosas y me hacía señales de que callara con los labios y los ojos; cuando nos quedábamos solos me aconsejaba prudencia; decía que cuando venía gente y empezaba a hablar, tenía el corazón en un puño. Mi tío Pietro decía que ya no me reconocía: había partido sin apenas lograr decir cuatro palabras una tras otra y ahora hablaba como un abogado de causas perdidas; cosa de locos, después de haber perdido una mano en la guerra, estar empeñado en ganarme el confinamiento. Mi mujer no decía nada; estaba convencida de que la cartilla del banco con las diez mil liras que había conseguido ahorrar lo compensaba todo: la guerra y la mano perdida y la repulsión que sentía al mirarme el muñón y cuando yo la tocaba; la sentía vibrar, era casi como un escalofrío cuando la tocaba. Nunca había habido amor entre nosotros; en los pocos meses que habíamos estado juntos habíamos tenido placer: bastaba esa muñeca manca, siempre fría como el hocico de un perro, para eclipsar su deseo. Ciertas flores, nada más tocarlas, adquieren un color como de quemado. Era guapa, el deseo que por ella sentía me encendía como una llama y, apenas apagado, mi vida estaba vacía de ella, como una pizarra en la que han desaparecido los signos al pasar un trapo. Estaba más guapa, su cuerpo era más perfecto. Y fingía su momento de amor con aplicación; cuanto más lejos se sentía de mí, mejor fingía su deseo: era una buena mujer… o tal vez era maldad por mi parte e imaginaba en ella malicia y fingimiento porque sentía diferentes mi cuerpo y mi conciencia; y en su contento, cuando hablaba de la cartilla del banco y de lo que se podría hacer con el dinero ahorrado veía avidez, mezquina alegría de mujer que sólo ama el dinero, y en cambio era quizá la pobreza de la cual salíamos la que hacía brillar el dinero en sus ojos, y también mi madre veía un futuro sereno gracias a aquel dinero ahorrado y a la pensión que me correspondería… Yo sufría por aquel dinero. Me veía como un sicario que ha hecho su trabajo atroz y tiene su recompensa, un Judas con sus treinta monedas. Recordaba el momento, el único momento de la guerra en que me sorprendió el frío placer de matar: los republicanos escapaban y yo disparaba con precisión, la mira ligeramente más adelantada del hombre al que quería acertar en su carrera, la feroz alegría de ver caer a un hombre de un tiro certero. No logro entender por qué, en aquel momento, el placer de matar surgió en mí con tanta violencia y lucidez al mismo tiempo. La guerra es terrible sobre todo por esto: porque llegado un punto nos revela a nosotros mismos como asesinos; el placer de matar es tan violento como el deseo de poseer a una mujer. Y sentía que ese dinero que estaba en la libreta roja del banco lo había ganado por aquel momento en que fui un asesino. Mi madre tal vez lo habría comprendido si le hubiese dicho que a mis ojos, en mi conciencia, ese dinero representaba vergüenza; vergüenza de una guerra que no era la mía, contra gente como yo, y de un momento en que había sido un asesino; habría comprendido, pero todo, según ella, se resolvería, por la paz de mi presente y por mi paz eterna, confiándole mis pensamientos a un cura, de hinojos, y llevándole una ofrenda a la Virgen: una pequeña parte de ese dinero. Son estas cosas las que me fastidian de la religión: que la gente lleve a lavar sus conciencias, como se lleva una manta al lavadero, y una vez limpia, la tienda sobre su propio sueño. Pero mi mujer ni siquiera entendía este lavado de la conciencia; tenía apetito y alegría, e iba a la iglesia de igual modo que algunos hacen un conjuro cuando ven a un gato negro: un dibujo para copiar con el ganchillo era el punto máximo al que podía acceder su esfuerzo por comprender y al que podía llegar su sentido de la belleza. El solo hecho de pensar en tener un hijo con ella me espantaba.
En aquella época yo era como un niño con un juguete nuevo, un juguete complicado que no puede dejar ni por un momento. Había descubierto que pensar en mí mismo y en los demás y en todas las cosas del mundo me sumergía en un juego inagotable, como la cadena infinita de los números; no era que hubiese tomado conciencia del descubrimiento y la voluntad me empujara a jugar: era un hecho natural, de igual modo que una planta sufre en una maceta y al ser trasplantada a la tierra le brotan ramas y raíces. De niños, en la escuela, jugábamos a los números: el cero después del uno y leíamos: «Diez»; otro cero y: «Cien», y luego otros ceros, uno después de otro, y llegábamos a números que ni siquiera el maestro sabía leer, y aún seguíamos añadiendo ceros… Así es el pensamiento. Me sentía como un acróbata que avanza sobre la cuerda, mira el mundo en su alegría de vuelo, y luego lo invierte, se invierte, y ve la muerte a sus pies, suspendido de un hilo sobre un vórtice de cabezas humanas y de luces mientras el tambor redobla a muerte. En pocas palabras, me había entrado el furor de ver cada cosa desde dentro, como si cada persona, cada objeto, cada hecho fuesen un libro abierto en el que uno puede leer; y también el libro es un objeto que uno puede dejar sobre la mesa y mirarlo, nada más; o puede ser útil para nivelar una mesita coja o para tirárselo a alguien a la cabeza; pero si lo abres y lo lees se convierte en un mundo. ¿Por qué entonces no podrían abrirse todas las cosas, leerse y ser un mundo?
Lo que más me hería y hacía que me sintiera más solo era la indiferencia de todos hacia las tremendas cosas que yo había vivido en España y que España vivía todavía; me sentía como aquel que, durante los días de la fiesta de san Calogero o de la Asunción, se encuentra en un cortejo fúnebre: la gente borracha de alegría, la plaza exultante de llamativos colores, y tú vas detrás de la carroza negra y amarilla que lleva al muerto; llevas el corazón negro de pena y te toca atravesar ese túnel de regocijo…; entonces sientes aflorar en ti el resentimiento por la fiesta y por la gente que se divierte. Acaso el aislamiento a causa de la indiferencia de los demás y el encerrarse en uno mismo sean comunes a todos los veteranos hasta que la vida cotidiana, el trabajo, la familia y los amigos los reabsorban, los asimilen de nuevo… Pero cuando uno vuelve de una guerra como la de España, con la convicción de que su casa arderá con el mismo fuego, no logra convertir su experiencia en recuerdo y recuperar el sueño de las costumbres; es más, desea que los demás permanezcan también despiertos, que también ellos sientan lo mismo.
Y los demás, sin embargo, querían dormir. Mi pueblo era tan pobre, y tan vil en su miseria, que todos me decían con envidia: «Has hecho dinero: ahora puedes vivir tranquilo», hasta los ricos me lo decían; si no hubiese perdido una mano, habría tenido que volver a la mina de azufre… También España era una mina, allí el hombre era explotado como una bestia y el fuego de la muerte estaba al acecho para extenderse por una herida, allí el hombre con sus blasfemias y con su odio, la esperanza débil como las blancas espigas de trigo del Viernes Santo dentro de la blasfemia y el odio. Habiendo perdido mi mano, en cambio, estaba condenado a arrastrar el letargo de las conversaciones con los viejos, en el local del ocio de los mineros, a los largos paseos solitarios; con los viejos podía hablar hasta el cansancio: escuchaban como si les estuviera contando la historia de los grandes de Francia, remotos sucesos en los que la sangre sólo es un vivo color en las pinturas de los carruajes.
El secretario del fascio me miraba como si yo hubiera ido a la guerra de España en su lugar y en su nombre; estaba orgulloso de mi mano perdida: nuestro pueblo, gracias a mi mano, pesaba en la balanza de la victoria. «Hemos escrito una página de valor», decía; era la frase que remataba la instancia para solicitar la medalla que luego me dieron, que él había hecho redactar por un profesor y que, con una caligrafía llena de florituras y símbolos fascistas y banderas pintados a la acuarela en los márgenes, colgaba enmarcada entre el diploma de sansepolcrista[9] de un paisano nuestro y el retrato de uno que había caído en Abisinia; fotografías de caídos, diplomas y cartas credenciales de medallas cubrían las paredes de la sede fascista. Detrás de la mesa «de trabajo» del secretario había enmarcado un mandamiento del decálogo fascista: «A la patria se la sirve incluso vigilando un bidón de gasolina». No sin razón el secretario ponía en lugar destacado este mandamiento: como centinela del bidón, Mussolini sí podía contar con él; además, la gasolina se vende. El secretario me mandaba llamar casi todos los días; decía que la patria no olvidaba sus deudas de gratitud con sus hijos mejores. Él trabajaba para recordarle a la patria su deuda conmigo; quería que la patria me diese un trabajo adecuado; la patria tenía muchos hijos heroicos que gratificar y quizás estaba un poco desmemoriada.
El secretario quería que le contase episodios de la guerra, era un forofo del general Bergonzoli, alias «Barba Eléctrica», como si Bergonzoli fuera un jugador de fútbol o un torero. Yo le contaba cosas de Bergonzoli que había leído en los periódicos, jamás vi aquella barba, y luego le hablaba de los episodios más atroces que había visto, hechos como para escupir sobre el fascismo; se los contaba al desnudo, tal cual habían ocurrido, sin añadir siquiera la menor vibración de desdén, y a medida que escuchaba aumentaba su entusiasmo.
—Así es —decía—, los villanos —se refería a los campesinos— son una mala raza, si los tratas bien, te muerden… Y también los mineros: claro que también algunos son como tú, pero la mayoría son gente a la que hay que tratar a bastonazos… Querían España en sus manos, ¿eh?… Pero el Duce está alerta: sobre nuestro mar no debe asomarse el comunismo…
—En realidad —decía yo—, en España hay pocos comunistas; la mayoría son anarquistas, republicanos y socialistas.
—Son todos rojos —decía el secretario—; todos siervos de Moscú. Y los anarquistas son los más peligrosos de todos, son bestias feroces.
Un día me hizo llamar porque la patria había contestado a sus peticiones; se había acordado de mí y me ofrecía un puesto de bedel en una escuela. Pero los bedeles de la patria, es decir, los puestos de bedel de que disponía el Estado, estaban en las ciudades donde había escuelas medias y superiores; los bedeles de escuelas primarias no eran «estatales»; de modo que era necesario —el secretario lo sentía mucho— que me trasladase a una ciudad para acceder al puesto, tal vez a una ciudad cercana…
—No —dije—. Es mejor en una ciudad alejada, fuera de Sicilia. Una ciudad grande.
—¿Pero por qué? —preguntó extrañado el secretario.
—Quiero ver cosas nuevas.